ECOLOGÍA
DicEs
 

SUMARIO: I. Dimensión filosófico-teológica: I. La ecología entre política y propaganda: 1. ¿Limitación de la natalidad o desarrollo tecnológico?; 3. La naturaleza como problema: 4. Para una comprensión sapiencial de la naturaleza - II. Dimensión espiritual: 1. El cristianismo en el banquillo; 2. La revisión de los mitos; 3. Ascética voluntaria.

 

I. Dimensión filosófico-teológica

1. LA ECOLOGÍA ENTRE POLÍTICA Y PROPAGANDA - Desde que el tema de la defensa del medio ambiente se ha puesto de moda, al menos en Occidente, se han multiplicado no sólo los trabajos científicos, sino también las encuestas periodísticas y fotográficas, los espectáculos cinematográficos y televisivos y las transmisiones radiofónicas sobre el mismo. La utilización del tema por la publicidad se ha vuelto frenética; se han creado cátedras universitarias de ecología; incluso se han inventado nuevos héroes de tebeo especializados en combatir no ya a los delincuentes de viejo cuño, a los ladrones y gangsters, sino a los nuevos enemigos de la humanidad, los contaminadores. Pero no sólo han sido los mass media los que se han lanzado sobre la ecología; esta nueva ciencia se ha convertido en el campo de batalla preferido por los más aguerridos "cazadores de ideologías", es decir, por los que quieren desenmascarar la intención (escondida tras la pasión ecológica y, por lo mismo, más pérfidamente operante) de los países ricos de frenar el desarrollo de los países pobres, que no han llegado aún al umbral del desarrollo económico y tecnológico, a fin de poder seguir manteniéndolos en su condición de meros suministradores de materias primas y de explotarlos. Los tales airean la bandera ecológica en nombre no de toda la humanidad, sino específicamente contra el modo capitalista de producir, único verdadero responsable de los daños ocasionados al ambiente por el hombre.

Semejante entrelazamiento de opiniones y de pasiones diversas exige un notable esfuerzo en quien se pone a reflexionar sobre nuestro tema, sin dejarse arrastrar por las opiniones corrientes ni subestimarlas. Es evidente que el tema de la ecología no puede abordarse con frialdad; la amenaza de una "contaminación total" del planeta que lo haga de todo punto inhabitable ha reemplazado en los hombres de los últimos veinte años al miedo que había suscitado en la humanidad la amenaza de la bomba y de la guerra atómicas. Si se tiene en cuenta, además, que el tema ecológico puede ser utilizado —de maneras diversas, pero, a la postre, igualmente fascinantes— por los "apocalípticos" y por los "optimistas", por los conservadores y por los progresistas, por los realistas cínicos y por los entusiastas de la tecnología, existe la posibilidad de que surja la sospecha legítima de que la ecología sea un tema enmascarado, más útil como condensador de angustia y de energías o como elemento eficaz para promocionar programas ideológicos opuestos que por su carga (indudablemente auténtica) de verdad. Es esencial poner en claro este punto; en efecto, si existe, como es innegable, un programa ecológico, evidentemente no se puede abordar, y mucho menos resolver, más que de un modo espec(fico, renunciando ya sea a las campañas anticapitalistas genéricas, ya a las no menos genéricas invocaciones de cuño rousseauniano a la naturaleza; es necesario, por el contrario, descender en profundidad para captar el logos que está en la raíz de la crisis ambiental, de la que somos espectadores y víctimas, y que indudablemente coincide con el logos que rige toda nuestra vida de hombres de hoy. En esta perspectiva es imposible separar el problema ecológico de lo que constituye el problema antropológico tout-court; la reflexión sobre el ambiente es, en cierto modo, la reflexión sobre lo que ha sido y sobre lo que es el destino del hombre occidental y de su criatura más típica, la tecnología, causa al mismo tiempo de salvación y de muerte.

2. ¿LIMITACIÓN DE LA NATALIDAD 0 DESARROLLO TECNOLÓGICO? - Si se considera inaceptable este enfoque "antropológico" de la ecología y se prefiere, en cambio, otro más eficiente, como más "científico", hay que enfrentarse seriamente con las dificultades que encuentra, y no puede menos de encontrar, una ecología en cuanto disciplina estrictamente técnica. Consideremos, con toda brevedad y a modo de ejemplo, las dos respuestas "técnicas" que se proponen más corrientemente como posibles soluciones al máximo problema ecológico de nuestro tiempo: el de la superpoblación planetaria°. Por una parte, se insiste en la necesidad de frenar el crecimiento demográfico a través de una serie de medidas pedagógicas, y hasta coercitivas, de suerte que se mantenga la población de la tierra en los niveles numéricos actuales; por otra, se sugiere potenciar el desarrollo tecnológico, a fin de explotar la tierra de manera más amplia y orgánica para obtener de ella una mayor cantidad de bienes y poder satisfacer así las crecientes necesidades de la población mundial.

Ahora bien, es evidente que ambas soluciones, aunque aparentemente lejanas una de otra o incluso contrapuestas, se fundan, sin embargo, en una común matriz ideológica: la que concibe al hombre esencialmente bajo el signo de la economía, o sea de la demanda incesante y del disfrute igualmente incesante de los bienes. Pues bien, exactamente por contemplarse como homo oeconomicus le será imposible al hombre responder a los desequilibrios por él introducidos en el planeta con medios que, en definitiva, son simplemente coadyuvantes de aquella hybris que está en la raíz de los desequilibrios. Piénsese, en efecto, que, aun limitando el desarrollo cuantitativo de la población, no por eso se limita automáticamente el acrecentamiento de los deseos. La situación de las sociedades capitalistas avanzadas debiera enseñarnos mucho sobre este punto de vista; satisfechas las necesidades primarias, o sea las esenciales para la supervivencia, no por eso el hombre consigue un estado de sereno equilibrio. Todos somos espectadores de la multiplicación de las necesidades artificiales en las sociedades que han vencido el espectro del hambre, ya sea a causa de la lógica expansionista de la producción industrial, ya —en definitiva— por la misma imposibilidad estructural de distinguir lo que es propio del hombre por natural exigencia y lo que está artificialmente inducido en él. Sea como sea, está claro en cualquier caso que una población con tasa de crecimiento ya estable a un nivel bajísimo no por eso podrá considerarse inmune de responsabilidades ecológicas, al menos mientras sus exigencias no alcancen también un crecimiento cero. Por este motivo los países occidentales, aunque seriamente comprometidos en la obra de descontaminación (si bien preferentemente limitada a su ámbito interno), son responsables —en virtud simplemente de su elevadísima demanda de materias primas— del saqueo de los recursos planetarios, algunos de los cuales —como es sabido— están ya seriamente amenazados de desaparecer por completo. La respuesta puramente demográfica a los problemas ecológicos no puede, pues, menos de ser insuficiente, incluso cuando se la propone con aquella buena fe que los países en vías de desarrollo se niegan a admitir cuando tales respuestas provienen de países occidentales.

Más clara aún es la insuficiencia de la otra respuesta que suele darse al problema ecológico: la de quienes ponen sus esperanzas en el desarrollo tecnológico. En efecto, si es cierto que a través del aumento de la producción se puede proveer tanto al crecimiento de la población como al de las exigencias, es, sin embargo, del todo ilusorio pensar que se pueda seguir realizando indiscriminadamente tal aumento; la tecnología actúa dentro del ecosistema planetario, y la progresiva artificialización del ambiente que supone no puede menos de resultar, en última instancia, desastrosa para los valiosos equilibrios de la biosfera. El progreso tecnológico, ciertamente válido como respuesta sectorial a problemas sectoriales de desarrollo de poblaciones particulares, es, en cambio, uno de los riesgos supremos con que tropieza la humanidad, si se lo absolutiza como la respuesta a los problemas de la superpoblación.

