Hijo de Dios
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SUMARIO: 1. Hijo de Dios en el ambiente socio-cultural del cristianismo naciente. -2. El título "Hijo de Dios" en la tradición evangélica. -3. Jesús y el Padre. 3.1. La paternidad de Dios en el judaísmo. 3.2. Jesús, el Hijo. 3.3. Jesús, Mesías e Hijo de Dios. - 4. Hijo de Dios en la obra de cada uno de los Evangelistas. 4.1. El Hijo de Dios crucificado: Marcos. 4.2. El Hijo de Dios poderoso y obediente: Mateo. 4.3. El Hijo de Dios concebido y conducido por el Espíritu: Lucas. 4.4. El Hijo Unigénito del Padre: Juan.


Incluso si se prescinde de su enorme importancia en el Cuarto Evangelio y, en general, en los escritos de la llamada escuela joánica, el título "Hijo de Dios" representa un caso singular entre los aplicados a Jesús en nuestros Evangelios. En efecto, el de "Hijo del hombre", que es sin duda el que más utilizan, sólo se encuentra en labios de Jesús; el de "Mesías" lo usa un grupo más bien reducido de personas; frente a ellos, el de "Hijo de Dios" y otros equivalentes como "...del Altísimo", "de Dios Altísimo", "...del Bendito", "mi/su Hijo" se lo aplican a Jesús diversos personajes y en las más diversas circunstancias y lugares: se lo aplica el ángel en la anunciación (Lc 1,32), la voz del cielo que se deja escuchar en el bautismo (Mc 1,11 y =) o en la transfiguración (Mc 9,7 y =), el diablo en las tentaciones del desierto (Mt 4,3.5; Lc 4,3.9), los endemoniados (Mc 5,7 y =), los propios discípulos (Mt 14,33) y más en concreto Simón Pedro en la confesión de Cesares (Mt 16,16), Caifás (Mc 14,61; Mt 26,63), la gente que lo insultaba durante su agonía en la cruz (Mt 27,40.43) e incluso un centurión pagano (Mc 15,39; Mt 27,54). Es más, en algunos de los casos en que se usa el título "el Hijo", sin más determinantes, se pone en labios de Jesús, que parece referirlo a sí mismo (cf. Mc 13,32 y Mt 24,36; Mt 11,27; Lc 10,22 y, de algún modo, Mc 12,1-12). La importancia de este título en la determinación de la naturaleza y de la misión de Jesús exigirá un recorrido atento de los distintos estratos de la tradición evangélica y, como punto de partida, un acercamiento preciso al ambiente histórico y cultural en que se desarrolló la actividad del Maestro de Nazaret y la primera predicación cristiana.

1. Hijo de Dios en el ambiente socio-cultural del cristianismo naciente

En relación con el mundo greco-romano, ámbito principal de la difusión del mensaje cristiano casi desde el principio, llama la atención lo difundida que estaba la idea de la filiación divina: ya en tiempos de Homero se considera a Zeus "padre de los dioses y de los hombres" (Ilíada 1,544; Odisea 1,28); por esta razón, todos los humanos son de algún modo "hijos de dios". Más allá de esta filiación divina de carácter general, hay personas a las que se llama "hijos de dios" de un modo especial: los héroes son hijos de uno de los dioses del Olimpo y de una mujer de este mundo; de algunos de aquéllos como Hércules se llegó a decir que "fue considerado hijo de dios" y que lo era ciertamente; también se consideraban hijos de los dioses a algunos personajes notables, como los filósofos, a los que se denominaban "hombres divinos" (Oaot avSpcc); entre ellos se contaba Empédocles, Pitágoras, Platón y otros, aunque en el caso de estos tales la referencia a la divinidad parece tener un carácter más bien generalísimo, de modo que el calificativo "divino", que de suyo puede significar simplemente "piadoso", indicaría una relación especial con los dioses. El último de los grupos que entrarían en este capítulo serían los reyes, que gustaban de atribuirse atributos de la divinidad o de quienes se llegaba a decir que eran "dios de dios" (eso ex ecov), "hijo de dios" (9eov utoc) o "divi filius".

