ESPERANZA
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SUMARIO: I. Las raíces antropológicas de la esperanza: 1. El hombre como ser abierto al futuro; 2. El fundamento de la esperanza: utopía y escatología - II. La dinámica de la esperanza en la historia de la salvación: 1. El Dios de la promesa; 2. La resurrección de Cristo, cumplimiento de las promesas y promesa de un futuro nuevo - III. Orientaciones para una espiritualidad de la esperanza: 1. Unidad de la vida teologal; 2. Esperanza cristiana y "mysterium mortis"; 3. Compromiso de liberación humana y espera del futuro de Dios.


El tema de la esperanza ocupa en la reflexión teológica actual un puesto de gran trascendencia en virtud de la revalorización que de la dimensión escatológica del mensaje cristiano ha tenido lugar en estos años. J. Moltmann ha escrito: "En su integridad, y no sólo en un apéndice, el cristianismo es escatología; es esperanza, mirada y orientación hacia adelante, y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente. Lo escatológico no es algo situado al lado del cristianismo, sino que es, sencillamente, el centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de un nuevo día esperado, color con el que aquí abajo está bañado todo... Una teología auténtica debería ser concebida, por ello, desde su meta en el futuro. La escatología debería ser no el punto final de la teología, sino su comienzo".

Efectivamente, tan sólo en la perspectiva escatológica la teología puede ser significativa en si misma e importante para el mundo, puesto que el hombre y el mundo se hacen radicalmente comprensibles a partir de su destino último, que es el futuro de Dios.

Sin embargo, el interés de la investigación teológica por la temática de la esperanza se orienta primordialmente a la interpretación del futuro del hombre y de la historia. Por eso la reflexión versa más sobre el contenido objetivo de la esperanza cristiana y su relación con las expectativas históricas del hombre que sobre la dimensión personal, subjetiva y espiritual. Esto se debe también al hecho de que en la Biblia es escasa la atención al sentimiento de la esperanza. Raras veces se presenta como una actitud subjetiva (esperance); casi siempre se nos ofrece como propensión a un determinado objeto bien definido (espoir). Así, mientras existe "una teología de la esperanza", que la convierte en el criterio hermenéutico fundamental para reinterpretar todo el mensaje cristiano, no se puede decir otro tanto de una "espiritualidad de la esperanza", de la cual no tenemos más que rápidas alusiones y fragmentos exiguos, muchas veces ligados a una visión intimista y devocional del acontecimiento cristiano. Por ello consideramos que es cometido de la espiritualidad de hoy llevar a cabo la soldadura entre el sentimiento y el contenido objetivo de la esperanza, entre la dimensión personal y la social y cósmica.

1. Las raíces antropológicas de la esperanza

La elaboración de una espiritualidad en la que la esperanza vuelva a encontrar el lugar que le corresponde, presupone un correcto desciframiento del modo como hoy se comprende a sí mismo el hombre. Se trata, pues, de preguntarse qué relación existe entre la condición humana y la esperanza, a fin de saber si ésta es un elemento marginal para el hombre o si, por el contrario, está hondamente arraigada en su experiencia existencial e histórica.

1, EL HOMBRE COMO SER ABIERTO AL FUTURO - El hombre se entiende hoy día, quizá más que en el. pasado, como un ser lanzado a una realización ilimitada de sí mismo, radicalmente abierto al futuro; pero, al mismo tiempo, como ser limitado, como "espíritu finito", ya que su corporeidad circunscribe su existencia y su apertura a los demás y al mundo. La existencia humana se revela a la vez como una "clausura-en-la-provisionalidad" y como una "apertura-a-la-infinitud".

El hombre advierte, pues, que su aspiración fundamental a ser cada vez más él mismo no puede satisfacerse definitivamente dentro del horizonte presente; el hombre nunca coincide con su existencia concreta.

Por otro lado, esta aspiración, que es connatural al hombre, choca inexorablemente con el misterio de la muerte. De aquí la imperiosa necesidad de esclarecerse a sí mismo el ineludible contraste entre la apertura ilimitada a la vida y el límite de la muerte, que está presente a la conciencia como un destino inevitable y como una amenaza permanente. La muerte pone al desnudo el nivel más profundo del espíritu humano, que guarda el incontenible deseo de existir sin límite de tiempo, y sitúa en concreto al hombre ante el interrogante último sobre sí mismo, que es el interrogante sobre su futuro.

