Revelación del Hijo por el Padre
DJN
 

SUMARIO: 1. Manifestación tangible del Padre en el Hijo. - 2. Limitación de la revelación al terreno salvífico. -3. El Padre es la causa última de la revelación. - 4. Padre y Mitente. - 5. Iluminación del misterio de Dios Padre.


Jesús es el revelador de Dios, el conocedor de sus secretos más íntimos, de su ser y de su quehacer, el manifestador de su plan sobre el hombre, la señal personal que hace visible al Invisible. Porque de ahí debe partirse para justificar el superlativo de nuestros obligados sentimientos ante semejante Revelador. El evangelio de Juan formula explícitamente lo que estamos afirmando sobre la invisibilidad de Dios: A Dios nadie le vio jamás. Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a conocer (Jn 1,18).

El descubrimiento de Jesús como el revelador de Dios nos introduce en su misterio, nos lo hace cercano, nos lo clarifica al hacerlo visible en su persona. El Invisible se hizo visible en él. El Dios que nos revela Jesús es "nuestro" Dios, un Dios próximo, cercano, amistoso, ayudador, guía, iluminador de nuestros caminos y soporte de nuestras fragilidades, la roca inconmovible en la que nos apoyamos, la que nunca nos falla, y sobre la que podemos construir con seguridad y optimismo nuestra vida. Al revelarnos a Dios nos revela también a nosotros mismos. El es un buen conocedor de ambos mundos, el mejor, el único.

Jesús es el revelador de Dios. Lo es porque Dios se ha revelado en él. ¿Hemos caído en un círculo vicioso? No lo creemos. El presente artículo tiene la pretensión de justificar nuestra fe en Jesús como revelador de Dios Padre, como el Revelador. ¿Cuál es la causa que justifica este ser y quehacer de Jesús? Jesús es el Revelador porque, previamente, él ha sido debidamente informado por Aquel a quien tenía que dar a conocer.

Decir Padre es afirmar la revelación. Padre y Revelador son palabras intercambiables. Y son tan importantes que en ellas se expresa la especificidad del Dios bíblico-cristiano que implica, a su vez, el ser mismo del cristiano.

"Dios no es una unidad numérica, sino un intercambio de amor entre el Padre y el Hijo". "Al principio era el Logos, es decir, la Palabra en sentido bíblico, una Palabra que, sin duda, es inmediatamente acción, porque sigue siendo "palabra". Esta simple indicación modifica radicalmente el concepto que muchas veces se tiene de Dios. Si la Palabra pertenece a la esfera de Dios o es algo propio de Dios -"el Logos es Dios hablando"- esto significa que Dios no es una individualidad (aunque soberana y totalmente otra) cerrada sobre sí misma, sino un ser que es fuerza de expresión (y de expansión) de sí mismo, dualidad en lo único, y como tal fuente de revelación, vuelto hacia un tú que él mismo se ha dado.

Podría decirse que Dios, según el prólogo (del cuarto evangelio) está en constante expansión de sí mismo. En el lenguaje teológico designamos por "revelación" la fuerza de expresión para con nosotros; pero este término podría entenderse como si se refiriera tan sólo al aspecto locutorio, sin que apareciera inmediatamente en él el aspecto de acogida, inherente a la relación que suscita la Palabra. Me gustaría calificar el prólogo como "historia de Dios revelándose" o "expresándose"; pero, ¿no conviene decir, más bien, historia de Dios comunicándose? Entramos así en el misterio de Aquel que es por esencia la relación viva y constructiva llamada amor (X. León-Dufour, en el comentario al prólogo del evangelio de Juan).

En un momento de la historia Dios se expresó, se comunicó en un hombre como nosotros (de forma tan enigmática, y más eficaz para los intereses humanos, como lo hizo en la gran expansión original de la primera creación). Por eso, el acontecimiento salvífico tiene sus raíces más profundas en la unión más íntima del Padre y del Hijo. Y esto tiene su justificaciónfundamental en el "amor": "El Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas" (Jn 3,35).

1. Manifestación tangible del Padre en el Hijo

La explicación de este título nos obligaría a desarrollar el pensamiento de la encarnación. (Remitimos al artículo correspondiente del Diccionario). Aquí la damos por supuesta. Queremos centrarnos directamente en lo enunciado en el título. Una buena iniciación de este desarrollo nos lo ofrece la exclamación jubilosa de Jesús. El contenido de este precioso logion (Mt 11, 25-27) debe estudiarse a partir de su estructuración literaria que consta de cuatro líneas, la primera de las cuales afirma: "Todo me ha sido entregado por mi Padre".

