PARTE
SEGUNDA
Capítulo
VIII Sentimiento de piedad del Santo y devoción que sentían hacia él los
seres irracionales
08.1 La
verdadera piedad, que, según el Apóstol, es útil para todo de
tal modo había llenado el corazón y penetrado las entrañas de Francisco, que
parecía haber reducido enteramente a su dominio al varón de Dios. Esta piedad
es la que por la devoción le remontaba hasta Dios; por la compasión, le
transformaba en Cristo; por la condescendencia, lo inclinaba hacia el prójimo,
y por la reconciliación universal con cada una de las criaturas, lo retornaba
al estado de inocencia.
08.1
Sin duda, la piedad lo inclinaba afectuosamente hacia todas las criaturas, pero
de un modo especial hacia las almas, redimidas con la sangre preciosa de Cristo
Jesús. En efecto, cuando las veía sumergidas en alguna mancha de pecado, lo
deploraba con tan tierna conmiseración, que bien podía decirse que, como una
madre, las engendraba diariamente en Cristo.
08.1
Esta era la causa principal de su veneración por los ministros de la palabra de
Dios, porque ellos - mediante la conversión de los pecadores - suscitan con
piadosa solicitud la descendencia a su hermano difunto, es decir, a
Cristo, crucificado por los mismos pecadores, y con solícita piedad gobiernan
dicha descendencia. Afirmaba que este oficio de misericordia es más acepto al
Padre de las misericordias que cualquier otro sacrificio, sobre todo
si se cumple con espíritu de perfecta caridad, de suerte que este trabajo se
realice más con el ejemplo que con la palabra, más con plegarias bañadas de
lágrimas que con largos discursos.
08.2
Por eso decía que es lamentable, como falto de verdadera piedad, el predicador
que en su oficio no busca la salvación de las almas, sino su propia alabanza, o
que con su vida depravada destruye lo que edifica con la verdad de su doctrina.
Y añadía que a tal predicador se debe preferir el hermano sencillo y sin
elocuencia, que con su buen ejemplo arrastra a los demás a la práctica del
bien. Aducía para ello las palabras de la Escritura: La estéril dio a luz
muchos hijos, y las explicaba así: La estéril es el hermano pobrecillo que
en la Iglesia no tiene cargo de engendrar hijos; pero dará a luz numerosos
hijos en el día del juicio, pues los que ahora convierte para Cristo con sus
oraciones privadas, se los imputará entonces el Juez para su gloria. En cambio,
la que tiene muchos hijos quedará baldía, es decir el predicador vano y
locuaz, que ahora se goza como de haber engendrado él mismo muchos hijos,
conocerá entonces que no tuvo arte ni parte en su alumbramiento.
08.3
Como quiera que deseaba con entrañable piedad la salvación de las almas y
sentía por ellas un ardiente celo, decía que se , llenaba de suavísima
fragancia cual si se le ungiera con un precioso ungüento cuando oía que muchos
se convertían al camino de la verdad gracias a la odorífera fama de los santos
hermanos diseminados por el mundo. Al oír tales noticias, se embriagaba de
alegría su espíritu y colmaba de bendiciones dignísimas de toda estimación a
aquellos hermanos que con su palabra o ejemplo inducían a los pecadores a amar
a Cristo.
08.3
Por el contrario, todos aquellos que con sus malas obras mancillaban la sagrada
Religión, incurrían en la gravísima sentencia de su maldición: De ti,
santísimo Señor - decía - , y de toda la corte celestial, y de mí,
pobrecillo, sean malditos los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo
que por los santos hermanos de esta Orden edificaste y no cesas de edificar.
08.3
Tan grande era la tristeza que con frecuencia sentía al comprobar el escándalo
de la gente sencilla, que se creía morir, de no ser confortado por la
consolación de la divina demencia. En cierta ocasión en que, turbado por los
malos ejemplos, rogaba con angustia al Padre misericordioso en favor de sus
hijos, recibió esta contestación del Señor: "Por qué te turbas, pobre
hombrecillo? ¿Por ventura te he constituido pastor sobre mi Religión de modo
que ignores que soy yo su principal protector? Te he escogido a ti, hombre
simple, para esta obra, a fin de que todo lo que hiciere en ti, no se atribuya a
humana industria, sino a la gracia divina. Yo te llamé, te guardaré y te
alimentaré; y si algunos hermanos apostataren, los sustituiré por otros, de
suerte que, si no hubiesen nacido todavía, los haré nacer; y por más recios e
fueran los ataques con que sea sacudida esta pobrecilla Religión, permanecerá
siempre en pie gracias a mi protección".
08.4
Aborrecía - cual .si fuera mordedura de serpiente venenosa - el vicio de la
detracción, enemigo de la fuente de piedad y de gracia, y afirmaba ser una
peste atrocísima y abominable a Dios, sumamente piadoso, por razón de que el
detractor se alimenta con la sangre de las almas, a las que mata con la
espada de la lengua.
08.4 Al
oír en cierta ocasión a un hermano que denigraba la fama de otro, volviéndose
a su vicario, le dijo: "Levántate con toda presteza e investiga
diligentemente el asunto, y, si descubres que es inocente el hermano acusado,
corrige severamente al acusador y ponlo al descubierto delante de todos!" E
incluso pensaba a veces que quien privaba a su hermano del honor de la fama,
merecía ser despojado del hábito, y que no era digno de elevar los ojos a Dios
si antes no hacía lo posible para devolver lo robado. "Tanto mayor es -
decía - la impiedad de los detractores que la de los ladrones, en cuanto que la
ley de Cristo, que se cumple con las obras de piedad, nos obliga a desear más
la salud de las almas que la de los cuerpos.
08.5
Admirable era la ternura de compasión con que socorría a los que estaban
afligidos de cualquier dolencia corporal; y si en alguno veía una carencia o
necesidad, llevado de la dulzura de su piadoso corazón, lo refería a Cristo
mismo. Y en verdad poseía una natural demencia, que se duplicaba con la piedad
de Cristo, que se le había copiosamente infundido. De ahí que su alma se
derretía de compasión a vista de los pobres y enfermos, y a quienes no podía
echarles una mano, les ofrecía su cordial afecto.
08.5
Sucedió una vez que uno de los hermanos respondió con cierta dureza a un pobre
que importunamente pedía limosna. Al enterarse de ello el piadoso amigo de los
pobres, mandó al hermano que, despojado de su hábito, se postrara a los pies
de aquel pobre, confesase su culpa y le pidiese el perdón y el sufragio de sus
oraciones. Habiendo cumplido humildemente el hermano dicha orden, añadió con
dulzura el Padre: "Cuando veas a un pobre, querido hermano, piensa que en
él se te propone, como en un espejo, la persona del Señor y de su Madre,
pobre. Del mismo modo, al ver a los enfermos, considera las dolencias que él
cargó sobre Si".
08.5 Y
como este pobre muy cristiano veía en cada menesteroso la imagen misma de
Cristo, resultaba que, si alguna vez le daban cosas necesarias para la vida, no
sólo las entregaba generosamente a los pobres que le salían al paso, sino que
incluso juzgaba que debían serles devueltas, como si fueran de su propiedad. Al
volver en cierta ocasión de la ciudad de Siena, llevando por razón de
enfermedad vestido sobre el hábito un corto manto, se encontró con un
pordiosero. Viendo con ojos compasivos su miseria, dijo al compañero: "Es
menester que le devolvamos a este pobrecillo el manto, porque es suyo, pues lo
hemos recibido prestado hasta tanto no encontráramos otra persona más
pobre".
08.5
Pero el compañero, viendo la necesidad en que se encontraba el piadoso Padre,
se oponía tenazmente a que socorriera al pobre, descuidándose de sí mismo. El
Santo, empero, le contestó: Creo que el gran Limosnero me imputaría como
verdadero robo si no entregara el manto que llevo a una persona más necesitada
que yo. Por esta causa, cuando le daban algo para alivio de las necesidades de
su cuerpo, solía pedir licencia a los donantes para poder distribuirlo
lícitamente, si es que se le presentaba otro más necesitado que él. Y cuando
se trataba de hacer una obra de misericordia, no perdonaba nada: ni mantos, ni
túnicas, ni libros, ni siquiera ornamentos del altar, hasta llegar a entregar
todas estas cosas, en la medida de sus posibilidades, a los pobres.
08.5
Muchas veces, al encontrarse en el camino con pobres abrumados con pesadas
cargas, arrimaba sus débiles hombros para aligerarles el peso.
08.6 La
piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y
común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas - por más
pequeñas que fueran - con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que
todas ellas tenían con el un mismo principio. Pero profesaba un afecto más
dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan
la mansedumbre de Cristo y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas
veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo
Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores.
08.6
Hospedándose en cierta ocasión el siervo de Dios en el monasterio de San
Verecundo, del obispado de Gubbio, sucedió que aquella misma noche una ovejita
parió un corderillo. Había allí una cerda ferocísima que, sin ninguna
compasión de la vida del inocente animalito, lo mató de una salvaje
dentellada. Enterado de ello el piadoso Padre, se sintió estremecido por una
extraordinaria conmiseración, y, recordando al Cordero sin mancha, se lamentaba
delante de todos por la muerte del corderillo, exclamando: "¡Ay de mí,
hermano corderillo, animal inocente, que representas a Cristo entre los hombres;
maldita sea la impía que te mató; que ningún hombre ni bestia se aproveche de
su carne!" ¡Cosa admirable! Al instante comenzó a enfermar la cerda
maléfica, y, después de haber pagado su acción con penosos sufrimientos
durante tres días, terminó por sucumbir al filo de la muerte vengadora.
Arrojada en la fosa del monasterio, permaneció allí largo tiempo, sin que a
ningún hambriento sirviera de comida.
08.6
Considere, pues, la impiedad humana de qué forma será al fin castigada, cuando
con una muerte tan horrenda fue sancionada la ferocidad de una bestia;
reflexionen también los fieles devotos con qué admirable virtud y copiosa
dulzura estuvo adornada la piedad del siervo de Dios, que mereció incluso que
los animales la reconocieran a su modo.
08.7
Mientras iba de camino, junto a la ciudad de Siena, encontró pastando un gran
rebaño de ovejas. Las saludó afectuosamente como de costumbre, y todas,
dejando el pasto, corrieron hacia Francisco, y alzando sus cabezas, quedaron con
los ojos fijos en él. Lo rodearon con tal ruidoso agasajo, que estaban
admirados tanto los pastores como los hermanos al ver brincando de regocijo en
torno al Santo no sólo los corderillos, sino hasta los mismos carneros.
08.7 En
otra ocasión, en Santa María de la Porciúncula ofrecieron al varón de Dios
una oveja, que aceptó muy complacido por su amor a la inocencia y sencillez,
que naturalmente representa la oveja. Exhortaba el piadoso varón a la ovejita a
que atendiera a alabanzas divinas y se abstuviera de ocasionar la menor molestia
a los hermanos. Y la oveja, como si se diese cuenta de la piedad del varón de
Dios, guardaba puntualmente sus advertencias. Pues, cuando oía cantar a los
hermanos en el coro, también ella entraba en la iglesia y, sin que nadie la
hubiese amaestrado, doblaba sus rodillas y emitía un suave balido ante el altar
de la Virgen, Madre del Cordero, como si tratara de saludarla. Más aún, cuando
dentro de la misa llegaba el momento de la elevación del sacratísimo cuerpo de
Cristo, se encorvaba doblando las rodillas, como si el reverente animal
reprendiese la irreverencia de los indevotos e invitase a los devotos de Cristo
a venerar el sacramento del altar.
08.7
Durante un tiempo, llevado de la devoción que sentía por el mansísimo
Cordero, tuvo consigo en Roma un corderillo, que entregó, para que lo cuidara
en su apartamento, a una noble matrona: a la señora Jacoba de Settesoli. El
cordero, como si estuviera aleccionado por el Santo en las cosas espirituales,
no se apartaba de la compañía de la señora lo mismo cuando iba a la iglesia
que cuando permanecía en ella o volvía a casa. Si sucedía que a la mañana
tardaba la señora en levantarse, incorporándose junto al lecho, la empujaba
con sus cuernecillos y la despertaba con sus balidos, exhortándola con sus
gestos y movimientos a darse prisa para ir a la iglesia. Por lo cual, el cordero
- discípulo de Francisco y convertido ya en maestro de vida devota - era
guardado por la dama con admiración y afecto.
08.8 En
otra ocasión le ofrecieron en Greccio un lebratillo vivo, el cual, dejado en el
suelo con posibilidad de ir a donde quisiera, nada más sentir la llamada del
piadoso Padre, dio un brinco y corrió a refugiarse en su regazo. Y
acariciándolo tiernamente, se parecía a una madre compasiva y amorosa. Le
advirtió con dulces palabras que en lo sucesivo no se dejara cazar y lo soltó
para que se marchara libremente. Pero, aunque repetidas veces fue puesto en
tierra para que escapara, siempre retornaba al regazo del Padre, como si por un
secreto instinto percibiera el amor bondadoso de su corazón. Al fin, por orden
del Padre, lo llevaron los hermanos a un lugar más seguro y solitario.
08.8 De
modo parecido, en la isla del lago de Perusa le ofrecieron al varón de Dios un
conejo que había sido cazado, el cual, a pesar de que huía de todos, se
refugió confiadamente en las manos y en el regazo de Francisco. En otra
ocasión en que se dirigía presuroso por el lago de Rieti hacia el eremitorio
de Greccio, un pescador - llevado de su veneración al Santo - le ofreció un
ave acuática. La recibió con agrado, y, abriendo las manos, la invitó a que
se fuera. Pero, al no querer marcharse la avecilla, el Santo permaneció largo
rato en oración con los ojos fijos en el cielo, y cuando volvió en sí, como
quien retorna de la lejanía después de mucho tiempo, mandó dulce y
repetidamente a la avecilla que se alejase y continuase alabando al Señor.
Recibió la bendición y licencia del Santo, y, dando muestras de alegría con
los movimientos de su cuerpo, remontó el vuelo.
08.8 En
el mismo lago le ofrecieron, igualmente, un gran pez vivo, al que, después de
haberle llamado - como de costumbre - con el nombre de hermano, puso en el agua
junto a la barca. El pez jugueteaba en el agua delante del varón de Dios;
diríase que se sentía atraído por su amor; no se apartaba un punto de la
barca, hasta tanto que con su bendición le dio licencia para marcharse.
08.9
Viajaba otro día con un hermano por las lagunas de Venecia, cuando se encontró
con una gran bandada de aves que, subidas a las enramadas, entonaban animados
gorjeos. Al verlas dijo a su compañero: Las hermanas aves alaban a su Creador.
