CRISTIANISMO Y MODERNIDAD

Manuel Ureña Pastor
Obispo de Cartagena

 

El tema resulta especialmente fecundo como tema de diálogo y de debate en los últimos años, primero por una realidad extraeclesial que se ha desarrollado en el mundo de la cultura y del pensamiento, particularmente en los últimos diez años, aunque el hecho arranca ya... Uno de índole extraeclesial, que es la aparición del postmodernismo, dentro del ámbito cultural y filosófico y que ha suscitado una polémica tremenda, particularmente en lo que se refiere a la continuidad y discontinuidad de la modernidad respecto a la postmodernidad; y en segundo lugar el tema también ha saltado a la palestra de modo especialmente virulento por la tan traída y llevada, y tan acertada por otra parte, nueva evangelización, propugnada por Juan Pablo II exactamente desde 1982. Ya que está aquí debo decir que un artículo realmente lúcido sobre la nueva evangelización fue el desarrollado por D. José Capmany hace dos años en la semana de espiritualidad de Toledo.

El tema lo dividiré en tres partes. En primer lugar veremos en qué se ha caracterizado la modernidad y, por supuesto, la evolución que ha tenido la modernidad, porque la postmodernidad es una parábola de la modernidad, es un giro de la modernidad, pero un giro dentro del giro que ya supone la modernidad. Veremos en segundo lugar los desafíos que presenta la modernidad al cristianismo y, en tercer lugar, veremos como desde esta perspectiva y, habida cuenta de estos desafíos, se entiende perfectamente la nueva evangelización, como respuesta a esos desafíos.

 

1. La modernidad

La modernidad tiene una característica fundamental de todos conocida. Es la vuelta al sujeto, la vuelta al yo, la conversión del hombre como centro de la realidad y, por tanto, una reinvidicación extraordinaria del ser humano, que intentan los modernos no reducir a categorías cósmicas y presentar como centro del universo. Esto se observa, por ejemplo, en toda la filosofía renacentista. Y después esta reivindicación del ser humano será radicalizada en la modernidad en sentido estricto del Romanticismo alemán y, antes, de la Ilustración. Esto de la reivindicación del sujeto, del ser humano, y de su centralidad dentro del universo, realmente es algo extraordinario y maravilloso y además es un motivo y una realidad estrictamente cristianos. Una de las características del pensamiento griego, como sabéis, fue el haber despreciado al hombre y haberlo reducido a categorías cósmicas. Sin embargo por el cristianismo, como todos sabemos, entra en Europa el concepto de persona; por tanto no es que la modernidad invente nada al respecto. Y por tanto, dentro de estos límites, es una idea fecunda, la de la reivindicación del ser humano y de su centralidad.

Sin embargo, la modernidad no es solamente eso; porque si lo hubiera sido no habría tenido ningún problema la Iglesia y el cristianismo de dialogar con la modernidad. Ésta, desgraciadamente fue algo más; porque, si bien es cierto que la modernidad reivindica la centralidad del ser humano, sin embargo desvincula al ser humano de Dios. Es lo que Zubiri ha llamado la "desvinculación del Logos", de la Persona, del Espíritu, de la Razón Humana, de Dios. Esa sería una característica peculiar de la modernidad: El Logos, el Espíritu, el Hombre, se desliga de Dios en la modernidad, se "des-religa" de Dios y, en vez de quedar suelto se sustantiva; digamos que ese yo suelto de Dios evita la caída en la nada sustantivándose, por tanto, replegándose en sí mismo. Esto se observa ya, como todos sabemos por cultura general, en la Meditaciones Metafísicas de Descartes, en donde el espíritu humano, el Cogito, la "Mens" se queda suelta y para evitar la caída en la nada se repliega sobre sí misma y se sustantiva.

