Fe
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SUMARIO: 1. Qué es la fe. - 2. Objeto de la fe. - 3. Constituvos de la fe. - 4. Cauces de la fe. - 5. Poder de la fe. - 6. Modelos de fe - 7. Una catequesis sobre la fe. - 8. La incredulidad.

1. Qué es la fe

La fe está en el origen de la vida religiosa y es una de las líneas vertebradoras del evangelio. Comienza en el evangelio de Marcos y en los Sinópticos y encuentra su desarrollo y plenitud en el evangelio de Juan. El substantivo fe (pistis) aparece 24 veces en los Sinópticos y ninguna en Juan, pero el verbo creer (pisteuein) aparece treinta veces en los Sinópticos y 88 en Juan, al que se le puede llamar, con toda razón, el «evangelio de la fe»,, pues todo él tiene como finalidad última engendrar la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios (Jn 2, 30). Para el autor de la carta a los hebreos, «la fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven» (Heb 11,1). ¿Y qué es lo que se espera? La salvación: «Esperamos la salvación por la fe mediante la acción del Espíritu» (Gal 5,5). La fe es tan compleja que no se deja encerrar en una definición concisa que expresara suficientemente su naturaleza. Las líneas que siguen intentan una aproximación al misterio de la fe. Lo primero es decir que la fe es necesaria para la salvación (Jn 3,18. 36). Para entrar a formar parte del reino de Dios es imprescindible tener fe (Mc 1,15). En el orden sobrenatural, la fe es de primera necesidad, Pero, ¿cómo se cubre esta necesidad? ¿Cómo se obtiene la fe? La primera res-puesta (luego daremos otras) es que la fe es un puro don de Dios, un regalo que Dios nos hizo y nos sigue haciendo por amor y a través de su Hijo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca».

La fe es "entrega" personal, el sometimiento total a Dios del entendimiento para creer, de la voluntad para practicar y del corazón para amar. Se trata, no solo de creer en algo sino de creer en Alguien, de creer a Dios y de creer en Dios. La cosa no está sólo en decir "te creo" sino en decir "creo en ti". La fe únicamente del entendimiento es una fe informe; solo cuando existe la entrega de la voluntad tenemos la fe perfecta que va siempre unida a la esperanza y a la caridad, pues la fe es garantía de lo que se espera (Heb 11,1) y se expresa en obras de amor (Gal 5,6). La fe es "conversión". Pero el hombre, por sí solo, no puede convertirse, hace falta el auxilio de Dios: "Conviérteme y me convertiré" (Jer 31,18); que Dios le "abra el corazón" (He 16,14), que le atraiga a sí: "Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no le atrae" (Jn 6,44). Mas la conversión, que es obra de Dios, necesita la colaboración del hombre. Lo único que tiene que hacer el hombre es aceptar esa acción de Dios, tener las disposiciones necesarias parad recibir el regalo divino de la fe (Rom 10,9-11). Si así no lo hace, se está autocondenando (Jn 3,18). Por tanto, podríamos decir que "creer es querer creer". "El que no quiere creer no verá la vida" (Jn 3,36). Y el cree está salvado, está lleno de Dios, tiene saciados todos sus deseos: "El que cree en mí no tendrá sed jamás" (Jn 6,35). Fe y salvación son intercambiables, Dios las confiere al mismo tiempo. La fe conferida y aceptada es la salvación.

2. Objeto de la fe

El hombre tiene la obligación de creer: «Este es su mandamiento, que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo» (1 Jn 3,23). Esta fe en Jesucristo adquiere en el evangelio diversas formulaciones. He aquí algunas:

1) Jesucristo es la luz y ha venido para iluminar al mundo para que todo el que crea en él no ande en tinieblas (Jn 12,16); «creer en la luz para ser hijos de la luz» (Jn 12, 36). Los que creen están en la luz, pero una luz que es también oscuridad, pues la claridad del misterio no acaba de verse. Se ha dicho que la fe es como «un rayo de tinieblas», o como andar a tientas en la noche, pero con plena seguridad en los pasos.

2) Creer que Jesucristo es el «YO SOY»: «Os lo he dicho, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy» (Jn 13,19; 8,24). Esto significa que hay que creer que Jesucristo es Dios, el «Yo soy», pues se apropia el nombre propio de Dios: YAVE - YO SOY.