Pongámonos en medio de ellas y cantemos también nosotros al Señor, recitando
sus alabanzas y las horas canónicas.
08.9 Y,
adentrándose entre las avecillas, éstas no se movieron de su sitio. Pero como,
a causa de la algarabía que armaban, no podían oírse uno a otro en la
recitación de las horas, el Santo varón se volvió a ellas para decirles:
Hermanas avecillas, cesad en vuestros cantos mientras tributamos al Señor las
debidas alabanzas. Inmediatamente callaron las aves, permaneciendo en silencio
hasta tanto que, recitadas sosegadamente las horas y concluidas las alabanzas,
recibieron del santo de Dios licencia para cantar. Y así reanudaron al instante
sus acostumbrados trinos y gorjeos.
08.9 En
Santa María de la Porciúncula se había instalado una cigarra sobre una
higuera cercana a la celda del varón de Dios, y desde allí daba sus
conciertos. El siervo de Dios, que había aprendido a admirar, aun en las cosas
pequeñas, la magnificencia del Creador, se sentía movido con aquel canto a
alabar más frecuentemente al Señor. Un día llamó Francisco a la cigarra, y
ésta, como amaestrada por el cielo, voló a sus manos. Al decirle: !Canta, mi
hermana cigarra, y alaba jubilosamente al Señor!, ella - obediente - comenzó
en seguida a cantar, y no cesó de hacerlo hasta que, por mandato del Padre,
remontó el vuelo hacia su lugar propio. Permaneció allí durante ocho días,
cumpliendo diariamente la orden de venir a sus manos, de cantar y volver a la
higuera. Por fin, el varón de Dios dijo a sus compañeros: Demos ya licencia a
nuestra hermana cigarra para que pueda alejarse. Bastante nos ha alegrado con su
canto, y realmente nos ha animado a alabar al Señor durante estos ocho días.
Y, puesta en libertad, se retiró al momento de allí y no volvió a aparecer,
como si temiera quebrantar en algo el mandato del siervo de Dios.
08.10
Cuando el siervo de Dios se hallaba enfermo en Siena, un noble señor le regaló
un faisán vivo recientemente capturado. Nada más oír y ver al Santo sintió
por él tan gran afición, que de ningún modo acertaba a separarse de su
compañía, pues repetidas veces lo colocaron en una viña fuera de la pequeña
morada de los hermanos para que pudiera escapar si quería, pero siempre volvía
en rápido vuelo al lado del Padre, como si por él hubiera sido domesticado
durante toda su vida. Entregado más tarde a un hombre que solía visitar al
siervo de Dios por la devoción que le profesaba, dicho faisán rehusó tomar
alimento alguno, como si le resultara molesto hallarse alejado de la presencia
del bondadoso Padre. Por fin tuvieron que devolverlo al siervo de Dios, a quien
tan pronto como le vio, entre grandes muestras de alegría, comenzó a comer con
toda voracidad.
08.10
Cuando llegó al retiro del Alverna para celebrar la cuaresma en honor del
arcángel San Miguel, aves de diversa especie aparecieron revoloteando en torno
a su celdita, y con sus armoniosos conciertos y gestos de regocijo, como quienes
festejaban su llegada, parecía que invitaban encarecidamente al piadoso Padre a
establecer allí su morada. Al ver esto, dijo a su compañero: Creo, hermano,
ser voluntad de Dios que permanezcamos aquí por algún tiempo, pues parece que
las hermanas avecillas reciben un gran consuelo con nuestra presencia. Fijando,
pues, allí su morada, un halcón que habitaba en aquel mismo lugar se le
asoció con un extraordinario pacto de amistad. En efecto, todas las noches, a
la hora en que el Santo acostumbraba levantarse para los divinos oficios, el
halcón le despertaba con sus cantos y sonidos.
08.10
Este gesto agradaba sumamente al siervo de Dios, ya que semejante solicitud
ejercida con él le hacía sacudir toda pereza y desidia. Mas, cuando el siervo
de Cristo se sentía más enfermo de lo acostumbrado, el halcón se mostraba
comprensivo, y no le marcaba una hora tan temprana para levantarse, sino que al
amanecer - como si estuviera instruido por Dios - pulsaba suavemente la campana
de su voz. Ciertamente, parece que tanto la alegría exultante de la variada
multitud de aves como el canto del halcón fueron un presagio divino de cómo el
cantor y adorador de Dios - elevado sobre las alas de la contemplación - había
de ser exaltado en aquel mismo monte mediante la aparición de un serafín.
08.11
Mientras estaba morando una temporada en el eremitorio de Greccio, los
habitantes de aquel lugar se veían atormentados por muchos males. Por una
parte, manadas de lobos rapaces hacían grandes estragos no sólo entre los
animales, sino en los mismos hombres; por otra, anualmente, las tempestades de
granizo devastaban los campos y viñedos.
08.11
Estando, pues, tan afligidos, el pregonero del santo Evangelio les predicó en
los siguientes términos: "Para honor y alabanza de Dios omnipotente, os
aseguro que desaparecerán todas estas calamidades y que el Señor, vuelto a
vosotros, os multiplicará los bienes temporales si, dando crédito a mis
palabras, reconocéis vuestra lamentable situación y - previa una sincera
confesión de vuestros pecados - hacéis dignos frutos de penitencia.
Pero además os anuncio que si, mostrándoos ingratos a los beneficios
recibidos, volvéis al vómito de vuestros pecados, se renovarán las
pestes, se duplicará el castigo y se descargará sobre vosotros una ira
mayor".
08.11
Siguiendo las amonestaciones del Santo, los moradores de Greccio hicieron
penitencia de sus pecados, y desde aquel día cesaron las plagas, desaparecieron
los peligros y ni los lobos ni el granizo volvieron a causarles daño alguno. Es
más, si alguna vez el granizo llegaba a devastar los campos vecinos, al
acercarse a los términos de Greccio, se disipaba allí mismo la tempestad o
tomaba otra dirección. El granizo y los lobos guardaron el pacto del siervo de
Dios, y nunca intentaron contravenir las leyes de la piedad ensañándose con
los hombres, convertidos también a la piedad, mientras éstos no violaron el
acuerdo actuando impíamente contra las piadosísimas leyes de Dios.
08.11
Así, pues, debe ser objeto de piadosa admiración la piedad de este
bienaventurado varón, que estuvo revestida de tan admirable dulzura y poder,
que amansó a las bestias feroces, domesticó a los animales salvajes, amaestró
a los mansos y sometió a su obediencia la naturaleza de los brutos, rebeldes al
hombre después de su caída en el pecado. Realmente, la piedad - reconciliando
entre sí a todas las criaturas - es útil para todo, pues tiene una promesa
para esta vida y para la futura.
Capítulo
IX Fervor de su caridad y ansias de martirio
09.1
¿Quién será capaz de describir la ardiente caridad en que se abrasaba
Francisco, el amigo del Esposo? Todo él parecía impregnado - como un carbón
encendido - de la llama del amor divino. Con sólo oír la expresión "amor
de Dios", al momento se sentía estremecido, excitado, inflamado, cual si
con el plectro del sonido exterior hubiera sido pulsada la cuerda interior de su
corazón. Afirmaba ser una noble prodigalidad ofrecer tal censo de amor a cambio
de las limosnas y que son muy necios cuantos lo cotizan menos que el dinero,
puesto que el imponderable precio del amor de Dios basta para adquirir el reino
de los cielos y porque mucho ha de ser amado el amor de Aquel que tanto nos
amó.
09.1
Mas para que todas las criaturas le impulsaran al amor divino, exultaba de
gozo en cada una de las obras de las manos del Señor y por el
alegre espectáculo de la creación se elevaba hasta la razón y causa
vivificante de todos los seres. En las cosas bellas contemplaba al que es
sumamente hermoso y mediante las huellas impresas en las criaturas buscaba por
doquier a su Amado, sirviéndose de todos los seres como de una escala para
subir hasta Aquel que es todo deseable. Impulsado por el afecto de su
extraordinaria devoción, degustaba la bondad originaria de Dios en cada una de
las criaturas, como en otros tantos arroyos derivados de la misma bondad; y,
como si percibiera un concierto celestial en la armonía de las facultades y
movimientos que Dios les ha otorgado, las invitaba dulcemente - cual otro
profeta David - a cantar las alabanzas divinas.
09.2
Cristo Jesús crucificado moraba de continuo, como hacecillo de mirra,
en la mente y corazón de Francisco, y en El deseaba transformarse
totalmente por el incendio de su excesivo amor. Impulsado por su singular
devoción a Cristo, desde la fiesta de la Epifanía se apartaba a lugares
solitarios durante cuarenta días continuos, en recuerdo del tiempo que Cristo
estuvo retirado en el desierto, y, encerrado en una celda, observaba la mayor
estrechez que le permitían sus fuerzas en el comer y beber, entregándose sin
interrupción al ayuno, a la oración y a las alabanzas divinas.
09.2
Era tan ardiente el afecto que le arrebataba hacia Cristo y, por otra parte, tan
cariñoso el amor con que le correspondía el Amado, que daba la impresión de
que el siervo de Dios sentía continuamente ante sus ojos la presencia del
Salvador, según lo reveló alguna vez en confianza a sus compañeros más
íntimos.
09.2 Su
amor al sacramento del cuerpo del Señor era un fuego que abrasaba todo su ser,
sumergiéndose en sumo estupor al contemplar tal condescendencia amorosa y un
amor tan condescendiente. Comulgaba frecuentemente y con tal devoción, que
contagiaba su fervor a los demás, y al degustar la suavidad del Cordero
inmaculado, era muchas veces, como ebrio de espíritu, arrebatado en
éxtasis.
09.3
Amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha
convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros
alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba
principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y
de todos sus hermanos, y ayunaba en su honor con suma devoción desde la fiesta
de los apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción.
09.3
Con vínculos de amor indisoluble se sentía unido a los espíritus angélicos,
que arden en un fuego mirífico, con el que se elevan hasta Dios e inflaman las
almas de los elegidos. Por devoción a ellos ayunaba durante cuarenta días a
partir de la Asunción de la gloriosa Virgen, entregándose a una ininterrumpida
oración. Pero profesaba un especial amor y devoción al bienaventurado Miguel
Arcángel, por ser el encargado de presentar las almas a Dios. Impulsábale a
ello el ferviente celo que sentía por la salvación de cuantos han de salvarse.
09.3 Al
recuerdo de todos los santos, como piedras de fuego, se recalentaba en su
corazón un incendio divino. Cultivaba una gran devoción a todos los
apóstoles, especialmente a Pedro y Pablo, por la ardiente caridad con que
amaron a Cristo; y en reverencia y amor hacia los mismos dedicaba al Señor el
ayuno de una cuaresma especial.
09.3 El
Pobrecillo no tenía para ofrecer con liberal generosidad más que dos
moneditas: su cuerpo y su alma. Y ambas las tenía ofrecidas tan de continuo
a Cristo, que se diría que en todo momento inmolaba su cuerpo con el rigor del
ayuno, y su espíritu con ardorosos deseos, sacrificando en el atrio exterior el
holocausto y quemando en el interior de su templo el timiama.
09.4
Si, por una parte, su intensa devoción y ferviente caridad lo elevaban hacia
las realidades divinas, por otra, su afectuosa bondad lo lanzaba a estrechar en
dulce abrazo a todos los seres, hermanos suyos por naturaleza y gracia. Pues si
la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las
criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún
con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la
sangre del Hacedor .
09.4 No
se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las almas que por El
han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la salvación de las
almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el Unigénito de Dios se
dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz. De ahí su esfuerzo en la
oración, de ahí sus correrías apostólicas y su celo por dar buen ejemplo.
Por eso, cuando se le reprendía por la demasiada austeridad que usaba consigo
mismo, respondía que había sido puesto como ejemplo para los demás.
09.4 Y
aunque su inocente carne, sometida ya espontáneamente al espíritu, no
necesitaba del flagelo de la penitencia para expiar sus propios pecados, no
obstante - para dar buen ejemplo - , volvía a imponerle cargas y castigos,
recorriendo, por el bien de los demás, los duros caminos de la mortificación.
Pues solía decir: Aunque hablara las lenguas de los ángeles y de los
hombres, si no tengo en mí caridad y no doy ejemplo de virtud a mis
prójimos, muy poco será lo que aproveche a los otros, nada a mí mismo.
09.5
Enfervorizado en el incendio de la caridad, se esforzaba por emular el glorioso
triunfo de los santos mártires, en quienes nadie ni nada pudo extinguir la
llama del amor ni debilitar su fortaleza en el sufrir. Inflamado, pues, en esa
caridad perfecta que arroja de sí todo temor, deseaba ofrecerse él
mismo en persona - mediante el fuego del martirio - como hostia viva al
Señor, para corresponder de este modo al amor de Cristo, muerto por nosotros en
la cruz, y para incitar a los demás al amor divino. En efecto, ardiendo en
deseos de martirio, al sexto año de su conversión resolvió embarcarse a Siria
a fin de predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y otros
infieles.
09.5
Así, pues, embarcó en una nave que se dirigía a aquellas tierras; pero, a
causa de los fuertes vientos contrarios, se vio obligado a desembarcar en las
costas de Eslavonia. Permaneció allí algún tiempo, y, al no poder encontrar
una embarcación que se hiciera entonces a la mar, se sintió defraudado en sus
deseos y rogó a unos navegantes que salían para Ancona que por amor de Dios lo
llevasen a bordo. Mas ellos se negaron rotundamente a su petición, alegando el
motivo de la escasez de víveres. Con todo, el varón de Dios, confiando
plenamente en la bondad divina, se metió a ocultas con su compañero en el
barco. En esto se presentó un individuo, enviado por Dios - según se cree - en
ayuda del Pobrecillo, el cual llevaba consigo el necesario avituallamiento y,
llamando aparte a uno de los marineros, temeroso de Dios, le dijo: "Guarda
fielmente estos víveres para los pobres hermanos que están escondidos en la
nave y suminístraselos amigablemente en tiempo de necesidad".
09.5 Y
así sucedió que, a causa del fuerte temporal, no pudieron durante muchos días
los tripulantes arribar a ningún puerto; y entre tanto se agotaron todos los
alimentos, quedando sólo la limosna concedida milagrosamente al pobre
Francisco, la cual, no obstante ser insignificante, por virtud divina aumentó
tan considerablemente, que, teniendo que permanecer muchos días en el mar
debido al continuo temporal, antes de llegar al puerto de Ancona, bastó para
proveer plenamente a las necesidades de todos. Al ver entonces los tripulantes
que por el siervo de Dios se habían librado de tantos peligros de muerte, como
que habían sufrido los horribles riesgos del mar y visto las maravillosas obras
del Señor en medio del piélago, dieron gracias a Dios omnipotente, que
siempre se manifiesta admirable y digno de amor en sus amigos y siervos.