En esta primera línea se destacaría el pleno conocimiento que Jesús posee de su Padre. Este conocimiento tiene que hacer referencia a la manifestación que Jesús hace de Dios Padre. Dicho de otro modo: a Jesús le ha sido concedido el misterio de la revelación. Jesús afirmaría que el Padre le ha concedido todo lo tocante a la revelación de sí mismo o a su apertura y comunicación a los hombres. (Para la explicación del resto de la "exclamación jubilosa" remitimos al artículo paralelo a éste "Revelación del Padre por el Hijo").

La ampliación de la palabra Padre estuvo motivada fundamentalmente por la experiencia filial que surge de la relación con su Hijo. Gracias al Hijo conocemos al Padre (Jn 1,18). Y ello porque "está en el seno del Padre". Esta convicción llevó al vocablo Padre al terreno de la revelación. Aceptamos la revelación de Dios Padre porque nos llega a través de su Hijo. Cuando el cuarto evangelio habla del Padre tiene como esencial punto de referencia la revelación de Dios. Dios es Padre porque es el que se ha dado a conocer, se ha manifestado, se ha comunicado, se ha revelado. Y lo ha hecho por medio de su Hijo. Se pone así de relieve la relación del Revelador con él o con lo revelado.

En un intento de explicación asequible habría que situarse ante el misterio del Dios invisible e inasequible. Considerarlo algo así como un "objeto" o una realidad que damos por supuesta, pero cuya demostración escapa a las posibilidades de la lógica humana. Ese sería el punto de partida. El fundamento justificativo de la existencia de dicha realidad y de sus características tendría que ofrecérnoslo alguien a quien reconozcamos la suficiente competencia para hacerlo. Ese hipotético personaje garante sería, en nuestro caso, el revelador de la supuesta realidad misteriosa, el Revelador. Pertenecería a la última fase el análisis de aquello que nos cuenta, que nos descubre o revela. ¿Puede afectarnos existencialmente o pertenece al terreno de las especulaciones arcanas?

Dios Padre nos ha dado al Hijo por su revelador. Le ha encargado que nos comunique sus secretos, el plan que tiene sobre nosotros y la forma de conseguir su finalidad. Pero, si el que ha llegado a ser maestro ha tenido que sentarse previamente en las aulas reservadas para los discípulos, ¿cuándo, cómo y dónde aprendió Jesús el saber divino, el conocimiento de Dios y sobre Dios para poder convertirse en su transmisor, en Maestro "revelador" del misterio por excelencia? Este interrogante no es nuevo. Es tan viejo como aquellos contemporáneos del pueblo de Jesús que se sorprendían e incluso se escandalizaban de que se presentase como "un letrado" sin haber pasado por ninguno de los centros acreditados de la enseñanza. Los comentarios, las reservas, el rechazo y el escándalo de los nazaretanos lo ha recogido el evangelista Marcos (6,1-6).

• La reacción de los habitantes de Nazaret sólo es inteligible cuando nos preguntamos por su causa: ¿De dónde le viene a éste todo esto? Más allá de la curiosidad, el interrogante se convierte en una descripción de la situación ante laque se encontraban aquellos que lo formularon: están ante algo radicalmente nuevo, algo totalmente diferente, algo tan poderoso y sobrecogedor que resulta sencillamente inadmisible. No olvidemos que el asombro se halla provocado por la sabiduría que le ha sido dada y por los milagros que hacía. Esto significa que su actitud de rechazo tiene su justificación en las pretensiones de Jesús: entendieron que se hallaban ante el enviado de Dios con la patente de los milagros. La misma actitud ante la cual puede encontrarse cualquier lector actual de los evangelios: ante el Jesús anunciador de la buena nueva no cabe la neutralidad.

Desde la innata tendencia humana a medir todas las cosas aplicando el baremo humano, aquello era inadmisible. Era inaceptable que Dios se revelase por medio de un carpintero, cuya familia era bien conocida de todos. ¿Cómo puede un hombre de nuestro pueblo hablarnos de Dios y, sobre todo, hablarnos en su nombre? ¿Cómo podía Jesús de Nazaret tener la pretensión de ser el revelador del Padre? ¿Cómo es posible que Dios se haya manifestado, revelado, dado a conocer a Jesús de Nazaret para que él se convierta en el transmisor de los misterios de Dios?

