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SAN HILARIO (3I5 - 368)
 

VIDA

 

Nacido en Aquitania, probablemente en Poitiers, de una familia pagana, Hilario adquirió allí mismo, si no propiamente en Poitiers, al menos en Burdeos, una sólida cultura literaria y filosófica. Pero atormentado desde un principio por el problema del destino humano, vanamente buscó en los filósofos antiguos o contemporáneos una explicación satisfactoria. Es entonces cuando descubre el Evangelio, y especialmente el de San Juan con la doctrina del Verbo encarnado descendido del Cielo expresamente para traerles a los hombres la luz. El mismo refiere cómo lo conquistó esta Verdad sobrenatural (De la Trinidad, I-I4).

Bautizado, llevó inmediatamente una vida cristiana fervorosa, y aun austera. Y aunque casado, algunos años más tarde fue electo obispo se su ciudad natal (350).

El arrianismo, que desde hacía treinta años desgarraba las Iglesias de Oriente, era desconocido todavía en las Galias. Hilario oyó pronunciar ese nombre cuando dos sínodos secesivos, celebrado el uno en Arlés, y el otro en Milán, a instigación de los obispos Ursacio, Valente y Saturnino, intentaron deponer al Patriarca de Alejandría, Atanasio, gran adversario de Arrio. Mantenedor de la ortodoxia y adherido, sin saberlo explícitamente, a la Fe de Nicea, Hilario fue “el Atanasio del Occidente” que le cerró el paso a la corriente herética. Cayó en desgracia: llamado ante otro Sínodo en Béziers, fue condenado el exilio, y tuvo que partir para la Frigia (356).

Emulo de San Atanasio, sacó provecho de su sufrimiento y no perdió el tiempo. En contacto con teólogos orientales, estudió más de cerca las cuestiones trinitarias. Fue entonces cuando escribió su obra “sobre la Trinidad”. “Aunque alejado, hablaremos mediante estos libros; y la palabra de Dios, que no podrá ser vencida, se propagará con toda libertad” (De la Trinidad, X, 4).

Exiliado sin ser sin embargo depuesto de su sede, Hilario debió haber gozado de cierta libertad, puesto que asistió en 359 al Concilio de Seleucia. Estuvo allí con un espíritu de conciliación: “Durante todo el tiempo de mi exilio, aunque me mantuve en mi resolución de no ceder en nada acerca de la confesión de Cristo, no quise sin embargo rechazar ninguna medida honesta y aceptable de restablecer la unidad” (Cont. Constancio II). Y seguramente que su autoridad ya era reconocida, puesto que se le designó como miembro de la delegación enviada por el Concilio al emperador Constancio. Autoridad tajante, por lo demás, sin duda, puesto que en él se vio “un sembrador de discordia y un perturbador del Oriente”, que era urgente se volviera a las Galias.

Después de cuatro años de ausencia, tuvo el dolor de constatar los progresos del arrianismo en Occidente. Sin embargo, la consolidación de su ciencia teológica, su aureola de perseguido por la Fe y su naturaleza entera se conjugaban para permitirle emprender una vigorosa reacción. En el Concilio de París (360) hizo por unanimidad el término “consubstancial” definido en Nicea para designar la unidad de naturaleza entre las tres divinas Personas. Luego hizo deponer a los prelados arrianizantes, Saturnino de Arlés y Paterno de Périgueux. Fue menos afortunado, algunos años más tarde, en Milán, donde no logró descartar a Auxencio, arriano notorio (354) (Sic en el original francés. N. del E.)

El Poitiers San Hilario se encontró de nuevo con San Martín, a quien al principio de su episcopado había ordenado de exorcista y que entonces fundaba la abadía de Ligugé.

Su culto se extendió rápidamente en la Iglesia universal, y tuvo tal aceptación en la Galia que su nombre fue escrito por varias iglesias en el “Communicantes” de la Misa, entre los más ilustres pontífices.

Sin embargo, no fue sino hasta I85I cuando el Papa Pío IX le confirió oficialmente el glorioso título de “Doctor de la Iglesia”.

 

OBRAS


Desde luego San Jerónimo rindió homenaje a la inmensa cultura de San Hilario, poniéndole el sobrenombre de “el Ródano de la elocuencia latina” (Epístola 34, a Marcela). San Agustín lo calificaba de “insigne Doctor de las iglesias. . . el más encarnizado defensor de la Fe contra las herejías” (Contra Juliano, I, 3, 11, 8). Juan Casiano, a su vez, veía en él al “maestro de las iglesias” (De la Encarnación, VII, 24). Y el historiador Suplicio-Severo escribe de él lo siguiente: “Todo el mundo reconoce que la Galia es deudora solamente a Hilario de la dicha que ella tuvo de ser librada del crimen de la herejía”.

De la Trinidad”, en doce libros, obra primitivamente intulada “De la Fe”, cuyo designio es efectivamente exponer, apoyándose en las Sagradas Escrituras, la fe católica sobre el dogma de la Santísima Trinidad, y refutar las herejías de la época sobre esta materia, especialmente el arrianismo y el sabelianismo. La fórmula del bautismo sacada del Evangelio de San Mateo (28,19) enuncia claramente la distinción de tres divinas Personas: “Jesucristo ordenó bautizar en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, esto es, reconociendo al Creador, al Hijo único y al Don” (La Trinidad, I, 35; II, I). “Pero no dejan de ser los tres Uno por la naturaleza, la substancia y la esencia” (Los Sínodos, I2): “tanto que bajo la relación de la unidad hay posición entre naturaleza y persona” (Los Sínodos, 69).