Queda, pues, sentado que es imposible dar una respuesta a los problemas planteados por la ecología si no se discute la misma autocomprensión del hombre como hecho que, en última instancia, desencadena la agresión al planeta y a sus recursos, que todos lamentamos. La ecología, en efecto, no estudia los equilibrios ecológicos en cuanto tales, sino en cuanto funcionales para la vida; y el ambiente que ella quiere proteger no puede ser identificado más que por su ser-para-el-hombre (en caso contrario habría que dar la razón a quien con un razonamiento paradójico concluye que la naturaleza es la primera enemiga de la ecología: la naturaleza de los terremotos, de los aluviones, de las erupciones volcánicas, de los desiertos, de los ciclones). Rectamente entendida, la ecología invierte, pues, la relación que la ciencia establece usualmente entre el hombre y el ambiente, haciendo derivar a aquél de éste; la verdad, como finamente ha observado Víctor Mathieu, consiste exactamente en lo contrario; el ambiente comienza a actuar como tal sólo cuando el individuo existe ya. "Si no se presupone al individuo, con su actividad originaria, con su principio identificador y asimilador privado todavía de contenidos, se pueden imaginar cuantas cosas se quiera, pero estas cosas jamás constituirán un ambiente. No son ambiente los unos para los otros los átomos de Epicuro".

3. LA NATURALEZA COMO PROBLEMA - Planteado el problema de la ecología en esta clave (que podría llamarse "antropocéntrica" o, si se prefiere, filosófica), se desprende como consecuencia necesaria la oportunidad de preguntarse por qué el drama ecológico no ha surgido antes (o por qué tan sólo en nuestros días se ha tomado conciencia del mismo). ¿Se trata de mera casualidad, es una consecuencia coherente del desarrollo de las ciencias exactas o bajo este colosal acontecimiento histórico se oculta un significado aún más profundo que es necesario poner en claro?

En una primera consideración resulta indudable que el desarrollo de las ciencias, y en particular de la medicina, ha ocasionado la explosión demográfica, y que ésta, a su vez, ha obligado a la ciencia a vincularse con la técnica y la producción con ese nexo de recíproca integración dinámica al que se ha llamado, con feliz expresión, energía tecnológica. Pero también es cierto que el desarrollo de la ciencia, que ha puesto en movimiento estos procesos gigantescos, no descansa sobre bases exclusivamente científicas más que en sentido filosófico-ideológico amplio. La matematización de la lectura de la naturaleza llevada a cabo por Galileo, sustituyendo "la simplicidad caótica de la existencia por la complicación ordenada de un mundo", coincidió, según el análisis de Husserl, "con un vaciamiento de sentido de la realidad", con la superposición de un ficticio universo lógico y numérico "al mundo real único, que es el mundo-circunstante-de-la-vida"'. Resultados semejantes a los del empirismo de Galileo se atribuyen al racionalismo cartesiano, también él netamente propenso a desvalorizar la naturaleza, privándola de todo sentido propio, y a leerla como materia inerte susceptible tan sólo de manipulación. De esta manera, al comienzo de la edad moderna, la naturaleza ha perdido por completo su carácter de cifra del ser; el científico se ha convencido (arbitrariamente), gracias al uso del método científico, de que puede agotarla cognoscitivamente; en poco tiempo, la naturaleza se ha convertido en el campo de la operatividad humana, en el ámbito de ejercicio del espíritu fabril del hombre.

La mentalidad iluminista no hizo otra cosa que desarrollar plenamente estas instancias; y a pesar de que ahora, incluso por parte de quien no puede ser acusado de misoneísmo, se alza la voz para criticar las ingenuas pretensiones dialécticas de quien ve en la revolución científica y copernicana el nacimiento de una humanidad moderna que lleva en sí todas las posibilidades (y, a la postre, la certeza) de su liberación; a pesar de que la escuela de Frankfurt ha demostrado exhaustivamente que la racionalidad cientista, supuesto de la cultura contemporánea, es funcional y justificativa de la ideología del progreso y, por tanto, intrínseca a una opción histórica, mas no capaz de justificarla", con todo, la cultura difundida al presente muestra que es impotente al respecto y que no posee, por así decirlo, la fuerza de dar marcha atrás. Las voces, si bien numerosas, que se han alzado estos últimos años" —insistiendo en una revalorización del papel de la naturaleza para una recta autocomprensión del hombre— han sido en su mayoría incapaces de superar el atolladero que las mantiene a todas dentro de una visión subjetivista y protagórica, que se enorgullece de ver en el hombre la medida de todas las cosas". Pero si se eleva al hombre a medida del universo, si se reduce su obra a un experimentar absoluto, la naturaleza no podrá tener otra consistencia que la de ser mero campo de experimentos; de lo cual se sigue necesariamente que todo límite que el hombre ponga a su acción manipuladora será un límite de voluntad, no de razón; un límite inducido por el miedo, no por el sentido de respeto a lo real.

Ahora bien, el respeto a la naturaleza, si se piensa en profundidad, le impone al hombre el reconocimiento de los límites no simplemente empíricos, sino estructurales, que le condicionan. Impone una renuncia a todas las imágenes simplistas del hombre como ser naturalmente inocente y bueno, pronto a establecer con la naturaleza una relación de amistosa complementariedad. El hombre que descubre sus límites debe comprender que éstos no son solamente físicos, sino sobre todo metafísicos; que abarcan no sólo el poder hacer, sino también el ser. El hombre que descubre sus límites los descubre sobre todo en la capacidad de hacer el bien. Aquí se ofrece la consideración del hombre como demos, es decir, como aquel conjunto inextricable de magnificencia, sublimidad y perversidad cantado por Sófocles" con tales acentos que parecen preludiar la tradición cristiana del hombre como Christus deformis.

La hermenéutica más profunda de las relaciones hombre-naturaleza nos la ha brindado Martín Heidegger. La técnica, bajo cuyo signo se encuentra la era moderna, no es otra cosa, dice él, que una provocación de la naturaleza". Provocación significa que el hombre no se somete a la naturaleza, sino que la cita ante sí, que la desafía para violentarla y explotarla; significa que el hombre obliga a la naturaleza a dar cuenta de su ser, a desvelarse, a anular su propia originalidad constitutiva, rindiéndose a la hybris ontológica del hombre. De este modo, a causa de la ciencia, la naturaleza abandona su antigua función de "socia" (aunque, en verdad, no siempre benévola y amiga) del hombre. "La desaparición de su socio plurisecular deja en el hombre un vacío psicológico, un sentido de privación, casi de amputación, que es fuente de desequilibrio. Pero hay más aún. Negada primero la palabra de los filósofos —que con frecuencia ha parecido inocua, un mero juego intelectual hecho de hermosaspalabras y de metáforas incapaces de causar daño—, la naturaleza ha sido después explotada, provocada, desintegrada y recompuesta a gusto de los científicos y de los técnicos. Y hoy —transformada y negada en su propia consistencia— la naturaleza se venga. Y lo hace de la manera más pérfidamente sutil: sometiéndose a la voluntad prometeica del hombre, es decir, muriendo de verdad; no ya en las palabras, sino en los hechos".