• Podemos constatar esta misma actitud de la gente sin letras de Nazaret entre los doctores oficiales de la ciudad de Jerusalén: "Los judíos, sorprendidos, se preguntaban: ¿Cómo es posible que este hombre sepa tanto sin haber estudiado? Jesús replicó: La doctrina que yo enseño no es mía, sino de aquel que me ha enviado. El que está dispuesto a hacer su voluntad, podrá experimentar por sí mismo si mi doctrina viene de Dios o es mía" (Jn 7,15-17).

Desde el contexto en el que ha tenido lugar este interrogante el comentario que se impone es el siguiente: Jesús es el Enviado; su doctrina es la del que le envió; esa es la universidad en la que estudió. La apertura a Dios y al contenido de la ley obligaría a sus oyentes a aceptarlo. Si le rechazan es que no están abiertos a Dios ni cumplen su ley. Su enseñanza no se halla rubricada por su competencia doctrinal, sino por la palabra que Dios le ha comunicado y que él anuncia. Quien la acepte descubrirá la autoridad con la que habla Jesús. No hay otro camino. Al hablar así, Jesús da la razón a los judíos, que pensaban, rectamente, que su enseñanza no era fruto del estudio de la ley (Mc 1,22). Al hablar así, Jesús quita la razón a los judíos, que no le aceptaban como el Revelador: su doctrina es la palabra de Dios, la que expresa de verdad su voluntad. Los judíos, que se movían desde otros criterios: competencia personal, respeto, prestigio, gloria, no pueden comprenderle. Jesús es el Revelador porque revela aquello que le ha sido revelado. Es el título del presente artículo: "Revelación del Hijo por el Padre".

• Uno de los aspectos más impactantes en los oyentes de Jesús era la autoridad con la que enseñaba. Si es cierto que no podemos reconstruir las mismísimas palabras de Jesús, sí puede llegar hasta nosotros su misma voz, su forma de ser, de pensar, de hablar, de enseñar y de actuar. De estos diversos aspectos podemos deducir la extraordinaria conciencia que tenía de sí mismo, su excepcional autoridad que le situaba por encima de Moisés y de cualquier otro profeta y, por supuesto, muy por encima de los doctores-escribas de su tiempo. La autoridad de su enseñanza no le venía de fuera, al estilo de los maestros de la época (Mc 1,22-24.27), la poseía él mismo, su misma persona, de modo que su enseñanza entrañaba un acto de poder =exousía); era superior a la de los otros profetas; los que la escuchaban podían considerarse bienaventurados y su aceptación o rechazo eran sinónimos de la acogida o desprecio de Dios mismo (Jc 11,31; 10,23; 16,16). Dios mismo estaba revelándose en su Hijo. De ahí el desconcierto en todos los estratos sociales que se han cerrado a esta única posibilidad de explicación.

• La escena verdaderamente programática de la "Revelación del Hijo por el Padre" nos la ofrece la teofanía que tuvo lugar con motivo del bautismo de Jesús (Mc 1,9-11). La escena del bautismo de Jesús es la coronación de la acción escatológica de Dios, iniciada con el Bautista y llevada a su culminación con Jesús. De ahí que la primitiva comunidad cristiana llamase a Juan el precursor. Lo que distingue a Jesús de la predicación del Bautista es que el consumador divino es también el hombre Jesús.

Lo que da a Jesús su sentido y dimensión únicos es la presencia y la acción de Dios en él. El cielo ha roto su silencio; el Espíritu ha vuelto a moverse sobre las aguas y la voz de Dios se ha dejado oír de nuevo. Ha tenido lugar la revelación que la voz del cielo le ha dirigido presentándolo como el Hijo del Padre. Se ha producido la invasión del Espíritu que penetró sus interioridades más intimas. Ha tenido lugar el descubrimiento, la toma de conciencia o el afloramiento al campo de la misma de su peculiarísima relación con el Padre. Los únicos protagonistas de la escena son el Padre y el Hijo. Lo único interesante es lo que ocurre entre ellos. Lo verdaderamente decisivo es el misterio invisible, hecho visible en Jesús desde su nueva relación descubierta, y que sigue siendo invisible para los demás hombres.

Jesús experimenta a Dios como Padre. Momentáneamente al menos dicha experiencia significa la constitución de Jesús en un estado nuevo, en una nueva relación. Es algo personal, vivencia!, existencial. No pertenece al campo académico, ni a Jesús se le encomienda traducir su visión y audición a fórmulas religiosas doctrinales. Lo verdaderamente importante a partir de ahora no será tanto lo que Jesús diga cuanto lo que Jesús es. Aunque, precisamente a partir de ahora, ambas cosas serán inseparables.

