Cristo
/ Mesías
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SUMARIO: 1. La esperanza mesiánica en tiempos de Jesús. 2- "Tú eres el Mesías". 3- Jesús es el Mesías: 3.1. Marcos. 3.2. Mateo. 3.3. Lucas. 3.4. Juan.


Entre los términos más frecuentes del NT se encuentra el de xpt 'roS, que se usa un total de 531 veces; se trata de un adjetivo verbal, referido siempre a personas en general y principalmente a Jesús de Nazaret; mediante este término, o de su correspondiente arameo "Mesías", se afirma que él es el Mesías esperado de Israel, que ya ha llegado. Semejante afirmación se hace expresa en algunos textos como Mc 8,29, donde "Cristo" tiene valor de título; el mismo valor hay que suponerlo en la mayoría de los casos en que se usa el término, incluidos aquellos en que aparece unido de formas diversas al nombre propio "Jesús" -Jesucristo o Cristo-Jesús- o en que le sigue otro título como Señor-Jesucristo, nuestro Señor.

Ahora bien, con la ya indicada abundancia de usos del término xpia'oS en el conjunto del NT y con el valor claramente confesional de dicho uso en el citado texto de Mc 8,29 contrasta la escasa presencia del término en los Evangelios; he aquí la estadística: 7 veces en Mc, 16 en Mt, 12 en Lc (+ 26 en Hch) y 19 en Jn. A ello se añade el hecho de que el término no aparece nunca en labios de Jesús, que incluso ordena silencio a sus discípulos inmediatamente después de la confesión de fe de Pedro (8,30); hay que suponer que el silencio tocaba al contenido mismo de la citada confesión: los discípulos no debían decir a nadie, no debían divulgar que él era el Mesías. Todo lo cual plantea algunas preguntas: ¿qué condujo a Pedro a semejante confesión? ¿Es ésta imaginable en el marco del judaísmo contemporáneo a Jesús? ¿Por qué la reticencia de Jesús frente a la confesión del discípulo? De la respuesta a estas preguntas depende en buena medida la comprensión de la confesión cristiana en la condición de Jesús. Intentemos, pues, responder a ellas.

1. La esperanza mesiánica en tiempos de Jesús

El término griego xpta'oS, que traduce el hebreo masiah y el arameo mesiha, significa como éstos "ungido". El uso de este término tiene que ver con un rito de unción que se realizaba en el caso de determinados objetos o lugares que se destinaban al culto (cf. p. ej. Dan 9,24.26), pero sobre todo de la constitución de determinadas personas en la función de profeta (cf. 1 Re 19,16; Is 61,1), sumo sacerdote (cf. Lev 4,3.5.16; 6,15) y, especialmente, rey (cf. 1 Sam 9,16, 10,1; 16,3.12s; 1 Re 1,3.34s.39). En el caso del rey, el rito de la unción y la expresión "ungido del Señor" consecuencia del mismo (cf. 1 Sam 12,3; 2 Sam 19,22; 23,1) se utilizan de forma casi exclusiva de Saúl, David y de reyes descendientes de este último.

Precisamente en relación con David y sus descendientes fue configurándose en el seno del judaísmo la denominada "esperanza mesiánica", aunque llama la atención que en ninguno de los textos relativos a ella se utiliza el verbo "ungir" o el adjetivo "ungido". Dicha esperanza se concreta en la pervivencia de la monarquía en un descendiente de David; el fundamento de la misma lo constituye la promesa de Dios a David a través del profeta Natán recogida en 1 Sam 7,8-16. Con ella tienen que ver algunos textos anteriores al destierro de Babilonia (cf. Is 8,23-9,6; 11,1ss; Miq 5,1-3; Jer 22,24-30; 30,8s), otros de la época del destierro (Ez 17,22-24; 34,23s); en los textos correspondientes se recurre a motivos propios de la ideología monárquica tradicional (cf. Sal 2,2-12; 89,2-5.20-38; 110,1-4; 132,10-18) e incluso de la tradición del paraíso (cf. Is 11,1-5.6-9). El regreso del destierro contribuyó de algún modo a animar la esperanza en el surgir de un rey (cf. Ag 2,20-23), que sin embargo se presenta con características muy adecuadas a las circunstancias más bien poco gloriosas de ese momento de la historia de Israel: el rey esperado es pobre y humilde, aunque trae la paz a las naciones (cf. Zac 9,9s). En algún caso, la esperanza tiene como objeto la figura de un sumo sacerdote (cf. Zac 4,1-6a.1 Ob-14).

