Dios

SEÓQ [theós] Dios; 9ew<; [theíos] divino

I La etimología del término griego está aún sin esclarecer; seguro está sólo que originariamente fue un
predicado.

1. La religión griega es politeísta. Los dioses son presentados antropomórficamente como personas que
influyen de modo decisivo en el mundo y en el destino de los hombres, pero que a su vez dependen de un sino
superior. Puesto que no se trata de dioses creadores, no se piensa tampoco que sean totalmente extramundanos
—el cosmos incluye a dioses y hombres— ni omnipotentes en su actividad, sino «limitados en sus propiedades» o
«en sus aspectos». Por eso tampoco son justos en el sentido del AT. Los dioses griegos tienen figura y para ellos no
vale la frase: Dios es espíritu. Desde Esquilo se va abriendo paso una igualación de las distintas divinidades y una
convergencia hacia un ser divino, preparada por los presocráticos y el pensamiento trágico.

2. La interpretación filosófica de Dios es apersonal; pregunta por el origen de todas las cosas y por el
principio configurante del mundo. En el proceso racionalizante y etizante provocado por la crítica y la reflexión
filosófica se realiza una transformación importante del concepto griego de Dios. Las figuras divinas se espiritualizan
hasta que finalmente son sustituidas por conceptos generales como la «razón del mundo», «lo divino» o «lo
que es», que interviene en el mundo y lo forma en cuanto poder que da sentido y ordena. En el sincretismo
helenístico se asimilan unas a otras las distintas divinidades griegas y no griegas o hasta se las llega a igualar,
partiendo del convencimiento de que tras los múltiples nombres están las mismas esencias. Esto se ve especialmente
claro en el culto de Isis. No es raro que tales tendencias lleven a la adoración de una divinidad, entendida como
«dios supremo». El final de la evolución se alcanza en el neoplatonismo en el que lo divino es lo «totalmente
único» que escapa a toda objetivación y personificación. Es el ser en definitiva, pero se manifiesta por una serie de
hipóstasis y emanaciones en el mundo, puesto que es la base y fuerza originante de cuanto existe.


II La religión israelítico-judía es monoteísta y personalista.

1. En el AT 'él, 'elóah y 'elóhim son designaciones de Dios emparentadas en su raíz. Junto y alternando con
ellas está el nombre individual de persona: Yahwéh (cf. ThWb III, 79). Las denominaciones cúlticas formadas con 'él
están normalmente vinculadas a un santuario local.

'el, término común a todas las lenguas semíticas, aparece como apelativo (el Dios, Dios) y también como
nombre propio de un dios determinado. Se ve especialmente claro en los textos de Ugarit, situado en la Siria
septentrional (s. XIV a. C). Lo mismo vale tanto para los cananeos del segundo y primer milenio a. C. como para
los patriarcas, aunque para éstos 'él no es naturalmente el Dios supremo de un panteón, sino el único Dios, al que
veneran a causa de su revelación. Aparece como 'él 'elybn (Gn 14, 18-22, Melquisedec), 'él roí(Gn 16,13), 'él 'ólám
(Gn 21, 33, Abrahán), 'él bét 'él (Gn 31, 13; 35, 7, Jacob), 'él, Dios de Israel (Gn 33, 20). El santuario de Siquem
parece haber sido el primero de la asociación de las doce tribus (Jos 24).

En el AT sólo raramente se emplea 'elóhim como plural numérico ( = los dioses). Con el plural 'elohim puede
designarse también un dios gentil (cf. Jue 11, 24; 1 Re 11, 5; 2 Re 1, 2). En Israel el plural se entiende como pluralis
amplitudinis: Dios es el Dios que lo es verdaderamente y en el pleno sentido de la palabra.

El nombre de Dios Yahwéh procede probablemente de la raíz hwh = hyh y significa el que es. A Moisés se reveló
como el «Yo soy» (Ex 3,14; ThBoman, Das hebráische Denken, 27 ss, supone que háyáh en hebr. significa más bien
«actuar» que «ser». En tal caso habría que traducir: actué como actué, es decir, en la historia salvífica. Cf. GvRad,
Teología del AT I, 234 ss). Como muestra Ex 3, 15, Yahvé es idéntico con el Dios de los padres: el de Abrahán,
Isaac y Jacob. Pero —siguiendo a Ex 3, 13 s— Israel, como comunidad de Yahvé, fue fundada por Moisés. Puesto
que Yahvé es nombre de persona, este concepto incluye en sí la idea personal. Yahvé es ante todo el Dios que le
concierne a Israel, el Dios que no tolera a ninguno de los otros dioses en el ámbito de su poder y dominio; es el
Dios que celosamente cuida de que sólo a él se le tribute culto (Ex 20,2 s). Ha elegido a Israel y pactado con él. Con
ello se ha establecido entre Dios y su pueblo una relación de fidelidad que no se debe romper. Quien en Israel sirve
a otros dioses, comete una traición.

La fe en la superioridad del Dios de Israel sobre todos los demás dioses llevó a la formulación del moneteísmo
absoluto sólo en el correr de la historia. Se supone que fue Jeremías el primero que defendió la idea de que los
dioses paganos no son dioses (Jer 2,11). Pero sólo el Dtls llegó a expresar plena y perfectamente esta convicción. El
Dios de Israel es el señor absoluto, cuya soberanía llena toda la tierra (Is 6, 3). No hay más dioses que ese único (Is
41, 4; 42, 8; 43, 10 ss; 45, 3.6; 48, 11).

2. Los LXX se caracterizan por la helenización del monoteísmo israelítico-judío y la reducción de las
denominaciones de Dios. Los términos hebreos 'él, 'elóah y 'elóhim, p. ej., se traducen normalmente por theós y
como excepción por KÓpiog [kyrios] u otras expresiones. Por 'él aparece además de theós y kyrios unas 20 veces
iaxopóg [ischyrós] y también: iñvapiq [dynamis] (Neh 5, 5) o &Dváaxr¡q [dynástés] (Eclo 46, 7.10). Al nombre
Yahwéh o Yah, traducido la mayoría de las veces por kyrios, «le corresponde theós sólo unas 330 veces» (ThWb II,
79).

3. El AT no contiene definición alguna completa del concepto de Dios, pero sí que dice toda una serie de cosas
que caracterizan su naturaleza y tienen su base en la revelación divina. Tampoco existe en el AT teogonia alguna;
no se va más allá de la constatación de que Dios existe. Es el primero y el último (Is 41,4; 44, 6; 48,12), el eterno, el
omnipotente y el viviente (Sal 36, 10), el creador del cielo y de la tierra (Gn 1, 1; 2, 4 y passim); el Señor que dirige
los destinos de los pueblos y que ha hecho de Israel el pueblo de su propiedad (Ex 19, 5 s). Por eso está bajo su
protección especial. Lo guía y lo dirige, le hace promesas, pero también le amenaza con sus juicios cuando se va por
sus propios derroteros. Dios es el Dios que ordena y exige, que manifiesta su voluntad y reclama obediencia. La
historia de Israel es la historia de Dios con este pueblo. Así que la fe de Israel en Dios está fundada histórica y
teológicamente.
A la concepción personal de Dios corresponde el que Dios sea capaz de todas las mociones que puede tener una
persona: amor, ira, arrepentimiento y otros sentimientos. Mas, aunque se le pueden aplicar propiedades humanas,
sin embargo, no se le puede comparar a ningún ser humano (Os 11, 9). El Dios trascendente que habita en una luz
inaccesible, está por encima del tiempo y el espacio y por eso es único en su divinidad, intraducibie en imágenes e
ilocalizable (cf. Ex 20, 4). Es el rey eterno (Is 52, 7), dominador sobre todos los reinos del mundo (Is 37, 16).

La característica fundamental del ser de Dios la expresa el término «santo», que se ha convertido en el AT en el
predicado de Dios por antonomasia. El es el santo (Is 40, 25; Hab 3, 3; Os 11, 9). Pero el Dios santo, que está por
encima del mundo, sale de su ocultamiento mediante su palabra y su actuación reveladoras y se comunica a su
pueblo mediante pruebas siempre nuevas de su poder y gloria (cf. -» santo).

El Dios santo es justo en todo lo que hace (Sal 7,10 y passim). Es el juez que condena la injusticia y ante el que el
hombre tiene que dar cuenta. Pero el AT testimonia asimismo su -> gracia y -> misericordia (Ex 34, 6; Sal 103, 8 y
passim). Regala sus consuelos al piadoso (Job 15,11), lo bendice y le ayuda en la necesidad (Sal 45, 8; 90, 1; 94, 22).
Mediante la relación personal entre Dios y su pueblo se da también la conexión yo-tú entre Dios y cada uno de los
piadosos, pudiéndose dirigir a él por la oración en todos los azares.

