Resurrección
Dos grupos diferentes de vocablos utiliza el NT para hablar de la
resurrección: el grupo
de rxviaxrini [anistémi] y el de b¡zíp(x> [egeíró]. Ambos grupos no se
diferencian por el
contenido, sino solamente por su matiz más bien activo o pasivo respectivamente;
sobre
la diferencia existente entre ambos grupos en cuanto a su uso teológico, cf. i\í(sxr\\n
[anistémi] III, 1.
áváavxffiQ [anástasis] resurrección; §,£,aváaxaaiQ [exanástasis] resurrección;
iviaxn^ii
[anistémi] levantar; i&víoxnia [exanistemi] resucitar
I El verbo anistémi, compuesto de i'cznp.1 [hístémi], en el griego profano (ya
en Homero) significa originariamente
levantar, erigir, despertar o hacer levantarse (a personas que están echadas o
duermen): a partir de aquí su
significado se amplía y pasa a designar la investidura en un cargo o en una
función 'nombrar, designar, investir de
sus funciones); tiene además el sentido intransitivo de levantarse, sublevarse,
pronunciarse, surgir, presentarse, y se
refiere, bien a un levantemiento (p. ej. una insurrección o una revolución de
tipo político), bien —y en este caso es
espec. frecuente el uso del participio— al principio de una acción (p. ej. la
deliberación, la subida al poder, un
movimiento), o también a una preparación para ella. Sólo después de Homero se
aplica también a objetos (p. ej.
altares, estatuas) y tiene el significado de erigir o reparar. Esporádicamente
aparece con el significado de sanar,
restablecerse. Exanistemi (usado desde Sófocles tiene idéntico significado. El
sustantivo anástasis (desde Hipócrates
también aparece exanástasis), que se encuentra sólo a partir de Esquilo y
Herodoto, tiene el significado
intransitivo de el levantarse, la resurrección (también de entre los muertos).
En la literatura griega (p. ej. en Platón) se le atribuyen a veces a Esculapio
ciertas resurrecciones. Pero, en
general, la resurrección del cuerpo se considera como algo imposible (p. ej.
Homero. Esquilo. Sófocles) y la idea de
una resurrección universal es totalmente desconocida. Sobre las ideas en torno a
la existencia del -> alma
(concebida como inmortal) y su relación con el -» cuerpo, al igual que sobre las
transmigración de las almas,
véanse los respectivos apartados.
II 1. En los estratos preexílicos del AT también se buscan en vano afirmaciones
que den a entender una
esperanza en la resurrección de entre los muertos: la muerte es el fin radical,
la destrucción de la existencia humana
(cf. Gn 3, 19). Esta concepción no queda invalidada por el hecho de que
esporádicamente se nos hable de un
retorno de la muerte a la vida (el hijo de la vida de Sarepta: 1 Re 17, 17 ss;
el hijo de la sunamita: 2 Re 4, 18 ss; el
hombre que fue sepultado apresuradamente en la tumba de Eliseo: 2 Re 13,20). El
hecho de que Henoc (Gn 5,24) y
Elias (2 Re 2, 11) no muriesen, sino que fuesen arrebatados por Dios antes de su
muerte, lleva implícito el
reconocimiento del poder destructor de la muerte, más allá de la cual no hay
ninguna esperanza. Esta idea aparece
con la máxima claridad en los discursos de Job a sus amigos (Job 7, 7 s; 10, 20
s; 14, 14) y es corroborada por
algunos testimonios de los salmos, en los que resuenan la súplica y la esperanza
de una liberación y preservación
del poder de la muerte, destructor de la vida; aquí se alude, naturalmente, a la
muerte que aún no se ha producido
(Sal 16, 10; 116,8; 118, 17).
Pero justamente en los salmos, al margen de las posibilidades humanas (Sal 88, 4
ss), se abre paso el
conocimiento de que Dios es también el Señor de la muerte (Sal 139, 8) y surge
la esperanza —aún en forma de
pregunta— de que puede ser invocado también en esta situación (Sal 88, 3) y de
que puede ejercer su acción
milagrosa (88,11). Esta esperanza se convierte en certeza en Is 26,19, en donde
—como respuesta a la pregunta por
la suerte de los difuntos del pueblo de Dios— resuena la invocación jubilosa:
«Vivirán tus muertos, tus cadáveres
se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan en el polvo». También se habla
de ello en la gran visión de los
huesos resucitados (Ez 37) y en las declaraciones apocalípticas de Dn 12, 2:
«Muchos de los que duermen en el
polvo despertarán, unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua». Pero
esta conexión entre la resurrección
y el juicio final del mundo «es muy marginal en el AT» (Kraus) y representa ya
un paso hacia la apocalíptica.
