CONFERENCIAS EPISCOPALES
DicEc
 

Desde mediados del siglo XVI aparecen encuentros y conferencias de obispos en Francia y en otros lugares, probablemente para evitar las restricciones que rodeaban la celebración de los >concilios. El número de conferencias aumentó en los siglos XIX y XX. El Código de 1917 concedía un reducido papel a los encuentros (conventus) de obispos (cáns. 292, 1507, 1909). Aunque en su mayor parte se circunscriben a los territorios nacionales, existen también conferencias que reúnen a obispos de zonas más amplias, muy particularmente la CELAM (1955), la Conferencia Latinoamericana.

A la vista de la historia positiva de las conferencias, los obispos reunidos en el Vaticano II vieron la necesidad de crear cuerpos territoriales (SC 22, UR 8) y decretaron el establecimiento de conferencias (CD 37-38). Durante las discusiones conciliares predominaron dos cuestiones: la fundamentación teológica de las conferencias y su capacidad de tomar decisiones vinculantes. El concilio adoptó una actitud positiva, aunque cautelosa (CD 38,4). En 1966 apareció la primera legislación de las conferencias, y el Código de Derecho canónico trata de ellas en los cáns. 447-459, afirmando: «La conferencia episcopal, institución de carácter permanente, es la asamblea de los obispos de una nación o territorio determinado, que ejercen unidos algunas funciones pastorales respecto de los fieles de su territorio, para promover conforme a la norma del derechoel mayor bien que la Iglesia proporciona a los hombres, sobre todo mediante formas y modos de apostolado convenientemente acomodados a las peculiares circunstancias de tiempo y de lugar» (CIC 447). El texto del Código añade la restricción «algunas» al texto del Vaticano II, que dice: «ejercen unidos sus funciones pastorales» (CD 38), y la norma de que la conferencia sea una institución permanente, una persona jurídica. Mientras que el Vaticano II considera que las conferencias tienen, entre otras cosas, una misión misionera de proyección hacia el mundo (cf CD 36), el Código las considera fundamentalmente intraeclesiales.

Corresponde a la Santa Sede erigir o suprimir conferencias (CIC 448-449). La pertenencia a ellas está determinada por dos criterios principales: la pertenencia al colegio episcopal (o su equivalente legal) y la responsabilidad pastoral (CIC 450). Las conferencias tienen que tener estatutos, reuniones regulares (CIC 451-454) y estructuras permanentes adecuadas (CIC 457-458). Se aconsejan además las relaciones mutuas entre las conferencias (CIC 459).

La cuestión más polémica es la relativa a los decretos de las conferencias y su fuerza vinculante. Hay, en primer lugar, 82 materias que según el Derecho canónico son objeto de la acción de las conferencias episcopales.

En segundo lugar, hay casos que la Santa Sede puede poner en manos de las conferencias, o para los cuales una conferencia puede solicitar mandato. En ambos casos debe haber una mayoría de dos tercios de los miembros de la conferencia, tanto si estánpresentes como si no. En otros decretos cada obispo tiene que dar su consentimiento para que el acto de la conferencia sea vinculante (CIC 455). Los decretos y actos de la conferencia. tienen que ser enviados a la Sede Apostólica para su examen y posible revisión (recognosci possint, CIC 456)..La historia ha mostrado que en el caso de los concilios y sínodos provinciales (CIC 446) han sido frecuentes por parte de la Santa Sede las revisiones sustantivas y los añadidos a lo decretado a nivel local.

En la actualidad hay en la Iglesia dos actitudes distintas ante las conferencias episcopales. La primera está representada, entre otros, por los últimos escritos del cardenal J. Ratzinger, el cardenal H. de Lubac8 y el documento de trabajo elaborado por el Vaticano en 1988 sobre las conferencias episcopales. Estos insisten en la naturaleza esencialmente pragmática de las conferencias episcopales: no son de derecho divino (>Ius divinum); en el mejor de los casos, sólo de manera análoga se puede decir que son un ejercicio de la colegialidad; conllevan el riesgo de desprestigiar el deber que tienen los obispos individualmente de enseñar en su diócesis, o de hacer que los obispos se parapeten detrás de la institución burocrática de la conferencia y se evadan de sus deberes; por otro lado, pueden ser motivo de aliento para el nacionalismo, minando así las bases de la >comunión que es la Iglesia; no existe ningún cuerpo intermediario, teológicamente justificado, entre el obispo local y la sede de Pedro; el número excesivo de conferencias episcopales puede conducir a un testimonio contradictorio y fragmentario ante el mundo. Este punto de vista particular insiste con especial fuerza en que el papel de las conferencias no es de enseñanza o magisterial, sino sólo pastoral.

