CARISMA
DicEc
 

La palabra carisma y su función dieron lugar a un enfrentamiento de posturas en el segundo período de sesiones del Vaticano II. El cardenal E. Ruffini objetó contra el énfasis puesto en el carisma en la Constitución sobre la Iglesia. Mantuvo una postura, denominada «dispensacionalista», según la cual el carisma, aunque difundido en la Iglesia primitiva, cesó tras los primeros siglos para quedar reservado a casos y personas excepcionales. La concepción opuesta era la manifestada por el cardenal L. J. Suenens en un discurso notable pronunciado el 22 de octubre de 1963. Su concepción de que el carisma pertenecía a la naturaleza de la Iglesia era reflejo de importantes escritos de la década de 1950; esta concepción acabó imponiéndose en el concilio. La enseñanza del concilio reclama una cuidadosa relectura de los datos del Nuevo Testamento.

La palabra «carisma» (en griego charisma, plural charismata) deriva de la palabra griega charis, que significa «gracia». Su significación exacta se desprende en cada caso del contexto. En Pablo puede significar el don fundamental de la redención y la vida eterna (por ejemplo, Rom 5,15-16) o dones particulares como los concedidos al pueblo de Israel (Rom 11,29). El uso paulino específico es en plural y se refiere principalmente a los dones conferidos dentro del cuerpo o comunidad. En lPe 4,10-11 los distintos dones se dividen en dos grupos: dones de palabra y dones de servicio. Ambos deben usarse en beneficio de los demás y para gloria de Dios. Está supuesta además la idea de que cada persona ha recibido un don, presuposición que aparece también en Pablo (cf ICor 7,7; 12,7.11). Pablo se muestra extremadamente positivo respecto de los carismas, a pesar de la confusión y desorden que estos ocasionan en Corinto (lCor 12-14): «Aspirad a los dones espirituales» (pneumatika, ICor 14,1).

Hay cuatro listas de carismas en el Nuevo Testamento. La Iglesia de Corinto estaba particularmente favorecida por ellos (lCor 1,4-7; cf lCor 12,4-11; lCor 12,27-30). Antes de visitar Roma (Rom 1,10-13; 15,24. 32), Pablo había oído hablar de los dones carismáticos de esta Iglesia, o esperaba encontrarlos en ella (Rom 12,4-8). Finalmente, hay también una lista en Ef 4,11-13. El contexto de estos carismas es el «cuerpo», que es enriquecido por su diversidad. Su finalidad es el «beneficio» (pros to sumpheron, ICor 12,7; cf 14,12), es decir, la edificación de la comunidad. No hay ninguna razón para pensar que el Nuevo Testamento presente en ninguna parte una lista exhaustiva de los carismas; Pablo habla de los carismas que existen de hecho en Corinto y de los que espera encontrar en Roma. Tampoco se establece un orden de valoración entre los carismas, aunque se hacen algunas indicaciones sobre su importancia relativa: los apóstoles y los profetas aparecen en primer lugar; la profecía está por encima del don de lenguas, que viene después (cf 1Cor 12,10.28 con 14,1-5). No siempre está claro en las listas del Nuevo Testamento dónde está hablando el autor de un oficio eclesial con su don correspondiente y dónde se trata de una mera referencia al don. El amor no se enumera entre los dones; es «un camino más excelente», en el cual los carismas encuentran su sentido (lCor 12,31—13,10). Como muestra la experiencia de la Iglesia en Corinto, la posesión de carisma no garantiza la santidad personal. Los portadores de carisma (pneumatikoi, lCor 3,1-3; 14,37) y la comunidad carismática en su conjunto dan allí amplias pruebas de su condición pecadora y frágil. Por otro lado, en la época de Mateo (ca. 85) a algunos portadores de poderosos carismas se les advierte que su conducta personal puede colocarlos fuera del reino escatológico (Mt 7,21-23). En Marcos la presencia de carisma se asocia a la fe (pisteusasin, 16,17). El don se da a los que creen y ha de usarse en la fe; las personas indignas moralmente pueden también ejercer dones auténticos. Aunque san Pablo habla de un carisma de discernimiento (lCor 12,10, diakriseis pneumatón), pronto encontramos, por ejemplo en la >Didaché, un discernimiento de los dones, en particular la profecía, basado en gran medida en la conducta de sus detentadores.

Los carismas aparecen también en el período posterior al Nuevo Testamento. La Didaché establece normas para los apóstoles y los profetas. El único carisma mencionado por >Ignacio de Antioquía es el de una profecía pronunciada por él mismo. Los habitantes de Esmirna recuerdan a Policarpo como un maestro apostólico y profético. Varios escritores antiguos hablan del «espíritu profético» refiriéndose al Espíritu Santo, que inspiró tanto a los profetas del Antiguo como a los del Nuevo Testamento. La primera parte, perdida, de la >Tradición apostólica, del siglo III, era un tratado sobre los carismas. La idea de un carisma de oficio (Amtscharisma) aparece de modo incipiente en esta obra, pero serán Cipriano, Firmiliano y otros quienes la desarrollen. Ireneo conocía carismas al modo de los que aparecen en el Nuevo Testamento, especialmente los de profecía y curación Usa las palabras charisma, charis y dórea para designar todo don de la gracia divina, incluido el mismo Espíritu Santo. Insiste en el vínculo vital existente entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Los charismata del Espíritu están situados en la Iglesia y sólo se encuentran en su seno. Orígenes encontraba sólo vestigios (ichné) de los carismas del Nuevo Testamento.