3) Creer que Jesucristo es «el Señor» (1 Cor 12,3), «el Santo de Dios» (Jn 6,19), el pan de la vida (6, 35), el enviado para salvar al mundo. Por eso el que cree en el enviado cree en el que le ha enviado (12,44).

4) Creer que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre, en la interpenetración de ambos que se realiza en la unidad substancial (14,10-11). Por tanto, creer en Dios es creer en Jesucristo (10,1).

5) La esencia de la fe, en su aspecto intelectual, es creer y confesar que Jesús de Nazaret es el Mesías; que ese Mesías es el Hijo de Dios, y que el Hijo de Dios se hizo hombre, fue ejecutado, muerto y resucitado por la salvación del mundo. Esta es la «plenitud de la revelación» (DV 2; Mt 11,27; Jn 1,14. 17; Mc 9,7). «Reconocer que Jesucristo llevó a cabo el designio salvador de Dios (Ef 1,7-10). Creer que la fe nos da la vida eterna (Jn 6,47).

6) Creer en el evangelio, es decir, hacer del evangelio la norma de la vida: «Arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15). En esta frase radica el quehacer primordial del cristiano. Aceptar el evangelio y practicar lo que Jesús nos dice en él, pues la fe sin obras es una fe muerta, una fe teórica que no sirve para nada, que no salva. Hace falta una fe operativa pues la fe no libera de las obras, pues, sin ellas, se convierte en algo abstracto y absolutamente estéril. Jesucristo las exigía: «Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre celestial» (Mt 5,16). San Pablo hizo la formulación perfecta: «Lo que importa es la fe y que esta fe se exprese en actos de amor» (Col 5,6). «Creer y amar» en esto consiste el evangelio de Jesús: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros, según el mandamiento que nos ha dado» (1 Jn 3,23).

3. Constitutivos de la fe

La fe no puede quedarse en el aspecto intelectual, en aceptar con la cabeza un conjunto de verdades reveladas. Eso es sólo el punto de partida. Tiene que desarrollarse en el área de la voluntad y del corazón. Desde esta perspectiva, tres son los elementos fundamentales: obediencia, confianza y fidelidad. Si no hay estas tres cosas, no hay fe.

Obediencia. La obediencia supone la escucha. Obedecer (ob-audire) es escuchar sumisamente, para comprender y asumir lo que se nos dice. Para obtener la fe, lo primero es escuchar. ¿Escuchar a quién? A Jesucristo. Así nos lo mandó el Padre: «Este es mi hijo amado, escuchadle» (Mc 9,7). Escuchar también a los predicadores del evangelio, pues la fe proviene de lo que se oye y lo que se oye es el mensaje de Jesucristo (Rom 10,17). La escucha es auténtica, cuando produce la fe y la fe auténtica se demuestra en la obediencia. La «obediencia de la fe» no es otra cosa que creer en Cristo y adherirse a él, aceptar sin condiciones su evangelio, adquirir el compromiso de cumplir su mensaje, de llevar una vida nueva.

2° La confianza. La obediencia culmina en el abandono en los brazos de Dios, en una entrega total a él, en fiarse de él de manera absoluta, en dejar en sus manos nuestra existencia humana y religiosa, en encomendarle confiadamente el destino de nuestra vida. Eso decía el salmista: «Confía toda tu vida al Señor y fíate de él, que él sabrá lo que hace» (Sal 37,5). Y eso es lo que nos pedía Jesucristo: fiarse de la Providencia que da de comer a las aves del cielo y viste de tanta hermosura los lirios del campo y hace mucho más por los hombres que son su propia imagen (Mt 6,30). De nadie, mejor que de Dios, podemos fiarnos. Eso lo vivió así San Pablo: «Sé de quién me fío» (2 Tim 1,12). Y así San Juan: «Nosotros hemos creído en el amor» (1 Jn 4,16), nos hemos fiado del Amor que es Dios. Mas para esto hay que tener un corazón humilde y una clara conciencia de la propia nada. El hombre tiene que relacionarse con Dios desde la confianza filial, sabedor de que habla con su Padre (Mc 1,24).