Tampoco en Israel se desconoce la denominación "hijo de Dios", que se aplica ante todo al pueblo en su conjunto (cf. Ex 4,22; Os 11,1; cf. Dt 32,6.18; Jer 3,4) y, como consecuencia, cada uno de los israelitas en cuanto miembros del pueblo (Dt 14,1; Is 43,6; cf. Dt 32,19; 1 Cr 29,10; Tob 13,4; Sap 14,3); "hijos de Dios" se llama también a los ángeles y a los otros seres celestes miembros de la corte divina (cf. Sal 89,6-7; Gn 6,2; cf. además Sal 29,1). En relación con la denominación del pueblo y de sus miembros como "hijos de Dios", en época tardía se califica de tales, de un modo particular, a los justos (cf. Ecl 4,10; Sap 2,13.16.18; 5,5). Pero entre los personajes a los cuales se aplica el título en Israel sobresale "el ungido", es decir, el rey; la aplicación tiene que ver en este caso con la ideología monárquica que Israel ha recibido de los otros pueblos del Antiguo Oriente (Mesopotamia, Egipto e incluso Canaán): Ramsés II, por ejemplo, se dirige al dios Amón en estos términos: "¿Qué es lo que te aflige, Amón, padre mío? ¿Es propio de un padre olvidar a su hijo?" En este marco se insertan y se entienden perfectamente las palabras de Dios al rey de Israel recogidas en la profecía de Natán (2 Sam 7,14) y en otros textos bíblicos, sobre todo de los Salmos, en los que la entronización del soberano se entiende en términos de generación divina: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2,7; cf. además 89,27-28; 110,1.3). De acuerdo con ello, el judaísmo tardío, que usó frecuentemente el título "hijo de Dios", lo aplicó incluso al futuro hijo de David; de ello dan testimonio evidente textos de la comunidad de Qumrán, como el siguiente: "Esto (es decir, el texto de 2 Sam 7,14) (se refiere) al 'retoño de David' que se alzará con el intérprete de la ley que [surgirá] en Si[ón en] los últimos días, como está escrito: 'Haré alzarse la cabaña de David que está caída'. Esto (se refiere) a la 'cabaña de David que está caída' que se alzará para salvar a Israel. 'Será llamado hijo de Dios y llamarán hijo del Altísimo" (4Q 246,2,1; cf. además 4Qflor 1,11-12; 1 Q 2,12; 4Q 369,1,11,6-8).

2. El título "Hijo de Dios" en la tradición evangélica

En este contexto se inserta perfectamente el título "hijo de Dios" con que, según ha quedado indicado, se dirigen a Jesús distintas instancias en nuestros Evangelios; se explicaría incluso el dato reflejado en el de S. Juan, según el cual, y al decir de los judíos, el propio Jesús se tenía por hijo de Dios (cf. Jn 18,7). Ahora bien, sin rechazar de plano la posibilidad de que este dato joánico formara parte de una tradición preevangélica firme, la fuerte elaboración de esta última por parte del Cuarto Evangelista aconseja iniciar nuestro análisis de los textos evangélicos relativos a la filiación divina por el material de los sinópticos; aunque hay que contar con que también en algunos textos sinópticos refleja claramente la fe de la comunidad postpascual: esto se debe suponer, sobre todo, en las palabras del ángel a María y en las pronunciadas por la voz del cielo en el bautismo y la transfiguración de Jesús: la intervención divina en acontecimientos considerados importantes por un grupo creyente no es nada extraña en la literatura rabínica y constituye de hecho un recurso narrativo de gran efecto que impulsa la implicación emotiva (empathia) del lector en el relato. Algo parecido cabe decir de los textos donde el título se pone en boca de los demonios/endemoniados: en estos casos, que son todos relatos de exorcismos, "hijo de Dios" se utiliza en claro contexto de lucha de poderes y, aunque la comunidad los leyó posteriormente en clave cristológica de filiación divina, la utilización del título supone en principio que los demonios reconocen que Jesús tiene una relación especial con Dios y que, en consecuencia, posee una autoridad y un poder que hace peligrar los que ellos tienen. El juego de poderes podría reflejarse también en el uso que hace del título el propio diablo en el relato de las tentanciones recogido por Mateo y por Lucas de la fuente Q: el recurso a dicho título forma parte de la estratagema del diablo para vencer a Jesús, conduciéndole a una comprensión inadecuada de la filiación divina. Un eco del relato de las tentaciones se descubre en el uso del título por parte de los transeúntes durante la crucifixión de Jesús (Mt 27,43), que debe considerarse en consecuencia obra del redactor. A la redacción de Mateo y, por tanto, al patrimonio de su teología pertenece también la presencia del título en la confesión de fe de Pedro (Mt 16,16).