La distinción de las personas concuerda, no con una simple unión, sino con la unidad de substancia (La Trinidad, IV, 42). Y esas Personas son, consiguientemente, iguales en excelencia y en dignidad, homogéneas y consubstanciales, contrariamente a lo que pretendía el arrianismo (La Trinidad, I, 38).

Si la generación entraña semejanza e igualdad entre el que engendra y el engendrado, en Dios, que es el Ser Unico, inmutable e infinito, esa consecuencia va hasta la consubstancialidad total, hasta la unidad numérica y la identidad de naturaleza (La Trinidad, V, 37; IX, 44). Así es que la generación eterna del Verbo no es sino la comunicación hecha al Hijo por el Padre de todo su ser: “Lo que hay en el Padre eso mismo hay en el Hijo, y el Uno y el Otro no son sino Uno; porque el Padre no pierde nada de lo que posee dándolo a su Hijo, y el Hijo recibe del Padre todo lo que hace de El un verdadero Hijo” (La Trinidad, III, 3; IV, 42; VIII, 52; IX, 66). La unidad específica que la generación mantiene entre los seres corporales no tiene sino una analogía lejana con esta unidad perfecta y trascendente, absolutamente propia de las Personas Divinas (La Trinidad, VII, 4I). De aquí, según las expresiones mismas de Cristo: “Quien me ve a Mí” (Juan I4, 7-I0), la inseparabilidad del Padre y el Hijo y su conocimiento recíproco: “El uno está en el otro, porque en cada uno de Ellos no hay otra cosa: es la misma la fe que confiesa que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre por unidad de una naturaleza indivisible, sin confusión y sin separación” (La Trinidad, III, 4; VIII, 4I). “Ellos se conocen mutuamente, puesto que no son de naturaleza diferente. . . El Hijo siente en Sí la naturaleza del Padre, puesto que es la acción de la naturaleza paterna la que lo hace obrar” (La Trinidad, VII, 5; IX, 45).

Como se ve, ésta es, antes de que así se le lame, la doctrina de la “circumincesión”, que será desenvuelta por los teólogos escolásticos de la Edad Media.

Cuando Cristo declara: “El Padre es superior a Mí” (Jn I4,28), habla indudablemente de su naturaleza humana. Pero, aunque se debiera aplicar esta sentencia al Verbo divino mismo, sería todavía exacta en un sentido relativo, para expresar que el Padre es el principio del que tiene el Hijo todo lo que es, sin que de ello resulte sin embargo una diferencia de naturaleza o de inferioridad: “No es inferior aquel al que se le da un mismo Ser: aunque de él difiera por la propiedad de la denominación de Padre, no difiere de él sin embargo por naturaleza” (La Trinidad, IX, 54. Ps. I38,I7).

A la generación eterna del Verbo se liga evidentemente el problema tan complejo de su Encarnación, o dicho de otra manera la Cristología. Si San Hilario no emplea todavía el término encarnación, que viene a ser clásico desde entonces para designar la unión del Hijo de Dios con la naturaleza humana, sus expresiones son perfectamente equivalentes: “misterio de la corporación”, “misterio de la asunción de la carne”, “misterio de la asunción del cuerpo humano por el Hijo único de Dios” (Ps. 68,25). Y a continuación la unidad de ser y de persona se proclama claramente: “el único y mismo Señor Jesucristo, Verbo hecho carne” (La Trinidad, X, 62). “Verdadero y propio Hijo por naturaleza y no por adopción; nace no para constituir dos seres diferentes, sino que mientras que era solamente Dios antes de ser hombre, al tomar la naturaleza humana se le reconoce Dios y hombre a la vez” (La Trinidad, III, II; X, 22) “de suerte que todas las obras y todas las potencias de Cristo deben ser consideradas como de Dios” (La Trinidad, IX, 5; S. Matt. VIII, 2). Las dos naturalezas no dejan de seguir siendo por eso distintas, y perfectas una y otra en su orden: “Posee todo lo que hace verdaderamente a un hombre y todo lo que hace verdaderamente a un Dios” (La Trinidad, X, 19). “Naturaleza humana completa, por lo tanto compuesta de cuerpo y alma exactamente como la nuestra”; así es que el Verbo divino no desempeña el papel de alma racional, como lo pretendían los arrianos (La Trinidad, X, 22; Ps. I38, 3).

Dios hecho hombre, Jesucristo es por este título el verdadero Rey y Sacerdote, del cual los de la antigua Ley no eran sino la figura. El es también el único Salvador y Redentor del género humano, el segundo Adán, Jefe de la humanidad regenerada, Mediador entre Dios y los hombres (La Trinidad, VI, 43; IX, 15; XI, 18; S. Matt. I, I; IV, I2; XVI, 9; Ps. II, 24; Ps. 5I, 9-I7; Ps. II8, III, 7; Ps. I34-4).

Testigo de cosas celestiales, El es quien nos hace conocer a Dios, si no su existencia, que nuestra razón podría descubrir, al menos sus atributos sobre todo su amor, que lo inclina a adoptar a los hombres como a hijos propios (La Trinidad, I, I8; III, 9-22; S. Matt. XXIII, 6). Y así El emprende no solamente la restauración del género humano en su primitiva condición sino el conducirlo a una perfección sobrenatural (La Trinidad, XI, 49). Para cumplir con esta misión no teme renunciar a su “forma de Dios” para revestir la “forma de esclavo” (La Trinidad, VIII, 45; X, 48; Ps. II8, XIV, I0; Ps. I43, 7). No es que El haya perdido su personalidad divina, ni siquiera uno u otro de sus atributos, ni temporalmente, durante su paso por la tierra: “su naturaleza anterior. . . aunque tome la forma de un esclavo no está ausente ni del interior ni del exterior del cielo y del mundo, ni del movimiento del uno y del otro” (La Trinidad, IX, 14; X, I6-22). Si Cristo declara, por ejemplo, que ignora el día del juicio, o no habla sino de su ciencia humana, o quiere significar sobre todo que no tiene misión de revelarlo (La Trinidad, X, 8).