4. PARA UNA COMPRENSIÓN SAPIENCIAL DE LA NATURALEZA - La reflexión que venimos haciendo hasta ahora ha destacado como punto esencial el carácter epocal de la crisis ecológica; ésta obviamente aparece ligada, además de a lo contingente, también y sobre todo a la visión fáustica que el hombre contemporáneo posee de sí mismo; a su indebida absolutización del elemento humano sobre el natural, como si uno y otro no estuvieran unidos y ligados por el signo de la creaturalidad. Las mentes más avisadas han indicado hace tiempo que el triunfo de la ciencia y de la técnica está grávido de interrogantes angustiosos (¿quién no recuerda las palabras de Robert Oppenheimer, según el cual con la invención de la bomba atómica la ciencia habría descubierto el pecado?); mas solamente hoy, frente a los fracasos de cualquier política ecológica que no parta de una auténtica reflexión sobre el hombre, es posible tocar con la mano demostrativamente que el camino del respeto al ambiente no pasa —a no ser secundariamente— por una consideración meramente técnica del problema, sino más bien a través de una reconsideración sapiencial de la naturaleza y de su cometido de partner de la humanidad.

Ahora bien, una consideración sapiencial de la naturaleza que repudie la fatal violencia fabril de la mentalidad iluminístico-tecnológica debe evitar caer en una doble tentación: la de una indebida idolatría de lo natural, y otra --de signo opuesto a la primera, pero igualmente inaceptable— de rechazo y de repulsa del orden natural. Estas dos posiciones han tenido relevantes concretizaciones históricas: la primera, en la cultura griega; la segunda, en la violenta reacción antihelénica del gnosticismo. Es necesario detenerse brevemente en ellas, porque, de un modo u otro, parece que siguen obrando secretamente en la mentalidad común denuestros días en formas obviamente renovadas, pero en sustancia no disimiles de sus lejanos arquetipos.

En el mundo griego, hombre y naturaleza son ambos parte de un orden más grande: el cosmos. Cosmos no es solamente un término denominativo, sino también valorativo; indica un modelo de belleza, racionalidad, perfección. Para el hombre griego comprender la naturaleza significaba comprender en primer lugar la armonía del Todo y la necesidad de que las partes se sometieran a él; rechazar la naturaleza era, pues, punto menos que inconcebible; lo mismo que era inconcebible que lo menos perfecto (las partes) no se sometiese a lo que no sólo es más perfecto, sino simpliciter la perfección 1. El hombre griego se sentía al mismo tiempo espectador y actor de un espectáculo que requiere una multitud de papeles, todos diversos, pero todos igualmente necesarios; su relación con la naturaleza no se concebía sobre la base de una diferencia ontológica, sino sobre la de una afinidad analógica, reductible, en casos determinados, incluso a la identidad.

Que esta doctrina, según se ha puesto muchas veces de manifiesto, es incompatible con el universo mecánico y tecnológico creado por la revolución industrial resulta bastante evidente. Pero mucho más interesa observar que es incompatible con una justa apreciación del mal en la naturaleza; los griegos no sólo no concibieron nunca —obviamente— una naturaleza lapsa, sino que ni siquiera llegaron a imaginar su natural pendant, una voluntad humana y benéfica 2. De ahí su respeto a la naturaleza, de carácter totalmente extrínseco; privado, si así puede decirse, de autenticidad; oscilando entre el materialismo de los atomistas y de los epicúreos y el espiritualismo de un Sócrates o de los estoicos; pero, en todo caso, incapaz de concebir que exista entre hombre y naturaleza una relación dialéctica, de tensión recíproca y de recíproca integración. La pietas cósmica no podía, a fin de cuentas, generar otra cosa que un quietismo inerte; es el destino de la grecidad helenística, en la cual la pasividad del individuo frente al propio destino se aviene con el carácter determinista atribuido a toda la realidad cósmica.

El ataque gnóstico a la posición clásica desvela con impresionante lucidez el punto débil de la relación hombre-naturaleza vivida por el mundo griego. Los gnósticos no le negaron a la naturaleza el carácter típicamente griego de orden, de cosmos; como tampoco negaron nunca que el hombre se encontrase introducido en un orden que le trascendía; mas lo que para los griegos era signo de armonía, de esplendor, de gloria, se convirtió a los ojos de los gnósticos en el lugar del oprobio, del terror y de la venganza. "La ley cósmica, que había sido considerada antes como expresión de una razón, con la cual podía comunicar la razón del hombre en el acto de conocimiento y que podía hacer suya regulando su propia conducta, es contemplada ahora sólo en su aspecto de coacción que sofoca la libertad del hombre. El logos cósmico de los estoicos es sustituido por la heimarmene, el hado cósmico opresor... Como principio general, la vastedad, la potencia y la perfección del orden no invitaban ya a la contemplación y a la imitación, sino que suscitaban aversión y rebeldía.

Así pues, el rechazo de la naturaleza (de la que se acepta, con todo, su carácter de realidad ordinaria) viene a asumir entre los gnósticos el significado de una profunda (aunque desviada) comprensión sapiencial de toda la realidad y del mal que en ella está inscrito". Nos encontramos, por así decirlo, en los antípodas del mundo griego; allí la conciencia del mal quedaba anulada en una reverente aceptación del dato natural y de su logos; entre los gnósticos, en cambio, era exaltada de tal manera que inducía a concluir que el creador del espíritu no podía ser el mismo creador de la materia y que, por tanto, el hombre no podía sino decidirse por el uno o por la otra; una elección radical, en la cual el amor al Dios bueno no podía menos de asociarse al odio al Dios creador de la maldad.

No es posible aquí seguir la evolución de estas dos mentalidades; baste insistir en el hecho de que, además de representar épocas del pensamiento, se presentan en su realidad profunda como arquetipos, como modelos de existencia que todavía hoy siguen operantes. Por eso la referencia a ellos es esencial para captar la relación cristiana con la naturaleza en lo que tiene de específico. Efectivamente, en la perspectiva creacionista la naturaleza no aparece ni como la divinidad muda y armoniosa de los griegos ni como la realidad incluso demasiado elocuente y maligna de los gnósticos; para los cristianos también la naturaleza participa junto con el hombre del estado de creaturalidad y junto con el hombre sufre y goza y espera la revelación de los hijos de Dios: "Scimus enim quod omnis creatura (ktisis) ingemiscit et parturit usque adhuc". Ciertamente, en la historia plurisecular del pensamiento cristiano no siempre ha sido posible mantener el equilibrio entre la posición clásica y la gnóstica; incluso no raras veces ha sido la segunda la que más ha influido en filósofos y teólogos; pero, en general, el conocimiento de que tota natura comparatur Deo (S. Th, 1-II, q. 1, a. 2, c) le ha dado siempre al cristiano, a nivel de sentimiento difuso (cuando no con conciencia explícita), el sentido de respeto a la naturaleza 3.

