INFALIBILIDAD
DicEc
 

La infalibilidad es un tema capital en el debate ecuménico y dentro de la Iglesia católica, en la que se encuentran rechazos o reinterpretaciones tan profundas que en la práctica son negaciones. Nos lleva a cuestiones de historia, dogma y hermenéutica. La palabra «infalible» significa inmune al error. Es un término negativo, pero apunta a algo positivo: se dice que la Iglesia (y dentro de ella algunas personas y organismos) es infalible en la medida en que tiene la garantía de permanecer en la verdad del evangelio.

Empezaremos por Cristo: él es infalible. Dado que mira a Dios como hombre y desde la humanidad, y mira a la humanidad como Dios y desde Dios, Cristo muestra una fe indefectible y un testimonio infalible. La Iglesia, que está constituida por el don de su Espíritu y tiene la garantía de su presencia en medio de ella (Mt 28,20), es igualmente indefectible en la fe e infalible (ITim 3,15). La Iglesia participa de la infalibilidad de Cristo, quien refleja a su vez el atributo divino de la infalibilidad. La Iglesia que es invisible en virtud de la indefectibilidad de su fe no es una abstracción sino el pueblo concreto de Dios. La infalibilidad ha de verse en el contexto de la noción bíblica de verdad: no es una abstracción, sino que forma parte de la misión dada por Cristo a su Iglesia.

La Iglesia es infalible creyendo y enseñando. En primer lugar, como señala santo Tomás, la fe de la Iglesia no puede ser falsa. La fe de la Iglesia está sostenida por el Espíritu, que concede el don sobrenatural de la apreciación de la fe (>Sensus fidei) a todo el pueblo de Dios (LG 12). En segundo lugar, es convicción de la Iglesia desde los tiempos del Nuevo Testamento que ella enseña la verdad sin error, hasta el punto de que quienes rechazan su enseñanza normativa han de ser excluidos (>Herejía, >Excomunión). Se dice que si Dios no dotó a la Iglesia de una fe infalible, las rigurosas exigencias que se hacen al creyente serían insoportables (cf Gál 1,6; Mc 16,16; Lc 10,16). Aunque la comunidad de la Iglesia en su conjunto es pues infalible en sus creencias, es decir, en la aceptación y profesión de su fe normativa, sin embargo, los individuos en particular no lo son.

Es convicción de la Iglesia católica que Dios mantendrá al conjunto de la comunidad en la verdad mientras esta mire hacia él con fe adorante y al mundo con su mensaje y en nombre suyo. Dios compartirá además su verdad infalible con los maestros oficiales en el cumplimiento de su oficio. Las personas pueden errar en materia de fe, tanto individualmente como en calidad de maestros de la Iglesia. Desde los tiempos de >Ireneo existía la convicción de que lo que se enseñaba en todas las Iglesias no podía ser falso. Vicente de Lérins (+ antes del 450) resumió esta convicción de la Iglesia en la lapidaria afirmación de que la universalidad, la antigüedad y el consentimiento unánime son garantías de verdad (quod ubique, quod semper, quod omnibus). Pronto algunos >concilios fueron considerados normativos para la fe. Algunos de ellos se conocieron más tarde como concilios ecuménicos, pero hubo también otros concilios locales, como por ejemplo, el segundo concilio de Orange (529), que fueron también piedras de toque de la ortodoxia. Durante el primer milenio, la universalidad de la enseñanza y ciertas reuniones de obispos, con la consiguiente aprobación papal, fueron recibidas (>Recepción) por la Iglesia como vinculantes y libres de error. Surgió la convicción de que la revisión radical de esta enseñanza universal o fruto de los concilios era imposible.

En la terminología del siglo XIX se llamó a esto respectivamente ejercicio ordinario y extraordinario del >magisterio. Estas dos formas de enseñanza, a saber, las de los obispos dispersos por el mundo o reunidos en concilio, han sido consideradas infalibles hasta el día de hoy, convicción reiterada por el Vaticano II. Pero en el caso del magisterio ordinario, no basta que una verdad sea enseñada universalmente; ha de enseñarse además como definitiva (tanquam definitive tenendam, LG 25). [Sobre el sentido de este magisterio «definitivo», el motu proprio Ad tuendam fidem (>Congregación para la doctrina de la fe) del 18 de mayo de 1998, que formuló este nivel de magisterio con un nuevo parágrafo añadido al CIC 750, ha precisado que se trata de aquellas verdades «que se requieren para custodiar santamente y exponer fielmente el mismo depósito de la fe» las cuales «deben acogerse y creerse firmemente».]