2. Limitación de la revelación al terreno salvífico

La vinculación de la revelación a la palabra Padre no es, por supuesto, exclusiva de Juan. Aparece, con esta dimensión, no sólo en los evangelios sinópticos sino en todos los demás escritos del N.T. Casi siempre se halla en labios de Jesús y cuando aparecen las escasas excepciones que presuponen una frontera que separa a Jesús del conocimiento del Padre, la excepción confirma la regla, como ocurre siempre. Jesús o el Hijo desconoce aquello que no es objeto de la revelación, porque incluso se opondría a ella. Así ocurre con el conocimiento relativo al cómputo del tiempo (Mc 13,32. y el par. de Mt 24,36: en cuanto a ese día "sólo" lo conoce el Padre). Su "manifestación-revelación" iría en contra de la necesidad imperiosa de la vigilancia y de la urgencia de aceptar la invitación que el Padre nos hace de su voluntad-Reino. El conocimiento del plazo final lo destruiría. En el evangelio de Juan esto se traduce por la limitación que el Hijo se impone: sólo habla lo que ha oído al Padre.

En el proyecto de su evangelio, en el prólogo, el cuarto evangelio establece tres pensamientos fundamentales: a) la unión de Dios con su Palabra en la que se expresó a sí mismo en una "Palabra reveladora": b) la manifestación de la gloria del Padre, del Padre mismo, en dicha Palabra que se hizo presente entre nosotros haciéndose uno de nosotros y c) la visualización del Dios invisible por medio de Aquel "que está en el seno del Padre", en la máxima intimidad con él.

Dios, Padre y Palabra, unidos y pensados como la realidad divina misteriosa e inasequible acercándose al hombre en orden a hacer posible una comunicación cercana, inteligible y profunda. A partir de su presencia entre los hombres, Dios, el Padre y la Palabra invisibles comenzaron a hacerse inteligibles cuando la Palabra se tradujo en palabras y en las equivalencias de la misma, que son también sus hechos, la trayectoria entera de su vida que culminó en la muerte y en la Vida. Todo ello constituye el acontecimiento de una paternidad oculta, revelada, comunicada (Jn 1,1.14.18).

El Padre revela al Hijo al convertirlo en su imagen. Tarea difícil, por definición. ¿Cómo hacer una imagen de lo inimaginable? Sin embargo, si Dios quiere revelarse, darse a conocer, comunicarse, hacerse visible al hombre, no le queda otro camino que ofrecerle su misma imagen.

La acción creadora de Cristo tan destacada en Col 1,16-17 -intervención de Cristo en la creación- y la actividad salvadora de Dios son vistas por Pablo como una realización histórica de su eterno amor al hombre. El hombre está destinado a reflejar tanto su creaturidad primera, la de ser criatura de Dios, como su creaturidad segunda, el ser criatura de Cristo: "La verdadera imagen de Dios no está en el principio, sino en la meta de Dios con la humanidad" (J. Moltmann).

La imagen de Dios en su historia con e/ hombre. Cristo es la imagen perfecta de Dios. Pero esta imagen de Dios tardó en aparecer en nuestro mundo. También ella tuvo una larga prehistoria. Su imagen es grandiosa unas veces y humillante otras. Depende del momento histórico en que fue pintada su imagen o descrita su figura. La prohibición de hacer imágenes de Dios está justificada por dos razones fundamentales. Se trata de un Ser espiritual; por consiguiente, "inimaginable". Por otra parte, es el creador, está por encima de todo lo creado. Nada de lo existente en el cielo, en la tierra o debajo de ella (Ex 20,4) -donde el entorno cultural encontraba sus divinidades: los astros, los animales de la tierra o los acuáticos-, puede servir como punto de referencia que proporcione algún elemento adecuado para "pintar" o hacer una imagen de Dios. Con el tiempo aparecerán otras razones, como la ausencia de toda imagen o figura cuando oyeron la voz de Dios en el Horeb (Deut 4,12-13).

• La imagen o imágenes de Dios únicamente son posibles partiendo de su actuación, de su presencia operativa en la historia; la historia, y en particular la que consideramos como historia sagrada, nos es presentada en fabulosos cuadros plásticos que demuestran tanto el talento de los artistas que los pintaron como la "sublimidad" del objeto-Ser representado en ellos. Aunque su ser se escape a nuestra capacidad "imaginativa" su actuar se halla sometido a las leyes que constatan la realidad y la experiencia de los hechos vinculados a nuestra historia. De ahí que podamos ofrecer tantas imágnes de Dios como son sus intervenciones en favor de su pueblo o sus confrontaciones personales con el hombre individual: la descripción histórica de Abrán es una imagen de Dios, porque actúa en él, en su vida, en su decisión, en su trayectoria.

