Conflictos de Jesús
DJN
 

SUMARIO: Nota metodológica. - 1. Presencia de los grupos en los evangelios. - 2. Planteamiento del conflicto. -3. El choque inicial: inversion de valores. - 4. Pecadores frente a justos. - 5. Exposicion doctrinal. - 6. Contraste con las instituciones farisaicas: 6.1. La ley. 6.2. El sábado. 6.3. El templo. 6.4. El nivel moral. - 7. El desenlace.


NOTA METODOLÓGICA

A la metodología general sobre la composición de los evangelios y su garantía histórica, hay que afiadír aquí la observación especial, y por lo demás elemental, de que, al no tener sobre el tema más fuentes que los propios evangelios, lo que vamos a ver es la descripción que unos perseguidos hacen de sus perseguidores. Los evangelistas son sin duda narradores honrados y veraces, pero no debe olvidarse esta circunstancia. La divulgación de la tradición sobre Jesús, coincidente con este último período de la nación judía, ha encontrado la hostilidad de los mismos grupos que se opusieron a él: primero los pontífices y saduceos por reacción contra los apóstoles que predican la resurrección de Jesús y les acusan de ser los responsables directos de su muerte (ver He 4,1-7; 5,17.27), y después los fariseos (He 6,12; 7,58; 23,6-8). Por otra parte, los evangelios casi siempre los citan en plural, un poco globalmente, o sea su oposición no les interesa como objeto de historia concreta que exija precisar quiénes intervienen, sino como frente hostil, por tanto único, y en cuanto que provoca el debate que da lugar a la respuesta o enseñanza de Jesús. Independientemente de quiénes intervengan, la oposición tiene siempre el mismo color. Por todo lo cual, no es extraño, ni tampoco tiene trascendencia el hecho de que los evangelistas puedan a veces fusionarlos o confundirlos dentro de ese mismo frente.

La posibilidad de confusión se acentúa con la distancia respecto de los hechos narrados. La crítica actual parte por eso de los evangelios más tempranos, Marcos y Lucas, donde sí es posible alguna aproximación segura. Mateo, además de aparecer un poco más tarde, ofrece al respecto un problema especial. Y es que él escribe en primera instancia para lo comunidad judeocristiana, dentro de la cual la hostilidad exterior de los fariseos encuentra la colaboración de los judaizantes, que eran judios convertidos que no sólo no renunciaban a su credo judío, sino que querían anteponerlo al cristiano. Un gravísimo problema (ver He 15; Gal 1-5; Sant 2,14ss; etc.) que aumentaba en esta comunidad la necesidad de argumentos para resistir. De ahí que en la pintura de los enemigos Mateo propenda a recargar las tintas negativas. Su información sobre ellos es sin duda la más abundante, y en substancia responde a la verdad histórica que conocemos por otros textos, pero es claro que su tonalidad debe ser muy rebajada, particularmente en los capítulos donde más se nota la mano secundaria de su composición, como el Discurso del Monte, y sobre todo el tan agresivo cap. 23, en el que la repetición de los siete ayes e hipócritas (inúmero típico de Mateo!) dentro de toda la letanía en gradación ascendente hasta el asesinato final presenta un cuadro en verdad espeluznante. Este texto ha sido muy frecuentado y ha contribuido mucho a formar la imagen negativa que del judaísmo ha circulado en la Iglesia Católica hasta la rectificación del Vaticano II y la más reciente del papa Juan Pablo II. Pero es claro que para el propósito de tocar la historia no se debe empezar por él. En cuanto a Juan, desde su atalaya teológica se fija menos en estos detalles: generaliza con frecuencia -«los judíos», «los jefes o magistrados»-, o hace emparejamientos poco verosímiles -sacerdotes con fariseos o escribas en Jerusalén-. Por eso apenas se le tiene en cuenta en este tema. De cualquier forma, no dejaremos de citarlos a todos cuando proceda, o simplemente como confirmación.

1. Presencia de los grupos en los evangelios

De los grupos descritos en el artículo --enemigos, los esenios no aparecen en los evangelios, sin duda por su vida retirada. De los celotas no hay más mención que el apodo, nada menos que de uno de los apóstoles de Jesús, Simón «el (o llamado el) celota», y sólo en la tradición lucana (Lc 6,15; He 1,13), ya que Marcos y Mateo le apodan «el cananeo" (Mc 3,18; Mt 10,4). Podría ser indicativo de procedencia, pero nada se sabe de él. Implícitamente quizá podrían verse celotas en episodios sangrientos a los que se alude (Mc 15,7; Lc 13,1-44;23,19), pero no es seguro. Un grupo no descrito por ser irrelevante y que sí aparece es el de «los herodianos» (Mc 3,6 y 12,13p). Debieron ser partidarios de Herodes Antipas, a quienes los fariseos odiaban sin duda por eso mismo, pero que, no obstante, pudieron servirse de ellos contra Jesús en alguna cuestión coyuntural relacionada con el tetrarca.

Como enemigos quedan en escena sólo los fariseos y los saduceos, aparte, claro está, los escribas de uno u otro partido. Y según lo dicho más arriba, pueden distinguirse con bastante seguridad dos grandes escenarios, no sólo por los actores que intervienen, sino también por el argumento: Galilea y Jerusalén. En Galilea, y coyunturalmente en regiones limítrofes, se desarrolla la primera y más importante actividad de Jesús: ahí se encuentra con los dueños de la situación, los fariseos. Y en el área de Jerusalén, donde transcurre su última etapa, los oponentes principales son los saduceos y los pontífices. Más secundarios y menos seguros o precisos, pero en todo caso irrelevantes, son los emparejamientos que se hacen en los dos escenarios. Así, el muy frecuente de los escribas con los fariseos (Mc 2,16; Lc 5,17; Mt 5,20; etc), que, como ideología de partido viene a ser una redundancia, si bien podría explicarse como precisión de la presencia de expertos en el caso. Más achacable a la confusión del frente es el único caso de saduceos en Galilea (Mt 16, 1.6.11.12); hay otro (Mt 3,7; ver Mc 1,5), pero se refiere a Juan Bautista, y es más verosímil por el lugar donde sucede, el Jordán, próximo a Jericó, que era residencia habitual de sacerdotes y levitas. En Jerusalén puede ser secundaria la pareja con fariseos, pero no necesariamente siempre, ya que se sabe que allí había fariseos, incluso en el Sanedrín y, según algunos autores, en mayoría.