Por eso la llamada a la esperanza pertenece ante todo a la estructura fundamental del hombre en cuanto espíritu encarnado. Pero la dimensión de la esperanza no se agota dentro del destino individual del hombre; engloba el destino de la humanidad y del mundo. La existencia del individuo se desarrolla en el camino de la humanidad hacia el futuro. Consecuentemente, el problema del futuro de la humanidad y del mundo afecta al significado mismo de la existencia de todo ser humano en cuanto responsable de toda la comunidad humana.

Por otro lado, el hombre experimenta constantemente su no coincidencia con el mundo y con los demás. "La subjetividad autopresente del hombre no puede tener lugar sino frente a lo que ella no es, es decir, en contraposición a la objetividad limitativa del mundo. La naturaleza es para el hombre, dialécticamente, posibilidad y límite de su acción. Y precisamente esta experiencia de lo objetivo (del mundo en sí mismo o del mundo transformado por el hombre) como límite revela la aspiración ilimitada del hombre como condición apriórica de su acción sobre el mundo. El hombre existe en el mundo y sobre el mundo, en el tiempo y sobre el tiempo, en la historia y sobre la historia, porque tiene conciencia de la permanencia de su propio yo en su mismo devenir, y en esta conciencia se esconde aquella aspiración a `ser-más-sí-mismo', que le hace vivir todo resultado concreto de su acción en el mundo como realización inacabada de sí mismo y por eso le empuja a la superación indefinida de toda meta lograda. En esta estructura constitutiva del ser personal del hombre radica el impulso de toda la humanidad a lo largo de la historia hacia el progreso indefinido en el dominio del mundo"'.

La esperanza se nos presenta así como la opción fundamental con la que el hombre interpreta el sentido último de su existencia. Emerge como necesidad fundamental del hombre, tanto en el horizonte de su conciencia personal como en el de su relación con el mundo, con los demás y con la historia.

2. EL FUNDAMENTO DE LA ESPERANZA: UTOPÍA Y ESCATOLOGÍA - La tendencia del hombre a la esperanza como fuerza liberadora que explica el movimiento de la vida humana y proporciona al hombre, mediante la categoría de la posibilidad, una nueva comprensión del ser como historia, ha suscitado en la cultura occidental dos imágenes del futuro opuestas radicalmente entre sí: la utopía y la escatología.

La utopía se presenta como una transcripción secularizada de la esperanza en el reino. "Es una desacralización, una toma de conciencia de que el hombre puede y debe bastarse a sí mismo, y de que los dioses lo han abandonado. No es, por lo tanto, una coincidencia el hecho de que no se encuentre ninguna utopía antes del Renacimiento". La conciencia utópica responde a dos tendencias profundamente arraigadas en el espíritu humano: la curiosidad por el futuro y la necesidad de esperar. Estas tendencias exigen inventar una imagen del futuro, sin la cual es imposible para el hombre aceptar el hoy en su opacidad.

La recuperación de la categoría de la utopía, que tiene en su favor una tradición acreditada en el pensamiento moderno, ha ocurrido en los últimos años gracias a la determinante contribución de la filosofía marxista. Para E. Bloch, el marxismo es sobre todo conciencia de la esperanza, "praxis de la utopía concreta", anticipación de un deber ser que será realidad pese a los obstáculos que se interpongan en su realización. "La razón —afirma Bloch— no puede florecer sin esperanza y la esperanza no puede hablar sin razón. Una y otra en unidad marxista... Otra ciencia no tiene futuro y otro futuro no tiene ciencia". Porque abre el futuro, la esperanza prevalece sobre todas las demás manifestaciones vitales del hombre. Influye en su modo de pensar, de conocer y de vivir. El todavía-no del ser subjetivo y objetivo, es decir, lo posible, se convierte en fundamento último de la realidad al empujar al hombre hacia el novum ultimum, que no es otra cosa que el futuro del hombre escondido y del mundo escondido.

Pero el futuro de la utopía se presenta insuficiente de cara al elemento negativo radical, que consiste en la doble muerte, la individual y la colectiva, como impotencia de amor: "¿Basta la utopía para la emancipación eficaz y total?... Y ¿cómo no invocar y admitir la necesidad de un plus de fuerza, de un verdadero novum, heterónomo frente al volumen del dato tal cual suele entenderse en la perspectiva religiosa de lo mesiánico?". Por eso la razón de la inconsistencia de la utopía radica en lo infundado de su contenido objetivo. "El primado del futuro está ontológicamente fundado en sí mismo; su futuro no se debe solamente a los deseos presentes y a las aspiraciones de los hombres. Si el regnum venturum habrá de caracterizarse bíblica mente como reino de Dios, entonces tendremos este primado ontológico del futuro del reino sobre todo lo real presente, y también sobre el presente psíquico"