Otra imagen nos ofrece el profeta Ezequiel en su visión de los huesos secos (Ez 37) que reviven y que representan al autor de la vida. Moisés, contemplando la zarza que ardía sin consumirse, nos proporciona otra imagen del Dios espiritual -el fuego es el elemento más espiritual de los que componen el universo, según la mentalidad antigua- y teniendo en cuenta su figura ascendente hacia lo alto podía indicar la unión entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Los israelitas y los egipcios se convierten en otra imagen del Dios que protege o castiga. La imagen destacaría el aspecto moral de nuestro Dios. En el retorno del exilio babilónico, Esdras, en cuanto lector de la palabra de Dios, nos da la imagen del Dios que se acerca a nosotros a través de su palabra.

Hemos aducido alguno de los muchísimos ejemplos de personas cuya vida y actividad nos proporcionan imágenes diversas de Dios. Todas ellas son correctas. Todas ellas representan adecuadamente, aunque parcialmente, alguno de los aspectos que nosotros nos imaginamos que deben existir en Dios. Todas ellas hacen visible, con mayor o menor perfección, la "imagen y semejanza" de Dios conforme a las cuales fue creado el hombre. Todas ellas son ensayos representativos de una realidad inagotable e "inimaginable". Todas ellas son exigencia de un incesante esfuerzo creativo por parte del hombre para que no se limite a contemplar imágenes pasadas, en un blanco y negro desvaído y difuminado.

El colorido de la fotografía técnica de nuestros días, de la mentalidad y de la filosofía modernas, de nuestro lenguaje, de las aportaciones de la ciencia y de la técnica... son nuevos materiales preciosos con los que deben trabajar los artistas modernos para ofrecer la imagen o imágenes en las que hoy quiere Dios verse reflejado. La validez de las antiguas no exime sino que exige la creación de otras nuevas. Las fuentes de inspiración no se agotaron en el pasado. Dios sigue presente, operante, hablante.

• Dios ofrece su imagen personal. En el recuento de las múltiples y diversas imágenes que los artistas del A.T nos ofrecieron de Dios unas nos parecen más bellas que otras, más cargadas de significado, más cercanas a nosotros, más atractivas, más seductoras. Otras pueden parecernos más frías, más lejanas, más hieráticas, menos expresivas, menos aceptables. En este contexto, Dios mismo se decidió a participar en el concurso. Presentó su propia imagen. Y para ello se sirvió, como los concursantes anteriores, de una persona que, en este caso, era la imagen de su Hijo. Dios modeló la imagen perfecta que hizo de sí mismo utilizando múltiples recursos que la hiciesen comprensible para sus destinatarios. En su autopresentación, Dios se adaptó plenamente al ser humano y recurrió a aquellos elementos que son constitutivos y esenciales del hombre: "El (el Hijo) es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura". "Y plugo al Padre que en él habitase toda la plenitud... Pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 1,15.19; 2,9).

Esta imagen del Dios presente, operante, hablante... tiene que tener y reflejar las mismas características del pintor que la presenta al concurso. Lo contrario sería una traición a su propia personalidad. La imagen en la que Dios se nos presenta no fue improvisada. Su esbozo se inició en el tiempo anterior al tiempo, en eso que Ilamamos eternidad. Dios quiso definirse, expresar su propia identidad, encontrarse con su propia personalidad y proclamarla. Y lo mejor que encontró para lograr su propósito fue su Palabra. Ella es la expresión y concreción del ser mismo de Dios. El Dios autoexpresado desde la eternidad en su Palabra (en "inculturación" perfecta, ya que la "palabra" pertenece a todas las culturas) nos da a conocer sus planes; lo esencial de toda palabra es hablar; si no habla no es palabra, es silencio. Pues bien, los "planes" de la Palabra eran producir un ser a su "imagen y semejanza". Para ello tenía que hablar, darse a conocer, revelarse, manifestarse, dirigirse al hombre, comunicarle sus designios y deseos, acercarse personalmente a él, entrar en relación de contacto con él en intimidad profunda, regalarle su amistad, buscar un permanente encuentro mutuo.