Pero lo que de verdad importa es el argumento. El conflicto que genera el debate doctrinal sobre nuestro tema, o sea sobre los dogmas del judaísmo, se ventila en el primer escenario con los fariseos y sus escribas. Los saduceos no litigan en este terreno. El único caso registrado versa sobre su tesis acerca de la resurrección de los muertos, tesis que para la ortodoxia judía no era un dogma sino una herejía que también los fariseos rechazaban; y en él Jesús se muestra muy suave, no condena ni fustiga, «estáis en un error» les dice simplemente (Mc 12,18-27p). El resto de su predicación en Jerusalén no toca nuestro conflicto. Únicamente, los saduceos y los pontífices se escudaron, sí, en el punto central del dogma judío, esto es el Templo, según ellos profanado por Jesús, pero fue un mero pretexto para apoyar la condena a muerte, la cual fue a su vez una decisión más que nada de conveniencia política (Mc 14, 55-64p)

Resulta así que el grupo que fue enemigo de Jesús prácticamente único en el terreno doctrinal viene a ser, por casual o quizá providencial razón histórica, el judaísmo oficial y el único o principal enemigo de su Iglesia. Para sus víctimas, los enemigos nunca presentan una imagen positiva, y es obvio que la de los fariseos sea especialmente negativa como impresión general. Como atenuante hay que citar los casos singulares de relación más amistosa (Mc 12, 8-34, Lc 7,36; 11,37; 13,31; 14,1; Jn 3,1), yen general el hecho de que un juicio negativo uniforme no encajaría del todo con las tendencias moderadas que había dentro del partido. No obstante, aun suavizándolo cuanto se quiera, puede afirmarse que hubo cuando menos una mayoría cuyo peso marcó la tónica.

2. Planteamiento del conflicto

Pero sí que lo expuesto debe prevenir para no hacer un falso enfoque de la cuestión. Concretamente hay que evitar partir, como a veces se hace, del citado cap. 23 de Mateo. Y no sólo por lo que hemos dicho, sino sobre todo porque su argumento, lo que en él se fustiga, es la conducta moral de los fariseos. Ahora bien, plantear el debate con los representantes de la ortodoxia judía en el plano moral sería un vicio de raíz. Esa conducta, la hipocresía y ostentación y, bajo ella, la tegiversación y transgresión de la Ley, la condenaban también, y con más vehemencia si cabe, los esenios. (Lo cual, de rechazo, confirma la veracidad substancial del texto de Mateo, aun con todos los atenuantes que se quiera). Pero los esenios criticaban un desvío dentro del judaísmo, o sea el quebranto de la pureza y la autenticidad judaica, pero sin salirse de ella, más bien con el fin de depurarla. Por eso yerran también radicalmente el blanco algunos autores judíos modernos, para quienes Jesús no sería más que un fariseo que censuraba la conducta de sus correligionarios.

Sin duda Jesús condenaba eso mismo, pero no está ahí el punto central del choque. Los fariseos, lo mismo que los esenios, y también los saduceos, mantenían la Torá como pilar central e inconmovible de su credo y de su ortodoxia. Y eso es justamente lo que Jesús quita de en medio, eso lo que provoca el choque frontal: ahí está el verdadero conflicto. Los rigurosos esenios habrían condenado a Jesús por hereje y blasfemo contra su dogma lo mismo y aún más que los fariseos. Y esto significa, en fin, que al enfrentarse a los fariseos en ese dogma central, Jesús se enfrenta a todo el judaísmo, y que el hecho coyuntural de que debatiera sólo con esa posición concreta no parcializa la confrontación ya que en ese punto el fariseísmo representa, lo mismo entonces que en el resto de la historia, a todo el judaísmo.

3. El choque inicial: inversión de valores

Este choque frontal no se demora mucho, se produce y manifiesta desde el primer momento. La proclama inicial de Jesús se sintetiza en tres conceptos: Reino de Dios - cambio de mente - fe. «Porque el Reino de Dios ha llegado», «cambiad de mente» y «creed en la Buena Noticia» (Mc 1,14; Mt 4,17). Coincidiendo con la norma clásica, entra así «in medias res», en el corazón del asunto. No polemiza, no se enfrenta directamente a nada. Simplemente afirmando niega toda otra posición doctrinal. Por eso, aunque no aparezca porque no se menciona, el dogma judío está aquí involucrado de lleno, y conviene subrayarlo y analizar cómo esta proclama inicial contiene ya todos los términos del conflicto. Jesús sitúa en el centro de su mensaje de salvación o, lo que es lo mismo, de la religión, el Reino o Reinado de Dios. Lo ofrece a todo el que quiera oír y, para poder entrar, le exige el «cambio de mente» y la fe. Sólo poniendo esto, se quita del centro lo que antes lo ocupaba, es decir la Tora.

Esto significa y comporta en el fondo la inversión radical de los valores y pensamientos, no sólo judíos, sino humanos. Lo que por propensión natural piensa el hombre es que el cielo, lo que él entiende como salvación, es o debe ser una conquista suya, de su invención o su esfuerzo. Así lo «pensó» en el paraíso (Gen 3,5-6), en el episodio de la Torre de Babel (Gen 11,4), así lo piensan todas las religiones creadas por hombres, todos los fundadores y reformadores religiosos. Así pensaban en particular, según la enseñanza de sus maestros fariseos, los oyentes de Jesús: la «justificación» -término bíblico de la salvación- que conseguían mediante el cumplimiento íntegro de la Ley, no era sino fruto de ese cumplimiento, es decir obra humana.

Pero esa pretensión tan reiterada es inútil y baldía. El cielo -viene a decir Jesús- es radicalmente inalcanzable para el hombre solo. Hay que dejar ese «modo de pensar» y adoptar el que pide el Reino de Dios: «Creed en (esta) Buena Noticia». Es decir, fe, apertura humilde a la acción de Dios, que es quien da la salvación como pura gracia.

