Conciencia

(Tvveídr¡aiQ [syneídesis] conciencia, avvoida [synoida] ser consciente, saber

I Desde Esquilo y Herodoto se encuentra en el griego clasico la forma verbal synoida con los significados

siguientes a) ser sabedor (p ej como testigo de cargo o de descargo) y b) bajo la forma reflexiva amolda eautco

[synoida heauto] ser consciente de si, saber (cf el celebre axioma de Sócrates «Solo se [soy consciente] que no se

nada», Platón, Ap 21b)

El sustantivo syneidesis (sinónimo del neutro sustantivado del participio ovveiSoc, [syneidos] =memoria,

empleado desde Demostenes) se encuentra por primera vez en Democnto (Frag 297) Designa, según los casos, el

conocimiento, la conciencia, o también, la escrupulosidad

1 Originariamente, syneidesis parece haber tenido un contenido noetico la capacidad de relacionarse consigo

mismo, y espec de considerar retrospectivamente el propio pasado Dado que tal visión retrospectiva no se limita a

simples apreciaciones, smo que lleva a valoraciones, a juicios de carácter moral, la palabra fue adquiriendo

gradualmente el significado moral habitual de conciencia Esta evolución comienza con los «siete sabios»

(Penandros, Bias transmitido por Stobaeus) y el termino menudea con este significado a partir del s l a C, sobre

todo en los historiadores (Dion, Estrabon, Plutarco) Según que el hombre pueda o no justificar su obrar ante esta

instancia critica que lleva en si mismo, se habla de buena o recta (áyotSn [agathe] o op9n [orthe]) y mala (Seivn

[deine] y novmpa [poneira]) conciencia Ademas la buena conciencia es considerada, por regla general, como la

que lleva a la paz, como la conciencia tranquila, mientras que la mala conciencia se hace notablemente

desagradable, por el hecho de que intranquiliza al que la posee (cf Eurípides, Or 396, donde el matricida Orestes

aduce como enfermedad que le aniquila r¡ avvzoiQ, ozi aüVoiSx deiv' dpyoujpxvoq [he synesis, hotí synoida deirí

eirgasmenos], es decir, la conciencia en cuanto conocimiento de las malas acciones) En la literatura griega las

Ennmas son la personificación mitológica de esa mala conciencia que acosa al hombre

2 Llama la atención el hecho de que en el helenismo precristiano se hable casi exclusivamente de una mala

conciencia, mientras que los romanos llegan a hablar también con frecuencia de una conscientia bona o incluso

praeclara y óptima (sobre todo Cicerón) La conscientia, como un saber retrospectivo de las faltas y vicios, tiene

también aquí frecuentemente un carácter acusador e intranquilizado^ asi p ej en Cesar aparece «la robusta

estructura etica del oficial y de! jurisconsulto romano, que ha de habérselas con misiones claramente delimitadas,

que hay que cumplir y también la conciencia del deber cumplido» (Maurer, 906)

Sobre todo en la mas reciente Stoa (Séneca) y bajo el influjo de los pitagóricos, la función retrospectiva de la

conciencia queda disminuida por el hecho de ver en la conciencia a un vigilante (emiponog [epitropos], testis) que

Dios ha dado al individuo para que este la siga y viva conforme a la naturaleza y prosiga su progreso moral «El

tiene en su conciencia el guia infalible de su conducta» (MPohlenz, Die Stoa I, 1948, 320) Su misión es todavía,

ante todo la de una instancia existente en el hombre que examina criticamente, que enjuicia lo acontecido o, a lo

sumo, lo que acontece, «pero con ello se prepara un giro hacia la conciencia entendida como instancia de

conducta» (Maurer, 906)

II 1 El AT no conoce ningún vocablo hebreo que designe propiamente el fenómeno de la conciencia (En la

versión de los LXX, syneidesis aparece únicamente en 3 pasajes tardíos Ecl 10, 20, Sab 17, 11, Eclo 42, 18) El

motivo de esto podría estar en que nos encontramos aquí con uno de los aspectos de la concepción del hombre en