2. Apocalíptica judia. En ella, a partir del s. III a. G, se habla de la
resurrección de los muertos, al principio
sólo de la resurrección de los justos y de los mártires (2 Mac 7, 7 ss; de un
modo similar: SalSl 3, 9-11); pero en
seguida, y en conexión con las afirmaciones sobre el juicio final de todos los
hombres (ApBar[sir] 51, 1-3; 4 Esd 7,
32 s; cf. también los gráficos discursos de Hen[et] 37-71), esta idea va
adquiriendo una importancia cada vez
mayor. Sobre la cuestión de si y hasta qué punto existe aquí una conexión con
las manifestaciones paralelas
contemporáneas de la religión iraniana sólo pueden hacerse conjeturas; no hay
que excluir que los últimos textos
citados, espec. 4 Esd, hayan sido retocados en una sentido cristiano. Pero, en
todo caso, junto con la fe en la
resurrección de los cuerpos (en la que se conserva la identidad personal), tal
como era defendida en el judaismo
antiguo, sobre todo entre los fariseos (cf. Hech 24, 15.21), y que fue combatido
continuamente por los saduceos
hasta el año 70 d. C. aproximadamente (cf. Me 12, 18-27), empezó a cobrar cada
vez más relieve la responsabilidad
individual del hombre. No obstante, no existe tampoco una formulación de la fe
uniforme y universalmente
obligatoria, ya que en el judaismo helenístico, bajo la influencia de
lafilosofía griega, la idea de la resurrección sufre
un proceso de espiritualización en el sentido de una liberación del alma
inmortal de su particularidad y de una
elevación a Dios (así ocurre p. ej. en Filón). Tampoco los textos de Qumrán
contienen ningún testimonio claro
sobre una esperanza en la resurrección.
III En relación con el contenido teológico del verbo anístémi y del sustantivo
anástasis no es preciso tratar la mayoría de los significados que corresponden
al uso
profano de los vocablos —principio de una acción (p. ej. Le 10, 25, Me 14, 57),
levantamiento o sublevación (p. ej. Hech 5, 36)—, si bien desde el punto de
vista
estadístico tienen gran importancia (el verbo aparece 107 veces, de las cuales
70 en los
escritos lucanos; el sustantivo, 42, de las cuales 17 en Le y en Hech y 8 en
Pablo).
Incuestionablemente, la mayor relevancia corresponde al sustantivo; en el grupo
de
egeíró ocurre a la inversa.
1. En el NT el concepto ha adquirido un significado que sólo muy
excepcionalmente
se presenta en el griego profano: el de un retorno de la muerte a la vida. El
radical de este
grupo de vocablos se utiliza aproximadamente como sinónimo de la raíz afín ->
syeíp[
egeír-], de tal manera que, a primera vista —como ocurre en los LXX—, apenas se
puede establecer una diferencia entre ambos. No obstante, un examen cuidadoso de
su
uso lingüístico permite concluir que el radical egeír- (espec. en pas.) designa,
por lo
general, el acontecimiento pascual mismo, es decir, el retorno a la vida del
crucificado,
mientras que las palabras derivadas del radical aviar- [anist-] se encuentran
también en
el contexto de las resurrecciones de muertos operadas por Jesús durante su vida
terrestre
y también en el de la resurrección general escatológica. La distinción entre
ambos
términos aparece clara en 1 Cor 15,13; pero pronto se hacen intercambiables,
como ya da
a entender la expresión dova.jj.iv xf\q, ivaazáaemc, cmzov [dynamin tés
anastáseós autoü]
(Flp 3, 10) y ante todo la mención expresa de la ávácaxcric; 'Irjaov [anástasis
lésoú] en
1 Pe 1, 3; 3, 21. Por otra parte, Dahl, en un resumen panorámico de la cuestión,
ha
mostrado que en ambos radicales verbales predomina el sentido intransitivo y que
—también para ambos radicales—, a excepción de 1 Cor 15, el sujeto
correspondiente es
casi siempre Cristo. En el uso transitivo de ambos grupos de vocablos el sujeto
es por lo
general Dios, mientras que el complemento es Cristo. Así pues, aunque existen
algunas
excepciones, podemos decir que, por regla general, en el NT el verbo egeiró
designa ante
todo —en contraposición a los LXX— la acción de Dios en y a través de Cristo,
mientras
que anístémi caracteriza, por así decir, lo que es perceptible en la esfera
humana.