Por lo demás, cuando su naturaleza humana es glorificada, deja de ser una “forma de esclavo” y reviste a su vez el brillo de la divinidad, tanto que el Cristo todo entero no es solamente una Persona divina sino que posee la “forma de Dios” (La Trinidad, IX, 54; X, 38; XI, 40). Gloria desde entonces definitiva, porque la unión hipostática no es temporal, la naturaleza humana es ya inseparable del Verbo (La Trinidad, VII, I3; IX, 7; X, 7). No rechaza su cuerpo, simplemente lo quita de su sujeción; este cuerpo so es suprimido, sino transfigurado”. Jefe de la humanidad, el Hombre-Dios es el primero en entrar a la gloria, y allí reúne a sus elegidos (La Trinidad, XI, 39-40).

Al hablar de la Trinidad, San Hilario quiere designar claramente a tres Personas divinas iguales y consubstanciales.

Si en su obra consagra menos espacio al Espíritu Santo que al Padre y al Hijo no es que desdeñe a la tercera Persona: “No tendríamos sino un todo incompleto si algo le faltase al todo” (La Trinidad, II, 29). Pero proponiéndose directamente refutar al arrianismo que atacaba sobre todo la divinidad de Cristo, El Santo Doctor tenía que exponer más ampliamente el dogma católico de la Encarnación y hacer puntualizaciones sobre todos los aspectos de este misterio negados o desnaturalizados por la herejía.

El Espíritu Santo, dice él, no puede ser confundido ni con el Padre ni con el Hijo: procede del uno y del otro como de su principio; y es enviado o dado por los dos (La Trinidad, II, 29-35; VIII, 20; XII, 57).

Si los calificativos “espíritu” y “santo” convienen igualmente y se les aplican a veces a las dos primeras Personas, la denominación Espíritu Santo se admite sin embargo comúnmente para designar a la tercera Persona claramente distinta que también se llama “Don” o “Paráclito” (La Trinidad, II, 30-32; VIII, 25). No es El una creatura, porque “nada penetra en Dios si no es Dios mismo. . . y todo lo que hay en El es El mismo” (La Trinidad, XII, 55).

“Los Sínodos”, tratado bajo la forma de carta dirigida por el Santo Doctor, en el exilio a la sazón, a los Obispos de Germanía, de la Galia y de Bretaña, para informarles sobre el estado de la Fe y las corrientes de opinión entre los Orientales en medio de los cuales vive, prepara la obra de conciliación a la que debería consagrar sus esfuerzos en seguida. Tras de una exposición objetiva de las doctrinas formulabas en los diversos Sínodos ---Ancira, Antioquía, Sárdica, Filipópolis y el “blasfemo” de Sirmio--- el autor reafirma su propia creencia, conforme a las definiciones del Concilio de Nicea. Habiendo sido violentamente criticado este escrito por algunos, Hilario hizo una aclaración en su “Respuesta Apologética a los detractores del libro sobre los sínodos”.

Entre los escritos exegéticos de San Hilario está en primer lugar su Comentario sobre el Evangelio según San Mateo en treinta y tres capítulos. El autor no emprende la explicación del texto íntegro, sino de algunos pasajes, los que le parecen más útiles para la instrucción de los fieles, a tal punto que se ha podido ver en esta obra una especie de recopilación de las Homilías pronunciadas por el Obispo en su catedral. Sin detenerse en la crítica textual, adopta simplemente la versión latina usada en esta época en la Galia, anterior consiguientemente a la revisión de San Jerónimo, diferente tanto del texto africano como del texto italiano; y aunque respetando el sentido literal, se dedica sobre todo al sentido espiritual o moral.

Por este método quedaba emparentado con Orígenes: algunos aun llegan a suponer alguna influencia del uno sobre el otro.

Hizo un trabajo análogo sobre los Salmos, probablemente sobre todos los Salmos, aunque no subsisten sino los Comentarios sobre 58 de ellos. Esta vez el autor utiliza otras versiones, y sobre todo con una predilección marcada la versión griega de los Setenta, en los que ve a los sucesores de los Setenta Ancianos a los que Moisés había confiado la explicación de la Ley (Instrucción, VIII; Ps. II,2-3; LIX, I).

En esto como en lo otro San Hilario viene a ser el introductor en Occidente del método de interpretación alegórica y espiritual de los textos Sagrados: “Más allá del sentido literal e histórico, inteligible para la generalidad, conviene desprender un sentido superior típico, divino, que corresponde a la acción profunda y a la cosa significada “ (S. Matt. II, 2; VIII, 9; XII, I2; XX, 2; Ps. II9, 2). “La letra no es sino el sacramento, de cosas celestiales” (Ps. I50). El Antiguo Testamento, en particular, se le presenta como una profecía en acto y una figura del Nuevo: “Todo se refiere allí a Nuestro Señor Jesucristo, su Encarnación, su Pasión, su Reino, su Gloria, garantías de nuestra resurrección futura” (Prol. 5; Ps. 54, I24, I26). ----De aquí interpretaciones místicas de ciertos textos, que parecen a veces forzadas; y no pretexto de sentido espiritual, un sentido puramente acomodaticio. El Santo Obispo se propone entonces edificar a los fieles más que exponer la doctrina en todo su rigor.

