VI CONFERENCIA

NO DEBEMOS JUZGAR AL PROJIMO

69. Hermanos, si recordamos bien los dichos de los santos Ancianos y los meditamos sin cesar, nos ser difícil pecar, nos ser difícil descuidarnos. Si como ellos nos dicen, no menospreciamos lo pequeño, aquello que juzgamos insignificante, no caeremos en faltas graves. Se lo repetiré siempre, por las cosas pequeñas, el preguntarse por ejemplo: ¿Qué es esto? ¿Qué es aquello?, nacer en el alma un hábito nocivo y nos pondremos a subestimar incluso las cosas importantes. ¿Se dan cuenta de qué pecado tan grande cometemos cuando juzgamos al prójimo? En efecto, ¿qué puede haber más grave? ¿Existe algo que Dios deteste más y ante lo cual se aparte con más horror?. Los Padres han dicho: "No existe nada peor que el juzgar" . Y sin embargo, es por aquellas cosas que llamamos de poca importancia por lo que llegamos a un mal tan grande. Si aceptamos cualquier leve sospecha sobre nuestro prójimo, comenzamos a pensar: " ¿Qué importancia tiene el escuchar lo que dice tal hermano? ¿Y si yo lo dijera también? ¿Qué importa si observo lo que este hermano o este extraño va a hacer? ". Y el espíritu comienza a olvidarse de sus propios pecados y a ocuparse del prójimo. De ahí vienen los juicios, maledicencias y desprecios y finalmente caemos nosotros mismos en las faltas que condenamos. Cuando descuidamos nuestras propias miserias, cuando no lloramos nuestro propio muerto, según la expresión de los Padres, no podemos corregirnos en absoluto sino más bien nos ocupamos constantemente del prójimo.

Ahora bien, nada irrita más a Dios, nada despoja más al hombre y lo conduce al abandono, que el hecho de criticar al prójimo, de juzgarlo o maldecirlo.

70. Porque criticar, juzgar y despreciar son cosas diferentes. Criticar es decir de alguien: tal ha mentido o se ha encolerizado, o ha fornicado u otra cosa semejante. Se lo ha criticado, es decir, se ha hablado en contra suyo, se ha revelado su pecado, bajo el dominio de la pasión.

Juzgar es decir: tal es mentiroso, colérico o fornicador. Aquí juzgamos la disposición misma de su alma y nos pronunciamos sobre su vida entera al decir que es así y lo juzgamos como tal. Y es cosa grave. Porque una cosa es decir: se ha encolerizado, y otra: es colérico, pronunciándose así sobre su vida entera. Juzgar sobrepasa en gravedad todo pecado, a tal punto que Cristo mismo ha dicho: Hipócrita, s cate primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver claro para sacar la paja del ojo de tu hermano (Lc 6, 42).

Ha comparado la falta del prójimo a una paja, y el juzgar, a una viga; así de grave es juzgar, más grave quizá que cualquier otro pecado que podamos cometer. El fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus buenas acciones no mentía, decía la verdad; no es por eso por lo que fue condenado. En efecto, debemos agradecer a Dios por cualquier bien que podamos realizar, puesto que lo hacemos con su asistencia y su ayuda. Luego, no fue condenado por haber dicho: No soy como los otros hombres (Lc 18, 11). No, fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, agregó: ni como ese publicano. Entonces fue gravemente culpable, porque juzgaba a la persona misma de ese publicano, la disposición misma de su alma, en una palabra su vida entera. Y así el publicano se alejó justificado, mientras que él no.

71. No existe nada más grave, más enojoso, lo vuelvo a repetir, que juzgar o despreciar al prójimo. ¿Por qué más bien no nos juzgamos a nosotros mismos, ya que conocemos nuestros defectos, de los cuales deberemos rendir cuenta a Dios? ¿Por qué usurpar el juicio de Dios? ¿Cómo nos permitimos exigir a su creatura? ¿No deberíamos temblar oyendo lo que le sucedió a aquel gran Anciano, que al enterarse de que un hermano había caído en fornicación dijo de él: " ¡Oh! ¡Qué mal ha cometido!"? ¿No conocen la temible historia que refiere al respecto el libro de los Ancianos ? Un santo ángel llevó ante él el alma del culpable y le dijo: "Aquel que juzgaste ha muerto. ¿Dónde quieres que lo conduzca: al reino o al suplicio?" ¿Qué hay más terrible que esta responsabilidad? Porque las palabras del ángel al Anciano no quieren decir otra cosa que: "Puesto que eres tú el juez de justos y pecadores, dame tus órdenes con respecto a esta pobre alma. ¿La perdonas? ¿Quieres castigarla?" Así, este santo anciano, trastornado, pasó el resto de sus días entre gemidos, lágrimas y mil penas, suplicando a Dios le perdonara ese pecado Y esto después de haberse prosternado a los pies del ángel y de haber recibido su perdón. Porque la palabra del ángel: "Así Dios te ha mostrado cuán grave es el juzgar, no lo hagas más", significaba su perdón. Sin embargo el alma del Anciano no quiso ser consolada de su pena hasta su muerte.