Este es el significado de la escatología cristiana. Para el cristiano la falta de sentido se rescata en el sentido arcano que proviene de los recursos de Dios. La alternativa perentoria del cristianismo apela al "misterio" como acontecimiento que irrumpe en la historia y en la existencia humana por la libre y sorprendente iniciativa de Dios; Por otra parte, la experiencia de la muerte como experiencia radical de finitud le muestra con claridad al hombre que todas las posibilidades de la existencia se apoyan en la fuerza de un "don" que encuentra el hombre y que como tal, permanece esencialmente sustraído a su poder de dominio. La muerte personal y colectiva sitúa al hombre ante una alternativa: o cerrarse en el futuro inmanente de su progreso indefinido e intramundano, aferrándose a la existencia, que irremediablemente se escapa y que, por lo tanto, no puede fundamentar su significado, o abrirse a la posibilidad del futuro absoluto y trascendente, reconociendo la existencia como "don" que viene de Alguien y que, en consecuencia, no puede conquistarse, sino tan sólo recibirse.

En este sentido, la esperanza cristiana supone liberarse de una mentalidad puramente exigentista. Expresa un anhelo, una nostalgia que trasciende todas nuestras necesidades. Las promesas de Dios no se identifican con los contenidos de las utopías sociales y políticas, que esperan un hombre nuevo y una tierra nueva y ven en ellos algo así como el resultado de una serie de luchas y de procesos sociales e históricos. El cristianismo tiene la misión de hacer germinar el "estupor absoluto" (unbedingtes Betroffensein) ante el hecho sorprendente de que Dios penetra en la historia y en la trama de las vicisitudes humanas, porque es precisamente en esta "maravilla de disponibilidad" donde puede convertirse en "estupor salvifico" el impacto entre la espera del hombre y el misterio cristiano.

La escatología cristiana destruye por ello la presunción de la utopía estableciendo una relación crítica con los diversos proyectos históricos elaborados en su nombre. El que espera en Cristo no se identifica jamás con ninguna situación adquirida o adquirible. En las ciudades de esta tierra, igual que en las ciudades proyectadas por los utópicos, el creyente es siempre y en todas partes un extranjero, porque el futuro hacia el que tiende es un futuro trascendente que procede únicamente del poder de Dios.

II. La dinámica de la esperanza
en la historia de la salvación

Haciendo de la escatología un criterio hermenéutico fundamental, la teología contemporánea ha convertido la esperanza en una categoría de interpretación global de la historia de la salvación, la cual no sería primordialmente la comunicación de contenidos que en caso contrario estarían escondidos al hombre, sino la promesa de una consumación definitiva del hombre y del mundo. De ahí se sigue una relectura en clave proléptica (es decir, de anticipación del futuro), antes que epifánica (es decir, de manifestación de lo divino), de toda la revelación bíblica.

La promesa anuncia una realidad que todavía no está presente y patentiza que Dios lleva a cabo la salvación progresivamente. La esperanza es la actitud que salva esta distancia: de lo que ya ha acaecido extrae únicamente el estímulo para tender hacia un futuro que todavía no se ha consumado. Cierto que la esperanza se funda en la "memoria"; pero, al revés que ella, da lugar a una lógica negativa, que se expresa como conciencia de la diferencia, de la inadecuación, del "todavía-no" y, como tal, se traduce en conceptos dinámicos y funcionales en orden a la transformación de la realidad.

1. EL DIOS DE LA PROMESA - La esperanza en el reino que ha de venir, entendido como poder de Dios, hunde sus raíces en las experiencias vividas por Israel a lo largo de su trayectoria histórica. El señorío de Dios va revelándose poco a poco hasta su definitiva consumación en Cristo muerto y resucitado.

A diferencia de los demás pueblos, Israel vivió su existencia como historia abierta al futuro. En su origen no hay acontecimiento mítico, sino un acontecimiento histórico: el éxodo de la esclavitud de Egipto. En este acontecimiento el pueblo hebreo experimentó al "Dios de los padres" como un Dios de la promesa y de la esperanza y, al mismo tiempo, se descubrió a si mismo como pueblo en camino. En este sentido, la categoría de la promesa dejó su impronta en el mismo lenguaje religioso de Israel, caracterizado por la escatología del Dios que viene.

El régimen de la promesa comienza con Abrahán: en él Dios irrumpe con poder en la historia. escogiéndose a un pueblo para hacerlo "signo" de salvación para todos (Gén 17,4-8; cf 12,2-3). La esperanza asume inmediatamente los contornos de una espera histórica: es esperanza para esta vida, en el pueblo igual que en el individuo. Poseer a Dios significa, efectivamente, poseer el futuro: la liberación de la esclavitud, una tierra, la derrota del enemigo, la victoria del justo.