Una reflexión adecuada sobre este ponto mostrará que la concepción cristiana posee un carácter específico frente a tantas reivindicaciones genéricas actuales de lo "natural" en función "antirrepresiva". El modo como san Francisco, por ejemplo, vive su relación con la naturaleza va más allá de las dulzarronas imitaciones de los hyppies; él ama y alaba a la naturaleza sólo en virtud de la alabanza del Creador, sólo en cuanto implica significado de Dios. "Es necesario que la naturaleza sea siempre para el espíritu un testimonio y un medio. Y así seremos injustos con san Francisco acusándole de tender a un naturalismo panteísta. El no naturaliza el espíritu, sino que espiritualiza la naturaleza. Porque el mismo deseo que nos impulsa a ir al encuentro de las cosas particulares debe también desprendernos de ellas, pero atravesándolas y yendo más allá, hasta el absoluto que las sostiene, hasta la fuente de luz que las ilumina". De hecho, también como naturaleza es alabada la muerte, el acontecimiento que en una perspectiva dionisíaca representa el colmo de la represividad, pero que en clave cristiana se convierte en advertencia sapiencial; tanto más que ahora podemos sustituir la perspectiva de la muerte individual —propia de san Francisco— por la de la muerte colectiva, que nuestro tiempo ha hecho presente. "En el pasado, el hombre había visto en la naturaleza la manifestación de lo divino, y muchas veces la había divinizado con 'temor y temblor. Hoy.., la posibilidad del desenlace apocalíptico transfiere últimamente el 'temor y el temblor' de la naturaleza al hombre mismo, porque se ha convertido en creador, pero, a la vez, precisamente por ser hombre, en destructor... Violentada y rebajada, alejada y silenciada por el predominio de lo artificial, la naturaleza reafirma en la perspectiva de la actualidad de la muerte su potencia esencial e invencible. Una dimensión fundamental del ser profundo del hombre —su naturaleza falible y mortal— vuelve a emerger por encima de su actividad y voluntad de conquista soberana y traza sus límites irrebasables. Suscitada y mantenida por la esperanza y por la audacia, la evolución tecnológica, bajo el impulso de la representación de la muerte, termina, pues, exigiendo el repliegue del hombre, con humildad, a la meditación de sí y de su propia estructura, para poder renovar esperanzas y audacias realistas, constructivas y no destructivas".

¿Cuáles son, en conclusión, las esperanzas del hombre? Las que, si bien se mira, ha indicado siempre la tradición cristiana: la esperanza de poder asumir el mundo mediante el conocimiento; de poder humanizarlo por medio del trabajo, estableciendo su unidad en la del espíritu: todo ello en la profunda convicción de que si el hombre es de verdad el compendio del mundo", el microcosmos en el que se refleja el macrocosmos, también es cierto que la acción humana se agota con el deseo y la esperanza de un nuevo principio de vida. Sólo Dios puede continuar la obra del hombre. Y Cristo la continúa".

F. D'Agostino

II. Dimensión espiritual

1. EL CRISTIANISMO EN EL BANQUILLO - La ecología vinculada a la especie humana es tan singular como esta misma especie. El homo sapiens es la causa y la víctima de las perturbaciones del planeta tierra. Su especie ha tenido demasiado éxito; con la supertecnología, la humanidad ha agredido irresponsablemente a la estructura cósmica, biológica, química y física del sistema natural que la ha producido. Ahora la raza humana cae en la cuenta de que se encuentra al borde de la catástrofe. Si equivoca la última prueba de inteligencia, entregará a las generaciones futuras un planeta ya inhabitable.

La amenaza está encima; por eso las discusiones sobre la ecología se realizan bajo el signo de la urgencia. A los ecologistas les gusta recurrir a las imágenes de la encrucijada fatídica'. Son discusiones en que la pasión le disputa el primado a la razón. No solamente porque lo que está en juego es el futuro mismo de la especie, sino también porque en el debate están implícitos intereses partidistas, supuestos ideológicos diversos y modelos antropológicos inconciliables. La primera parte de esta voz lo ha documentado. La gravedad del momento es tal que, por divergentes que puedan ser las opciones, no puede rechazarse ninguna aportación. Es hora de movilización general. Gobiernos, instituciones internacionales, agrupaciones religiosas están tomando conciencia de la tarea que le espera a cada uno. En estos últimos años se han sucedido sin parar las intervenciones a todos los niveles de autoridad. No puede sorprender que también el cristianismo sea citado a juicio.

Sin embargo, la apelación al cristianismo no es del todo pacifista. En efecto, algunos atribuyen a la religión judeo-cristiana la responsabilidad moral de la desacralización de la naturaleza en el mundo occidental. La teoría tiene una ascendencia cultural digna de todo respeto. Max Weber fue el primero en hablar de la liberación de la naturaleza de sus acentos sacros por obra de la religión bíblica como de un "desencanto". Tal desencanto, entendido no como desilusión, sino como acercamiento a la naturaleza con un intento operativo, habría creado la condición preliminar absoluta para el desarrollo de la mentalidad científica y de la técnica. El desencanto de la naturaleza producido por la fe en la creación ha sido señalado como uno de los elementos esenciales de la secularización'. No faltan teólogos que, leyendo la Biblia desde este ángulo, advierten en el modo como el libro del Génesis relata la creación una especie de "propaganda atea", orientada a demostrar como inconsistente la visión mágica que contempla la naturaleza como una fuerza semidivina.

La teoría de que el origen del malestar ecológico está en la actitud frente a la naturaleza promovida por la religión judeo-cristiana se puso de moda durante los años sesenta en la formulación expuesta por el historiador americano Lyn White. Su conferencia sobre las raíces históricas de la crisis ecológica' fue reproducida no sólo por las revistas científicas, sino incluso en los diarios de la cultura hippy. De ahí la gran popularidad de la tesis. Esta, en sustancia, viene a afirmar que la tecnología modernaes en gran parte expresión del credo judeo-cristiano, que atribuye al hombre el dominio de la naturaleza. Las enseñanzas de la Biblia justificarían el que el hombre occidental no haya tenido escrúpulos en usar los recursos de la tierra para sus intereses egoístas, aunque ello haya supuesto violentar la tierra.

Particularmente relevante para la espiritualidad cristiana es la conclusión que sacaba White de su investigación histórica. Puesto que las raíces de la crisis ambiental son en gran parte de tipo religioso, deducía que también el remedio debe ser sustancialmente religioso. No basta recurrir a la ciencia o a la tecnología para reparar los errores ecológicos; hay que bajar al hombre del trono desde el que domina la creación y abandonar nuestra actitud opresiva frente a la naturaleza. La única solución adecuada puede ser la vuelta a la actitud humilde de los primeros franciscanos. "Propongo que Francisco sea el santo patrono de los ecólogos", terminaba el ensayo de White.

Formulada en términos tan extremistas, resulta muy difícil demostrar la teoría de que la religión judeo-cristiana es responsable del desarrollo de la tecnología y de la crisis ecológica. Los simpatizantes del cristianismo secular, que aceptan de buen grado el que se endose al cristianismo el cariz asumido por el mundo moderno, distinguen las potencialidades positivas de la fe en la creación de las aberraciones contingentes. En este sentido afirma Cox: "Es verdad, como algunos escritores modernos han señalado, que la actitud humana hacia la naturaleza desencadenada a veces ha mostrado elementos de vindicación. Al igual que un niño repentinamente liberado del control paternal, adopta un orgullo salvaje al hacer añicos la naturaleza y brutalizarla. Esta es quizá una forma de revancha de un antiguo prisionero contra su captor, pero es esencialmente una fase pueril e incuestionablemente pasajera. El hombre secular maduro ni reverencia ni destroza la naturaleza. Su labor es atenderla y hacer uso de ella, asumir la responsabilidad asignada al hombre, Adán'''. En términos teológicos: es verdad que algunos cristianos se remiten a las palabras bíblicas: "Someted la tierra" (Gén 1,28), creyendo poder fundar en ellas la pretensión de un dominio absoluto de la naturaleza, pero se trata de una exposición mutilada de la doctrina bíblica, la cual, junto al someter, habla también de "cultivar y guardar" la tierra (Gén 2,15). Sin esta dialéctica, el mensaje bíblico queda falseado.