En el AT a Dios se le llama también Padre; lo es para Israel (Ex 4, 22 s; Dt 32, 6; Is 63, 16; Jer 31, 9; Os 11, 1).
Mas al pleno conocimiento de la gracia y el amor divinos que abarcan todo el mundo se llega sólo por la revelación
de la nueva alianza. Con todo, ya el AT testifica que Dios perdona las transgresiones y pecados (Ex 24, 6 s). Se
apiada de los suyos con misericordia eterna (Is 54, 8) y se preocupa en especial de los pobres y desgraciados, de las
viudas y huérfanos (Is 49,13; Sal 146, 9). Por eso Dios ya en el AT no es sólo aquel a quien debe temer el hombre
pecador, sino que le inspira al mismo tiempo confianza y amor, porque y en cuanto que él mismo ama a su pueblo
escogido.

4. El judaismo tardío sigue invariablemente fiel al único Dios y combate con ardor el politeísmo gentil. Pero
ve actuar a ese único Dios a través de una serie de seres intermedios y angélicos. En la apocalíptica se incorporan
concepciones dualistas. Por ello el convencimiento monoteísta fundamental del AT adquiere el carácter de un
«monoteísmo dinámico» (ThWb III, 96).
El rabinismo dio mucho valor a evitar el nombre de Dios: para ello puso en su lugar todo un sistema de
sustitutivos (ThWb II, 94): el «cielo» (ha sámayim) y el «Señor» Cadónay); posteriormente se decía simplemente el
«nombre» (ha sém). Existían además formas abstractas como: la «gloria», el «poder», la «morada (de Dios)».

5. Los esenios (la comunidad de Qumrán) asimilan el dualismo cosmológico influido probablemente por el
parsismo (Dios y Belial, luz y tinieblas, espíritu de la verdad y espíritu de la maldad). Le corresponde la
contraposición antropológica de carne y espíritu, piadosos e impíos, hijos de la luz e hijos de las tinieblas. Pero el
dualismo de los dos espíritus que dominan el mundo está supeditado a la idea fundamental del AT y del judaismo
sobre Dios como creador del universo; pues él creó los espíritus de la luz y de las tinieblas, sobre los que funda su
obra (1QS 3, 25; cf. 3, 19-26).
En los escritos de Qumrán hay una serie de apelativos para Dios. No es sólo el creador del mundo y de los
hombres, sino también y de modo especial «el Dios de Israel» (1QM 1, 9 s; 14, 4; 18, 6), «el padre de los hijos de la
verdad» (1QH 9, 35). Su majestad y su gloria se manifiestan en que se le llama el «principe Dios», el «rey de los muy
honrados», el «señor de toda la creación» (1QH 10, 8), el «altísimo» o el «más excelso de todos» (1QS 4, 22;
lQGenAp 2,4; 20,12), el «Dios de los dioses» (1QM 14,16), el «rey de reyes» (ibid.) y «dominador sobre todos los
reyes de la tierra» (lQGenAp 20, 13). Es el «Dios de los saberes» (1QS 3, 15; 1QH 1, 26), lleno de profundos e
inescrutables misterios (1QS 11, 5; 1QH 10, 3; 12,13), que contiene en sí todo saber (1QH 12,10) y, en consecuencia,
es la fuente del conocimiento (1QS 10,12). El Dios eterno (1QH 13,13) es el sabio (1QH 9, 17), justo (1QH 11, 7.18;
14,15; todas sus acciones son justas 1QH 13,19), el veraz (1QH 15, 25) y santo (1QM 19,1), y también el Dios lleno
de gracia, benevolencia, bondad y misericordia (1QH 4, 32.37; 7, 30 s; 9, 34; 10,14.16; 11,29) que perdona el pecado
y purifica a los hombres de la deuda y las «abominaciones del engaño» mediante su justicia (1QH 4, 37; cf. 1QS 11,
14; lQHFrg 2, 13). De él parten los juicios (1QS 10, 18) y asimismo las pruebas de favor en la historia y la vida del
individuo (1QS 10, 16 y passim).

Todo esto lo experimentan los piadosos que pertenecen a los hijos de la luz. Por la gracia y la bondad de Dios
reciben justificación y expiación (IQS 11,13 s). Mas ante todo se les comunica mediante revelación y enseñanza el
conocimiento de los misterios (-> misterio) de Dios y sus proezas que están ocultas a los hombres (IQH 11, 9 s.17).

La doctrina de los esenios sobre Dios es estrictamente determinística, lo que constituye su característica
esencial. La actuación de Dios está determinada por un plan fijo (IQS 3, 15; 11, 11; IQH 18, 22 y passim). Sin su
voluntad no ocurre nada (IQS 3, 15; 11, 17.19; IQH 1, 20; 10, 9), pues todo mando está en su poder.

Lo dicho vale también y en especial para la vida personal. El piadoso poeta confiesa: «Tú no has dejado que mi
suerte cayera en la comunidad del engaño, ni has colocado mi puesto en la congregación de las tinieblas» (IQH 7,
34). «Desde mi padre me has elegido y desde el seno materno me has consagrado» (IQH 9, 30). Su mano lo dirige
siempre y su justa corrección acompaña su descamino (IQH 9, 32 s). Puede hablar sólo porque Dios le abre la boca
(IQH 11, 33). Dios determina todo su pensar y planear (IQH 10, 5 s).

Las concepciones escatológicas se hallan igualmente sometidas a un fuerte determinismo. Dios ha creado a los
justos para eterna salvación y paz perpetua, mientras que a los «malos», para el tiempo de su ira (IQH 14, 15 ss);
desde el seno materno están «consagrados para el día de la matanza» (ibid., 14,17). A la «suerte» de Belial el juicio
le traerá perdición eterna (1QM 1, 5), serán destruidos todos los varones del «engaño» (IQH 4, 20).

El influjo de los textos de Qumrán sobre el NT se ha exagerado con frecuencia. Al menos en la doctrina sobre
Dios no se ven verdaderas relaciones. El cristianismo primitivo es mucho más independiente que lo que con
frecuencia se piensa en la formulación de sus ideas teológicas. (Lo dicho vale asimismo en cuanto a la
incorporación de concepciones de la apocalíptica del judaismo tardío y del gnosticismo, en el sentido de que se las
haya aprovechado para la teología y la predicación primitivas).

6. El concepto de Dios en Filón se caracteriza por intentar compaginar la concepción veterotestamentaria de
Yahvé con la idea de Dios en el platonismo y estoicismo. Al hablar del Dios de Israel distingue entre ó SEÓQ [ho
theós] y ó KÓpwg [ho kyrios]. Ho theós es el Dios bueno, el creador; ho kyrios es el regio soberano del mundo. Con
theós sin artículo puede referirse al «segundo Dios», al lógos. Además Filón emplea abundantemente el concepto
filosófico xb Ssíov [tó theion], lo divino. Para Filón Dios es totalmente trascendente y, sin embargo, es también la
fuerza que actúa en todo. El mismo engendra las ideas originales y las introduce en el mundo visible. El lógos es el
mediador de la creación y de la revelación.


III El modo de hablar de Dios en el NT se basa totalmente en el concepto que sobre
él tiene el AT y el judaismo, pero el acento se pone sobre otros aspectos: se trata del Dios
cercano, del Padre de Jesucristo, él justifica por libre gracia (cf. el concepto paulino de la
-»justicia de Dios), su acción electiva rompe definitivamente todo exclusivismo. Pero es
el mismo Dios el que se revela aquí y allí y cuya decisión de salvar se promete allí y se
cumple aquí.