El profetismo desarrolla la línea de la espera mesiánica desde el punto de vista de una profunda renovación interior (Is 11,1-10; 53,5-12; 62,2-4; Jer 31,31-34). Los profetas desautorizan la pretensión de Israel de construirse su propio futuro. En esta línea interpretan el hundimiento político y la experiencia del exilio como un juicio de Dios contra su pueblo, que lo ha traicionado. Su enseñanza es escatológica porque sacan a Israel "fuera del ámbito salvífico de los hechos acaecidos hasta entonces" y cambian "su fundamento salvífico con otro hecho divino que está por venir". De este modo la salvación se universaliza y al mismo tiempo se espiritualiza, dando a la promesa un horizonte de expectación no marcado ya por el límite de la existencia, sino abierto a la novedad de una vida distinta bajo la soberanía de Dios.

Otra profundización ulterior la opera la literatura apocalíptica del judaísmo tardío, que tiende a deshistorizar la promesa haciendo de la historia únicamente el lugar en el que se desvela gradualmente el proyecto de Dios, rigurosamente marcado desde el principio. Pero la novedad más significativa radica sobre todo en el hecho de que el mundo entero se ve involucrado en el proceso escatológico de la historia humana. Así pues, progresivamente, la esperanza del individuo tiende a un nuevo eón, es decir, a un renacimiento del universo y a una regeneración de todas las cosas.

Para Israel, el fundamento de la promesa es la fidelidad de Dios. Conocer a Dios significa reconocerlo en la fidelidad histórica a sus promesas; él anticipa su cumplimiento real con gran número de prefiguraciones, es decir, de utopías realistas; pero lo hace sin prejuzgar su soberana libertad. La promesa divina anuncia, efectivamente, de manera anticipada lo que todavía no existe y que no debe desarrollarse necesariamente en el cuadro de las posibilidades ofrecidas por el presente, sino que nace únicamente de lo que le es posible a él. Cierto que se concretiza en el cumplimiento de las promesas hechas a los padres; pero al mismo tiempo es superior a todo cumplimiento. El motivo de este plusvalor constante es lo inagotable del misterio de Dios. Al rebasar siempre los hechos y señalar el futuro, la promesa permite a Israel encontrar su identidad y continuidad, reapropiándose continuamente los hechos históricos, aceptándolos e interpretándolos siempre de nuevo. Además, la promesa estimula la libertad del hombre, porque exige su colaboración. Mientras tanto, entre la promesa anunciada y su pleno cumplimiento transcurre la historia como obra del hombre en camino hacia la patria de la identidad consigo mismo y de la plena comunión de la humanidad. El mundo se convierte en el lugar del compromiso humano, porque Dios no manifestará definitivamente su reino mientras el hombre no haya establecido los fundamentos.

2. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, CUMPLIMIENTO DE LAS PROMESAS Y PROMESA DE UN FUTURO NUEVO - La promesa de Dios se ha hecho realidad en Cristo: "Y nosotros os anunciamos la buena nueva: la promesa hecha a nuestros padres. Dios la cumplió en nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús" (He 13,32-33). El don del espíritu es la confirmación de la promesa realizada (He 1,4-5; 2,33). La certeza de la esperanza cristiana encuentra su definitivo punto de apoyo y se convierte al mismo tiempo en renuncia a toda seguridad humana y en completo abandono confiado al misterio del amor absoluto de Dios.

En toda su existencia, Cristo es un acontecimiento escatológico; lleva en sí mismo la tendencia hacia el futuro absoluto, que es Dios. Pero es sobre todo del misterio pascual lo que revela plenamente el significado escatológico de esa existencia. La muerte de Cristo es el cumplimiento de su entrega definitiva al Padre; en este acto de éxodo de sí mismo y de confianza en Dios, "que podía salvarle de la muerte" (Heb 5,7), el tiempo de Cristo llega a su suprema tendencia a la comunión de vida con Dios. Su resurrección es el comienzo de una vida nueva no solamente para él, sino también para nosotros; porque Cristo fue resucitado por Dios como "primicia de los que mueren", "primogénito entre muchos hermanos" y "espíritu vivificador" (1 Cor 15,20-57; Rom 8,29; Col 1,18; He 26,23). Su victoria es victoria para nosotros, porque es cumplimiento irrevocable de la promesa de Dios e inauguración del futuro no sólo de la humanidad, sino también del mundo y de la histeria (Col 1,15-20; Ef 1,10.20-23). En este sentido la resurrección es el origen del kerygma y de la esperanza cristiana. Con ella apareció un nuevo factor, que abre nuestro mundo, encerrado en la muerte y en el pecado, hacia el futuro: un futuro que ya es presente.