Pero poco a poco los carismas fueron declinando: el montanismo hizo a la Iglesia precavida ante los fenómenos extraordinarios; el episcopado se hizo más fuerte y asumió la mayoría de las iniciativas de la vida de la Iglesia. En tiempos de Agustín los carismas tenían poco relieve. En una obra temprana observaba que el Espíritu Santo ya no se hacía visible en el momento de la >imposición de manos; interpretaba además el don de lenguas como el gran número de lenguas habladas de hecho en la Iglesia, extendida a lo largo y ancho del mundo. Pero en sus obras posteriores dice que ha oído hablar de numerosas curaciones en su región.

En la Edad media podemos considerar a santo Tomás de Aquino como una figura representativa. En De veritate, q.27 (1258-1259) distingue la gratia gratum faciens (la gracia que hace santo o gracia santificante) de la gratia gratis datum (la gracia dada libremente, es decir, para los demás). Dentro de esta última coloca los carismas. Trata de ellos en diferentes obras, tratando de poner en relación las enseñanzas de la Escritura con la Iglesia primitiva y con la Iglesia que él conocía; inevitablemente en este último caso su experiencia y, por consiguiente, su comprensión son limitadas, aunque no deja de haber en él profundas intuiciones y perspicaces observaciones.

La eclesiología institucional del período de la Reforma y de la pos-Reforma deja poco espacio a la reflexión sobre el carisma; se insiste principalmente en la autoridad y en la visibilidad de la Iglesia. El carisma pertenece más a la hagiografía que a la eclesiología. En el siglo XX, R. Sohm (1841-1917) consideró la Iglesia como un cuerpo puramente espiritual y carismático, y rechazó el derecho canónico como una renuncia al primitivo ideal del cristianismo. M. Weber (1864-1920) estudió el carisma primariamente desde el punto de vista sociológico, pero aplicó sus hallazgos también a la religión. La autoridad puede ser de tres tipos: tradicional, basada en el pasado; racional, basada en la necesidad de administración; carismática, basada en la inspiración de un líder. A medida que avanza el siglo, el carisma y la institución se consideran cada vez más en oposición. En la enseñanza de Pío XII hay dos referencias importantes al carisma: en la encíclica Mystici corporis (1943) y con ocasión de la canonización de Pío X, señala la tentación de ver en la Iglesia dos órdenes de actividad, la jerárquica y la carismática (a menudo llamada profética); ambos están previstos y ordenados por Cristo y ambos están igualmente configurados por el Espíritu Santo

En el Vaticano II se hacen algunas referencias generales al carisma: el Espíritu Santo instruye y dirige a la Iglesia a través de una diversidad de dones, tanto jerárquicos como carismáticos (LG 4; cf LG 7). El tema se aborda principalmente en LG 12: el Espíritu Santo santifica a la Iglesia aparte de los sacramentos, los ministerios y las virtudes, porque «también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, «distribuyendo a cada uno según quiere» (1 Cor 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1Cor 12,7)». El texto sigue hablando de los dones que son extraordinarios o más simples y más ampliamente difundidos, y añade: «El juicio de su autenticidad (de los carismas) y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf ITes 5,12.19-21)». Se llaman gracias «especiales» por el modo en que son dadas: directamente por el Espíritu Santo, y por su finalidad, que es el servicio de la Iglesiay del mundo. Mientras que los carismas en el Nuevo Testamento pueden describirse como «dones libres del Espíritu encaminados a la edificación de la Iglesia, el cuerpo de Cristo», en los documentos del concilio, de manera más amplia, el carisma puede describirse como «una capacidad libremente otorgada y una disposición para cierto tipo de servicios que contribuyen a la renovación y edificación de la Iglesia».

Hay otros dos textos sobre el carisma referidos particularmente a los laicos: «Examinando (los sacerdotes) si los espíritus son de Dios, descubran con sentido de fe, reconozcan con gozo y fomenten con diligencia los multiformes carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos» (PO 9). «Es la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, la que confiere a cada creyente el derecho y el deber de ejercitarlos para bien de la humanidad y edificación de la Iglesia en el seno de la propia Iglesia y en medio del mundo» (AA 3; cf AG 28). Los clérigos no han de considerar los carismas de los laicos como una amenaza, sino como un don para la Iglesia, que han de fomentar y servir.