«Cambiad de mente» se dice y se traduce también por «convertíos». La conversión es un movimiento interno que implica por definición dos pasos: conciencia-renuncia del pecado y vuelta-apertura a Dios. Así se dice también «arrepentimiento», «penitencia», «pesar» de ese pasado. Como el pasado pecador es la condición que acompaña al hombre hasta su muerte, la conversión es también una exigencia permanente. El pecado es lejanía, apartamiento de Dios, y lo que conlleva de total indigencia, radical desposesión, incapacidad absoluta de llegar a El por medios propios, si El no se adelanta alargando su mano y salvando así la distancia infinitas del abismo que separa. Y si no arranca de esa conciencia, no es posible el tercer paso, el de la fe o apertura a la gracia.

Este aspecto del mensaje se explica en el texto semiparalelo de Lucas 4,16-21, donde Jesús se aplica la profecía de Isaías. La «Buena Noticia» es aquí la «proclamación en el Espíritu del Señor», y el Reino de Dios es «un año de gracia del Señor». Gracia repartida en pluriformes dones ofrecidos a los pobres, a los cautivos, a los ciegos, a los oprimidos. Evidentes metáforas, en ese contexto de gracia, de la también multiforme «infirmitas» o debilidad, indigencia, incapacidad que es el pecado. La Ley, pues, no se menciona; esa institución judía sagrada e insustituible no entra para nada en la perspectiva. No se dice que quede abolida, pero ha sido removida y relegada de su pedestal. Ya solo por esto, un fariseo que hubiera estado atento habría condenado a Jesús por hereje y blasfemo. Sin embargo, el conflicto no se declarará hasta que los fariseos vayan percatándose del mensaje, lo cual empezará por las cosas que les entran por los ojos. Y habrá de ser precisamente por la faceta del pecado, en este caso del «pecador» en cuanto figura opuesta a la de «justo» que ellos ostentan.

4. Pecadores frente a justos

Conviene advertir aquí, para no tener que repetirlo cada vez, que el contexto evangélico invita a interpretar que estos vocablos «justo»-»pecador» tienen ante todo un sentido subjetivo. Nadie, excepto Dios, sabe quién ni en qué medida es justo o pecador. Las comillas quieren indicar esa apreciación, es decir la de creer o estimarlo, ya sea de sí mismo o de los demás. O sea, «justo» o «pecador» es sobre todo el que se siente tal o tiene conciencia de serlo, y además, en el caso del «justo», el que extiende ese juicio a los demás.

Pues bien, ante los «justos» que, como tales, se hacen guardianes de la ortodoxia, ya se pueden hacer maravillas, que ellos lo único que miran y ven con sus ojos inspectores es la conducta en relación con la Ley. Y resulta que en este punto lo que hace Jesús no lo hace una vez ni dos, es un comportamiento habitual, y es eso lo primero que les llama la atención, lo que les causa extrañeza, después escándalo, y finalmente indignación por lo que no pueden ver más que como una provocación. Este predicador no es que trate también con los malditos de la Ley, es que parece que los va buscando expresamente a ellos: pobres, minusválidos y por tanto minusvalorados, marginados en general de aquella sociedad, todos los que están así, sin duda, tal era la mentalidad, como consecuencia del pecado de apartarse de la Ley, o sea los «fuera de Ley» (ver Jn 7,49; 9,2).

Empezando por ahí, «pecadores» por antonomasia, como públicos y notorios, son los publicanos y las prostitutas, y, por supuesto, los extranjeros paganos o gentiles. Esta mentalidad estaba tan arraigada en los medios judíos y judeocristianos que Mateo la pone en labios del propio Jesús, cuando dice que amar sólo a los que os aman a vosotros «lo hacen también los publicanos y los gentiles» (5,46-47), y que al hermano que desoiga la corrección de la comunidad «considéralo como un pagano y un publicano» (18,17). Viendo, pues, cómo no contento con acoger entre sus amigos más íntimos a un publicano, se atreve a tratar, más aún a compartir mesa con ellos, con lo que esto suponía entonces de comunión de sentimientos, y no con uno o con dos, sino como quien dice con todo el gremio (Mc 2,13-17p), ¿qué no van a decir los fiscales del orden establecido, «los escribas de los fariseos»? (v. 16). La respuesta de Jesús sigue con su carga de profundidad: Los «sanos» no necesitan de médico, sino los «enfermos». Allí no había entonces enfermos. Es, pues, la metáfora que ya hemos visto de los enfermos del alma, y la salud que Jesús anuncia es su oferta de salvación, como bien traduce la sentencia siguiente que se considera secundaria: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores». Donde «justos» son allí los que se creen tales por cumplir la Ley, primero evitando contaminarse por el trato con los tales «pecadores», y luego criticando a quien por contaminarse tratando con ellos consideran transgresor. Para estos «justos» no ha venido Jesús.

Semejante es el episodio de Zaqueo, que sucede más tarde (Lc 19, 1-10). Jesús, a su paso por Jericó camino de Jerusalén, se fija en él y responde a su interés ofreciéndole mucho más de lo que esperaba, no sólo hablar con él sino comer e incluso hospedarse en su casa. Zaqueo es un jefe de publicanos, o sea, un doblemente «pecador», así que las críticas se repiten. Lucas ya generaliza, dice «todos», refiriéndose sin duda al «pensamiento común» conformado por los maestros. Y luego marca claramente los pasos: a la oferta de Jesús responde el «cambio de mente», la conversión de Zaqueo, partiendo del humilde reconocimiento de su condición de pecador. Abiertas esas puertas, entra franca la salvación, que no sólo no excluye a nadie que así se humilla, sino que se complace en buscar lo que aquella mentalidad excluía y decretaba perdido.