287 {awaionoiq) Conciencia

el que la mentalidad griega se diferencia de la bíblica Para el israelita de la antigua alianza, el problema del

relacionarse-consigo-mismo queda en segundo termino ante la cuestión de la relación con Dios En vez de la

iluminación de la propia conciencia, se trata de un rendir cuentas a Dios, a quien se reconoce y a cuya ley se presta

obediencia «La conciencia se convierte en actitud de escucha que, a fin de cuentas, se resuelve en la voluntaria

aceptación de una pertenencia (Maurer, 907)

Esto no quiere decir que el AT no conociese en absoluto algo pareado a una mala conciencia que atormenta

Pero la voz de la conciencia no posee un valor propio Es la voz del juez dwmo, que pide cuentas al hombre de su

conducta Esta voz incita al pecador David, consciente de su culpa, a darse golpes de pecho, en el -• corazón (en

hebreo, leb, en el AT este órgano asume las funciones de la conciencia; por esto en los pasajes en cuestión hay quien

traduce dicho término por conciencia) (1 Sam 24, 6, 2 Sam 24, 10) Esa misma voz le llama a la penitencia y al

arrepentimiento y le impulsa a orar con el Sal 51, 12 «Crea en mi, joh Dios1, un corazón puro, renuévame por

dentro con espíritu firme» La idea del corazón puro —más frecuente aún en los LXX que en el TM— apunta a la

expresión «buena conciencia» del NT

2 Cuando en la versión de los LXX nos encontramos con syneidésis, puede constatarse una orientación hacia

el concepto griego de conciencia Esto es claro en Sab 17,11, en donde se habla de una mala conciencia entendida

en sentido moral, que abarca a la vez «las funciones de acusador y de juez» (Maurer, 908)

3 En Filón es aun más claro el encuentro entre la idea veterotestamentana del corazón y el concepto

helenístico de conciencia El «crea por primera vez una teoría de la conciencia considerada desde el punto de vista

teológico» (Maurer, 910), «cuya voz percibió de un modo tan claro como el romano Séneca» (Pohlenz, loe cu,

377) Cierto que para él la conciencia no es una instancia autónoma, sino una dimensión regulada por la ley de

Dios, y cuya misión es el éléyxeiv [elénchein], es decir, lo que lleva al hombre a la conciencia de su pecado y al

arrepentimiento Ella «aparece como acusador, recrimina, inculpa y confunde, en cuanto juez, instruye, corrige,

exhorta al arrepentimiento, y si ha logrado la persuasión, se alegra y se reconcilia», de lo contrario, continúa

inquietando al nombre (Decaí 87) Todo esto lo hace la conciencia para llevar de nuevo al pecador a los brazos de

Dios misericordioso Esta referencia a Dios es el elemento veterotestamentano fundamental de la teoría de la

conciencia en Filón

III En el NT, el verbo synoida aparece únicamente en 2 pasajes, en uno de los cuales

es reflexivo y significa ser-consciente-de-sí(l Cor 4,4) y en el otro designa el conocimiento,

el consentimiento (Hech 5, 2). En cambio, el sustantivo syneidésis se encuentra 30 veces en

la edición crítica de Nestle (además en algunos manuscritos en el texto de Jn 8, 9). En los

evangelios y en Jn no aparece; prescindiendo de 2 casos en Hech, los ejemplos se los

reparten entre Pablo y las cartas postpaulinas.

1. En Rom 2, 15 sale syneidésis junto con Kapdía [kardía] (-> corazón) y Xoyiapoí

[logismoí] (-> pensar, art. Áoyi'Cofiat [logízomai]; cf. Rom 14, 1: óia.Áoyiapoí [dialogismoí])

como órganos críticos que también pueden hacer posible al pagano una vida

conforme a la ley, al igual que la del judío. Además corresponde a la conciencia la función

de activar el conocimiento de la ley escrita en el corazón mediante el avppixpwpsiv

[symmartyreín] ( = dar testimonio; cf. Rom 9, 1, en donde Pablo invoca a su conciencia

como testigo de su veracidad). En lenguaje de imágenes, la conciencia es presentada como

una instancia que ninguna ley fundamental puede postergar (ha sido dada previamente

por Dios), pero que está por encima de las determinaciones concretas de su realización.