El “Libro de los misterios” no es, como podría dejarlo suponer el título, una especie de sacramental o tratado de liturgia. San Hilario llama “misterios” a los tipos o figuras del Antiguo Testamento que presagian el Nuevo. Por lo visto la obra presenta cierta analogía con el Comentario sobre los Salmos y parece ser su continuación: “Todo lo que está contenido en la Sagrada Escritura se refiere a la venida a este mundo de Nuestro Señor Jesucristo, ya sea anunciándolo por los profetas, ya sea figurándolo por hechos, ya sea confirmándolo con ejemplos”. Principio aplicado primeramente a los Patriarcas, desde Adán hasta Moisés, y luego a los Profetas.

Vigoroso apologista es San Hilario, primeramente en su “Carta al emperador Constancio”, en la cual protesta contra las acusaciones de Saturnino de Arlés, y contra ellas apela a un concilio, y sobre todo en su “Carta contra el propio emperador Constancio” dirigida a los obispos de la Galia cuando el príncipe se pasó abiertamente a la herejía. Este escrito, que ha podido ser calificado como “Invectiva”, es, en efecto, de una extremada violencia contra el emperador, a quien califica de Anticristo, y contra sus pérfidos procedimientos: “Enemigo insinuante, perseguidor astuto, no hace que nos fueteen la espalda, pero nos regala en el vientre: no nos reserva la libertad de la prisión sino la servidumbre del palacio; no nos corta la cabeza, pero nos quiere degollar el alma”.

El tono es menos virulento, pero igualmente categórico, en la polémica “contra los arrianos Valente, Ursacio y sobre todo Auxencio”, “secuaces del Anticristo”, “que desconocen el espíritu evangélico y arruinan la integridad de la fe”. El valeroso luchador dice claramente su resolución: “Jamás querré paz sino con los que, adhiriéndose a la doctrina sancionada por nuestros Padres en Nicea, anatematicen a los arrianos y proclamen que Jesucristo es verdadero Hijo de Dios” (Contra Auxencio, XII).

Numerosos “fragmentos históricos” que parece que se le atribuyen legítimamente son preciosos para la historia del arrianismo en el siglo IV y subrayan el papel de primer plano que el Obispo de Poitiers jugó en su represión. No es más suave, huelga decirlo, respecto del paganismo renaciente de Juliano el Apóstata y sus lugartenientes, el prefecto Salustio y su vicario en la Galia, Dióscoro.

Y sin embargo el Historiador Rufino, refiriendo los éxitos que el Obispo de Poitiers alcanzó, juntamente con Eusebio de Verceil, en la aplicación de los decretos del concilio de Alejandría, los atribuye a “su carácter dulce y plácido” (Hist. Eccl., I, 3I).

De su estancia en Oriente San Hilario había traído el gusto por el canto litúrgico, la salmodia, las oraciones rimadas. Introdujo este uso en Aquitania, y, precursor de San Ambrosio, él mismo compuso himnos de los que algunos todavía se conservan en parte, entre otros los siguientes:

 

“Ad coeli clara non sum dignus sidera”

“Lucis largitor optime”.

“Hymnum dicat turba fratrum”.

Son piezas de una gran elevación de pensamiento y de un gran vigor de expresión: en ellas se manifiesta tanto el teólogo como el retórico y el poeta, a pesar de algunas incorrecciones prosódicas. Poniendo todo su arte y todo su celo al servicio de su Fe y de su misión apostólica ¿no le podía él mismo a Dios, “con la luz de la inteligencia y la adhesión inviolable a la verdad, la propiedad de los términos y la nobleza de la expresión”? (De la Trinidad, I, 38). Y San Jerónimo, que no le regatea su admiración, agrega sin embargo que “sus obras no están hechas para lectores de una cultura mediocre” (Ep. 58, a Paulino).

El mismo San Jerónimo resumía la opinión general de los teólogos más ilustres de su tiempo cuando comparaba a San Hilario con San Atanasio, y decía de la enseñanza de ambos: “que se les puede seguir sin temor de tropezar” (Ep. I07, a Lotea). Lo cual no impidió que la ortodoxia del doctor galo fuese discutida, y luego aun violentamente atacada. Pero magníficamente vindicada cuando la Iglesia reconoció oficialmente en el Obispo de Poitiers a uno de sus Doctores.

En primer lugar, San Hilario funda su enseñanza en la autoridad de la Sagrada Escritura, “Oráculo divino en el que todo es verdadero y útil”. “Porque es Dios mismo el que habla, por los profetas primeramente, por los apóstoles en seguida”. Y es “por condescendencia con nuestra debilidad por lo que presenta las cosas espirituales bajo la imagen de cosas corporales, a fin de elevar poco a poco nuestros espíritus de elementos visibles a las realidades invisibles” (Ps. II8, I20, I35). (La Trinidad, XII, 3).

San Hilario, en seguimiento de Orígenes, enumera veintidós libros canónicos del Antiguo Testamento, a los que agrega como posibles el de Tobias y el de Judit. En el Nuevo Testamento, aparte de los libros a la sazón universalmente admitidos, atribuye a San Pablo la Epístola a los Hebreos, a San Juan el Apocalipsis. Prácticamente utiliza los libros deutorocanónicos y los cita todos, tanto como los demás; en cambio rechaza los libros apócrifos tales como el libro de Henoc (Ps. I32, 6).