Esta diferenciación del personaje objeto de la esperanza mesiánica es característica de los escritos judíos extrabíblicos más recientes, en los que no sólo se esperaba que el Mesías llegaría en el futuro, sino que se pensaba además que su venida marcaría de algún modo el final de los tiempos: vendría el Mesías y con él el tiempo definitivo de la salvación; el esperado podía ser rey-sacerdote o simplemente rey, como ocurre en el caso de la obra apócrifa de los Salmos de Salomón 17 y 18, en la petición por el Mesías que se incluye entre las 18 Bendiciones o en ciertas tradiciones antiguas recogidas en el Targum de los Profetas. En todos estos casos se piensa en un hijo de David, Mesías restaurador, bajo cuyo dominio volverán los dispersos y tendrá lugar la ascensión de los gentiles hacia Jerusalén para adorar al Dios de Israel; a él se deberá además la instauración de un reinado de paz, de justicia y de fidelidad de todos a la ley. Este tipo de figura mesiánica sólo se consideró realizada en cuanto tal en el revolucionario Bar-Kokba (s. II d.C.); pero antes de esa fecha tan tardía parece haber animado los movimientos revolucionarios de tipo zelota que habían llevado a la guerra judía contra Roma en la 2a mitad del s. 1 d.C. Algunos de los citados escritos judíos extrabíblicos conocen un mesías sacerdote (cf. TestRub 6,8) y, sobre todo, dos mesías: uno de la tribu de Leví, y, por consiguiente, sacerdote, y otro de la tribu de Judá, es decir, un mesías-rey. Esta última forma de la esperanza mesiánica se halla representada en el Testamento de los Doce Patriarcas (cf. TestLev 17s y TestJud 24), pero muy especialmente en los escritos de la comunidad judía asentada en el lugar de Qumrán, junto al Mar Muerto. En estos últimos escritos el mesías-sacerdote ocupa una posición preeminente frente al mesías-rey, a quien, por otra parte, se dan otra serie de títulos de acentos claramente reales: es "cetro", "retoño de David" o "príncipe de la congregación".

Si a este panorama de un mesianismo estrictamente personal y davídico-sacerdotal añadimos la existencia de un mesianismo teocéntrico, es decir, centrado en la esperanza de una intervención extraordinaria de Dios en favor de su pueblo, y de un mesianismo concretado en la esperanza en una intervención como la indicada pero vinculada a la vuelta de determinadas figuras significativas del pasado de Israel, como Elías (cf. Mal 3,23-29; 1 En 90), Moisés (cf. Dt 18,15.18; 4Qtestim 5-8) o el mismo Melquisedec (11Qmelq 9,13.25) se puede afirmar que la esperanza mesiánica constituía un elemento típico del judaísmo contemporáneo a Jesús. A favor de ello se podría invocar incluso la advertencia de Jesús relativa al final de los tiempos: "Entonces, si alguno os dice: 'Mirad, el Cristo está aquí o allí', no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos..., que harán grandes signos y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los elegidos" (Mt 24,23-24).

2. "Tú eres el Mesías"