2. En el centro de los testimonios neotestamentarios se sitúan el de la
resurrección
de Jesús, que fue anunciada por él mismo (Me 8, 31 par; 9, 9 par; 9, 31 par; 10,
34) y luego
proclamada, primero por María Magdalena (Mt 28, 8.10; Le 24, 9) y después por
los
discípulos (Hech 1, 27; 2, 31; 4, 33; y passimj. El Señor muerto y sepultado ha
sido vuelto
a la vida por una acción de Dios (cf. Hech 2, 31.34; Ef 5, 14), con un cuerpo
nuevo,
materialmente no idéntico, pero que tampoco posee una corporeidad meramente
imaginaria
(cf. Jn 20 y 21); el Señor se manifiesta a los discípulos bajo una forma visible
y
palpable (Jn 20, 27; Le 24; Hech 1, 1-6; cf. 1 Jn 1, 1-3), aunque no siempre se
deja tocar (Jn
20, 17), ya que ellos sólo deben conocerle en adelante como el glorificado y,
por
consiguiente, independientemente de su forma débil de hombre (2 Cor 5,16). Si
bien Jesús
se encuentra ya en la forma luminosa y espiritual del nuevo eón, fomenta la
comunión
humana con los discípulos comiendo y bebiendo con ellos (Le 24, 29 s; Jn 21,
12-14). Pero
la base del testimonio de los discípulos no es el acontecimiento de la
resurrección, del cual
nadie ha sido testigo (según Mt 28, 4, los guardias quedan reducidos a la
impotencia),
sino los encuentros con el resucitado (Hech 1, 22). El hecho de que Jesús no ha
permanecido en las garras de la muerte, sino que ha vuelto a la vida (Le 24, 5),
da a los
discípulos hasta entonces vacilantes la certeza de que están realmente ante el
Hijo de
Dios, ante el Señor (Rom 1, 4). La resurrección de Jesús se convierte así en el
signo de la
victoria de Dios sobre el poder del -> pecado y de la -» muerte; esto quiere
decir que, al
resucitar el crucificado como el primogénito de los muertos y entrar en la
gloria de Dios,
la caída de Adán con todas las ataduras que de ella se derivan para el hombre ha
quedado anulada. Este mensaje representa el fundamento de toda la esperanza y de
toda
la predicación cristianas (1 Pe 1, 3; 1 Cor 15): en él se funda también el ->
bautismo en
cuanto signo de la salvación (1 Pe 3, 21; Rom 6, 5).
3. Con ello, Jesús mismo encarna misteriosamente «la resurrección y la vida» (Jn
11,
25), lo cual quiere decir que la resurrección, que los judíos sólo consideraban
hasta
entonces como una realidad que tendría lugar al fin de los tiempos, comienza
allí donde
él aparece y hace actuar a su espíritu: el que permanece siempre en unión con él
es
arrebatado por su poder; para él, el proceso que conduce del viejo al nuevo eón,
la
liberación de la muerte y del pecado, ya ha comenzado (Flp 3, 10); y esto queda
atestiguado en la celebración de la -> eucaristía (Jn 6, 54). De este modo, la
fe puede ser
entendida como un morir y un resucitar con Jesús (Rom 6, 11; Jn 5, 29).
4. Si a este respecto aparece, espec. en Jn, una visión de la resurrección
totalmente
referida al presente, no obstante, ésta sólo tiene un carácter principal,
incoativo. Que la
resurrección universal de los muertos haya acontecido ya en la resurrección de
Jesús es
rechazado explícitamente en 2 Tim 2, 18; el contexto de Col 2, 13; y Ef 2, 6
tampoco nos
permite deducir una conclusión afirmativa a este respecto. Más bien se hace
constar aquí
la resurrección general que se sigue de la resurrección de Jesús y que, según Jn
6, 39 s.54,
ha sido anunciada por el mismo Jesús, y siempre en el sentido de una
resurrección del
cuerpo, no en el de una mera supervivencia después de la muerte o de un
despertar del
alma. Pero, precisamente por eso, se convierte en el punto más débil de la
predicación,
objeto de todos los ataques; tropieza con el rechazo de los saduceos (Mt 22, 23
ss), para
quienes sólo tiene vigencia la Tora, la ley del AT; este punto despierta también
la repulsa
de los griegos, para cuya mentalidad espiritualista esta afirmación es demasiado
materialista
(Hech 17, 18.32; 1 Cor 15, 12). La fe en la resurrección que va ligada al juicio
(según
Heb 6, 2) es uno de los componentes fundamentales de la fe en cuanto tal (cf. 2
Cor 5, 10;
Le 14, 14; Heb 11, 35).