Trasladada al plano histórico, esta doble actitud se traduce en la dialéctica entre "conservación franciscana" y "organización benedictina", para decirlo con los términos del biólogo René Dubus. En una consideración más equilibrada, atribuir la responsabilidad de la brutalidad frente a la naturaleza a la religión judeo-cristiana aparece como una verdad histórica a medias. En realidad, en todas las épocas y en todo el mundo las imprudentes intervenciones humanas en relación con la naturaleza han tenido consecuencias desastrosas. El proceso se inició mucho antes de que se escribiese la Biblia.

Dubos prueba irrebatiblemente que siempre y en todas partes los hombres han saqueado la naturaleza, perturbando el equilibrio ecológico; a menudo por ignorancia, pero también por preocuparse más de las ventajas inmediatas que de los resultados a largo plazo. Además, no podían prever que se estaba preparando el desastre ecológico, ni podían escoger entre una gama de alternativas amplia. Si la acción de los hombres es hoy más destructiva que en el pasado, los motivos hay que buscarlos en el hecho de que ha aumentado su número y de que los medios de destrucción de que disponen son mucho más poderosos que antes, y no en la influencia ejercida por la Biblia. De hecho, los pueblos judeo-cristianos fueron quizá los primeros en preocuparse ampliamente de intervenir en forma correcta en el ambiente natural y de elaborar una ética de la naturaleza.

Está justificada la referencia simbólica a Francisco de Asís en orden a mantener una actitud respetuosa y cuidadosa con la naturaleza en su integridad. Tenemos necesidad, hoy más que nunca, de espacios naturales incontaminados, y no sólo por razones ecológicas, sino también estéticas y espirituales. Pero no hay que olvidar a Benito de Nursia. El monaquismo medieval parece que tomó como regla el capítulo segundo del Génesis. Con su trabajo, los monjes estructuraban de modo creativo la relación entre el hombre y la naturaleza. Talaban, desecaban pantanos, encauzaban ríos, creaban fuentes de energía; gracias a su trabajo, la tierra se hizo más habitable para el hombre. La naturaleza era humanizada; el hombre, al transformar la naturaleza, realizaba su propia humanidad. La concepción fatalista del hombre y de la naturaleza como dos mundos antagónicos era completamente ajena a esta cultura. El trabajo para los monjes no era sólo un medio para vencer la tentación de la pereza, sino una verdadera y auténtica "liturgia". Colaborando con Dios en mejorar la creación, alababan al Señor y servían a los hermanos. También esta tradición de una gestión creativa de la tierra forma parte del patrimonio espiritual cristiano; las enseñanzas de san Benito son tan importantes como las de san Francisco para la vida humana en el mundo moderno.

Citando de nuevo a Dubos: "El apasionado respeto contemplativo de Francisco de Asís frente a la naturaleza vive todavía hoy en la conciencia de la afinidad entre el hombre y todas las cosas vivientes y en el movimiento para la conservación del ambiente natural. Mas el respeto no basta, porque el hombre no ha sido jamás un testimonio pasivo. Cambia el ambiente con su misma presencia, y las dos únicas alternativas posibles de su relación con la tierra son la destrucción o la construcción. Para ser creador, el hombre debe acercarse a la naturaleza con los sentidos, además de la sensatez; con el corazón, además de la experiencia. Debe saber leer el libro de la naturaleza sin tenerse en cuenta a sí y a su esencia, para descubrir allí los esquemas y las armonías comunes.

Las cuestiones que se formulan al cristianismo son serias. Si resiste a la tentación de responder a la polémica con la apologética, es posible entablar un diálogo serio con cuantos están convencidos de que no se sale de la actual crisis ecológica con simples remiendos tecnológicos aplicados a los síntomas más fastidiosos. Es necesaria una movilización de todas las fuerzas espirituales de la humanidad.

También eminentes hombres de ciencia dejan oír hoy sus llamadas a la sabiduría, es decir, a ese ámbito en que durante siglos se han movido los humanistas. "¿Quién sobrevivirá?", se pregunta Jonas Salk, el científico americano famoso por sus investigaciones sobre la poliomielitis. Su respuesta es: los más sabios. "Para que mejore la calidad de la vida y para la supervivencia, la humanidad habrá de respetar a los sabios y esperar que el individuo se comporte como si lo fuese". La sabiduría, entendida como un nuevo tipo de fuerza, es una necesidad suprema para el hombre; es, en definitiva, un nuevo estilo de adaptación.

La supervivencia de los más sabios no significa sólo que sobrevivirá el que esté dotado de mayor discernimiento, sino también que la supervivencia del hombre, con una vida de alta calidad, depende de que prevalezca el respeto a la sabiduría. "Debemos mirar —propone Salk— a aquellos de nosotros que están en contacto más estrecho con la fuente impenetrable de la creatividad en la especie humana para una comprensión de las obras de la naturaleza y una penetración en su `juego', ya que entramos en una época en la que se requieren nuevos valores para llevar a cabo ya sea las opciones de necesidad inmediatas, ya las de implicaciones remotas"

La lucha por la supervivencia parece haberse desplazado de la relación entre el hombre y la naturaleza (supervivencia de los más fuertes en sentido darwiniano) a la interioridad de la misma especie humana. Lo que llamamos humanidad aparece como un cúmulo de numerosas "especies", cada una de las cuales mira a la otra con suspicacia y la combate. El conflicto entre las diversas culturas es, en el fondo, un conflicto entre diversos modos de enfocar la relación entre el hombre y la naturaleza. Es la hora de la lucha abierta de los valores. De que prevalezca la sabiduría, entendida como fuerza en favor de la salud, la vide y la evolución, depende la supervivencia de la humanidad.

En este concierto polifónico de búsqueda de la sabiduría, el cristianismo puede aportar su contribución específica. No se esperan de él soluciones políticas —las cuales, aunque necesarias, son en sí insuficientes— y ni siquiera el apoyo a una u otra de las ideologías que se enfrentan en el debate. La tarea específica de la comunidad cristiana es ética y espiritual. Su aportación consiste en la revisión de los mitos que refuerzan la relación patológica de los hombres con la naturaleza, y en la proposición de un estilo global de vida en que se reconozca a la autolimitación ascética el puesto debido. Esto no significa esquivar los problemas propuestos por la supervivencia del hombre en la tierra, sino intervenir positivamente en la raíz de los males.

2. LA REVISIÓN DE LOS MITOS - El término "ética" va unido, en el uso corriente, al comportamiento moral, que tiene su origen en una motivación de conciencia. Este es su significado moderno. M. Heidegger ha observado que en la raíz griega la palabra tenía, en cambio, una resonancia cósmica. Ethos decía relación al lugar en que el hombre vive, y hábita y pasa el tiempo. La ética sería entonces la reflexión, inspirada en la sabiduría, sobre la estancia del hombre y su comportamiento adecuado a ese habitar. No se trata de puras sutilezas filológicas. El recurso a la valencia originaria cósmica de la ética nos obliga a tomar conciencia, por contraste, de que la reflexión moral del hombre occidental moderno ha descuidado completamente la relevancia ética de cuanto no se refiere al hombre en primera persona. En torno al hombre encontramos sólo otros hombres; después, el vacío. La tecnología parece haber causado una regresión del horizonte ético y, en consecuencia, de los sentimientos humanos. Es como si nuestra dimensión óptica se limitase a cuanto se halla delante de nuestra mirada, pero sólo a la altura del hombre. Muchas cosas se nos escapan, tanto hacia arriba como hacia abajo. En particular, el hombre occidental no siente una obligación ética frente a los animales y las plantas, ni se representa a la naturaleza como una entidad de la que puede surgir una interpelación. El diálogo con la naturaleza no forma parte del ethos del hombre secular. Lo deja gustoso a aquellas religiones ahistóricas que aún no se han sustraído a lo fascinosum y tremendum de lo sagrado percibido en los acontecimientos naturales; o a los artistas románticos, para los cuales la vivencia más embriagadora es el cortejo de la naturaleza; o también a los místicos, con toda la habitual desconfianza (de ello da fe el doloroso caso humano e intelectual de Teilhard de Chardin).