Las pecadoras públicas dan también casos singulares. Entre los primeros se cuenta el de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 3-11). El problema textual de este pasaje pertenece a otro lugar. Lo que aquí importa es que los acusadores, «los escribas y fariseos», son los que solemos encontrar en Galilea. El caso les viene de molde para acorralar a este amigo de pecadores: una transgresión pública y notoria de la Ley de Moisés, de un precepto del mismísimo Decálogo. ¡Aquí sí que no tiene escapatoria! Jesús, yendo una vez más al fondo -¿quién está libre de pecado?-, invierte la escena y traspasa la exterioridad leguleya hacia el interior de la conciencia: el que lo esté que empiece la lapidación. Esa interioridad los legalistas la desconocen, no suelen frecuentarla, de modo que por si acaso lo mejor es dejarlo y escabullirse. Ahí sí que hay quien empiece: los más ancianos, o sea los de mayor autoridad, que así han quedado corridos. Jesús remata la escena yendo también al fondo del pecado, al que responde con su bondad sin límites: no sólo tampoco condena, sino que al invitar a no pecar más dice implícitamente que este pecado, que no niega pero tampoco menciona, ha quedado perdonado. Sin duda, la vergüenza pública de aquella mujer era suficiente penitencia. Y lo que a Jesús y al Reino de Dios importa no es la fiscalización o recuento legalista de los pecados sino el corazón humano compungido, que así se hace como imán de su gracia.

Esto lo dice mejor el episodio de la pecadora pública que irrumpió cuando Jesús estaba comiendo en casa del fariseo Simón (Lc 7,36-50). Extraña situación: ¿por qué esta irrupción repentina y socialmente inoportuna? ¿Por qué este derroche mudo de gratitud y amor? No tiene explicación si no es porque Jesús antes, a su paso por la localidad, le hubiera mostrado su bondad, como acostumbraba con estos condenados por la Ley o por sus maestros.

Invitar a comer es en principio un gesto amistoso. Sin embargo, el fariseo se comporta como lo que es, con su mentalidad respecto de los «pecadores», su crítica a Jesús por consentir un contacto que mancha, y su raquítico protocolo con su huésped, al que el gesto espontáneo de una «maldita» deja en ridículo, según el reproche de Jesús. Frente a esta figura brilla especialmente la preciosa parábola ilustrativa: En el Reino de Dios la ley es el amor, pero su fuente es la conciencia del pecado. El amor es la causa del perdón del pecado, y a su vez es su efecto, en una creadora dinámica interior. Con su mera crítica, el fariseo dice que él es «justo»: a éste ni se le perdona nada -aunque pueda ser un sepulcro blanqueado (ver Mt 23,27)- ni ama nada, en una a su vez deletérea dinámica interior. Pero la medida de si es mucho o poco lo que se perdona es más subjetiva que objetiva: la pone cada uno según el concepto que tenga del pecado. Los santos, que apenas tienen leves faltas, se creen los más pecadores y están permanentemente agradeciendo el perdón de Dios y amando más y más. Otros detalles son considerados secundarios por los críticos.

Entre estos detalles está el de si Jesús perdonó directamente los pecados. Aquí las dos veces en que se expresa el perdón se usa el perfecto pasivo, «han sido perdonados», como una constatación de algo ya sucedido. Y este tema nos lleva al episodio del paralítico, uno de los de primera hora (Mc 2,1-12p). Sabiendo que la enfermedad o minusvalía se consideraba efecto del pecado, no sorprende que Jesús, respondiendo a «la fe de ellos», empiece por ahí y ofrezca ante todo su salvación a uno que espera ser sanado del cuerpo. Los escribas (Lc 5,17 añade «los fariseos») se escandalizan como siempre, pero piensan ya en blasfemia. Jesús ha dicho «te son perdonados», usando el llamado «pasivo divino» (se sobrentiende: por Dios), pero no es un error de interpretación por parte de ellos, ya que en cualquier caso considerarían blasfema la pretensión de conocer y afirmar lo que sólo Dios puede hacer y saber. Su acusación de blasfemia la hicieron, pues, entonces, independientemente de que la sentencia final que pone el milagro como prueba del poder de Jesús para perdonar los pecados se considere secundaria como aplicada a la comunidad cristiana (ver Mt 9,8).

Si esta conducta de Jesús fue tan habitual que le valió por parte de «aquella generación», sin duda la de los maestros de la teología judía y guías del pueblo llano, la fama y el mote de «comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores», como él mismo desvela (Lc 7,33-35; Mt 11,18-19), el durísimo juicio que sus críticas merecieron de él puede resumirse en la sentencia «los publicanos y las prostitutas os preceden en el Reino de Dios» (Mt 21,31-32), o, con el sentido más fuerte, «os quitan el sitio».

Es, pues, patente el interés prioritario de Jesús en contraponer las figuras del «justo» y el «pecador», según la clasificación oficial. Y parece lógico, ya que el que trae la misión fundamental de salvar a los hombres, tendrá que empezar por derribar lo que más obstaculiza esa salvación. Y esto no es precisamente el alejamiento, y ni siquiera la negación de Dios, ya que aun en esa posición extrema todavía sería posible el arrepentimiento y la conversión. El obstáculo inamovible es el dictamen dogmático que impone un modo o camino de salvación, que no sólo es torcido, sino que es justamente el inverso al verdadero. La frase profética «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8) tiene aquí su cabal aplicación. Aquí se trata de posiciones mentales que determinan las conductas. Pues toda sentencia dogmática es por definición incontrovertible para un creyente. Su negación o rechazo es herejía. No hay evasión posible, porque a un creyente, si lo es, es difícil que se le ocurra ponerlo en duda. En forma de desarrollo teológico, pone lo mismo, paro más gráficamente, en labios de Jesús el evangelio de Juan: un ciego que cree y dice que ve, y lo cree y lo dice como verdad dogmática, no tiene remedio, se ha cerrado la puerta de la luz. Si estuviera ciego, es decir si fuera consciente de ello, sería posible la salida, pero, como siendo ciego, afirma dogmáticamente que ve, o sea afirma que esa ausencia objetiva de luz es presencia para él y en ella consiste su salvación, su pecado y su perdición es permanente e irreversible (ver Jn 9,40-41). Y si además de ser ciego, enseña e impone su dogma a otros, será un ciego que [hace y] guía a ciegos (ver Mt 15,14; 23,24; Lc 6,39).