3° Fidelidad. Dios es el que es (Ex 3,14), fiel a la palabra dada que siempre cumple (1Tes 5,24), es de fiar (2Tes 3,3), el que nunca falla, el que, a pesar de la veleidad del hombre, sigue siendo el mismo, amándole, perdonándole y protegiéndole. Su fidelidad es eterna (Sal 117,2), perdura por todas edades (Sal 119,90). Como correspondencia a esta fidelidad divina, el hombre debe guardar «lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad» (Mt 23,23). La fidelidad es consubstancial a la fe (Lc 16,10-12) y se hace merecedora del premio más grande (Mt 25,21). Al que es fiel hasta la muerte Dios le dará la corona de la vida (Ap 2,10). Las relaciones de Dios con el hombre están fundadas en la fidelidad mutua. Jesucristo es también la fidelidad misma. Su nombre «es el Fiel» (Ap 19,11). Lo es ante Dios (Heb 2,17) y ante los hombres: «Si nosotros no le somos fieles, él seguirá siendo fiel» (2 Tim 2,13). La fe, por tanto, se realiza en la obediencia y se vive y se mantiene en la confianza y en la fidelidad y se manifiesta en el amor operativo. La fe todo lo espera y, a la vez, todo lo deja en manos de Dios. La fe en Cristo es una fe aceptada, vivida, proclamada y comprometida. La fe es vida, y, por tanto, es dinámica y está en continuo crecimiento (Rom 1,17), cada vez más firme, más sólida y más perfecta en Jesucristo (Col 2,5), está en continuo progreso (2 Cor 10,15). La fe se vive, se contagia y comunicándose se agranda.

4. Cauces de la fe

La fuente de la fe es Dios, pero ¿cuáles son los cauces por los que ese don Ilega a los hombres? Dicho de otro modo: ¿cuáles son las causas segundas, de las que Dios se sirve para que el hombre se abra a la fe, para suscitar en él las disposiciones necesarias para aceptarla? ¿Cuáles son los factores capaces de engendrar la fe en los hombres?

1) Los milagros. El autor del IV evangelio dice que Jesucristo hizo muchísimos milagros; que él ha recogido sólo unos cuantos (siete) y que lo ha hecho para que cuantos los lean «crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios y para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn 20,31). Como si el milagro tuviera el poder de engendrar la fe. Los mismos judíos así lo creían y, por eso, pedían a Jesús un milagro para que creyeran en él (Jn 6,30). De hecho, «Jesús en Caná de Galilea comenzó sus milagros-signos, (semeia), manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). No sólo sus discípulos, sino «muchos creyeron en él al ver los milagros que hacía» (Jn 2,23). El evangelio constata que los milagros eran productores de fe. El pueblo, las masas, creía en él y decía: «¿Cuando venga el Mesías hará acaso más milagros que éste? El mismo Jesucristo apela al milagro como engendrador de fe: «Si no me creéis a mí, creed a las obras» (Jn 10,38; 14,11). «Lázaro ha muerto y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis» (11,15). Pero el milagro no produce la fe de manera mágica. Para que así sea, hace falta una gracia especial de Dios. De hecho ante la resurrección de Lázaro, muchos creyeron en Jesús, pero otros no. Incluso, a partir de este milagro, los Sumos Sacerdotes y los fariseos (el sanedrín) decidieron acabar con Jesús: «Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos creerán en él todos» (Jn 11,47-48). Tenían razón sólo a medias, pues muchos, «aunque había hecho delante de ellos tan grandes milagros, no creían en él» (Jn 12,37). En definitiva, no es el milagro el que produce la fe, sino la fe la que produce el milagro, como luego veremos.

2) El testimonio. El primer testimonio es el del Bautista que vino «como testigo de la luz para que todos creyeran en él» (Jn 1,7). «Yo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1,34). De hecho, por su testimonio «muchos creyeron en él» (Jn 10,41). Los apóstoles tienen la misión de dar testimonio sobre Jesús (Jn 15,27). Vivieron desde el principio con Jesús y pueden garantizar la verdad de su resurrección, transmiten auténtica y fielmente la doctrina de Jesús, el cual, en su oración sacerdotal ruega para que el mundo crea a través de las palabras de los apóstoles (Jn 17, 22). El testimonio veraz conduce a que los destinatarios del testimonio «también crean» (Jn 19,36) es el del autor del IV evangelio: «El que lo ha visto da testimonio de ello, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad para que vosotros creáis» (Jn 19,35). Aparte de los testimonios de los apóstoles hay otros del pueblo (Jn 12,17). Y por encima de todos ellos, dos son los testimonios más importantes: El del Espíritu Santo: «El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí» (Jn 15,26); y el del mismo Padre: «Yo doy testimonio de mí mismo y lo da también el Padre que me ha enviado» (Jn 8,18).

