PROPIEDADES Y APROPIACIONES
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  1. PROPIEDADES

  2. APROPIACIONES

1. PROPIEDADES

SUMARIO: I. La fe y su lenguaje.—II. El descubrimiento del término.—III. Orientale lumen.—IV. El servicio de la esclava.—V. La tradición de Occidente.—VI. Teología trinitaria entre lógica y gramática.—VII. La gran Escolástica.—VIII. Del pasado al futuro.


1. La fe y su lenguaje

En la teología trinitaria se entiende por propiedad lo que caracteriza a una persona divina, perteneciendo solamente a ella y no a otra. Para aclarar y profundizar «cómo» y «por qué» se ha pensado en este término de propiedad, es decir, para comprender cuál ha sido su recorrido histórico y al mismo tiempo el sentido y el valor de los conceptos que paulatinamente se han ido incorporando al mismo, habría que situar este término dentro del vocabulario más amplio que se fue elaborando precisamente en conexión con la fe, el dogma y la teología trinitaria. En este mismo tiempo es cuando la fe cristiana se buscó y sigue buscándose una «lengua especial» característica y un bagaje conceptual particular.

La historia del lenguaje y de la doctrina trinitaria es ciertamente larga y complicada, pero es decisivo subrayar que siempre nació y se justificó en virtud de un «principio soteriológico». Hundiendo sus raíces en la sagrada Escritura, esta historia camina y se legitima continuamente en virtud del reconocimiento de Jesucristo como Emmanuel, el «Dios-con-nosotros» (Mt 1, 23), y, por consiguiente, como acontecimiento pleno y definitivo de la salvación. Así, por parte de los cristianos, mientras que por un lado se atestigua al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, por otro se proclama el carácter absoluto del obrar de este mismo Dios en Jesucristo en la fuerza del Espíritu Santo. Por tanto, es la «economía del misterio», como la llama Pablo (Ef 3, 9), la que revela la «paradoja» de un Dios que es Trinidad. Intentando vivir, comprender y defender esta fe, experimentada desde los orígenes y continuamente en la plegaria y sobre todo en la liturgia bautismal y eucarística, se advirtió la necesidad de una regla o canon, expresado en un credo o símbolo, que comprendiera los «santos gérmenes» o los «puntos principales» de la «ortodoxia» (Orígenes). En definitiva, fue por consiguiente la urgencia de la confesión de la recta fe «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18; cf. Didaché 7) la que impulsó a proponer en el siglo IV la fórmula del peculiar monoteísmo trinitario cristiano: por parte de los griegos, mía ousía (physis), treis hypostáseis (prósopa); por parte de los latinos, tres personae - una essentia (natura, substantia). De este modo, tomando en préstamo de la cultura antigua unos términos no bíblicos en su origen, se vertieron en ellos conceptos totalmente nuevos, producidos con la intención de mantener firme y aclarar el misterio de la unidad y trinidad del Dios que se había revelado y dado al hombre. Sobre la base de los elementos comunes de la fe y del dogma, un estilo intelectual distinto y una articulación lingüística distinta dieron vida a las dos grandes ramificaciones de la teología cristiana, la oriental y la occidental.


II. El descubrimiento del término

Si todo esto sirve para esbozar el horizonte en el que se sitúa el desarrollo de la doctrina trinitaria en general, el mérito de haber introducido en la teología latina el término proprietas, además del otro término indudablemente más célebre y significativo de persona, le corresponde a Tertuliano (siglo IIII1). Gracias a él, proprietas se transpone por primera vez y se implanta definitivamente en el discurso tanto cristológico como trinitario con la finalidad de indicar, por un lado, las cualidades y actividades diferentes e inalteradas de las dos naturalezas de Cristo y, por otro, las notas características y distintivas de las personas divinas. En ambos casos, proprietas quiere expresar la particularidad de lo que no es común y no tenemos derecho a confundir con otro. Aplicado a los individuos concretamente existentes, proprietas quiere sugerir que cada uno existe en sí, a su modo y aparte de los demás. «Salva est utriusque proprietas substantiae» (Adv. Prax. 27, 11: CCL 2, 1199): esta fórmula tendrá la suerte de ser recogida por León Magno en el famoso Tomo a Flaviano de Constantinopla, para ser luego canonizada por el concilio de Calcedonia (451) (DS 290 y 302). Pero en Tertuliano, antes que la preservación de la especificidad de las naturalezas de Cristo, proprietas designa la dualidad numérica de cosas diferentes, no mezcladas ni mezclables entre sí. Del mismo modo, cuando se trata de las personas divinas, en Tertuliano se quiere sostener la peculiaridad de sus existencias individuales. Pero en este caso, en vez de hablar de proprietas en relación con sustancia, se habla de ella en vinculación con persona.. «unamquamque personam in sua proprietate constituunt», «proprietate utriusque personae» (Adv. Prax. 11, 10; 24, 8: CCL 2, 1172. 1195). Sin embargo, Tertuliano no posee clara conciencia de la «subsistencia» distinta de las personas divinas o de su relación de origen. El término proprietas no adquiere todavía en él una densidad «ontológica» ni, por tanto, ninguno de los significados que se le añadirán a continuación: se sitúa en el nivel de la proprietas nominum y, por tanto, en el nivel del discurso inmediato y espontáneo, con un sabor «jurídico», si se quiere, y al mismo tiempo con una vaga resonancia de filosofía estoica. En realidad, Tertuliano comprende simplemente el modo de aparecer, de revelarse, no el modo de ser de las personas trinitarias, a pesar de que subraya su imposibilidad de someterse a ninguna reducción modalista o sabeliana. «Qui loquitur et de quo loquitur et ad quem loquitur» (Adv. Prax. 11, 4: CCL 2, 1171); en el fondo es el diálogo del «YO», del •«Tú» y del «Nosotros» intradivino, que nos atestigua la Escritura (Gén 1, 26; 3, 22; Sal 110, 1; etc.), y, por consiguiente, la oikonomía, lo que manifiesta primariamente, para Tertuliano, a una persona divina «in sua proprietate», es decir, en su individualidad característica y diferente de las otras. Bajo esta manifiestación distinta no se niega, sino que se advierte sólo implícitamente, la subsisten tia real e irreductible de cada uno de los Tres respecto a los otros, con los que se connumera y con los que constituye una sola y misma substantia