Pero la resurrección de Cristo no es pura consumación; implica la dialéctica interna del cumplimiento y de la promesa. Es el cumplimiento de todas las promesas que Dios hizo a Israel (Gál 3,16-22; 2 Col 1,19-20; Le 24,25-27.44. 47) y es, al mismo tiempo, promesa de otro cumplimiento ulterior, porque todavía no ha llegado en ella lo último, sino sólo su comienzo; el futuro de Cristo debe venir todavía (He 1,11; Heb 9,28; 10,23). "Es el éschaton, que irrumpe trascendentalmente, el que sitúa en su crisis última a toda historia del hombre. Pero con ello el éschaton se vuelve igual de próximo e igual de lejano a la eternidad trascendental, al sentido trascendental de todos los tiempos, a todos los tiempos de la historia" e. De esta forma el futuro de la historia es el futuro de Cristo, el cumplimiento en la gloria de Dios de la plena liberación del hombre y del mundo.

La continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento radica en el hecho de que el acontecimiento de Cristo tiene su lugar en una historia bien definida; es el cumplimiento de aquella historia y, en cuanto tal, revela su esencia y su verdad. Pero las tendencias y las implicaciones que están latentes en él se prolongan en el futuro que abre. La resurrección no es la consumación de todas las cosas; la resurrección ha puesto en movimiento un proceso histórico determinado escatológicamente, cuya meta es la destrucción de la muerte con la victoria de la vida y la realización de la justicia de Dios.

La presencia dinámica del Espíritu, que impele a los hombres y a las cosas hacia la maduración final, sitúa al cristiano en un estado de tendencia y de espera. Por otra parte, él sabe que la potencia creadora de Dios se hace comprensible únicamente a la luz de la cruz, porque nace del anonadamiento total de toda expectativa mundana. Por ello la esperanza cristiana no teme lo negativo. Es una "esperanza crucificada", que se abre al don de la resurrección (Rom 4,17). Su término de mediación no es la posibilidad de desilusión, sino la desilusión efectiva: la cruz de Cristo. En este sentido es esperanza contra toda esperanza (Rom 8,24-25; Heb 11,1). "La cruz de Cristo es el signo de la esperanza de Dios en este mundo para todos los que en su vida se cobijan a la sombra de la cruz. La teología de la esperanza es, en su punto nucleico, teología de la cruz. La cruz de Cristo es la forma actualmente presente del reino de Dios en la tierra. El futuro de Dios nos contempla en Cristo crucificado. Todo lo demás son sueños y fantasías y meras ilusiones. La fe cristiana se distingue de la superstición, al igual que de la incredulidad, por la esperanza nacida de la cruz. La fe cristiana se distingue del optimismo y de la violencia por la libertad nacida de la cruz"

En el misterio pascual aflora el sentido último de la esperanza cristiana: es al mismo tiempo un compromiso histórico y una apertura al porvenir escatológico como don del poder de Dios.

III. Orientaciones
para una espiritualidad de la esperanza

El análisis bíblico-teológico que nos hemos esforzado en proponer ha puesto de manifiesto el espacio que ocupa la esperanza en la historia de la salvación, que es nuestra historia. La esperanza aparece claramente como una de las actitudes fundamentales del hombre bíblico y, en consecuencia, como una de las estructuras base de la espiritualidad cristiana. Se trata de captar entonces el papel específico que desarrolla en relación con el marco más amplio de las dimensiones y de los valores que constituyen el horizonte de la existencia cristiana.

1. UNIDAD DE LA VIDA TEOLOGAL - La espiritualidad cristiana debe ser ante todo una espiritualidad teologal. El fundamento de la existencia cristiana es el don de Dios, esencialmente uno e indivisible. De ahí la exigencia de recuperar la unidad entre fe-esperanza-caridad, para volver a encontrar el lugar que ocupa la esperanza en la vida del creyente.