09.6
Tan pronto como dejó el mar y puso pie en tierra, comenzó a sembrar la semilla
de la palabra de salvación, recogiendo apretado manojo de frutos espirituales.
Mas como le atraía tanto la idea de la consecución del martirio, que prefería
una preciosa muerte por Cristo a todos los méritos de las virtudes, emprendió
viaje hacia Marruecos con objeto de predicar el Evangelio de Cristo al
Miramamolín y su gente, y poder conseguir de algún modo la deseada palma del
martirio. Y era tan ardiente este deseo, que, a pesar de su debilidad corporal,
se adelantaba a su compañero de peregrinación, y, como ebrio de espíritu,
volaba presuroso a la realización de su proyecto.
09.6
Pero cuando llegó a España, por designio de Dios, que le reservaba para otras
muy importantes empresas, le sobrevino una gravísima enfermedad que le impidió
llevar a cabo su anhelo. Comprendiendo, pues, el hombre de Dios que su vida
mortal era aún necesaria para la prole que había engendrado, aunque para sí
reputaba la muerte como una ganancia, tornó de su camino para ir a apacentar
las ovejas encomendadas a su solicitud.
09.7
Pero como el ardor de su caridad lo apremiaba insistentemente a la búsqueda del
martirio, intentó aún por tercera vez marchar a tierra de infieles para
propagar, con la efusión de su sangre, la fe en la Trinidad. Así es que el
año decimotercero de su conversión partió a Siria, exponiéndose a muchos y
continuos peligros en su intento de llegar hasta la presencia del sultán de
Babilonia.
09.7 Se
entablaba entonces entre cristianos y sarracenos una guerra tan implacable, que
estando enfrentados ambos ejércitos en campos contrarios no se podía pasar de
una parte a otra sin exponerse a peligro de muerte, pues el sultán había hecho
promulgar un severo edicto, en cuya virtud se recompensaba con un besante de oro
al que le presentara la cabeza de un cristiano.
09.7
Pero el intrépido caballero de Cristo Francisco, con la esperanza de ver
cumplido muy pronto su proyecto de martirio, se decidió a emprender la marcha
sin atemorizarse por la idea de la muerte, antes bien estimulado por su deseo. Y
así, después de haber hecho oración y confortado por el Señor, cantaba
confiadamente con el profeta: Aunque camine en medio de las sombras de la
muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo.
09.8
Acompañado, pues, de un hermano llamado Iluminado - hombre realmente iluminado
y virtuoso - , se puso en camino, y de pronto le salieron al encuentro dos
ovejitas, a cuya vista, muy alborozado, dijo el Santo al compañero: Confía,
hermano, en el Señor, porque se cumple en nosotros el dicho evangélico: He
aquí que os envío como ovejas en medio de lobos. y, avanzando un poco
más, se encontraron con los guardias sarracenos, que se precipitaron sobre
ellos como lobos sobre ovejas y trataron con crueldad y desprecio a los siervos
de Dios salvajemente capturados, prefiriendo injurias contra ellos,
afligiéndoles con azotes y atándolos con cadenas. Finalmente, después de
haber sido maltratados y atormentados de mil formas, disponiéndolo así la
divina Providencia, los llevaron a la presencia del sultán, según lo deseaba
el varón de Dios.
09.8
Entonces el jefe les preguntó quién los había enviado, cuál era su objetivo,
con qué credenciales venían y cómo habían podido llegar hasta allí; y el
siervo de Cristo Francisco le respondió con intrepidez que había sido enviado
no por hombre alguno, sino por el mismo Dios altísimo, para mostrar a él y a
su pueblo el camino de la salvación y anunciarles el Evangelio de la verdad. Y
predicó ante dicho sultán sobre Dios trino y uno y sobre Jesucristo salvador
de todos los hombres con tan gran convicción, con tanta fortaleza de ánimo y
con tal fervor de espíritu, que claramente se veía cumplirse en él aquello
del Evangelio: Yo os daré palabras y sabiduría, a las que no podrá hacer
frente ni contradecir ningún adversario vuestro
09.8 De
hecho, observando el sultán el admirable fervor y virtud del hombre de Dios, lo
escuchó con gusto y le invitó insistentemente a permanecer consigo. Pero el
siervo de Cristo, inspirado de lo alto, le respondió: "Si os resolvéis a
convertiros a Cristo tú y tu pueblo, muy gustoso permaneceré por su amor en
vuestra compañía. Mas, si dudas en abandonar la ley de Mahoma a cambio de la
fe de Cristo, manda encender una gran hoguera, y yo entraré en ella junto con
tus sacerdotes, para que así conozcas cuál de las dos creencias ha de ser
tenida, sin duda, como más segura y santa".
09.8
Respondió el sultán: "No creo que entre mis sacerdotes haya alguno que
por defender su fe quiera exponerse a la prueba del fuego, ni que esté
dispuesto a sufrir cualquier otro tormento". Había observado, en efecto,
que uno de sus sacerdotes, hombre íntegro y avanzado en edad, tan pronto como
oyó hablar del asunto, desapareció de su presencia. Entonces, el Santo le hizo
esta proposición: "Si en tu nombre y en el de tu pueblo me quieres
prometer que os convertiréis al culto de Cristo si salgo ileso del fuego,
entraré yo solo a la hoguera. Si el fuego me consume, impútese a mis pecados;
pero, si me protege el poder divino, reconoceréis a Cristo, fuerza y
sabiduría de Dios, verdadero Dios y Señor, salvador de todos los
hombres".
09.8 El
sultán respondió que no se atrevía a aceptar dicha opción, porque temía una
sublevación del pueblo. Con todo, le ofreció muchos y valiosos regalos, que el
varón de Dios - ávido no de los tesoros terrenos, sino de la salvación de las
almas - rechazó cual si fueran lodo. Viendo el sultán en este santo varón un
despreciador tan perfecto de los bienes de la tierra, se admiró mucho de ello y
se sintió atraído hacia él con mayor devoción y afecto. Y, aunque no quiso,
o quizás no se atrevió a convertirse a la fe cristiana, sin embargo, rogó
devotamente al siervo de Cristo que se dignara aceptar aquellos presentes y
distribuirlos - por su salvación - entre cristianos pobres o iglesias. Pero
Francisco, que rehuía todo peso de dinero y percatándose, por otra parte, que
el sultán no se fundaba en una verdadera piedad, rehusó en absoluto
condescender con su deseo.
09.9 Al
ver que nada progresaba en la conversión de aquella gente y sintiéndose
defraudado en la realización de su objetivo del martirio, avisado por
inspiración de lo alto, retornó a los países cristianos. Y resultó, de un
modo misericordioso y admirable a la vez - por disposición de la demencia
divina y mediante los méritos de las virtudes del Santo - , que este amigo de
Cristo buscara con todas sus fuerzas morir por El y no lo consiguiera, para así
lograr, por una parte, el mérito del deseado martirio, y, por otra, quedar
reservado para un privilegio singular con el que sería distinguido más
adelante. De ahí que aquel fuego divino llameó con más intensidad en su
corazón para que después se manifestase con mayor evidencia en su carne.
09.9
iOh dichoso varón, cuya carne no fue herida por el hierro del tirano y, sin
embargo, no quedó privada de la semejanza con el Cordero degollado! ¡Oh varón
- repetiré - verdadera y perfectamente feliz, cuya alma, si bien no fue
arrancada por la espada del perseguidor, no perdió la palma del martirio!
Capítulo
X Vida de oración y poder de sus plegarias
10.1
Como quiera que el siervo de Cristo Francisco se sentía en su cuerpo como un peregrino
alejado del Señor - si bien, por la caridad de Cristo, se había ya
totalmente insensibilizado a los deseos terrenos - , para no verse privado de la
consolación del Amado, se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener
siempre su e Espíritu unido a Dios.
10.1
Ciertamente, la oración era para este hombre contemplativo un verdadero solaz,
mientras, convertido ya en conciudadano de los ángeles dentro de las mansiones
celestiales, buscaba con ardiente anhelo a su Amado, de quien
solamente le separaba el muro de la carne. Era también la oración para este
hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la
bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor -
por el ejercicio continuo de la oración - todos sus afanes.
10.1
Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las
cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie
puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los
medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se
refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que
afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración,
que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta
toda su actividad y todo su tiempo.
10.2 No
dejaba pasar por alto - llevado de la negligencia - ninguna visita del
Espíritu. En efecto, cuando recibía una tal visita, prestábale gran
atención, y en tanto que el Señor se la concedía, saboreaba la dulcedumbre
ofrecida. Por eso, cuando, estando en camino, sentía algún soplo del Espíritu
divino, se detenía al punto dejando pasar adelante a sus compañeros, y así se
reconcentraba para convertir en fruición la nueva inspiración; en verdad, no
recibía en vano la gracia de Dios. Sumergíase muchas veces en el éxtasis
de la contemplación de tal modo, que, arrebatado fuera de sí y percibiendo
algo más allá de los sentidos humanos, no se daba cuenta de lo que acontecía
al exterior en torno suyo. Así sucedió una vez en Borgo San Sepolcro, un
castro muy poblado. Al atraversarlo sentado en un jumentillo, a causa de la
debilidad del cuerpo, se encontró con una muchedumbre, que, llevada de la
devoción, se abalanzó sobre él.
10.2
Detenido por la turba, que le empujaba y asediaba de mil maneras, parecía
insensible a todo, y como si su cuerpo estuviera muerto a todo lo que sucedía a
su lado, no se dio cuenta absolutamente de nada. Por eso, después de haber
dejado muy atrás el poblado y la gente, al llegar a una casa de leprosos, el
contemplativo de las cosas celestiales - como volviendo de otro mundo -
preguntó con interés cuánto faltaba para llegar a Borgo. Y es que su
espíritu, anclado en los esplendores del cielo, no había reparado en la
variedad de lugares y tiempos, ni en las personas que habían salido a su
encuentro. Y que esto le sucedió con alguna frecuencia, lo sabemos por varios
testimonios de sus compañeros.
10.3 Y
como había aprendido en la oración que el Espíritu Santo hace sentir tanto
más íntimamente su dulce presencia a los que oran cuanto más alejados los ve
del mundanal ruido, por eso buscaba lugares apartados y se dirigía a la soledad
o a las iglesias abandonadas para dedicarse de noche a la oración. Allí
sostenía frecuentes y horribles luchas con los demonios, que, atacándole
sensiblemente, se esforzaban por perturbarlo en el ejercicio de la oración. El
empero, defendido con las armas del cielo, cuanto más duramente le asaltaban
los enemigos, tanto más fuerte se hacía en la virtud y más fervoroso en la
oración diciendo confiadamente a Cristo: A la sombra de tus alas escóndeme
de los malvados que me asaltan.
10.3
Después se dirigía a los demonios y les decía: "Espíritus malignos y
falsos, haced en mí todo lo que podáis! Bien sé que no podéis hacer más de
lo que os permita la mano del Señor. Por mi parte, estoy dispuesto a sufrir con
sumo gusto todo lo que El os asigne infligirme". No pudiendo soportar los
arrogantes demonios tal constancia de ánimo, se retiraban llenos de confusión.
10.4 Y,
cuando el varón de Dios quedaba solo y sosegado, llenaba de gemidos los
bosques, bañaba la tierra de lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho, y,
como quien ha encontrado un santuario íntimo, conversaba con su Señor. Allí
respondía al Juez, allí suplicaba al Padre, allí hablaba con el Amigo, allí
también fue oído algunas veces por sus hermanos que con piadosa curiosidad lo
observaban interpelar con grandes gemidos a la divina demencia en favor de los
pecadores, y llorar en alta voz la pasión del Señor como si la estuviera
presenciando con sus propios ojos.
10.4
Allí lo vieron orar de noche, con los brazos extendidos en forma de cruz,
mientras todo su cuerpo se elevaba sobre la tierra y quedaba envuelto en una
nubecilla luminosa, como si el admirable resplandor que rodeaba su cuerpo fuera
una prueba de la maravillosa luz de que estaba iluminada su alma. Allí también
- según está comprobado por indicios ciertos - se le descubrían misteriosos
secretos de la divina sabiduría, que no los hacía públicos sino en el grado
que le urgía la caridad de Cristo o se lo exigía el bien del prójimo. Solía
decir a este propósito: Sucede que por una ligera satisfacción llega a
perderse un don inapreciable y se provoca a Aquel que lo dio a no concederlo en
adelante con tanta facilidad.
10.4
Cuando volvía de su oración privada - en la que venía a quedar como
transformado en otro hombre - , tenía sumo cuidado en adaptarse a los demás,
no fuese que las exteriorizaciones le granjeasen el aplauso humano, y quedara
por ello desprovisto del premio en su interior. Si en público le sorprendía de
improviso la visita del Señor, siempre encontraba algún medio para evadir la
atención de los presentes de forma que no apareciesen al exterior sus
familiares encuentros con el Esposo. Cuando oraba en compañía de sus hermanos,
trataba de evitar por completo los ruidos de toses’, los gemidos, los fuertes
suspiros y otros gestos exteriores; y esto lo hacía tanto por su amor al
secreto como porque, adentrado profundamente en su interior, estaba todo él
transportado en Dios.
10.4
Muchas veces dijo a sus compañeros más íntimos: Cuando el siervo de Dios
recibe durante la oración una visita de lo alto, debe decir: "Señor,
pecador e indigno como soy, me has enviado del cielo este consuelo; yo lo
encomiendo a tu custodia, porque me reconozco ladrón de tu tesoro". Y
cuando vuelve de la oración debe mostrarse de tal modo pobrecillo y pecador
cual si no hubiera conseguido ninguna nueva gracia".
10.5
Sucedió una vez que, mientras oraba el varón de Dios en la Porciúncula, vino
a visitarle - como de costumbre - el obispo de Asís. Apenas entró en el lugar,
se acercó con más confianza que la debida a la celda en que oraba el siervo de
Cristo; llamó a la puerta y fue a pasar adelante. Nada más introducir la
cabeza y ver al Santo en oración, de repente quedó sobrecogido de espanto, se
le paralizaron los miembros y hasta perdió el habla; y súbitamente, por
designio divino, fue expulsado con violencia hacia afuera, viéndose obligado a
retroceder y alejarse de allí. Estupefacto el obispo, se apresuró, tan pronto
como pudo, a presentarse a los hermanos; y, al devolverle Dios el habla, sus
primeras palabras fueron para confesar la culpa.