3. Jesús y el Padre

El único texto que convertiría en realidad la posibilidad de que alguien se hubiera dirigido a Jesús con el título "hijo de Dios" durante su vida terrena es el del centurión en el momento de la muerte del Nazareno. El título, que para los evangelistas Mateo (17,54) y Marcos (15,39) es confesión de fe cristiana y, particularmente para Marcos, punto culminante de su "Evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios", puede explicarse en labios de aquel pagano como una forma de expresar la condición especialísima con Dios; así lo entendió S. Lucas, que prefirió a aquel título el calificativo de "justo" (Lc 23,47). Pues bien, los tres evangelios sinópticos nos dan cuenta de que esa relación especial con Dios, que el centurión percibió desde sus esquemas paganos en el momento de la muerte, presidió toda la vida de Jesús y halló expresión en el apelativo "Padre" que todos ellos ponen en labios de Jesús para hablar de Dios y a Dios. Este es de hecho uno de los datos capitales para comprender el alcance del título "hijo de Dios" aplicado abiertamente a Jesús por toda la tradición evangélica y, en general, por los autores del NT. Comprender el alcance de su aplicación a Jesús nos ayudará a comprender también el misterio de su persona y de su misión. Convendrá, pues, que nos prestemos algo más de atención a este elemento de la tradición evangélica.

3.1. La paternidad de Dios en el judaísmo

De cuanto hemos dicho más arriba sobre la comprensión de las relaciones de Dios con Israel desde el esquema de la paternidad/filiación es fácil comprender que el judaísmo recurriera al apelativo "padre" para hablar de Dios y sobre todo para dirigirse a él en la oración: "porque tú eres Padre para todos los hijos de tu verdad", dice un himno de los piadosos de Qumrán (1 Q 9,35); y en un texto rabínico, que podría datarse en tiempos de Jesús, se encuentra la siguiente invocación: "Padre nuestro, Rey nuestro". En este marco se insertan perfectamente los textos en los que Jesús habla de Dios a sus discípulos usando la expresión "vuestro Padre" (Mc 11,25; Mt 5,48; Lc 8,36; Mt 6,32; Lc 12,30.32); y sobre todo se entiende que Jesús hable de Dios en términos absolutos diciendo "el Padre" y se dirija a él personalmente en la oración llamándolo "Padre" (cf. Mc 14,36 y =; Jn 11,41; 17, 1.5.11.21.24.25). Es más, el Evangelista Marcos nos ha conservado el término arameo ábba" utilizado muy probablemente por Jesús (Mc 14,36), y que, frente a lo que se ha creído durante mucho tiempo, no era completamente extraño en labios judíos para dirigirse a Dios y revelaba un alto grado de intimidad y confianza: esto es precisamente lo que expresa Jesús en el momento de su agonía, que es el contexto en que, como hemos indicado, transmite Marcos la forma aramea de la invocación. Ahora bien, en el caso de Jesús es posible suponer que el uso de la misma representa cierta novedad respecto del judaísmo de su tiempo y, leída junto a otros pasajes en que no la usa, revela una conciencia especial de filiación, que se enmarca en el anuncio de la llegada inminente del Reino de Dios.

3.2. Jesús, el Hijo

La conciencia especial de filiación respecto de Dios que parece hallar expresión en el ábba" de Jesús se manifiesta con mayor claridad todavía en el texto ya citado de Mt 11,25-26 = Lc 10,21, donde, junto al uso del apelativo en su forma griega (pater) encontramos el término correlativo referente a la filiación usado en forma absoluta ("el Hijo"). En relación con este dicho, transmitido por la fuente Q, se debe admitir que sus contenidos son muy próximos a la denominada "alta cristología" de los escritos joánicos e incluso que el vocabulario sobre el conocimiento podría hacer pensar en un medio helenista y en época tardía; pese a todo, tampoco se puede obviar el evidente sabor semita del citado vocabulario, lo cual favorece que se trate de un dicho del propio Jesús: mediante el verbo "conocer", que implica conocimiento y amor, o, lo que es lo mismo, la unión recíproca y personal entre los sujetos conocedores, y que se afirma exclusivamente del Padre y del Hijo ("Nadie conoce... sino el Padre...; sino el Hijo..."), se establece una nivelación única entre ellos; dicho de otro modo, se sugiere la igualdad de naturaleza entre ambos. Lógicamente, de acuerdo con el teocentrismo irrenunciable de la fe de Israel, el punto de partida de la afirmación es la decisión y la acción del Padre; de hecho, antes de las afirmaciones pertinentes, Jesús afirma expresamente: "Todo me ha sido entregado por mi Padre" (Mc 11,27). Además, el conjunto se abre con una bendición a Dios Padre (11,25-26), que contribuye subraya igualmente este aspecto.