En concilios ecuménicos antiguos estaban presentes por lo general un legado o legados papales y luego, al cabo de algún tiempo, el papa aprobaba su doctrina. En la Edad media se planteó la cuestión de la garantía de verdad cuando el papa enseñaba solo. Santo Tomás de Aquino afirmaba en cierto sentido la infalibilidad cuando enseñaba que el papa podía proponer un credo para que fuera confesado por toda la Iglesia. Pero las raíces de esta doctrina se remontaban más atrás. Durante el primer milenio existía la convicción casi universal de que la Iglesia romana nunca se había equivocado. Desde tiempos del papa Gelasio I (+ 496) encontramos aproximaciones a la afirmación de que la Iglesia romana no puede errar. Antes de esto, con los papas Dámaso I (+ 384) y Siricio (+ 399), encontramos la idea de una presencia casi mística de Pedro en el papado. Esta idea fue muy viva durante el pontificado de León I y, aunque luego se diluyó bastante, nunca murió del todo, resurgiendo a veces con mucha fuerza, como en tiempos de >Gregorio VII; en las ocasiones solemnes los papas todavía se ven como unidos a Pedro, como sucesores suyos, desempeñando su papel en la Iglesia.

Junto a estas reflexiones está la insistencia en el hecho de que las decisiones de Roma no pueden reconsiderarse (desde Zósimo, + 418, y Bonifacio I, + 422), y de que en Roma se había predicado de manera ininterrumpida y fiel la doctrina apostólica. Son bien conocidas las ideas de >León I: no consideraba necesaria la celebración de un concilio, ya que él había hablado con claridad en su Tomo; para él >Calcedonia no hizo sino aceptar sus enseñanzas. En el siglo VI empezó a difundirse la afirmación de que la primera sede no podía ser juzgada por nadie (prima sedes a nemine judicatur); sus orígenes eran dudosos —un concilio inexistente (Sinuessa)— pero, a pesar de todo, se convirtió en un lugar común de la legislación canónica, y más tarde en doctrina conciliar.

La conducta de tres papas: >Liberio, >Vigilio y >Honorio I, no estuvo a la altura de lo que se esperaba de un obispo de Roma. Pero los complejos sucesos de sus pontificados pronto se olvidaron y no dejaron impresión duradera en la Iglesia de Occidente, que aceptó cada vez más las decisiones de Roma como una norma de fe autorizada. La sede de Pedro conservaba a los ojos de la Iglesia la pureza doctrinal de la fe. Es claro por tanto que las convicciones de santo Tomás antes mencionadas estaban en la línea de la tradición antigua, que reconocía cada vez más la posición especial de la enseñanza de los papas y la certidumbre de su ortodoxia. Las raíces de la infalibilidad pontificia son pues mucho más antiguas de lo que una lectura superficial del conocido estudio de B. Tierney podría sugerir.

Este investigador tiene razón al ver un nuevo énfasis en la inerrancia pontificia a finales del siglo XIII y comienzos del XIV, con Pedro Olivi (+ 1298) y Guido Terreni (+ 1342). El primero, por razones partidistas, quería obligar a los papas a seguir la doctrina de sus predecesores: no quería que un futuro papa cambiara la aprobación que Nicolás III había hecho en 1279 de los planteamientos de pobreza radical sostenidos por los franciscanos espirituales. Usaba la expresión «>fe y moral» y enseñaba que el papa era maestro infalible cuando hablaba «magisterialmente». Guido, un papista acérrimo, enseñaba que el papa no podía equivocarse al «determinar» (determinando) sobre la fe; se trata de una palabra técnica que significa que una controversia o una cuestión es resuelta por la autoridad en este caso del papa. Pero, según esta concepción, parece que serían demasiadas las enseñanzas que podrían calificarse como infalibles.

En la Edad media, al tiempo que se imponía cada vez más la idea de la pureza de la fe de la sede romana, y también del papa, los teólogos y canonistas tenían claro que un papa podía caer personalmente en la herejía, en cuyo caso dejaba automáticamente de ser papa.