La existencia de Dios era para él evidente con el espectáculo de la creación: ¿”Quién, pues, contemplando el mundo no siente la presencia de Dios? ”(Ps. 52, 2). “¿No proclama el universo el poder y la sabiduría de su Autor? ” (Ps. 65, 6-68; 29-I34; II-I58, 5). “Aunque sea inenarrable, no puede ser totalmente ignorado” (De la Trinidad, II, 7). Y el Dios que se ha dignado definirse a sí mismo “Yo soy el que soy” (Ex. 3, I4), es decir, el Ser Supremo, nos da en estos términos a noción de su simplicidad y de su infinidad (La Trinidad, I, 4; VII, 27; IX, 6I).---Soberanamente perfecto y feliz, se basta a Sí mismo; así es que con toda independencia y por pura bondad crea otros seres (Ps. II, I4; VIII, 2) sobre los cuales vela su Providencia (Ps. I2I, I0-I38, 4I): “El mismo no tiene nada de nadie; por el contrario, todo proviene de El; las creaturas salen de la nada, y cuando ellas son lo deben a su Creador” (Ps. 63, 9-I48, 5). Por lo cual nadie puede subsistir sin la acción continua de la Providencia (Ps. 9I. 7; Mt. 26, 3).

Las cosas que existen en el tiempo, puesto que han comenzado en un momento dado, no existían antes; así es que el universo no es eterno.

Los ángeles fueron creados primeramente, “en el primer cielo, antes del tiempo” (La Trinidad, XII, 6, 37). Son espíritus o “potencias espirituales” (Ps. I36, 5), dedicados a diversos ministerios, según el grado de jerarquía al que pertenecen: adoran a Dios, luego asisten a los hombres en el cumplimiento de sus tareas y en la lucha contra los espíritus perversos (Ps. I24, I29, I34, I37). Porque ciertos ángeles prevaricadores se han convertido en los demonios que prueban la atmósfera y tratan de perder a los humanos (S. Mt. V, II-XI, 5; -- Ps. 67, 24).

Por un solo acto instantáneo de su Voluntad, un único “fíat”, sin dilación entre el comienzo y el acabamiento, Dios produjo el universo material (Ps. II8, I0). En fin, tras de maduras deliberaciones creó al hombre en tres fases sucesivas: primeramente el alma espiritual, luego el cuerpo formado de la tierra, y finalmente la unión del alma y el cuerpo (Ps. II8, 4-6; I29, 5).

Por su alma racional e inmortal el hombre es una imagen de Dios (Ps. 53, 8. Ps. II8, X, 67. Ps. I29, 4-6). Si en algunos pasajes califica San Hilario el alma humana de “corporal”, es en razón de su unión con el cuerpo y de su condición de creatura, condición común con los seres corporales. Por lo demás, habla expresamente del alma substancia espiritual. (S. Mt. IX, 20; Ps. II9, 4).---Si la primera alma humana, la de Adán, fue, con toda evidencia inmediatamente creada por Dios (Ps. 63, 9; Ps. 67, 22; Ps. II8, X, 7), lo mismo pasa con las demás almas, “que no pueden tener su origen de la generación humana” (Mtt. I0, 24; La Trinidad, X, 20-22).

Creado en un estado privilegiado de justicia, de paz y de felicidad (Ps. 2, I5. Ps. II8, X, I), el hombre está ahora sujeto a la iniquidad y a la desdicha: “Esta condición no comenzó con Adán sino que proviene de él” (Ps. I45, 2. Ps. I49-3). Sin embargo, la Gracia primitiva es de nuevo suministrada la humanidad cuando “el venero de vida se alimenta en las fuentes del bautismo” (Mt. XII, 23). Y el hombre alcanzará el término de su destino, la divina bienaventuranza, cuando, “por sus esfuerzos por conocer a su Creador”, haya restaurado en su alma la perfecta imagen de Dios (La Trinidad, IX, 49).

Para cumplir tal restauración de la humanidad se encarnó el Verbo de Dios. Y todas las condiciones en las que lo hizo son las más propias para anunciar, preparar y realizar este efecto.

En primer lugar su concepción virginal. María es verdaderamente “Madre de Jesús, Madre de Cristo, Madre del Hijo de Dios”, puesto que Ella lo concibió y dio a luz, pero Ella fue fecundada por la acción misteriosa del Espíritu Santo (La Trinidad, II, 26; X, I7, 35). De esta suerte Jesucristo es verdaderamente Hijo del hombre, de la raza de Adán, descendiente de Abraham y de David, puesto que su cuerpo no fue creado de la nada sino formado de la substancia de una mujer; y sin embargo escapa a la mancilla del género humano puesto que no recibe la vida por el acto generador del hombre (La Trinidad, III, I9 --- S. Mt. XXIII, 8. Ps. 67, 28. Ps. 68, I0).

Sustraído a la ley del pecado (Ps. I38, 47), el Hombre-Dios no estaba sujeto a las flaquezas que son su consecuencia directa (La Trinidad, X, 25, 44); pero, para asemejarse a los hombres sus hermanos, quiso someterse a las vicisitudes de la vida humana y a los sufrimientos físicos y morales causados por los elementos exteriores de los que su poder divino hubiese podido dispensarlo: nacido de una Virgen, asciende del pesebre y de la infancia hasta la edad perfecta. Vivió como hombre, pasó por el sueño, el hambre la sed y las lágrimas; y luego fue objeto de escarnio, flagelado, crucificado (La Trinidad, III, I0, cf. La Trinidad, X, 23, 55. Ps. 53, 7-I4. Ps. 68, I2. Ps. I38, 3).