Pero hay otra posición enérgicamente representada en el Coloquio de Salamanca de 1988: las conferencias episcopales están en continuidad con los concilios provinciales y regionales en la historia de la Iglesia; las categorías de ius divinum y de derecho meramente eclesiástico no son enteramente adecuadas de cara al apuntalamiento (o rechazo) de las conferencias episcopales, porque de otro modo corremos el riesgo de impugnar importantes concilios del pasado; las conferencias episcopales son expresión verdadera, aunque parcial, de la colegialidad; su fundamentación teológica hay que buscarla en el hecho de que el episcopado es un orden sagrado y, en cuanto tal, está orientado hacia Dios y hacia la Iglesia y el mundo; constituyen un cuerpo orgánico marcado por la solidaridad entre sus miembros en el desempeño de sus funciones sagradas; son una manifestación de la solicitud por todas las Iglesias, que es uno de los rasgos esenciales del colegio episcopal.

La cuestión de la potestad magisterial de las conferencias episcopales sólo se convirtió en una cuestión candente a mediados de la década de 1980. Los argumentos en contra de los autores anteriormente citados no parecen apodícticos, y hay una importante corriente de opinión entre prestigiosos eclesiólogos y canonistas que atribuye al menos una función magisterial limitada a las conferencias episcopales. Sus argumentaciones no se mueven directamente en el sentido de la colegialidad (>Colegialidad episcopal), lo cual exigiría que los obispos enseñaran en unión con el papa, la cabeza del colegio episcopal. Es legítimo, sin embargo, hablar de colegialidad parcial (cf «espíritu colegial», collegialis affectus, LG 23). Argumentan a partir de los debates del Vaticano II y de los documentos promulgados (CD 38 interpretado por CD 11), del sínodo de obispos de 1969, y de los cánones 447, 753 y 838 § 3 del Código de 1983. La fundamentación teológica se apoya más bien en las implicaciones del hecho de que la Iglesia sea una comunión y de que tenga la obligación de adaptarse a los distintos lugares y modos que a veces están fuera del alcance de los obispos locales solos; adaptaciones que pueden no ser apropiadas para un edicto general procedente de Roma. Muchos señalan la equivalencia básica de hecho entre las conferencias episcopales modernas y los concilios y sínodos particulares o provinciales desde los tiempos primitivos hasta la época de la Reforma.

Si las conferencias episcopales tienen una función doctrinal magisterial, surge espontáneamente la cuestión del asentimiento. A esta se añaden otras cuestiones relativas a la naturaleza de dicha enseñanza: ¿se trata de una mera repetición de lo que enseñan el magisterio universal o pontificio?, ¿puede orientar en áreas nuevas o difíciles?; y, si es así, ¿se trata de una orientación provisional o definitiva?, ¿puede llamar la atención de los católicos sobre cuestiones sociales en las que cabe la diversidad de opiniones prácticas? Es la naturaleza del documento la que ha de determinar la obligación al asentimiento, en caso de haberla.

Durante el concilio e inmediatamente después, los obispos y los teólogos, así como los >sínodos de obispos de 1969 y de 1985, recibieron bien la nueva situación de las conferencias episcopales. Luego se ha producido un desarrollo con una saludable tensión entre las conferencias y los obispos locales, y entre las conferencias y la Santa Sede. Si estos elementos se mantienen en tensión, el nuevo fenómeno, enraizado en los antiguos concilios y sínodos, constituirá una experiencia valiosa para la Iglesia, abierta quizá a formas y desarrollos que no es posible prever. El espíritu colegial encuentra aplicación concreta en las conferencias episcopales (cf LG 23). Nadie puede dudar de su utilidad pastoral, y menos aún de su necesidad en la situación actual. La Iglesia en su conjunto sería más pobre sin los documentos de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), aprobados por la Conferencia Episcopal Latinoamericana, y sin otros documentos publicados por diversas jerarquías.

[El Motu Proprio Apostolos suos de 1998 representa un importante punto de referencia reciente sobre este tema. En él se reafirman algunos puntos claves: las conferencias episcopales se sitúan en el horizonte de la comunión y unidad eclesial; son aplicación dinámica del principio de colegialidad; su actividad es una forma parcial de colegialidad episcopal y realizan una ayuda subsidiaria de los obispos que la componen. Por otro lado se dan cuatro normas complementarias sobre su actividad docente: la necesidad de la unanimidad, o encaso de serlo sólo por dos tercios deben ser sometidas a la recognitio de la Sede Apostólica; sólo la conferencia reunida en sesión plenaria es sujeto habilitado para emitir declaraciones doctrinales; otro tipo de declaraciones deben ser autorizadas por el consejo permanente de la conferencia y los estatutos de las conferencias deben ser revisados de acuerdo con estas normas y ser sometidos a recognitio. Aunque «desde el punto de vista teológico-eclesiológico no ofrece novedades de relieve con respecto al estatus teológico de las conferencias episcopales».]