fe-esperanza: En la existencia cristiana la fe ocupa el primer puesto; pero el primado pertenece a la esperanza. Sin el conocimiento de Cristo, que se posee gracias a la fe, la esperanza se convertiría en una utopía suspendida en el aire. Pero, sin la esperanza, la fe decae y se vuelve tibia y muerta. Por medio de la fe el hombre encuentra el sendero de la auténtica vida; pero sólo la esperanza lo mantiene en él. Por eso la fe en Cristo hace que la esperanza se convierta en certeza; y la esperanza confiere un amplio horizonte a la fe y la lleva a la vida. La esperanza es por ello la verdadera dimensión de la fe; es el caminar de la fe hacia su objeto: un Dios señor del futuro, cuyo nombre bíblico de Yahvé ha sido interpretado por M. Buber con las siguientes palabras: "Yo estaré presente como aquel que estará presente". Por eso la fe y la esperanza no pueden yuxtaponerse como si la fe se refiriera a lo que ya ha acaecido, mientras que la esperanza miraría exclusivamente hacia el futuro. Tanto el presente como el futuro de Cristo fundamentan la fe y la esperanza en la recíproca inmanencia de ambas. La fe recuerda la realidad de la resurrección de Cristo como acontecimiento creador de futuro. La esperanza, a su vez, alimenta la tendencia hacia el futuro basándose en la realidad de lo que ya ha acontecido. Memoria y esperanza "son dos actitudes del espíritu humano tendente a realizar la unidad de la propia experiencia. El hombre está, por lo tanto, sujeto a una doble tentación. La primera consiste en la posibilidad de perderse en la objetivación de la acción concreta; de alienarse en una mediación de la que se pierde precisamente la conciencia de su mediatez. Está llamado, por lo tanto, a reencontrarse y a recuperarse. La memoria es esta tendencia de autorreencuentro, de Wiedergerwinnung. Como tal, no se opone únicamente al olvido del pasado, sino también y sobre todo al extrañamiento, a la alienación del sujeto en la red de las relaciones con la naturaleza y con sus semejantes. La segunda tentación del hombre es la del autorreflejo, la incapacidad de salir de sí mismo, la falta de fantasía. Precisamente el sentido de la inadecuación así concebida es lo que se expresa en la esperanza. Esta abre el momento actualmente vivido por el hombre a las posibilidades que el miedo y el terror a lo nuevo y al riesgo tienden a eliminar. La esperanza me abre a la posibilidad que me puede brindar el otro, pero también el hecho y la historia. Como tal, no es sólo ni principalmente una tendencia orientada hacia el futuro, sino una presencia atenta a las dimensiones del presente, a su limitación y a su profundidad.

La actitud fundamental del hombre frente a la resurrección de Cristo como cumplimiento y promesa no puede ser otra que la de la fe-esperanza, es decir, la del abandono valiente a su fidelidad.

Por otra parte, la fe-esperanza en cuanto acto de confianza absoluta en Dios, que salva mediante el misterio pascual de Cristo, implica la entrega total del hombre a Dios y a los hermanos; es decir, la caridad. Confiar en Dios significa amarlo; ahora bien, el amor no se realiza, no es auténtico sino en las obras. La esperanza cristiana no es puramente personal, sino esencialmente comunitaria: une entre sí a los cristianos en su común relación con Cristo (Ef 4,4-6; Col 3,12-15). Está llamada a asumir el significado ilimitado del amor divino, y en este sentido se convierte en el fundamento que hace posible el amor. "Para el amor se necesitan siempre esperanza y certeza de futuro, pues el amor dirige su mirada a las posibilidades no captadas todavía del otro hombre, y por ello le dona libertad y le garantiza futuro al reconocer sus posibilidades. En el reconocimiento y la otorgación de aquella dignidad humana de que el hombre se hace digno en la resurrección de los muertos, el amor creador encuentra el futuro total, en dirección al cual ama'.

La relación de la esperanza con el amor cristiano proyecta, por lo tanto, una luz nueva sobre la misma esperanza como exigencia intrínseca de encarnarse en el cometido de transformar el mundo al servicio del hombre. La esperanza en el futuro de Dios, que es futuro común, sería vana si no incluyera la solidaridad presente del amor realizado en la acción.

La polarización de la existencia cristiana en torno a las virtudes teologales consideradas en su intrínseca unidad e interdependencia evidencia el papel de la esperanza en la espiritualidad cristiana y su indiscutible primado en la actual fase histórica de la salvación. "Ella, la esperanza, es la que todo lo arrastra consigo. Porque la fe sólo ve aquello que existe, mientras que la esperanza ve lo que existirá... El amor ama sólo lo que existe; pero la esperanza ama lo que existirá... en el tiempo y por toda la eternidad" (Peguy).

