II. El Dios revelado: Padre diverso de hijos diversos

Psicoanálisis, marxismo, individualismo existencialista son tres grandes filones culturales que han impregnado de sí, de sus análisis, de sus apriori, de sus conquistas, de sus errores y de sus méritos reales a toda la sociedad occidental contemporánea, y que han suscitado el recelo hacia toda forma de autoridad en que se recurra a la imagen, a la terminología y a la idea del padre. Este recelo es lo que ha impuesto la presente introducción antes de afrontar positivamente la realidad de la filiación divina afirmada en la fe y en la teología cristiana y que nos aprestamos a examinar. En efecto, si paternidad fuese sólo sinónimo de ilusión regresiva e infantil, de complejo insuperado de culpas imaginarias, de alienación que expropia al hombre de su dignidad y lo convierte en dócil instrumento de amos terrenos bien precisos, entonces sería blasfemo hablar de Dios como Padre. Si filiación fuera sinónimo de dependencia servil, de ineptitud cobarde, de rechazo de la libertad y del gusto creador de la fantasía y de la vida, de obediencia ciega a las fuerzas de la injusticia y de la opresión, entonces sería absurdo autoaniquilamiento llamarse hijos, y más aún hijos de Dios. La tarea que nos incumbe es la de demostrar que, aun puestos en guardia por Freud, Marx, Nietzsche, Sartre y todas las fallidas experiencias de tantos padres verdaderos y falsos, naturales y artificiales, dichos sacros y profanos, podemos llamarnos con todo derecho, y ser, hijos de un Dios que es verdaderamente Padre. Se trataría de intentar, aun sin poder demostrar aquí exhaustivamente una tesis tan comprometida como ésta y antes de afrontar directamente los contenidos de la revelación cristiana, una reflexión para reivindicar verdadera originalidad al nombre que la fe cristiana da al Dios revelado en Jesucristo cuando lo llama Padre.

Está fuera de discusión que la paternidad atribuida a la divinidad o a las divinidades aparece como constitutivo universal de casi todas las religiones y que el nombre de padre es atribuido con sentido sacralizado en un número elevadísimo de culturas antiguas muy anteriores a la cultura y a la revelación judeo-cristiana. Es también clarísimo que con una investigación puramente filosófica no se podría verdaderamente hablar con seriedad de paternidad divina, ya que en el ámbito filosófico podemos pretender a lo sumo establecer la afirmación de una divinidad sin nombre. Por consiguiente, el uso del nombre padre podría justificarse sólo en clave religiosa; pero en este preciso punto reaparecería la crítica radical antedicha, y el tema mismo de la paternidad caería bajo los golpes de recelo a que nos hemos referido (psicoanálisis, marxismo, individualismo humanístico ateo). Esta es la razón por la que incluso conocidos autores cristianos han propuesto seriamente renunciar al "padre", precisamente para derribar las horcas caudinas de ilusión-culpa-alienación-esclavitud, siempre latentes en la idea misma del padre.

Sin embargo, con algunas precauciones y observaciones, creemos tener todavía derecho a llamar a nuestro Dios con el nombre de padre y, por tanto, a llamarnos nosotros hijos de Dios. Ante todo, para la fe no es el hombre el que da nombre a Dios, sino que Dios se lo da a sí mismo, sin que sea en absoluto coesencial con la simbología religiosa originaria, en la línea de una explicación del origen del mundo y del hombre por una descendencia casi biológica. Es decir, el lugar del ejercicio de esta paternidad no es el origen del mundo. sino la historia, y este nombre no es fruto espontáneo del espíritu religioso de Israel, que lo usa poquísimo, sino sugerancia explícita del mismo Dios: "Los israelitas no dan sino raramente el título de padre a Yahvé cuando se dirigen a él, y, asimismo, rara vez se designan como hijos de Yahvé. Es más bien Dios quien se designa a sí mismo como padre el llamar a los israelitas sus hijos. Esto cortó por lo sano toda mística fundada en un lazo de paternidad física entre Dios y el hombre. También en el NT el nombre de padre indica siempre una presencia dialogal e inmanente en la vida del hombre concreto. Luego el nombre de padre, referido por el hombre a Dios, no es ni pretensión de identificar en sentido pleno y absoluto la intimidad misma de Dios, ni representación simbólico-ilusoria, sobre la cual se echaría la crítica del susodicho recelo, ni afirmación de vínculo físico generativo. El nombre sirve sólo para indicar la actitud de Dios frente al hombre, que dialoga históricamente con él, que se revela presente y, no obstante, expresa un sentido preciso que no remite a otro. La denominación padre, cuando la usa el hombre a la luz de la revelación, es asentimiento al acto real con que Dios mismo se hace padre suyo; no es más que eco del nombre que Dios se ha dado a sí mismo, y funda de manera decididamente indemostrable, en el orden de la experiencia dialógico-vital, la verdad misma de la autonominación de Dios.

Sólo así, pensamos, las críticas a la paternidad no afectan verdaderamente a la autorrevelación del padre. Esta no se puede colocar en el plano del sentimiento vagamente "religioso", visto justamente con recelo por toda la cultura contemporánea; ni tampoco puede ser objeto de una demostración filosófico-racional, que haría del hombre el ser que da nombre a Dios y, por ende, se adueña de él y lo somete a su poder. En el origen de la paternidad divina, dentro de la acepción propia de la fe judeo-cristiana, no se postula esencialmente el deseo ilusorio alienante de liquidar las frustraciones de las diversas paternidades siempre insuficientes basándolas en ella, ni el esfuerzo apologético que la funda en la razón divinizada. En el origen de nuestro ser de hijos y de que llamamos a Dios padre está la realidad gratuita e inaudita de la instauración  salvífica, la constatación histórica de un hecho real, la existencia concreta de un pueblo que es constituido hijo en la realidad de un diálogo histórico, cuya iniciativa es totalmente divina, no postulada por el sentimiento (ilusión-deseo-alienación), no demostrada como necesaria por la razón, pero aceptada en la historia por la respuesta dialogal del intercambio del pacto. La verdadera razón de la denominación de padre es una declaración de identidad formulada por Dios y acogida por el hombre. No es el hombre el que da el nombre a Dios (lo cual significaría que tiene poder sobre él o equivaldría a construirlo sobre la base de su frustración alienante), sino que es el hombre el que recibe de Dios el nombre mismo de Dios. Por eso él puede aceptar que nos dirijamos a él con el nombre con que él mismo se ha revelado.

No tiene sentido, en este punto, preguntarse si Dios podía revelarse de otro modo, o si debía necesariamente revelarse; la paternidad es por excelencia un dato no filosófico, que no puede colocarse en el plano de las esencias, regulado por leyes internas estructurales; transportarla a este plano sería como someter a Dios a las leyes de nuestra razón, hacer de él un ídolo disponible para los más diversos usos y consumos. Por otra parte, también la paternidad natural tiene su origen en la índole concreta del acontecimiento; le llega al hombre en el puro dato de la exterioridad de un diálogo, que es el hecho primordial que se impone con la fuerza invencible de la evidencia real.