La conciencia de una relación especial de Jesús con Dios Padre, que nace precisamente desde la propia condición de Hijo, se descubre asimismo en el dicho sobre el cuándo del fin del mundo (Mc 13,32 = Mt 24,36). La autenticidad de este logion la muestra el hecho mismo de haber sido transmitido, pese a que en su tenor literal parece cierta inferioridad del Hijo frente al Padre; es muy probable que sea ésta la razón de por qué Lucas no lo ha recogido en su Evangelio. En cualquier caso, pese a afirmar la ignorancia total del Hijo sobre aquel día y aquella hora, se habla de él en los mismos términos absolutos en los que se habla del Padre: este hecho y la sucesión de la referencia a los ángeles, al Hijo y al Padre permite suponer que el dicho cuenta con la existencia de un solo hijo, que, por otra parte, tiene una relación singular, única con el Padre.

El último de los dichos sobre el Hijo que tomamos en consideración lo encontramos en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12 y =). Que se trate de una parábola hace de este uso un caso muy especial en el conjunto de los textos relativos al Hijo; pero ello no impide afirmar que se trata de uno de los pocos textos en los que se muestra con cierta claridad que Jesús tenía conciencia de una relación especial con Dios, que él mismo expresó en términos de filiación. Para la mayoría de los comentaristas parece innegable que todas las afirmaciones sobre "el hijo" en esta parábola se refieren claramente a Jesús y pueden atribuirse a él sin ningún titubeo. Y en este sentido, lo mínimo que dejan entrever tales afirmaciones es una conciencia clara de que, aunque también de él se puede decir que fue "enviado", este envío suyo se distingue sustancialmente de los envíos precedentes; y ello no sólo porque fuera el último de los enviados (en Mc 12,37 se lee de hecho "por último"), sino sobre todo porque era "su hijo", es decir, el hijo de aquel hombre que plantó la viña (cf. 12,1); y, de acuerdo con el texto de Is 5, en el que se inspira claramente la parábola de Jesús, aquel hombre no puede ser otro que el mismo Yahvé (cf. Is 5,7). Por otro lado, la versión que Marcos nos ofrece de la parábola acentúa el carácter singular del último enviado al aplicarle el adjetivo "amado" (ayamqzóS), que sirve a veces a los traductores de la Biblia hebrea para verter el hebreo yahid, es decir, "único". Conviene tener en cuenta además que la condición del hijo aparece vinculada a su propia conciencia sobre un final trágico; el hecho de que la parábola aparezca inmediatamente antes del relato de la pasión constituye un argumento más a favor del carácter original de la misma.

Aunque en ninguno de los textos a que nos hemos referido se puede hablar de evidencia absoluta, el conjunto de los mismos permite afirmar que Jesús de Nazaret entendió su relación con Dios en términos de filiación, atribuyéndole además, a ésta y a la paternidad divina que la funda, un carácter singular y único: Dios era su Padre de modo distinto a como lo era de los discípulos y él era hijo de Dios de una manera irrepetible: era el Hijo.

3.3. Jesús, Mesías e Hijo de Dios

Fundados en la percepción de esta conciencia en el tiempo pasado con Jesús durante su vida terrena e iluminados por la Pascua, los discípulos, y la entera comunidad nacida de la Pascua, aplicaron al Maestro con toda normalidad el título de "Hijo de Dios". Por ello no extraña que una de sus confesiones de fe más antiguas, recogida en una de las cartas de Pablo, le aplique precisamente dicho título: Jesucristo es el "Hijo de Dios" en poder desde la resurrección de entre los muertos (Rom 1,4). El pasaje plantea un problema especial en lo referente a la vinculación del título a la resurrección; pero dicho problema puede resolverse muy bien en el sentido de que la condición de Hijo de Dios se manifestó abiertamente en la Pascua o desde la Pascua. Más allá de este problema, resulta significativo en nuestro texto que la afirmación de la condición de Hijo sigue inmediatamente a la de su ascendencia davídica (1,3b). Tal relación parece lógica, pues, como ha quedado indicado más arriba, el Mesías-hijo de David era uno de los personajes de quienes se predicaba el título "hijo de Dios". Todo lo cual permite afirmar que la aplicación del título "Hijo de Dios" a Jesús siguió con toda lógica a la fe en su mesianidad. Esta relación se descubre también, por ejemplo, en el texto lucano sobre la anunciación, donde los títulos aparecen, sin embargo, en sucesión inversa ("Vas a dar a luz un hijo... El será grande y será llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David su Padre..." (Lc 1,31). De forma más indirecta pero no menos evidente aparece también en la versión que ofrece Mateo de la confesión de fe de Pedro (16,16) y en la pregunta del Sumo Sacerdote a Jesús en el juicio ante el sanedrín (Mc 14,61 = Mt 16,63). Aunque en el relato del bautismo de Jesús tampoco se expresa claramente la relación entre la filiación divina y su condición mesiánica, puede suponerse fácilmente; y de hecho Lucas la explicita citando Sal 2,7: "Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado" (Lc 3,22; cf. Mc 1,11; Mt 3,17).