Pero, naturalmente, no sólo esto sino que al mismo tiempo se absolutiza, y por lo tanto se deifica; y con el tiempo ese yo desligado de Dios sustantivado y absolutizado, se pone al mismo nivel de Dios, hasta el punto de que tiene la percepción de ser él mismo Creador. Es el Espíritu como Creador. Esto se observa particularmente en la Segunda Ilustración. Es clarísimo ya en Hegel, en donde el espíritu humano ya se contempla a sí mismo como desreligado, sustantivado, absolutizado, por tanto totalmente autónomo y al, mismo tiempo, con la pretensión de pensarse a sí mismo como un ser creador. Estamos en la época en la que aparecen los grandes relatos. Es una característica típica de la Segunda Ilustración, es decir, ya en tiempos del Idealismo Alemán. Los grandes relatos son simplemente grandes cosmovisiones de matriz cristiana en el fondo, es curioso, pero secularizadas, porque el espíritu humano que construye estas cosmovisiones, estos metarrelatos, ya es un espíritu que se ha secularizado y, por tanto, las construcciones que elabora son totalmente secularizadas. Como dirá Zubiri, y ya antes Blondel, el espíritu humano se ha replegado sobre sí mismo, se ha puesto en la perspectiva y en la óptica misma de Dios y se ha pensado como teniendo poder creador. Es la época en que, por ejemplo, cosmovisiones o grandes relatos son en la modernidad la dialéctica del espíritu, como ha subrayado Lyotard, el postmoderno francés; es la dialéctica del progreso indefifido mediante la ciencia, es la dialéctica de la sociedad en proceso de avance constante hacia una patria inmanente caracterizada por la supresión de las clases sociales y por la total trasformación de la naturaleza por la ciencia y la técnica. He aquí un abanico o una gama de cosmovisiones creadas por un espíritu totalmente secularizado, sustantivado, reificado y que concibe tener poder creador. Por eso el símbolo de la modernidad es Prometeo. La modernidad aparece bajo el signo de Prometeo.

Naturalmente, estas cosmovisiones o constructos de un hombre presuntamente autónomo, que se tiene a sí mismo como ser autónomo, fueron todas ellas injustas con el ser del hombre. Ese fue el gran problema. Nos encontramos por tanto con cosmovisiones que presentan una matriz cristiana en el fondo, pero que se han desligado del troco religioso del cual nacieron y que han sido injustas con el ser del hombre porque cuando un valor se desconecta de la Revelación, del tronco religioso del cual nació, ese valor amenaza con perderse; o bien se sustantiva, o bien degenera y, en ambos casos, es injusto porque ha perdido el origen o la matriz de la cual salió. No en vano, por ejemplo, Juan Pablo II en su famosa encíclica Redemptoris Missio, de enero de este año, advertía con toda contundencia y de un modo insistente que uno de los problemas de la Iglesia actual es la desvinculación de los valores del Reino del Reino. Se proclaman los valores del Reino, por supuesto, pero desvinculados del Reino; y por tanto se sustantivan, se reifican y, al final, se pierden.

Esto es lo que ha pasado con la modernidad: hemos asistido a la costrucción de una serie de grandes cosmovisiones, de relatos o metarrelatos pero desvinculados de la matriz cristiana y, por tanto, injustos con el ser del hombre. Se han vuelto contra el hombre mismo. Basta ver, por ejemplo, la dialéctica del espíritu de Hegel y observar que al final el hombre queda dentro de ella como una especie de momento dentro del devenir de la razón, que se disuelve dentro del devenir de la razón. Lo mismo, por ejemplo, en lo que se refiere a la dialéctica del progreso indefinido de la ciencia. Comte, como sabéis, decía que cuando toda la humanidad estuviese ya bajo el signo de la Ciencia y entrase por el seguro camino de la Ciencia entonces se habrían acabado ya todos los problemas. Lo mismo cabe decir de la dialéctica de la sociedad en proceso hacia una patria inmanente, que ha sido la aportación del marxismo; es otro constructo que se ha vuelto contra el hombre. Constructos, por tanto, de matriz cristiana pero secularizados por un hombre que se autoconcibe como creador y, por tanto, esos valores, inicialmente cristianos pero secularizados, se tornan contra el hombre mismo.