Las deficiencias de los múltiples ensayos le decidieron a revestir su Palabra con nuestros atributos, a fabricarse su propia imagen con los elementos que le proporcionaba la "imagen y semejanza" a las que había hecho al hombre. Su imagen exacta sería el Hombre (Jn 19,5). El Hombre, en cuanto que es el Hijo, realizador del plan salvador; en cuanto coronación de la sabiduría personificada (Prov 8,30; Sab 7,22); en cuanto resplandor (= apaugasma, dice el texto griego), es decir, en cuanto que es irradiación (sentido activo de la palabra), impronta, es decir, imagen perfecta de su ser (Heb 1,3). Cuando el autor de la carta a los Hebreos presenta de esta forma la "imagen de Dios", plasmada por él mismo, tiene en cuenta, por el principio de la contraposición, las que nos legaron los distintos artistas del A.T. que hicieron sus ensayos sobre el particular. Todas ellas sugieren la idea de un magno retablo compuesto por múltiples tablas colocadas en el mismo en diversos tiempos y por pintores representativos de estilos diferentes. A pesar de la belleza de cada una de ellas, se echaba de menos la figura central a las que apuntaban las demás esperando ser esclarecidas desde su luz.

Dios mismo colocó, finalmente, la imagen de él mismo en el centro del retablo. Entonces apareció el cuadro de excepcional belleza pintado por el Artista por excelencia para transmitir su personalidad, su mentalidad, su forma de ser y de sentir, su valoración del mundo y del hombre. De esta forma se completó el gran retablo que puede servir de punto de referencia para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Es su autorretrato, su imagen y fotografía exactas, el calco idéntico de su propio ser. Es un cuadro vivo y animado en el que, de una vez y en forma unitaria, se pueden contemplar, en audición creyente, todo lo que Dios tiene que decirnos de sí mismo y de la recta relación que debemos mantener con él y con nuestros semejantes. Todo lo que Dios quería decir al hombre es recogido en una figura-imagen única, y, para hacerla más asequible, dicha figura-imagen tiene un rostro como nosotros. Es su imagen perfecta y se llama Jesús.

3. El Padre es la causa última de la revelación

Lo expuesto hasta aquí nos ha llevado, al menos, a una conclusión: que el Padre, en cuanto tal, es el origen, la causa última y el dador de la revelación; el Hijo es el Revelador. Y la realidad reveladora comprende las dos salidas de Dios Padre del misterio en que vive y que es constitutivo de su ser: en la creación, que es la primera palabra de Dios, y en el acontecimiento salvador que es su última Palabra en la que se manifiesta el Revelador absoluto. El Padre y el Revelador se identifican en su ser y en su quehacer. El uno revela al otro y es revelado por el otro. Esta es la trayectoria del cuarto evangelio.

La realidad divina revelada se profundiza, a modo de garantía ofrecida a sus destinatarios, mediante el pensamiento de la preexistencia. La palabra reveladora, el Revelador, existía antes del tiempo en el que ejerció en nuestra historia, de forma personal, su función reveladora, desveladora del misterio divino y comunicadora de su vida (Jn 10,10). Esto es lo que motiva al evangelista Juan a remontarse más allá del tiempo, al tiempo sin tiempo, a la eternidad.

Esto le llevó a destacar la preexistencia de la Palabra por la necesaria conexión con el Padre y con Dios a quienes debía dar a conocer. Sólo así la palabra podía hablar con conocimiento de causa, el conocimiento profundo de Dios y del Padre o de Dios Padre, porque él, Jesucristo, la Palabra, está por encima de toda comparación y desde siempre es el más próximo a Dios porque, como Hijo, vive en la intimidad del Padre (Jn 1,1.18). Al utilizar la expresión "estar en el seno del Padre" se prescinde de todo tipo de especulación cronológica, como sería pensar "en el tiempo, en un tiempo anterior o posterior, en un antes o un después" que Dios o que el Padre.

En la mentalidad judía la preexistencia cronológica no era novedad alguna. Un judío contemporáneo de Jesús no veía nada extraordinario en que se afirmase dicha preexistencia. Para ellos, los hombres vistos desde la preexistencia, todos los hombres vistos desde la eternidad, son preexistentes. Porque para Dios ya es realidad todo aquello que puede ocurrir en el devenir del tiempo posterior. Por eso hemos dicho que el acento de la preexistencia de Jesús prescinde de todo tipo de especulación cronológica sobre el "ahora, antes o después".

Lo que se pone especialmente de relieve en el evangelio de Juan está en lo que es desde siempre y para siempre: el Revelador o la Palabra: "No que alguno haya visto al Padre, sino sólo el que está en Dios, ése ha visto al Padre". "Padre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria..." (Jn 6,46; 17,24).

