SANTA
DicEc
 

«Santa» es el epíteto de la Iglesia más antiguo y más universalmente atestiguado en los credos primitivos. Pero hay ciertos cambios en las expresiones que no son fáciles de traducir. Afectan a la relación del creyente con la Iglesia y no condicionan su característica de santidad: creo en la existencia de una Iglesia santa (credo in sancta Ecclesia); doy mi asentimiento intelectual y me comprometo con la santa Iglesia (credo in sanctam Ecclesiam); creo en la santa Iglesia (credo sanctam Ecclesiam). En muchos de los credos se hace una asociación con el Espíritu Santo, que precede inmediatamente al artículo sobre la santa Iglesia, de modo que puede decirse con santo Tomás de Aquino: «Creo en el Espíritu Santo que santifica a la Iglesia».

El adjetivo «santa» no se aplica a la Iglesia en el Nuevo Testamento, pero hay pruebas abundantes de que los credos están firmemente basados en la Escritura. En el Antiguo Testamento era santo lo que era separado y consagrado por Dios; eran santos, por tanto, el templo, todo lo que había en él, los sacrificios y las oraciones. Dios es el único Santo; no se trata sólo de una aserción de su trascendencia, sino también de una afirmación de que todo poder, bondad y belleza pertenecen a Dios. Dado que Dios está en medio del pueblo como el único Santo (Os 11,9), el pueblo es también santo. Los miembros del pueblo han de ser purificados y llevar un comportamiento éticamente bueno. Para el Nuevo Testamento Jesús es el Santo de Dios (Me 1,24; cf Lc 1,35), el Hijo amado y ungido con el Espíritu Santo (Lc 3,22; He 10,38). El, el único trascendente (Ap 3,7; 6,10), se santificó a sí mismo en el sacrificio para que sus discípulos pudieran santificarse también (Jn 17,19-24). Después de Pentecostés, sus discípulos, primero en Jerusalén (He 9,13; ICor 16,1) y luego en otras partes, son llamados «santos» (Rom 1,7; 16,15; lCor 1,1-2; 7,14; Ef 2,19). Son además «elegidos y preciosos a los ojos de Dios (...), sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad» (1Pe 2,4.9). La Iglesia es el >cuerpo de Cristo y el >templo del Espíritu Santo. Los miembros de la Iglesia son consagrados a la Trinidad (eis to onoma, Mt 28,19) en el bautismo, reciben el sello del Espíritu Santo (Ef 1,13-14) y participan en el banquete del pan eucarístico (1Cor 10,16-17). De su consagración y participación en la naturaleza divina (2Pe 1,4) debería seguirse la santidad ética (Rom 6,12-14). Las cartas paulinas, en efecto, acaban con uno o varios capítulos dedicados a la exhortación moral; la vida de los cristianos ha de ser un sacrificio espiritual (Rom 12,1-2).

Pero el pecado no está ausente de la Iglesia del Nuevo Testamento: la comunidad primitiva fue testigo del pecado de Ananías y Safira (He 5,1-11) y de enfrentamientos (6,1); Pablo y otros escritores apostólicos advierten continuamente contra el pecado, incluso en sus formas más graves (lCor 5,10-11; Gál 5,19-21; Col 3,5-8; IPe 4,3-4; Santiago passim); las parábolas del trigo y la cizaña y de los peces buenos y malos son muestra de la presencia del pecado (Mt 13,24-30.36-43.47-49); la constante invitación de Jesús al perdón mutuo es prueba también de que el pecado y las ofensas siguen estando presentes entre los discípulos (Mt 5,23-24; 6,12.14; 18,21-35) (>Reconciliación).

Así como la afirmación de la santidad de la Iglesia en los credos es universal, las afirmaciones patrísticas al respecto son un lugar común. Más difícil es la cuestión, presente desde el principio, del pecado y los pecadores. A lo largo de la historia ha habido intentos de limitar la pertenencia a la Iglesia a los santos, los predestinados e incluso, ocasionalmente, a los no casados. La respuesta de la Iglesia ha sido siempre defender la realidad de lo que >Agustín llamaba la «Iglesia mixta» (Ecclesia permixta), que incluye a los buenos y a los malos. Vemos así cómo se rechazan las ideas del >novacianismo, pelagianismo, >donatismo, los >luciferianos, los >albigenses, los >fraticelli, >Hus, Pascasio Quesnel y el sínodo de > Pistoya. De hecho, para Agustín uno de los signos de la verdadera Iglesia era que incluyera tanto a los pecadores como a los santos.

En el Vaticano II la constitución sobre la Iglesia habla de la vocación universal a la santidad de todos los miembros de la Iglesia (c. 5), y se refiere a ella como indefectiblemente santa (LG 39), dotada de una santidad genuina, aunque imperfecta (LG 48). Muchos de los miembros del concilio querían una declaración sobre la noción y la naturaleza de la misma santidad. Pero la comisión doctrinal se negó a hacer una descripción o definición de tipo escolástico; quiso, por el contrario, presentar algunos elementos, especialmente de la Escritura, que ilustran la naturaleza ontológica y dinámica de la santidad.