 

2. La quiebra de la modernidad

Que las construcciones de la modernidad se tornaron contra el hombre no hombre no hizo falta que lo dijera la Iglesia. Eso lo constataron ya, a partir del s. XIX, una serie de autores; de tal forma que, desde 1850 hasta 1930, nos encontramos con una época caracterizada por la quiebra de la modernidad, por la crisis de la modernidad Y esa crisis no la señala solamente la Iglesia; la señalan precisamente agnósticos y autores que no confiesan la fe de Cristo -alguno de ellos sí-. Es decir, es la misma humanidad, la misma sociedad, la que pone el dedo en la llaga y señala los ídolos construidos por la modernidad. Citemos algunos ejemplos.

El primero de ellos sería el danés Kierkegaard, el protestante. Kierkegaard dice que toda la modernidad debe ser puesta entre paréntesis sencillamente porque ha olvidado el Principio de Realidad y, concretamente, ha olvidado el principio de la realidad concreta: el hombre, el individuo, el sujeto no ha sido salvado dentro de las grandes construcciones de la modernidad. Y por tanto se exige una crítica radical de la modernidad porque ese hombre, presuntamente autónomo con sus construcciones, ha construido unos metarrelatos que se han vuelto contra el hombre.

Otro ejemplo, el mismo Nietzsche. Nietzsche habla en toda su obra de la crisis de la cultura occidental; toda ella está en crisis sencillamente porque ha crecido bajo el signo de Apolo y, por tanto, bajo el signo de una razón puramente abstracta, que no hace justicia a lo que el hombre es, y que ha sido una especie de corsé o de camisa de fuerza que, en vez de liberar al hombre, ha contribuido a oprimir al hombre. Naturalmente no podemos compartir la tesis de Nietzsche porque, si bien es cierto que es bueno porque señala una crisis de la modernidad, lo cual hace perfectamente bien, sin embargo la alternativa de Nietzsche es más falsa que Judas; porque, naturalmente, lo que él quería era sustituir a Apolo, esa razón abstracta, puramente raciocinante, sin ninguna vinculación con la realidad, por Dionisos. Y, naturalmente, si el hombre no se agota en la racionalidad, tampoco se agota en el fondo pasional humano, entendiendo por ello todos los instintos del hombre, toda la dimensión sicosomática del hombre, hecha abstracción de la persona.

Más adelante, ya a principios del s. XX, la Fenomenología, por ejemplo, pondrá otra vez el dedo en la llaga. Es Husserl, el fenomenólogo, cuando, entre 1905 y 1915, habla sobre la crisis de las ciencias, la crisis de la ciencia europea. Toda ella ha entrado en una profunda crisis porque el mesianismo atribuido a la ciencia moderna ha sido falso, puesto que no ha traído, ni mucho menos, la liberación de la humanidad.

Heiddeger, a partir de 1927, continúa incidiendo en el mismo tema, esta vez dentro de la perspectiva del olvido del ser. Para Heiddeger todas las construcciones de la filosofía occidental moderna serían falsas porque todas ellas están bajo el signo del olvido del ser, del olvido de la realidad. Ya lo había apuntado antes Kierkegaard como hemos señalado. Por eso en Ser y Tiempo afirma que una tarea fundamental de la ontología contemporánea es la destrucción de la ontología occidental porque toda ella está bajo el signo de la conceptuacion, del concepto; la filosofía moderna ha confundido al Ser con el concepto de ser. Pensemos que Heiddeger había trabajado en su tesis doctoral sobre Duns Scoto. Por tanto, se impone antes que nada una destrucción de la ontología occidental para, de las cenizas a que quedará reducida, desde ahí, otra vez tener una experiencia del ser que sea más justa con el hombre que la experiencia del ser que ha hecho la época moderna, y que lo único que ha conseguido ha sido aprisionar el ser en conceptos.