4. Hijo de Dios en la obra de cada uno de los Evangelistas

De todos modos, también en relación con la filiación divina los evangelistas pusieron su granito de arena al transmitir las tradiciones correspondientes, tanto las que se podrían remontar al mismo Jesús como las que deben atribuirse a la comunidad postpascual.

4.1. El Hijo de Dios crucificado: Marcos

Los textos sobre el Hijo (de Dios) no son muchos en el Evangelio de Marcos y la mayoría de ellos pueden considerarse patrimonio anterior al Evangelista. Hay sin embargo tres que revelan con claridad que el Evangelista también este título tradicional lo ha insertado perfectamente en su catequesis sobre Jesús. Al igual que la condición mesiánica, a la que, como se ha indicado más arriba, se halla íntimamente unido, este aspecto de su misterio, que se incluye abiertamente al principio de la obra (1,1) y que será avalado con el testimonio de la voz celestial (1,11; cf. 9,7), se ve sometido inmediatamente a una orden de silencio (1,24; cf. 9), que sólo se romperá cuando se llegue al momento culminante de la obra: en el contexto de la pasión, Jesús contestará con un "tú lo dices" aquiescente a la pregunta del Sumo Sacerdote, que le preguntará si es "el Mesías, el hijo del Bendito" (14,61): acogiendo la respuesta de Jesús, la comunidad de Marcos confesará a través del Centurión, un pagano que la representa adecuadamente, que "el rey de los judíos" crucificado es realmente el Hijo de Dios (15,39). La Buena Noticia de Jesús (1,1) se descubre así como la desvelación paulatina de su misterio de Mesías e Hijo de Dios sufriente y crucificado.