A los arrianos que argüían que hay incompatibilidad entre el temor y el dolor por una parte y por otra la divinidad, para negar que Cristo fuese el Verbo de Dios en persona, puesto que El había estado sujeto a tales estados, San Hilario responde con una sutil explicación. Establece una distinción entre la sensación dolorosa experimentada por el cuerpo y el sentimiento del dolor que de ella resulta en el alma. Si el alma es débil, resiente inmediatamente la repercusión del sufrimiento infligido al cuerpo; si por el contrario al alma es fuerte, resiste esa impresión; y las lesiones orgánicas no la afectan como tampoco afectan las torturas a un miembro anestesiado. Ahora bien, el alma que se había dado el Hombre-Dios era el alma fuerte por excelencia, por lo cual pudo resistir los suplicios de la Pasión sin que su alma fuera alcanzada por ellos (La Trinidad, X, I5-25). Si el poder de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad bastaba para conservar intactos en los santos mártires mismos, no la insensibilidad, sino el gozo y el entusiasmo en medio de las torturas, a fortiori la presencia del Verbo de Dios debía hacer invulnerable el alma de Cristo e inefablemente dichosa a despecho de los horrores de la Pasión (La Trinidad, X, 44). Y cuando Cristo suplica que “El cáliz se aleje de El”, no tanto desea apartarlo de Sí mismo cuanto hacerlo aceptar por sus apóstoles a su vez (Sobre San Mateo, XXXII, 7).

Si es verdad que en ciertos pasajes San Hilario habla claramente del dolor de Cristo, y de un dolor espiritual, independiente de los dolores físicos, tal como el dolor resentido con el espectáculo de los pecados de los hombres o de su ingratitud, él mismo lo explica con otra distinción: “Cristo experimentó el dolor por nosotros, pero no en el sentido de nuestro dolor en nosotros”, o dicho de otra manera “sin experimentar el sentir que se liga a nuestro dolor” (La Trinidad, X, I4). “La explicación dada por San Hilario depende de que no ha querido negar en Cristo el dolor pura y simplemente, sino tres aspectos accesorios del dolor, a saber: su imperio sobre la naturaleza humana, la impresión de pena merecida, y su carácter inevitable” (Santo Tomás de Aquino, IV, Sent. I. III, dis. XV, q. II, n. 3). Es cierto que Cristo no fue anonadado por el dolor hasta el punto de perder el dominio de Sí mismo; tampoco vio en el dolor un castigo de faltas de El; y en fin, El sabía que podía reducirlo, evitarlo.

¿Fue influido San Hilario por el estoicismo? En todo caso parece que atribuye eminentemente al Hombre-Dios la actitud que esta filosofía reconocía en el Sabio: “¡Es invulnerable no aquel que no es golpeado, sino el que no es herido!. . . la constancia del sabio no es vencida por ninguna pena, ningún dolor. . . Yo no niego que el sabio sufra: no tiene la dureza de la piedra, y no habría virtud en soportar lo que no se siente. Pero los dardos que él recibe los embota, sus heridas las cura, sus emociones las reprime” (Séneca).----Así es que Cristo puede ser entregado todo entero a los sufrimientos naturales; pero de ninguna manera es dominado por ellos.

En su ardor por defender, en la Persona del Hombre-Dios, una dignidad sobrehumana, el Santo Doctor olvidó un poco el estado de debilidad, de humillación y de sufrimiento tanto moral como físico al que quiso El sujetarse por condescendencia con la humanidad y a fin de llenar mejor su misión redentora.

“Por el error de sólo Adán, todo el género humano se atrevió” (S. Matt. XVIII, 6).----“Desterrado de la bienaventurada Sión, donde se vivía sin apetencia, sin dolor, sin temor, sin pecado” (Ps. I36, 5). “El origen del hombre está marcado con la ley del pecado” . . . “En nosotros existe una tendencia funesta, la cual sin ser pecado en sí misma es como el camino que a él conduce” (S. Matt. IX, 23. Ps. 52, II. Ps. 58, 4. Ps. II8, I, III, 6. IV, 8, XV, XXII, 6).

Así en muchos pasajes San Hilario describe el estado de decaimiento de la humanidad. Pero en seguida indica su remedio: el socorro divino, “La Gracia”, indispensable pero eficaz para “darle al hombre el principio de nuevos bienes” (Ps. I25, 8), ayudarlo a vencer las tentaciones que vienen de la carne, del mundo o del demonio, y luego a cumplir y aun a conocer sus deberes (Ps. 63. Ps. I38, 15. Ps. I23, 2. Ps. II8, I, I2-I5, X, I7-I8; XV, 6). “La salvación nos viene de la misericordia divina: es una gracia gratuita la de Dios para todos el don de la Fe, que justifica, una gracia gratuita la remisión de los pecados” (S. Mt. XX, 7; XXI, 6; Ps. II*, VI, 2).----Sin la Fe no hay justificación (S. Mt. VIII, 16; 64-3. Ps. I36, I2). A la Fe y a la oración se les deben agregar además “las buenas obras, alimento que mantiene la vida del alma” (Ps. I23, 5. Ps. I28, 6).

“El camino de la salvación está abierto para todos, puesto que el Verbo de Dios, venido aquí abajo para todos, no cesa de invitar a todos los hombres a recibir los dones de la bienaventuranza divina y a observar la ley” (S. Matt. IX, 2, XX, 5).