10.5
Sucedió en cierta ocasión que el abad del monasterio de San Justino, del
obispado de Perusa, se encontró con el siervo de Cristo. Apenas lo vio, el
devoto abad se apeó rápidamente del caballo para rendir reverencia al varón
de Dios y conversar con él de cosas referentes a la salvación de su alma. Al
término del dulce coloquio, a la hora de despedirse, el abad le pidió
humildemente que rogara por él. El hombre amado de Dios le respondió: Lo haré
de buen grado.
10.5
Cuando se hubo alejado un poco el abad, el fiel Francisco dijo a su compañero:
Aguarda un momento, hermano, que quiero cumplir lo prometido. Y, mientras oraba
el Santo, súbitamente sintió el abad en su espíritu un calor tan inusitado y
una tal dulzura no experimentada hasta entonces, que, arrebatado en éxtasis,
quedó totalmente absorto en Dios. Permaneció, así un breve espacio de tiempo,
y - vuelto en sí - reconoció la eficacia de la oración de San Francisco. Por
eso en adelante profesó una simpatía mayor a la Orden y contó a muchos este
hecho que consideraba milagroso.
10.6
Solía el Santo rendir a Dios el tributo de las horas canónicas con no menor
reverencia que devoción. Pues, aunque estaba enfermo de los ojos, del
estómago, del bazo y del hígado, con todo, no quería - mientras salmodiaba -
apoyarse en el muro o en la pared, sino que recitaba siempre las horas de pie y
sin cubrir la cabeza con la capucha, con la mirada recogida y sin ninguna
interrupción.
10.6 Si
alguna vez iba de camino, se detenía a la hora de rezar el oficio, y no omitía
esta respetuosa y santa costumbre ni siquiera cuando le alcanzaba una lluvia
torrencial. Solía decir en efecto: Si el cuerpo toma tranquilamente su
alimento, con el que se ha de convertir algún día en pasto de gusanos, ¿con
cuánta mayor paz y sosiego debe recibir el alma su alimento de vida?
10.6
Creía faltar gravemente si, entregado a la oración, se dejaba distraer
interiormente por vanas imaginaciones. Cuando algo de esto le sucedía, no
quedaba tranquilo hasta confesar su culpa y expiarla con una adecuada
penitencia. Y de tal modo llevó a la práctica esta costumbre, que
rarísimamente fue molestado por tales moscas de vanas imaginaciones.
10.6
Durante una cuaresma, en su afán de aprovechar hasta los últimos segundos de
tiempo, hizo un pequeño vaso. Y sucedió que al rezo de tercia le vino a la
cabeza su recuerdo, distrayéndolo un poco. Movido por el fervor del espíritu,
arrojó al fuego dicho vaso, diciendo: Lo sacrificaré al Señor, puesto que ha
sido un obstáculo para rendirle el debido sacrificio. Recitaba los salmos con
tal atención de mente y de espíritu cual si tuviese a Dios presente ante sus
ojos; y cuando en ellos venía el nombre del Señor, parecía relamerse los
labios por la suave dulzura que experimentaba.
10.6
Queriendo, asimismo, honrar con singular reverencia el nombre del Señor, no
sólo cuando era recordado en la mente, sino también cuando era pronunciado o
aparecía escrito, recomendó alguna vez a sus hermanos recoger, doquiera
encontraren, todo papel escrito y colocarlo en lugar decente, no se diera el
caso de conculcarse el sagrado nombre de Dios que tal vez estuviera allí
escrito. Cuando pronunciaba u oía pronunciar el nombre de Jesús, se llenaba en
su interior de un gozo inefable, y en su exterior aparecía todo conmocionado,
cual si su paladar saborease manjares exquisitos o su oído percibiera sonidos
armoniosos.
10.7
Tres años antes de su muerte se dispuso a celebrar en el castro de Greccio, con
la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin
de excitar la devoción de los fieles. Mas para que dicha celebración no
pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo
pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno
correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno.
10.7
Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y
aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros
conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne. El
varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en
lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la
misa solemne, en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio.
Predica después al pueblo allí presente sobre el nacimiento del Rey pobre, y
cuando quiere nombrarlo - transido de ternura y amor - , lo llama Niño de
Bethleem.
10.7
Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el Señor
Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena
y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero
haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso, al
que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado padre Francisco, parecía
querer despertarlo del sueño.
10.7
Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no solo por la santidad
del testigo, sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad
por los milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por
las gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe
de Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en
milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar
otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo y con
evidentes y admirables prodigios, demostraba la eficacia de su santa oración.
Capítulo
XI Inteligencia de las Escrituras y espíritu de profecía
11.1
Incesante ejercicio de la oración, unido a la continua práctica de la virtud,
había conducido al varón de Dios a tal limpidez y serenidad de mente, que a
pesar de no haber adquirido, por adoctrinamiento humano, conocimiento de las
sagradas letras, iluminado con los resplandores de la luz eterna, llegaba a
sondear, con admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de las
Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba los más
ocultos misterios, y allí donde no alcanza la ciencia de los maestros, se
adentraba el afecto del amante.
11.1
Leía algunas veces los libros sagrados, y lo que una vez se había depositado
en su alma, se grababa tenazmente en su memoria; no en vano percibía con atento
oído de su mente lo que después rumiaba sin cesar con devoción y afecto.
Preguntáronle en cierta ocasión los hermanos si sería de su agrado que los
letrados admitidos ya en la Orden se aplicasen al estudio de la Sagrada
Escritura, y Francisco respondió: "Sí, me place, pero a condición de
que, a ejemplo de Cristo, de quien se dice que se dedicó más a la oración que
a la lectura, no descuiden el ejercicio de la oración, ni se entreguen al
estudio sólo para saber cómo han de hablar, sino, más bien, para practicar lo
que han escuchado, y, practicándolo, lo propongan a los demás para que lo
pongan por obra. Quiero - añadió - que mis hermanos sean discípulos
evangélicos y de tal modo progresen en el conocimiento de la verdad, que
crezcan en pura simplicidad, sin separar la sencillez colombina de la prudencia
de la serpiente, virtudes que el soberano Maestro conjuntó en la enseñanza de
sus benditos labios".
11.2
Preguntado en la ciudad de Siena por un religioso, doctor en sagrada teología,
acerca de algunas cuestiones muy difíciles de entender, le puso al descubierto
con tanta claridad los misterios de la divina sabiduría, que se llenó de
asombro aquel hombre sabio. Por eso exclamó todo admirado: En verdad, la
teología de este santo Padre, elevada a lo alto, como sobre alas, por su pureza
y contemplación, se parece a un águila que se remonta a los cielos, mientras
nuestra ciencia se arrastra por el suelo. Aunque no era un experto en hablar,
sin embargo, dotado del don de la ciencia, resolvía cuestiones dudosas y hacía
luz en los puntos oscuros. Nada extraño que el Santo recibiera de Dios la
inteligencia de las Escrituras, ya que por la perfecta imitación de Cristo
llevaba impresa en sus obras la verdad de las mismas, y por la plenitud de la
unción del Espíritu Santo poseía dentro de su corazón al Maestro de las
sagradas letras.
11.3
Brilló también en Francisco el espíritu de profecía en tal grado, que
preveía las cosas futuras y descubría los secretos de los corazones; veía,
asimismo, las cosas ausentes como si estuvieran presentes y se aparecía
maravillosamente a los que estaban lejos. En ocasión en que el ejército
cristiano sitiaba la ciudad de Damieta, se encontraba allí el varón de Dios,
protegido no con el poder de las armas, sino con la coraza de la fe. Al escuchar
el día mismo de la batalla que los cristianos se preparaban a la lucha, el
siervo de Cristo se afligió muy profundamente y dijo a su compañero: "El
Señor me ha revelado que, si se enfrentan los dos ejércitos, el resultado
será desfavorable para los cristianos; pero, si les digo esto, me tomarán por
mentecato, y, si me callo, no podré evitar los remordimientos de conciencia.
¿Qué opinas tú sobre el particular?"
11.3 Le
respondió su compañero: Hermano, no te importe ni mucho ni poco el juicio de
los hombres, pues no es ahora cuando comienzas a ser considerado como loco.
Descarga tu conciencia y teme más a Dios que a los hombres. Al oír tal
contestación, se marcha en seguida el heraldo del Evangelio, exhorta con
saludables consejos a los cristianos, les disuade a presentar batalla y les
predice la derrota. Mas los soldados tomaron la verdad como si fuera un cuento,
endurecieron su corazón y no quisieron retroceder de sus planes.
11.3
Avanzan, chocan las armas, se entabla la batalla, y todo el ejército cristiano
se bate en retirada, obteniendo como resultado no el triunfo, sino una
vergonzosa derrota. Con este lamentable desastre quedó diezmado el ejército
cristiano, de modo que el número de muertos y cautivos ascendió a cerca de
seis mil. Así se puso de manifiesto que no debía haberse despreciado la
sabiduría del pobre, porque el alma del justo anuncia, a veces, la verdad
mejor que siete vigías puestos en atalaya para vigilar.
11.4 En
otra ocasión, después de haber regresado de su viaje a ultramar, llegó a
Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a
quedarse a comer con él. Vino, pues, a su casa, y toda la familia se llenó de
gozo a la llegada de los pobres huéspedes. Pero, antes de ponerse a comer, el
devoto varón - siguiendo su costumbre - se detuvo un poco con los ojos elevados
al cielo, dirigiendo a Dios súplicas y alabanzas. Al concluir la oración
llamó aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le
habló así: "Mira, hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado
en tu casa para comer. Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos,
porque no es aquí, sino en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en
seguida tus pecados con espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu
conciencia no quede nada que haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy
mismo te recompensará el Señor la obra de haber acogido con tanta devoción a
sus pobres".
11.4
Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con
el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en
orden todas sus cosas y se preparó - como mejor pudo - a recibir la muerte.
Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas habían comenzado los otros a
comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte repentina, exhaló su
espíritu, según le había anunciado el varón de Dios.
11.4
Así, la misericordiosa hospitalidad obtuvo su premio merecido, verificándose
la palabra de la Verdad: Quien recibe a un profeta tendrá paga de profeta.
En efecto, merced al anuncio profético del Santo, aquel piadoso caballero se
previno contra una muerte imprevista, y, defendido con las armas de la
penitencia, pudo evitar la condenación eterna y entrar en las eternas moradas.
11.5
Cuando el siervo de Dios yacía enfermo en Rieti, le llevaron en una camilla -
víctima de grave enfermedad - a un prebendado de nombre Gedeón, hombre lascivo
y mundano. Con lágrimas en los ojos rogaba a Francisco, a una con los
presentes, que trazase sobre él la señal de la cruz. Le repuso el Santo:
"Cómo quieres que te bendiga con la señal de la cruz después que has
vivido en el pasado según los antojos de tu carne, sin temer los juicios de
Dios? No obstante, en atención a las devotas súplicas de los presentes, haré
sobre ti la señal de la cruz en nombre del Señor. Mas tenlo presente: si una
vez curado vuelves de nuevo al vómito del pecado, sufrirás desgracias
mayores, pues por el pecado de la ingratitud se infligen siempre castigos más
grave que los precedentes".
11.5
Hecha, pues, la señal de la cruz sobre el enfermo, éste, que había estado
postrado con los miembros agarrotados, se levantó al instante del todo sano, y,
prorrumpiendo en alabanzas a Dios, exclamó: "Ya estoy libre de mi
enfermedad!" Crujieron entonces los huesos de la cintura - ruido que oyeron
todos - con un chasquido semejante al que se produce cuando con la mano se parte
leña seca.
11.5
Mas poco tiempo después, olvidándose de Dios, volvió a entregarse a la vida
licenciosa. Y he aquí que cierta tarde en que había cenado en casa de un
canónigo y quedado aquella noche allí a dormir, de pronto se derrumbó la
techumbre del edificio sobre los que estaban en la misma casa. Pero mientras los
demás se escaparon de la muerte, sólo el miserable murió sepultado entre las
ruinas. Por justo juicio de Dios, el final de aquel hombre vino a ser peor
que el principio a causa del vicio de la ingratitud y del desprecio de Dios.
Porque es necesario ser agradecido por el perdón recibido y doblemente se
desagrada a Dios con el pecado reiterado.
11.6 En
otra ocasión, una noble y piadosa señora se llegó al Santo para exponerle el
dolor que la afligía y pedirle remedio. Su marido era un hombre de extremada
crueldad, que le ponía obstáculos en el servicio de Cristo. Por eso pedía
dicha mujer al Santo que hiciera oración por él, a fin de que el Señor, en su
demencia, se dignase ablandar su corazón. Después que la escuchó, le
respondió el Santo: "Vete en paz, que, sin duda alguna, recibirás muy
pronto un gran consuelo de tu marido". Y añadió: "Dile de parte de
Dios y de parte mía que ahora es tiempo de misericordia y que luego será el de
la justicia".
11.6
Recibida la bendición, la mujer vuelve a su casa, encuentra a su marido y le
comunica las palabras del Santo. De pronto descendió sobre aquel hombre el
Espíritu Santo, y, convertido de su condición antigua en un hombre nuevo,
el mismo Espíritu le mueve a contestar así con toda dulzura a su mujer:
"Señora, sirvamos a Dios y salvemos nuestras almas". En efecto, por
insinuación de la santa mujer, vivieron durante muchos años en perfecta
continencia y al fin ambos entregaron en el mismo día sus almas al Señor.
11.6
Maravilloso, en verdad, el poder del espíritu profético de este varón de
Dios, que restituía el vigor a los miembros a punto de secarse e imprimía
sentimientos de ternura en los corazones endurecidos. Pero no fue menos
estupenda la clarividencia de su espíritu, en cuya virtud no sólo conocía de
antemano acontecimientos futuros, sino que también escrutaba los secretos de
las conciencias, como si, a imitación de Eliseo, hubiera heredado las dos
partes del espíritu del profeta Elías.
11.7
Hallándose Francisco en Siena, predijo a un señor, amigo suyo, algunas cosas
que habían de sucederle al fin de su vida. Y habiéndose enterado de ello aquel
hombre docto, - de quien antes hemos hecho mención diciendo que alguna vez
conversó con el santo Padre sobre cuestiones de la Sagrada Escritura - ,
preguntó al Santo, para salir de dudas, si realmente él había anunciado
aquellas cosas que conocía por referencias de dicho hombre. Y Francisco no
sólo le confirmó la verdad de lo que había escuchado, sino que además al
curioso investigador de hechos ajenos le predijo el día de su propia muerte. Y
para cerciorarle mejor de lo que le anunciaba, le reveló un secreto escrúpulo
de conciencia que aquel doctor no había manifestado a ningún viviente; le
resolvió maravillosamente sus dudas, dejándole del todo tranquilo con sus
saludables consejos. En confirmación de lo dicho, aquel religioso acabó sus
días tal como se lo había profetizado el siervo de Cristo.