72. ¿Por qué, entonces, queremos nosotros exigir algo del prójimo? ¿por qué querer cargarnos con el fardo de otro? Nosotros, hermanos, ya tenemos de qué preocuparnos. Que cada uno piense en sí mismo y en sus propias miserias. Sólo a Dios corresponde justificar o condenar, a él que conoce el estado de cada uno, sus fuerzas, su comportamiento, sus dones, su temperamento, sus particularidades, y juzgar de acuerdo a cada uno de estos elementos que sólo él conoce. Dios juzga en forma diferente a un obispo, a un príncipe, a un anciano y a un joven, a un superior y a un discípulo, a un enfermo y a un hombre de buena salud. Y ¿quién podrá emitir esos juicios sino aquel que todo lo ha hecho, todo lo ha formado, y todo lo sabe?

73. Recuerdo haber oído relatar el hecho siguiente: un navío cargado de esclavos echó el ancla en una ciudad donde vivía una virgen piadosa, muy preocupada por su salvación. Esta se alegró cuando supo de la llegada del barco, porque deseaba comprar una pequeña esclava. Pensaba: "La educaré como conviene, de tal forma que ignore absolutamente la malicia de este mundo". Hizo venir al patrón del barco que tenía justamente dos niñitas como ella quería. Enseguida pagó el precio y con alegría se llevó una de las pequeñas a su casa. Apenas se había alejado la piadosa mujer, una miserable comediante salió al encuentro del patrón y viendo a la otra niña que lo acompañaba quiso comprarla. Se entendieron por el precio, pagó y se fue, llevándose consigo a la niña.

¡Vean, hermanos, el misterio de Dios, vean sus juicios! ¿Quién podrá explicarlo? La piadosa virgen que tomó esa pequeña la crió en el temor de Dios, la formó en las buenas obras, le enseñó todo sobre la vida monásticas en una palabra, le hizo conocer el buen aroma de los santos mandamientos de Dios.

La Comediante, por el contrario, tomó a la desdichada para hacer de ella un instrumento del diablo. ¿Qué otra cosa podría enseñarle, esa arpía, más que la perdición de su alma? ¿Qué podríamos decir nosotros de este horroroso reparto? Las dos eran pequeñas, las dos fueron llevadas para ser vendidas sin saber adónde iban. Y he aquí que una de ellas se encontró en las manos de Dios y la otra en las del diablo. ¿Podríamos decir que Dios pedirá a esta lo mismo que a aquella? ¿Cómo podría hacerlo? Y si las dos cayeran en la fornicación o en otro pecado, aunque la falta fuera idéntica, ¿podríamos decir que las dos recibir n el mismo juicio? ¿Cómo admitirlo? Una de ellas ha sido instruida sobre el juicio y el Reino de Dios y ha puesto en práctica día y noche las palabras divinas, mientras que la otra desdichada no ha visto ni oído nada bueno sino al contrario, todas las ignominias del diablo. ¿Ser posible que ambas sean juzgadas con el mismo rigor?.

74. En consecuencia el hombre no puede conocer nada de los juicios de Dios. Sólo Dios puede comprender todo y juzgar los asuntos de cada uno según su ciencia única. En realidad ocurre que un hermano hace en la simplicidad de su corazón un acto que complace a Dios más que toda tu vida, y tú, ¿te eriges en juez suyo y dañas así tu alma? Si él llegara a caer, ¿cómo podrías saber cuántos combates ha librado y cuántas veces ha derramado su sangre antes de cometer el mal? Quizá su falta cuente ante Dios como una obra de justicia, porque Dios ve su pena y el tormento que ha soportado anteriormente; siente piedad de él y lo perdona. Dios tiene piedad de él y de ti, ¡tú lo condenas para tu perdición! Y ¿cómo podrías conocer todas las lágrimas que ha derramado sobre su falta en presencia de Dios? Tú has visto el pecado, pero no conoces el arrepentimiento.