A finales del siglo XIV y hasta la época de la Reforma hubo muchos factores que contribuyeron a que la doctrina de la infalibilidad no se desarrollara sin complicaciones: la cautividad de >Aviñón, el >cisma de Occidente, el >conciliarismo, la necesidad de reformas a todos los niveles, la rebelión protestante. En el período de la Contrarreforma hubo muchos teólogos que defendieron la infalibilidad pontificia, pero el auge del >galicanismo impidió que esta doctrina progresara durante los siglos que siguieron a Trento.

En el siglo XIX se creyó necesaria una declaración de la infalibilidad papal con vistas a la promoción de la autoridad espiritual del papado. Aunque el >Vaticano I se pronunció sobre muchos temas, estuvo dominado por la cuestión de la infalibilidad. Había un grupo «infalibilista» cuyos líderes eran Manning (Inglaterra), Descamps (Bélgica), Senestrey (Alemania) y Pie (Francia). Formaban el partido ultramontano (>Ultramontanismo). Ayudado y alentado por Pío IX, este grupo usó sin contemplaciones su fuerza numérica para aplastar a la minoría, a la que en la práctica consideraban como hereje. La minoría estaba encabezada por Rauscher (Austria), Simor (Hungría), Dupanloup (Francia) y el historiador de los concilios Hefle (Alemania). El teólogo alemán J. J. I. von >Döllinger (+ 1890), que se opuso a la infalibilidad pontificia hasta el punto de incurrir en excomunión después del concilio, los abastecía de argumentos. Aunque la mayoría infalibilista derrotó la visión de la minoría de que la infalibilidad o no podía definirse o era inoportuna, los infalibilistas extremistas fracasaron en su intento de que se definiera que el papa era infalible en los actos administrativos. En los debates los miembros del concilio tomaron conciencia de las dificultades históricas que se planteaban a la definición; así como del ejercicio de poder que había supuesto la definición del dogma de la inmaculada concepción por el papa dieciséis años antes (1854).

La infalibilidad se trata en el capítulo cuarto de la constitución Pastor aeternus. El texto requiere una hermenéutica cuidadosa, que incluye el conocimiento exacto del objeto de la definición. Por encima de todo hay que recordar que son las posturas galicanas las que el concilio quiere excluir, y este hecho fundamental da la clave para la interpretación de la definición. En el capítulo que introduce la definición se deja claro que la infalibilidad es un aspecto del >primado papal ya definido. Apela a Mt 16,18 y Lc 22,32 y a concilios anteriores: >Constantinopla IV, >Lyon II y >Florencia. El concilio continúa afirmando que considera absolutamente necesario hacer la definición. Las expresiones vitales de la definición son: es «doctrina divinamente revelada» —por consiguiente, no una novedad—; «el romano pontífice» —cada uno de los papas, rechazando así la idea galicana de que sólo la línea de los papas en su conjunto era la que enseñaba la verdad—; «cuando habla ex cathedra» —aclarando inmediatamente—, «es decir, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica...» (por consiguiente, sólo en situaciones muy específicas es el papa infalible); «define (...) que una doctrina sobre la fe y las costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal» (por tanto, la infalibilidad no afecta al ámbito de la política, la administración o el poder temporal); la infalibilidad de que goza el papa es la misma «infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia» (el significado de esta expresión no se explica, pero no se trata de nada nuevo, sólo que el don eclesial puede residir también en un individuo, a saber, el papa); «por la asistencia divina» (la fuente de la infalibilidad es Dios, no depende a última hora de los esfuerzos humanos, de las consultas o de las investigaciones teológicas). En la discusión se debatió mucho sobre si la infalibilidad es personal o sólo es propia de las afirmaciones que se hacen. El concilio habló cuidadosamente del magisterio infalible del romano pontífice. Es claro que cuando el papa enseña ex cathedra goza de un carisma del Espíritu Santo; la infalibilidad no es simplemente una prevención divina contra el error, sino una gracia en orden a la verdad.