11.8 En
aquel mismo tiempo en que Francisco volvía de ultramar acompañado por el
hermano Leonardo de Asís, sucedió que - por estar fatigado y rendido de
cansancio - hubo de montar durante un breve espacio de tiempo sobre un asnillo.
Le seguía su compañero, muy cansado también, que, sintiendo el peso de la
humana flaqueza, comenzó a decir entre sí: "No eran de la misma
condición social los padres de éste y los míos; y he aquí que él va
montado, mientras yo camino a pie guiando su asno".
11.8
Iba rumiando tales pensamientos, cuando de pronto se apeó el Santo y le dijo:
"No es justo, hermano, que yo cabalgue y que tu vayas a pie, porque en el
siglo fuiste mucho más noble y poderoso que yo. Lleno de estupor y vergüenza
al verse descubierto en su conciencia, el hermano se arrojó al instante a los
pies del Santo y, todo bañado en lágrimas, le manifestó sinceramente sus
pensamientos y le pidió perdón.
11.9
Había un hermano, devoto de Dios y del siervo de Cristo, que frecuentemente
daba vueltas a este pensamiento: que podría considerarse digno de la gracia
divina todo aquel a quien el Santo le distinguiese con una especial amistad, y
que, por el como excluido por Dios del número de los elegidos aquel a quien el
Santo mirase como a un extraño. Atormentado muchas veces con tales
pensamientos, ardía en deseos de gozar de la familiaridad del varón de Dios. A
nadie había revelado su secreto; pero un día el bondadoso Padre, llamándolo
dulcemente junto a sí, le habló de esta manera: Hijo mío, no te dejes turbar
por ningún pensamiento; te aseguro que eres uno de entre mis predilectos y que
muy gustoso te brindo el favor de mi intimidad y afecto.
11.9
Maravillado el hermano por esta revelación, se hizo todavía más devoto del
Santo, y no sólo creció en el afecto de éste, sino que, por una gracia
singular del Espíritu Santo, fue también enriquecido con mayores dones. En
otra ocasión en que Francisco moraba en el monte Alverna recluido en su celda,
uno de sus compañeros sintió deseos de poseer algún escrito del Santo con
palabras del Señor y breves anotaciones de su propia mano.
11.9
Creía que de este modo se vería libre de una grave tentación - no de la
carne, sino del espíritu - que lo atormentaba, o que al menos le sería más
fácil superarla Ardiendo en tales deseos, vivía interiormente angustiado, por
que, vencido por la vergüenza, no se atrevía a manifestar su problema al
venerable Padre. Pero lo que el hombre no le descubrió, se lo reveló el
Espíritu. Mandó a dicho hermano le trajera tinta y papel y - conforme a su
deseo- escribió de su propia mano las alabanzas del Señor, añadiendo al fin
su bendición, y le dijo: "Toma para ti este escrito y guárdalo con
cuidado hasta el día de tu muerte".
11.9 Se
hizo el hermano con aquel don tan deseado, y al punto desapareció por completo
su tentación. Todavía se conserva este escrito, y, a causa de los
estupendos prodigios que posteriormente realizó, permanece como testimonio de
las virtudes de Francisco.
11.10
Había un hermano que, según las apariencias externas, era de una santidad
relevante y de intachable conducta, pero muy dado a singularidades. Entregado
continuamente a la oración, observaba tal estricto silencio, que incluso
acostumbraba confesarse no de palabra, sino con señas.
11.10
Acertó a pasar por aquel lugar el santo Padre. Vio a este hermano y habló
sobre él a la fraternidad. Todos ponderaban con grandes elogios la virtud de
dicho hermano, mas el hombre de Dios les dijo: "Dejad, hermanos, de
alabarme lo que en este hermano no es más que una ficción diabólica. Pues
sabed que todo es tentación diabólica y fraude engañoso". Muy dura les
pareció a los hermanos esta apreciación, creyendo imposible que en tantos
indicios de perfección se escondiera el menor atisbo de hipocresía. Pero, al
cabo de no muchos días, dicho hermano salió de la Religión, y así se puso de
manifiesto con cuánta penetración interior descubrió el varón de Dios los
secretos de su corazón.
11.10
Del mismo modo, anunciando de antemano con toda certeza la ruina de muchos que
al parecer estaban firmes en la virtud, así como la conversión a Cristo de
numerosos pecadores, parecía que contemplaba de cerca el espejo de la luz
eterna, con cuyo resplandor admirable su mirada interna veía las cosas
corporalmente ausentes como si le estuviesen presentes.
11.11
En cierta ocasión, su vicario celebraba capítulo, mientras él permanecía en
oración retirado en la celda, haciendo de intermediario entre los hermanos y
Dios. Resultó que uno de éstos - aduciendo especiosas razones en propia
defensa - se negaba a someterse a la disciplina. Viendo en espíritu el Santo
esta actitud, llamó a uno de sus hermanos y le dijo: "He visto al diablo
sobre la espalda de ese hermano desobediente, teniéndole apretado por el
cuello. Dicho hermano, sometido a las órdenes de tal jinete, se deja guiar por
las bridas de sus sugestiones, una vez que ha despreciado el freno de la
obediencia. He rogado a Dios por él, y el diablo ha huido en seguida totalmente
confuso. Anda, pues, y dile al hermano que sin dilación someta su cerviz al
yugo de la santa obediencia".
11.11
Tan pronto como el hermano recibió por intermediario esta amonestación de
Francisco, convirtiéndose inmediatamente a Dios, se arrojó con humildad a los
pies del vicario.
11.12
Sucedió también en otra ocasión que dos hermanos llegaron de lejanas tierras
al eremitorio de Greccio con el fin de ver al varón de Dios y recibir su
bendición, tan deseada desde hacía tiempo. Al llegar no encontraron al Santo,
porque se había ya retirado del público a la celda, por lo que marchaban
desconsolados. Mas he aquí que al irse, sin que el Santo pudiera tener por
medio humano conocimiento de su llegada ni de su partida, salió - contra su
costumbre - de la celda, los llamó y, tal como lo deseaban, los bendijo en el
nombre de Cristo, haciendo sobre ellos la señal de la cruz.
11.13
Una vez vinieron dos hermanos de la Tierra de Labor. El más antiguo de ellos
había dado durante el viaje algunos escándalos al más joven. Al presentarse
al Padre, éste le preguntó al más joven cómo se había comportado con él su
compañero a lo largo del camino. Respondió el hermano: "¡Muy bien por
cierto!" A lo que el Santo le contestó: "¡Cuida, hermano, de no
mentir so capa de humildad! Sí, lo sé todo. Espera un poco y lo verás».
11.13
Quedó muy sorprendido el hermano al comprobar cómo el Santo conocía en
espíritu hechos tan distantes. Pocos días después, el hermano causante de los
escándalos, despreciando la Religión, se salía de ella, sin pedir perdón al
Padre ni aceptar la debida corrección y penitencia. Dos cosas se hicieron
patentes a un mismo tiempo en la ruina de este hermano: la equidad de la
justicia divina y la perspicacia del espíritu de profecía del Santo.
11.14
Que Francisco - por intervención del poder de Dios - se hizo presente a los
ausentes, queda fuera de duda por lo que más arriba se ha dicho. Basta para
ello recordar cómo, estando ausente, se apareció transfigurado a sus hermanos
en un carro de fuego y de qué modo se presentó en el capítulo de Arlés con
los brazos en forma de cruz.
11.4 Se
ha de creer que todo esto sucedió por disposición divina para que, mediante
las maravillosas apariciones de presencia corporal, se viera con claridad
meridiana cuán presente y abierto estaba su espíritu a la luz de la sabiduría
eterna, que es más móvil que cualquier movimiento y, en virtud de su
pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; y, entrando en las almas buenas de cada
generación, va haciendo amigos de Dios y profetas. El soberano Maestro, en
efecto, suele descubrir sus misterios a los sencillos y pequeñuelos,
como primeramente se vio en David, eximio entre los profetas; después, en
Pedro, el príncipe de los apóstoles, y, finalmente, en Francisco, el
pobrecillo de Cristo. Todos ellos eran sencillos e iletrados, pero llegaron a
ser ilustres con una erudición infundida por el Espíritu Santo: el primero,
como pastor, para apacentar el rebaño de la sinagoga sacada de Egipto; el
segundo, como pescador, para llenar la red de la Iglesia con multiforme variedad
de creyentes, y el tercero, como negociante, para comprar la margarita de la
vida evangélica, vendiendo y distribuyendo todas las cosas por Cristo.
Capítulo
XII Eficacia de su predicación y don de curaciones
12.1
Francisco, fiel siervo y ministro de Cristo, en su anhelo de hacerlo todo con
fidelidad y perfección, se esforzaba en ejercitarse muy especialmente en
aquellas virtudes que, al dictado del Espíritu Santo, conocía ser más del
agrado de su Dios. Por esto sucedió que le asaltara una angustiosa duda que le
atormentaba en gran manera, y muchos días, al salir de la oración, se la
proponía a sus compañeros más íntimos con objeto de encontrar una solución
a su problema. Hermanos - les decía - , ¿qué me aconsejáis? ¿Qué os parece
más laudable: que me entregue del todo al ejercicio de la oración o que vaya a
predicar por el mundo?
12.1
Ciertamente, yo, pequeñuelo, simple e inexperto en el hablar, he recibido una
mayor gracia para la oración que para la palabra. Me parece también que en la
oración hay más ganancia y aumento de gracias; en la predicación, en cambio,
más bien se distribuyen los dones recibidos del cielo. En la oración, además,
se purifican los afectos interiores y se une el alma con el único, verdadero y
sumo Bien, fortaleciéndose en la virtud; mas en la predicación se empolvan los
pies del espíritu, se distrae la atención en muchas cosas y se rebaja la
disciplina. Finalmente, en la oración hablamos con Dios y lo escuchamos, y,
llevando una vida cuasi angélica, vivimos entre los ángeles; en la
predicación, empero, nos vemos obligados a usar de gran condescendencia con los
hombres, y - teniendo que convivir con ellos - se hace forzoso pensar, ver,
hablar y oír muchas cosas humanas.
12.1
"Pero hay algo que contrasta con lo dicho y parece que ante Dios prevalece
sobre todas estas cosas, y es que el Hijo unigénito de Dios, Sabiduría eterna,
descendió del seno del Padre por la salvación de las almas: para amaestrar al
mundo con su ejemplo y predicar el mensaje de salvación a los hombres, a
quienes había de redimir con el precio de su sangre divina, purificarlos con el
baño del agua y sustentarlos con su cuerpo y sangre, sin reservarse para sí
mismo cosa alguna que no hubiese entregado generosamente por nuestra salvación.
Y como nosotros debemos obrar en todo conforme al ejemplo de lo que vemos en El,
como modelo mostrado en lo alto del monte, parece ser más del agrado de Dios
que, interrumpiendo el sosiego de la oración, salga afuera a trabajar".
12.1 Y,
por más que durante muchos días anduvo dando vueltas al asunto con sus
hermanos, Francisco no acertaba a ver con toda claridad cuál de las dos
alternativas debería elegir como más acepta a Cristo. El, que en virtud del
espíritu de profecía llegaba a conocer cosas maravillosas, no era capaz en
absoluto de resolver por sí mismo esta cuestión. Lo dispuso así la divina
Providencia para que se pusiera de manifiesto, por un oráculo divino, la
excelencia de la predicación y al mismo tiempo quedara a salvo la humildad del
siervo de Cristo.
12.2
Francisco, que había aprendido lecciones sublimes del soberano Maestro, no se
avergonzaba, como verdadero menor, de consultar sobre cosas menudas a los más
pequeños. En efecto, su mayor preocupación consistía en averiguar el camino y
el modo de servir más perfectamente a Dios conforme a su beneplácito. Esta fue
su suprema filosofía, éste su más vivo deseo mientras vivió: preguntar a
sabios y sencillos, a perfectos e imperfectos, a pequeños y grandes, cómo
podría llegar más eficazmente a la cumbre de la perfección.
12.2
Así, pues, llamó a dos de sus compañeros y los envió al hermano Silvestre,
aquel que había visto un día salir de la boca de Francisco una cruz, y que a
la sazón se encontraba en un monte cercano a la ciudad de Asís consagrado de
continuo a la oración. Dichos hermanos le llevaban el encargo de que consultase
con el Señor cuál era su voluntad sobre la duda expuesta y comunicase después
la respuesta dada de lo alto.
12.2
déntico encargo confió a la santa virgen Clara, encareciéndole que averiguase
la voluntad del Señor sobre el particular, ya por medio de alguna de las más
puras y sencillas vírgenes que vivían bajo su obediencia, ya también uniendo
su oración a la de las otras hermanas. Tanto el venerable sacerdote como la
virgen consagrada a Dios - inspirados por el Espíritu Santo - coincidieron de
modo admirable en lo mismo, a saber, que era voluntad divina que el heraldo de
Cristo saliese afuera a predicar.
12.2
Tan pronto como volvieron los hermanos y le comunicaron a Francisco la voluntad
del Señor tal como se les había indicado, se levantó en seguida el Santo, se
ciñó y sin ninguna demora emprendió la marcha. Caminaba con tal fervor a
cumplir el mandato divino y corría tan apresuradamente cual si - actuando sobre
él la mano del Señor - hubiera sido revestido de una nueva fuerza celestial.
12.3
Acercándose a Bevagna, llegó a un lugar donde se había reunido una gran
multitud de aves de toda especie. Al verlas el santo de Dios, corrió presuroso
a aquel sitio y saludó a las aves como si estuvieran dotadas de razón. Todas
se le quedaron en actitud expectante, con los ojos fijos en él, de modo que las
que se habían posado sobre los árboles, inclinando sus cabecitas, lo miraban
de un modo insólito al verlo aproximarse hacia ellas. Y, dirigiéndose a las
aves, las exhortó encarecidamente a escuchar la palabra de Dios, y les dijo:
"Mis hermanas avecillas, mucho debéis alabar a vuestro Creador, que os ha
revestido de plumas y os ha dado alas para volar, os ha otorgado el aire puro y
os sustenta y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte".
12.3
Mientras les decía estas cosas y otras parecidas, las avecillas - gesticulando
de modo admirable - comenzaron a alargar sus cuellecitos, a extender las alas, a
abrir los picos y mirarle fijamente. Entre tanto, el varón de Dios, paseándose
en medio de ellas con admirable fervor de espíritu, las tocaba suavemente con
la fimbria de su túnica, sin que por ello ninguna se moviera de su lugar, hasta
que, hecha la señal de la Cruz y concedida su licencia y bendición, remontaron
todas a un mismo tiempo el vuelo. Todo esto lo contemplaron los compañeros que
estaban esperando en el camino. Vuelto a ellos el varón simple y puro, comenzó
a inculparse de negligencia por no haber predicado hasta entonces a las aves.