Esto queda claro en aquellos pasajes en los que Pablo trata de la cuestión planteada

por los corintios sobre si se pueden o no comer las carnes sacrificadas a los ídolos (1 Cor

8, 7 ss; 10, 25 ss). Dos cosas pone de relieve Pablo en este contexto. Ante todo, proclama

que el cristiano está libre de la tutela de una conciencia ajena. Para él se trata de «la

conciencia liberada por la palabra de Dios» (KBarth, KD 1,2, 788). Pero también invita a

tener consideración con la conciencia más sensible de los otros.

De la misma manera que Pablo se alegra de la aprobación de su propia conciencia

regulada por Dios (2 Cor 1,12), también espera que la conciencia de los otros reconozca

la integridad, manifiesta ante Dios, de su existencia misionera (cf. 2 Cor 4, 2; 5, 11). Hay

que aspirar, pues, no sólo a evitar una conciencia mala, que acusa (como dice p. ej. Jn 8,

Conciencia (aüveídrjav;) 288

9), sino también a poseer una buena conciencia, que corrobore la armonía entre fe y vida.

Pablo puede también exigir obediencia a la autoridad (Rom 13, 5), apelando a una

conciencia que asiente a la voluntad de Dios (cf. 1 Pe 2, 19).

A partir de aquí, el texto de Hech 24, 16 adquiere directamente una significación

programática: yo ( = Pablo) «me esfuerzo por conservar siempre una conciencia irreprochable

(ánpóoKonov [apróskopon]) ante Dios y ante los hombres» (cf. Hech 23, 1).

2. En las cartas pastorales se exige insistentemente una buena conciencia. A diferencia

de los «impuros e infieles», cuya mente (vovg [noüs]) y conciencia están contaminadas

(Tit 1, 15; cf. también 1 Tim 4, 2: la conciencia cauterizada de los embaucadores), los

cristianos deben tener una buena (agathén) conciencia (1 Tim 1,19; cf. 1 Pe 3,16) y deben

servir a Dios con una conciencia limpia (év KuSrxpa avveidrjasi [en kathará syneidései])

(cf. 2 Tim 1, 3). De este modo, la conciencia buena o limpia se convierte en un signo

distintivo del cristiano, «pues, para el cristiano, el criterio de la conciencia coincide con el

criterio de la fe» (Schrage, 152). Junto a un corazón limpio (kathará kardia) y a una fe

sincera (TIÍOTIC, ávvnÓKpnoQ [pístis anypókritos]), en 1 Tim 1, 5 se aduce la conciencia

como la fuente fundamental para la actividad del amor. Resumiendo, la conciencia limpia

puede concebirse como el lugar en el que ha de guardarse el «misterio de la fe» (1 Tim 3,

9). Por eso es tan importante «pedir a Dios una buena conciencia», que, según 1 Pe 3, 21,

constituye la esencia del bautismo. Esto está, evidentemente, trabado con la fe en la

resurrección (-> resurrección; -* fe).

3. La carta a los Hebreos subraya también este fundamento cristológico de la

concepción neotestamentaria de la fe, cuando habla de que la sangre de Cristo purifica

nuestra conciencia de las -» obras muertas (9, 14; cf. 10, 22). En el judaismo tardío, no

obstante las acciones cultuales legales, no era posible una liberación total de la conciencia

de pecado (cf. Heb 9,9; 10, 2). El consuelo de «tener una conciencia limpia» (Heb 13,18)

sólo existe desde el sacrificio de Cristo como sumo sacerdote y por medio de él.

4. Así, mediante la fe, la comprensión de la conciencia se transforma en la fuerza

perdonadora de Cristo: desde la dimensión de la mala conciencia, entendida en un

sentido moral y fuertemente retrospectiva, del helenismo, se llega a la limpia conciencia

de la fe, cuya limpieza consiste en que su poseedor es consciente de su fundamento

cristológico y toma en serio la regulación fundamental de la conciencia por la palabra de

Dios, para servir a Dios en el amor.