En este contexto se inserta perfectamente la respuesta de Pedro a la pregunta de Jesús sobre su identidad: "¿Quién dice la gente que es el hijo del Hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8,27s): apoyado en la convivencia con el Maestro, que había comenzado sin otro punto de enganche que la llamada del propio Jesús (cf. Mc 1,16ss), Pedro recoge su propio convencimiento y el de los demás discípulos y proclama la condición mesiánica de Jesús: "Tú eres el Cristo" (Mc 8,29), responde o, como dice Lucas en expresión de impronta si cabe más bíblica, "Tú eres el Cristo de Dios" (Lc 9,20). En labios de uno de sus seguidores, semejante título no puede significar otra cosa que su convencimiento de que en Jesús se realizaban las esperanzas de Israel en la llegada un mesías-liberador; un convencimiento que implicaba ciertas ilusiones de compartir de algún modo el poder que se derivaba de aquella condición: así se entiende la petición de los hijos de Zebedeo (Mc 10,35-40) o de su madre, según la versión de Mateo (20,20-23), o la misma pregunta que le dirigieron los discípulos el día de la ascensión sobre la restauración de la soberanía de Israel (cf. Hech 1,6). También los gestos y las aclamaciones de la gente que acompañó a Jesús en su entrada a Jerusalén (cf. Mc 11,1-11) pueden entenderse fácilmente como un homenaje mesiánico. Se puede suponer además que este homenaje, que pudo haberse manifestado también de algún modo en los días siguientes, ofreciera al sumo sacerdote la base para la pregunta definitiva que dirigió a Jesús en el juicio ante el sanedrín, que tanto Lucas como Mateo transmiten en términos mesiánicos (cf. Lc 22,67; Mt 26,63 y además Mc 14,61). Un último dato evangélico de alcance mesiánico lo constituye el "motivo de la condena" que colgó Pilato sobre la cruz de Jesús: "el rey de los judíos" (Mc 15,26) o "Jesús el Nazareno, rey de los judíos" (Jn 19,19); el título se puede interpretar tranquilamente como la traducción romana del Mesías judío o más en concreto del "rey de Israel" (cf. Mc 15,32 y =; Jn 1,49; 12,13). La atribución de dicho título a Jesús significa como mínimo que los romanos entendieron las acusaciones de los judíos contra el Nazareno en el sentido de que el acusado-condenado pretendió ser el soberano supremo de los judíos y que, en cuanto tal, había movido una revolución contra Roma; y ello suponía al menos que quienes lo habían acusado ante la autoridad romana lo habían presentado como pretendiente mesiánico. Y ello significa, por último, que, al menos para ellos, Jesús se había comportado como tal.

Algo muy distinto es si semejante interpretación de algunas actuaciones de Jesús traduce adecuadamente sus propias intenciones. El punto de partida para resolver esta cuestión lo ofrece también el pasaje de Cesarea de Filipo: tras la confesión de Pedro, que le proclama como Mesías, Jesús manda guardar silencio a los discípulos; este mandado no tiene por qué entenderse en el sentido de que Jesús rechazara la confesión del discípulo sobre su mesianidad; si hay que suponer algún rechazo, éste afecta más bien a las evidentes connotaciones políticas implicadas en el título: Jesús no era el Mesías triunfador sobre los enemigos políticos, que esperaban algunos contemporáneos suyos. De hecho, nada en su comportamiento público permitía descubrir un mesianismo así; sus afirmaciones sobre la respuesta no violenta a los enemigos y sobre el amor a ellos debido (Mt 5,38-42); las palabras con las que responde a la pregunta acerca del tributo que se debía pagar al emperador romano (cf. Mc 12,13-17); su invitación a renunciar a la violencia como forma de conseguir sus objetivos (Mt 26,51-54; Lc 22,36-38) están muy lejos de las tendencias que estaban fraguando entre los que más tarde se conocerían con el nombre de zelotas, partidarios declarados de la insurrección contra Roma; su entrada en Jerusalén montado en un borrico y la misma acción simbólica de la expulsión de los mercaderes del templo están muy lejos de las actitudes de aquellos revolucionarios, pues tienen que ver, esta última con el final del templo terreno y la llegada inminente del Reino de Dios, y aquélla con la presentación solemne ante el pueblo como portador de dicho Reino o como mesías humilde y sencillo.