La restricción de la ética a las relaciones entre seres humanos no ha llevado a un crecimiento cualitativo de la sensibilidad moral; muy al contrario. La conciencia de la mayoría ha quedado tan anestesiada, que ni siquiera advierten los casos más estridentes de inmoralidad. Piénsese en todo el trágico capítulo de la relación del hombre con los animales. A. Schweitzer, en su apasionada denuncia de la inhumanidad de una ética que sólo se ocupa de los seres humanos", sigue siendo una voz que clama en el desierto. Entretanto, continúan aceptándose sin pestañear prácticas absurdas y brutales, como las torturas infligidas a animales so pretexto de investigación científica. Se ha calculado que la práctica de la vivisección ocasiona en todo el mundo la muerte entre atroces sufrimientos a un número de animales que oscila en torno al medio millón al día.

El ethos del hombre occidental se ha considerado menos obligado todavía hacia los otros habitantes de su casa, es decir, las plantas y la naturaleza inanimada. Al hombre le ha emborrachado el orgullo de sentirse sujeto, dotado de poderes arbitrarios sobre el objeto-naturaleza (la fórmula cartesiana suena literalmente: maitres et possesseurs de la nature). Cuando la técnica ha multiplicado su poder, ha llegado precipitadamente a la bancarrota actual.

La crisis ecológica seguirá agravándose si no forman parte constitutiva de la ética valores positivos que integren entre sí a los hombres y a la naturaleza. Prerrequisito esencial para ello es abatir el mito antropocéntrico, que hace al horno faber prisionero de la torre de marfil que se ha construido. Frente a la tierra, el hombre tiene todavía una actitud que, por analogía, podríamos calificar de ptolomaica. Es necesario que se añada a la "revolución copernicana" un nuevo capítulo: que el hombre deje de concebirse inmóvil en el centro, con la naturaleza a sus pies. El hombre y la naturaleza deben referirse juntos al sol constituido por la gran aventura de la vida.

La naturaleza puede ser partner del hombre". Esta afirmación ha perdido su evidencia para el hombre tecnológico. Más aún, ni siquiera ve su sentido. En cambio, ocurre lo contrario en muchos pueblos subdesarrollados, que han conservado una relación bilateral con el cosmos y, en consecuencia, una sabiduría ecológica. ¿No será acaso el papel histórico de los pueblos subdesarrollados civilizar, desde este punto de vista, a los pueblos desarrollados?

Para que se establezca una nueva relación con la naturaleza, es necesario revolucionar los módulos expresivos que nos son familiares. Basta pensar en la euforia por la "conquista" de la luna y en la contribución de la retórica de ocasión al mito prometeico. El acceso a la nueva ética se realiza por la puerta baja de la humildad. Es duro para el hombre, que se ha separado de la naturaleza y se ha contrapuesto a ella, admitir que es uno de los numerosos intentos experimentales de la misma naturaleza; como experimento, es el más reciente y pertenece ciertamente a los planes más arriesgados de la naturaleza. Debe temer que, como ya antes que él otras muchas especies, pueda ser expulsado de la evolución cual intento abortado. El reajuste de la relación con la naturaleza a nivel ético no es sólo una medicina amarga que la humanidad debe deglutir si quiere curar de sus males. Al tratar a la naturaleza como partner, el hombre se beneficiará de una comprensión más profunda de la misma naturaleza. Pues sólo se puede comprender lo que se toma en serio. El beneficio personal será aquella particular sabiduría del hombre que vive en simbiosis con la naturaleza, de la cual existe una vaga nostalgia"

La sabiduría que se puede aprender de la naturaleza no es sólo la instintiva, representada por el hombre que vive en contacto con la naturaleza haciendo uso de sus cinco sentidos no atrofiados. Hoy es sobre todo a través de la ciencia como el hombre puede aprender la sabiduría de la naturaleza. No sólo la tecnología es fruto del desarrollo de la ciencia, sino también un mejor conocimiento del hombre y del universo que le rodea. El curso de los acontecimientos futuros puede verse influido de manera decisiva por el conocimiento de la "sabiduría" de la naturaleza, que nos ayudará a escoger entre las diversas alternativas. Por la vía sapiencial se están poniendo a punto eminentes hombres de ciencia.

La religión judeo-cristiana armoniza sin violencia con esta nueva ética ecológica. Además de la categoría bíblica del hombre guardián de la naturaleza, se puede inspirar en la noción de "alianza". En el mundo religioso de la Biblia no sólo existe la alianza particular con Abrahán y su descendencia en orden a la historia de la salvación, que conduce a Cristo. Hay también una alianza universal de Dios con todos los hombres, que se refleja en la estabilidad y en el orden de lo creado. Su expresión es la alianza con Noé (cf Gén 9,8-13). De esta alianza, la imaginación destaca su signo simbólico, el arco iris. Pero, como todas las alianzas bíblicas, también ella contiene la promesa de otros signos reales. Son las "bendiciones". Estas presentan un carácter concreto y un alcance cósmico; consisten en seguridad, felicidad, salud, fertilidad del suelo, armonía con el mundo animal. A la humanidad entera la alianza le promete quevivir en la tierra en el orden universal constituirá la bendición del Señor. En el anuncio de esta alianza encuentra el cristianismo la base para proponer una nueva relación con la naturaleza en lugar del antropocentrismo, que conduce a la esquizofrenia.

Un segundo aspecto de la ética contemporánea necesitado de una urgente revisión de rumbo es el del mito del progreso. La utopía progresista, que desde hace dos siglos embriaga el pensamiento occidental, se identifica cada vez más con metas de orden cuantitativo. De las conquistas en el orden de la libertad civil y de conciencia se ha pasado al dominio cada vez más férreo de la naturaleza; el último paso lo constituye el ideal de la abundancia de bienes, de la multiplicación de necesidades y de la consiguiente escalation del consumo.

El "evangelio" de esta religión consumista sólo conoce una bienaventuranza: bienaventurado el que posee. Un mensaje tácito está en la base de todos los anuncios publicitarios: "Sólo te falta una cosa para ser feliz; ve, cómprala y quedarás satisfecho".

La promesa de la felicidad, ligada a los productos de la sociedad de consumo, arrastra al hombre a un abismo sin fondo. En efecto, es imposible satisfacer las necesidades propiamente humanas (necesidades espirituales, necesidad de vivir la fiesta, exigencia de gratuidad y de amor) si primero no se han satisfecho las necesidades de base biológica. Ahora bien, en la sociedad del bienestar (conocida ya como la aflluent society) las necesidades primarias están hipertrofiadas, de suerte que no se llega nunca a su plena satisfacción. La mejora de las condiciones de vida sólo satisface temporalmente. Al sentirse desequilibrado, el hombre vuelve a las necesidades primarias y pide cada vez más: más bienes de consumo, salarios más altos para comprarlos y, para ello, más trabajo...