Dios no rechaza a nadie. Unicamente nuestra resistencia o nuestra indiferencia impiden su aproximación (Ps. II8, II, 3. Ps. II9, 4). Sin duda que Dios sabe de antemano qué uso haremos de nuestra libertad; pero esta presciencia divina no es un constreñimiento infligido a la libertad humana, no dispensa al pecador de la plena responsabilidad de sus actos (Ps. 57, 3. Ps. I40, 6-I0).

Muy afirmativo en lo que conviene a la parte de la voluntad humana en la adhesión a la Fe y a la obra de la salvación, ¿como que en ciertos pasajes le concede San Hilario al hombre la iniciativa en este dominio y roza así el Pelagianismo? Por ejemplo: “Nos toca comenzar, por la oración; y a Dios concedernos el beneficio. . . El papel de nuestra voluntad es primeramente querer; a este primer acto Dios le dará prosecución. . . Lo propio de la misericordia divina es ayudar a los que quieren, sostener a los que comienzan, acoger a los que llegan. A nosotros nos toca comenzar, a Dios el acabamiento” (Ps. II8, V, I2; VIV, 20; XV, I0). Pero si subraya así la necesidad de la acción humana voluntaria y libre es contra una objeción fatalista, de origen pagano o maniqueo. En el conjunto de su obra, el Santo Doctor enseña muy claramente que la dicha voluntad humana jamás es independiente: para decidirse a hacer el bien, sobre todo para efectuar un acto en el orden de la salvación, tiene necesidad de la gracia preveniente. Su iniciativa es real, pero como correspondencia a la gracia (La Trinidad, VIII, I2).

“El primer paso en el camino de la salvación se da en el Bautismo, sacramento del nuevo nacimiento” (S. Mt. IX, 24; XXII, 7). “El hombre se reviste entonces del ropaje nupcial que es la gloria del Espíritu Santo” (Ps. 64, 6); “Viene a ser un templo ornado de Justicia y de Santidad” (Ps. II8, III, I6). Gracias a la virtud de la palabra de del agua que el Salvador ha consagrado por su propio bautismo, somos purificados de nuestros pecados, hereditarios o personales, regenerados en Jesucristo y hechos hijos adoptivos de Dios (La Trinidad, VI, 44. Los Sínodos, 86. Ps. 63, 7, II. Ps. 65, I).

Esta primera santificación se completa con el “Sacramento del Espíritu”, o “sacramento del fuego” conferido por “la imposición de las manos” (S. Matt. II, 6-I0; VI, 27; XIX, 3). ¿Cómo no ver en esto una alusión al Sacramento de la Confirmación? “El Sacramento del sagrado alimento, de la bebida celestial” (S. Matt. IX, 3) “es también el sacramento que entrega la carne y la sangre de Cristo” (La Trinidad, VIII, I5) “ y el sacramento de la divina comunión” (Ps. 68, I7). “¡Han puesto las manos sobre Cristo!” grita a propósito de una profanación de la Sagrada Eucaristía por los herejes (Contra Constancio II). Y enseña ex profeso: “La verdad de la carne y de la sangre de Cristo no permite duda alguna. Por la declaración del Señor mismo, y en virtud de nuestra Fe, es verdaderamente la sangre de Cristo. Y cuando nosotros las recibimos, el efecto producido es que estamos en Cristo, y Cristo está en nosotros” (La Trinidad, VIII, 15-I7). Y luego, “la virtud de ese santo Cuerpo es vivificar a los que lo comen, preparándolos así para la unión con Dios” (Ps. 64, I4. Ps. I27, I0). Además, la Eucaristía es el sacramento de la unidad entre cristianos: “Si verdaderamente el Verbo se hizo carne, y si nosotros recibimos verdaderamente la carne del Verbo en alimento. . . no venimos a ser sino uno solo entre nosotros, así como no venimos a ser sino uno solo con El y con Dios, puesto que el Padre está en Cristo y Cristo está en nosotros” (La Trinidad, VIII, I3-I5).

En fin, la Eucaristía es un sacrificio, sacrificio de alabanza, de expiación y de acción de gracias, de la Nueva Ley, en que la sangre del Cordero Redentor substituye las oblaciones de la Antigua Ley (Ps. 63, I9-26, Ps. II8, XVIII, 8). Aunque la expresión “Sacramento de Penitencia” no figura en los escritos de San Hilario, el poder de ligar y de desligar o, dicho de otra manera, de retener o de perdonar los pecados, fue concedido a los apóstoles de tal suerte que sus sentencias sobre la tierra sean ratificadas en el Cielo (S. Matt. XVIII, 8). “La confesión de los pecados es necesaria si se quiere obtener su perdón” (Ps. II8, III, I9. Ps. I25, I0).

“El poder de ejercer el ministerio devino de la justificación” (Ps. I38, 34), en particular “ el de consagrar y distribuir el plan celestial” (S. Matt. XIV, I0), es transmitido mediante una ordenación reservada al obispo, quien constituye el “sacerdocio” y produce una efusión especial del Espíritu Santo (Los Sínodos, 9I; Ps. 67, I2. Contra Constancio , 27).

Haciéndose eco de las palabras de San Pablo, San Hilario reconoce que el estado del matrimonio es lícito y excelente, pero inferior en dignidad y en mérito a la virginidad (Ps. I8, XIV, 4; I27, 7).