4. Padre y Mitente

La relación entre Dios, Padre y Palabra establece una clara proyección haciael mundo humano. Para hablarle, para darse a conocer, para entrar en contacto con él, se hacía necesaria una misión. El Dios y Padre se harán inteligibles únicamente mediante la Palabra. Por eso fue enviada (Jn 1,14) y por eso el verbo "enviar" es uno de los más importantes para indicar la acción reveladora. En el contexto en el ahora nos movemos el Padre es el Mitente. Y lo es desde la entraña misma de su mismo ser. En correspondencia obligada, donde hay un Mitente tiene que haber uno que es enviado, tiene que aparecer el Enviado.

La presentación de Jesús como el enviado de Dios, como el Enviado, es una idea verdaderamente obsesiva del evangelio de Juan. (Remitimos al artículo paralelo a éste sobre "Revelación del Padre por el Hijo"). Recordemos lo afirmado allí. De una forma u otra el evangelista presenta a Jesús como el Enviado 37 veces. Esta realidad misteriosa es la mejor prueba del amor que Dios tiene al hombre. Queremos acentuar el paralelismo intencionado entre la entrega de su Hijo y su misión: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito... Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo" (Jn 3,16-17).

Los dos versículos citados presentan al Hijo como el don o regalo creadores de vida; como el don divino que procura la salvación y evita el juicio. El Mitente se expresa en el Enviado. El cuarto evangelio utiliza dos verbos para indicar la misión en su dimensión reveladora: apostello, en griego, enviar (es la misma raíz de la que deriva "apóstol"), y que es el verbo utilizado por Jesús para subrayar su poder, tanto a los judíos como a los discípulos (Jn 5,36.38; 6,29.57..., 3,17; 20,21). La idea expresada es clara. Jesús afirma que detrás de sus palabras y de su persona está Dios y no sus intereses personales: "¿,Cómo vais a creer vosotros que recibís la gloria unos de otros y no buscáis la gloria que procede del Único? No penséis que vaya yo a acusaros delante de mi Padre..." (Jn 5,44).

Mediante el verbo apostello, Jesús, en su oración, describe su peculiar relación con Dios, su autoconciencia de ser el Enviado del Mitente (Jn 11,42: en la oración ante el sepulcro de Lázaro).

El segundo verbo utilizado para presentar al Enviado es pempo. No existe una diferencia clara entre ellos. No obstante, cuando Jesús afirma que ha sido enviado por Dios y utiliza este segundo verbo lo hace mediante la expresión "el que me ha enviado" (el Mitente). A veces la fórmula es ampliada mediante la adición "el Padre" o es sustituida por "el Padre que me ha enviado" o "el que me ha enviado, el Padre" (falta el artículo en griego y aparece Padre en forma absoluta).

Tal vez pudieran formularse las peculiaridades de cada uno de estos dos verbos mediante el principio siguiente: la misión de Jesús, descrita con apostello, subraya que la autoridad de Jesús tiene su justificación en la de Dios; Dios es el responsable de sus palabras y obras. Lo que Jesús dice y hace se retrotrae a Dios o al Padre. Cuando se utiliza el segundo verbo, pempo, se pone de relieve la participación de Dios en las obras de Jesús y en la acción de su misión: la obra y misión de Jesús surge de la obra de Dios y a través de la obra de Dios alcanza su finalidad específica.

De lo dicho hasta aquí se deduce que el Padre y el Mitente son dos palabras intercambiables. La una explica a la otra. El Padre es el mandatario autoritativo, el que hace de su Hijo la expresión de su voluntad, el realizador de su obra salvífica (Jn 10,36-38).

5. Iluminación del misterio de Dios Padre

El testamento oracional de Jesús, comúnmente conocido como la oración sacerdotal, es el mejor documento, el argumento supremo para demostrar la veracidad del título que estamos desarrollando. El estudio sereno y profundo de dicho testamento oracional o redactado en formade oración recoge los cuatro centros más importantes en los que Jesús ha ejercido su función reveladora. Pues bien, es precisamente en ellos donde el Padre se hizo particularmente presente en Jesús; donde más claramente el Hijo fue revelado por el Padre; donde el misterio eterno de Dios se presencializó e historificó en nuestro mundo. Jesús se prestó para ofrecer a Dios un rostro humano.

a) Manifestación de la gloria. Jesús pide al Padre que le glorifique. Es la contrarréplica a lo que Jesús ha hecho en relación con el Padre. Jesús pide al Padre que ahora, en el momento supremo de su vida, haga con él lo que ha sido objeto de todo su ministerio terreno. Durante su actividad salvadora lo que Jesús ha hecho es manifestar la gloria del Padre, es decir, revelar su divinidad. La "gloria" es lo más divino de Dios. Jesús ha gastado su vida manifestando dicha gloria. La petición que ahora hace al Padre para que haga lo mismo con él está más que justificada. Una vez cumplida su misión Jesús vuelve al Padre. De este modo la gloria eterna que él poseía como Palabra o Verbo de Dios es presentada ahora como el premio y el don que el Padre le hace en cuanto Palabra encarnada. El Verbo es glorificado en su humanidad resucitada.