Por estas mismas fechas y, particularmente en el período de entreguerras, cuando aparece la Primera Escuela de Frankfurt, aportará también una crítica muy seria a la modernidad. En primer lugar porque frente a Hegel Adorno propone una dialéctica negativa, una dialéctica de dos tiempos, no de tres. Adorno piensa, y piensa con fundada razón, que cuando el hombre intenta, mediante un proceso puramente inmanente, llegar a una síntesis -que fue el presupuesto de Hegel y posteriormente del marxismo- se encuentra con que es imposible la síntesis. A la tesis se opone una antítesis, pero cuando se quiere superar la antítesis ya no se puede, es decir, no hay síntesis. Es la característica fundamental o la aportación que hace Adorno a la crítica de la Ilustración. La Ilustración debe ser criticada porque, mientras la modernidad afirma que el hombre, a partir de su razón, puede llegar a la superación de las contradicciones inherentes a la realidad y avistar una síntesis, cuando el hombre contempla bien las cosas y ve como es la realidad y ve qué es su ser, se encuentra aprisionado, no puede bajo ninguno de los aspectos llegar a una síntesis inmanente.

Es más, Horkheimer añadirá a Adorno otro aspecto, la nostalgia de Dios; es decir, precisamente porque no cabe una síntesis inmanente, por eso precisamente aparece en el hombre la nostalgia de Dios. Esta no se podía dar bajo ningún aspecto ni en Hegel ni en Marx, porque en ambos parece el mismo supuesto, o sea, que el hombre se autotrasciende a sí mismo mediante un proceso dialéctico y, por tanto, no hace falta Dios. Dios hace falta, es una hipótesis útil, algo que surge, en un hombre todavía no consciente de sí. Es decir, de ese hombre que, como ya dijo Kant, tenía una coraza encima de la cual aún no se había liberado. Cuando el hombre saque de sí esa coraza y devenga o se convierta en ser autoconsciente de sus inmensas posibilidades se dará cuenta de que los dioses no sirven para nada y de que la hipótesis Dios solamente se explica en un momento de subdesarrollo, o en un momento de falta de conciencia. Por eso recordaréis que la Escuela de Frankfurt no fue nunca bien vista por la ortodoxia marxista, sencillamente porque ponía el dedo en la llaga. Es decir, no cabe una síntesis inmanente y, por tanto surge inmediatamente la nostalgia de Dios. La tierra tendría solución si existiese Dios y si Dios amaneciese en el mundo. «¡Ojalá Dios existiera!», es el grito de Horkheimer.

Por tanto véis exactamente la dinámica de la modernidad y la contracción de la coyuntura. Cómo hay un momento en el siglo pasado y en la primera mitad de este, en que el hombre occidental vuelve sobre sus pasos y cae en la cuenta de que las construcciones realizadas por el hombre moderno son construcciones que se tornan contra el ser humano. Parece como si se cumpliera el veredicto de la Carta a los Romanos, cap. 1º, versículos 18 y ss., cuando San Pablo dice que olvidaron a Dios y al olvidar a Dios se replegaron sobre sí mismos pretendiendo encontrar en sí mismos la plenitud y la grandeza que antes buscaban solamente en Dios, y por eso cuando se sustantivaron Dios los castigó, los aherrojó en las tinieblas, y cambiaron el uso natural; y aquel hombre, que pensaba encontrarse a sí mismo matando a Dios, se encontró con que se perdía. Es curioso esto, la profecía, la constatación que hace San Pablo respecto al mundo romano, al mundo de los paganos, es una constatación que verifica la época moderna y que, por otra parte, se verifica en cualquier vida personal.

 

3. La postmodernidad

La primera parábola de la modernidad fue esta que hemos dicho primero, los grandes relatos, las construcciones hechas y realizadas por un hombre que se piensa autónomo y creador. La segunda parábola de la modernidad, la crisis de la modernidad, señalada por los mismos hijos de la modernidad Tercera fase de la modernidad, sería, justo la Postmodernidad.