Algunas distinciones pretenden mostrar el modo en que es santa la Iglesia, recordando siempre que la santidad es una participación en lo divino y un don para la Iglesia. En primer lugar, en lo que pueden llamarse sus elementos formales: santo Tomás afirma que la Iglesia estáconstituida por la fe y los sacramentos; la Iglesia es santa por la palabra de Dios, que es el fundamento de la fe; la Iglesia es santa por los dones institucionales y carismáticos concedidos a sus miembros (LG 12); por encima de todo, es santa por ser el >cuerpo de Cristo y su esposa, así como el >templo del Espíritu Santo. Por otra parte, muchos de los miembros de la Iglesia están ya en la gloria. Esta santidad objetiva es indefectible y está fuera del alcance del pecado. En segundo lugar, la Iglesia es santa por su consagración (LG 9) y por ser el pueblo sacerdotal de Dios (LG 10). También esta santidad es indefectible. En tercer lugar, la Iglesia es santa por la gracia, las virtudes y las obras de sus miembros, es decir, por la santidad personal de sus miembros (LG 40). Todos están llamados a la santidad, que se expresa en el doble amor a Dios y al prójimo. Podemos llamar a esto santidad ética, la cual brota del encuentro con Dios a través de los primeros elementos (formales) y de la consagración bautismal y de las ayudas proporcionadas por Cristo a través de su Espíritu.

Aunque no hay más que una santidad (LG 41), son muchas las formas de vida en las que la llamada a la santidad y a la imitación de Cristo (LG 40) pueden concretarse. Esto ha dado lugar a una diversidad de escuelas de espiritualidad y de ideales a lo largo de la historia. En la Iglesia primitiva el ideal más alto de la santidad lo encarnaba el >mártir, con la libre aceptación de la muerte por Cristo y su evangelio. Después de las persecuciones apareció el ideal monástico, permaneciendo hasta hace poco como el principal modelo de vida consagrada y santa; de hecho el Vaticano II dedicó una atención especial a las formas de vida cristiana marcadas por la adopción de los votos (LG 42 y c. 6; PC passim). En los últimos años se ha tomado cada vez más conciencia de que, en ciertos lugares al menos, la santidad no puede entenderse sin una dimensión social o política.

Después del Vaticano II ha habido un renovado interés en el tema de la santidad, con numerosos intentos de promover formas nuevas, no monásticas, de santidad, especialmente para los sacerdotes diocesanos y los laicos. Han sido muchos y vigorosos los >movimientos eclesiales que han surgido para dar prueba de esta profunda renovación. Por otro lado, ciertos modelos proféticos de santidad y el inicio de determinadas causas de beatificación ponen de manifiesto la riqueza y variedad de las formas de la santidad en nuestros días. En el Código de Derecho canónico (>Derecho canónico) se ofrece además una visión nueva: en lugar de un libro sobre «Las cosas en la Iglesia» (De rebus), encontramos el mismo material bajo el título Libro IV. De la función de santificar de la Iglesia (De Ecclesiae munere sanctificandi). Con los importantes documentos marianos de los papas Pablo VI y Juan Pablo II (>María y la Iglesia) se refuerza la concepción de María como modelo de santidad propuesta por el Vaticano II (LG 67-69; cf SC 103).

En las Iglesias del Oriente cristiano no encontramos escuelas de espiritualidad tal como las conocemos en Occidente. La santidad se considera la apropiación de la vida divina celebrada en los misterios litúrgicos; es muy explícitamente trinitaria y «en Cristo». La actitud del cristiano es la de humilde respuesta ante la locura de amor divina.

En la historia de la Iglesia se plantea un problema que se remonta de hecho al mismo Nuevo Testamento. Aunque la Iglesia sea indefectiblemente santa, sigue siendo una Iglesia de pecadores. ¿Se puede decir entonces que la Iglesia es pecadora?. H. Küng señala con razón que no podemos suponer que todo lo que es imperfecto, erróneo o desviado en la Iglesia sea pecado, porque hay muchas cosas que se han desarrollado como lo han hecho de manera aparentemente inevitable, sin que los individuos pudieran hacer mucho al respecto. La mayoría de los teólogos rehúyen la afirmación franca de que la Iglesia es pecadora; y lo mismo hace el Vaticano II. La solución más común es decir de algún modo que la Iglesia es santa, pero que sus miembros son pecadores. Así se expresa el Vaticano II: «Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf 2Cor 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf Heb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (LG 8). Hay soluciones que son insatisfactorias porque no tienen suficientemente en cuenta todos los datos y la realidad de la Iglesia en su totalidad, con su santidad y su pecado: los pecadores están en la Iglesia, pero no son de la Iglesia, solución más bien verbal que deja el problemaintacto; o también, la Iglesia escatológica es la única verdadera, cargada como está la terrena de pecados —no hay, sin embargo, nada más que una Iglesia—; habría que distinguir la Iglesia santa que es cuerpo de Cristo de la Iglesia lastrada por el pecado, pero san Agustín afirma que la Iglesia real es coja, con una pierna fuerte y otra débil". Por otro lado, el decreto sobre ecumenismo reconoce que la Iglesia es culpable cuando pide perdón por los pecados contra la unidad (UR 7). Muchas de las soluciones que se proponen están viciadas por la concepción del pecado implícita en el planteamiento del problema. El pecado es una privación culpable, un «no ente» y, por tanto, en definitiva algo ininteligible. Por consiguiente, hablar del pecado y de la santidad en la Iglesia no es hablar de dos realidades contradictorias, simultáneamente presentes, sino de la santidad y de su privación. El verbo «ser» en relación con el pecado tiene gramatical y lógicamente el mismo sentido que en relación con la gracia, pero ontológicamente no. Sólo si tenemos claro el carácter privativo del pecado podemos hablar realmente de que la Iglesia es pecadora, porque lo que estamos diciendo es que, a pesar de su indefectible santidad, a veces hay un elemento de santidad que falta en el funcionamiento de sus santas instituciones, en la vida de sus miembros. Por último, es mejor hablar de que la Iglesia es parcialmente pecadora, aunque indefectiblemente santa. Admitiendo que un pinchazo —es decir, la ausencia de un trocito de goma en un neumático—pudiera ser una buena analogía del pecado, cabría decir que la Iglesia es como un neumático que pierde un poco de aire y que es necesario estar inflando continuamente; si puede circular es porque continuamente se le está insuflando la gracia. Con esto no hacemos sino repetir la enseñanza patrística resumida en la expresión «la casta prostituta» (casta meretrix), o en la comparación de la Iglesia con la luna, que es inestable pero que continuamente recibe la luz del sol.