H.-Chr. Hahn

PARA LA PRAXIS PASTORAL

Al igual que la naturaleza mortal, también la facultad de distinguir entre el bien y el

mal pertenece a la esencia del hombre (cf. Gn 2, 17). Su relación con la comunidad, ya

desde antiguo, hizo indispensable la existencia de unas normas que debían ser observadas

con vistas a una regulación de la vida. El que, como Caín, las infringía se enfrentaba ipso

facto a la comunidad. Al hacerlo, se decidía por algo que era socialmente malo.

A la instancia que existe en el hombre, y cuyo influjo es determinante en orden a una

decisión en favor o en contra de la observancia de estas normas dadas de antemano, la

llamamos conciencia. Aparece como la ayuda orientadora decisiva que posee el hombre

para la totalidad de su obrar. En cuanto tal, no sólo surge tras algunas acciones, en el

sentido de un «juez interior» (Kant), que echa en cara al acusado su culpa, sino que puede

hacerse notar ya antes de una acción, disuadiendo o alentando. Si el hombre escucha la

voz de la conciencia y omite la acción que se proponía y que contravenía las normas

vigentes, la conciencia queda de nuevo tranquila. Entonces posee él una buena conciencia,

de la que dice el lenguaje popular que es como un almohadón blando.

Sin embargo, a la libertad relativa del hombre pertenece el que a veces él no preste el

menor oído a la conciencia que le aconseja la observancia de las normas, sino que intente

acallarla y dejarla fuera de juego. Pero que no es tan fácil acallar la conciencia lo muestra

p. ej. el remordimiento de conciencia que sigue a una mala acción. La conciencia se

convierte en acusador implacable y por esto no raramente, echando mano de un lenguaje

impropio, se le achaca la perversidad y la maldad que justamente ella pone al descubierto,

cuando p. ej. se habla de una conciencia «perversa» o «mala». La conciencia

acusadora y condenadora acosa continuamente al autor de una mala acción y le reprende

su error, le acompaña como una «sombra», de la que no puede liberarse. Le persigue

hasta en los sueños como al Beckmann que retorna al hogar en Draussen vor der Tur de

Borchert (cf. ThGvHippel: «Una mala conciencia... es acusador, juez, verdugo en una

pieza. El ruiseñor te canta: eres un ladrón, y la alondra: tú has robado»).

La literatura universal está llena de ejemplos que ilustran el proverbio: «la mala

conciencia es como un mal huésped, no da tregua ni reposo». Así p. ej. en Shakespeare el

agobio de la «mala conciencia» es descrito de un modo conmovedor en un monólogo de

Ricardo III: «¡Oh conciencia cobarde, cómo me acosas!/...¿Hay aquí un asesinato? No. —

Sí, yo estoy aquí.../Soy un miserable, —pero miento, ¡no lo soy!/¡Necio, habla bien de ti!,

—¡Necio, no halagues!/Pero mi conciencia tiene muchos millares de lenguas,/y cada

lengua da un testimonio diferente,/y cada testimonio me señala como un miserable».

El desasosiego causado por una conciencia cargada de malas acciones conduce a

veces a los hombres, no sólo a acallar su conciencia, sino a intentar destruirla. Por otra

parte, el que, a través de tales esfuerzos, pueda llegarse realmente a una mala fe total, es

menos importante que el hecho de que los hombres intentan constantemente dominar

sus conflictos de conciencia renegando de su conciencia y de sus exigencias, para afirmar

p. ej. con Ricardo III: «La conciencia es una palabra que sólo vale para los cobardes,/ha

sido inventada sólo como una barrera para los fuertes».