La esperanza cristiana se desarrolla no tanto como posesión segura de una Presencia, sino más bien como espera de algo nuevo, como reclamo profético "más allá de" las instituciones y de la fuerza del poder. Fundada en el kairós, es espera de tal o cual posibilidad de un desarrollo nuevo en el horizonte de la venida escatológica del Señor. La esperanza es, por lo tanto, un estado permanente y constitutivo del vivir cristiano. Es la condición por la que el creyente, insertándose en el dinamismo de los acontecimientos históricos, mira en profundidad las cosas y acepta el riesgo de las opciones presentes con la constante tendencia hacia el futuro.

2. ESPERANZA CRISTIANA Y "MYSTERIUM MORTIS" - La fuerza espiritual de la esperanza se revela sobre todo ante el enigma fundamental de la vida, representado por el misterio de la muerte.

Tras la máscara de toda pretensión terrena de algo absoluto está escrito: memento morí. Por eso el dilema de Hércules es ineludible: o el absurdo, es decir, la falta de sentido en la vida de los individuos y en la historia de la humanidad, o la invocación de ese absoluto sentido de la vida para cuya construcción nosotros solos estamos ontológicamente incapacitados.

El tiempo, que es precisamente la duración propia del hombre como espíritu encarnado, revela al hombre su caducidad, la presencia oculta de la nada en su finitud creatural, su ser-para-la-muerte. Obliga al hombre a realizarse en los actos repetidos de su libertad, en relación con los demás y con el mundo, haciéndole tocar con su mano el hecho de que en ninguna de sus libres decisiones llega a realizarse y a poseerse con plenitud. Por otra parte, la autopresencia del espíritu humano, que unifica el presente, el pasado y el futuro, advierte al hombre que en el fondo de sí mismo existe alguna realidad que trasciende la duración sucesiva del tiempo. El hombre existe en el tiempo y por encima del tiempo. Lleva en la conciencia de si mismo la capacidad para una plenitud supratemporal que, aunque no puede conquistarla por sí mismo, puede recibirla como un don. La existencia del hombre tiende al futuro de una vida liberada para siempre de la caducidad del tiempo y de la muerte.

La esperanza cristiana rescata al hombre de la perdición, porque rescata el tiempo; lo hace entrar en la dinámica de la vida eterna, ya iniciada, y proyectarse hacia su plenitud definitiva. "Si hablo ahora de la esperanza en la vida eterna, debo limitarme a la pregunta: ¿Qué nos da derecho a tal esperanza? ¿Qué tiene nuestra experiencia, aquí y ahora, que justifique tal esperanza? La respuesta es la siguiente: porque hemos experimentado la presencia del Eterno en nosotros y en nuestro mundo... Esta es la base de la esperanza de participar de la vida eterna; ésta es la justificación de nuestra última esperanza... La verdadera esperanza de la vida eterna es posible tan sólo si participamos de ella aquí y ahora. El grado de certidumbre de semejante esperanza depende de la medida en que participemos ya desde ahora de lo eterno. Esta esperanza puede ser mayor o menor; pero hay una cosa cierta: que nunca es continua, sino entreverada de dudas; que está hecha de titubeos, de éxtasis y de desesperación. Sin embargo, ésta es la única experiencia que nos da derecho a nuestra última esperanza" (Moltmann).

La garantía de que todo esto tiene sentido y, por lo tanto, el fundamento definitivo de la certeza de la esperanza, es la fe en Cristo muerto y resucitado y el don del Espíritu. El tiempo del hombre transformado por el Espíritu de Cristo participa del tiempo de Cristo. Por una parte, es tiempo de muerte y de decisión frente al destino de muerte. Por otra. es tiempo que tiende hacia su plenitud supra-temporal a través de la muerte. La caducidad del tiempo proviene de la condición de criatura propia del hombre y de la fragilidad de su libertad, sometida a la fuerza disgregadora del pecado. Su orientación hacia la plenitud pertenece a la "nueva creación" mediante el don divino del Espíritu. El tiempo de la humanidad redimida por Cristo es un tiempo que tiende a la participación de la vida eterna de Dios, es decir, a la plenitud del futuro absoluto.

Todo esto se puede captar en la esperanza. El tiempo y la historia mantienen todavía su ambivalencia. Sólo la esperanza confiere al hombre la capacidad de vivir la tensión del tiempo presente entre el riesgo de su propia caída, la inseguridad en sí mismo frente al porvenir y la confianza en la promesa del Dios que viene y que vendrá. En este sentido, la esperanza es aceptación anticipada y permanente de la muerte en el abandono de nosotros mismos al Dios que resucita de entre los muertos. De esta forma la vida finita se eterniza en cuanto finita, no ya mediante su prosecución sin límite de tiempo, sino mediante su asunción en el misterio de Dios.