4.2. El Hijo de Dios poderoso y obediente: Mateo

A la mayor frecuencia del título Hijo de Dios en el Evangelio de S. Mateo (15 usos frente a los 8 de Mc y los 10 de Lc), corresponde una cristología más desarrollada de la filiación divina de Jesús en la obra del primer Evangelista. Como es lógico, ello se descubre de un modo particular en los textos correspondientes exclusivos suyos. Jesús, el Hijo de Dios reconocido como tal por la voz del cielo que se deja escuchar en el bautismo y en la transfiguración se presenta ya en su condición de tal desde los relatos de la infancia: el hijo de Abrahán e hijo de David, es decir, el Mesías que cumple las promesas del AT (1,1), nuevo Moisés que es perseguido y revive la historia de su pueblo viéndose obligado a huir a Egipto es, sin embargo y sobre todo, el Hijo de Dios a quien, por razón de esta condición, el Padre llama desde el antiguo país de la esclavitud (2,15); además, por ser Hijo de Dios, su concepción ocurre de un modo especial, es decir, ha sido obra del Espíritu Santo (1,23), y por ello mismo se le puede llamar "Dios con nosotros" (2,28). Lo mismo que la experiencia de la huida a Egipto, también las pruebas en el desierto le sirven a Mateo para acercar la figura de Jesús a la de Israel, a quien representa hasta el punto de ser encarnación del pueblo; pero al propio tiempo constituyen un instrumento privilegiado para mostrar la condición más íntima del tentado: él es, sin duda, el Hijo de Dios (4,3.6), capaz de realizar por tanto cuanto el demonio le sugiere, incluido el dominio sobre el mundo, pero, frente a las pretensiones del diablo, muestra su condición de Hijo sometiéndose con actitud obediente a la voluntad del Padre. La comunidad de sus discípulos irá penetrando en la dimensión más íntima de su misterio, hasta confesarla abiertamente tras una manifestación extraordinaria de su poder al calmar la tempestad (14,33); respondiendo a una pregunta del mismo Jesús y en mirada retrospectiva a los primeros compases de la obra, Mateo completa la confesión mesiánica que había encontrado en su fuente añadiendo precisamente la que toca a su filiación divina: Jesús es "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (16,16). Él es el hijo, el siervo portador del Espíritu (3,16), en virtud del cual expulsa los espíritus (12,28) y cura las enfermedades, mostrando así que carga sobre sí las debilidades y males de la humandiad. (8,17). La relación especial con Dios implicada en la condición de Hijo se manifiesta especialmente en el poder entregado por el Padre y en el conocimiento especial del Padre que nace de aquella relación y que constituye al Hijo del revelador del Padre (11,25-27); ello le otorga un papel especial en orden a la salvación, de modo que a él pueden volverse todos los cansados y agobiados cargando con su yugo suave y su carga ligera, para aprender de él y encontrar en él el descanso del alma. Mateo inserta en esta comprensión de la filiación divina de Jesús los usos del título que Marcos había incluido en el relato de la pasión y que se abren con la pregunta del Sumo Sacerdote: evocando con claridad la confesión de fe de Pedro, dicha pregunta explicita el "hijo del Bendito" que seguía en Marcos al título "Cristo" mediante el "Hijo de Dios". La reticencia mayor con que Jesús responde a esta pregunta del máximo representante oficial del judaísmo podría explicarse por el uso que harán del citado título los transeúntes que, como el diablo en el desierto, lo provocarán al pie de la cruz invitándolo a usar en beneficio propio su condición de Hijo: él es el Hijo, ciertamente; pero lo es aceptando la voluntad del Padre y no manifestando el poder inherente a su condición en acciones realizadas en su propio favor; pese al clamor que precede a su muerte, la exhalación del espíritu en que ésta se concreta es la expresión acabada de que, en aquellas circunstancias, se mantiene la unión del Hijo con el Padre, que acoge paternalmente el acto de obediencia del Hijo en la cruz y muestra su complacencia a través del cosmos (27,51-53); el Centurión y los que custodiaban al reo entenderán esos signos y proclamarán sin ambages la condición del recién fallecido: verdaderamente es el Hijo de Dios (27,54). En su resurrección se manifestará abiertamente como Hijo de Dios poderoso (28,16), que mandará bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo como medio de constituir en la condición de discípulos a quienes reciban el baño purificador y, sobre todo, de introducirlos en la relación paterno-filial (Mt 28,19) que les permite dirigirse a Dios llamándolo "Padre" (6,9).

4.3. El Hijo de Dios concebido y conducido por el Espíritu: Lucas

También el autor del libro del Tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles integra en los dos libros que componen su obra la fe común en la filiación divina de Jesús. Para ello, el tercer Evangelista recoge de sus fuentes -Mc y la fuente de los dichos (0)- los textos en los que se muestra dicha condición: así, la voz del cielo que se deja oír en el bautismo (3,22a) y en la transfiguración (9,35) lo presenta como "mi Hijo", es decir, como Hijo de Dios; el diablo utiliza abiertamente el título para intentar desviar a Jesús del camino por el que debe transcurrir su misión de acuerdo con la voluntad del Padre (4,3.9); los demonios lo reconocen como Hijo de Dios (8,28; cf. 4,34) y como tal se presenta acentuadamente en la pasión ante el sanedrín (22,70) el mismo Jesús, que durante su vida pública había entendido y presentado la filiación divina en términos de conocimiento recíproco entre el Padre y el Hijo (10,22). El título es contenido de la predicación del convertido Pablo, que lo proclama expresamente desde el principio en las sinagogas de Damasco (Hech 9,20; cf. 13,33). Ahora bien, lo mismo que había hecho S. Mateo, la confesión de fe en la filiación divina de Jesús la extiende S. Lucas al momento mismo de su concepción: pese a los acentos mesiánicos que tiene el título "Hijo de Dios" y su equivalente "Hijo del Altísimo" en el relato lucano de la anunciación (1,35 y 32 respectivamente), parece evidente que el tercer Evangelista trasciende el marco judío de dichos títulos y los interpreta en sentido cristiano: Jesús, el hijo concebido en el seno de María, es el Hijo de Dios; por ello su concepción ocurre de forma extraordinaria, sin que su madre conozca varón (1,34). Con todo, ya estos primeros textos de la obra lucana sobre el Hijo revelan una característica propia de la elaboración que hace el Evangelista de este contenido de la fe cristológica de la primitiva comunidad cristiana: la condición de "Hijo de Dios" que se predica de Jesús está relacionada estrechamente con la acción del Espíritu Santo: la concepción del Hijo de Dios ocurre sin que María conozca varón, pues el Espíritu Santo viene sobre ella (1,35). Tal relación se mantiene y acentúa en algunos textos de la tradición común sobre el Hijo de Dios, como los relatos del bautismo o las tentaciones (3,22 y 4,1) e incluso se introduce expresamente en otros, como el grito de júbilo de Jesús por la revelación a los sencillos (10,21).