12.4
Mientras recorría después los lugares vecinos predicando en ellos, llegó a un
punto llamado Alviano, donde reunió al pueblo e impuso silencio; pero apenas se
le podía oír, a causa de las golondrinas que tenían allí sus nidos, y
armaban gran estrépito con sus penetrantes chirridos.
12.4 El
varón de Dios se dirigió a las golondrinas - de modo que le oyeran también
todos los presentes - y les dijo: "Mis hermanas golondrinas, ahora me toca
a mí hablar; vosotras habéis hablado ya bastante. Escuchad la palabra de Dios,
guardando silencio hasta que termine la predicación". Al punto, las
golondrinas, como si tuvieran entendimiento, enmudecieron y no se movieron de
sus puestos todo el tiempo que duró el sermón. Cuantos presenciaron este
hecho, llenos de estupor, glorificaban a Dios. La fama de tal milagro, difundida
por todas partes, encendió en muchos la reverencia y una confiada devoción al
Santo.
12.5
Sucedió otro caso parecido al anterior en la ciudad de Parma. Un estudiante,
cuando se dedicaba con diligente aplicación al estudio juntamente con otros
compañeros, era molestado por los importunos chirridos de una golondrina; por
lo que, vuelto a los compañeros, comenzó a decirles: "Esta golondrina
debe de ser alguna de aquellas que molestaban al varón de Dios Francisco
mientras predicaba, hasta que les impuso silencio". Y, dirigiéndose a la
golondrina, le dijo lleno de confianza: En nombre del siervo de Dios Francisco,
te mando que te calles al momento y que vengas a donde mí. La golondrina, nada
más oír el nombre de Francisco - como si estuviera adoctrinada con las
enseñanzas del varón de Dios - , calló al punto y se posó, como en seguro
refugio, en las manos del estudiante, el cual, todo estupefacto, la dejó
inmediatamente en libertad, sin que volviera a ser molestado con sus garlidos.
12.6 En
otra ocasión, cuando predicaba el siervo de Dios en Gaeta, a orillas del mar,
una gran muchedumbre, llevada de la devoción, se precipitó sobre él para
tocarle. Sintiendo horror el siervo de Cristo a tan extraordinarias muestras de
veneración de las gentes, corrió a refugiarse él solo en una barca que estaba
junto a la orilla. Y he aquí que la barca, como si fuera movida por un motor
interior dotado de razón, sin remero alguno, se apartó de la tierra mar
adentro ante la mirada y asombro de todos. Alejada a cierta distancia en medio
del mar, permaneció inmóvil entre las olas el tiempo en que el Santo estuvo
predicando a la muchedumbre que le esperaba en la orilla. Una vez que la
muchedumbre escuchó el sermón, presenció el milagro y, recibida la
bendición, se retiró para no molestar más al Santo, entonces la barca por sí
sola retornó a tierra.
12.6
¿Quién sería, pues, tan obstinado e impío que despreciase la predicación de
Francisco, cuyo maravilloso poder hacía que no sólo los seres irracionales se
sometieran a su obediencia, sino también que los mismos cuerpos inanimados se
pusieran al servicio del predicador, como si estuvieran dotados de vida?
12.7 En
verdad, asistían al siervo Francisco - adondequiera que se dirigiese - el
Espíritu del Señor, que le había ungido y enviado, y el mismo Cristo,
fuerza y sabiduría de Dios para que abundase en palabras de sana doctrina y
resplandeciera con milagros de gran poder. Su palabra era como fuego ardiente
que penetraba hasta lo más íntimo del ser y llenaba a todos de admiración,
por cuanto no hacía alarde de ornatos de ingenio humano, sino que emitía el
soplo de la inspiración divina.
12.7
Así sucedió una vez que debía predicar en presencia del papa y de los
cardenales por indicación del obispo ostiense. Francisco aprendió de memoria
un discurso cuidadosamente compuesto. Pero, cuando se puso en medio de ellos
para dirigirles unas palabras de edificación, de tal modo se olvidó de cuanto
llevaba aprendido, que no acertaba a decir palabra alguna. Confesó el Santo con
verdadera humildad lo que le había sucedido, y, recogiéndose en su interior,
invocó la gracia del Espíritu Santo. De pronto comenzó a hablar con afluencia
de palabras tan eficaces y a mover a compunción con fuerza tan poderosa las
almas de aquellos ilustres personajes, que se hizo patente que no era él el que
hablaba, sino el Espíritu del Señor.
12.8 Y
como primero se convencía a sí mismo con las obras de lo que quería persuadir
a los demás de palabra, sin que temiera reproche alguno, predicaba la verdad
con plena seguridad. No sabía halagar los pecados de nadie, sino que los
fustigaba; ni adular la vida de los pecadores, sino que la atacaba con ásperas
reprensiones. Hablaba con la misma convicción a grandes que a pequeños y
predicaba con idéntica alegría de espíritu a muchos que a pocos.
12.8
Hombres y mujeres de toda edad corrían a ver y oír a este hombre nuevo,
enviado al mundo por el cielo. El, recorriendo diversas regiones, anunciaba con
ardor el Evangelio, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las
señales que la acompañaban. Pues, en virtud del nombre del Señor,
Francisco - pregonero de la verdad - lanzaba los demonios, sanaba a los enfermos
y, lo que es más, con la eficacia de su palabra ablandaba los corazones
obstinados, moviéndolos a penitencia, y devolvía, al mismo tiempo, la salud
del cuerpo y del alma, como lo comprueban algunos hechos que, como muestra,
vamos a referir a continuación.
12.9 En
la ciudad de Toscanela fue hospedado devotamente por un caballero cuyo hijo
único estaba contrahecho desde su nacimiento. A las reiteradas instancias del
padre, el Santo, levantando con la mano al niño, lo curó al instante: se le
consolidaron, a la vista de los presentes, todos los miembros del cuerpo, y
el niño - sano y robusto - se incorporó en seguida y echó a andar, dando
brincos y alabando a Dios.
12.9 En
Narni, a instancias del obispo, trazó la señal de la cruz, desde la cabeza
hasta los pies, sobre un paralítico privado del ejercicio de todos los
miembros, y el enfermo quedó completamente sano. En la diócesis de Rieti, una
madre le presentó entre sollozos a su niño, que desde hacía cuatro años
padecía una hinchazón tan grande, que ni siquiera podía ver sus propias
rodillas. Nada más tocarle el Santo con sus benditas manos, se curó el niño.
Había en Orte un niño tan contrahecho, que llevaba la cabeza pegada a los
pies, y además tenía algunos huesos rotos. Movido el Santo por los ruegos y
lágrimas de sus padres, hizo sobre él la señal de la cruz, y al punto se
enderezó y se vio libre del mal.
12.10
Una mujer de Gubbio tenía ambas manos tan contrahechas y secas, que no podía
realizar con ellas trabajo alguno. Apenas Francisco hizo sobre ella, en el
nombre del Señor, la señal de la cruz, recobró tan perfectamente la salud,
que, vuelta en seguida a casa, preparó con sus propias manos - cual otra suegra
de Simón - la comida para el Santo y los pobres.
12.10 A
una niña del pueblo de Bevagna que estaba completamente ciega, le ungió tres
veces con su propia saliva los ojos en nombre de la Trinidad, y le restituyó la
deseada vista. Había en Narni una mujer privada de la luz de los ojos. Apenas
recibió la señal de la cruz trazada por el Santo, recuperó la ansiada vista.
12.10
Un niño de la ciudad de Bolonia tenía uno de sus ojos de tal modo cubierto por
una mancha, que no podía ver con él absolutamente nada, ni se vislumbraba
remedio alguno para su curación. El Santo trazó una señal de la cruz a lo
largo de todo su cuerpo, y recuperó el enfermo una visión tan clara, que,
ingresando después en la Orden de los hermanos menores, afirmaba que veía
mucho mejor del ojo antes enfermo que del que siempre había tenido sano.
12.10
En el castro de San Gemini se hospedó el siervo de Dios en casa de un hombre
devoto, cuya mujer era atormentada por el demonio. Francisco - después de haber
orado - mandó al diablo, por santa obediencia, que saliera de aquella mujer. Y
así, con el poder divino, lo ahuyentó tan rápidamente, que se hizo patente
con claridad meridiana que la contumacia diabólica no es capaz de resistir al
poder de la santa obediencia.
12.10
En Citta di Castello, un furioso y maligno espíritu se había posesionado de
una mujer. Intimó el Santo al demonio con el mandato de la obediencia, y éste
marchó indignado, dejando libre en el espíritu y en el cuerpo a la mujer que
había tenido posesa.
12.11
Un hermano era víctima de una enfermedad tan horrible, que, a juicio de muchos,
se trataba, más que de una enfermedad natural, de una actuación maléfica del
demonio. En efecto, con frecuencia caía al suelo y se revolcaba echando
espumarajos, quedando los miembros de su cuerpo ya contraídos, ya extendidos;
ahora plegados, luego torcidos, y tan pronto rígidos como duros. Estando así
algunas veces su cuerpo todo erguido y rígido, de repente se alzaba en alto,
juntando los pies con la cabeza, para volver a caer de nuevo en tierra de una
forma horrible. El siervo de Cristo, lleno de misericordia, se compadeció de
este enfermo, atormentado por una dolencia tan lastimosa e irremediable, y le
alargó un pedazo de pan, del mismo que él estaba comiendo. Apenas gustó el
pan, sintió en sí el enfermo tal fuerza, que de allí en adelante no sufrió
más las dolencias de aquella enfermedad.
12.11
En el condado de Arezzo, una mujer se debatía por largos días en medio de los
dolores de parto, y estaba ya a las puertas de la muerte, .sin que para ella
hubiese ninguna esperanza ni remedio humano, sino el de Dios. Acertó a pasar
por aquella región el siervo de Cristo, montado a caballo a causa de su
enfermedad corporal, y sucedió que el animal retornó por la casa donde se
encontraba la enferma. Viendo los hombres de aquel lugar el caballo que había
montado el Santo, le quitaron el freno para aplicárselo a la mujer. A su
contacto desapareció prodigiosamente todo peligro, y la señora al punto dio a
luz, quedando sana y salva.
12.11
Un hombre de Castello della Pieve muy religioso y temeroso de Dios conservaba
consigo el cordón que había ceñido el Padre santo. Como muchos hombres y
mujeres de aquella región eran atacados por diversas enfermedades, este buen
hombre recorría las casas de los enfermos y, mojando el cordón en agua, daba
de beber a los pacientes, y de este modo muchos quedaban curados. Asimismo,
enfermos que gustaban el pan tocado por las manos del varón de Dios, por virtud
divina conseguían al punto el remedio y la salud.
12.12
Al ir acompañada la predicación del pregonero de Cristo con el fulgor de estos
y otros muchos estupendos milagros, la gente escuchaba sus palabras como si las
hablara un ángel del Señor. En efecto, la excelente prerrogativa de sus
virtudes, el espíritu de profecía, el don de hacer milagros, el oráculo
recibido del cielo en orden a la predicación, la obediencia de las criaturas
irracionales, el profundo cambio de los corazones al escuchar su palabra, la
ciencia infundida por el Espíritu Santo fuera de todo humano adoctrinamiento,
la facultad de predicar concedida, no sin divina revelación, por el sumo
pontífice, y además la Regla, confirmada por el mismo vicario de Cristo, en la
que se expresa la forma de predicar, y, finalmente, las señales del Rey
soberano, impresas a modo de sello en su cuerpo, son como diez testimonios que
proclaman de manera inequívoca al mundo entero que Francisco, pregonero de
Cristo, fue digno de veneración por su oficio, auténtico en su doctrina y
admirable por su santidad; y que por esto predicó el Evangelio de Cristo como
verdadero enviado de Dios .
Capítulo
XIII Las sagradas llagas
13.1
Era costumbre en el angélico varón Francisco no cesar nunca en la práctica
del bien, antes, por el contrario, a semejanza de los espíritus celestiales en la
escala de Jacob, o subía hacia Dios o descendía hasta el prójimo.
En efecto, había aprendido a distribuir tan prudentemente el tiempo puesto a su
disposición para merecer, que parte de él lo empleaba en trabajosas ganancias
en favor del prójimo y la otra parte la dedicaba a las tranquilas elevaciones
de la contemplación. Por eso, después de haberse empeñado en procura la
salvación de los demás según lo exigían las circunstancias de lugares y
tiempos, abandonando el bullicio de las turbas, se dirigía a lo mas recóndito
de la soledad, a un sitio apacible, donde, entregado mas libremente al Señor
pudiera sacudir el polvo que tal vez se le hubiera pegado en el trato con los
hombres.
13.1
Así, dos años antes de entregar su espíritu a Dios y tras haber sobrellevado
tantos trabajos y fatigas, fue conducido, bajo la guía de la divina
Providencia, a un monte elevado y solitario llamado Alverna. Allí dio comienzo
a la cuaresma de ayuno que solía practicar en honor del arcángel San Miguel, y
de pronto se sintió rodeado más abundantemente que de ordinario con la dulzura
de la divina contemplación; e, inflamado en deseos más ardientes del cielo,
comenzó a experimentar en sí un mayor cúmulo de dones y gracias divinas. Se
elevaba a lo alto no como curioso escudriñador de la majestad divina, para
ser oprimido por su gloria, sino como siervo fiel y prudente, que
investiga el beneplácito divino, al que deseaba vivamente conformarse en todo.
13.2
Conoció por divina inspiración que, abriendo el libro de los santos
evangelios, le manifestaría Cristo lo que fuera más acepto a Dios en su
persona y en todas sus cosas. Después de una prolongada y fervorosa
oración, hizo que su compañero, varón devoto y santo, tomara del altar el
libro sagrado de los evangelios y lo abriera tres veces en nombre de la santa
Trinidad. Y como en la triple apertura apareciera siempre la pasión del Señor,
comprendió el varón lleno de Dios que como había imitado a Cristo en las
acciones de su vida, así también debía configurarse con El en las aflicciones
y dolores de la pasión antes de pasar de este mundo.
13.2 Y
aunque, por las muchas austeridades de su vida anterior y por haber llevado
continuamente la cruz del Señor, estaba ya muy debilitado en su cuerpo, no se
intimidó en absoluto, sino que se sintió aún más fuertemente animado para
sufrir el martirio. En efecto, en tal grado había prendido en él el incendio
incontenible de amor hacia el buen Jesús hasta convertirse en una gran
llamarada de fuego, que las aguas torrenciales no serían capaces de extinguir
su caridad tan apasionada.
13.3
Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y
transformado por su tierna compasión en Aquel que a causa de su extremada
caridad, quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la fiesta
de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en uno de los flancos del
monte, vio bajar de lo mas alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan
ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde
se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces
entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban
extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la
cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su
cuerpo.