A veces no solamente juzgamos sino que además despreciamos. En efecto, como ya lo he dicho, una cosa es juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando no contentos con juzgar al prójimo, lo execramos, le tenemos horror como a algo abominable, lo que es peor y mucho más funesto.

75. Aquellos que quieren ser salvados no se ocupan de los defectos del prójimo, sino siempre de sus propias faltas, y así progresan. Tal era aquel monje que viendo pecar a su hermano decía gimiendo: "¡Desdichado de mí! ¡Hoy él, y mañana seguramente seré yo!" ¡Vean qué prudencia! ¡Qué presencia de espíritu! ¿Cómo ha encontrado la forma de no juzgar a su hermano? Al decir: "¡Seguramente seré yo mañana!", se inspiró en el temor y la inquietud por el pecado que esperaba cometer y así evitó juzgar al prójimo. Pero no contento con esto se ha humillado por debajo de su hermano agregando: "El ha hecho penitencia por su falta, pero yo no la hago, ni llegaré a hacerla, seguramente no, porque no tengo voluntad para hacer penitencia".

Vean, hermanos, la luz de esta alma divina. No sólo ha podido abstenerse de juzgar al prójimo sino que se tiene por inferior a él. Y nosotros, miserables como somos, juzgamos a diestra y siniestra, sentimos aversión y desprecio cada vez que oímos o sospechamos cualquier cosa.

Lo peor es que, no contentos por el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos apresuramos a decir al primer hermano que encontramos: "Ha pasado esto y esto otro", y le hacemos mal también a él, echando el pecado en su corazón. No tememos a aquel que dijo: ¡Ay de aquel que haga tomar a su prójimo una bebida impura! (Ha 2, 15). Pero hacemos el trabajo del demonio y no nos preocupamos. Porque ¿qué puede hacer un demonio sino perturbar y dañar? Es así como colaboramos entonces con los demonios no sólo para nuestra perdición sino también para la del prójimo. Aquel que daña a un alma trabaja con los demonios y los ayuda, así como aquel que practica el bien trabaja con los ángeles santos.

76. ¿De dónde proviene esta desdicha sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos caridad acompañada de compasión y pena, no prestaríamos atención a los defectos del prójimo según la palabra: La caridad cubre una multitud de defectos (I Pe 4, 8) y La caridad no se detiene ante el mal, disculpa todo, etc. (I Co 13, 5-6).

Luego, si tuviéramos caridad, ella misma cubriría cualquier falta y seriamos como los santos cuando ven los defectos de los hombres. Los santos ¿acaso son ciegos por no ver los pecados? ¿Quién detesta más el pecado que los santos? Sin embargo no odian al pecador, no lo juzgan, no le rehuyen. Por el contrario, lo compadecen, lo exhortan, lo consuelan, lo cuidan como a un miembro enfermo: hacen todo para salvarlo. Vean a los pescadores: con su anzuelo echado al mar, han atrapado un gran pez y sienten que se agita y se debate, pero no lo sacan enseguida con gran esfuerzo, porque la línea se rompería y todo estaría perdido, sino que diestramente le aflojan el hilo y lo dejan ir por donde quiere. Cuando perciben que está agotado y que su afán mengua, comienzan a tirar poco a poco de la línea. De la misma manera los santos por la paciencia y la caridad atraen al hermano en lugar de rechazarlo lejos de sí con repugnancia. Cuando una madre tiene un hijo deforme no lo abandona horrorizada; sino que se afana en adornarlo y hacer todo lo posible para que sea agradable.

Es así como los santos protegen siempre al pecador, lo preparan, y lo toman a su cargo para corregirlo en el momento oportuno, para impedirle dañar a otro y también para que ellos mismos progresen más en la caridad de Cristo.