1. El Dios único
a) Theós es la designación de Dios más empleada en el NT. La fe en el Dios uno,
único y singular (Mt 23, 9; Rom 3, 30; 1 Cor 8, 4.6; Gal 3, 20; 1 Tim 2, 5; Sant 2,19) es un
dato firme en la tradición del primitivo cristianismo. El mismo Jesús ha hecho suya la
profesión fundamental de la religión judía y ha citado expresamente (Mt 12,29 s) la sema'
(Dt 6, 4 s). Con ello se garantiza en este punto la continuidad entre la antigua y la nueva
-> alianza, pues el Dios al que adoran los cristianos es el de los padres (Hech 3, 13; 5, 30;
22,14), el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob (Hech 3, 13; 7, 32; cf. Mt 22, 32; Me 12, 26; Le
20, 37), el de Israel (Mt 15, 31; Le 1, 68; Hech 13,17; cf. 2 Cor 6,16; Heb 11,16) y el Dios de
Jesucristo (2 Cor 1, 3; Ef 1, 3; 1 Pe 1, 3). Lo mismo que antes Dios hizo a Israel su pueblo,
así se ha elegido ahora a los creyentes en Cristo para propiedad suya como linaje
escogido y pueblo santo (Hech 15,14; 20,28; 1 Pe 2,9; Heb 11,25). En él se cree (Rom 4, 3;
Gal 3, 6; Tit 3, 8; Sant 2,23; Heb 6,1; 1 Pe 1,21), en él se espera (Hech 24,15; Rom 4,18; 2
Cor 3,4; 1 Pe 3, 5), a él se dirige la plegaria. La comunidad de Jesús no debe tener junto a
Dios ningún ídolo, ni el dinero (Mt 6, 24), ni el «vientre» (Flp 3,19), ni las potestades del
cosmos (Gal 4, 8 ss). Ella tiene que servir únicamente a él, hacer su voluntad y serle fiel.

b) La profesión de fe en el único Dios aparece en Ef 4, 6 en una forma ampliada («un
Dios y Padre de todos que está sobre todos, entre todos y en todos») que —probablemente
debido a influjos judeo-helenísticos— alaba la omnipresencia de Dios. Parecidas
fórmulas, relacionadas o con Dios o con Cristo, se hallan en Rom 11, 36; 1 Cor 8, 6.

c) El Dios único es el Dios viviente y el único verdadero (Rom 3, 30; Gal 3,20; 1 Tes
1,9; 1 Tim 1,17; 2,5; Jds 25; cf. Jn 17, 3). Es el Dios que no conocen los gentiles (1 Tes 4, 5).
Cierto que Pablo cuenta con la existencia de esos «pretendidos» dioses que en cuanto
potencias demoníacas tienen poder sobre los hombres, pero para los cristianos no hay
más que el único Dios (1 Cor 8, 5 s). Mas aunque las axoixaa [stoicheia], veneradas
anteriormente por los gálatas (-> ley, art. axoi^eia [stoicheia]), no tienen dignidad ni
poder de dioses, pueden, con todo, meterse entre la joven comunidad y su Dios
separándola de él (Gal 4, 8 s).

A este único Dios se le llama «nuestro Dios» (Hech 2, 39; 2 Pe 1,1; Ap 4,11; 7,12; 19,
5). Sobre todo según Pablo, cada creyente puede hablar de él como de su Dios de modo
totalmente personal (Rom 1, 8; 1 Cor 1, 4; 2 Cor 12, 21; Flp 1, 3; 4, 19; Flm 4). La fe en el
único Dios exige el distanciamiento de todo ser gentil. Por eso en la predicación misional
van parejos el testimonio de Dios con la lucha contra el culto a los ídolos (Hech 14,15; 17,
24 s; 19, 26).

d) De la confusión pagana reinante en el entorno del NT y de la abundancia
embrollante de sus creaciones locales nos facilita rica información sobre todo, junto con
las cartas, Hech. Según la descripción allí dada, Pablo quedó dolorosamente impresionado
de las muchas imágenes de dioses y de los santuarios que encontró en su recorrido por
la ciudad de Atenas (Hech 17, 16.23). De la impresionante relación de Hech 19, 23-41 se
desprende lo mucho que el culto de Artemis dominaba la vida religiosa de Efeso. Aquí
tuvo lugar un fuerte choque con los plateros que sacaban pingües ganancias de la
fabricación de pequeños templos de Artemis y que se sentían amenazados en su existencia
económica por la predicación de Pablo. Sobre la importancia de las comidas rituales en
el culto gentil nos habla 1 Cor 8, 1-7. La magia juega un gran papel en la época
helenística; se menciona en Hech 8, 9 (Samaría); 13, 6 (Chipre) y 19, 13 ss (Efeso). Aquí se
llegó a quemar públicamente los libros mágicos como consecuencia del eficaz testimonio
del mensaje cristiano de salvación (Hech 19, 19).

La conversión al Dios verdadero y viviente la tomaron los que se hicieron creyentes
como un regalo de la gracia, pues habían sido liberados de la esclavitud del culto a los
ídolos (1 Tes 1,9). Pero para ciertos cristianos el poder fascinante de los cultos gentiles no
había perdido totalmente su fuerza. Por ello declara Pablo a los corintios: «No quiero
que (en las comidas rituales paganas) entréis en contacto con los demonios» (1 Cor 10,
20), pues los gentiles ofrecen sus sacrificios a seres demoníacos y no a Dios.

2. El Dios supramundano
a) Dios es el creador, conservador y señor del mundo (Hech 17, 24; Ap 10, 6), el
constructor del universo (Heb 3, 4). Desde el cielo ejerce su señorío, pues el cielo es su
trono y la tierra el estrado de sus pies (Mt 5, 34; 23, 22; Hech 7, 49). Es el omnipotente
para el que nada es imposible (Me 10, 27). Nadie puede impedir ni destruir su obra (Hech
5, 39; cf. 2 Tim 2, 9). Es el altísimo (Me 5, 7; Le 1, 32; Hech 7, 48; 16,17; Heb 7,1), el gran
rey (Mt 5, 35), el rey de los pueblos (Ap 15, 3).

b) La -»• oración es un poderoso testimonio de la fe en el Dios supramundano, pues
se dirige al Dios que está en el cielo (Mt 6,9; cf. Jn 17,1), pero que escucha aquí al orante.
Ahora se oponen todavía al señorío de Dios en la tierra las fuerzas satánicas y
demoníacas. Por eso la comunidad de Jesús pide la plena revelación de su fiwÚEÍa
[basileía] (-» reino), la perfecta realización de su voluntad («así en la tierra como en el
cielo», Mt 6,10) y la santificación de su nombre (Mt 6,9). Cierto que en Jesús irrumpe ya
el reino de Dios; lo prueban sus obras poderosas y sus milagros. El se introduce en el
reino de Satán y expulsa los demonios con el «dedo de Dios» (Le 11, 20), pero la plena
instauración del señorío de Dios vendrá con el eón futuro. Entonces destruirá Cristo los
poderes enemigos de Dios (1 Cor 15, 24; 2 Tes 2, 8; Ap 21, 8.27) y, tras esta última tarea a
él confiada, Dios será todo en todo (1 Cor 15, 28).

3. La condición de persona en Dios
a) Tratándose de Dios, quizás sea más acertado hablar de su condición de persona
que de su persona, pues la aplicación del concepto humano de persona a Dios no es
totalmente apropiado a su naturaleza. No podemos, en verdad, figurarnos a Dios como
una -> forma limitada. Por otra parte no tenemos otra posibilidad de hablar de él más
que en conceptos pertenecientes al ámbito de nuestras categorías mentales. Sin embargo,
si se prescinde de la personalidad de Dios o se la limita, entonces el concepto de
revelación pierde su sentido. El Dios despersonalizado no es el Dios del NT.

El Dios de que testifica el NT, habla y actúa, es decir, se revela por la palabra y la
acción. Obra con soberana y plena independencia (Jn 5, 17), manifiesta su voluntad
ordenando y exigiendo y lleva todo a la meta por él determinada. Después de haber
hablado a los padres en la antigua alianza de diversas maneras por los profetas, «nos» ha
hablado en esta etapa final por el Hijo, que es reflejo de su gloria e impronta de su ser
(Heb 1, 1 s). En la predicación de la palabra se dirige personalmente a cada hombre y
acoge en su comunión a todos los que creen en Jesús. En el NT hay innumerables
ejemplos para esta relación yo-tú totalmente personal, lo que constituye la característica
de una auténtica piedad bíblica. Sin ella le faltaría a la fe cristiana en Dios la profundidad
definitiva.

b) A la condición de persona de Dios pertenece el que es -> espíritu (Jn 4, 24). De él
salen actividades espirituales y de poder. El espíritu de Dios ha descendido sobre Jesús en
el bautismo (Mt 3, 16; cf. 12, 18). Lleno de este espíritu ha actuado como el mesías
enviado de Dios. En Mt 12, 28 se dice expresamente que ha expulsado los espíritus malos
por el espíritu de Dios. Los cristianos se caracterizan por el hecho de no tener el espíritu
del mundo, sino el de Dios (1 Cor 2,12), pues el hombre natural no capta lo que viene del
espíritu de Dios (1 Cor 2,14 s). Sólo el hombre espiritual está en condiciones de conocer a
Dios (l'Cor 2,11) y de penetrar en las profundidades de la divinidad. Dios por el espíritu
ha revelado al cristiano su misteriosa verdad (1 Cor 2, 10). Habita en ellos y así se
convierte en poder configurante de su ser (1 Cor 2, 11).