5. a) Si la palabra «resurrección» designa claramente un acontecimiento futuro
con el que se cuenta (cf. Jn 11, 24; Mt 22, 28 —aunque se desconoce cuándo ha de
venir—,
hay que distinguir a este respecto dos líneas o matices fundamentales, tanto en
relación
con el círculo de aquéllos a quienes atañe dicho acontecimiento como en la
apocalíptica
judía. Pues, además de la resurrección universal (de la que hablan p. ej. Ap 20,
11-15 y Mt
25, 31-46, y que va ligada a la segunda venida de Cristo y a la separación entre
buenos y
malos), el NT habla también de una resurrección previa, «primera», de los justos
(Le 14,
14), de los muertos en Cristo (1 Tes 4, 16), probablemente también en 1 Cor 15,
23 s, en
donde xéloc, [télos] podría significar resto, y con la máxima claridad en Ap 20,
5 ss: al
empezar el reino de los mil años, Jesús despierta a los suyos de la muerte y
ellos vivirán y
reinarán con él, mientras que el resto de los muertos aparece ante el trono de
Dios sólo en
el día del juicio (Ap 20, 11 ss). Y, mientras que con respecto a la resurrección
general se
puede decir que la identidad de la persona se conserva en medio de la ruptura
que aquélla
supone, de tal manera que el hombre se encuentra ante Dios con todo su ser
personal, en
relación con los creyentes se da una descripción esencialmente más rica: «serán
como
ángeles» (Le 20, 36), libres de toda emoción psíquica y de todo impulso sexual (Mt
22, 30;
24, 38), serán semejantes a Jesús y «lo verán tal cual es» (1 Jn 3, 2). Pablo en
este contexto
emplea una vez (Flp 3, 11) el término exanástasis, a cuyo respecto no se puede
decidir
claramente la cuestión de si este vocablo compuesto tiene aquí el mismo
significado que
anástasis (como ocurre en todos los demás casos) o si Pablo ha querido aludir
con él a la
transformación anterior de la comunidad y al hecho de ser arrebatada al
encuentro de
Cristo (1 Tes 4, 18; Ap 20, 4). Pero, en todo caso, hay que hacer constar que el
proceso de
la resurrección sólo se asemeja aparentemente al de la siembra y la cosecha:
Dios es quien
da el cuerpo según quiere (1 Cor 15, 38) y el único que garantiza, por tanto, la
identidad
de la persona.
b) Por consiguiente, considerado desde el punto de vista
temporal, lo que hay entre
la muerte terrestre y la resurrección escatológica es irrelevante, ya que,
después de su
muerte, el hombre no está ya sometido al tiempo. Por eso el querer construir un
paso o
establecer una separación entre la muerte y el juicio sería un razonamiento
basado en
supuestos puramente humanos y temporales. Por consiguiente, todas las
reflexiones en
torno a un «estado intermedio» del alma pertenecen de un modo u otro al terreno
de la
pura especulación. Lo decisivo es que el hombre, cuando parte de esta vida, se
encuentra
ante Cristo, es decir, ante su juez o ante su salvador.
eydpcü [egeíro] despertar, llamar; Hye.poiq [égersis] resurrección
Este grupo de vocablos se encuentra con frecuencia en la literatura griega —el
verbo desde Homero, el
sustantivo desde Empédocles e Hipócrates— y es totalmente sinónimo de anistemi.
Significados del verbo (en
sentido transitivo): despertar, levantar, erigir, encender, excitar; en sentido
intransitivo: despertarse, alzarse,
levantarse, ponerse en pie. Aparece en relación con personas que son despertadas
del sueño, de la impotencia o de
un estado letárgico y son excitadas o movidas a hacer algo o a levantarse, o que
realizan este acto por sí mismas. El
significado de erigir, levantar, puede referirse también a edificios, postes,
columnas o estatuas. En sentido
transitivo, el sustantivo significa el despertar, la edificación, el acto de
establecer; en sentido intransitivo, el
despertarse, el levantarse, y también la curación, el restablecimiento. En
cuanto al significado de resurrección (de la
muerte) en el sentido en que lo entendemos nosotros, apenas se encuentra, tanto
en la forma verbal como en la
sustantiva (sólo en Menandro de Efeso; cf. Josefo, Ant. 8,164); de ahí se
deduce, como ha quedado ya de manifiesto
(-» iváozaoiQ [anástasis] I), que este concepto no ha llegado a aclimatarse en
el ámbito griego; a lo sumo aparece
en un sentido simbólico o también en el culto, referido al despertar de los
dioses que duermen. Para una
información bibliográfica detallada, cf. ThWb II, 332, nota sobre b/cípw.