Por otro lado, la entrada en Jerusalén constituye un indicio bastante claro de la idea que tenía Jesús del Mesías o, lo que es lo mismo, de cómo se veía él como mesías de Israel. Pues parece indudable que Jesús tenía sobre su misión y sobre su persona una comprensión que no se limitaba a la que podía esperarse de un profeta o de un maestro de sabiduría. Esto es al menos lo que dan a entender las afirmaciones hechas al lamentarse sobre la fría acogida que le prestaron algunas ciudades del lago: "Aquí hay algo mayor que Jonás" y "aquí hay algo mayor que Salomón" (cf. Lc 11,31.32c y =). Difícilmente podría hablar así quien se considerara profeta o maestro de justicia; otra cosa es decidir si en estas frases se expresa una conciencia mesiánica propiamente dicha. Pese a las dificultades que puede entrañar el intento de orientarse en este asunto en un sentido positivo o negativo, lo que sí parece evidente es que Jesús no comprendió su misión según los esquemas de un mesianismo real triunfalista; así se explica su respuesta al Sumo Sacerdote: "Sí, lo soy" (Mc 14,62), o, según la versión de S. Mateo, "Tú lo dices" (Mt 26,64). Esta última implica de hecho que Jesús pretende responder positivamente a la pregunta planteada, pero al mismo tiempo rechaza o, más bien, corrige la forma en que entendía el Sumo Sacerdote los términos de la misma: "soy el mesías", dice Jesús; pero las circunstancias en que acepto serlo demuestran a las claras que lo soy en un sentido muy distinto al que se supone en las expectativas mesiánicas corrientes. Los acontecimientos se encargarían de mostrar qué tipo de Mesías era Jesús: el Mesías sufriente, crucificado.

3. Jesús es el Mesías

Éste es el Mesías que, como revela con toda evidencia el conocido pasaje de Pablo, anunciaban los primeros misioneros de la fe (1 Cor 1,23). Y éste es el mesianismo que representa la catequesis cristológica de cada uno de los evangelistas, la cual, en el caso de los Sinópticos, halla expresión acabada en la sucesión entre la confesión de fe de Pedro y el primer anuncio de la pasión por parte de Jesús: "El Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser reprobado... ser matado" (Mc 8,31). De este modo quedaron unidas de forma inseparable la fe cristiana en que las esperanzas mesiánicas de Israel se habían cumplido en Jesús de Nazaret y el hecho histórico innegable de la muerte de ese Jesús en una cruz. Ahora bien, como la mayoría de los elementos recogidos de la tradición evangélica o de las fuentes, los evangelistas elaboraron también su propia teología acerca del Mesías crucificado, Jesús de Nazaret.

3.1. Marcos

El creador de la tradición evangélica, S. Marcos, usa el título xpiatioS apenas 7 veces, la primera de ellas en el mismo comienzo de su obra, que presenta como "Evangelio de Jesús-Cristo". Independientemente de que esta expresión se entienda en el sentido de Buena Nueva predicada por Jesucristo o acerca de Jesucristo, parece indudable que el evangelista usa aquí "Cristo" como un título de Jesús: Marcos cree que Jesús, cuya buena noticia comienza, es el Mesías de Israel; la pretensión del evangelista al escribir la obra que sigue a esas palabras iniciales es precisamente la de mostrar a sus lectores la verdad de esa fe y, más en particular, la forma en que se manifestó definitivamente esa condición de Jesús: a través del sufrimiento y de la muerte.

Este último aspecto de la catequesis de S. Marcos explica las escasas referencias de su obra a las expectativas mesiánicas del judaísmo contemporáneo, que más bien son presentadas como ocasión propicia para confundir a los futuros creyentes (cf. 13,21 y 22) y las alusiones también escasas a la ascendencia davídica del mesías (cf. 12,35). De hecho, tras las palabras iniciales, el evangelista sólo volverá a utilizar el título "Cristo" en ocasiones en que quede claro de un modo u otro la forma de realización del mesianismo de Jesús: es el caso ya citado más arriba de la confesión de fe Pedro (8,27-29), a la que Marcos hace seguir inmediatamente la primera predicción de la pasión (8,31-33), mediando entre ambas la conocidísima orden de silencio de Jesús sobre su condición mesiánica (8,30). Dicha orden dejará de imponerse a medida que se vaya despejando cualquier idea equivocada sobre el mesianismo de Jesús y, junto con ello, se vaya preparando el escenario adecuado para su proclamación como Mesías.