III. Orientale lumen

En Oriente son los tres Capadocios, a saber, Basilio el Grande, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, los que alcanzan la cima decisiva de la teología trinitaria (siglo IV). Sus conquistas, perfeccionadas y afinadas a continuación, serán finalmente recogidas y transmitidas a la posteridad por Juan Damasceno (siglo VIII). Es verdad que ya antes se había hablado a veces de propiedades (idiótetes) de las hypostáseis divinas, por ejemplo en Orígenes (In Job. evangelium II, 2: PG 14, 108C-109A) o en Alejandro de Alejandría (PG 18, 553A). Pero, una vez pro-clamada en Nicea (325) la homoousía, es decir la «consustancialidad» del Padre con el Hijo, fueron precisamente los Capadocios los que, en el curso de la dramática crisis arriana que seguía sacudiendo a la Iglesia, junto con la fórmula de la ortodoxia trinitaria afirmaron las propiedades (idiótetes) de las personas divinas, señalándolas en la paternidad (patriké), filiación (hyiiké) y procesión (ekporeuté), a las que añadieron también la innascibilidad (agennesía): los tres de la Trinidad, unidos e indivisibles en cuanto a la ousía, son al mismo tiempo distintos en cuanto a las hypostáseis, precisamente en virtud de las propiedades que pertenecen a cada uno. Estas propiedades son llamadas en cada caso por los Capadocios, «distintivas de las hipóstasis», «idiomas distintivos de las hipóstasis» o también «incomunicables» (Gregorio de Nisa, Contra Eun. II: PG 45, 472 y 469; Gregorio de Nacianzo, Orat. 38 § 12: PG 36, 348). Gregorio de Nacianzo, por ejemplo habla de «una naturaleza en tres propriedades (mían physin en trisin idiótesi)..., subsistentes por sí mismas, distintas por número, pero no por la divinidad» (Or. 33, 16: PG 36, 236). Gregorio de Nisa observa que «el que no admita el signo distintivo de las tres hypóstasis se verá reducido al judaísmo; y el que no confiese la comunidad de la esencia caerá en el politeísmo» (Contra Eun. I: PG 45, 336). Una de las expresiones más luminosas de esta teología sigue siendo la Epístola 38, atribuida a Basilio el Grande, pero que es en realidad de Gregorio de Nisa, donde a propósito de la Trinidad se declara: «En esta realidad se capta una cierta inefable e incomprensible tanto comunión como distinción, una diferencia de hipóstasis que no rompe la unidad de la naturaleza, una comunidad de esencia que no confunde la propiedad de los signos distintivos (to idiázon tón gnorismáton)» (PG 32, 329). En la misma Epistola 38 se recoge una imagen espléndida que es oportuno recordar aquí: se compara a la Trinidad con el arco iris, en el que, «como ejemplo y como sombra de la verdad, no como la verdad misma de las cosas (...), discernimos claramente las diferencias de los colores, pero no podemos percibir con nuestra sensación visual la separación y la distancia entre uno y otro, como ocurre en la divinidad. Las propiedades hipostáticas de las tres personas divinas deben comprenderse entonces como brillando por separado sobre cada una de ellas, como la irradiación luminosa de lo que aparece en el arco iris». Por lo que atañe a las propiedades, no ya de las personas, sino de la naturaleza divina, no está permitido concebir la mínima diferencia entre una y otra, sino que hay que comprender la esencia divina totalmente común: «En el ejemplo (del arco iris), es efectivamente una misma esencia la que reverbera esta irradiación multicolor; es reflejada por el rayo solar y hace que aparezca multiforme el despliegue del fenómeno, enseñando así la separación en las divinas hipóstasis y la unión en la esencia» (Ibid., 38, 4: PG 32, 333). No obstante, el concepto de hipóstasis como sujeto caracterizado (hypóstasis charakteristiké) por propiedades individuales, una vez que se enriqueció además con el concepto de subsistencia (kath eautó einai), no podía menos de plantear dificultades. En efecto, parecía sugerir que se hablaba de las tres personas como de tres seres ontológicamente autónomos, cayéndose así en el triteísmo. Por eso se sintieron obligados a distinguir en la Trinidad, por una parte, el modo de ser «propio» y por tanto triple en relación con las hipóstasis, y por otra, el modo de ser «común» y por tanto único respecto a la esencia divina. Juan Damasceno, cuyo esfuerzo de sistematización forjó una doctrina que constituirá algo así como el «manual» perenne de la teología bizantina, queriendo resumir toda la tradición, declara: «Lo mismo que confesamos la única naturaleza (physis) en la divinidad, también decimos que existen verdaderamente tres personas (hypostáseis); mientras que por un lado afirmamos que todo cuanto pertenece a la naturaleza y a la esencia es simple, por otro reconocemos la diferencia de las personas en tres solas propiedades (idiótesi), es decir el ser sin causa (anaítios) o la paternidad (patriké), el ser a partir de la causa (aitiaté) o la filiación (hyiiké) y el ser a partir de la causa (aitiaté) o la procesión (ekporeuté), de modo que no pueden ni separarse ni dividirse mutuamente» (De fide 5, 5: PG 94, 1000). Y también: «Conocemos por tanto a un único Dios, pero comprendemos la distinción en sólo las propiedades (idiótesi) de la paternidad (patrótetos), de la filiación (hyiótetos) y de la procesión (ekporéuseos), en cuanto a la causa y al causado, y perfección de la hipóstasis, es decir, al modo de existir (hypárxeos trópos)»; «estas propiedades no son tales que denoten la esencia, sino sólo la relación recíproca (schéseos) o el modo de existencia (hypárxeos tropou)» (Ibid., 1, 8 y 10: PG 94, 828 y 837).