Pero el conocimiento de los cristianos en este mundo tiene sus límites. En la libre
actividad salvadora de Dios hay «tiempos y plazos» de futura revelación que él se ha
reservado (Me 13, 32; Hech 1, 7; 1 Tes 5, 2). «Juicios» que son incomprensibles y
«caminos», inescrutables (Rom 11, 33). Al mismo tiempo, mediante la predicación del
mensaje de salvación, han sido revelados los misterios que habían estado ocultos en Dios
desde siempre, y por medio de la comunidad ha calado hasta los poderes cósmicos el
saber sobre la multiforme sabiduría de Dios (Ef 3, 8-10). El mismo Pablo se sabe
administrador de los misterios de Dios (1 Cor 4, 1; -» misterio).

En 1 Cor 6, 11 el apóstol dice que el espíritu de Dios (en unión con el nombre del
Señor Jesucristo) ha purificado, santificado y justificado a los cristianos. Gracias al
espíritu divino que actúa en ellos son hombres que ya no caminan en la carne, sino en el
espíritu y en conformidad con él (Rom 8, 9 ss).

El espíritu de Dios causa también la recta profesión de fe en Cristo. En las situaciones
de sufrimiento da él la palabra necesaria para defender y confesar el evangelio (Mt 10,20).
El espíritu descansa precisamente sobre quienes son perseguidos por el nombre de Cristo
(1 Pe 4, 14).

c) La condición de persona en Dios tiene una expresión especialmente característica
en la profesión de que Dios es el -> Padre. Con ello se especifica ante todo la relación de
Jesús con Dios. En cuanto hijo único, está unido con él de una manera especial. En la
oración lo llama «Abba, Padre» (Me 14, 36) o «Padre» (Mt 11, 25 s; Le 23, 34; Jn 11, 41;
17, 1.5.11). En otras partes habla de él también como de su Padre celestial (Mt 10, 33; 16,
17; Jn 10, 37 y passim). Con más fuerza que en los sinópticos se resalta en el evangelio de
Juan la relación Padre-Hijo existente entre Dios y Jesús (unas 80 veces). Jesús ha dado
igualmente a sus discípulos el derecho de dirigirse a Dios llamándolo «Padre nuestro»
(Mt 6, 9; Le 11, 2). Cada uno se dirige a su Padre de modo totalmente personal en las
silenciosas habitaciones domésticas (Mt 6, 4.18). Además el nombre de Padre se aplica a
Dios en las alegorías y parábolas (así Le 15, 11 ss). En cuanto Padre, Dios es el Dios
cercano al que se puede dirigir el hombre con confianza creyente en todos sus problemas.
Además de esto, Dios es el conservador de la criatura por él creada, se preocupa de ella
con paternal bondad y la rodea de sus cuidados (Mt 6, 26-32; 10, 29-31).

En las cartas del NT se habla, en la forma solemne de la profesión de fe, del Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo (Rom 15, 6; 2 Cor 1, 3; Ef 1, 3; Col 1, 3; 1 Pe 1, 3). Por
Cristo se mantienen los creyentes en una relación filial con Dios. Su espíritu les atestigua
que son sus hijos (Rom 8, 16). Por eso pueden gritar también en la oración: «Abba,
Padre» (Gal 4, 6; Rom 8, 15). Esto representa un regalo de la gracia causado por el
espíritu del Hijo.

Un matiz especial tiene la idea de la filiación divina en 1 Jn. Aquí no se habla ya
(como en Pablo) de adopción, de tomar a uno por hijo, sino de engendramiento: los
cristianos son hijos de Dios, porque él los ha engendrado (1 Jn 3, 9 y passim). Es decir, el
origen de su nuevo ser está única y exclusivamente en Dios (1 Jn 4, 4). A esto se unen
expresiones de carácter místico. Juan conoce no sólo una mística de Cristo, sino otra de
Dios. Verdadera comunión con él existe solamente si los cristianos se mantienen en Dios
y Dios en ellos (1 Jn 4, 16). Pero siendo Dios amor, lo dicho significa: permanecer en el
amor. De la profunda e íntima relación con Dios se deduce una obligación ética muy
concreta: el amor fraterno que tiene que llevar a una acción de ayuda práctica (1 Jn 3,
16 s).

4. Las propiedades de Dios
a) En el NT no hay una doctrina completa, sistemáticamente ordenada, sobre las
propiedades divinas, pero se encuentra una serie de referencias, en concreto en oraciones
o fórmulas de fe y en testimonios sobre la acción de Dios. Menos que en el AT se habla de
la santidad de Dios (Jn 17, 11; 1 Pe 1, 15; Ap 3, 7; 4, 8; 15, 4), de su ira (actual y futura:
Rom 1, 18; 2, 5; 9, 22; Ef 5, 6; 1 Tes 1, 10; Ap 6, 17; 11,18; 14,10) y de su gloria (Hech 7, 2;
Rom 1, 23; 6,4; Ef 3,16; 1 Tes 2,12; Tit 2,13; Ap 15, 8; 21,11.23). Lo contrario ocurre con
el señorío de Dios (cf. -> reino) que forma el núcleo de la predicación de Jesús en los
sinópticos; en la de los apóstoles, sin embargo, se queda un poco en segundo plano frente
al mensaje de Cristo. Sólo una vez se llama a Dios xéleíoQ [télelos] en el sentido de
perfección moral (Mt 5, 48). Con más frecuencia se habla de la voluntad de Dios (de su
voluntad que manda, exige y favorece), de sus decisiones misteriosas (Hech 20, 27 y
passim) en especial en lo referente a la salvación (sobre todo en Ef 1, 3-11). Pablo acentúa
con energía la fidelidad de Dios (Rom 3, 3; 1 Cor 1,9; 10,13; cf. 2 Cor 1,18). Dios se atiene
a sus promesas y las cumple (Rom 9, 6 ss). Referente a Israel se dice que los dones de Dios
y su elección son irrescindibles (Rom 11, 29). Dios no miente (Heb 6,18; cf. Tit 1, 2), sino
que es más bien absolutamente digno de fiar; su testimonio es válido sin restricciones (Jn
3, 33).

b) Dios es el eterno (Rom 16, 26), el único sabio (Rom 16, 27). Además se hallan
ideas comunes también en el lenguaje filosófico de aquel tiempo. Así se le llama el
invisible (Rom 1, 20; Col 1,15 s; 1 Tim 1,17; Heb 11, 27), el que no pasa (Rom 1,23; 1 Tim
1, 17). En 1 Tim 1, 11; 6, 15 se le llama el Dios «santo» con un atributo tomado del
judaismo helenístico. La doxología de 1 Tim 6,15 s, que empalma con el acervo oracional
de la sinagoga helenista, confiesa con solemnes palabras que Dios es el único dominador,
el rey de reyes, el señor de los que gobiernan, el único inmortal, el que mora en una luz
inaccesible y al que ningún hombre ha visto ni puede ver. Influencia helenística denota
asimismo la designación que se da a Dios en el discurso de Pablo en el Areópago (Hech
17,24): Dios ha hecho el mundo y cuanto hay en él. El Señor de cielo y tierra no habita en
templos edificados por hombres, ni pueden servirle tampoco manos de hombres, como si
necesitara algo, sino que, al contrario, es él mismo quien da a todos los seres vida, aliento
y todo lo demás. Pero por muy raras que parezcan algunas expresiones, lo que a Pablo le
interesa es dar testimonio del Dios viviente y verdadero. Este es el Dios que los gentiles en
Atenas llegan más bien a presentirlo que a verlo claro y al que han edificado un altar con
la inscripción: «A un dios desconocido» (Hech 17, 23). Para su actividad misionera, el
apóstol puede llegar a servirse de palabras de poetas griegos que llevan la impronta de
una mística panteísta; así en Hech 17, 28: «En él (Dios) vivimos, nos movemos y
existimos» (Arato, Phaenomena 5). El apóstol no pretende otra cosa que expresar el
testimonio bíblico de la omnipresencia de Dios y la semejanza del hombre con él. La
predicación del primitivo cristianismo incorpora sentencias del ambiente religioso, si con
ello puede hacer comprensible el mensaje sobre el Dios viviente y verdadero; utiliza
fórmulas místicas panteístas, a veces incluso gnósticas sin renunciar a la sustancia
cristiana. Todo contribuye a la gloria de Dios que se ha revelado en la creación, en la
historia, en la palabra profética y en Jesucristo.