Desde hace algunos años, un movimiento de protesta atraviesa esta sociedad, fundada sobre el mito del progreso entendido como crecimiento cuantitativo. Ya antes de que el Club de Roma denunciase que el crecimiento tiene límites intrínsecos a las posibilidades naturales, miles de jóvenes de todo el mundo se alejaron del tipo de vida establecido por la civilización occidental. Nacieron las contraculturas". Su denominador común: la denuncia de una felicidad basada en el tener, en lugar del ser. Y no sólo del ser mañana (como expresión de una confianza en la perfectibilidad de la naturaleza humana y en la posibilidad de recrear el paraíso en la tierra, identificado comúnmente como ideal de vida "americano"), sino del ser hoy, en el "aquí y ahora". Bajo la bandera de la "calidad de la vida", las contraculturas libran valerosas batallas para despedazar el mecanismo frustrador de la civilización de consumo y para librarse de los deseos artificialmente suscitados por la persuasión oculta, los cuales no responden a necesidades reales. Se abren senderos nuevos para satisfacer las necesidades más propias del hombre: la necesidad de amar sin hipocresía, la necesidad de ser libre derribando los muros invisibles de la prisión edificada por la dependencia de los bienes de consumo; la necesidad de crear por el placer del acto creador y no por obedecer al mito de la eficiencia; la necesidad de contemplar y de adorar [Sobre las contraculturas Cuerpo I, 1]. En esta búsqueda multiforme, el cristianismo puede insertarse de dos maneras. Negativamente, desenmascarando el culto del crecimiento cuantitativo como religión subyacente e inconfesada de nuestro tiempo; positivamente, con el fermento del espíritu de las bienaventuranzas. Los hombres afectados por el anuncio de Cristo encuentran una dimensión de crecimiento totalmente diversa de la que nutre el mito del progreso. Al caminar en pos de él descubren que aquellas "cosas mayores" prometidas a Natanael (cf Jn 1,50) están a disposición también de cuantos, librándose de la fascinación de los "pluses" materiales, se abren al "plus" de amor y de creatividad en las relaciones interpersonales. Un crecimiento en este sentido, además de ser perfectamente "ecológico", satisface las necesidades más auténticas de la persona humana.

3. ASCÉTICA VOLUNTARIA - El hombre que podrá habitar en la tierra de mañana será el que obedezca a una nueva ética. Su ethos será ecológico; dejará de sentirse protagonista único del problema de la vida e identificará la realización de si mismo con la plena expansión de todas sus capacidades propias, y no con la posesión de una mayor cantidad de bienes. La nueva ética inspirará un nuevo estilo de vida, es decir, una nueva espiritualidad. Hay que darse cuenta de que la palabra "espiritualidad" se presta a una ampliación romántica. En el pasado indicó las más de las veces el esfuerzo reflexivo y ético que los individuos dedicaban a sí mismos en orden a un perfeccionamiento personal. Aquí, en cambio, entendemos la actitud suscitada por la preocupación ecológica y por el interés por la calidad de la vida. La novedad viene determinada sobre todo por el hecho de que la espiritualidad no mira solamente a la relación del hombre consigo mismo, sino que incluye además la relación con la naturaleza. En todo caso, entendemos la espiritualidad no en el sentido genérico de sabiduría —en la acepción de Salk, por ejemplo—, sino en el sentido específico de un comportamiento inspirado en un mensaje religioso.

Cualquier forma de espiritualidad cristiana es siempre, en su esencia, un seguimiento de Cristo [>Consejos evangélicos 1, 5]. Es éste el elemento común que unifica experiencias tan diversas como el monaquismo egipcio, los movimientos pauperistas medievales [>Hombre evangélico I], las congregaciones dedicadas a la asistencia o los >institutos seculares. Lo que las diferencian son los diversos contextos históricos y, sobre todo, la prioridad dada a uno u otro aspecto de la respuesta a la llamada de Dios.

En el contexto histórico contemporáneo, parece imponerse espontáneamente una espiritualidad que concede un lugar privilegiado a la autolimitación. Se trata de unas "palabras duras" para los discípulos de Cristo, no menos que para el "mundo". Sobre la ascética y sobre la renuncia pesan hoy graves hipotecas. No puede considerarlas como valores una sociedad industrializada que parece mantenerse en movimiento sólo si no se detiene nunca la cinta de transmisión que une producción y consumo. Allí donde se identifica el status social con la cantidad de bienes que pueden despilfarrarse y con el standard de vida cada vez más elevado, no se puede comprender que la renuncia no es una perversión masoquista, sino un medio de garantizar la identidad personal y la liberación interior.

También en el ámbito cristiano existe una cierta desconfianza respecto al ascetismo. La reforma protestante lo rechazó polémicamente, porque individualizó en él un intento de autorredención por medio de las buenas obras que oscurecía el principio evangélico de la sola gratia. La Iglesia católica ha atribuido durante mucho tiempo gran importancia a las épocas de ayuno, a la abstinencia de carne el viernes, a la cuaresma y a las diversas formas de penitencia. Importancia a veces francamente exagerada, puesto que servía más para identificar socialmente a los fieles practicantes que para expresar valores evangélicos. El hecho es que estas prácticas tradicionales han decaído en el curso de muy pocos años. Y nadie parece echarlas de menos.

Justamente ahora, paradójicamente, aparece en nuestra cultura la necesidad de revalorizar la ascética. Y no ya sólo como opción individual, sino como decisión libre, que implica a todo el organismo social. Una cuaresma de todos, pues, libre y para todo el año.

Una autolimitación común bajo el signo de la libertad. Este último elemento es de la mayor importancia, porque distingue la ascética propuesta por la espiritualidad cristiana de eventuales soluciones de emergencia, que podrían imponerse para precipitar los acontecimientos. Los técnicos en biología y economía dan ya fechas aproximadas sobre cuándo se podrán alcanzar los límites de ruptura de los equilibrios ecológicos. Pero una fecha con más poder evocador que la prevista por los científicos es el fatídico 1984, en el que George Orwell ha localizado el mundo totalitario que su fantasía ha previsto. ¿No podría imponer la renuncia a todos un "Gran Hermano" al que los hombres, desesperando de las posibilidades ofrecidas por el juego de las libres voluntades, encargarían la gestión social a cambio de la supervivencia? Sería el fin de la tradición humanista de Occidente; en cuanto al cristianismo, debería ver en ese poder totalitario la caricatura más blasfema del Dios de la alianza. La mención del mundo orwelliano nos obliga a tomar conciencia de la alternativa que podría planteársele a la humanidad a corto plazo: o ascesis libre o renuncia forzosa bajo un totalitarismo tecnológico.

Se quiera o no, tenemos que entrar en la era de la limitación. El carisma del cristianismo en esta hora histórica puede ser el de recordar los valores positivos de la renuncia. Ha habido, es cierto, épocas y movimientos para los cuales la ascesis autopunitiva parece que se convirtió en fin en sí misma. Esta concepción debe considerarse una aberración si se la relaciona con el espíritu evangélico, que establece la equivalencia de la ascética con el seguimiento de Cristo. El, en efecto, llama a la vida (cf Jn 20,31). Por eso la ascética para el cristiano está orientada a la plena realización de la existencia humana. Es un elemento importante, que nos permite denunciar los límites de los programas ecológicos, preocupados sólo de evitar los peligros de la contaminación o de mantener la vida humana en condiciones de tolerabilidad. Renuncia constructiva es sólo la que mira al desarrollo de las potencias ambientales y humanas, al establecimiento de otros parámetros de referencia y jerarquías de valores.