Las profundas reflexiones de la teología oriental no serán todas ellas desconocidas a la teología occidental; más aún, entre los dos mundos proseguirá un intenso intercambio teológico, y no solamente durante el primer milenio. Más o menos por la época en que trabajaron los Capadocios, también en la teología latina se había recogido el tema de la propiedad introducido antes por Tertuliano. Hilario de Poitiers (t 387), que había tenido la oportunidad de conocer y apreciar la profundidad y las sutilezas de la teología griega, hablaba de ello en el contexto de su intrépida lucha por la fe nicena. Mientras que el término substantia y los equivalentes natura, genus, y essentia, expresan para Hilario el concepto de «sustancia genérica», al contrario proprietas (que corresponde al griego idiótes) indica más bien las características de la sustancia específica». Es muy común en la obra de Hilario la expresión «proprietas naturae». Pero proprietas se aplica también a las personas (Syn. 22 y 23: PL 10, 497 y 498) y por tanto, en cada ocasión, al Padre («in proprietate paternae naturae»: Syn. 76: PL 10, 530), al Hijo («proprietate... et innascibilitatis et originis»: Trin. IV, 33: PL 10, 120D) y al Espíritu Santo («de proprietate Spiritus»: Trin. XII, 8: PL 10, 458B).


IV. El servicio de la esclava

Sobre el trasfondo de la reflexión trinitaria en torno a las propriedades, que a partir de los Capadocios y de Hilarlo puede considerarse adquirido sustancialmente para la teología trinitaria tanto oriental como occidental, hay que percibir los ecos de los debates filosóficos, a los que recurren los Padres con desenvuelto eclecticismo, sometiéndolo todo siempre a la primacía de la regula fidei y del dogma de la Iglesia. En general, hasta la Escolástica de la Edad Media e incluso hasta la misma teología moderna, habrá que hacer caso del entramado, no siempre nocivo ni siempre infecundo, entre cuestiones teológicas y cuestiones filosóficas. De todas formas, por lo que se refiere en particular a la cuestión de las propiedades trinitarias, habría que observar que los Padres se las tuvieron que ver con una problemática que se remontaba hasta el pensamiento aristotélico. Además de las diez «categorías» (latín, praedicamenta), el Filósofo había enumerado cinco modos de atribución de los predicados a los sujetos de la proposición y los había llamado «categorumenoi» (latin, praedicabilia): el género, la especie, la diferencia, lo propio y finalmente el accidente. En oposición a lo común, Aristóteles había definido lo propio (ídion) como «lo que, aun sin revelar la esencia individual objetiva, pertenece sin embargo a ese único objeto y está respecto al mismo en una relación convertible de predicación» (Top. I, 5, 102 a 18). El Filósofo había distinguido además lo propio, que «se ofrece con vistas al conocimiento», en cuatro especies: Lo propio in se, que diferencia una cosa de todo lo demás; lo propio relativo, que delimita al sujeto respecto solamente a una cosa; lo propio perpetuo, que nunca falta y es verdadero en todo tiempo; y lo propio temporal, que no sigue naturalmente al sujeto y vale para un período determinado. «Por otra parte — había señalado igualmente Aristóteles—, entre los aspectos de lo propio, los más fecundos para los discursos están constiuidos por lo propio in se y sin limitaciones de tiempo, así como por lo propio respécto a otro objeto» (Top. V, 1, 129 a 16). Para la historia de la cuestión específicamente trinitaria de las propiedades encierra una utilidad especial la observación de que Aristóteles, al tratar precisamente de lo propio, habló también de la noción de un objeto. Por noción (énnoia) el Filósofo entiende, sin embargo, algo más amplio que lo propio, ya que —a su juicio—pueden darse nociones comunes además de nociones propias o también de tipo diverso, por ejemplo nociones relativas, etc. (Top. V, 6, 135b; cf. Ibid. 3, 130b-131a). Recibiendo paulatinamente influencias estoicas y neoplatónicas, la doctrina aristotélica de lo propio se transmite a la Edad Media latina a través de la mediación de Cicerón (Topici), de Porfirio (Isagogé o Introducción a las categorías de Aristóteles) y sobre todo de Boecio (traducción de los Tópicos de Aristóteles, traducción y comentario de la Isagogé de Porfirio y de los Tópicos de Cicerón, así como sus obras lógicas, entre ellas la De differentiis topicis). Con el término nodo Cicerón (Topica VII, 31) tradujo el término énnoia y prólepsis, que aparecen en los estoicos y que indican los conceptos derivados de las sensaciones gracias a la actividad de la mente (Aecio, Placita 14, 11: Diels DG). Por su parte, comentando lo que decía Cicerón de la «definición esencial», Mario Victorino, el gran rhetor convertido al cristianismo (siglo IV), declaraba que, según el precepto del Arpinate, el que define tiene que introducir y añadir a su discurso