II Las acepciones de este grupo de vocablos en el AT coinciden totalmente con
las del griego profano; las
raíces habreas a las que traducen estos vocablos en los LXX —que a su vez son
casi sinónimos de anístemi y su
grupo— son qüm, 'ür y 'amad: el faraón se despierta (Gn 41,4.7), el Señor
suscita jueces, es decir, los hace aparecer
en la historia (Jue 2,16.18), Gabriel levanta a Daniel, que, sobrecogido, había
caído sobre su rostro (Dn 8,18), el rey
Asuero se levanta de la mesa (Est 7, 7); en Nm 10, 35 aparece la invitación
solemne hecha a Dios a levantarse y a
intervenir para quebrantar a sus enemigos. En cuanto a los pasajes de los LXX en
que es sinónimo de anístemi,
podrían servir de ejemplo Gn 38, 8 «procúrale (lit.: suscítale) descendencia a
tu hermano», y 2 Sam 7, 12; aquí los
vocablos áváatnuov [anástéson] y ávaaif/aco [anasthó] se aplican, tanto al
hombre como a Dios, mientras que en
Is 45, 13 la expresión «Yo lo he suscitado para la victoria» se construye con
eyeipoc [égeira]. Cf. por lo demás
ávirjTaoic, [anástasis] II. Ciertamente, en la versión de los LXX se manifiesta
ya una más fuerte modulación del
contenido del verbo en la línea de las resurrecciones de muertos (-> txváoictoic,
[anástasis] II) y de la acción del
espíritu divino en el hombre.
III 1. También en el NT este grupo de vocablos tiene los mismos significados de
I y II. Es cierto que el sustantivo eyspaií; [égersis] sólo aparece una vez (Mt
27, 53,
referido a la resurrección de Jesús), mientras que en los demás casos se utiliza
siempre
anástasis o bien formas verbales. Egeíró goza de las preferencias de Mt, espec.
cuando
expresa el principio de una acción (p. ej. 1, 24; 2, 14; 8, 26 en el pasaje de
la tempestad
apaciguada; 25, 7 en la parábola de las diez muchachas) o la aparición de
figuras en el
escenario de la historia (sobre todo en el discurso apocaliptico de Mt 24,
7.11.24); pero se
encuentra también con frecuencia en Le en este mismo sentido (p. ej. Le 13, 25),
mientras
que en Me predomina la forma imperativa (también p. ej. en Le 5, 23 s; y Jn 14,
31).
2. En una panorámica de la aparición de este grupo de vocablos en el sentido de
un
despertar a la vida, parece en primer lugar como si el NT se limitase a
prolongar las lineas
que se insinúan ya en el AT y en la apocalíptica judía, que constituyen el punto
culminante de la evolución del concepto: se nos narran casos aislados de
resurrecciones
de personas clínicamente muertas, realizadas por Jesús durante su vida
terrestre; así, él
toma de la mano a la hija de Jairo, que estaba muerta, y la hace levantarse y
caminar (Me
5, 41). Según el relato de los sinópticos (Mt 9, 25 par; Le 8, 54 s), lo que
hace volver a la
niña a la vida son el contacto corporal y la orden autoritativa, que se expresa
mediante el
imperativo égeire o egeirou. Lo mismo puede decirse a propósito de la
resurrección del
hijo de la viuda de Naín (Le 7, 14, donde aparece nuevamente la orden
autoritativa,
expresada con el imperativo éyép&rjxi [egértheti]), mientras que, según Juan,
Lázaro es
resucitado mediante las palabras óevpe e^co [deüre éxo], «sal fuera»,
pronunciadas
después de una plegaria de acción de gracias (Jn 11, 43). En el caso del hijo
del
funcionario real basta la constatación de Jesús «tu hijo está bueno» (Jn 4, 50).