¿Qué hizo San Ammonas cuando los hermanos alterados fueron a decirle: "Ven a ver, abba, hay una mujer en la celda de tal hermano"? ¡Qué misericordia, qué caridad testimonió esa santa alma! Sabiendo que el hermano había escondido a la mujer bajo el tonel, se sentó arriba y ordenó a los otros buscar en toda la celda. Como no la encontraran les dijo: " ¡Dios los perdone!". Y haciéndoles sentir vergüenza, les ayudó a no creer más, con facilidad, en el mal del prójimo. En cuanto al culpable lo curó no solamente protegiéndolo ante Dios, sino corrigiéndolo cuando encontró el momento favorable. Porque luego de haber despedido a todo el mundo, lo tomó de la mano y le dijo: "Preocúpate de ti mismo, hermano". Enseguida el hermano fue penetrado de dolor y compunción y obraron en su alma la bondad y la compasión del anciano.

77. Adquiramos nosotros también la caridad. Adquiramos la misericordia respecto del prójimo para evitar la terrible maledicencia, el juzgar y el despreciar. Ayudémonos los unos a los otros como a nuestros propios miembros. Si alguien tiene una herida en la mano, en el pie o en otra parte, ¿siente acaso asco de sí mismo? ¿Se corta el miembro enfermo aunque se esté pudriendo? Mas bien ¿no lo lavar , limpiar , le pondrá emplastos y vendajes, lo untar con óleo santo, rogar y hará rogar a los santos por él, como dice Abba Zósimo? . En resumen no abandona su miembro, no le asquea su fetidez, hace todo por curarlo. Así debemos compadecernos unos de otros, ayudarnos mutuamente, o valiéndonos de otros más capaces, hacer todo con el pensamiento y con las obras para socorrernos a nosotros mismos y los unos a los otros. Porque somos miembros los unos de los otros, dice el Apóstol (Rm 12, 5). Luego, si formamos un solo cuerpo y si somos cada uno por nuestra parte miembros los unos de los otros (Rm 12, 5), cuando un miembro sufre todos los miembros sufren con él (I Co 12, 26). A su entender, ¿qué son los monasterios? ¿No son como un solo cuerpo con sus miembros? Los que gobiernan son la cabeza, los que cuidan y corrigen son los ojos, los que sirven por la palabra son la boca, las orejas son los que obedecen, las manos los que trabajan, los pies los que hacen los encargos y aseguran los servicios. ¿Eres la cabeza? Gobierna. ¿Eres los ojos? Sé atento y observa. ¿Eres la boca? Habla para provecho. ¿Eres la oreja? Obedece; ¿la mano? Trabaja; ¿el pie? Cumple tu servicio. Que cada uno, como pueda, trabaje por el cuerpo. Sean siempre solícitos en ayudarse los unos a los otros, ya sea instruyendo y sembrando la Palabra de Dios en el corazón de su hermano, ya sea consolándolo en el momento de prueba o prestándole asistencia y ayudándolo en su trabajo. En una palabra, cuide cada uno, como pueda, según ya les he dicho, de que permanezcan unidos los unos a los otros. Ya que cuanto más unido se está al prójimo, más unido se está a Dios.

78. Para que comprendan el sentido de esta palabra voy a darles una imagen sacada de los Padres: Supongan un círculo trazado sobre la tierra, es decir una circunferencia hecha con un compás y un centro. Se llama precisamente centro al centro del círculo. Presten atención a lo que les digo. Imaginen que ese círculo es el mundo, el centro, Dios, y sus radios, las diferentes maneras o formas de vivir los hombres. Cuando los santos deseosos de acercarse a Dios caminan hacia el centro del círculo, a medida que penetran en su interior se van acercando uno al otro al mismo tiempo que a Dios. Cuanto más se aproximan a Dios, más se aproximan los unos a los otros; y cuanto más se aproximan los unos a los otros, más se aproximan a Dios. Y comprender n que lo mismo sucede en sentido inverso, cuando dando la espalda a Dios nos retiramos hacia lo exterior, es evidente entonces que cuanto más nos alejamos de Dios, más nos alejamos los unos de los otros y cuanto más nos alejamos los unos de los otros más nos alejamos también de Dios. Tal es la naturaleza de la caridad. Cuando estamos en el exterior y no amamos a Dios, en la misma medida estamos alejados con respecto al prójimo. Pero si amamos a Dios, cuanto más nos aproximemos a Dios por la caridad tanto más estaremos unidos en caridad al prójimo, y cuanto estemos unidos al prójimo tanto lo estaremos a Dios.

¡Que Dios nos haga dignos de comprender aquello que nos es provechoso y realizarlo! Porque cuanto más nos preocupemos por cumplir diligentemente lo que entendemos, más nos dar Dios su luz y nos enseñar su voluntad.