ciertas diferencias «hasta que este discurso llegue a lo propio, que no pueda ser ya absolutamente común con ninguna otra cosa» (De defin.: ed. Hadot, 338). Sin la preciosa y compleja herencia de esta especulación filosófica no sería comprensible el inmenso esfuerzo dialéctico emprendido dentro de la teología cristiana ya en la época patrística, pero desplegado más áun en la época medieval en torno al tema de las propiedades trinitarias. Como Aristóteles había usado también indiferentemente los dos términos de «categorías» y de «categorúmenos» (Mat. V, 7, 1017 a 25; XII, 4, 1070 b 12), este intercambio terminológico impulsó de hecho a los escolásticos medievales a plantearse el problema del valor ontológico, no sólo de los «predicamentos», sino también de los «predicables»: ¿qué es lo que en el modus praedicandi, esto es, en nuestro modo de hablar, corresponde al modus essendi, es decir, al modo de ser de las cosas mismas? Planteado en forma aguda en el siglo XII el problema de la correspondencia entre los términos y conceptos y las cosas mismas, esto es una vez que estalló la cuestión llamada de los «universales», no podía menos de repercutir este hecho en el ámbito teológico, en general, y en el trinitario, en particular. Guillermo de Champeaux, que sostenía la concepción «realista» hasta el punto de hacer corresponder una «essencia material» a todo universal, se vio acusado de transformar la fe en la Trinidad en un triteísmo. Por el contrario, a Roscellino, que reducía los universales a puros nombres o flatus vocis, se le acusó de eliminar toda distinción efectiva entre las personas divinas.


V. La tradición de Occidente

Pero en este punto hay que recordar que la teología latina trinitaria se había ido desarrollando según el modelo trazado en su tiempo por san Agustín (s. V). Sobre la base del «paradigma» establecido en el De Trinitate agustiniano, la inteligencia del misterio se buscó a partir del Deus Trinitas. A partir de la revelación bíblica interpretada autoritativamente por el dogma de la Iglesia, se empieza por la unidad de la sustancia para intentar comprender a continuación cómo se distingue y se articula en su interior la Trinidad de las divinas personas. Es necesario, sin embargo, tomar nota de que san Agustín no había prestado demasiada atención a la problemática que acompañaba al tema de las propiedades en cuanto tales. Nos atrevemos a avanzar la hipótesis de que esta carencia deriva precisamente de la primacía metodológica, no ciertamente ontológica, atribuida por san Agustín a la unidad de la esencia en relación con la trinidad de las personas divinas. Si bien en el De Trinitate se empeñe a fondo en las distintas notas que caracterizan a las personas, apenas toca el concepto específico de propiedad y, para colmo, lo hace en el De civitate Dei, en donde parece ocuparse más de recoger con veneración fórmulas tradicionales que de constiuirse en promotor de una aportación original: «Credimus et tenemus et fideliter praedicamus [...] hoc totum —declara el santo Doctor— et Trinitas sit propter proprietatem personarum et unus Deus propter inseparabilem divinitatem» (Civ. Dei, XI, 24: PL 41, 337). En realidad, una investigación analítica y profunda sobre la historia del concepto de propiedad, al parecer, no se ha llevado aún a cabo. De un rápido y sin duda insuficiente sondeo se podría concluir que, si la teología occidental, hasta el Medio Evo no ha subrayado mucho la cuestión de la propiedad, también hay que reconocer que no la ha preterido. Las aportaciones en los inicios de una tradición en este campo parecen enlazar ideas provenientes de Oriente con el patrimonio más antiguo de la misma teología latina, que se remonta a Tertuliano e Hilario, aún antes que a san Agustín. La necesidad de esclarecer el contrapunto establecido por la fórmula de la ortodoxia trinitaria entre sustancia y persona no podía por menos de impulsar el intento por precisar lo que es común y lo que es propio en Dios. La conocida Profesión de fe del papa san Dámaso, que en realidad se remonta al final del s. V, proclama precisamente que el término Dios «nomen est potestatis, non proprietatis», y continúa: «Proprium nomen est Patri, Pater et Filio Filius, et proprium nomen est Spiritui Sancto Spiritus Sanctus» (DS 71). En la epístola Inter ea quae al emperador Justino (26 de marzo del 521) el Papa Hormisdas declaraba que la fe trinitaria, si bien admite un número en las personas, no acepta, sin embargo, el número para la esencia divina: «ita tamen, ut servemus divinae propria naturae, servemus propriae unicuique personae, ut nec personis divinitatis singularitas denegetur nec ad essentiam hoc, quod est proprium nominum, transferatur» (DS 367). Como se intuye, la distinción entre el propio esencial y el propio personal han sido afirmados con claridad mucho antes que hablaran los medievales.