4.4. El Hijo Unigénito del Padre: Juan

Entre todos los Evangelistas, es sin duda Juan el que, además de hacer un uso abundante del título "Hijo", "Hijo de Dios" o "Hijo Unigénito de Dios" (un total de 28 veces) y equivalentes, ofrece una reflexión más acabada sobre la filiación divina de Jesús. El punto de partida para la citada reflexión lo constituye la confesión de fe en esta condición de Jesús, que el Cuarto Evangelista comparte con los demás autores del NT: a expresar dicha fe sirve precisamente el uso del título "Hijo de Dios" en formas de decir que tienen claros acentos confesionales: a Jesús lo proclaman como tal Natanael (1,49) y Marta (11,27), que completan con este título el de Mesías, que también le dan. La importancia cristológica que tiene para el Cuarto Evangelista tanto la sucesión de ambos títulos como, más particularmente, el de "Hijo de Dios", la muestra expresamente en el epílogo que, según se supone, cerraba una de las ediciones precedentes de su obra: ésta, que es recopilación de algunas de las señales hechas por Jesús en presencia de sus discípulos, no pretende otra cosa que afianzar o incluso suscitar la fe en la condición mesiánica de Jesús y en su filiación divina (20,30-31). Sin embargo, dicho objetivo no se justifica únicamente por sí mismo, sino sobre todo porque de la aceptación creyente y de la confesión de aquella fe depende que los humanos tengamos vida (20,31 b), accedamos a la vida y evitemos el juicio definitivo (3,18). Sin embargo, la mano del "teólogo" por excelencia entre los cuatro Evangelistas se descubre de modo particular en los casos en que la idea de la filiación divina de Jesús se expresa mediante el uso absoluto del sustantivo "Hijo". Se debe reconocer que dicho uso, que es sin comparación el más frecuente en el conjunto del Evangelio, se hallaba enraizado también en la tradición, tal y como han mostrado las perícopas sobre el conocimiento recíproco del Padre y del Hijo (Mt y Lc) e incluso la del desconocimiento del cuándo de la parusía por parte del Hijo (Mc y Mt). Lo cual explica que en los textos joánicos sobre el Hijo, el punto de referencia de la filiación no sea "Dios" sin más, sino "el Padre"; de este modo, la relación especialísima con Dios implicada en el título "Hijo de Dios" se interpreta en el sentido de la que se da entre un hijo con su padre y que, en el caso de Jesús, es tan peculiar que justifica el que se le considere "el Hijo" en sentido absoluto, es decir, en el sentido de ser el Hijo Único de Dios (3,16.18), que vivió su existencia vuelto hacia el seno del Padre (1,18; cf. 1,14). La reflexión del cuarto Evangelista sobre la filiación divina de Jesús llega hasta el punto de concretar la relación que éste tiene con Dios Padre por ser el Hijo en el hecho de una participación en la condición divina: esta consecuencia del hecho de la filiación, tal y como la entiende Juan, se afirma de forma clara desde el principio de la obra: el Logos existía eternamente y estaba desde siempre vuelto hacia Dios; es más, él mismo era Dios (1,1); tal consecuencia la deducirán más tarde con toda lógica los enemigos de Jesús (10,36; 19,7), que lo han escuchado reivindicar la filiación divina en 1 a persona (10,30). El paso que va desde la existencia del Hijo en la eternidad de Dios -la preexistencia- a su manifestación en el mundo de los humanos la salva el Cuarto Evangelio recurriendo a dos ideas, cuya importancia en la reflexión teológica es inversamente proporcional al uso que hace de ellas en su obra: el Logos, dirá en el centro del himno con que aquélla comienza, "se hizo carne" y, en su condición de Logos encarnado, insertado como uno más en el mundo de los humanos, manifestó la gloria que le era propia como Hijo Único del Padre (1,14). Mucho más frecuente es en el Cuarto Evangelio la afirmación de que el Hijo ha sido "enviado" por el Padre, un motivo que también aparece en el epistolario paulino (Jn 3,34; 13,20; 17,3.8; cf. Gal 4,4; Rom 8,3) y que, por ello mismo, puede