Ese hombre del año 1850, 1890, 1910, 1920, que realiza en profundidad la crisis de la modernidad, que denuncia por dónde hace agua la modernidad, ese hombre en la última parte de este siglo se hunde; y se hunde en el sentido siguiente: porque concluye mal. Si la razón es lo que la modernidad ha dicho, si esa razón es falsa porque ha conducido al fracaso, ¿no será que no existe la razón?, ¿no será que no existe el hombre?, ¿no será que no hay futuro?, ¿no será que la pregunta por el fundamento no sirve para nada? Porque claro, en los autores críticos de la modernidad que antes hemos señalado, y que algún profesor español ha llamado con el acertado título de transmodernos... -no son modernos porque son críticos de la modernidad, son por tanto, dice un profesor español, transmodernos, muy acertadamente; es un catedrático de la Facultad de Teología de Valencia concretamente, el Dr. Garrido Zaragoza. Lo que ha pasado es sencillamente esto, que ha llegado un momento que la filosofía y la cultura han llegado a la conclusión de que no hay relato salvífico, no existe la persona, no existe nada. Y tendríamos entonces la aparición de la postmodernidad, caracterizada, entre otras cosas, por varios supuestos que voy a enunciar.

En primer lugar, el sinsentido de la pregunta por el fundamento. Observad, la modernidad se formula la pregunta por el fundamento, cómo no; desde Kant hasta Heiddeger todos están preguntándose por el fundamento. Toda la Crítica de la Razón Pura está pensada para responder a esta pregunta: ¿qué es la razón? Esta pregunta es inicialmente cristiana solamente que secularizada por Kant. Asistimos, por tanto, a la desvinculación de un valor cristiano del tronco religioso del que nació.

Segundo, la destrucción de la persona. La persona, el ser humano, dotado de sustantividad propia, es una categoría, en su origen, cristiana, solo que secularizada por la modernidad. El postmoderno concluye: no hay persona, la pregunta por el ser de la persona carece de fundamento. Naturalmente, si ya carece de sentido la pregunta por el fundamento, también carece de sentido la pregunta por el ser de la persona.

No solamente eso, sino la destruccion del concepto mismo de Razón. La filosofía moderna y la cultura moderna se plantean la pregunta por la razón. El postmoderno dice: ¿preguntarse por la razón, una razón que ha dado estos resultados, que ha construido estos metarrelatos que ha alienado y han oprimido al hombre? Huelga preguntarse por la razón; no tiene sentido la pregunta por la razón. La razón no existe lo mismo que no existe el fundamento, no existe la persona, no existe la razón.

Otra, la negación del valor universal y objetivo del lenguaje; el lenguaje no tiene ningún valor universal ni objetivo de ninguna clase. Es la teoría del segundo Wittgenstein, de donde la han tomado los postmodernos: cada palabra, cada concepto obedece a una pequeña cosmovisión, fruto de una forma de vida en la cual un pueblo vive. Por tanto, de la forma de vida de un pueblo, de una pequeña comunidad, de ahi surge un modo de interpretar el mundo y, por tanto, esa forma de interpretar el mundo solamente es valida para ese pueblo, para otro pueblo ya no vale bajo ningún aspecto. Es decir, curiosamente, los conceptos, lo mismo que los términos del lenguaje, son siempre constructos explicables a partir de un conjunto determinado, fuera de ese conjunto no sirven para nada.

Otro dato de la postmodernidad, la negación de la historia, de la historicidad y de toda teleología; no hay teleología, no hay historicidad, no hay historia de ninguna clase. Por tanto, vamos a ver, si huelga el sentido de la pregunta por el fundamento y no se puede encontrar nunca el fundamento...; preguntarse por el fundamento y buscar el fundamento, dice el Racionalismo Crítico, en boca por ejemplo de Hans Albert, es una cosa tan vana y tan idiota como la empresa en que se sumió durante un tiempo el Barón de Münchhausen. El barón de Münchhausen era un loco que estaba metido hasta los codos dentro de un gran barrizal y aspiraba sacarse a sí mismo de aquel barrizal, tirándose de los pelos hacia arriba. Por tanto, no hay fundamento y huelga la pregunta por el fundamento; no hay persona y huelga la pregunta por la persona; el concepto de razón no existe; el lenguaje no es ni universal ni objetivo...