Los mismos concilios de Toledo, que tendrán una parte tan importante en la elaboración de la doctrina trinitaria latina, no ignoran el concepto de propiedad. El Toledano IV del a. 633, según la más genuina tradición tertuliana más bien que calcedonense, apunta a la propiedad, si bien en el marco de la cristología: «Habens in una persona duarum naturarum proprietates». Igualmente el Toledano V del a. 638 parece proceder en esta línea cuando declara que, aún permaneciendo inseparables las obras de la Trinidad, la encarnación, sin embargo, acontece «in singularitate personae, non in unitate divinae naturae, in id quod est proprium Filii, non quod commune Trinitati» (DS 492). En un marco explícitamente trinitario se expresa el concilio XI de Toledo del a. 675, declarando que las propiedades pertenecen a cada una de las personas divinas: «Pater enim aeternitatem habet sine nativitate, Filius aeternitatem cum nativitate, Spiritus vero Sanctus processionem sine nativitate cum aeternitate» (DS 532). Si el Toledano XIV del a. 684 apunta todavía al discurso cristológico (DS 564) y el Toledano XV del a. 688 deshoja el problema antropológico de las propiedades (DS 567), el Toledano XVI del a. 693 enfoca con precisión la problemática trinitaria: afirma por un lado que «sunt quaedam, quae specialius unicuique possint pertinere personae», mientrasque por otro lado repite las por demás conocidas propiedades del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «et ista dicentes non personarum confundimus proprietates, nec unionem substantiae separamus [...] «Quia quibus est unum esse in deitatis natura, bis est in personarum distinctione specialis proprietas» (DS 569 y 573). Toda esta antigua y constante tradición parece recogida con sobriedad y sancionada con solemnidad por el Lateranense IV, el Concilio de Inocencio III, del a. 1215, que asumió la defensa de Pedro Lombardo contra Joaquín Fiore: «Pater generans, Filius nascens et Spiritus Sanctus procedens [...] Haec sancta Trinitas, secundum communem essentiam individua, et secundum personales proprietates discreta» (DS 800).


