SOCIOLOGÍA
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SUMARIO: I. El Dios bíblico y las raíces de la modernidad.—II. Trinidad y sociedad.


El pensamiento moderno se caracteriza por haber descubierto sus raíces sociales. La sociología de la religión ha rastreado el influjo de las cosmovisiones religiosas en los diversos órdenes sociales. El concepto de Dios, sobre todo, es decisivo en tales influencias y viceversa.

Las dos últimas décadas conocen una revitalización de los estudios sociológicos aplicados a la Biblia que recuperan y profundizan los iniciados en las primeras décadas de este siglo. Pero todavía siguen siendo los autores clásicos, como M. Weber, puntos de referencia obligados.

M. Weber tiene particular importancia por sus sugerencias y análisis acerca de ciertos elementos de la tradición bíblica y el surgimiento de la sociedad moderna. Temas como la racionalidad moderna, el espíritu del capitalismo, la secularización o «el desencantamiento del mundo» hunden sus raíces en la religión del antiguo Israel.


I. El Dios bíblico y las raíces de la modernidad

M. Weber pone de manifiesto cómo hay un universo cosmovisional que separa a Israel de sus grandes vecinos culturales. El doble éxodo de Mesopotamia y Egipto es fundamentalmente cosmovisional. Frente al «orden cósmico» de aquéllos, se eleva la peculiaridad israelita basada en la concepción de un Dios (Yahvé) distinto y posibilitador de la historia.

Se pueden sintetizar en tres aspectos las características distintivas de la cosmovisión israelita; en el centro está la concepción de Yahvé y sus consecuencias.

El primer aspecto lo podemos denominar la transcendentalización de la religión bíblica. Dios es concebido como creador. Se sitúa enfrente, fuera, de la creación y de las criaturas. Es totalmente distinto a ellas, cae del otro lado, más allá de lo creado. Yahvé es un Dios radicalmente transcendente. Esta discontinuidad entre el Dios bíblico y la creación, sienta ya un radical desencantamiento del mundo. El universo entero aparece profano, desmitologizado, ante este Dios transcendente y creador. El relato de la creación del Génesis, que utiliza numerosos elementos cosmogónicos mesopotámicos, es ya una desmitologización.

Pero este Dios único y distinto a todo lo creado actúa históricamente. Se hace presente en acontecimientos que afectan al pueblo de Israel. Los saca de Egipto, hace alianza con ellos, les promete una tierra... A su vez, el hombre bíblico, el pueblo de Israel es responsable de sus acciones y se juega la fidelidad o no a Yahvé en la arena de lo histórico. Es decir, el mundo, la creación se convierte en el lugar de la acción de Dios y del hombre. El encuentro entre Dios y el hombre acontece en la historia. Mejor, surge la historia en estas acciones humanas en un espacio de libertad y responsabilidad. El espacio libre para el juego de la libertad surgió de la desacralización que conlleva la transcendentalización de Dios. Esta historización es la segunda gran aportación de la tradición bíblica.

La historia y la consiguiente individualización del hombre que introduce un actor de la historia cabe Dios, tiene raíces bíblicas. La modernidad occidental con su fuerte énfasis en la historia se enraiza en esta cosmovisión religiosa judeo-cristiana. La responsabilidad histórica del hombre sustituye a los órdenes cósmicos intemporales, egipcio o babilonio o a la tragedia griega. Se puede afirmar, por tanto, que la cosmovisión bíblica proporciona un marco de referencia que posibilita el desarrollo de una concepción de la historia, el individuo, su dignidad y su libertad de acción.

El tercer rasgo que sobresale en una consideración socio-cultural de la religión bíblica es el de la racionalización de la vida y la ética.

La concepción del Dios creador se da la mano con las actitudes proféticas anti-idólatras y anti-mágicas. De aquí el rechazo a todo culto mágico y orgiástico en Israel y el cristianismo. El énfasis cae sobre la conducta en la vida, en las relaciones interpersonales. Es decir, la religión judía lleva consigo una disciplina de la vida cotidiana. Se moraliza y normativiza la vida. Desde los profetas hasta el movimiento fariseo hay una racionalización de la conducta que puede degenerar en la casuística jurídica de los fariseos, pero que se puede ver como el punto de inflexión del desarrollo de la racionalidad ética de Occidente.

Son numerosas las matizaciones y complementos que los actuales estudios sociológicos han aportado a los análisis e hipótesis weberianas. A título de ejemplo citemos las discusiones sobre los orígenes del idealismo religioso del mono-yahvismo. N.K. Gottwald (desarrollando una tesis de Mendenhall) afirma que hay una correlación entre la sociedad igualitaria de las tribus agrícolas del primitivo Israel y el mono-yahvismo. Este igualitarismo, enraizado en las condiciones materiales de vida, pone en marcha la novedad religiosa del yahvismo y, a su vez, éste funciona como elemento de cohesión y legitimación de aquellas relaciones igualitarias.

Las consecuencias de algunos de estos aspectos básicos de la concepción judeo-cristiana de la religión son un venero inagotable para la reflexión teológica y la filosofía de la religión. Así, la teología política actual ha acentuado el carácter anti-mítico de la tradición judía. El gran realismo histórico judío, que lleva a Israel a no mitificar sus reveses y sufrimientos, sienta las bases de una teodicea que no busca escapismos gnósticos, ni falsas transfiguraciones de la realidad oprimida. El pensamiento judío donde el recuerdo (la anámnesis) es constitutivo, se alza así, resistente y crítico, frente a las concepciones evolucionistas y disculpadoras de la responsabilidad histórica del hombre. La crítica religiosa de la racionalidad funcional, unilateral, prevalente en la modernidad, puede iniciar su camino. Se descubre, por tanto, que la tradición bíblica está en los orígenes de los impulsos de la modernidad occidental, pero no la legitima totalmente. Al contrario, se vuelve un testigo peligroso de sus unilateralidades y aberraciones.