3) La Palabra. La Sagrada Escritura, Palabra de Dios, tiene su centro de gravitación en Jesucristo. Se ha llegado a decir que en toda ella sólo hay una gran verdad revelada, Jesucristo. Por eso, hay que hacer de ella una lectura cristiana. Cuando Jesucristo pide que crean en él, apela a la Sagrada Escritura, en la que encontrarán razones suficientes para ello: «Estudiáis cuidadosamente las Escrituras, ellas dan testimonio de mí» (Jn 5,39). «Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?» (Jn 15,47). Los mismos apóstoles, sólo después de la resurrección, descubrieron el sentido cristológico de las Sagradas Escrituras (Jn 2,22). Jesucristo, que es la Palabra, tiene la misión de infundir la fe, revelando al Padre y revelándose a sí mismo, pues los dos son una misma cosa. Jesucristo es el revelador revelado. Su revelación es la fuente primordial de la fe.

5. Poder de la fe

El poder de la fe es infinito. La fe da la vida: «El que cree en mí tiene vida eterna» (Jn 6,47). Por la fe el hombre se hace hijo de Dios (Jn 1,9-14). La fe salva (Mc 5,34; Lc 8,48). La fe hace milagros. Para que se produjera el milagro, Jesucristo siempre exigía la fe (Mt 9,28; Mac 9,23; Lc 8,50). La fe del enfermo, que pide la curación a Jesucristo, establece entre ambos una empatía tal que hace emerger el poder y la energía que hay en el ser humano para actuar eficazmente y conseguir aquello que se pide. La fe del enfermo es potenciada milagrosamente por Jesucristo, de tal forma que el milagro se realiza. Si el enfermo tiene fe y confía en Jesús, Jesús actúa en él y a través de él. La fe del enfermo viene a ser el mismo poder de Jesús que entra en acción y le cura. Confiar en Jesús es hacer propia su fuerza sanadora. Cuando no hay, no es posible el milagro (Lc 6, 5). La fe, cuando es perfecta (obediente, confiada y fiel, y desecha toda duda, es omnipotente: «Si tuvierais fe y no dudarais, no sólo haríais lo de la higuera, sino que si decís a este monte: quítate de aquí y échate al mar, así lo hará. Todo lo que pidáis en oración con fe lo recibiréis» (Mt 21,21-22). La fe mueve montañas. Para ella nada hay imposible (Mt 17,20-21).

6. Modelos de fe

1) Israel. No es posible hablar de fe y de modelos de fe, sin hacer referencia al Israel del A. T., al que podemos llamar «el pueblo de la fe». La fe está en el inicio mismo de su nacimiento como pueblo independiente y libre. Tres dogmas fundamentales configuran su existencia:

- La Alianza del Sinaí, mediante la cual Israel pasa a ser definitivamente propiedad de Yavé y Yavé, creador, jefe y Señor del universo, gobernador indiscutible de la historia humana, se compromete a ser su omnipotente protector.

- La elección de Sión como morada santa e inviolable de Yavé.

- La promesa de una dinastía davídica sin fin.

Estos dogmas alimentaban constantemente lá.fe inquebrantable de Israel que se sentía en posesión de todas las seguridades en su calidad del pueblo de Yavé, el Dios verdadero y único, frente a los demás pueblos de la tierra cuyos dioses protectores son la nada, meros ídolos. Pero he aquí que uno de los dogmas de sus seguridades se vienen abajo. En el año 721 el imperio asirio acaba con el reino del norte (Israel) y en el 587 el imperio babilónico acaba con el reino del sur (Judá). Las murallas de Jerusalén son abatidas, el recinto santo de Sión es profanado y el templo saqueado y destruido. Y llega el destierro. La dinastía de David queda extinguida. Israel deja de ser un estado y se reconstruirá como iglesia, es decir, como una comunidad de creyentes unidos por la misma fe en Yavé. Si Israel no fue entonces borrado del mapa del mundo, se debió a su tenacidad en la fe. Algunos sucumbieron, pero la mayoría, el pueblo, se mantuvo firme en una fe purificada y refortalecida. Por eso, Israel puede ser considerado, con toda razón, como «el pueblo de la fe». Pero no sólo corporativamente, sino individualmente. Ahí está el elogio de los grandes hombres de la fe cantada en la carta a los hebreos (Cap. II), entre los que descuella Abrahán, paradigma del creyente, que se fía de Dios de manera absoluta y pone en sus manos su propio destino: salida de su país hacia la ignorada tierra de promisión; creer en ser padre de un pueblo numeroso siendo ya anciano y su mujer estéril; el sacrificio de su hijo Isaac. Superó todas estas pruebas gracias a la grandeza de su fe. Los evangelios hacen múltiples referencias a Abrahán, padre de la fe de los judíos, de los cristianos y de los musulmanes.