VI. Teología trinitaria entre lógica y gramática

Durante este tiempo, sin embargo, siempre en Occidente, la teología trinitaria había tenido que afrontar, entre otras cosas, el desafio de la llamada por los estudiosos (por ejemplo M. Grabmann) Sprachlogik, es decir, el desafío de la dialéctica surgida como «logica sermocinalis» o de la gramática aparecida como «grammatica speculativa». Si san Anselmo de Aosta, en el s. XI, con el De fide Trinitatis, el De processione Spiritus Sancti, además del Monologion permanece al margen de las sutiles y complicadas cuestiones lógicas y gramaticales que se derivaban, en el siglo siguiente no las esquivan Abelardo y Gilberto Porretano, cada uno obviamente a su modo y siempre dentro del planteamiento trinitario general esbozado por san Agustín. Dentro del entusiasmo o de la repulsa por las novae quaestiones los maestros del «renacimiento» del s. XII colocan en tema central y decisivo de su reflexión trinitaria las propiedades junto con las nociones, con el aval, también aquí, aunque sea somero, de Agustín. (Trin. V, 6: PL 42, 915: «ideoque alia notio est qua intelligitur genitor, alia qua ingenitus»). Boecio (siglo V) había dicho que «diversum est esse et id quod est». Siguiéndole, Gilberto Porretano, el mayor metafísico de su siglo (E. Gilson), compartiendo en la cuestión de los universales ciertos presupuestos filosóficos ultrarrealistas, recoge la doctrina boeciana y distingue, por una parte, el «quod est», que llama también «subsistens» (o sea, el ente concreto) y, por otra, el «quo est» o el «esse», que llama también «subsistentia» (o sea, aquello por lo que el ente es lo que es). En las criaturas el «quod est» y el «quo est» son realmente distintos, pero en Dios se identifican. Refiriéndose a una afirmación que ya había sido anticipada por Agustín (Trin. 5, 2, 3: PL 42, 912) y que encontrará en Tomás de Aquino un desarrollo genial (SumTh I, q. 13, a. 11 y par.), Gilberto Porretano dice que Dios propiamente no tiene, sino que es un «esse» simple y absoluto, que es al mismo tiempo un «quod est». A pesar de que le aplicamos múltiples y diversos nombres, como bueno, eterno, omnipotente, etc., Dios no está compuesto de «substantia cum qualitate». Existen o son realmente distintas en Dios —continúa Gilberto— solamente las personas con sus relaciones y propiedades personales. Pero en este punto se abre camino una pregunta: las distinciones en Dios de personas, relaciones y propiedades personales ¿se reducen a nuestros modos de expresarnos (modus significandi), debidos a nuestro modo de conocer (modus intelligendi), o bien constituyen algo realmente presente (modus essendi) en la realidad transcendente de Dios? En otras palabras, se establecía el problema de la diferencia y, al mismo tiempo, de la coordinación entre gramática, lógica y ontología, y todo esto, dentro de la inteligencia de la fe, particularmente, de la fe trinitaria. En lo que mira a Gilberto, de sus presupuestos filosóficos se veía constreñido a poner, más bien que a quitar distinciones. Sin embargo, la misma posición filosófica que le mueve a considerar lo universal presente en los individuos como distinto realmente de los principios individuantes, le hace oponer a «Dios» a su «deidad» y, en la Trinidad, le obliga a distinguir realmente no sólo las personas, sino también la esencia respecto a las personas. Pensando que también en Dios las propiedades constituyen formas abstractas, Gilberto acaba poniéndolas fuera de las personas, por ejemplo distinguiendo de forma «ultrarrealista», como si fueran dos cosas, al Padre de la paternidad: el Padre es Dios, pero la paternidad no es Dios ni es el mismo Padre, sino que es aquello por lo que Dios es Padre. San Bernardo entró en liza y protestó con vehemencia: la paternidad está en Dios eternamente: ¿puede haber entonces algo eterno que no sea Dios? Pedro Lombardo condenó la audacia de los «nuevos herejes». El ataque dirigido contra Gilberto Porretano con ocasión del sínodo de Reims (1148) se centró en estas cuatro proposiciones: «La divina esencia, sustancia y naturaleza, que se dice divinidad, bondad, sabiduría, grandeza de Dios, etc., no son Dios, sino la forma por la cual Dios es Dios» —«el único Dios, la única sustancia o cualquier otra cosa única no son las tres personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo»— «las tres personas son tres cosas por tres unidades y son distintas por tres propiedades, que no son las mismas tres personas, sino que son tres cosas eternas, aunque diferentes por número tanto entre sí como de la sustancia divina» —«la naturaleza divina no se encarnó ni asumió una naturaleza humana»— (cf. DS 745). Gilberto, sin embargo, se defendió con vigor, protestó de su ortodoxia y no tuvo ninguna dificultad en suscribir una profesión de fe. No obstante, a continuación los magistri se hicieron más cautos. Prepositino (+ 1210 circa), por ejemplo, desconfía de toda audacia dialéctica inmoderada y rechaza en bloque toda la doctrina de las nociones. No reconoce en Dios más que la esencia y las personas. Éstas —dice Prepositino— se distinguen ciertamente, pero, puesto que Dios es simple, las nociones no son más que artificios lingüísticos, nuestros modi loquendi. Sin embargo, con ello se desembarazaba con demasiada facilidad de algunos resultados indiscutibles, ya adquiridos desde el tiempo de los Padres de la Iglesia, con la finalidad de organizar y afinar el discurso trinitario, pero sobre todo, se evitaban, aunque no se superaban, los desafíos provenientes del campo de la filosofía. De hecho, la doctrina de las nociones y propiedades fue asumida de nuevo unos decenios más tarde y recibida incluso como tradicional. No obstante, recibe algunas matizaciones, mientras que se la inserta en una articulación que distingue entre ellas las relaciones, las nociones y las propiedades. Ricardo de san Víctor, esquivando las zancadillas y las complicaciones dialécticas, había hablado tranquilamente de propiedades a propósito tanto de la sustancia como de las personas. En Dios, había declarado, se dan «propiedades comunes» y «propiedades incomunicables»: las primeras conciernen a la sustancia y, por tanto, son de todas las personas y de cada una de ellas; las segundas, por el contrario, pertenecen a cada una de las personas, caracterizándolas y, por tanto, diferenciándolas (De Trin IV, 16: PL 196, 940D). Puede concluir, por tanto, con estas palabras: «oportet tot personales proprietates esse quot sunt personae. Proprietas autem personalis pro certo est incommunicabilis. Proprietas personalis est ex qua unusquisque habet esse is qui est. Personalem proprietatem dicimus, per quam quilibet unus est ab omnibus aliis discretum» (De Trin. IV, 17: PL 196, 914A). Ricardo, sin embargo, cualifica también a la persona como existencia, entendiendo con este término aquello que tiene «substantiale esse et ex aliqua proprietate» (De Trin. IV, 16: PL 196, 940D). Si en Dios se distinguen personas o existencias, las propiedades constituyen los títulos en virtud de los cuales las personas poseen respectivamente la única sustancia divina. En Dios se da, por tanto, un «modum essendi» único de la sustancia y un «modum existendi» múltiple de las personas: «Unitas itaque ibi est iuxta modum essendi, pluralitas iuxta existendi. Unitas essentiae quia unum et indiferens esse; plures personae quia plures existentiae» (De Trin. IV, 19: PL 196, 943A). En consecuencia, se debe decir también que las propiedades, más que «subsistir», «están insertas» en las personas: «Et idcirco personae rectius dicuntur existentiae, quam substantiae vel subsistentiae» (Ibid.).