“La Iglesia, fundada por Jesucristo y afirmada por los Apóstoles” (La Trinidad, VII, 4), “es la esposa, la boca y el cuerpo Místico de Cristo” (Ps. I27, 8; Ps. I28, 9-29); y por esta razón conserva la regla invariable e infalible de la Fe. A todas las doctrinas heterodoxas el santo Doctor les responde vigorosamente: “La Fe evangélica y apostólica de la Iglesia ignora eso; la piadosa Fe de la Iglesia condena esto otro” (La Trinidad, VI, 9-I0). Asimismo la seguridad de la perpetuidad, capaz de vencer cuando se la persigue, de brillar cuando se la deshonra, de progresar cuando se la abandona (La Trinidad, VII, 4). Guarda ella una imperturbable unidad: cualquiera que se separe de ella o que sea excluido por ella misma viene a ser un extraño para Cristo (Ps. II8, XVI, 5; Ps. I2I, 5). No por eso es menos universal, abierta a todos los hombres, aunque no todos respondan a su invitación (S. Mt. VII, I0; Ps. 67, 20). Por lo demás, sus miembros son de desigual valor: entre ellos hay una gran proporción de pecadores (S. Mt. XXXIII, 8; Ps. I, 4; Ps. 52, I3).

Los jefes de la Iglesia son los obispos, y sus subalternos los sacerdotes, los diáconos y los clérigos. Sucesores de los Apóstoles, los obispos son los príncipes del pueblo cristiano (Ps. I38, 34) que tienen el cargo de gobernar, de instruir y de edificar (La Trinidad, VII, I). Pero la primacía sobre los demás apóstoles conferida a Pedro en razón de su ardiente Fe se le transmite al Pontífice de Roma sobre todos los obispos de la catolicidad (S. Matt. XVI, 7; La Trinidad, VI, 20, 36-38; Ps. I3I, 4).

Y a la Iglesia de los fieles sobre la tierra está ligada con la Iglesia de los santos en el Cielo (Ps. I32, 6).

En cuanto a los fines últimos, la enseñanza de San Hilario se atiene al sentido más obvio de la Sagrada Escritura.

La muerte es el castigo del pecado: por su desobediencia perdió Adán el privilegio de la inmortalidad que debía transmitir a toda su raza (Ps. 6I, I8; Ps. 62, 6; Ps. I3I, 9). La muerte pone fin al periodo de prueba que constituye la vida terrena: es seguida inmediatamente por un juicio sobre el mérito o la culpabilidad, juicio que decide de la suerte eterna de cada quien (Ps. II, 48; Ps. 57, 5; Ps. I22, II). Como el buen ladrón al que fue prometido el paraíso desde la tarde de su muerte, “los que están en Cristo entran en seguida en el reposo de Dios” (La Trinidad, IX, 34; S. Matt. IV, 7; Ps. 91, 9; Ps. II8, VIII, 7; Ps. I2I, !).

Dicha que no será perfecta sin embargo sino a partir de la resurrección de los cuerpos y de la manifestación gloriosa de la Humanidad de Cristo (La Trinidad, XI, 39; Ps. II8, I2).

“Puesto que toda carne ha sido rescatada de la muerte por Cristo, toda carne resucitará” (Ps. 55, 7). Esto será la reconstitución de los mismos cuerpos que habían sido heridos por la muerte, pero en una estatura perfecta (S. Mat. V, 8-I0; XXIII, 3-4). ¿Cómo suponer que el Creador que formó el cuerpo humano en su origen tendría impedimento para restaurarlo después de su ruina? (S. Matt. X. 20; Ps. 53, 9; Ps. I22, 5).

Resurrección universal, que coincidirá con el segundo Advenimiento de Cristo y será la señal del juicio final (La Trinidad, III, I6; S. Matt. XXVI, I; Ps. II8, XVII, I2). “Siendo rescatada por Cristo toda carne, es forzoso que sea llamada a su tribunal, y que El mismo sea Juez de cuanto haya hecho ella” (La Trinidad, VI, 3I). Juicio simplísimo tanto para los justos como para los impíos reconocidos como tales; la sentencia, recompensa o castigo, se pronuncia, por así decir, de antemano. Juicio que dará lugar a un examen más minucioso y a deliberación respeto de aquellos, más numerosos, cuya vida haya sido un amasijo de virtud y pecado (Ps. I, 5, I6-I7; Ps. 57, 7). Muchos serán salvados “como por el fuego” (Ps. 59, II; Ps. II8, III, 5) . . . ¿el fuego del Purgatorio sin duda?

¡Estado nuevo y definitivo lo mismo para los buenos que para los malvados! Los condenados no serán aniquilados, sino torturados por el fuego inextinguible tanto en el cuerpo como en el alma (S. Mat. IV, I2; Ps. I, I4; Ps. 5I, I9; Ps. 69, 3). Los elegidos serán transfigurados: de corruptibles, bébiles y torpes que eran vendrán a ser inmortales, invulnerables y ágiles como los espíritus (La Trinidad, XI, 43; Ps. II, 42; Ps. 62, 6).

La Iglesia entera, por boca de Pío IX, ratifica el juicio de San Agustín que invoca la autoridad del obispo de Poitiers contra los pelagianos.

“Es un verdadero católico el que habla, un insigne Doctor de las Iglesias, es Hilario quien habla” (Contra Juliano, I, 3, 9)

Aunque no constituyó un cuerpo de doctrina personal, su iniciativa y su mérito han consistido en abrevar abundantemente en los teólogos orientales y occidentales, y en fusionar estas dos corrientes de pensamiento, a fin de enriquecerlas y completarlas una con otra. “Uno de los Padres más difíciles de comprender, se ha dicho, es también uno de los más originales y más profundos”. Y, en todo caso, “el honor y el sostén de la antigua Iglesia de la Galia” (Petau: L’Incarnation, X, 5, I).

 

BIBLIOGRAFIA


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