Lo cual comienza a ocurrir en el juicio de Jesús ante el sanedrín, donde el título "Cristo" se ampliará mediante la consideración de la relación especial del Mesías con Dios expresada en el título "Hijo del Bendito" (14,61). La proclamación definitiva tendrá lugar en el momento mismo de la crucifixión: en este caso, el Evangelista resalta la condición mesiánica de Jesús de dos maneras: en primer lugar, rechazando la dimensión política y terrena de la misma expresada en el título "rey de los judíos", que se repite varias veces en labios no judíos durante el juicio ante Pilato (15,1.9.12.18) y que aparece por fin colocado en la cruz como causa de la condena de aquel ajusticiado (15,26): Jesús no es el mesías de triunfo y de gloria que esperaban los miembros de su pueblo y a quien hubieran podido temer por ello las autoridades romanas; y, sin embargo, es el "Mesías, el rey de Israel", como dirán los sumos sacerdotes a los escribas burlándose del crucificado (15,31-32): y éste es el otro modo en que resalta el Evangelista al final de su obra la confesión de fe con la que había comenzado.

La paradoja implicada en la manifestación de Jesús como Mesías sufriente, que Marcos convierte en hilo conductor de su Evangelio, alcanza su máxima expresión en el título que acompaña al de "Cristo" en los textos del principio y del final del Evangelio a que nos hemos referido: el Mesías Jesús es además el Hijo de Dios. Este otro título, que según los mejores manuscritos sigue inmediatamente al de Cristo en 1,1, halla eco en el de "Hijo del bendito" con que el Sumo Sacerdote identifica al Cristo en la pregunta que dirige a Jesús (14,61) y es proclamado abiertamente por el Centurión en el momento de la muerte de Jesús: la esperanza de Israel en el futuro mesías queda así paradójicamente cumplida y superada en Jesús, que es el Mesías e Hijo de Dios.

3.2. Mateo

El uso que hace S. Mateo del título "Cristo" sigue las líneas señaladas por S. Marcos, que le sirve de fuente a la hora de componer el Evangelio que lleva su nombre. Sin embargo, la mayor frecuencia de tal uso (18 veces) contribuye a marcar determinados acentos propios: el primer evangelista deja claro también desde el principio que Jesús es el Mesías (cf. 1,18). Frente a cualquier otro que se presentara con semejante pretensión de serlo (cf. 24,5), él es el único a quien conviene realmente el título de Mesías, porque sólo en él se cumple la esperanza de Israel en "el que tenía que venir" (cf. 11,2-3). Ahora bien, el interés del Evangelista por remontar el título a los comienzos de Jesús no se para en los de su obra, sino que alcanza a los del propio Maestro de Nazaret: en las tradiciones sobre sus orígenes con las que inicia su Evangelio, lo primero que aparece es el enraizamiento de Jesús el Cristo en la historia de su pueblo como hijo de Abrahán y, sobre todo, como hijo de David (cf. 1,1); por ello, al que nació de María, la esposa de José, se le llama adecuadamente "el Cristo" (1,16). Como tal, nace en Belén (cf, 2,4ss) y es adorado por quienes, venidos de Oriente, y ajenos por tanto a la descendencia de Abrahán, le reconocen como rey de los judíos (2,2). Pero los mismos orígenes que manifiestan su condición mesiánica, muestran además que ésta no agota ni mucho menos el misterio de su persona: aunque enraizado en la línea de sucesión davídica a través de José (cf. 1,16), la paternidad de este último respecto de Jesús es meramente legal: Jesús nace de María, la esposa de José, pero es concebido por obra del Espíritu Santo (1,18.20); lo singular de su concepción determina lo singular de su ser: el Mesías Jesús es "Emmanuel", es decir, "Dios con nosotros" (1,23). En línea con esta acentuación de la referencia del Mesías Jesús a Dios, Mateo amplía la confesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo mediante el título correspondiente: para el discípulo, para cuantos lo fueron durante su vida terrena y cuantos lo serían en el futuro (cf. 28,19), Jesús es "el Cristo, el hijo de Dios vivo" (16,16); completada de este modo, la confesión de fe es aceptada por Jesús hasta el punto de proclamar por ella bienaventurado al que la pronuncia, confiándole además las llaves del reino y el poder de atar y desatar (16, 17-19).