c) Un concepto central de la teología paulina es la -»justicia de Dios (Rom 1, 17; 3,
21 s; 9, 30; 10, 3; 2 Cor 5, 21; Flp 3, 9 y passim). Se trata de una justicia que juzga y que
salva también. Dios es justo al condenar a la humanidad pecadora. Lo es igualmente
cuando da su perdón a los hombres que creen en Cristo y en la salvación por él operada.
Por Cristo, en el que Dios mismo ha ofrecido el sacrificio expiatorio por la culpa de la
humanidad, no les toma en cuenta los pecados, sino que los declara justos. La 6iKawaúvr¡
Í)EOÜ [dikaiosyné theoú] forma la base de la doctrina paulina de la justificación.

d) Puesto que la acción salvadora ha partido de Dios, se le llama (junto con Cristo)
el G(oxr\p [sdter], el salvador (1 Tim 1, 1; 2, 3; 4, 10; Tit 1, 3; 2, 13; 3, 4), pues él ha sido el
que envió a su hijo al mundo (Gal 4,4) y lo entregó a la muerte por nosotros (Jn 3,16; 1 Jn
4, 10; cf. Rom 8, 32). La acción salvadora de Dios se anuncia en la palabra de la cruz,
entendida por los creyentes como fuerza y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 18.24), pues por la
acción de Dios Cristo ha sido hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y
redención (1 Cor 1, 30; -» redención).

Pablo puede llamar a todo el mensaje de redención anunciado al mundo «el evangelio
de Dios» (Rom 15,16; 1 Tes 2, 2; 1 Tim 1,11; cf. asimismo 1 Pe 4,17). A todo el que cree, le
trae salvación (Rom 1,16; cf. 1 Cor 2, 5). El ofrecimiento de redención que se opera en la
predicación es universal. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4), pues su gracia salvadora ha aparecido para todos
(Tit 2, 11).

Mas la fuerza de Dios no sólo es efectiva en el evangelio, sino que se ha mostrado
poderosa desde siempre. En las obras de la creación puede reconocer el hombre el ser
invisible de Dios (Rom 1, 20). Su fuerza fue asimismo la que hizo resurgir a Cristo de entre
los muertos (Hech 2, 24.32 y passim; Rom 8, 11; 10, 9 y passim; cf. 2, 24.32 y passim),
iniciando con ello la nueva creación de la humanidad y del universo. Desde ahora
experimentan los creyentes lo extraordinario de la fuerza divina (2 Cor 4, 7), su vigor que
actúa irresistible (Ef 1, 19; 3, 20). El apóstol ora para que siempre se fortalezcan en el
hombre interior por el espíritu de Dios, según la riqueza de su gloria (Ef 3, 16). Pero la
meta definitiva de la fe, del conocimiento y del amor consiste en llenarse con toda la
plenitud de Dios (Ef 3, 19).

En Juan se halla también una expresión que no vuelve a aparecer en el NT: «tener a
Dios (o al Padre)» (1 Jn 2,23; 2 Jn 9). Eso, que implica el tener al Hijo (1 Jn 5,12), depende
de la plena profesión de fe en Cristo, libre de todo error (1 Jn 5,11; -> solidaridad, art. exco
[echó]).

e) El poder salvador de Dios se expresa en una serie de genitivos unidos al
sustantivo Dios. El es el Dios de la paz (Rom 1, 53; 16, 20; 1 Tes 5, 23; Flp 4, 9; 1 Cor 14,
33; cf. Heb 13, 20), de la piedad (Le 1, 78), el Padre de la misericordia y el Dios de todo
consuelo (2 Cor 1, 3; cf. Rom 12,1), de toda gracia (1 Pe 5,10.13), el que nos ha bendecido
en Cristo con la abundancia y la riqueza de su gracia (Ef 1, 7), el Dios del amor (2 Cor
13, 11).

f) Pero toda la profundidad de su ser se expresa en esta sentencia: Dios es amor (1 Jn
4, 8). Su -> amor abarca al mundo perdido que se ha apartado de él; el amor es la base
definitiva de su acción liberadora y salvadora. Ha probado el amor entregando a su hijo
a la muerte para que cuantos creen en él tengan vida eterna (Jn 3, 16). Mas su amor se
centra ante todo en los creyentes: Dios nos ha amado (1 Jn 4, 10), somos los amados de
Dios (Col 3, 12).

Todo amor verdadero tiene su origen en Dios (1 Jn 4, 7). Quien no ama, no ha
conocido a Dios (1 Jn 4, 8). El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu santo (Rom 5, 5). El amor es el don supremo sin el cual los demás carismas
no tienen importancia alguna (1 Cor 13).

Como Dios del amor, es rico en bondad, mansedumbre y paciencia (Rom 2,4). En Tit
3, 4 se habla de la bondad y amistad de Dios con los hombres, enlazando así con el uso
lingüístico helenístico (estilo solemne propio de las cortes de los gobernantes de la época).

5. Dios y Cristo
a) La característica exclusiva de Cristo en el NT se hace consistir en que es el Hijo de
Dios. Cierto que según la carne ha salido de la estirpe de David (Rom 1, 3), pero su
verdadero origen está en Dios, pues desde antes de su existencia terrena estaba cabe él en
cuanto lógos divino (Jn 1,1). Por eso viene de Dios (Jn 3,2; 13, 3; 16, 27 s). Dios mismo lo
ha enviado al mundo en el tiempo por él fijado, para realizar sus planes salvadores con la
humanidad (Gal 4, 4 s). Por ello aparece con poder divino, Dios está con él (Jn 3, 2). Es la
imagen del Dios invisible (Col 1,15); en él mora la plenitud de la divinidad (Col 2, 9). Por
haber salido de Dios, sólo él está en condición de dar auténticamente noticia de Dios (Jn
1, 18). Consecuentemente es el único revelador verdadero y digno de confianza. El y el
Padre son uno (Jn 10, 30; 14, 10; 17, 11.21). Por eso es verdad que quien lo ve, ve a Dios
(Jn 12, 45; 14, 9).

b) Pero entre Dios y Cristo existe no sólo unidad de naturaleza, sino al mismo
tiempo un acuerdo total en el hablar y el actuar. Las palabras de Jesús son palabras oídas
al Padre (Jn 14,10); las obras que él hace son obras de Dios (Jn 9,4). Sirven a la revelación
de la gloria divina y, en consecuencia, glorifican a Dios (Jn 17, 4). Esto se aprecia
especialmente en las palabras de autorrevelación de Jesús, en las sentencias formuladas
con el estilo divino del -» «yo soy» (éytí> eífii [egé emú]), que en el AT son revelaciones
que Dios hace de sí mismo: Jesús es la luz, la vida, la verdad, el pan y el agua de la vida y
el único camino hacia Dios. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). También en Ap se
encuentran fórmulas divinas con «yo soy»; piénsese en: «Yo soy el primero y el último»,
enunciados que salen de la boca de Dios o de la del Cristo eterno (Ap 1,8.17; 21,6; 22,13).
Se ve que en el NT la fe en Dios está indisolublemente unida con la fe en Cristo. En la
actitud frente a Cristo se decide la suerte del hombre ante Dios.

c) Pero Jesucristo no aparece en lugar de Dios. Igualdad de naturaleza no implica
necesariamente igualdad del ser. Aunque el Hijo de Dios en su ser preexistente existía en
forma divina, ha resistido a la tentación de ser igual a Dios (Flp 2, 6). Y en su existencia
terrena ha sido obediente a Dios hasta la muerte de cruz (Flp 2, 8). Es el mediador y no el
autor de la salvación (2 Cor 5, 19; Col 1, 20; Heb 9, 15), el cordero de Dios que quita el
pecado del mundo (Jn 1, 36). Después de cumplir su obra terrena ha sido también elevado
a la derecha de Dios (Ef 1, 20; 1 Pe 3, 22) e investido con la dignidad de kyrios celeste (Flp
2,9 s), sin que por ello haya sido igualado con Dios. Sigue subordinado a él, aunque se le
adjunta enteramente. Esto vale asimismo de la posición que ocupa en el santuario celeste
como eterno sumo sacerdote, según Heb; nos representa ante Dios (cf. también Rom 8,
34). Cuando Ap 1, 13 ss describe la aparición del celestial hijo del hombre con rasgos
tomados de la imagen del «anciano» (Dios) de Dn 7, no significa que Cristo sea igual que
Dios. En el Ap se distingue constantemente entre Dios y el «cordero».