En concreto, la espiritualidad cristiana favorecerá la reapropiación de la existencia individual y de los espacios aptos para el crecimiento. El camino para tal reapropiación es el que pasa por la oración y la contemplación. Ello supone distanciarse del afán cotidiano y de la obsesión del máximo rendimiento, y que se abandone el ritmo convulsivo para sintonizar con la serena respiración de la naturaleza. Hay que considerar como un signo de los tiempos la necesidad de meditación que se manifiesta en los países donde es mayor el stress de la civilización industrial. También se recurre ampliamente a la sabiduría y a las técnicas meditativas que son desde hace siglos patrimonio del Oriente [>Budismo; >Espiritualidad contemporánea I; >Yoga/Zen]. Los cristianos, aunque abiertos a toda integración, no deberían olvidar inspirarse en las formas de meditación elaboradas por su rica tradición espiritual [>Cuerpo II, 2; >Meditación].

Además del camino que conduce a lo profundo del individuo, la espiritualidad cristiana favorecerá también la implicación de todos en las preocupaciones de orden ecológico en proporción a la responsabilidad de cada uno. Detrás de las voces de alarma se puede a menudo adivinar el interés de los países más ricos, que no quieren perder las posiciones de privilegio, por mantener el statu quo. Los discípulos de Cristo tienen como horizonte la perspectiva profética de la "tierra de todos". También iniciativas humildes —como organización de colectas, ayunos y expresiones de solidaridad con los que sufren en el mundo miseria y explotación— contribuyen a dar a la espiritualidad cristiana la dimensión del mundo total. La comunidad cristiana local, abierta a los problemas de toda latierra, ejerce así una tarea pedagógica; en ella se forma el ciudadano del mundo.

En conclusión, la terapia de los males ecológicos de la hora histórica presente pasa de modo privilegiado por el sendero del espíritu. Es urgente instaurar una ética de los límites, de la medida, de la renuncia a perseguir todas las metas técnicamente posibles. Más que las alarmas lanzadas por los ecologistas tétricos —las cuales, sin embargo, no hay que subestimar—, contribuirá a dar forma a la nueva espiritualidad la aportación positiva de aquellos cristianos que sepan descubrir el valor creativo, para los individuos y para la sociedad, de la ascética voluntaria.

Los humanistas lúcidos rehusan, incluso hoy, plegarse a la resignación fatalista. Así Dubos: "A pesar de los sufrimientos, el pesimismo y las indignidades ocasionadas por los conflictos raciales, por las rivalidades nacionales, por las carestías y la contaminación, las campanas de pascua suscitan en mí oleadas de esperanza. La experiencia de un día de primavera basta para darme la seguridad de que, al fin, la vida triunfará sobre la muerte... Aunque nuestra forma de civilización esté gravemente enferma, a través del clima árido y desolado de nuestro tiempo está comenzando a surgir un sentimiento de esperanza y de expectativa". La fe en la vida que tienen los humanistas es creativa. No lo es menos aquella fe en el Dios de la alianza, que recobra vigor al contemplar el arco iris.

S. Spinsanti

Notas —(1) Una de las expresiones más típicas e impresionantes de esta posición se encuentra en Platón, Leyes X, 903 b-d: "El gobernador del universo ha ordenado todas las cosas en consideración a la excelencia y a la conservación del todo, y cada una de las partes, en cuanto es posible, posee acción y pasión apropiadas. Sobre éstas, hasta la última porción de ellas, se han designado para presidirlas ministros, que han realizado su perfección con exactitud infinitesimal. Y una de estas porciones del universo es la tuya, hombre feliz, que, por pequeña que sea, contribuye al todo y no parece que tú sepas que esta y cualquier otra creación ha sido hecha a causa del todo y para que la vida del todo sea feliz: y que tú has sido creado para el todo y no el todo para ti. Porque todo médico y todo artista hábiles hacen todas las cosas para el todo, dirigiendo sus esfuerzos al bien común, ejecutando la parte para el todo y no el todo para la parte. Y tú te enojas porque ignoras el hecho de que lo que te ocurre a ti y al universo es lo mejor para ti por cuanto lo permiten las leyes de la creación común".—

—(2) Lo que fue el "limite" en el pensamiento griego se expresa con precisión en las palabras que J. Burckhardt ponía en labios del Hermes del Vaticano; "Nosotros lo tuvimos todo: fulgor de los dioses celestes, belleza, juventud eterna, alegría indestructible; pero no éramos felices, porque no éramos buenos" (cit. por B. Croce, Perché non possiamo non dirci "cristiani", en Discorsi di varia filosofia, 1, Laterza, Bari 1959'. 211). Cómo la presencia del mal en la naturaleza era contempla-da por los griegos bajo la forma de la fria crueldad, aunque en si no perversa (et inArcadia ego!), o del enigma, lo señala acertadamente G. Colli, El nacimiento de la filosofía, Tusquets, Barcelona 19802.

—(3) Puede parecer que esta afirmación es gratuita. En efecto, cada vez con mayor frecuencia la cultura laica insiste hoy en hablar de un antinaturalismo cristiano, si no ya de un odio cristiano a la naturaleza y a sus leyes (en especial las del sexo; recuérdese la manera terrible con que en su novela Une vie describe Maupassant cómo un sacerdote neurótico y reprimido da muerte a una perra que se ha convertido para él en símbolo de la lujuria, precisamente mientras pare). En realidad, una visión más equilibrada y un estudio más preciso de las fuentes no pueden menos de invertir este juicio y mostrarlo como lo que es, a saber: un pensamiento preconcebido. Para esto puede resultar preciosa la antología L'église el la pitií envers les animaux, Lecoffre-Burn and Oates, Paris-Londres 1908' (por la señora de Rambures), en la cual se recogen textos antiguos y modernos que muestran cómo siempre ha estado presente en la Iglesia, desde sus orígenes, el amor a los animales, criaturas de Dios, seres ciertamente inferiores al hombre, pero que hay que respetar precisamente en virtud de su inferioridad.

BIBL.—AA. VV., San Francisco de Asís, patrono de los ecologistas, en "Selec. de Franciscanismo", n. 27 (1980). Varios estudios.—Armstrong, A, Saint Francis: Nature Mystic, Univers. of California Press 1973.—Gil, D. H, Tecnología, fe y futuro del hombre, Sígueme, Salamanca 1972.—Gorz, A, Ecología y libertad; técnica, técnicos y lucha de clases, Gustavo Gili, Barcelona 1980.—Ehrlich, P. R, Población, recursos, medio ambiente: aspectos de ecología humana, Omega, Barcelona 1975.—Hutchinson, G. E, El teatro ecológico y el drama evolutivo, Blume, Barcelona 1979.—Lamela, A, Cosmoísmo y geoísmo, Editora Nacional, Madrid 1976.—Leclerc, E, El Cántico de las Criaturas. Ed. Aránzazu, Oñate 1977.—Odum, E. P, Ecología: el vínculo entre las ciencias naturales y sociales, Continental, México 1979.—Passmore, J, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza y su ambiente, Alianza Editorial, Madrid 1978.—Pérez y Pérez, F, Ecología y medio ambiente, Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos, Madrid 1979.—San Martín, H, Ecología humana y salud. El hombre y su ambiente, Prensa Médica Mexicana, México 1979.