5. Exposición doctrinal

El contraste entre este «justo» y el «pecador», y sus respectivas consecuencias, lo explica Jesús en la exposición diríamos teórica o dogmática que del tema hace con su método favorito de la parábola. Una de las más típicas y de las consideradas más puramente originales es la del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). El cuadro que ofrece es perfecto: Destinatarios y tema: «algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás». Escenario y escena o situación: el templo y el acto de oración, o sea los específicos de la relación del hombre con Dios. Personajes: los tipos oficiales del «justo» y el «pecador»: un fariseo cumplidor y perfecto, según su propia definición, y según el concepto que ellos tenían de sí mismos y el que la gente tenía de ellos (ver Mt 9,14); una imagen, por tanto, del «justo» no irónica ni despectiva, sino auténtica y conforme en todo con la doctrina farisea y el sentir oficial; y un publicano que aparece como un réprobo: no sólo no se pone delante en el templo, sino que para el fariseo su sola presencia lo profana; es decir, la imagen perfecta del «pecador». Acción: la oración del «justo» parece a primera vista un autoelogio, un acto de vanidad. Pero en el fondo y en la intención de la parábola, es como debe ser la oración farisea: el recuento de méritos, primero de no tener pecados «como los demás», y segundo de cumplir la Ley con rigor e incluso con exceso, ya que la Ley no exigía tanto. En otras palabras, el fariseo pone sobre el altar los valores con los que, según su régimen de cumplimiento, se lucra la salvación. En cambio, la oración del «pecador» no presenta ningún mérito, porque ningún «pecador» los tiene, y no menciona para nada ese régimen entonces oficial, se limita a pedir perdón por ser pecador y a acogerse a la misericordia de Dios. El es la figura del hombre ante Dios en el nuevo régimen de la gracia. Y contrapuesto al «justo», viene a decir además que, a efectos de justificación, el recuento de méritos y, lo contrario, el recuento o fiscalización detallada de los pecados es algo que no se contempla ni tiene cabida en el Reino de Dios, y más bien parece una filtración de fariseísmo. Desenlace: la oración del «pecador» le hace justo ante Dios, la oración del «justo»» no le sirve de nada, porque delante de Dios todo el mundo es pecador. ¡Terrible sentencia!

La última explicación, más secundaria, pone de relieve el aspecto moral, que es, por otra parte, la enseñanza que suele sacarse de esta parábola. Es válida, pero el análisis muestra que el primer objetivo apunta a otro blanco. Las actitudes morales de soberbia/humildad pueden darse también en el régimen del mérito, y no saldríamos de él. La doctrina profunda de esta parábola es que el régimen del mérito o cumplimiento, con todo su contenido, no vale en el Reino de Dios, que es reino de gracia. Dicho de otro modo, los valores que aporta el fariseo, prototipo de la obra meramente humana, no se reconocen en el Reino de Dios porque no llevan su sello.

Otra parábola de sabor también muy primigenio, la de los trabajadores en la viña (Mt 20,1-16), explica la razón de por qué esto es así, a la vez que expone en qué consiste la perversión del fariseísmo. Esta parábola contrapone dos niveles, medidas o baremos de justicia, el humano y el divino. Su núcleo es esa confrontación «lo tuyo» con «lo mío». Los cumplidores íntegros del día entero, es decir, según todo el contexto y aunque no se nombren, los fariseos, cuando ven que a los últimos que tienen menos mérito (para ellos, los sin-ley no tienen ninguno) el dueño no les paga menos, sino lo mismo que a ellos, se indignan: ¡A esto no hay derecho! Esa es la reacción típicamente humana, la que tendría y tiene todo el mundo, porque, en efecto, humanamente esta justicia no se entiende. Sin embargo, la justicia humana queda cumplida con él, se le da lo convenido, así que el dueño no es injusto, y puede incluso indignarse por esa queja. «Toma lo tuyo y vete» es, en efecto, un reproche con su buena dosis de desagrado. Eso es «lo tuyo», y ahí terminan tus «derechos» y tu dominio. Pero el fariseo, al irritarse porque a esos despreciables los iguale a él, lo que hace es traspasar ese dominio humano e invadir el de Dios. Esa es su perversión, que la frase siguiente sobre «lo mío» desvela y subraya. Consiste en que el fariseísmo pretende, aun sin quererlo, obligar a Dios exigiendo una paga que, «si es justo», no tiene más remedio que dar, es decir, pretende atarle, coartar o anular su libertad y su soberanía («no poder hacer con lo mío lo que quiero») señalarle y por tanto disputarle la medida y la administración de su gracia. Horrenda aberración, que puede darse, ya queda dicho, sin advertirlo, ya que es una mera consecuencia lógica de haber establecido un dogma intrínsecamente viciado como el del mérito. Su naturaleza venenosa y mortífera, que mata cuanto toca, se manifiesta en el hecho de que la misma bondad de Dios se le convierte dentro en maldad de visión -«tu ojo malo»- y de juicio.

Por lo demás, la parábola muestra la diferencia y distancia inconmensurable entre el régimen de la gracia y el régimen de la ley o del cumplimiento. El mérito del esfuerzo y de la obra humana, aun de un día entero, lo que es decir en metáfora de una vida entera, será siempre «lo tuyo», una medida humana, algo que podrá pretender igualarse a Dios, como en el paraíso, o hacer una torre que llegue al cielo, como en Babel, pero que no lo conseguirá jamás. En cambio, «lo mío», lo que Dios da, no en virtud del mérito, sino en virtud de su gracia, siempre será infinitamente más, como corresponde a una medida divina. Y eso sí llega al cielo

La misma enseñanza de estas dos parábolas, éstá también corroborada además por Abrahám, en la de Epulón, metafóricamente rico de méritos, y Lázaro, desposeído de ellos como el publicano; en la del Hijo pródigo, indigente como pecador, contrapuesto a las protestas, porque le trate mejor que a él, del hijo mayor, o sea el «justo», como cumplidor de toda la vida; las de la oveja y la dracma perdidas: ¿cómo puede explicarse la mayor alegría por un solo pecador convertido que por 99 justos que «no necesitan» arrepentirse [de nada], si no es porque éstos, o sea los fariseos y escribas, como Lucas pone por portada de todo este contexto (Lc 15,1-3), son de los «justos» que critican el trato de Jesús con los publicanos y pecadores, y, como intercala después (16,15), los que «se las dan de justos delante de los hombres»? (Lc 15,1-32; 16,14-31). (Para el análisis y crítica de todas estas parábolas, ver F. FERNÁNDEZ RAmos, El Reino en parábolas, Universidad Pontificia de Salamanca, 1996, 140-147. 252-258. 261-271).