No menos importante es el descubrimiento cristiano del carácter trinitario de Dios.


II.
Trinidad y sociedad

Si Dios en vez de presentarse como soledad transcendente es comunidad, cambia radicalemnte nuestra concepción de Dios. Y esto afecta a los usos socio-culturales de Dios latentes en la organización de la sociedad humana.

No será posible ya presentar un cierto monoteísmo como el legitimador de órdenes sociales absolutistas o totalitarios: un solo Dios, Rey o Caudillo, un solo pueblo, una sola raza, una sola lengua, etc. Al revés, más bien, en vez del latente principio uniformador de lo igual (ontología y/organización social), que sólo reconoce a lo igual (gnoseología), se instaura el principio del reconocimiento de lo diferente. Lo otro y la apertura a lo otro, totalmente diferente, están ínsitos en el encuentro entre Yahvé y el hombre, pero se agudiza con la salida de Dios mismo hacia el hombre en la Encarnación y el envío del Espíritu.

Si algunos sociólogos acentúan la posibilidad de un cierto «reencantamiento» del mundo a través de la Encarnación —con lo que crecerían los peligros de sacralización y mitologización del cristianismo respecto del judaísmo—, sin embargo, desde otro punto de vista, se concede al hombre una dignidad sin par. Y al mantenerse la historia como el espacio de la libertad, se crea el marco apto para una apertura diagonal, simétrica, democrático radical, frente a los otros. La Trinidad ofrece una analogía mayor con las sociedades democráticas que con las dictatoriales. Y, por supuesto, el dinamismo de respeto y diálogo que las recorre presenta más concomitancias que los comportamientos político-sociales autoritarios.

La Trinidad, concebida como la comunidad perfecta, se convierte en inspiradora continua de utopías de solidaridad y comunidad humana. Ha servido incluso para una filosofía de la historia sobre la que se han alzado periodizaciones con sus consiguientes concepciones sociales (Joaquín de Fiore y seguidores). Sabemos que tales utopías no siempre son liberadoras, pero mantienen un momento de recuerdo crítico frente a lo dado, que destruye toda pretensión de reconocimiento de las realizaciones humanas no fraternas. No sólo el aguijón de la «reserva escatológica», proveniente de la radical transcendentalización judeo-cristiana, actúa aquí, si no la «reserva trinitaria» que reduce a imperfecta y no lograda cualquier sociedad humana donde todavía exista un ápice de inhumanidad e insolaridad.

Pero si la Trinidad ofrece una resistencia frontal a los usos y abusos uniformadores y a las pretendidas legitimaciones monoteístas, tampoco es, sin más, un aval de un politeísmo de valores y visiones que condujera a la justificación de un relativismo radical. La Trinidad no se aviene bien con una concepción unitaria, estrecha y uniforme, de la historia; tampoco con los monismos del imperialismo cultural. Desde aquí, el respeto a la diversidad de culturas y formas de realización humana, entra por su propio peso y razón de ser en la formación del torrente plural de la historia. Pero no se proclama un relativismo cultural ingenuo del todo vale. No se pierde la racionalización de la ética ni la pretensión universalista del Dios único y transcendente. Se matiza ese universalismo monoteísta de la razón y de la libertad; se advierte la necesidad del pluralismo en la comprensión de la realidad, la expresión de la verdad y la organización de la convivencia humana; se pone el acento más en el amor y la comunidad solidaria. Quizá se pudiera decir, en homología con la Trinidad, que frente al prevalente e ilustrado y patriarcal énfasis en la razón y libertad, se añade ahora, complementaria y críticamente, el amor solidario y fraterno.

Pero estas breves consideraciones sobre el potencial socio-cultural de la religión y, concretamente, del concepto cristiano de Dios, no nos tienen que hacer olvidar la inevitable ambigüedad social que le atraviesa. Ha servido y sirve para legitimar situaciones inhumanas. De aquí, la pertinencia de análisiscríticos como el marxista, despojados de su reduccionismo antireligioso. Sobre todo, es digno de tenerse en cuenta, las llamadas de atención a usar a Dios, la transcendencia, como un mecanismo de explicación última, abstracta, de la realidad socio-histórica concreta. Supone, en la mayoría de los casos, una huida de la realidad, una pereza a la hora de buscar las mediaciones históricas adecuadas para resolver las situaciones no queridas. Más peligroso todavía es una apelación a la transcendencia para descalificar doctrinas o regímenes en nombre de una pretendida actitud religiosa o espiritual. Proceder de esta manera es precipitarse en un juicio global, demonizador del otro, que no se atiene a las mínimas reglas de prudencia y discernimiento de la pluralidad y complejidad de los mecanismos de lo social. Peor todavía es incurrir en legitimaciones de un orden social dado mediante el recurso, aun indirecto, a la voluntad divina, la providencia o cualquier forma de manejo instrumental del misterio de la divinidad.

[–> Amor; Biblia; Comunión; Encarnación; Espíritu Santo; Historia; Joaquín de Fiore; Judaísmo; Monoteísmo; Politeísmo; Religión; Teodicea; Teología y economía; Transcendencia; Trinidad.]

José María Mardones