Fue la cláusula final de la declaración la que causó más dificultades en el concilio y la que dio lugar después a más malentendidos: las definiciones son «irreformables por sí mismas (ex sese... irreformahiles) y no por el consentimiento de la Iglesia». La razón de este añadido era suprimir todo vestigio de >galicanismo, especialmente el artículo 4° de 1682, cuyo lenguaje resuena en esta su negación. Lo que el Vaticano I dice es que las afirmaciones infalibles son «irreversibles», no que no puedan formularse mejor. El concilio niega además que el origen de la infalibilidad esté en el consentimiento de la Iglesia. A la hora de interpretar el documento es importante tener en cuenta que la doctrina está presentada en gran medida en las categorías jurídicas características de la mayoría de los obispos presentes en el concilio; la minoría tendía a hablar más en términos de tradición, del testimonio de la fe.

El Vaticano II recibe esta doctrina y la presenta en LG 25. Su contexto, sin embargo, es significativo: el artículo trata sucesivamente de la infalibilidad de los obispos, de la Iglesia, del papa y una vez más de los obispos. Aunque mantiene en buena medida el lenguaje del concilio anterior, hay algunos cambios que suponen aclaraciones y desarrollos en la comprensión: se llama al romano pontífice «cabeza del colegio de los obispos»: esto reduce el peligro de que alguien pudiera ver al papa de algún modo «por encima» de la Iglesia al definir, en lugar de dentro de la Iglesia y del colegio; el objeto de la infalibilidad «se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad»: se trata de una limitación clara de la infalibilidad, no afecta a doctrinas nuevas que no pertenezcan al depósito de la revelación; el ejercicio de la infalibilidad se ve más claramente a la luz de Lc 22,32, como confirmación en la fe; la «asistencia divina» del Vaticano l se convierte en «la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la persona de san Pedro»: hay aquí quizá un eco vago de la presencia de Pedro en el papado que encontramos en la tradición antigua; la noción de recepción se especifica en sentido negativo y positivo: las definiciones «no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco apelación a otro tribunal», pero «a estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo»; «el mismo carisma de infalibilidad de la Iglesia existe individualmente» en el papa: otra indicación del carácter eclesial de las definiciones infalibles. El Vaticano II añade además: «Cuando el romano pontífice o el cuerpo de los obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos»: las decisiones infalibles, por tanto, no pueden ser algo ajeno a la Iglesia, sino que son expresión de su auténtica fe. Conviene notar que el nuevo Código de Derecho canónico no recoge algunos de los nuevos matices de LG 25 en CIC 749-750; ni integra su propio canon 212 § 1 dentro de la cuestión de la infalibilidad.

La representación de la doctrina del Vaticano I por el último concilio recoge varios de los puntos señalados en la relatio oficial, o explicación del texto, realizada por el obispo V. Gasser justo antes de votar sobre la definición. Se muestra además sensible a las indicaciones hechas en algunos estudios importantes sobre la infalibilidad llevados a cabo en los años 60, estudios que han continuado después del concilio.

En el período posterior al Vaticano II se han realizado algunos desarrollos. Un importante documento de la Congregación para la doctrina de la fe (CDF) llamó la atención sobre la necesidad de interpretar los textos doctrinales de la Iglesia, y especificaba un tanto el objeto de la infalibilidad: «De acuerdo con la doctrina cristiana, la infalibilidad del magisterio se extiende no sólo al depósito de la fe, sino también a aquellas cosas sin las cuales este depósito de la fe no puede ser propiamente salvaguardado y explicado». F. A. Sullivan observa que la congregación no usa el vago «vinculadas a la revelación», sino la expresión más restrictiva «cosas sin las cuales este depósito de la fe no puede ser propiamente salvaguardado y explicado». Nos encontramos aquí con lo que se llaman los objetos secundarios de la infalibilidad, a saber, las verdades que no han sido reveladas pero que son necesarias para proteger la revelación. Para averiguar cuáles serían estos objetos secundarios, tenemos que acudir al consenso de los teólogos. Algunos de los que eran considerados tales antes del Vaticano II no encontrarían ahora un apoyo serio (por ejemplo, la canonización de los santos y la aprobación de las órdenes religiosas). Muchos teólogos moderados o «centristas» probablemente coincidirían en lo siguiente: 1) la condenación de proposiciones contrarias a la verdad revelada: tal potestad podría ser necesaria para preservar la verdad revelada; 2) proposiciones que se siguen necesariamente de la verdad revelada (una proposición en sí misma no revelada, pero que se deduce estrictamente como conclusión, y en cuanto tal se la llama a veces «virtualmente revelada»): al no ser reveladas, no pertenecen al depósito de la fe, pero cabe concebir un enunciado infalible como requisito para dilucidar una verdad revelada; 3) «hechos dogmáticos», que son de dos tipos: a) hechos históricos vinculados con la revelación, por ejemplo, el carácter ecuménico de un concilio; b) la compatibilidad o incompatibilidad de opiniones publicadas con la verdad revelada: un autor podría tratar de rehuir la condena diciendo que él pretendía decir otra cosa, en cuyo caso el magisterio estaría en condiciones de afirmar, incluso infaliblemente: «El significado objetivo de esta afirmación es herético». Rechazar los objetos secundarios de la infalibilidad sería ir en contra de la doctrina católica, pero no incurrir en el anatema del Vaticano I.