6. Cristo como Dios
Algunos pasajes del NT dan pie para preguntarse si el Hijo de Dios es denominado
también Dios.

a) Se discute sobre Rom 9, 4 s. Después que Pablo ha aclarado la posición de Israel en
la historia de salvación y una vez que ha hecho resaltar como un especial honor el que Cristo
venga de este pueblo según la carne, añade una frase con relativo en la que se dice: «quien es
Dios sobre todo, bendito por siempre. Amén». Es fácil, y lingüísticamente absolutamente
posible, aplicar la frase a Cristo. Pero aun en ese caso no por ello se le iguala a Dios, sino
que se le designaría como un ser de orden divino, pues el término theós nolleva artículo. Sin
embargo, este título no vuelve a aparecer en Pablo, de modo que es más probable que se
trate de una doxología dirigida a Dios, procedente de la tradición judía y tomada por
Pablo. Según esto, Pablo, entusiasmado como estaba por la actuación de Dios con
Israel habría concluido todo este fragmento alabando a Dios. En este caso habría que
traducir así: «el Dios que está por encima de todo sea alabado eternamente».

b) Más claros son, por el contrario, algunos pasajes de los escritos joaneos. En Jn 1,
1 se dice del lógos, del Cristo preexistente, que era Dios; es decir, un «ser divino» que
participaba de la divinidad de Dios. También en Jn 1,18 se distingue entre Dios mismo y
el Dios unigénito —así habría que leer según los mejores mss. y las citas patrísticas más
antiguas. Aquí también se piensa en la naturaleza divina del Hijo de Dios. En Jn 20, 28,
como consecuencia de la aparición del resucitado, hace Tomás esta profesión: «Señor
mío y Dios mío». Theós lleva artículo. El que al resucitado se le llame Dios es un caso
único en el NT. Pero Tomás quiere, sin duda, decir que Dios se le ha hecho visible en la
figura de Jesús. El culmen de tales proposiciones lo representa 1 Jn 5,20, donde consta la
absoluta unidad de naturaleza entre Dios y Cristo. Probablemente hay que traducir así:
«Este (Cristo) es el verdadero, Dios y vida eterna» (y no: éste es el verdadero Dios). La
plena divinidad de Cristo no se afirma en el NT por muy próximo que se esté de tal
pensamiento. Ni siquiera Tit 2,13 puede aducirse en su apoyo. «La aplicación a Jesús del
atributo divino "gran Dios", firmemente arraigado en el judaismo tardío, estaría totalmente
aislada en el NT» (JJeremías, NTD 9, 58). En Pablo se opone a ello expresamente
Flp 2, 6. Tendrá razón EStauffer (ThWb III, 107) al decir que la formación de conceptos
cristológicos en el NT ha alcanzado su consecuente conclusión con la «constante
designación» de Cristo como theós.

7. Dios y la éKKÁrjuía [ekklesía]
a) La comunidad de creyentes es la ÍKKAt\aía toG Qeov [ekklesía toú theoú] (Hech 20,
28; 1 Cor 1, 2; 10, 32; 11, 16.22; 15, 9; 2 Cor 1,1; Gal 1,13; 1 Tes 2,14; 2 Tes 1, 4; 1 Tim 3,
5.15; -> iglesia). Se compone de los santos elegidos y llamados por Dios (Rom 1, 7 y
passim), los cuales han recibido todos los dones de la salvación y de la gracia. Tienen paz
con Dios (Rom 5, 1), puesto que por Cristo han recibido la reconciliación (2 Cor 5, 18).
Como primicias de la nueva creación de Dios (2 Cor 5,17) son su imagen, creados en Cristo
Jesús para buenas obras (Ef2,10). Dios causaen ellos el querer y el obrar (Flp2,13) y les
regala la certeza de la perfección salvífica(Rom5,2; Flp3, 21 y otros). A la vuelta de Cristo
vivificará sus cuerpos mortales (Rom 8,1 l)yles dará parte en su gloria y en su vida eterna.

b) La comunidad es el templo de Dios (1 Cor 3, 16; 2 Cor 6, 16; Ef 2, 21), el edificio
santo al que son incorporados todos los creyentes como piedras vivientes (1 Pe 2, 4), la
morada de Dios en el espíritu, en el que los cristianos son miembros de la familia de Dios
(Ef 2, 19.21). Es el nuevo pueblo de Dios (1 Pe 2, 9), que forma el cuerpo de Cristo, en el
que los creyentes participan del pléroma, de la plenitud de ser de Dios y de Cristo (Col 2,
10; Ef 1, 23; -» plenitud, art. itÁrjpów [pléród]). La comunidad está bajo la protección de
Dios. En él se halla segura, pues se ocupa de ella (Rom 8, 31). Por eso ningún poder, sea
cual sea, es capaz de apartarla del amor de Dios.

Pablo ha resaltado con gran fuerza que la ekklesía de Dios se compone de judíos y
gentiles. Esto se basa en que Cristo ha reconciliado a unos y a otros con Dios, formando
un solo cuerpo, mediante la -*• cruz. El que acepta la palabra de reconciliación (2 Cor 5,
19) y cree en Cristo, tiene libre acceso al Padre (Ef 2,18). En el pueblo de Dios de la nueva
alianza se han suprimido las diferencias entre razas y pueblos.

8. La trinidad
Una doctrina desarrollada sobre la trinidad no la conoce todavía el NT. Pero se
hallan ya fórmulas trimembres fijas en las que aparecen Dios, el Señor y el Espíritu santo
(1 Cor 12, 4-6; 2 Cor 13, 13). La tríada «Padre, Hijo y Espíritu santo» se menciona
únicamente en la fórmula bautismal de Mt 28,19. El llamado comma iohanneum, 1 Jn 5, 8,
que es una añadidura tardía (texto bíblico hispano del s. VI), contiene la terna del Padre,
la Palabra y el Espíritu santo. En Ef 4, 4 ss tenemos una ampliación de la forma triádica,
pero en la que el núcleo lo constituyen «el único Dios», «el único Señor» y «el único
Espíritu». Gal 1, 4 ss no ofrece una fórmula propiamente dicha, pero presenta la
actuación salvífica de Dios en la historia de tal modo que se sitúan en una exacta
correlación el Padre, Cristo y el Espíritu santo: Dios envía primeramente al Hijo y luego
al Espíritu de su hijo para proseguir en la tierra la obra de Jesús.

En estrecha relación se ponen en formas bimembres ante todo Dios y Cristo: «Un
Dios, el Padre, y un Señor, Jesucristo» (1 Cor 8, 6). «Un Dios y un mediador entre Dios y
los hombres» (1 Tim 2, 5). En este sentido hay que mencionar asimismo Mt 23, 8-10,
donde Jesús advierte a los discípulos que tienen un maestro (él mismo) y un Dios en el
cielo. En todas estas proposiciones se hace resaltar tanto la unión como la distinción
entre Dios y Cristo, teniendo en todo caso Dios la precedencia y estando sobre Cristo.

Una relación estrecha existe también entre Cristo y el Espíritu santo. Por ejemplo,
Pablo puede llegar a decir en 2 Cor 3, 17 que el Señor es el Espíritu. En Juan el Espíritu
santo (el paráclito; -> intercesor) aparece con una «cierta independencia personal»
(Stauffer, ThWb II, 108). Pero en su actuación está vinculado al Cristo exaltado (Jn 16,
14: «recibirá de lo mío»). Cristo y el Espíritu santo se hallan en una «relación de
intercambio». Pero tampoco aquí existe una determinación dogmática estricta. Así, por
más que el Espíritu se distingue de Cristo y le está subordinado, puede decirse en 1 Jn 2,1
que Cristo es el paráclito ante el Padre.

Todo esto muestra que el cristianismo primitivo no tiene aún una doctrina trinitaria
fija. Esta constituye sólo el resultado de la historia de los dogmas de la antigua iglesia.