Es cierto
que en ambos casos se pone de relieve la fe de los interesados o de los
circunstantes en que
Jesús tiene el poder de resucitar a los muertos (Jn 4, 50; 11, 40.45). El joven
de Naín es
vuelto a la vida por Jesús de un modo espontáneo: al ver la aflicción de la
madre, Jesús se
compadece en ella (Le 7, 13). Por otra parte, es significativo que Jesús, antes
de la
resurrección de la hija de Jairo (Me 5, 39), al igual que antes de la
resurrección de Lázaro
(Jn 11,11), haga constar que (¿para él?) no están muertos, sino que en realidad
duermen.
Con ello, los sinópticos, al igual que Jn, insinúan que la muerte no puede poner
fronteras
a la acción de Jesús, sino que la vida que procede de él desposee de su poder a
la muerte,
en otras palabras, que las fronteras de la muerte y del tiempo, de por sí
inalterables e
insuperables, son aquí derribadas y rebasadas. La burla de los circunstantes
ante esta
constatación (Me 5, 40) es lo que mejor expresa el carácter extraordinario e
incomprensible
de esta fuerza vivificadora. Pues, en todo caso, lo único que los judíos
consideraban
como posible —prescindiendo de su fe en la resurrección al fin de los tiempos
(Marta: Jn
11, 24)— era la preservación de la muerte en el sentido del AT (Jn 11, 36: «¿No
podía
haber impedido que muriera éste?»). Pero ahora es Dios, el Señor de la vida y de
la
muerte, el que está en persona ante ellos.
3. Con esto hemos llegado al núcleo central del concepto del que se trata en la
resurrección de Jesús. Sobre todo la literatura epistolar del NT —con excepción
de Flp 1,
17— ha utilizado el vocablo exclusivamente en el sentido de un despertar de la
muerte, y
su frecuente aparición en Rom y en las dos cartas a los Corintios dan a entender
que la
resurrección de Jesús ha de ser un motivo dominante en la predicación de Pablo.
En
efecto, en 1 Cor 15 él presenta el acontecimiento de la resurrección de Jesús
por Dios, que
ha hecho irrupción en la historia, como el contenido fundamental del evangelio
(v. 1),
como el instrumento de nuestra salvación, sin cuya aceptación toda fe es vana
(v. 2). Para
apoyar la veracidad de este acontecimiento se mencionan testigos a quienes «se
apareció»
(axpSt] [Óphthe], 4 veces en los vv. 5-8) el resucitado. Esto es precisamente la
piedra de
toque que permite juzgar sobre la autenticidad de los que anuncian el evangelio:
el que
pone en duda o niega la resurrección convierte a Dios en mentiroso y nuestra ->
fe en
algo ilusorio, vacío, sin contenido (vv. 14-17: Ksvr¡ [kené], fiaraía [mataía]).
Pues se trata
ciertamente de una fe en «el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro» (Rom
4,24);
y su espíritu habita en los creyentes para dar vida a sus cuerpos mortales (Xíoonoir¡ae,i
[zoopoiesei]: Rom 8, 11; cf. 2 Cor 4, 14). Sólo a través de la resurrección de
Jesús hemos
sido liberados del pecado (1 Cor 15, 17) y la muerte ha quedado vencida (Rom 6,
4.9, en
conexión con el bautismo).
Pero la resurrección de Jesús no es descrita solamente como
acción transitiva
realizada por Dios (y de la que Jesús es, por consiguiente, el sujeto paciente),
sino que
también puede ser entendida en un sentido intransitivo medio con Jesús como
sujeto: «él
resucitó (de la muerte), p. ej. Rom 6, 4.9; 8, 34; pero sobre todo en los
evangelios
sinópticos: Me 14, 28; 16, 6; Mt 27, 63, éysípopai [egeíromai]. Este cambio nos
enseña que
la fuerza vivificadora procede siempre de Dios, pero al mismo tiempo es propia
del Hijo,
que es uno con el Padre.