Sin embargo, pese a esta valoración positiva de la confesión de fe de Pedro, Mateo mantiene la orden de silencio que en Marcos seguía inmediatamente a aquella confesión; es más, al asumir el motivo del silencio especifica su objeto: los discípulos no deben comunicar "a nadie que él era el Cristo". La primera predicción de la pasión, que sigue como en Marcos al mandato de callar su condición, ayuda a descubrir el sentido de dicho silencio: el mesianismo de Jesús pasa por el sufrimiento y la muerte (16,21 ss); a través de ellos llevará a cabo la misión significada en su nombre: salvar "a su pueblo de sus pecados" (1,21).

3.3. Lucas

La elaboración singular que hace Lucas de las tradiciones evangélicas de que se ha servido en sus dos libros se manifiesta también en su concepción sobre la condición mesiánica de Jesús: también para el tercer Evangelista es Jesús el Cristo, es decir, el Mesías de Israel; según esto, los que fueron constituidos por él testigos suyos tienen que anunciar, proclamar a Cristo (Jesús) (cf. 5,42; 8,5), o, más precisamente, mostrar que Jesús es el Cristo (cf. 9,22; 17,3; 18,5.28). Lógicamente, como en Marcos y en Mateo, el Cristo anunciado y proclamado es el Nazareno muerto en una cruz: lo acentúan los términos en los que Lucas transmite tanto la pregunta que le dirigen los judíos en el sanedrín como la misma respuesta de Jesús a la misma: "Si tú eres el Cristo" -le preguntan aquéllos- "dínoslo abiertamente..."; "Si os lo digo" -les responde Jesús- "no me creeréis..." (22,66-68); los mismos acentos se escuchan en los insultos de uno de los malhechores crucificados con él (23,35). Con todo, al transmitir los textos referentes a la condición mesiánica de Jesús, Lucas acentúa particularmente uno de los aspectos de las tradiciones mesiánicas de Israel, es decir, su relación con Dios; y lo hace ya desde el principio de su obra, citando expresamente el texto de Isaías sobre el Ungido (4,18; cf. Hech 4,24; 10,38), que Jesús proclama en la sinagoga de Nazaret y cuyo cumplimiento, lógicamente en su persona, afirma cumplirse "hoy" (4,21). Este "hoy" se amplía hacia atrás, al ahora del encuentro de Simeón, hombre piadoso y justo (2,25ss): en expresión adaptada al sabor judío de todo el contexto, Lucas da cuenta de que le había sido revelado que no moriría hasta haber visto "el Cristo del Señor" (2,26). En esta línea, e incluso sobre esta base, Lucas ampliará la fuente de Marcos sobre la confesión de fe de Pedro y hablará del "Cristo de Dios" (9,20); adecuando esta forma del título a la confesión de fe en el Mesías crucificado, la repetirá en el momento de la crucifixión, poniéndola en labios de los magistrados judíos: éstos la utilizan en son de burla para hablar de Jesús (23,35), pero el creyente que la escucha descubre en ella una expresión genuina de la fe en la mesianidad de Jesús, el Mesías crucificado. En este contexto de la pasión/muerte de Jesús se descubre además el verdadero alcance de la expresión "Cristo de Dios/del Señor": el Ungido de Dios es rechazado por los hombres, que, mediante la expresión "rey de los judíos" o incluso la de "mesías-rey" (cf. Lc 23,2) muestran no haber entendido ni su naturaleza ni su misión: Jesús es sin duda el Cristo de Dios; pero su misión no es terreno-política. Jesús es Mesías como "salvador" (2,14), cuyo destino pasa por el sufrimiento y por la muerte. Tales eran los planes de Dios sobre su Cristo: "Era preciso que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria" (24,26 y 27; cf. además Hech 3,18); y como tal se manifestará también finalmente a Israel en los tiempos del consuelo (cf. 2,25) y le ofrecerá la conversión para participar así de la salvación mesiánica (cf. Hech 3,20s).