En la revisión del Código de Derecho canónico estos textos están sorprendentemente ausentes de la lista de derechos y deberes de los fieles laicos (cc. 208-231), especialmente a la luz del documento de Juan Pablo II Sacrae disciplinae leges, que, al introducir el Código, afirma que este establece un orden para el ejercicio fructífero del amor, la gracia y los carismas. El carisma figura en los borradores de la ley hasta 1982, fecha en que es suprimido; se consideraque AA 3 está bien, pero no es jurídico, con lo cual el tema del carisma se queda en la Introducción del Código.

Desde el Vaticano II ha habido una literatura abundantísima sobre el carisma. Parte de esta literatura procede de la >renovación carismática y refleja el redescubrimiento en la vida de la Iglesia de los carismas enumerados en el Nuevo Testamento. Las >Iglesias pentecostales tienen una vasta experiencia de los carismas y han reflexionado mucho sobre su uso adecuado e inadecuado. Pero la discusión se ha centrado principalmente en la tensión existente entre carisma e institución u oficio. Esta tensión se encuentra ya en el Nuevo Testamento. En el primer libro del Nuevo Testamento (ca. 50) Pablo exhorta a los tesalonicenses a discernir entre los dones, pero también los anima a no ahogar el Espíritu ni rechazar la profecía (1Tes 5,19-21). Por otro lado, como alguien que tiene autoridad en la Iglesia de Corinto, establece criterios para el discernimiento y ordena el uso de los carismas en esta Iglesia (1Cor 14).

A principios del siglo XX R. Sohm concibió la Iglesia como primariamente carismática. Consideró los elementos institucionales, y especialmente el derecho, como profanos y antievangélicos, como una prueba de hecho de la corrupción del catolicismo (>Protocatolicismo). Aunque las posturas de Sohm rara vez se encuentran en nuestros días en todo su rigor, el problema planteado por él permanece subyacente en las eclesiologías que expresan claramente su preferencia por el modelo de Iglesia de Corinto frente a otros modelos, particularmente el de las epístolas pastorales.

Algunos autores, en su afán de salvaguardar y promover el papel del carisma, no dicen lo suficiente acerca del papel de la institución. Pero de hecho es mucho más común el defecto contrario: no se le concede al carisma su papel propio y pleno en la Iglesia, especialmente en el ámbito local. En algunas de las >teologías de la liberación y, en general, en las Iglesias, tanto las protestantes como la católica, existe la conciencia de este problema. Se plantean problemas tanto prácticos como teológicos. Hay en la práctica gran necesidad de conversión por parte de los pastores para poder aceptar y fomentar los dones carismáticos de los laicos (PO 9; AA 3) y reconocer su ministerio en la Iglesia. Incluso cuando los pastores tienen una visión clara de la cuestión existe el peligro de la clericalización de su actitud. Los laicos tampoco están libres de una mentalidad clerical cuando acuden a los pastores para que inicien, dirijan o aprueben su labor en áreas en las que ellos tienen la vocación, la competencia y los carismas adecuados. Es probable que la mayoría de los que no ponen un especial empeño en evitar la clericalización estén infectados de ella.

El problema teórico estriba en la relación entre carisma e institución. La solución reside en la afirmación vigorosa de que tanto la institución como el carisma proceden del mismo Espíritu Santo. De hecho, si no existe tensión entre el carisma y la institución, es que probablemente, o se ha suprimido el carisma, o no se concede a las instituciones de la Iglesia la oportunidad de desempeñar su función, procedente también del Espíritu. La Iglesia como institución tiene que ser naturalmente conservadora; en cuanto tal necesita del carisma y de la actividad del Espíritu Santo para vivificarla (AG 4). Por otro lado, los pastores tienen que discernir los carismas (LG 12; PO 9; AA 3). Pero, a su vez, los pastores necesitan del carisma para desempeñar su propia función. El carisma, conocido antes como «la gracia de oficio», es la garantía última de que la autoridad y la institución desempeñan una función salutífera en la Iglesia. La autoridad, por ejemplo, se da verdaderamente en la Iglesia, pero sólo el carisma asegura que esta se ejerce en general en el amor. Por último, hay que subrayar que la oposición inicial entre la autoridad de la Iglesia y un presunto carisma no significa que el carisma no sea auténtico, o que no sea obra del Espíritu Santo. La historia tiene muchas lecciones que darnos en esta materia: la Iglesia católica ignoró durante décadas el movimiento ecuménico; muchos santos y figuras heroicas del pasado pasaron su vida en la penumbra, o fueron activamente perseguidos, como san Juan de la Cruz, santa Juana de Arco, Newmann y algunos destacados teólogos de la década de 1950. El discernimiento mismo es un carisma, pero puede usarse mal. El único criterio definitivo es el proporcionado por las palabras del Señor: «Por sus obras los conoceréis» (Mt 7,20). Es posible que durante un período el poseedor de un carisma sea incomprendido y tenga que sufrir pacientemente. La tensión entre carisma e institución nunca se resolverá, sino que se mantendrá creativamente movida por el Espíritu, que es de quien proceden estos dos dones de la Iglesia.