J. Schneider


PARA LA PRAXIS PASTORAL

Cuando hoy en día dos personas quieren ponerse de acuerdo sobre lo que cada una
entiende por «Dios», lo primero que harán será poner en claro con toda precisión en
quién piensan, si es en el Padre de Jesucristo, es decir, en el Dios de Abrahán, Isaac y
Jacob (Pascal) o en algún «ser supremo». Pues el contenido del término en el lenguaje
actual va desde una simple interjección que se podría sustituir por «¡ah!, sí» o «¡qué
barbaridad!», pasando por las blasfemias —muchas dichas sin pensar—, hasta llegar al
uso respetuoso del nombre de Dios mediante la alabanza, la acción de gracias, la petición
y la profesión de fe de la comunidad. «Dios» aparece como policía en la educación de los
niños, como concepto de una justicia igualadora (por supuesto que en provecho propio)
o para designar el destino. Muchos de los que utilizan irreflexivamente el término son,
hace mucho, insensibles al precepto bíblico que prohibe el mal uso del nombre de Dios,
porque los términos ya no se relacionan para ellos con un contenido que implica una
llamada a la responsabilidad y que, por consiguiente, ha perdido su carácter simbólico.
Ello demuestra que ya no existe un contenido del concepto de esta palabra que sea válido
y claro para todos, tal y como estuvo en uso durante siglos mediante la combinación de la
idea filosófica de Dios (el supremo bien, la esencia y el ser supremo, la causa primera de
todas las cosas y otros) con la concepción cristiana de Dios en la llamada metafísica
occidental.
Pero la teología cristiana tiene poco motivo para lamentar esta pérdida. Con
demasiada frecuencia y prontitud se ha sometido a la dependencia y a la prisión de la
filosofía. Por el cambio radical de la situación espiritual en la época técnica la teología
está nuevamente remitida a los datos del «asunto que le concierne», la iniciativa de Dios
respecto del hombre. Pues hoy en día, dentro y fuera de la comunidad —los límites son
permeables—, tiene que vérselas con hombres de una conciencia «secularística», es decir,
de un sentido consciente o inconsciente de la existencia, para la que el mundo, tal y como
se presenta, cerrado en sí, se basta a sí mismo: todos los ámbitos de la vida son por
principio, aunque no siempre de hecho, derivables de sí mismos y podrán ser controlados
por el hombre cada vez en mayor medida. La conciencia moderna interpreta el mundo
como una realidad que no necesita ni de un Dios supramundano ni de un Dios que
intervenga en su curso y sea solidario con él; lo interpreta, pues, como un mundo sin
Dios.

Ante esta situación, la teología y la predicación cristiana tendrán que resistir en
especial a la tentación resultante de querer meter a Dios como tapaagujeros de los
fenómenos existenciales aún no explicados: muerte, vaivenes del destino, catástrofes,
problemas de las ciencias naturales aún no resueltos. Pues si no resiste a tal tentación,
¿cómo podría seguir hablando verazmente de una realidad divina que abarca y penetra
toda la vida (D. Bonhoeffer), si presentara al Dios del que da testimonio como símbolo de
lo que todavía no se puede explicar de otra manera? Inevitablemente se entregaría otra
vez a la prisión de imágenes del mundo y de sistemas humanos y se conformaría con
situar a Dios en los terrenos aún no explorados, o sea, se conformaría también por
principio con ser eliminada del mundo.

Pero el término «Dios» no sólo es superfluo para las ciencias actuales y su explicación y dominio del mundo;
además no puede ni siquiera ser pensado o descrito con sentido. Pues para la razón válida en las ciencias el
conocimiento seguro se limita al terreno de los fenómenos que se pueden verificar y comparar, etsi deus non daretur
(aunque no hubiese dios). Entonces la cuestión teórica «¿existe Dios?» no tiene sentido en cuanto pregunta. Pues
trata a Dios como un objeto más, como un fenómeno más, como un «trozo de madera» (KBarth). Así no «hay»
Dios. Por eso quien con seriedad se interesa por él, abandona el terreno de lo conocible con seguridad, de lo que en
general se puede presuponer y dominar y se adentra en la inseguridad de la existencia histórica del hombre y de la
humanidad.

Frente a lo dicho se manifiesta una tendencia a obtener seguridad no sólo en el ateísmo, que no se deja meter en
la inseguridad que implica Dios, sino también dentro de la comunidad cristiana. Dos ejemplos pueden aclarar esto.

Muchos creyentes se empeñan, forcejeando con categorías mentales nuevas, en que Dios tiene que permanecer
como algo objetivo respecto de la fe y la esperanza. Temen que, de no ser así, se abandone la realidad de Dios
totalmente a la subjetividad, o sea, a la interpretación puramente personal. A lo que parece, no son conscientes de
que ese modo de hablar de Dios es sumamente inadecuado. Pues, como objeto representable y pensable por el
hombre, Dios tendría que ser calculable y, por tanto, también controlable. Pero entonces ¿sería Dios? El
mandamiento supremo de la Biblia «No te harás imagen ninguna» prohibe precisamente la racionalización y la
manipulación de Dios que posibilita cualquier clase de imagen, también la abstracta y de tipo ontológico. La
alternativa a la objetividad no puede ser, por supuesto, en este caso la subjetividad de la fe, sino sólo la
comprensión de que las categorías de «subjetivo» y «objetivo» no tienen sentido alguno hablando de Dios. Pues el
yo no puede tomar una distancia tal de Dios que le permita desde ella aferrarle como un objeto o como la vitalidad
de la misma subjetividad. Puesto que Dios reclama en cada caso mi totalidad, de la realidad de Dios no puede
hablarse más que a modo de profesión de fe.

Lo mismo ocurre con la insistencia en la trascendencia de Dios. Si lo que se quiere decir es que Dios sobrepasa
su ser eterno para revelarse a nosotros, no hay nada que oponer. Pero con ese término se pretende además
mantener una esfera de más allá en contraposición a la inmanencia mundana. Y tal concepción de trascendencia
debería ser destruida, como pura especulación, no sólo por las ciencias, y es que un concepto semejante ni siquiera
hablaría del Dios viviente, puesto que todo concepto de trascendencia ganado «desde abajo», la realidad de Dios
lo hace saltar.

Tanto la insistencia en un ser objetivo como en la trascendencia de Dios son intentos de escapar a la
intranquilidad que la cuestión de Dios tiene que provocar en la humanidad y que a nadie se le puede ahorrar.
Añádase que para la cristiandad la necesidad de examinar críticamente el sentido de los conceptos tradicionales
que de Dios se tienen resulta más apremiante todavía por razones morales y también teóricas. Pues la fórmula
«Dios ha muerto», que incluso en ámbitos eclesiales se ha convertido hoy en slogan, se debe, por ejemplo en
Nietzsche, no tanto a un juicio teórico como moral: la idea cristiana de Dios implica —según Nietzsche—
necesariamente el concepto de un Dios absolutamente soberano, omnisciente, omnipotente. El hombre no puede
menos de quitar de en medio a este Dios absolutamente poderoso. ¡Y esto por motivos exclusivamente morales!
Porque es desde todo punto inmoral creer en un Dios que dentro de una humanidad pecadora sin excepción
alguna elige a uno para darle la salvación sola gratia, mientras que a otro no lo elige abandonándolo así a la
perdición; además, porque es absolutamente inmoral que el hombre, siguiendo al Dios omnipotente, soporte la
realidad determinada por la omnipotencia, en lugar de configurarla conforme a su voluntad autónoma. La fe en un
«mundo divino que sirve de fondo» es —según Nietzsche— inmoral porque lleva a aceptar el mundo brutal,
enemigo del hombre, pero diseñado por la divina omnipotencia, en vez de agarrar, como quien dice, el destino por
el cuello (cf. la crítica de Marx en el prólogo a La ideología alemana). Es decir, tan pronto como la cristiandad
forma una ideología de Dios, sea cual sea, llega necesariamente a la teoría del poder ilimitado de Dios que
representa en el plano humano la suprema inmoralidad imaginable, como existió realmente en las guerras de
religión de los s. XVI y XVII y sigue presente en el odio mutuo de muchos grupos cristianos.

Resumiendo: tan pronto como se considera a Dios como un momento de la explicación teórica del mundo, se le
convierte en una imagen y luego en una imagen demoníaca de la más terrible insolencia humana. Las ideas
tradicionales de Dios necesitan, pues, de un examen crítico, para que la -» fe no se salga de su tema y no produzca
odio en vez de paz, ni miedo en vez de libertad. La fe como tal debe consistir justamente en no hacer a Dios mero
punto de partida de una cadena de deducciones objetivas, sino en saberse confrontado, sin seguridad ninguna
como contrapartida, con el Dios viviente.