Hasta aquí Ricardo de san Víctor. Pero otros seguían dándole la razón a Prepositino. Ciertamente, no se puede atentar contra la simplicidad de Dios: las propiedades son en realidad las mismas personas. Pero se añadía también que, según nuestro modus loquendi, hay que establecer ciertas distinciones. Hay que decir ciertamente que en Dios, por ejemplo, engendra el Padre, pero no puede decirse que engendre la paternidad. Guillermo de Auxerre (+ 1232) concede que a veces pueden divergir los pareceres en teología sin graves daños para la fe y absuelve a Gilberto Porretano de la nota de herejía con que le había cargado Pedro Lombardo. La doctrina de las nociones y propiedades parece representar uno de esos casos privilegiados en que los grandes escolásticos pudieron percibir las ventajas y al mismo tiempo los riesgos de un progreso teológico. Explorar racionalmente lo que está presente de modo implícito en la revelación significa anticiparse a las intervenciones normativas de la Iglesia. Entonces resulta inevitable que se presenten opiniones divergentes, que a veces rozan con el error. Pero «non sunt adversi sed diversi», declaraba Abelardo en el prólogo de su Sic et non. Pero solamente hay herejía cuando alguien se obstina contra la explicación auténtica y declarada de la Iglesia. Después de Guillermo de Auxerre, casi todos los magistri justifican a Gilberto Porretano y consideran la doctrina de las nociones y de las propiedades, liberada de las ásperas polémicas anteriores, como adquirida para siempre en el edificio teológico trinitario.