Es curioso, hagamos un pequeño balance: Si la modernidad, en su primera parábola, fue injusta con el hombre en virtud de un prometeísmo indebido -sencillamente porque el hombre se autovaloró demasiado a sí mismo y concibió las pretensiones de una autonomía ilegítima- en la última parábola de la modernidad nos encontramos con un tipo de cultura que, por otros caminos o derroteros, es también injusta con el ser humano porque, si ha caído ya del pedestal, sin embargo lo que ha hecho es hundirse en la nada más absoluta; cuando ni el ser humano es absoluto, como quiso la modernidad, ni el ser humano es un haz de instintos psicofísicos, que es lo que dice la postmodernidad. En ambos casos, tanto la modernidad como la postmodernidad han sido injustas con el ser del hombre; solo que injustas de modo diverso.

En la modernidad observemos que aún quedan una serie de categorías que fueron inicialmente cristianas, que entraron en Europa por el cristianismo y que todavía se conservan, si bien secularizadas. Porque la dialéctica del progreso, la dialéctica del espíritu, el avistar unos nuevos cielos y una nueva tierra, como dice el marxismo, todo eso originariamente es cristiano, si bien secularizado. Cosa que en la postmodernidad ya no; en la postmodernidad incluso esos conceptos, esas categorías inicialmente cristianas secularizadas por la modernidad, desaparecen incluso en su secularización; por eso se habla, con el advenimiento de la postmodernidad, de una época postcristiana.

En la modernidad los valores cristianos, segregados del reino, aún existen; es una rama de un árbol que hemos cortado con la podadera, con el hacha, y que aún permanece un tiempo lozana, aún tiene algo de vida porque tiene savia del árbol, ahora que se va muriendo; aquí ya no, aquí esa rama, dislocada del árbol, es ya ceniza. Eso lo observó ya en el siglo pasado perfectamente -y por eso nuestra época quisiera realizar su programa- Nietzsche. Nietzsche en La Gaya Ciencia recordaréis que dice eso: la época moderna ha hecho una obra extraordinaria al matar a Dios, ha matado a Dios; pero no ha logrado matar su sombra inmanente, o sea, la sombra de Dios, el cadáver de Dios. Es una teoría que tampoco es de cuño propio de Nietzsche, lo copia del poeta Heirich Heine. Bueno pues, dice Nietzsche que, claro, hemos matado a Dios, pero el cadáver de Dios todavía queda soterrado en la cultura occidental. Está soterrado en la ética occidental cuando Grocio, por ejemplo dice que habríamos de obedecer la ley de la razón, la ley natural, aunque Dios no existiera. Esto es una frase, como sabéis, de Grocio. Pero eso que hay que obedecer, el imperativo que hay que obedecer aunque Dios no existiera, en su origen fue debido a Dios que lo inspiró; solamente que Grocio lo ha secularizado.

En ese sentido dice Nietzsche que la gran revolución, el gran asesinato de Dios y, por tanto, la gran liberación de la humanidad será cuando, con el paso de los siglos, llegue un momento en el cual consigamos arrancar de la misma cultura occidental el cadáver de Dios, que todavía está soterrado en ella. Esto es lo que querría llevar a cabo la postmodernidad. Es decir, arrancar de la cultura occidental esos valores que obedecen al cristianismo y que ya aparecen segregados del tronco religioso por la postmodernidad. Un ejemplo de esto lo podemos encontrar perfectamente en la tan traída y manoseada LOGSE. En la LOGSE no hay ningún humanismo de ninguna clase, se caracteriza por la ausencia de humanismo; no hay valores, se caracteriza por la ausencia de valores. En los primeros borradores, que algunos obispos pudimos ver hace tres o cuatro años, cuando comenzaba el lío este, ya se observaba que el único valor subyacente, digamos la ética fundamental que subyacía a la LOGSE tenía un solo valor: una educación para la convivencia. Lo cual es una contradicción porque uno puede formularse la siguiente pregunta: ¿y por qué precisamente la convivencia ha de ser un valor?; es decir, ¿qué esquema ético, qué propedéutica ética, es decir, qué ética fundamental hay por debajo que legitime la convivencia como un valor y todo lo demás como un disvalor? No se trata ya, por tanto, como ocurría con la ética marxista, que es una ética moderna, que lo que quería era secularizar la ética cristiana. No, aquí la empresa es mucho màs radical, es sustituir -sin reponer, por supuesto, por tanto, barrer- todos los conceptos cristianos secularizados.

