EREMITAS
DicEc
 

Los eremitas (del griego erémos = solitario), llamados también anacoretas (del griego anachórétés = apartado), empezaron a aparecer en Egipto y en otros lugares de la cuenca mediterránea a partir del siglo III. >Egeria encontró muchos de ellos, hombres y mujeres, durante sus viajes, desde el Sinaí hasta la actual Palestina. Un eremita arquetípico fue san Antonio (251-356), que fue también en cierto sentido un fundador monástico. Particular importancia tuvieron los padres del desierto, muchos de los cuales fueron eremitas. Dejaron una rica herencia de sabiduría espiritual, conocida como Apotegmas o Dichos de los padres, consistentes en breves historias llenas de doctrina e instrucciones.

Los eremitas dejaban el mundo para buscar a Dios y al mismo tiempo para servir al mundo al nivel de sus necesidades más profundas. Aunque a partir de la vida eremítica se desarrollaría luego el monaquismo, los eremitas nunca estuvieron enteramente ausentes de la historia de la Iglesia, con un especial florecimiento de vocaciones durante los siglos X y XI en Europa y un particular apogeo de las ermitas, tanto para hombres como para mujeres (Richard Rolle, Julián de Norwich), en Inglaterra durante el siglo XIV. Después de la II Guerra mundial hubo un renovado interés por la vida solitaria.

El Vaticano II menciona a los eremitas en un texto referido implícitamente a la vida eremítica: la vida en soledad (LG 43; PC 1).

El Código sitúa el único canon sobre los eremitas dentro de los dedicados a la >vida consagrada. No se refiere este á los que, sin dejar de ser religiosos y bajo la dirección de sus superiores, viven una vida eremítica aparte de la comunidad (práctica reconocida desde los tiempos de san Benito). Describe primero la vida eremítica, para luego establecer normas: «La Iglesia reconoce la vida eremítica o anacorética, en la cual los fieles, con un apartamiento más estricto del mundo, el silencio de la soledad, la oración asidua y la penitencia, dedican su vida a la alabanza de Dios y salvación del mundo. Un ermitaño es reconocido por el derecho como entregado a Dios dentro de la vida consagrada, si profesa públicamente los tres consejos evangélicos, corroborados mediante voto u otro vínculo sagrado, en manos del obispo diocesano, y sigue su forma propia de vida bajo la dirección de este» (CIC 603). El lenguaje usado por el Código recuerda el parágrafo sobre los contemplativos de PC 7. La Iglesia oriental tiene su propia legislación en relación con los eremitas (CCEO 481-485).

En la Iglesia latina las disposiciones canónicas en torno a la vida eremítica son recientes. La principal responsabilidad legal recae en el obispo diocesano. Hay muchas cuestiones importantes que varían de un país a otro y de una cultura a otra: la madurez y la salud físicas y psicológicas, la formación, el seguro médico, la financiación, el discernimiento, la dirección espiritual, la seguridad física y la disposición de las estructuras necesarias para el sostenimiento de esta vocación única.

El lugar de un eremita moderno puede estar en un lugar apartado o en la soledad de una ciudad moderna. La Iglesia tiene todavía mucho que aprender sobre esta vocación que el Espíritu ha revivido en su seno.