3.4. Juan

De los cuatro Evangelios, el de Juan es el que más utiliza el término "xpiatios" (19 veces); a este dato hay que añadir el hecho de que en dos de esos usos el Evangelista indica expresamente se trata de la traducción de "µsarnas" (cf. 1,41; 4,25). La importancia cristológica que dan estos dos hechos al uso del término en el Cuarto Evangelio se añaden las siguientes indicaciones relativas a los citados usos; éstos revelan antes que nada las expectativas mesiánicas de los contemporáneos de Jesús: el mesías, el Cristo aparece como una figura conocida, cuya llegada esperaba la gente (cf. 1,19-20; 4,29), que discute además sobre su identidad, origen (cf. 7.27.41 b.42), su actividad taumatúrgica (7,31) o pervivencia (12,34). Junto a ello hay que señalar el uso casi exclusivo del término en sentido predicativo; es decir, en el Cuarto Evangelio "Cristo" es un título que se aplica exclusivamente a Jesús y se niega expresamente a otros. Esta aplicación-negación se descubre desde el primer capítulo de la obra: a la pregunta que hacen a Juan Bautista los enviados de los judíos venidos de Jerusalén sobre la identidad del precursor, éste responde abiertamente: "Yo no soy el Cristo" (1,19-20; cf. 1,25.28); frente a ello, Andrés habla de Jesús a su hermano Simón en términos más que claros: "Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir Cristo" (1,41). La importancia de la condición mesiánica de Jesús en el Cuarto Evangelio la revela, en fin, el hecho de que el Evangelista hace de ella el punto de separación entre los seguidores de Jesús y la sinagoga, que decidió expulsar de su seno a quienes confesaran que Jesús era el Cristo (cf. 9,22); es más, según declaración expresa de su autor, uno de los objetivos fundamentales de la obra es que sus lectores crean "que Jesús es el Cristo" (Jn 20,31).

Ahora bien, la continuación de esta frase marca la distancia entre la concepción joánica -y cristiana- sobre el Mesías Jesús y las correspondientes ideas del judaísmo: la fe cristiana en Jesús de Nazaret sólo es completa cuando afirma, no sólo que es el Mesías, sino además el Hijo de Dios. Juan había vinculado los dos títulos al principio (1,49) y a mitad de su Evangelio (11,27); pero sólo desde el conjunto de la obra se comprende que, dicho de Jesús de Nazaret, el título "Hijo de Dios" no es sólo una forma acentuada de marcar la relación del Mesías con el Dios de Israel, como parecían mostrar sobre todo la sucesión de los títulos "rey de Israel" e "Hijo de Dios" en 1,49 (cf. además 18,33-19,11: "rey de los judíos" - "Hijo de Dios"): Jesús, el Mesías, es el Hijo Unigénito del Padre (1,18).

Las expectativas mesiánicas del judaísmo quedan superadas de otro modo, que resulta no sólo extraordinario sino además paradójico: el Mesías de Israel es Jesús Nazareno, el crucificado. Pese a la cristología de la filiación divina que le caracteriza y que suele calificarse de "alta", el Cuarto Evangelista integra en su obra este componente esencial de la fe cristiana, que también los otros evangelistas recogían con acentos diversos en las suyas. Sobre la cruz de Jesús había una inscripción que lo proclamaba abiertamente: "Jesús Nazareno, rey de los judíos"; y, pese al rechazo de los judíos, así quedó escrito para siempre. Con todo, esta dimensión del Mesías Jesús la mantiene el Cuarto Evangelista proyectando sobre ella la luz de otro de los títulos capitales de su obra, es decir, el de "Hijo del Hombre": para Juan, el Mesías Jesús es el Hijo del Hombre, que viene del cielo, pero cuyo camino en el mundo pasa necesariamente a través de la cruz (cf. 12,33). Sólo entonces, en la hora de su muerte, que es también la de su glorificación, entenderán los discípulos lo que significaba el mesianismo de Jesús, proclamado como rey de Israel en su entrada en Jerusalén (12.13 y 16). --> mesías; mesianismo; conciencia.

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Juan Miguel Díaz Rodelas