considerarse como parte integrante del patrimonio común de la primera reflexión cristiana sobre el misterio de Cristo. Juan llega a invertir los términos del motivo, poniéndolo más de una vez en labios de Jesús, que afirma él mismo haber sido enviado por el Padre (5,37; 6,44; 8,16.18; 12,49; 14,24.26). En cualquier caso, el motivo del "envío" del Hijo, se convierte en vehículo para expresar también el motivo de la preexistencia y, sobre todo, para subrayar la autoridad del Hijo en cuanto enviado del Padre: éste nos ha enviado a su propio Hijo (3,16) y con él nos lo ha dado todo, para lo cual lo ha puesto todo en manos del Hijo (4,34; 13,3); y todo es: sus palabras (17,8), su nombre (17,11.12), su gloria (17,22.24), las obras (5,36), autoridad para el juicio (5,22.27a), autoridad sobre toda carne (17,2) e incluso tener vida (5,26). La posesión de estos dones por parte del Hijo no constituye, sin embargo, un fin en sí mismo: el Hijo, que lo ha recibido todo, ha sido constituido a su vez en dador de los dones de la salvación, de los que el Cuarto Evangelio habla a veces a través de imágenes muy sugerentes: el Hijo da el agua viva (4,10.14), el alimento imperecedero (6,27), el pan de la vida (6,23); y sin imágenes: la paz (14,27) o la gloria (17,22). La relación Padre-Hijo, sintetizada de forma acabada en el uso absoluto del título "el Hijo" se concreta además en una serie de acciones, que, aplicadas de forma indistinta de uno y otro, contribuyen a señalar todavía más aquella relación: el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17; 15,9; 17,23), pero también el Hijo ama al Padre (14,31); lo mismo ocurre con el conocimiento, que es del Padre al Hijo y del Hijo al Padre (10,15). La unión singularísima entre ambos expresada a través de estas acciones recíprocas significa además la referencia del ser y del hacer del Hijo al Padre: sus palabras (12,50) y sus obras (14,10) son palabras y obras del Padre; todo lo cual ha hecho posible lo que no había sido antes de la manifestación de la gloria del Hijo en la carne (1,14), a saber, que pudiéramos ver a Dios (1,18); ahora podemos verlo en el Hijo (14,9), que es en su persona, en su palabra y en toda su actuación la revelación definitiva de Dios (1,18). Por ello, quien se abre a esa revelación puede llegar a descubrir la unión íntima del Padre y del Hijo, su estar el uno en el otro (10,38; 14,10; 17,21). A impedir que semejante aserto se interprete inadecuadamente, es decir, en el sentido de una identidad Padre-Hijo que negara la diferencia personal entre ambos se orienta la afirmación sorprendente de Jesús sobre la superioridad del Padre: "el Padre es mayor que yo" (14,28). Precisamente porque se trata de una afirmación relativa a las relaciones Padre-Hijo, es preciso entenderla en el marco concreto de la afirmación de tales relaciones en el Cuarto Evangelio y, por ello mismo, rechazando cualquier interpretación de carácter subordinacionista. La "superioridad" del Padre respecto del Hijo y la consiguiente "inferioridad" de éste último son de carácter histórico-salvífico y no toca en modo alguno al ser de uno o de otro. En este nivel -y, por supuesto, en el de la actuación de la salvación- "el Padre y yo somos uno" (10,30; 17,11). -> hijo del hombre; Cristo; profeta; Padre; abba; filiación; revelación.

BIBL. — R. FABRIS, "jesucristo", en: P. RossANO, G. RAVASSI y A. GIRLANDA, Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Paulinas, Madrid 1990, 864-893; R. PENNA, "I titoli cristologici", en: 1 ritrati originali di Gesú il Cristo. Inizi e sviluppi della cristologia. I. Gli Inizi, S. Paolo, Torino 1996, 143-153; CH. PERRO T, "jesús y el Padre", en: Id., jesús y la Historia, Cristiandad, Madrid 1982, 217-228; R. SCHNACKENBURG, La persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios, Herder, Barcelona 1998; F. HAHN, "Uio. 1-3", en: H. BAi.z y G. SCHNEIDER (edits.), Diccionario exegético del Nuevo Testamento II, Sígueme 1998, 1824-1839.

Juan Miguel Díaz