13.3
Ante tal aparición quedó lleno de estupor el Santo y experimentó en su
corazón un gozo mezclado de dolor. Se alegraba, en efecto, con aquella graciosa
mirada con que se veía contemplado por Cristo bajo la imagen de un serafín;
pero, al mismo tiempo, el verlo clavado a la cruz era como una espada de
dolor compasivo que atravesaba su alma.
13.3
Estaba sumamente admirado ante una visión tan misteriosa, sabiendo que el dolor
de la pasión de ningún modo podía avenirse con la dicha inmortal de un
serafín. Por fin, el Señor le dio a entender que aquella visión le había
sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo
supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de
Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su
espíritu. Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su corazón
un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que
imprimió en su carne.
13.3
Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales
de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón
crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los
clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior
de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos
se hallaban al lado contrario. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras
en las manos y en los pies; las puntas aparecían alargadas, retorcidas y como
remachadas, y, sobresaliendo de la misma carne, rebasaban el resto de ella.
Así, también el costado derecho - como si hubiera sido traspasado por una
lanza - escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre
sagrada, empapando la túnica y los calzones.
13.4
Viendo el siervo de Cristo que no podían permanecer ocultas a sus compañeros
más íntimos aquellas llagas tan claramente impresas en su carne y temeroso,
por otra parte, de publicar el secreto del Señor, se vio envuelto en una
angustiosa incertidumbre, sin saber a qué atenerse: si manifestar o más bien
callar la visión tenida. Por eso llamó a algunos de sus hermanos, y,
hablándoles en términos generales, les propuso la duda y les pidió consejo.
Entonces, uno de los hermanos, Iluminado por gracia y de nombre, comprendiendo
que algo muy maravilloso debía de haber visto el Santo, puesto que parecía
como fuera de sí por el asombro, le habló de esta manera: "Has de saber,
hermano, que los secretos divinos te son manifestados algunas veces no solo para
ti, sino también para provecho de los demás. Por tanto, parece que debes de
temer con razón que, si ocultas el don recibido para bien de muchos, seas
juzgado digno de reprensión por haber ocultado el talento a ti confiado".
13.4
Animado el Santo con estas palabras, aunque en otras ocasiones solía decir: Mi
secreto para mí, esta vez relató detalladamente - no sin mucho temor - la
predicha visión; y añadió que Aquel que se le había aparecido le dijo
algunas cosas que jamás mientras viviera revelaría a hombre alguno. Se ha de
creer, sin duda, que las palabras de aquel serafín celestial aparecido
admirablemente en forma de cruz eran tan misteriosas, que tal vez no era lícito
comunicarlas a los hombres.
13.5
Después que el verdadero amor de Cristo había transformado en su propia imagen
a este amante suyo, terminado el plazo de cuarenta días que se había propuesto
pasar en soledad y próxima ya la solemnidad del arcángel Miguel, bajó del
monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del
Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de
madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su
carne. Y como es bueno ocultar el secreto del rey, consciente el Santo de
ser depositario de un secreto real, trataba de esconder con toda diligencia
aquellas sagradas señales. Pero como también es propio de Dios revelar para su
gloria las grandes maravillas que realiza, el mismo Señor que había impreso
secretamente aquellas señales, mostró abiertamente por ellas algunos milagros,
para que con la evidencia de los signos se hiciera patente la fuerza oculta y
maravillosa de aquellas llagas.
13.6 En
la provincia de Rieti se había propagado una peste tan devastadora, que
arrasaba despiadadamente todo ganado lanar y vacuno, hasta el punto de no poder
encontrarse remedio alguno. Pero un hombre temeroso de Dios fue advertido por
medio de una visión nocturna que se llegase apresuradamente al eremitorio de
los hermanos, donde a la sazón moraba Francisco, y que, tomando el agua en que
se había lavado las manos y los pies el siervo de Dios, rociase con ella todos
los animales.
13.6
Levantándose muy de mañana, se fue a dicho lugar, y, obtenida ocultamente el
agua mediante los compañeros del Santo, roció con ella las ovejas y bueyes
enfermos. Y ¡oh maravilla! tan pronto como el agua, aun en pequeña cantidad,
llegaba a tocar a los animales enfermos y postrados en tierra, se levantaban al
punto, recobrando el vigor de antes, y, como si no hubieren sufrido mal alguno,
corrían a pastar en los campos. Así, resultó que, por el admirable poder de
aquella agua que había tocado las sagradas llagas, cesara del todo la plaga y
huyera de los rebaños la mortífera peste.
13.7
Antes de la permanencia del Santo en el monte Alverna solía suceder que una
nube formada cerca del mismo monte desencadenaba en las cercanías tan violenta
tempestad de granizo, que devastaba periódicamente los frutos de la tierra.
Pero después de aquella feliz aparición cesó el granizo, no sin admiración
de los habitantes del lugar, de modo que el mismo cielo, serenando su rostro
contra costumbre, ponía de manifiesto la excelencia de aquella celeste visión
y el poder de las llagas que allí fueron impresas.
13.7
Sucedió también que, caminando el Santo durante el invierno montado en el
jumentillo de un hombre pobre a causa de la debilidad del cuerpo y de la
aspereza de los sendero, hubo de pernoctar al cobijo de la prominencia de una
roca para evitar de algún modo las incomodidades de la nieve y de la noche, que
se le echaban encima y le impedían llegar al lugar del albergue. Notando el
santo varón que el hombre que le acompañaba se revolvía de una parte a otra
murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no
podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor
del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella.
13.7
¡Cosa admirable! De repente, al contacto de aquella mano sagrada, que portaba
en sí el fuego recibido de la brasa del serafín, huyó todo frío y se
vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una
bocanada salida del respiradero de un horno. Porque, confortado al instante en
el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y
nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo
declaraba más tarde.
13.7
Consta, pues, con pruebas ciertas que las sagradas llagas fueron impresas por el
poder de Aquel que, mediante el amor seráfico, limpia, ilumina e inflama,
puesto que dichas llagas con admirable eficacia contribuyeron a dar salud a los
animales, limpiándolos de la peste; devolvieron la serenidad del cielo,
ahuyentando la tormenta, y prestaron calor a los cuerpos, ateridos por el frío.
Todo esto se puso de manifiesto con más evidentes prodigios después de la
muerte del Santo, como se anotara más tarde en su debido lugar.
13.8
Por más diligencia que ponía el Santo en tener oculto el tesoro encontrado
en el campo, no pudo evitar que algunos llegaran a ver las llagas de sus
manos y pies, no obstante llevar casi siempre cubiertas las manos y andar desde
entonces con los pies calzados. Muchos hermanos vieron las llagas durante la
vida del Santo; y aunque por su santidad relevante eran dignos de todo crédito,
sin embargo, para eliminar toda posible duda, afirmaron bajo juramento, con las
manos puestas sobre los evangelios, ser verdad que las habían visto.
13.8
Las vieron también algunos cardenales que gozaban de especial intimidad con el
Santo, los cuales, consignando con toda veracidad el hecho, enaltecieron dichas
sagradas llagas en prosa, en himnos y antífonas que compusieron en honor del
siervo de Dios, y tanto de palabra como por escrito dieron testimonio de la
verdad. Asimismo, el sumo pontífice señor Alejandro, una vez que predicaba al
pueblo en presencia de muchos hermanos - entre ellos me encontraba yo - ,
afirmó haber visto con sus propios ojos las sagradas llagas mientras vivía
aún el Santo.
13.8
Las vieron, con ocasión de su muerte, más de cincuenta hermanos, y la virgen
devotísima de Dios Clara, junto con sus hermanas de comunidad y un grupo
incontable de seglares, muchos de los cuales - como se dirá en su lugar - ,
movidos por la devoción y el afecto, negaron a besar y tocar con sus propias
manos las llagas para confirmación testimonial.
13.8 En
cuanto a la llaga del costado, la ocultó tan sigilosamente el Santo, que nadie
pudo verla mientras él vivió, si no era de manera furtiva. Así sucedió
cuando un hermano que solía atenderle con gran solicitud le indujo con piadosa
cautela a quitarse la túnica para sacudirla; entonces miró atentamente y le
vio la llaga, incluso llegó a tocarla aplicando rápidamente tres dedos. De
este modo pudo percibir no sólo con el tacto, sino también con la vista, la
magnitud de la herida.
13.8
Valiéndose de parecida estratagema, la vio también aquel hermano que a la
sazón era su vicario. En otra ocasión, uno de los compañeros del Santo,
hombre de extraordinaria simplicidad, al frotarle, por causa de la enfermedad,
la espalda dolorida, extendió la mano por debajo de la capucha, y casualmente
la deslizó hasta la sagrada llaga, produciéndole un intenso dolor. A raíz de
esto llevó unos calzones que le llegaban hasta el arranque de los brazos, para
cubrir así la llaga del costado.
13.8
Asimismo, los hermanos que lavaban la ropa del Santo o sacudían a su tiempo la
túnica porque las encontraban con algunas manchas de sangre, llegaron a conocer
palpablemente por estos signos evidentes la existencia de la sagrada llaga, que
después, al ser amortajado el cadáver del Santo, contemplaron y veneraron.
13.9 ¡Ea,
pues, valerosísimo caballero de Cristo, empuña las armas del muy invicto
capitán! Defendido con ellas de modo tan insigne, vencerás a todos los
adversarios. ¡Enarbola el estandarte del Rey altísimo, a cuya vista cobren
valor los combatientes todos del ejército divino! ¡Ostenta el sello del sumo
pontífice Cristo, con el que todos reconozcan como irreprensibles y auténticas
tus palabras y tus hechos! Por las marcas del Señor Jesús que llevas
en tu cuerpo, nadie debe serte molesto, antes bien todo siervo de
Cristo está obligado a profesarte singular afecto y devoción. Estas señales
evidentísimas, que han sido comprobadas no justamente por dos o tres
testigos, sino superabundantemente por muchísimos, hacen que las
manifestaciones de Dios en ti y por ti sean tan dignas de crédito, que quitan a
los incrédulos la más Ieve excusa, mientras los creyentes se afianzan en la
fe, se elevan con una fundada esperanza y se inflaman en el fuego de la caridad.
13.10
Ya se ha cumplido verdaderamente aquella primera visión en que contemplaste
cómo llegarías a ser caudillo en la milicia de Cristo y se te aseguró que
serías decorado con armas celestes selladas con la insignia de la cruz. Ya
puede tenerse por verdadera, sin ningún género de duda, aquella visión del
Crucificado que tuviste al principio de tu conversión, y que traspasó tu alma
con la espada de una dolorosa compasión, así como también aquella voz que
escuchaste, procedente de la cruz como del trono sublime de Cristo y de su
secreto propiciatorio, según tú mismo lo afirmaste con tus sagradas palabras.
13.10
Ya también se puede creer y asegurar con certeza que no fueron puras visiones
imaginarias, sino verdaderas revelaciones del cielo, aquellos hechos acaecidos
durante el desarrollo de tu conversión: la cruz que el hermano Silvestre vio
salir prodigiosamente de tu boca; las espadas en forma de cruz que vio atravesar
tu cuerpo el santo hermano Pacífico, y tu misma aparición en figura de cruz
elevada en el aire cuando San Antonio predicaba acerca del título de la cruz,
conforme a la visión tenida por el angélico varón Monaldo.
13.10
Ya por fin, hacia los últimos días de tu vida, el habérsete mostrado en una
misma visión la sublime imagen del Serafín y la humilde efigie del
Crucificado, que te abrasó en el interior y te signó al exterior como a otro
ángel que sube del oriente para que lleves en ti el sello de Dios vivo:
todo ello corrobora más y más la fe en las cosas antes referidas y, a su vez,
recibe de éstas un testimonio de su veracidad.
13.10
He aquí las siete maravillosas apariciones de la cruz de Cristo verificadas en
ti y en torno a tu persona y mostradas según el orden cronológico. A través
de las seis primeras, como por otras tantas gradas, llegaste a la séptima,
donde hallarías finalmente reposo. En efecto, la cruz de Cristo, que en los
inicios de tu conversión te fue propuesta y que tú asumiste; esa cruz que
después a lo largo de tu existencia llevaste continuamente en ti con una vida
santísima y la mostraste para ejemplo de los demás, deja entrever con tal
claridad y certeza el hecho de haber tú alcanzado finalmente el ápice
de la perfección evangélica, que ninguna persona verdaderamente devota puede
rechazar esta demostración de la sabiduría cristiana esculpida en el polvo de
tu carne, ningún verdadero fiel la puede impugnar, ni despreciarla ninguno que
sea verdaderamente humilde, porque se trata de una demostración expresada por
el mismo Dios, y digna, por tanto, de ser plenamente aceptada.
Capítulo
XIV Paciencia del Santo y su muerte
14.1
Clavado ya en cuerpo y alma a la cruz juntamente con Cristo, Francisco
no sólo ardía en amor seráfico a Dios, sino que también, a una con Cristo
crucificado, estaba devorado por la sed de acrecentar el número de los que han
de salvarse. No pudiendo caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían en
la planta de sus pies, se hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de las
ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la cruz de Cristo.
14.1 Y,
dirigiéndose a sus hermanos, les decía: Comencemos, hermanos, a servir al
Señor nuestro Dios, porque bien poco es lo que hasta ahora hemos progresado. Se
abrasaba también en el ardiente deseo de volver a la humildad de los primeros
tiempos, para servir, como al principio, a~ los leprosos y reducir a la antigua
servidumbre su cuerpo, desgastado ya por el trabajo y sufrimiento.
14.1
Proponíase, bajo la guía de Cristo, llevar a cabo cosas grandes, y, aunque
sumamente débil en su cuerpo, pero vigoroso y férvido en el espíritu, soñaba
con nuevas batallas y nuevos triunfos sobre el enemigo, pues no hay lugar para
la flojedad y la pereza allí donde el estimulo del amor apremia siempre a
empresas mayores. Era tal la armonía que reinaba entre su carne y su espíritu,
tal la prontitud de mutua obediencia, que, cuando el espíritu se esforzaba por
tender a la cima más alta de la santidad, la carne no sólo no le ponía el
menor obstáculo, sino que procuraba adelantarse a sus deseos.
14.2 Y.
A fin de que el varón de Dios fuera creciendo en el cúmulo de méritos que
hallan su verdadera consumación en la paciencia, comenzó a padecer tantas y
tan graves enfermedades, que apenas quedaba en su cuerpo miembro alguno sin gran
dolor y sufrimiento. Al fin fue reducido a tal estado por estas variadas,
prolongadas y continuas dolencias, que, consumidas ya sus carnes, sólo
parecía quedársele la piel adherida a los huesos. Y, a pesar de
sufrir en su cuerpo tan acerbos dolores, pensaba que a sus angustias no se les
debía llamar penas, sino hermanas.