La petición de Jesús tiene aquí el sentido de contar con el apoyo, la fuerza y el reconocimiento del Padre. Jesús necesita que el Padre ponga su rúbrica, su firma autoritativa en su obra. A lo largo de su ministerio salvador la gloria de Dios ha sido manifestada en Jesús. Ahora debe manifestarse de una manera especial: resucitándolo y exaltándolo hasta la participación plena de la gloria del Padre en su comunión plena y total, que incluye su humanidad, con el Padre. (Remitimos al artículo sobre la "Oración Sacerdotal", donde se expone con suficiente amplitud la revelación del Hijo por el Padre en los cuatro temas clásicos: la manifestación de la "gloria", la revelación del "nombre", la comunicación de la "palabra" y "la donación de la gloria como principio de unidad").

b) La concentración en el amor. Todo el amor del Padre se concentra en el Hijo; él es absolutamente el mediador del amor. En el cuarto evangelio apenas se habla del amor del Hijo al Padre; en cambio, se acentúa constantemente el amor de Jesús a aquellos que el Padre le ha dado, sus "amigos", que tienen el mismo Dios y Padre que Jesús: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20,17). Esto no debe entenderse ni sentimental ni místicamente, sino que está siempre en relación con la obra encomendada al Hijo: "...y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy sólo, sino yo y el Padre, que me ha enviado... El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado" (Jn 8,16.19).

De los textos evangélicos se deduce que "amar" es la expresión más profunda del Revelador (en su causa última, es decir, en Dios Padre) juntamente con el órgano o medio del que se sirve: "Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí... " (Jn 17,23-24.26).

Este amor, agapán en griego, corresponde a la fundamentación en el ser pretemporal. A este amor pertenece esencialmente el mutuo conocimiento: "Y no le conocéis, pero yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería semejante a vosotros, embustero, mas yo le conozco y guardo su palabra". "...como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre, y pongo mi vida por las ovejas" (Jn 8,55; 10,15).

Pero incluso cuando el amor es traducido por un "ser" del Padre en el Hijo y viceversa (Jn 10,38; 14,11; 17,21) la característica esencial es la acción: las palabras y obras del Hijo reflejan las del Padre y por eso son la garantía de su absoluta verdad. Las palabras y las obras dan testimonio del Mitente y del Enviado al mismo tiempo: "Os lo dije y no lo creéis, las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mí" (Jn 10,25).

La unidad del Padre y del Hijo encuentra en el sacrificio de la vida su expresión plena: "Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre" (Jn 16,28; estamos ante la síntesis más acabada de la cristología joánica). La expresión "ir al Padre" significa mucho más que morir. En el texto citado, el verbo "ir" indica e implica todas las fases previas: ser enviado, venir, ser levantado.

Incluso en la pasión tenemos una prueba de la convicción profunda expresada por el Hijo: "Yo no estoy solo". En ella se manifiesta el don del Padre: el Padre le ha dado el cáliz (Jn 18,11); e/ amor, en cuanto aprobación plena del Padre a la entrega de la vida (Jn 10,17); la obediencia, en cuanto expresión perfecta del mandamiento cumplido (Jn 10,18); la glorificación del Padre como finalidad última.

El Espíritu Paráclito será el encargado de descubrir e interpretar toda la densidad del misterio de una paternidad original única, plenamente realizada en una filiación original única, que van ordenadas desde el principio a la participación por parte de los hombres a los que Dios ama. La comunión divina original, el intercambio de amor entre el Padre y el Hijo, se convierte en el paradigma de la vida de la comunidad cristiana.

BIBL. — R. RUGGIERI, Revelación, en "Nuevo Diccionario de Teología" 11,1982; K. BARTH, Revelación, Iglesia, Teología, Madrid, 1972; H. FRIES, La revelación, en "Mysterium salutis" 1, Cristiandad, 1974; R. LATOURELLE, Teología de la revelación, Salamanca, 1967; G. VERMES, jesús el judío, Atajos, 1994.

Felipe F. Ramos