La historia de la humanidad demuestra suficientemente que existieron y existen

hombres sin escrúpulos, que reprimen las exigencias de la conciencia. Stanislaw J. Lee

pudo decir con agudeza: «Su conciencia estaba limpia. No la utilizó jamás». El egoísta

aparecerá como un hombre que no hace el menor uso de su conciencia, que sigue sus

deseos e inclinaciones sin ninguna consideración para con los demás. No necesita estar de

mala fe, en el estricto sentido de la palabra; en él se plantea la cuestión del carácter

normativo de su conciencia. He ahí el auténtico problema clave de este concepto central

de la ética. Pues «la conciencia es, no tanto una instancia normativa, que engendra el

contenido de la exigencia y lo establece, como una instancia verificadora que, en cuanto

conciencia normativa, enjuicia y controla lo que se ha de hacer o lo que se ha hecho»

(WSchrage).

Por consiguiente, lo decisivo aquí es quién determina la conciencia y cómo se calibra

esta norma crítica. Esta pregunta no puede responderla fácilmente el hombre egoísta.

Dicho con todas sus letras, son su propia utilidad y ventaja los únicos que valen para él

como principio normativo. La responsabilidad ante la comunidad o incluso ante un

poder trascendente, no desempeñan, por tanto, ningún papel digno de mención. El es

para sí mismo la medida de todas las cosas y, por tanto, también de su conciencia.

Sin embargo, pesa probablemente mucho más en la balanza la manipulación de la

conciencia por la sociedad que atenaza al individuo, manipulación que va en aumento

precisamente en nuestra época. El sociólogo americano David Riesmann designa este

fenómeno, que induce al hombre moderno a un «comportamiento conformista», como

«teledirección», y HSchelsky lo interpreta sin más «como una nueva forma de conciencia

». Sin embargo, ¿acaso esta conciencia gobernada desde el exterior es algo tan nuevo?

¿No ha sido siempre la regla general, al menos fuera del ámbito delimitado por el

cristianismo, y no lo fue luego también —en otra escala— en la llamada «sociedad

cristiana»? En todo caso, el hombre cuya buena conciencia consiste en la conformidad de

su obrar con el de la masa apenas puede sentirse impulsado a adoptar el papel del

inconformista que, si fuese necesario, estaría dispuesto a protestar con coraje cívico

contra la represión de la conciencia practicada por la sociedad.

En todo caso, sólo sería capaz de semejante «rebelión de la conciencia» un hombre

cuya norma de conciencia fuese p. ej. el imperativo categórico de Kant, o el que se sintiese

comprometido con un ethos humanitario, sea en el sentido de Camus (el no creyente dice

a los cristianos: «...yo continúo luchando contra aquel mundo en el que los niños sufren y

mueren...») o en el de Jaspers (Über Bedingungen und Móglichkeiten eines neuen

Humanismus: Sobre las condiciones y posibilidades de un nuevo humanismo). Pero,

¿durante cuánto tiempo será capaz de perseverar? Uno se pregunta si no llegará casi

inevitablemente a aquella situación que Bonhoeffer ha descrito con tanta claridad, y en la

que fracasan, tanto la comprensión idealista de la conciencia como la humanística: «El

hombre de conciencia se defiende en solitario contra el tremendo poder de las coacciones

externas que amenazan su libertad. Pero la envergadura de los conflictos en los que ha de

tomar una decisión —aconsejado y sostenido únicamente por su propia conciencia— le

lleva a un desgarramiento. Los innumerables disfraces, honorables y seductores, bajo los

cuales se le aparece el mal, llevan la angustia y la inseguridad a su conciencia, hasta tal

punto que termina por contentarse con una conciencia a salvo en lugar de buscar una

buena conciencia y, para no desesperarse, engaña a su propia conciencia...» (Widerstand

und Ergebung, 1955, 11 s). Lo que distingue al cristiano del humanista es su relación con

Dios. El no está solo en el mundo, sino que, en todas las situaciones, se sabe referido a

Dios. Dios es el que afina su conciencia; y ante él debe rendir cuentas el cristiano si es que

se entiende a sí mismo como «el responsable cuya vida no quiere ser otra cosa que una

respuesta a la pregunta y al llamamiento de Dios» (Bonhoeffer). Así pues, ni el egoísmo,

ni la «moral del buen término medio» (ESpranger), ni la «dictadura del hombre»

(Heidegger), ni tampoco el ideal humanista, comprometen la conciencia de un cristiano,

sino «sola y únicamente el mandamiento de Dios» (Lutero).