14.2
Cierto día en que se veía más fuertemente afligido que de ordinario por las
punzadas del dolor, le dijo un hermano de gran simplicidad: Hermano, ruega al
Señor que te trate con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti
más de lo debido el peso de su mano. Al oír estas palabras, exclamó el Santo
con un gran gemido: "Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora
detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los
juicios de Dios respecto de mi persona". Y, aunque estaba su cuerpo
triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo
sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo:
Gracias te doy, Señor Dios mío, por todos estos dolores, y te ruego, Señor
mío, que los centupliques, si así te place; porque me será muy grato que no
me perdones afligiéndome con el dolor, siendo así que mi supremo consuelo se
cifra en cumplir tu santa voluntad».
14.2
Por ello les parecía a sus hermanos ver en él a un nuevo Job, en quien, a
medida que crecía la debilidad de la carne, se intensificaba el vigor del
espíritu. El Santo tuvo con mucha antelación conocimiento de la hora de su
muerte, y, estando cercano el día de su tránsito, comunicó a sus hermanos que
muy pronto iba a abandonar la tienda de su cuerpo, según se lo había revelado
el mismo Cristo.
14.3
Probado, pues, con múltiples y dolorosas enfermedades durante los dos años que
siguieron a la impresión de las sagradas llagas y trabajado a base de tantos
golpes, como piedra destinada a colocarse en el edificio de la Jerusalén
celeste y como material dúctil fabricado hasta la perfección con el martillo
de numerosas tribulaciones, el vigésimo año de su conversión Francisco pidió
ser trasladado a Santa María de la Porciúncula para exhalar el último aliento
de su vida allí donde había recibido el espíritu de gracia. Habiendo llegado
a este lugar, con el fin de mostrar con un ejemplo de verdad que nada tenía él
de común con el mudo en medio de aquella enfermedad tan grave que dio término
a todas sus dolencias, llevado del fervor de su espíritu, se postró totalmente
desnudo sobre la desnuda tierra, dispuesto en aquel trance supremo - en que el
enemigo podía aún desfogar sus iras - a luchar desnudo con el desnudo.
14.3
Postrado así en tierra y despojado de su vestido de saco, elevó, en la forma
acostumbrada, su rostro al cielo, y, fijando toda su atención en aquella
gloria, cubrió con la mano izquierda la herida del costado derecho a fin de que
no fuera vista. Y, vuelto a sus hermanos, les dijo: Por mi parte he cumplido lo
que me incumbía; que Cristo os enseñe a vosotros lo que debéis hacer.
14.4
Lloraban los compañeros del Santo, con el corazón traspasado por el dardo de
una extraordinaria compasión, y uno de ellos, a quien Francisco llamaba su
guardián, conociendo por divina inspiración los deseos del enfermo, corrió
presuroso en busca de la túnica, la cuerda y los calzones, y, ofreciendo estas
prendas al pobrecillo de Cristo, le dijo: "Te las presto como a pobre que
eres y te mando por santa obediencia que las recibas".
14.4 Se
alegra de ello el santo varón y su corazón salta de júbilo al comprobar que
hasta el fin ha guardado fidelidad a dama Pobreza y, elevando las manos al
cielo, glorifica a su Cristo, porque, despojado de todo, se dirige libremente a
su encuentro. Todo esto lo hizo llevado de su ardiente amor a la pobreza, de
modo que no quiso tener ni siquiera el hábito sino prestado.
14.4
Ciertamente, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo
colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo. Por esto, al principio de su
conversación permaneció desnudo ante el obispo, y, asimismo, al término de su
vida quiso salir desnudo de este mundo. Y a los hermanos que le asistían les
mandó por obediencia de caridad que, cuando le viesen ya muerto, le dejasen
yacer desnudo sobre la tierra tanto espacio de tiempo cuanto necesita una
persona para recorrer pausadamente una milla de camino.
14.4
¡Oh varón cristianísimo, que en su vida trató de configurarse en todo con
Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que
después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado
con una tal explícita semejanza!
14.5
Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a
todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras
de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con
paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la
guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia
romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del Santo Evangelio a todas
las otras normas.
14.5
Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos,
poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta
señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos
tanto presentes como ausentes. Añadió después: "Estad firmes, hijos
todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir
la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en
la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo
encomendados a todos".
14.5
Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le
trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del
evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua.
Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al
Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin,
diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa.
14.6
Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma
santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina
claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado. Uno de sus
hermanos y discípulos cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en
forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla
sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime
santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por
las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz,
donde descansa eternamente con Cristo.
14.6
Asimismo, el hermano Agustín, ministro a la sazón de los hermanos en la Tierra
de Labor, varón santo y justo - que se encontraba a punto de morir y hacía ya
tiempo que había perdido el llabla - , de pronto exclamó ante los hermanos que
le oían: "Espérame, Padre, espérame, que ya voy contigo!" Pasmados
los hermanos, le preguntaron con quién hablaba de forma tan animada; y él
contestó: Pero ¿no veis a nuestro padre Francisco que se dirige al cielo? Y al
momento aquella santa alma, saliendo de la carne, siguió al Padre santísimo.
14.6 El
obispo de Asís había ido por aquel tiempo en peregrinación al santuario de
San Miguel, situado en el monte Gargano. Estando allí, se le apareció el
bienaventurado Francisco la noche misma de su tránsito y le dijo: "Mira,
dejo el mundo y me voy al cielo". Al levantarse a la mañana siguiente, el
obispo refirió a los compañeros la visión que había tenido de noche, y
vuelto a Asís comprobó con toda certeza, tras una cuidadosa investigación,
que a la misma hora en que se le presentó la visión había volado de este
mundo el bienaventurado Padre.
14.6
Las alondras, amantes de la luz y enemigas de las tinieblas crepusculares, a la
hora misma del tránsito del santo varón, cuando al crepúsculo iba a seguirle
ya la noche, llegaron en una gran bandada por encima del techo de la casa y,
revoloteando largo rato con insólita manifestación de alegría, rendían un
testimonio tan jubiloso como evidente de la gloria del Santo, que tantas veces
las había solido invitar al canto de las alabanzas divinas.
Capítulo
XV Canonización. Traslado de su cuerpo
15.1
Francisco, siervo y amigo del Altísimo, fundador y guía de la Orden de los
hermanos menores, seguidor de la pobreza, modelo de penitencia, pregonero de la
verdad, espejo de santidad y ejemplar de toda perfección evangélica, prevenido
por la gracia divina, ascendió, en forma progresiva y ordenada, de los grados
más ínfimos a las cimas más altas.
E15.1
El Señor, que esclareció portentosamente en su vida a este hombre admirable,
por cuanto lo hizo muy rico en la pobreza, sublime en la humildad, vigoroso en
la mortificación, prudente en la simplicidad e insigne por la integridad y
pureza de costumbres, en su muerte lo hizo aún incomparablemente más glorioso
15.1
Pues, al emigrar de este mundo el bienaventurado varón y penetrar su bendita
alma en la morada de la eternidad para gustar plenamente de la fuente de vida
transformado en un ser glorioso, dejó impresas en su cuerpo unas señales de su
futura gloria, de modo que aquella carne santísima que, crucificada con los
vicios, se había convertido en una nueva criatura, no sólo llevase
grabada, por singular privilegio, la efigie de la pasión de Cristo, sino que
también anunciase, por la novedad del milagro, una cierta especie de
resurrección.
15.2 Se
veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados
maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les
presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran
nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo
la llaga del costado - no infligida ni producida por mano humana - , semejante a
la del costado herido del Salvador, que hizo patente en el mismo Redentor
nuestro el sacramento de la redención y regeneración de los hombres.
15.2 El
aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; mas la herida del costado
era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo,
presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo -
antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color
moreno - brillaba ahora con una blancura extraordinaria, como dando a entender
la hermosura de su vestido de gloria.
15.3
Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que
parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia y se presentaban
adornados con algunas señales evidentes de inocencia. En su carne blanquísima
contrastaba la negrura de los clavos, mientras la herida del costado aparecía
rubicunda como una rosa de primavera. No es extraño que tan bella y prodigiosa
variedad suscitara en cuantos la contemplaban sentimientos de gozo y admiración
.
15.3
Lloraban los hijos por la pérdida de tan amable Padre, pero al mismo tiempo
experimentaban no pequeña alegría al besar en aquel cuerpo las señales del
Rey soberano. La novedad del milagro convertía el llanto en júbilo, y el
entendimiento se llenaba de estupor al indagar el hecho. Era, en efecto, un
espectáculo tan insólito y sorprendente, que para cuantos lo contemplaban
constituía un afianzamiento en la fe y un incentivo de amor; y para quienes
solamente oían hablar de él, se convertía en objeto de admiración, que
despertaba un vivo deseo de verlo.
15.4
Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y se
divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió
en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara
toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor.
Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas
llagas.
15.4
Uno de ellos llamado Jerónimo, caballero culto y prudente además de famoso y
célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo como Tomás,
movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos tocó las
manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y de otros
ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales
auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de
todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió,
entre otros, en Un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta
certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros
sagrados.
15.5
Los hermanos e hijos, que fueron convocados para asistir al tránsito del Padre
a una con la gran masa de gente que acudió, consagraron aquella noche en que
falleció el santo confesor de Cristo a la recitación de las alabanzas divinas,
de tal suerte que aquello, más que exequias de difuntos, parecía una vigilia
de ángeles. Una vez que amaneció, la muchedumbre que había concurrido tomó
ramos de árboles y gran profusión de velas encendidas y trasladó el sagrado
cadáver a la ciudad de Asís entre himnos y cánticos.
15.5 Al
pasar por la iglesia de San Damián, donde moraba enclaustrada, junto con otras
vírgenes, aquella noble virgen Clara, ahora gloriosa en el cielo, se detuvieron
allí un poco de tiempo y les presentaron a aquellas vírgenes consagradas el
sagrado cuerpo, adornado con perlas celestiales, para que lo vieran y lo
besaran. Llegados por fin, radiantes de júbilo, a la ciudad, depositaron con
toda reverencia el precioso tesoro que llevaban en la iglesia de San Jorge 3.
Este era precisamente el lugar en que siendo niño aprendió las primeras letras
y donde más tarde comenzó su predicación; aquí mismo, finalmente, encontró
su primer lugar de descanso.
15.6 El
venerable Padre pasó del naufragio de este mundo el día 3 de octubre del año
1226 de la encarnación del Señor al atardecer del sábado, y fue sepultado al
día siguiente, domingo. Muy pronto el bienaventurado varón - como si irradiara
desde lo alto el resplandor de su visión de la faz divina - comenzó a brillar
con grandes y numerosos milagros. Así, aquella sublime santidad de Francisco,
que mientras vivió en carne mortal se había hecho patente al mundo con
ejemplos de una perfecta justicia, convirtiéndolo en guía de virtud, ahora que
reinaba con Cristo venía corroborada por el cielo mediante los milagros que
realizaba la omnipotencia divina para una absoluta confirmación de la fe.
15.6
Los gloriosos milagros que se realizaron en diversas partes del mundo y los
abundantes beneficios obtenidos por intercesión de Francisco, encendían a
muchos en el amor a Cristo y los movían a venerar al Santo, a quien aclamaban
no sólo con el lenguaje de las palabras, sino también con el de las obras. De
este modo, las maravillas que Dios realizaba mediante su siervo Francisco
llegaron a oídos del mismo sumo pontífice señor Gregorio lX.
15.7 En
verdad, el pastor de la Iglesia conocía con plena fe y certeza la admirable
santidad de Francisco, no solo por los milagros de que había oído hablar
después de su muerte, sino también por todas aquellas pruebas que en vida del
Santo había visto con sus propios ojos y palpado con sus manos. Por esto, no
abrigaba la menor duda de que hubiera sido ya glorificado por el Señor en el
cielo. Así, pues, para proceder conformidad, con Cristo, cuyo vicario era, y
guiado por su piadoso afecto a Francisco, se propuso hacerlo célebre en la
tierra, como dignísimo que era de toda veneración.
15.7
Mas para ofrecer al orbe entero la indubitable certeza de la glorificación de
este varón santísimo, ordenó que los milagros ya conocidos, documentados por
escrito y certificados por testigos fidedignos, los examinaran aquellos
cardenales que parecían ser menos favorables a la causa. Discutidos
diligentemente dichos milagros y aprobados por todos, teniendo a su favor el
unánime consejo y asentimiento de sus hermanos y de todos los prelados que
entonces se hallaban en la curia, el papa decretó la canonización. Para ello
se trasladó personalmente a la ciudad de Asís, y el domingo día 16 de julio
del año 1228 de la encarnación del Señor, en medio de unos solemnísimos
actos que sería prolijo narrar, inscribió al bienaventurado Padre en el
catálogo de los santos.
15.8 El
día 25 de mayo del año del Señor de 1230, con la asistencia de los hermanos
que se habían reunido en capítulo general celebrado en Asís, fue trasladado
aquel cuerpo, que vivió consagrado al Señor, a la basílica construida en su
honor. Y mientras llevaban el sagrado tesoro sellado con la bula del Rey
altísimo, aquel cuya efigie ostentaba se dignó obrar numerosos milagros, a fin
de que, al olor salvífico que despedía, se sintieran atraídos los fieles a
correr en pos de Cristo. Y en verdad, si Dios hizo que Francisco durante su vida
le agradara tanto y lo convirtió en tan amado suyo que, como a Enoc, lo
transportó al paraíso por el don de la contemplación, y como a Elías lo
arrebató al cielo en una carroza de fuego por el celo de la caridad,
justo era que los dichosos huesos de quien verdeaba ya entre las flores
celestiales del vergel eterno exhalaran desde el sepulcro su aroma en
florecimiento maravilloso.
15.9 Por último, de la misma manera que este bienaventurado varón resplandeció en vida por sus admirables ejemplos de virtud, así desde su muerte hasta el día de hoy brilla en diversas partes del mundo por sus estupendos milagros y prodigios, recibiendo con ello gloria el divino poder. En efecto, gracias a sus méritos encuentran remedio los ciegos y los sordos, los mudos y los cojos, los hidrópicos y los paralíticos, los endemoniados y los leprosos, los náufragos y los cautivos, y se presta socorro a todas las enfermedades, necesidades y peligros; y los muchos muertos prodigiosamente resucitados por su mediación patentizan a los fieles la magnificencia y el poder el Altísimo, que glorifica a su Santo. A El honor y gloria por infinitos siglos de los siglos. Amén.