2) Jesucristo. Jesucristo es, sin duda, el gran modelo, el único, de la fe. Podemos definirle como «EL CREYENTE», con artículo y con mayúsculas, el incomparable paradigma de la fe. Cree en su Padre, se fía de él, le escucha y le obedece (Jn 15,15), cumple sus mandamientos y permanece en su amor (Jn 15,15). Hace siempre lo que le agrada (Jn 8,29). Manifestó su obediencia absoluta al Padre aceptando la muerte, soportó la cruz asumiendo valientemente la ignominia (Heb 12,2) y poniéndose, al final, confiadamente en su manos (Lc 23, 46).

3) María. A la Virgen también se la puede definir como «LA CREYENTE". Creyó en lo que el ángel le anunciaba y dio el asentimiento más grande, el de una esclava (Lc 1,37-38). Por su fe es «la favorecida» (Lc 1,28) y «la bienaventurada» (1,45). Se fió de Dios, se dejó llevar por él hacía el misterio. Recorrió el camino de la fe, sin comprender la razón del camino que iba haciendo cada día a través de oscuridades y tinieblas. Y eso es la fe, caminar en la noche con la esperanza cierta de llegar a la región de la luz, donde ya no habrá fe, habrá visión.

4) Los pobres. Los primeros a los que se dirigió Jesucristo fueron los pobres (Lc 4,18-19; Mt 5,2-10). Los pobres fueron también los primeros en creer en él, optaron por él y así le vemos siempre rodeado de mendigos, enfermos, desheredados, infelices. Ellos fueron sus amigos. En torno a Jesucristo se formó enseguida una comunidad de creyentes integrada por los pobres, por los pequeños (Mt 10,42), por los marginados, gente sencilla que no sabe nada de teología, unida por la fe en él (Mt 18,6).

5) Los discípulos. El itinerario de la fe de los discípulos fue lento. No podían aceptar la pasión de Jesús (Mt 16,20-28; 26,32). Fueron tardos para creer (Lc 24,25), a pesar de haber presenciado multitud de milagros. Eran «hombres de poca fe» (Mt 14,31). Tenían «dudas» (Mt 14,31)y «miedo» (8,25-26), dos cosas incompatibles con la fe perfecta, la que tuvieron sólo después de la resurrección, una fe pascual.

6) La cananea. El mayor elogio, que Jesucristo hace de la fe, se lo dedica a esta mujer pagana: «Oh mujer, qué grande es tu fe» (Mt 15,28). La mujer cree de manera absoluta que Jesús es su salvador. Y su corazón no podía engañarla, su fe no podía quedar frustrada. Jesús le concede lo que pide, pues una fe así se lo merece.

7) La hemorroisa. Estaba segura de que con sólo tocar la orla de su manto, se curaba. Y así sucedió (Mt 9,21-22).

8) La pecadora. No pronunció una sola palabra. No hace falta. Hablan las lágrimas de arrepentimiento, de fe y de amor a Jesús que le dice: «Tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).

9) La Magdalena. Se entregó a Jesús, se fió de él, como nadie. Fue la primera que anunció la resurrección de Jesús, la primera que dijo: «Yo he visto al Señor» (Jn 20,18).

10) La samaritana. Cree que Jesús es el Mesías, y de pecadora, se hace evangelista. Los samaritanos creen en ella y van todos en masa a verle y creen también en él (Jn 4,25-26. 41-42).

11) El funcionario real. Su fe es también ejemplarizante. Cree que Jesús puede curar a distancia y no se considera digno de que entre en su casa (la humildad es consubstancial a la fe). Creyó en la palabra sanadora de Jesús y con él creyeron todos los de la familia (Jn 4,50. 53).