En la medida en que la conciencia del creyente se deja determinar por Dios, quedan

relativizadas para él las exigencias de absolutez de los poderes de este mundo. Precisamente

la vinculación a la voluntad de Dios que le sale al encuentro en el evangelio, da el

hombre la libertad. Naturalmente, semejante libertad de conciencia fundada en el

evangelio tampoco dispensa al cristiano de todos los conflictos que resultan p. ej. de

«exigencias éticas» que se excluyen recíprocamente (L0gstrup). El cristiano ha de intentar

constantemente conocer la voluntad de Dios válida personalmente para él en cada caso.

Para esto, por muy útiles que puedan serle la práctica y la experiencia del pasado, sólo le

sirven, a lo sumo, de orientación. Pues «la conciencia es algo en cada caso exclusivamente

mío para una situación dada» (HvOyen, 39). Además en situaciones extremas, la

obediencia de la fe puede incluso llegar a exigir la «suspensión ideológica de lo ético»,

esto es, el saltar por encima de normas universalmente válidas. Kierkegaard ilustra de un

modo penetrante esta problemática y, con ello, la acritud del posible conflicto de

conciencia que lleva consigo, con la historia del sacrificio de Isaac (Temor y temblor).

Cuando Tillich habla de una «conciencia transmoral que no juzga obedeciendo a una ley

moral, sino conforme a la participación en una realidad que rebasa la esfera de los

preceptos morales», se refiere sin duda a esta visión de la autonomía relativa de la

conciencia cristiana que viene dada en la fe.

Tal participación de la conciencia en el nuevo ser ha sido posibilitada de un modo

plenamente válido por la autorrevelación de Dios en Jesucristo. Desde la encarnación la

conciencia del cristiano sólo puede reconocer una instancia normativa absoluta: Cristo

mismo. Dado que Cristo encuentra en la palabra de la predicación a los hombres que han

vivido o viven después de la primera pascua, para ellos esto se concreta así: una

conciencia cristiana ha de orientarse a partir de la palabra. «La buena conciencia es la

conciencia que se encuentra a sí misma en el estar-en la palabra (Cristo)» (GJacob, Der

Gewissensbegriff in der Theologie Luthers, 1929, 49).

A partir de la palabra que se ha realizado cristocéntricamente, acontecen para la

conciencia humana dos cosas, que reflejan, entre otras, las experiencias de Pablo y

Lutero:

1. Que la «conciencia atemorizada» ante la ira de Dios (Lutero), es liberada de la

opresión de la ley, que en determinadas circunstancias le impulsa a la desesperación, en

cuanto que Cristo le es anunciado como el «fin de la ley».

2. A la conciencia liberada le resulta diáfano que ella sólo es libre cuando reconoce

como vinculante la reivindicación de soberanía de Cristo. De ese modo, «en lugar de la

autonomía idealista» —o de la heteronomía social— «de la conciencia», aparece «...la

obediencia de la fe, que, en la responsabilidad para con el prójimo delante de Dios, es

también libre para asumir la culpa ligada a la acción, en el ámbito de solidaridad

humana» (EWolf, RGG II, 19583, 1556).

Evidentemente, queda abierta también aquí la posibilidad de la conciencia errónea,

que tiene su fundamento en una mala inteligencia de la exigencia concreta de Cristo, o en

un juicio y aplicación falsos de supuestos conocimientos basados en la fe. Contra un error

semejante se muestra con frecuencia útil el «apoyo de una comunidad protectora»

(FDelekat), que, mediante el consejo y la oración, puede ayudar a asumir las responsabilidades.

De lo dicho, podemos concluir lo siguiente en orden a la praxis pastoral: se trata de

«si somos hoy capaces de comunicar el evangelio, o sea, la fe (de la que cabe afirmar que

es bona conscientiaj, de un modo convincente, que toque la conciencia, es decir, que la

libere y la vivifique (lo cual incluye también una muerte salvífica)» (GEbeling, 446).

H.-Chr. Hahn

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