La santidad es un rasgo o >nota de la Iglesia. El Vaticano 1 afirma: «La Iglesia es por sí misma un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina, a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad». Pero con el Vaticano II tenemos que decir que el pecador no está en plena comunión con la Iglesia. «Tener el Espíritu Santo», lo cual por las Actas del concilio sabemos que significa estar en estado de gracia, es un requisito indispensable para estar en comunión plena con la Iglesia (LG 14).

El Vaticano II reconoció que hay importantes elementos de santidad no sólo en otras Iglesias cristianas (LG 15; UR 3, 14-23) y en el judaísmo (LG 16; NA 4), sino también en las grandes religiones de Oriente (NA 2). La santidad forma parte de la esencia del >budismo. El Vaticano II afirma: «En el budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado, puedan adquirir, ya sea el estado de perfecta liberación, ya sea la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio superior» (NA 2). Del >hinduismo podemos decir: «La condición de santidad es la transparencia perfecta del Supremo en el ser humano. El santo es alguien que está completamente integrado en lo Absoluto y es consciente de su unión con Dios y la creación; su conducta será necesariamente consecuencia de esta constatación». El Vaticano II afirma: «En el hinduismo, los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda meditación, ya sea buscando refugio en Dios con amor y confianza» (NA 2). Los cinco pilares del >islam son caminos de santidad. El Vaticano II declara: «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma (...). Aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre todo, con la oración, las limosnas y el ayuno» (NA 2; cf LG 16).

Cuando decimos que la Iglesia católica romana es la única Iglesia verdadera (>Una), nos estamos refiriendo a la plenitud institucional. Los medios disponibles en la Iglesia pueden llevar a los hombres a lo más alto de la santidad. Al maravillarnos de las obras del Espíritu Santo fuera de los confines de la Iglesia católica, se nos está lanzando un reto para que utilicemos los magníficos medios para la santidad que Cristo ha otorgado a su Iglesia y, al mismo tiempo, demos gracias por los ejemplos de santidad que recibimos de las otras Iglesias y de las otras religiones. [En síntesis, en la confesión de fe sobre la santidad de la Iglesia se debe tener presente que, por su carácter sacramental, la Iglesia es «una compleja realidad» (LG 8) en la cual deben discernirse su doble dimensión. Por una parte, la Iglesia es santa como «Madre que congrega» (Mater congregans), ya que ofrece siempre los dones santos y permanentes como son el Espíritu de Cristo, con la Palabra y los sacramentos: estos dones son indefectiblemente santos (cf LG 26). Por otro lado, la Iglesia tiene pecado ya que como «fraternidad convocada» (fraternitas convocata) es comunidad peregrina de cristianos que incluye en su seno pecadores (cf LG 8.9; UR 6; la Ecclesia permixta de san Agustín), en camino hacia la «íntima unión con Dios y la unidad del género humano» (LG 1; >Realidad última de la Iglesia).

Con motivo del Jubileo del año 2000 el papa Juan Pablo II en la carta apostólica Tertio millennio adveniente ha tratado de la santidad de la Iglesia y de sus pecados, especialmente con el examen de conciencia que sugiere y el arrepentimiento correspondiente; en efecto: «La consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia el deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado» (TMA 35). Esta perspectiva tuvo sus efectos más visibles en la demanda de perdón del papa Juan Pablo II el 12 de marzo del año jubilar. Por otro lado, la Comisión Teológica Internacional dio una articulación teológica más amplia a toda esta cuestión en un documento específico del año 2000, titulado Memoria y reconciliación. La Iglesia y las culpas del pasado.]