La experiencia de la muerte es, en su tragicidad, asimilación con la muerte de Cristo. La esperanza cristiana pasa a través del itinerario del sufrimiento y del dolor, que pertenecen estructuralmente a la condición humana. Sin embargo, el hecho de esperar la superación de la muerte libera al cristiano para una vida opuesta a la mera autoafirmación, cuya verdad es la muerte, y lo incita a , vivir para los demás y a transformar el mundo. Así queda patente la certeza del futuro de Dios: "Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos" (1 in 3,14).

3. COMPROMISO DE LIBERACIÓN HUMANA Y ESPERA DEL FUTURO DE Dios - El futuro de Dios es absolutamente imprevisible, porque es el futuro absoluto, del que no puede disponer el hombre. Por ello la esperanza pone ante todo al hombre en actitud de espera. Pero esto no significa inercia o falta de compromiso, porque el Dios que vendrá es el Dios que ya ha venido, que ya ha redimido al mundo y la historia humana. Por eso el hombre debe aceptar el riesgo de su libertad, asumiendo la responsabilidad histórica que le compete en el horizonte de la dependencia trascendental de Dios. La esperanza es aceptación de este riesgo, sabiendo que las obras realizadas en el mundo no se perderán en la caducidad de la muerte, sino que pasarán con el hombre a la nueva vida. Con su acción, el cristiano se dispone y dispone al mundo a recibir la gracia de la salvación futura. Prepara y anticipa la definitiva manifestación de la gloria de Dios en Cristo.

El futuro de la esperanza cristiana no es el horizonte vacío de un esperar indefinido, sino la plenitud real del hombre en todas las dimensiones fundamentales de su existencia: en su apertura al absoluto, que será colmada con la visión de Dios; en la comunión interpersonal, que será consumada y expresada con la participación de todos en la gloria de Cristo; en la relación con el mundo y con la historia, que no será destruida, sino asumida en la nueva existencia de la humanidad.

Sin duda, mirando al futuro absoluto, la esperanza relativiza en la perspectiva de lo provisional todas las metas alcanzadas por el hombre en la historia, revelándole su dimensión de penúltimo. No puede declararse satisfecha por ninguna de estas metas, sino que siempre va adelante, buscando lo nuevo y lo mejor en un estado constante de éxodo hacia el cumplimiento futuro de la promesa. Por ello asume una actitud critica de vigilancia frente a la ambivalencia del progreso, pero al mismo tiempo acepta con confianza las esperanzas humanas, orientándolas hacia lo nuevo y lo último.

La vocación cristiana es vocación a un amor creativo, que debe ser vivido concretamente en el seno de la realidad histórico-social tal como se presenta. La esperanza estimula al hombre a darse, al mismo tiempo que le permite aceptar siempre nuevas posibilidades del futuro que espera. Pero sobre todo alimenta en el hombre el sentido de la contemplación y de la gratitud por todo lo que ha recibido. "La conciencia orante está a la espera y sabe que lo que espera no puede venir de sí misma, sino que debe venirle de Dios. Por lo tanto, no se caracteriza únicamente por esperar, sino también, en la espera, por el reconocimiento del don, que es Dios mismo y cuanto viene de Dios"'.

La misma praxis a la que la esperanza abre al ser humano debe asumir la dimensión de la oración. "Podemos acercarnos a Dios únicamente cuando, más allá de todos nuestros problemas, queda en nosotros espacio libre para lo que su voluntad tiene de inesperado; cuando todos los programas, las previsiones y los cálculos se ponen en movimiento y son mantenidos en suspenso por lo que siempre hay de más grande en su llamada dirigida a nosotros. Tan sólo con esta disponibilidad de absoluta resolución a obedecer ante todo, el cristiano puede reivindicar para sí la palabra `amor'; para su vida y para su acción. De lo contrario, su actitud y su compromiso no superarán el nivel de un compromiso humano medio que, si nos atenemos a la experiencia, frecuentemente rinde mucho más y está dispuesto a mayores sacrificios que el de algunos cristianos"'

Vivir bajo la soberanía de Dios manifestada en la resurrección de Cristo significa vivir como emigrantes a punto de partir. Por esto Cristo inaugura la hora de la misión. La esperanza se convierte en una actitud activa, alimentada por el valor y la fortaleza de ánimo, que fomenta la resistencia en el sufrimiento y la tensión en la lucha. De esta forma el cristiano está llamado a vivir su compromiso en el mundo no para que siga siendo lo que es, sino para que se transforme continuamente y llegue a ser lo que se le ha prometido que será.

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