INDULGENCIAS
DicEc
 

Una indulgencia es la remisión de la pena temporal debida al pecado en virtud de los méritos infinitos de Cristo, junto con los méritos de los santos, de los que la Iglesia puede disponer por la >comunión de los santos. Su fundamento es pues la noción del tesoro de bienes y méritos de la Iglesia.

El origen de las indulgencias hay que buscarlo en la práctica de los >confesores y >mártires de dar un libellus —una carta pidiendo clemencia— a quienes tenían que someterse a una pena canónica como consecuencia de la inconstancia de su fe delante de la persecución (>Reconciliación). Otro estadio fue el aumento de la intercesión por los muertos. Un tercer estadio consistió en el desarrollo en la comprensión de la remisión de los pecados. Estas verdades dogmáticas se fueron haciendo poco a poco más claras. Con el bautismo se perdonan todos los pecados. Para los pecados cometidos después del bautismo estaba el sacramento de la reconciliación/penitencia. A este segundo sacramento estaba asociada la idea de la penitencia personal junto con la conversión. Las prácticas penitenciales tuvieron con el tiempo la finalidad de cancelar todo remanente de castigo o pena debidos al pecado, todo residuo de afectos o deseos desordenados. Se consideraba que el poder de las llaves se extendía también a este remanente, y la Iglesia apelaba a los méritos de Cristo y de los santos, especialmente de María, para conducir al pecador a la plena integridad espiritual.

En la Edad media las indulgencias se vincularon a diversas prácticas, como ir a las >cruzadas. Por hacer esto había indulgencia plenaria, es decir, la cancelación íntegra de la expiación debida por el remanente del pecado. Las indulgencias se consideraban transferibles a los difuntos, pero sólo a modo de intercesión: como ofrenda a Dios, no había garantía de que la persona en cuestión quedaría como resultado libre del purgatorio.

La escolástica desarrolló la teoría de las indulgencias; santo Tomás, por ejemplo, escribió bastante sobre ellas en sus primeras obras, y tuvo también que ocuparse de ellas en cuestiones disputadas durante su carrera como profesor.

Un hito importante en el desarrollo de las indulgencias fue la bula de jubileo de Clemente VI. El jubileo, con indulgencia plenaria vinculada a la peregrinación a Roma, lo había decretado Bonifacio VIII para que tuviera lugar cada cien años, a partir del 1300. Clemente decidió que debía celebrarse cada cincuenta años, a partir del 1350. En su bula exponía la teología escolástica de las indulgencias: los méritos de Cristo son superabundantes; a sus méritos se añaden los de los santos; este tesoro está en manos de la Iglesia. El creciente interés por las indulgencias en la Edad media tardía condujo a muchos abusos, incluyendo lo que parecía ser la venta de indulgencias: eran dispensadas por un «perdonador» profesional a cambio de una limosna. Como es bien sabido, dicha práctica fue la chispa que desencadenó la Reforma. Hubo intentos de reforma ya desde el concilio de Trento, el cual expuso la doctrina católica (Sesión 25a) y pidió que se evitara toda asociación del dinero con las indulgencias (Sesión 2I).

El tema de las indulgencias se discutió en el Vaticano II, pero la reforma tuvo que esperar hasta la constitución apostólica de Pablo VI de 1967. El papa exponía con algún detalle la doctrina de las indulgencias anteriormente esbozada y afirmaba: «Al conceder una indulgencia, la Iglesia usa su potestad como ministra de la redención de Cristo. No sólo ora. Interviene con su autoridad para dispensar a los fieles, siempre que estos estén en las debidas disposiciones, el tesoro de satisfacción que Cristo y los santos han acumulado para la remisión de la pena temporal» (n 8). Las indulgencias, lejos de ser algo que se consigue por méritos propios, son un don que se recibe por los méritos de Cristo siempre que se cumplan determinados requisitos. Las indulgencias estrechan nuestros vínculos con toda la Iglesia (nn 9-10).

El documento del papa reducía además drásticamente el número de indulgencias plenarias: la indulgencia plenaria puede obtenerse sólo una vez al día, y requiere confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del papa (un padrenuestro y una avemaría). Aunque una confesión puede bastar para varias indulgencias plenarias, ha de comulgarse una vez por cada una de ellas. Además, «es necesario estar libre de vinculación a cualquier tipo de pecado, incluso venial» (nn 6-9). Esta última condición hace extremadamente difícil conseguir una indulgencia plenaria, y da mayor relieve a su significado. Una indulgencia plenaria de sumo valor es la que puede conseguirse en el momento de la muerte, incluso en ausencia de un sacerdote que imparta el «perdón apostólico», siempre que la persona haya adquirido el hábito de recitar algunas oraciones durante su vida (normas 18). Una dimensión importante de las indulgencias es la del >purgatorio. Los que se encuentran en este estado, purificándose o sanándose, pueden ver atenuado su sufrimiento por la oración de la Iglesia, y por las indulgencias ganadas para los difuntos por los vivos que se las ofrecen a Dios «a modo de sufragio» (n 10 y norma 3). Las indulgencias parciales no se indican ya en «días» o «años» (norma 4); es el amor de la persona que realiza el acto y el valor del acto mismo lo que determina la indulgencia parcial (n 12). El manual de indulgencias de la Iglesia está por actualizar. La doctrina de Pablo VI se ha recogido en el nuevo Catecismo (1471-1479) y se ha especificado en el derecho (CIC 992-997).

Dado el papel que jugaron las indulgencias en la Reforma, y que todavía tienen para las Iglesias que se derivaron de ella, es importante presentar una teología esmerada de las indulgencias, una teología que no dé la impresión de poner el acento en el carácter casi comercial de las obras, en lugar de subrayar el papel de la gracia, mediada por la Iglesia y recibida por la fe. En el asunto de las indulgencias es necesario insistir en la disposición de contrición, amor y fe, con el fin de evitar la impresión de un «favor automático» dispensado por las autoridades de la Iglesia. Es dentro de esta comprensión donde quiso situarse la bula Incarnationis mysterium del 29 de noviembre de 1998 que anunciaba el año jubilar 2000.