[Con ocasión de la mencionada Ad tuendam fidem del 18 de mayo de 1998 se ha precisado también esta cuestión. En efecto, en el comentario de la CDF sitúa la enseñanza sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres como una enseñanza «definitiva, en cuanto fundada en la palabra de Dios escrita, constantemente conservada y aplicada por la Tradición de la Iglesia, (que) ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal» De esta forma se responde a la pregunta que se hacía A. Antón en 1994 al observar que «no pocos teólogos hallan muy difícil el distinguir entre una doctrina propuesta definitiva, que no sea al mismo tiempo infalible».]

Se discute sobre si determinadas normas de la ley natural pueden ser o no objeto de enseñanza infalible. SuIlivan representa una opinión ampliamente aceptada: aun manteniendo que los principios básicos de la ley natural pueden ser enseñados infaliblemente, disiente de los que parecen defender en la práctica el que puedan definirse normas particulares. La importancia de la cuestión radica en que afecta a la encíclica Humanae vitae de Pablo VI, sobre la regulación de los nacimientos. Algunos teólogos afirman que el carácter pecaminoso de la anticoncepción lo han enseñado los papas y el magisterio ordinario de los obispos a lo largo y ancho del mundo de modo que ha de considerarse doctrina infalible. A pesar de ser una enseñanza constantemente repetida por Juan Pablo II, tanto en Roma como en sus viajes pastorales, parece que la >recepción que cabría esperar de una doctrina infalible todavía no se ha producido.

No debería confundirse lo que es verdad con lo que es infalible: hay muchas enseñanzas verdaderas en la Iglesia que no cumplen las condiciones de la infalibilidad. Tendría realmente una fe muy pobre el que se limitara a creer lo que ha sido enseñado infaliblemente: la liturgia proclama constantemente verdades que no han sido enseñadas infaliblemente; importantes enseñanzas papales en encíclicas y exhortaciones no caen dentro del ámbito de la infalibilidad.

No obstante, existe el peligro real de lo que se ha llamado creeping infallibility, una «infalibilidad sigilosa e invasora». Aunque todo el mundo admite que las condiciones de la infalibilidad papal son extremadamente rigurosas y exactas, puede haber un acercamiento al magisterio ordinario que exija un tipo de asentimiento propio solamente de la enseñanza infalible (>Magisterio, >Disenso).

En su controvertido libro ¿Infalible? Una pregunta, H. Küng afirmaba que en el caso de la anticoncepción se cumplían las condiciones para la infalibilidad del magisterio ordinario, pero como él pensaba que este y la enseñanza de Pablo VI estaban equivocados, se dedicaba a atacar el núcleo mismo de toda la doctrina de la infalibilidad. Aunque ha tenido defensores —si bien con reservas— y adversarios, el verdadero servicio que ha hecho a la comprensión de la infalibilidad han sido pocos los que lo han puesto de manifiesto, muy en particular el desapasionado diálogo de P. Chirico con él. Concretamente Küng ha hecho muy difícil seguir manteniendo un planteamiento simplista de manual, según el cual la infalibilidad se daría al cumplirse cuatro condiciones: pastor y maestro de todos los creyentes; uso de la autoridad suprema; definición de una doctrina relativa a la fe o la moral; enseñanza vinculante. Si el papa quiere luego decidir una cuestión definitivamente y parece cumplir estos requisitos, se consideraría que enseña infaliblemente. Pero hay multitud de ejemplos de casos en que parecían cumplirse todas estas condiciones y sin embargo la Iglesia no se ha inclinado ante estas decisiones como ejercicios de infalibilidad.