6. Contraste con las instituciones farisaicas

Esta predilección de Jesús por los pecadores y desposeídos de todo mérito terreno manifiesta desde el principio que el objetivo primero de su misión salvífica es el hombre, el ser humano. Jesús viene a salvar lo que estaba perdido. Pero perdido por causa del pecado estaba todo, es decir, toda la humanidad. Que empiece por los pecadores no quiere decir que sean los únicos, o los primeros en una lista, sino que a efectos de la salvación ese vocablo comprende a todos los hombres. A todos ofrece él su Reino de gracia, a todos pide conversión y fe, a todos llama a la interioridad, a la bondad y generosidad de corazón. Si coyunturalmente se detiene en un debate con opositores es porque es el primero y recalcitrante obstáculo que se interpone en su camino de búsqueda. El viene a salvar al hombre de las cadenas del pecado, en las que se incluyen particularmente esas otras que fabrica su propia condición humana en el intento baldío de liberarse, sea él con su solo esfuerzo, sea con ayuda de sistemas de invención también humana. Uno de los más frecuentes y peligrosos es -y el verbo en presente quiere indicar que no se trata de un accidente fortuito, sino que es un paradigma de lo que se repite en la historia- el que venimos viendo contenido en el fariseísmo. Las cadenas de sus instituciones legales esclavizaban al hombre, eran cadenas exteriores,ya que se cifraban en prescripciones de cumplimiento visible e indeclinable, y eran tanto más deletéreas cuanto que se imponían como verdades dogmáticas.

Como es natural, Jesús tenía que encontrarse a menudo frente a cada una de estas instituciones, y tenía que mostrar su comportamiento y manifestar su juicio respecto de ellas tal como las interpretaban los fariseos. Ambas cosas vienen a confirmar, como veremos en resumen a continuación, lo que hasta aquí hemos visto expresado en su conducta ordinaria y en su enseñanza.

Los fariseos y escribas se han apropiado la Ley en exclusiva, y en su virtud declaran malditos y réprobos a cuantos la ignoran e incumplen (Mc 6,1-6p; Mt 23,1.13-15; Lc 11,52; Jn 7,15.47-49). Sin embargo, en su celo por precisarla, han acumulado tradiciones que, como ya dijo Isaías, son «doctrinas de hombres» (Is 29,13) que violan y anulan el mandamiento de Dios (Mc 7,1-16; Lc 11,37-54; Mt 15, 1-9). Ciertamente Jesús quita a la Ley el valor central y preeminente que tenía, pero la respeta y asume como don de Dios, y lejos de abolirla viene a darle cumplimiento llenándola de nuevo sentido (plerosai) (Mt 5,17-19). Sus enseñanzas al respecto las concentra Mateo especialmente en este Discurso del Monte (5-7): el sentido pleno lo cobra la Ley al ser asumida, hasta en sus mínimos mandamientos, por el Reino de Dios, que es el que le señala su cometido y le confiere esa plenitud (5, 18-19), y ante todo invirtiendo radicalmente los valores vigentes en la tierra (Bienaventuranzas: 5,1-16). La plenitud es también interiorización, que traslada la relación del hombre con Dios al ámbito secreto del pensamiento, de la conciencia y el corazón, así especificado y repetido en los varios mandamientos (5,17-48), y en las diversas prácticas religiosas (6,1-34). En el elenco se lleva fácilmente la primacía el amor integral al prójimo (5, 38-48; 7,1-5). Y todo ello, en fin, orientado a agradar a vuestro Padre que está en los cielos (5,16; 6,1-18), cumpliendo así verdaderamente su voluntad (6,7-15; 7,21-23).

Con la novedad de esta inmensa riqueza desconocida contrasta la raquítica y ridícula ostentación de los hipócritas fariseos (6,1.5.16), en la cual no debe verse sólo un exceso de vanidad o soberbia, sino el fruto natural y normal que da de sí la religión del cumplimiento exterior y vistoso (7,15-20). Ellos dicen que eso es lo que les justifica o los hace justos ante Dios, pero esa «justicia» es huera, moneda falsa que no vale en su Reino (5,20).

Por el contrario, bajo esta nueva luz tienen ya brillo y valor trascendente, incluso delante de los hombres, las buenas obras, (5,1316; 6,1; 7,24-27). Esta es la paradoja de Jesús. En la crítica de la religión farisaica ha podido parecer a primera vista que se despreciaban las obras, incluso que en el Reino de Dios no valen para nada. Es justamente lo contrario, y para encarecerlo hemos de volver al ejemplo de las medidas humana y divina. La religión del cumplimiento siempre dará una medida de obra humana, limitada. Incluso una vez cumplido lo prescrito, «nadie pide más», o sea «un cuidado menos», como se dice, y a disfrutar de la satisfacción «del deber cumplido». En cambio, en la religión de la gracia y del amor a Dios, hasta su expresión por las obras es ilimitada, inagotable, exigente sin medida, aspirando a «ser perfectos como vuestro Padre», aunque nunca se alcance (5,13-16.19.29-30.38-48; etc.).

6.2. El sábado

La misma consideración merece el sábado. Jesús lo guarda, acude en ese día fielmente a la sinagoga, escucha a los doctores, en ocasiones lee o predica (Mc 6,2; Lc 4,16-22). Pero en cuanto se declara el conflicto entre el descanso prescrito y la necesidad humana, es insobornable, y en varias ocasiones, al ser incitado por las críticas de los fariseos, repite su principio: el hombre no está esclavizado ni supeditado al sábado, sino precisamente al revés (Mc 2,24-28p; 3,1-6p; Lc 6,6-11; 13,10-17; 14,1-6; Jn 5,1-16).