4. Esto se expresa de un modo especial en el hecho de que en las afirmaciones
sobre
la resurrección de los muertos escatológica permanece casi siempre incierto
quién es el
que ejerce aquí su acción, si Cristo o Dios mismo. Se habla de que los muertos
serán
resucitados o bien resucitarán (1 Cor 15, 52; Mt 11, 5). Pero es claro que la
resurrección
de los muertos es un acontecimiento indisolublemente ligado a la resurrección de
Cristo,
que se funda en ella y se sigue de ella (1 Cor 15, 13-17); aunque es cierto que
por lo
general, para expresarlo —a excepción de 1 Cor 15— se utilizan los vocablos
procedentes
del radical anist-. Por otra parte, en 1 Cor 15, 42-44, Pablo caracteriza la
diferencia entre
el modo de existencia actual y el nuevo mediante una serie de términos
contrapuestos:
corrupción (<pSopa [phthorá]) —incorrupción (áqyüapaia [aphtharsia]); miseria (
azipía
[atimía])— gloria (óól;a[dóxa]);-debilidad (daSéveía [asthéneia]); fortaleza (dúvapiq
[dynamis]); animal (\¡IV~/IKÓV [psychikón]) —espiritual (nvevpaxiKÓv [pneumatikón]).
Finalmente queda por mencionar que el poder vivificador, tal como se transmite
de Dios a Jesús, es prometido también a los discípulos (Mt 10, 8) y quizá
encuentra su
expresión más grandiosa en las palabras de Mt 3, 9, según las cuales, Dios puede
hacer
surgir hijos de Abrahán de las piedras.
PARA LA PRAXIS PASTORAL
El hombre de nuestro tiempo, educado dentro de una imagen del mundo científico-
natural y técnica, piensa en categorías de experiencia y causalidad. Para él, la
muerte es,
al igual que el nacimiento, un hecho natural; a lo sumo se la puede retrasar por
los
adelantos de la medicina, pero, por lo demás, es inevitable. Lo que hay antes
del
nacimiento o, más exactamente, de la concepción, así como detrás de la muerte,
ya no es
objeto de experiencia y queda sustraído a una representación exacta: «el muerto,
muerto
está». Por consiguiente, en este sistema de pensamiento y en esta imagen del
mundo no
hay ya lugar para la idea de resurrección, que pertenece simplemente al terreno
de la
especulación o de la mitología. Por tanto, hay que duardarse de presentar la
resurrección
como algo razonable, comprensible, lógico, o también como algo concebido a
imagen del
mundo de la naturaleza.
Frente a esto, el examen del concepto nos ha mostrado que la resurrección de
Jesús, al
igual que la resurrección de los cuerpos en el último día, es un acontecimiento
que está
más allá de las leyes de la naturaleza y tiene su origen únicamente en la
voluntad de Dios,
que coloca ante sí a la persona del hombre en una nueva corporeidad, conservando
no
obstante su identidad, una vez que la muerte la había extinguido según todas las
apariencias. El cuerpo resucitado es igual en cuanto a la forma (piénsese, p.
ej., en las
huellas de los clavos que aparecen en el cuerpo del Resucitado), pero no
idéntico, ni
tampoco está limitado por sus componentes materiales (Jesús pasa a través de las
puertas). Nada ha quedado tras el paso de la muerte, nada se ha salvado; la
continuidad
que funda la identidad de la persona no radica en parte alguna del hombre, ni en
algo que
le es propio, por consiguiente, en la pura inmanencia, sino exclusivamente en la
fidelidad
y el poder de Dios, que guarda memoria del hombre y le llama de nuevo ante él.
Por eso
la predicación de la resurrección ha de mantenerse continuamente en guardia
contra el
antiguo error étnico-cristiano, según el cual la resurrección viene a ser una
continuación
—quizá liberada de sus imperfecciones— de la existencia actual y conduce a una
especie
de existencia ideal u onírica. Más bien hay que decir que la nueva vida nos hace
participar del futuro eón y sitúa al hombre de un modo total en la presencia de
Dios, en la
existencia-para-él, de tal manera que toda la belleza y la alegría de este mundo
no admite
la menor comparación con esta nueva vida. Sólo existe una realidad paralela a
ella y no
pertenece a la esfera de la experiencia y de la historia humana: la creación.
Este conocimiento parece fácilmente accesible a aquéllos que poseen una
formación
filosófica, pero esto es sólo una apariencia; en realidad, la distinción
conceptual dicotómica
entre cuerpo y alma o la tricotómica entre cuerpo, alma y espíritu, procedentes
del
ámbito griego, que hasta la época más reciente ha penetrado el pensamiento
filosófico-
teológico de occidente e incluso la piedad de la iglesia, ha inducido a admitir
en todo caso
una supervivencia ideal o un renacer a un modo de existencia puramente anímico,
incorpóreo, y en otros ambientes también a creer en una trasmigración de las
almas
concebida al estilo moderno o en una especie de supervivencia a través de la
propia
descendencia. Ahora bien, tales concepciones se alimentan del anhelo oculto del
hombre
de eludir o superar, de cualquier modo que sea, la radicalidad de la muerte.