Esto ha llevado a los teólogos a mirar una vez más a la insistencia ortodoxa en la >recepción. Hacer de la recepción la causa o la fuente de la infalibilidad sería galicanismo e iría en contra del Vaticano I. Otra cosa muy distinta sería decir que la recepción puede ser la única prueba conclusiva de que se ha propuesto realmente una doctrina infalible.

Nunca se ha hecho una lista oficial de enseñanzas pontificias infalibles. Los ejemplos entresacados de los teólogos por F. Dublanchy en 1927, antes por tanto de la proclamación de la asunción en 1950, colocan probablemente el tope máximo en trece, muchos de los cuales no serían considerados infalibles por los teólogos influyentes hoy en día. Por debajo encontraríamos la afirmación de que ninguna declaración papal responde exactamente a la situación descrita por el relator oficial, V. Gasser, en el Vaticano I: según él, la infalibilidad papal sería necesaria cuando hubiera divisiones, escándalos y peligro para la unidad de la Iglesia, condiciones que no se cumplían en el caso de los dogmas marianos. No obstante, la mayoría de los teólogos aceptarían la definición de la inmaculada concepción (1854) y de la asunción (1950) como ejercicios de autoridad doctrinal infalible, quizá junto con otras declaraciones del pasado, como el Tomo de >León, [a las que el historiador K. Schatz en un estudio de 1985 añade: la decisión del papa Agatón sobre las dos voluntades en Cristo, aceptada por el III concilio de Constantinopla; la Benedictus Deus de Benedicto XII sobre la visión beatífica; la condena de cinco proposiciones de Jansenio como heréticas, por Inocencio X, y la condena de siete proposiciones jansenistas del Sínodo de Pistoya como heréticas, por Pío VI.]

El número de declaraciones pontificias infalibles es en cualquier caso extremadamente reducido. A algunos puede parecerles algo irónico el que el magisterio hasta el día de hoy haya dejado en manos de los teólogos el establecer qué doctrinas han sido enseñadas de hecho infaliblemente. En 1996, F. A. Sullivan hizo un repaso de todas las enseñanzas de la Iglesia que pueden ser infalibles [y de la lista propuesta por K. Schatz excluye las dos referidas al jansenismo, que las considera como ejemplos de magisterio ordinario no definitivo del papa. A su vez analiza el valor de los documentos tanto pontificios como conciliares, con especial énfasis en el Vaticano II.

Sobre este concilio recuerda la notificación dada tanto a la LG (6 de marzo de 1964) como a la DV (15 de noviembre de 1965), donde se afirma que la calificación teológica «se deduce, o de la materia tratada, o de la manera de expresarse, según las normas de la interpretación teológica». De hecho, Pablo VI afirmó que el concilio «propone sobre muchas cuestiones su doctrina con autoridad, y los hombres de hoy están obligados a adecuar su conciencia y su acción a la norma de esta» (7 de diciembre de 1965). Ya en clave de «interpretación teológica», Sullivan subraya dos fórmulas significativas:

La primera, «el concilio enseña (docet)»: a) «que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación» (LG 14); b) «que por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles» (LG 20); c) «que por la consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del orden» (LG 21); a las que se puede añadir la confirmación de la doctrina del Vaticano I en LG 18, y la referencia al valor del culto a María en LG 67.

Y la segunda, «Creemos»: a) «que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único Colegio apostólico presidido por Pedro» (UR 3); b) «que aquella unidad de una sola y única Iglesia... subsiste indefectible en la Iglesia católica» (UR 4)»

A estas podemos añadir afirmaciones análogas como la fórmula «profesar (confitetur)»: «que el hombre puede conocer ciertamente a Dios con la razón natural». El texto posterior recoge la doctrina del Vaticano I introducida con el verbo «enseñar», (docet) (DV 6), así como la más frecuente: «sostener (tenetur)»: 1) «que los cuatro Evangelios son de origen apostólico» (DV 18); 2) «que los Evangelios, cuya historicidad afirma(affirmat), narran fielmente lo que Jesús... hizo y enseñó» (DV 19); 3) «que el reconocimiento de Dios no se opone a la dignidad del hombre... y enseña (docet) que la esperanza escatológica no disminuye la importancia de las tareas terrenas» (GS 21); 4) «que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (GS 22)].