6.3. El templo

Sobre el templo Jesús no tuvo ocasión de manifestarse expresamente durante su actividad lejos de Jerusalén. No obstante, el eco de algunos incidentes o referencias a él quizá oído en la ciudad pudo preparar el terreno. Por ejemplo la ya vista subordinación de la presentación de la ofrenda a la reconciliación con el prójimo (Mt 5,22-24), vieja doctrina, por lo demás, en Israel de dar amor antes que sacrificio (Os 6,6). También el sin duda intencionado contraste entre el sacerdote y el levita, o sea la flor y nata, que sin duda iban o venían del templo, con el samaritano, o sea la hez, que Jesús presentó al escriba para explicarle quién era el prójimo, o sea cómo se cumplía de verdad la Ley (Lc 10,25-37).

Más directa fue la censura del subterfugio del «Corbán» que la tradición de los escribas y fariseos había ideado para dispensarse de la grave obligación de socorrer a los padres. Lo hacían diciendo «Corbán», o sea «[lo siento] son mi ofrenda al templo», sobre los bienes que debían dedicarse a aquel fin. Pero ni el templo -dice Jesús— por importante que sea, puede dispensar de los deberes filiales, ni por supuesto la tradición, por venerable que sea, si es que lo es, está por delante del mandamiento de Dios. La censura afectaba directamente al sostenimiento del templo, y los escribas presentes que, al parecer, procedían de Jerusalén (Mc 7,1.9-13), debieron tomar buena nota.

Llovía, pues, sobre mojado cuando la enérgica expulsión de los vendedores del templo hizo estallar el conflicto en Jerusalén (Mc 11,15-19p). Pues ese gesto no iba en primer lugar contra estos últimos, sino contra los responsables que lo permitían. En el «vosotros» de la justificación, que de nuevo, recordando a los profetas, va a la raíz interior —«la casa de mi Padre es lugar de oración, y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones" (ver Is 56,7; Jer 7,11)- se vieron directamente señalados ellos, el sacerdocio saduceo. Primeras y verdaderas razones no les faltaban: el templo, con sus impuestos anejos, era su rica fuente de ingresos, además de ser el proveedor casi único de empleo y riqueza en Jerusalén y su comarca. Pero naturalmente el pretexto tenía que ser de carácter religioso: aquello era un acto sacrílego y blasfemo contra la provisión de los sacrificios del templo. Era la gota que colmaba el vaso: aquel ya afamado transgresor público de la Ley no se detenía ni ante el templo, el monumento más emblemático de la nación. Era preciso quitarle de en medio y resolver de una vez aquel asunto.

6.4. El nivel moral

Fijando en la doctrina teológica o dogmática el punto central del enfrentamiento, se señala a la vez el sitio correspondiente a la moral, que viene en segundo lugar como derivación o aplicación que es de aquélla. Cuestión de orden de factores, cuya inversión, si siempre es perniciosa, en el plano de la revelación puede ser fatal. Esa inversión es la que cometieron los fariseos al poner en el puesto preeminente de su sistema la obra o el cumplimiento de la Ley. Muy de otro modo, Jesús llama directamente a la bondad del corazón, donde indudablemente, antes que moral puede haber más verdad teológica que en la más alta elucubración de teología. Pero ya vimos que, en cuanto a acción, no le pone límites y que es mucho más exigente que cualquier moral del cumplimiento. Como es natural, su mensaje está lleno de principios y preceptos morales, pero siempre como fruto o consecuencia del concepto de Dios y de la relación del hombre con El, o sea de la fe en el Evangelio. Esta fe de entrega dictará de manera infalible lo que hay que hacer. Si san Agustín traduce «ama y haz lo que quieras», obviamente sobrentiende «ama a Dios y al prójimo como yo os he amado», o sea hasta dar la vida.

No obstante, Jesús tampoco escatima las críticas a la conducta moral de sus adversarios. Aunque las hay en textos dispersos, por brevedad podemos seguirlas someramente en el conocido cap. 23 de Mateo, donde están concentradas casi todas. A pesar de su carácter secundario, para un cristiano este capítulo es también Escritura sagrada y, por tanto, norma canónica a aplicar, particularmente una vez establecido el orden correcto y sabiendo que hablamos ya de la derivación o aplicación.

En su respeto a la Ley que enseñan los que «están sentados en la cátedra de Moisés», Jesús manda obedecerles, pero no imitar su conducta, porque ni ellos practican lo que enseñan (Mt 23,2-3). En la relación de vicios que hace a continuación pueden entreverarse principios dogmáticos, pero importa mucho ver que son estos principios farisaicos los que generan la moral farisaica. Cuando Jesús dice que por el fruto se conoce el árbol, no se limita a hacer una constatación banal para discernir la mala planta de sus adversarios (Mt 7,15-20), sino que está previniendo para no ser o hacerse árbol que produzca los frutos que ellos exhiben. El siguiente es, en resumen, el elenco.

Del dogma de la absoluta primacía de la Ley como canon de vida y medio único de salvación se deriva el afán de integridad, y la necesidad de conocerla íntegra para poder cumplirla íntegra. Este afán desmedido se llama integrismo. De él dimana la dictadura que usurpa esa posibilidad de cumplir y que ni entra ni deja entrar (v. 2.13; ver Lc 11,52); la vanagloria, presunción, soberbia, desprecio de los ignorantes (5-7); la hipocresía, repetida en cada maldición (13-29) y concretada en fraude leguleyo (16-22) o apariencia enganosa (25-27); la perversión de discípulos (15) y de valores (23-24); la mentira (29-32); en fin, la inquisición asesina (33-36).