No obstante, el testimonio bíblico sobre la resurrección reconoce en toda su
crudeza
el poder destructor de la muerte, que aniquila la existencia corpóreo-anímica,
o, dicho en
pocas palabras, la vida del hombre. Además de esto, la existencia «natural»
actual del
hombre apartado de Dios, en la que él sigue la voluntad propia o una voluntad
ajena
(-> pecado), no sólo está marcada y amenazada por la muerte, sino que es
propiamente
en sí misma una muerte (p. ej. Col 2,13). En la medida en que la muerte se
entiende en este
sentido, puede hablarse incluso de una resurrección para la vida, con la que se
alude al
principio de una nueva existencia en la fe aquí y ahora. Por otra parte, el
vocablo
«resurrección» es utilizado asimismo en sentido figurado, es decir, como la
irrupción en el
presente de la realidad futura, escatológica, de la misma manera que, a la
inversa, las
resurrecciones de muertos operados por Jesús tienen algo de simbólico y de
provisional,
en la medida en que restituyen una vida psico-fisica que aún no ha rebasado
propiamente
las fronteras de la muerte: en ninguna parte se dice que estos resucitados no
hayan de
morir nuevamente.
Pero la «resurrección» es un proceso cuyo contenido fundamental radica en que en
el
hombre que estaba bajo el poder de la muerte es depositado el germen de una
nueva vida
a través de la aceptación del mensaje que da testimonio de Cristo como el Señor
y el
salvador, de tal manera que el hombre queda unido a Cristo mediante la fe. Por
consiguiente, aquí no se trata en primer lugar de un determinado estilo o
lenguaje de
predicación o evangelización, ni tampoco de una nostalgia del sentimiento
religioso o de
aquel estado de ánimo que, con bastante frecuencia, despierta el vocablo
«resurrección»,
sino de un acontecimiento que sólo está en las manos de Dios. La resurrección
puede ser
esperada o implorada por el hombre que vive en la fe, pero no podemos disponer
en
modo alguno de ella, ni mediante nuestro proyectar y planificar, ni mediante
métodos o
recursos de pretendida eficacia. Evidentemente, Dios también cuenta con la
obediencia
del testigo. Pero, puesto que la resurrección incluye siempre el hecho de que el
hombre es
arrebatado a la muerte y, en la persona del Resucitado, acepta el poder y la
realidad de
Dios —la verdad— como realidad última de su propia vida y de su mundo y, por
tanto,
es situado en una nueva vida, en definitiva, Dios es aquí el único que actúa y
el único
digno de veneración.
Cuando al hombre le acontece esto, está ya desde ahora en la esfera de
influencia de la
resurrección de Jesucristo. Experimenta de un modo nuevo que ésta es algo más
que un
acontecimiento histórico: que, a través de ella, la muerte ya no es el término
de la
existencia psicofisica, sino que, en cuanto castigo y paga del pegado, ha
perdido todo su
poder; la muerte ya no puede separar al hombre de Dios de un modo definitivo.
Pero el
que ha experimentado esto sabe también que, para el Señor, no es imposible hacer
que los
hombres, incluso una vez que han muerto y se han desintegrado, cuando ya no
existen
desde el punto de vista empírico, se presenten de nuevo ante él en figura
corpórea en el
momento por él establecido.
Esto significa, como muestra ya el salmo 139, que el hombre no puede evadirse de
Dios, Su Señor, ni mediante un escudo ideológico, ni mediante la deserción por
el
suicidio: la criatura es irrevocablemente responsable de su propia vida ante su
Creador.
Pero es éste mismo el que le ofrece desde ahora la reconciliación a través del
Crucificado
y del poder de su resurrección: sólo ella puede salvar al hombre en el -> juicio
que
acompaña a la resurrección. Por eso son muy exactas a este respecto las palabras
«para
unos un olor que da muerte y sólo muerte; para los otros un olor que da vida y
sólo vida»
(2 Cor 2, 16). En el mensaje de la resurrección quedan derribadas, por
consiguiente, las
fronteras de nuestra experiencia, encerrada entre el nacimiento y la muerte.
Este mensaje
puede ampliar la visión del cristiano para comprender más allá de lo palpable y
de lo
perceptible, de lo nebuloso y de lo fragmentario, la plenitud de la justicia
divina.
L. Coenen