Por tanto, la modernidad en su primera parábola es injusta con el hombre, y la última parábola de la postmodernidad sigue siendo injusta con el hombre. Allá porque el hombre aparece como Prometeo, aquí porque el hombre no aparece ni como Sisifo siquiera; porque como Sisifo aparecería, por ejemplo, en las construcciones de la crisis de la modernidad del siglo pasado y de principios de este. Aquí el hombre aparece como Narciso o, a lo sumo, como Dionisos, es decir, la cultura de la simulación, de la apariencia, de la ficción, el individualismo más atroz; a todo lo cual subyace no más que la nada absoluta. Solamente que una nada que no se vive con conciencia de tragedia, y con conciencia de nostalgia, como la vivieron los de la Escuela de Frankfurt, o los existencialistas, sino una nada que intenta vivirse tranquila y pacíficamente, sin gritos; no a lo Kafka sino a lo Lyotard, a lo El nombre de la Rosa de Umberto Eco. Lo único que hay son nombres, puros nombres. «Nomina nuda tenemus»- dice el último hexámetro de El nombre de la Rosa-, lo único que hay son nombres, puros nombres; la cultura de la ficción, de la simulación, de la apariencia.

Y acabo. Se ve desde aquí perfectamente cuando Juan Pablo II habla de la nueva evangelización que es lo que quiere significar. Una característica fundamental de la nueva evangelización es precisamente una evangelización para una sociedad que está en proceso de paganización. Una cultura que ya no es fruto de una secularización del cristianismo, sino fruto de una segunda secularización del cristianismo. O sea, contempla una sociedad que camina hacia una época que podríamos llamar postcristiana. Y por tanto, precisamente porque la cultura que tiene delante, precisamente porque la autocomprensión del hombre que tiene delante es distinta de la moderna, por eso precisamente es necesaria una nueva evangelización, que será «nueva en su ardor, nueva en sus métodos, y nueva en su expresión».

Nueva no en sus contenidos, que son los mismos, que son inalterables; nueva porque el desafío que tiene delante es un desafío nuevo. No se puede dialogar con Kant, ni con Hegel, como dialogaron Maréchal o Blondel, por ejemplo. Para dialogar con el hombre actual hay que dialogar de otro modo porque la cultura, por tanto la "forma mentis" del hombre que se tiene delante es una forma diversa. Gómez Cafarena, que no es precisamente una persona sospechosa de derechismo, dice que la gran crisis en la trasmisión de la fe al mundo actual es debida, precisamente, a que los supuestos fundamentales exigidos por el cristianismo para dialogar con una cultura, esos supuestos son negados por esa cultura. El diálogo, por ejemplo, de la Iglesia -tanto protestante como la "vera Ecclesia Christi", que es la católica-, es decir, el diálogo con el marxismo, era mucho más fácil; Porque el marxismo estaba poblado precisamente de supuestos que eran comunes al cristianismo. Por ejemplo, el cristianismo tiene como supuesto fundamental la historia, la historicidad, la teleología; el marxismo "quoque", también. El cristianismo tiene como idea rectora fundamental en la praxis el amor, la caridad; el marxismo, en principio, también. El cristianismo contempla a la humanidad como en proceso, naturalmente con la ayuda de la Gracia, hacia la Jerusalén celestial; el marxismo también comprende a la humanidad como un proceso, si bien sin la gracia, hacia una Jerusalén celestial, solo que no trascendente. Por tanto, había unos supuestos válidos. Allí la Iglesia, ante los desafíos de la primera parábola de la modernidad tenía que dialogar de un modo; por tanto, tenía que inculturar el evangelio de un modo. Lo que había que discutir con la modernidad era la interpretación de los supuestos; aquí hay que crear previamente los supuestos.

Nuestra época, como dice la Christifideles laici, es una época que intenta arrancar del corazón humano hasta la última semilla de religión que hay en el corazón humano. Ya no es, por tanto, una cultura que ha secularizado a Dios, sino que es una cultura que intenta arrancar el cadáver de Dios, que había quedado enterrado en la cultura, de la cultura misma, para propiciar el advenimiento de una cultura postcristiana.