El integrismo es fértil en frutos, ya se ve, lo mismo que el fundamentalismo, que viene a ser su soporte. Su gravedad intrínseca consiste en que, como vimos, es incorregible. Un creyente, y más un dirigente fundamentalista, que se cree guardián y garante de su ortodoxia, sólo tiene ojos para mirarse a sí mismo en ese centro, verdadero ombligo de su ser y razón de su existencia. Su verdad es la verdad de Dios, y no hay otra verdad. Quien se oponga a ella, la ataque, o propague otra doctrina es un hereje, y por tanto un grave peligro a eliminar. A partir de ahí, una vez juzgada como blasfema la transgresión de lo que se tiene por esencial, lo demás no sólo no cuenta, sino que queda invalidado. Los prodigios que «dicen» que hace ese individuo, o no lo son o son engaños del diablo (Mc 3,22-30p). Estos «vigías de la verdad» no suelen acercarse a la persona humana, no les interesa, por lo que «ven» ya saben quién y lo que es (ver Jn 9,28-29). Su seguimiento es una vigilancia policíaca a prudente distancia. Algunos correligionarios puede que se acerquen a él, incluso le inviten a comer. A menos que sea para espiarle, habría que vigilarlos a ellos.

Frente a semejantes debilidades, el cuerpo jerárquico, y toda la masa que ve por sus ojos, o sea la mayoría, se mantiene intacta en su integrismo y firme en su resolución. La lucha que ellos y sus antepasados han librado durante siglos contra todas las presiones y asechanzas externas e internas para guardar la fe en el Dios único y en su verdad que es la Torá, así como su identidad de pueblo elegido, todo ese andamiaje de creencias y normas levantado como baluarte de esos valores sagrados, no se va a venir abajo ahora por un visionario, un utópico ambulante, que trata de implantar una religión nueva y de perpetuarla por medio de sus discípulos.

7. El desenlace

La expulsión de los vendedores del templo puso en acción a los directamente concernidos: sacerdotes, ancianos y escribas (Mc 14,1.43.53; 15,1p). Los mismos protagonistas se preveían en las predicciones que había hecho Jesús de su pasión (Mc 8,31; 10,33; 11,18. 27p). Por eso la condena a muerte suele atribuirse al grupo de los saduceos. Sin duda, ellos son los que aparecen como autores directos de la sentencia. Pero ni están solos ni ésta se produce como algo imprevisto o fortuito. Se menciona también a los fariseos (Mt 27,62; Jn 18,3), y ya sabemos que no faltaban en Jerusalén, como tampoco faltaba información de lo sucedido en la primera actividad de Jesús. Todos los datos apuntan, por tanto, a que lo que allí pasó no fue sino el remate de todo lo precedente.

Algo parecido cabe decir del motivo de la sentencia, es decir blasfemia (Mc 14,64; Mt 26,65-66). Sin entrar en el problema exegético que se plantea aquí, lo importante para nuestro tema es que este veredicto venía también fraguándose desde tiempo atrás. La inversión radical de los valores vigentes que, como dijimos, significaba el mensaje de Jesús era, para los fariseos y los saduceos por igual, una subversión de esos valores inmutables e intocables. La blasfemia estaba ya allí, lo mismo que en la afirmación del perdón de los pecados, como los fariseos juzgaron (Mc 2,6-7p). Por consiguiente, la sentencia del Sanedrín no es más que la resolución del mismo conflicto que empezó en Galilea y, de una forma o de otra, en él intervinieron todos los responsables judíos entonces en escena.

En realidad, ampliando la perspectiva, ese juicio debe compartirlo, y de hecho lo comparte, la ortodoxia judía de todos los tiempos, por cuanto la obra de Jesús ha venido a substituir lo que ella cree revelado y establecido por Dios de una vez para siempre. Obviamente esta consideración va a la raíz, más allá de motivos personales, morales o políticos de carácter coyuntural. En la condena pudo influir, sin duda, el odio y la exasperación de las autoridades por las críticas de Jesús a su hipocresía o su infidelidad, como también la celotipia o envidia por su éxito popular, que arrastraba a las multitudes, y que naturalmente ellos camuflaban bajo el pretexto de peligro de orden público (ver Lc 23,2-5; Jn 18,30), como fue, según Josefo, la causa alegada de la detención y eliminación de Juan Bautista. Pero la razón de fondo, y además la menos puesta en cuestión, fue el menosprecio de la Ley, la transgresión y postergación del sábado, el atentado contra la santidad y estabilidad del templo, en suma la negación del orden nacional judío, y todo ello perpetrado atribuyéndose la autoridad de Dios.

Que luego la condena se resolviera con una ejecución efectiva estaba simplemente en la lógica de los tiempos, del mismo modo que todavía siglos después otros muchos acabaran en la hoguera o en otro patíbulo por motivos semejantes, y que hoy, en alguna parte, se dicten todavía fatwas. Pero en realidad, y esto es lo fundamental, era un deber impuesto, según la interpretación farisea o judía, por la propia Ley. Sólo la situación política cambió el modo de ejecución, sustituyendo la lapidación judía por la crucifixión romana.

El saldo final es que todo este conflicto y esta tragedia fue el resultado de un integrismo mal digerido y obsesivamente centrado en el cumplimiento. Pero, al terminar, es preciso traer a la conciencia algo como lo que dice san Pablo de la historia de Israel: «Todo aquello sucedía como lección para nosotros» (ICor 10,6). En una institución que se cree depositaria de la Verdad revelada y que, por otra parte, ha de ser gobernada mediante leyes y normas de un Derecho canónico, el fundamentalismo integrista y leguleyo, que puede aherrojar la verdad sin dejarla que se imponga libremente por su propia fuerza, está siempre al acecho. El conflicto de Jesús con sus enemigos es un paradigma para toda la historia. -> contexto; discusiones.

BIBL. — MANUEL REVUELTA SAÑUDO, Enemigos de Cristo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1960; JACQUES DUQUESNE, jesús, Seix Barral, Barcelona. 1996; JoACHIM GNILKA, jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona 1993; W. RUNDMANN (dirs.), Los judíos de Palestina y el fin d ela guerra judaica, en El mundo del Nuevo Testamento, 1, Madrid 1973, 159-304.

Manuel Revuelta Sañudo