7. Una catequesis sobre la fe

El capítulo 9 del evangelio de Juan, que narra la curación de un ciego de nacimiento, viene a ser una catequesis evangélica cargada de simbolismos, en la que se describe el camino progresivo hacia la fe y el regresivo hacia la incredulidad. La narración comienza con un ciego que termina viendo, y finaliza con unos hombres que se quedaron ciegos. La fe avanza así. El ciego habla de un hombre que se llama Jesús (9,11), piensa que Jesús es un profeta (9,17); que Jesús es un hombre de Dios (9,33); que Jesús es Dios (9,38); se postra de rodillas y le adora. En contraposición, está la pérdida de la fe de los fariseos. Primero están dispuestos a aceptar el milagro (9,15-16); luego manifiestan sus dudas sobre el milagro, piensan que el joven no estaba ciego (9,18-19): y por fin niegan rotundamente el origen divino de Jesús (9,26-29). Jesús es la luz del mundo y ha venido a iluminar a los que viven en tinieblas, pero hay que dejarse iluminar por esa luz. Los fariseos cierran los ojos a la luz; ellos no necesitan nuevas luces; se creen instalados en la luz y, en realidad, lo están en las tinieblas, en el pecado, del que no quieren salir: «Como decís que veis, vuestro pecado permanece» (Jn 9,41). La fe requiere humildad y es incompatible con la soberbia. Por tres veces el ciego confiesa humildemente su ignorancia, él no sabe nada (9,12. 25. 36). Los fariseos hacen tres afirmaciones rotundas de su sabiduría, ellos lo saben todo (9,16. 24. 29). El relato viene a ser una maestra pieza literaria para los que se disponen a recibir con fe el sacramento del bautismo.

8. La incredulidad

La incredulidad (apistía, apeízeia) es un pecado de autosuficiencia. El incrédulo se apoya en sus propios valores, en lugar de apoyarse en Dios y fiarse de él, cree que Dios es incapaz de remediarle en sus necesidades, no cree en el proyecto salvífico de Dios. La incredulidad o niega la existencia de Dios o prescinde de él. Por eso, está en el origen de todo pecado. Pecado de incredulidad fue el de los nazaretanos que rechazaron a Jesucristo (Mt 6,6); el de los fariseos que alaban con los labios a Dios, pero que su corazón está muy lejos de él (Mt 15. 7); el de los que se olvidaban de la enseñanza de los milagros (Mt 16,8-10); el de Pedro que se escandaliza de la pasión de Jesús (Mt 16,22-23); el de los discípulos que no creen en la resurrección (Mt 16,11-14). Los incrédulos son hijos del diablo (Jn 8,44-45), están ciegos, impermeables a la luz de la verdad que es Jesucristo, tienen contaminada su mente y su conciencia (Tit 1,15), serán excluidos del reino (Lc 12,46) y de la salvación (Heb 3,12) evocados a la condenación (Mc 16,16), ya están condenados (Jn 3,18), pues están en pecado (Jn 16,8-9; 8,24). La incredulidad es incompatible con la vida eterna (Jn 3,36). Por eso y, puesto que Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4) y para eso murió Jesús en la cruz, el deber primordial de la Iglesia es ser misionera, predicar el mensaje de salvación para engendrar la fe: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se salvará» (Mc 16,15-16). -> salvación; amor; luz; obras; obediencia; confianza; providencia; milagros; palabra de Dios; poder; incredulidad.

BIBL. — Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Ed. Paulinas, Madrid,1990, 652-671; LEON DUFOUR, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 1967, 286-293; Enciclopedia de la Biblia, Garriga, Barcelona, 1963,111,482-493; Diccionario Teológico Interdisciplinar, II, Sígueme, Salamanca,1982, 520-542; Mysterium Salutis, Cristiandad, Madrid, 1974, 865-880; ALFARO, J., La fe como entrega personal del hombre y como aceptación del mensaje cristiano, Concilium 21 (1967),56-59; BENOIT P., La fe en los evangelios sinópticos, Concilium 21; BOISMARD, M. E., La foi dans Saint Paul, Lumiere et Vie 22 (1955) 65-68; MOLLAT, E., La foi dans le quatrieme Evangile, Lumiere ét Vie 22 (1955) 91-107.

Evaristo Martín Nieto