El que quiera anunciar el mensaje cristiano, tendrá que tomar su punto de apoyo no
en «nuestras ideas de Dios», sino en su revelación (cf. Gollwitzer). Pues a ella responde y
de ella da testimonio el hablar cristiano de Dios y, en ese sentido, precisamente la
experiencia de la compleja realidad de Dios presupone no un saber previo sino un
encuentro (EBrunner, La verdad como encuentro). El término mismo de «Dios» no es
ni claro ni está reservado a la predicación cristiana; su contenido puede lograrlo única
y exclusivamente por la relación existencial. El hablar cristiano sobre Dios hunde sus
raíces en el sentirse afectado personalmente. En el culto cristiano esto se expresa en
cuanto que en él se parte y se tiende a lo mismo: a que los hombres se abandonen y se
entreguen a esta presencia de Dios, al que confiesan Padre de Jesucristo. Y esto lleva
necesariamente a pedir la intervención de este Dios en la vida diaria de la comunidad y de
cada cristiano. Sin esta relación real no habría fe alguna en cuanto confianza en el único
Dios personal del que la Biblia da testimonio. Pero también recuerda ella una y otra vez
que este Dios jamás está a disposición del hombre en su palabra y en su acción. La
experiencia de que Dios sigue siendo el Dios oculto puede convertirse en reto al que sólo
él mismo puede hacer frente, dando una nueva y libre manifestación suya como respuesta
a que uno toma a Dios por la palabra de un modo terco y obstinado.

Si le preguntamos a la Biblia por qué hay hombres que en situaciones históricas
concretas pueden o deben hablar de Dios, reconocemos una estructura fundamental casi
constantemente: hay hombres que son abordados personalmente (con un «tú») por Dios
mismo o por otro hombre encargado por él (-> llamada; -> alianza). Este hablar
—directo o indirecto— es comprensible históricamente en cada circunstancia, incluso
cuando se le rechaza (también el «no» es una respuesta). Dios, autor de la capacidad de
oír y entender, se acomoda a la aptitud comprensiva del hombre condicionada históricamente,
para llegar así a su autocomunicación, es decir, -» revelación. El afectado por la
palabra de Dios se convierte de ese modo en testigo (-»testimonio) que sabe haber sido
tomado en posesión (en el NT: «esclavo de Dios») y enviado a otros (en el NT:
«mensajero»). Pues no tiene duda alguna de que esta buena noticia sobre la relación
Dios-hombre, que el hombre no puede darse a sí mismo, pero que le «afecta irremisiblemente
» (Tillich), es para todos los demás tan necesaria en la vida como para él.

Mediante su comunicación Dios pone las bases —sólo él toma la iniciativa— para
una relación recíproca yo-tú e introduce al hombre en su -> comunión. Con ello no sacia
la curiosidad que quiere saber la razón teórica y neutralmente («¿hay Dios? ¿quién es?»),
sino que más bien hace experimentar al afectado de esa forma lo que hace, ha hecho y hará
por él. Esto ocurre en el NT abriéndose Dios al hombre en la bajeza de su hijo, el hombre
Jesucristo, o sea, dándonos a conocer su nombre que es al mismo tiempo su obrar (Flp 2,
5-11). Así se adquiere un -> conocimiento que no obedece a una reflexión teórica, sino
que se adquiere por comunicación y por esta experiencia reconfortante. Si estos hombres
hablan de Dios, acontece como un acto de confesión de la realidad de que Dios los ha
abordado (cf. Gollwitzer, Die Existenz Gottes [La existencia de Dios]). Conocer y
-» confesar la fe no se contraponen, pues, sino que se ordenan el uno al otro y están
en interdependencia.

Por muy justificados que estén teológicamente los esfuerzos actuales por «hablar de
Dios» de acuerdo con los tiempos, y los intentos de traducir apropiadamente el nombre
de Dios (hermenéutica), todo ello queda relativizado por la realidad del Dios que se
revela y del que se da testimonio en ellos. Pues como quiera que nos dirijamos a Dios a
base de su propia revelación («Dios», «Cristo», «Espíritu santo», «nuestro Padre»,
«nuestro Dios», «un Dios»), jamás se trata de nombres propios; todos ellos son más bien
expresión de la exclusiva comunión del Uno con los hombres. No tienen sentido alguno
en sí, sino que en cada caso interrelacionan a los que hablan, lo mismo que en las
relaciones interhumanas las locuciones «mi padre», «mi maestro», «mi mujer», especifican
al mismo tiempo la posición del que habla en cuanto niño, alumno, marido. Cuando
llamamos a Dios por su nombre y hablamos de él, se trata siempre de la segunda parte de
un diálogo entre dos, en el que Dios tiene la primera palabra y los hombres responden.
Este encuentro se caracteriza por el oír, la confianza y el cumplimiento experimentado.
Lo que se quiere decir al hablar de la permanencia de la palabra (cf. Mt 24, 35) y de la
actuación del -> Espíritu santo, es que lo dicho acontece y seguirá aconteciendo cada vez
que se trata de un conocimiento vivo con la capacidad y el poder de expresarse de nuevo
en cada circunstancia. Con ello Dios abre hacia el porvenir la historia para los que creen;
en eso consiste la razón de la incomprensible fuerza de resistencia de Israel, como
también de la fuerza configuradora del cristianismo en la historia (-> esperanza).

A la vista de la fuerza del nombre de Dios que fundamenta una comunión, y ante su
poderío histórico, la cuestión teológica discutida en nuestro siglo, la que se ocupa de
cómo hablar de Dios de una manera apropiada (cf. HZahrnt, A vueltas con Dios) se
reduce a saber si además de lo dicho pudieran ser normativos para hablar de este único
Dios otros condicionamientos de origen humano e histórico. Negar de plano esta
cuestión no significa entregarse a un repetir irreflexivo de un modo de hablar tradicional.
Ni equivale tampoco a desacreditar los costosos esfuerzos por expresar la realidad de
Dios de modo intramundano (Robinson, HBraun, y otros).

Puesto que, a lo que parece, el mundo actual no ofrece analogías apropiadas para un hablar idóneo sobre Dios,
habrá que preguntarse si la mejor manera de hacerlo es tratar del hombre. El ser y la realidad de Dios no deben,
por supuesto, ser negadas en manera alguna, pues del hombre no se hablará más que en cuanto que jamás y en
ninguna parte puede distanciarse de Dios, en cuanto que siempre y sin interrupción puede reclamarlo Dios en su
totalidad, en cuanto que el hombre jamás puede relacionarse con Dios sólo parcialmente, o sea sólo con la
dimensión creyente o la pensante de su ser, sino que siempre debe hacerlo totalmente, sea como impío que se
desentiende de la exigencia total de Dios, o como llamado a pesar de su impiedad. Si para hablar de Dios se habla
de este modo del hombre, se supone que de otro modo todo hablar de Dios se queda inevitablemente siendo un
concepto «muerto» de él.

Pero esta forma de hablar de Dios se hace aún más susceptible de ser mal interpretada y «más muerta» que
aquella en que se emplea la palabra «Dios» ingenuamente. Pues fórmulas tales como «amor», «solidaridad», «ser
auténtico», «ser en profundidad» se desgastan con más rapidez que la palabra «Dios». Mientras que en casos
aislados cualquier predicador hace uso de ese modo de hablar, sin embargo, desde el punto de vista dogmático, por
lo regular esta forma carece de credibilidad, puesto que jamás se puede librar de la apariencia de dejar a la
intemperie lo esencial de la tradición en vez de proclamarlo en circunstancias distintas. Habrá, pues, que rechazar
con energía la idea de que el hablar de Dios sólo se puede realizar inteligentemente cuando el hombre y su
existencia son el tema exclusivo del testimonio que se da de Dios.

Con todo, la negación de tales intentos sólo puede estar justificada si, aceptando el
reto que ellos nos lanzan, uno se esfuerza infatigablemente por expresar la relación de
Dios con este mundo nuestro actual y con su modo de pensar en un lenguaje que le sea
apropiado y comprensible. Esto ocurre siendo conscientes de la promesa de que el mismo
Dios de la comunidad y de la historia quiere hacer que sus testigos hablen de forma
adecuada en cada circunstancia. Por supuesto que no deben dejarse cohartar por el
lenguaje al uso dentro de un horizonte antropocéntrico y sociológico. Por el contrario,
tal lenguaje resulta rebasado y superado, al apropiárselo la predicación del Dios viviente,
para ponerlo al servicio del anuncio de la presencia de este Dios.

Este fenómeno corresponde al contenido del mensaje. Pues el Dios del que la
predicación cristiana da testimonio y que se vuelve al pecador no queda agotado por la
solidaridad con éste, sino que, incluso cuando, prodigándose sin límites ni condiciones,
ayuda, se revela como el que supera infinitamente a todos los poderes y por esto está
siempre dispuesto a ayudar de nuevo. Esto representa la tensión de la fe en el crucificado
y resucitado.

H.-H. Esser/H. Seebass


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