VII. La gran Escolástica

En el siglo XIII, haciéndose herederos de toda esta tradición, Alejandro de Ales, Buenaventura, Alberto Magno y sobre todo Tomás de Aquino concurren, cada uno a su modo, a una communis doctrina que, superados finalmente los escrúpulos excesivos, se hace más rigurosa tanto desde el punto de vista lingüístico como desde el conceptual, trasmitiéndose así a la teología trinitaria latina hasta nuestros días. Sin embargo, como ningún otro antes ni despúes de él, fue Tomás de Aquino el que supo distinguir entre el modus significandi, consecuente a nuestro modus intelligendi, y el modus essendi, sacando las consecuencias de esta distinción en el discurso teológico en general y en el trinitario en particular. Acogiendo en una visión superior las opiniones contrapuestas de Gilberto y de Prepositino, Tomás declara que ciertamente estamos apretados dentro de los límites de nuestra condición creatural y de nuestra percepción conceptual, pero siempre podemos proyectarnos y transcender nuestros conceptos y nuestras palabras para remachar la eminente simplicidad del «Objeto inmenso» divino, tal como es en sí mismo. Cuando afronta la cuestión general «de divinis nominibus», alrepetir que lo propio se dice en oposición a lo común, Tomás declara que el término «Dios» designa a la naturaleza divina o deidad, y que por eso mismo no es común a Dios y a las criaturas, sino que conviene sólo a Dios, siendo por tanto propio e incomunicable por esencia (aunque no por semejanza o analogía).a otros seres fuera de él: «Hoc nomen "Deus" per se habet quod supponat pro essentia» (SumTh I, q. 39, a. 6). Por otra parte, llevando a cumplimiento y radicalizando una antigua tradición (por ej., san Agustín, De Trin. V 2, 3 y VII, 5, 10: PL 42, 912, 942; De Civ. Dei XII, 2: PL 41, 350; Enarr. in Ps. 121, 5: PL 37, 1311; Juan Damasceno, De fide 1, 9: PG 94, 836), santo Tomás proclama que el nombre «maxime proprium» de Dios es el atestiguado por la revelación del Exodo (3, 14): «Qui est», «El que es». Por eso, siempre según el Angélico, Dios es el «Ipsum esse subsistens» (SumTh 1, q. 13, aa. 8-11). Desplegando siempre su refinada gramática especulativa, Tomás sostiene entonces (contra Gilberto) que, según el modus essendi, Dios es la deidad, mientras que, según nuestro modus significandi, podemos distinguir (contra Prepositino) entre Dios y la deidad (S. Th., 1, q. 39, aa. 4-5). Todo este discurso vale sin embargo en la perspectiva de la única esencia divina. Pero la problemática de lo propio y de lo común no sólo concierne a Dios en cuanto uno, sino también en cuanto trino. De hecho, el mismo término «Dios», captado como propio en la perspectiva de la esencia, cuando se pasa a considerar a las personas, llega a representar un nombre que ya no es propio, sino común, que ha de aplicarse a cada uno de los Tres de la Trinidad. En el Comentario a las Sentencias (libro I), en el De Veritate (q. 4), en el De potentia (qq. 8-10), en la Contra Gentes (IV, 1-26), en el Comentario a Juan y en el Compendium Theologiae se encuentran los momentos más destacados de un camino que Tomás resume en la Summa Theologiae (I, qq. 27-43). Es aquí donde la doctrina de las propiedades encuentra su formulación más madura y más limpia: «Proprietates determinant et distinguunt personas —declara santo Tomás—, non autem essentiam» (SumTh 1, q. 40, a. 1, ad 2). Sin embargo, para el Doctor Angélico se llega a hablar de las propiedades trinitarias según cierto ordo disciplinae, es decir, siguiendo un cierto procedimiento del discurso teológico. Efectivamente, a su juicio, no se llega a una inteligencia de las personas más que a través de las relaciones, y no se llega a una inteligencia de éstas más que a través de las procesiones u orígenes internos dentro de la única esencia divina. Siempre en la línea del «paradigma» agustiniano, según el doctor angélico hay que considerar primero «ea quae pertinent ad essentiam» y luego «ea quae pertinent ad distinctionem personarum». En esta línea, dentro del planteamiento tradicional introduce sin embargo una novedad; hace que las procesiones desempeñen la tarea que antes se asignaba a las relaciones. Siguiendo a Agustín, Boecio había dicho que en Dios «substancia continet unitatem, relatio multiplicar trinitatem» (Trin. 6: PL 64, 1225). Tomás, por el contrario, piensa que, desde un punto de vista lógico, puesta la unidad de la esencia divina, vienen primero los orígenes o procesiones y son éstas a su vez las que fundamentan las relaciones, articulando, por así decirlo, la Trinidad de las personas (SumTh I, q. 28, a. 3, sed contra; cf. Contra Gent. IV, 26, n. 2632). Por eso, dada la única esencia divina, hay que decir que las procesiones son dos (generación y espiración), las personas son tres (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y las relaciones cuatro (paternidad, filiación, espiración común, espiración pasiva). En este punto entra en juego la noción. Para el Angélico se llama noción la «propria ratio cognoscendi divinam personam» (SumTh I, q. 32, a. 3), es decir, aquel concepto que permite reconocer a una persona respecto a otra. Desarrollando su discurso, el Angélico añade por tanto que las nociones son cinco: innascibilidad, paternidad, filiación, espiración común y procesión (o espiración pasiva). De estas cinco nociones sólo cuatro son relaciones, ya que la innascibilidad no significa propiamente relación. También son cuatro las propiedades, ya que la aspiración activa, en cuanto que es común a dos personas, no es propiedad. Pueden también decirse tres las nociones personales, es decir, constitutivas de las personas: la paternidad, la filiación y la procesión. Las otras dos, la espiración común y la innascibilidad sólo pueden decirse nociones de las personas, pero no personales. Quizás no sea inoportuno añadir aquí que el Angélico habla también de «actos nocionales», queriendo indicar con esto los actos que designan los orígenes intradivinos, tanto en sentido activo como en sentido pasivo, es decir, el engendrar y el ser engendrado, el espirar y el ser espirado (SumTh I, q. 41).

Como se percibe fácilmente, santo Tomás hace fructificar genialmente todo el inmenso esfuerzo que se había producido en los siglos anteriores en torno a la cuestión de la propiedad, a través de los Padres hasta la Escolástica, y todo ello al servicio del intellectus fadei trinitario, que a nuestro juicio no se ha superado todavía por agudeza, complejidad y rigor. Ciertamente, él sabe muy bien que en la Escritura no se habla de nociones ni de propiedades. Pero observa que en la Escritura se muestran siempre las divinas personas, por así decirlo, desplegándose en la «economía del misterio», y que, escrutando precisamente a las personas, se pueden captar las propiedades, así como las relaciones y nociones «sicut abstractum in concreto» (SumTh I, q. 32, a. 1, ad 1). En cuanto conceptos expresados en términos abstractos que notifican a las divinas personas, tanto las nociones como las relaciones y las propiedades, si no son «res», designan sin embargo algo «real» en Dios. Está el hecho de que, desde el punto de vista de la «gramática trinitaria», o, si se quiere, de la peculiar Sprachlogik, de la que debe dotarse la teología cristiana, no puede decirse que la paternidad engendre o cree; pero se puede decir que la paternidad es eterna o misericordiosa, o bien que es Dios, que es el Padre. Santo Tomás proclama icásticamente: «essentia significatur in divinis ut quid, persona vero ut quis, proprietas autem ut quo» (SumTh 1, q. 32, a. 1). Por tanto, la persona divina es un subsistente (quis), que posee una esencia (quid) y está dotado de propiedad (quo). También es lícito preguntarse si estas distinciones son reales y cómo lo son; por ejemplo, si y cómo lapersona divina se distingue de la esencia y de la propiedad. El Padre (quis) —dice Tomás— no se distingue de la esencia divina (quid) y es Padre por su propiedad (quo) y, por tanto, por la paternidad. El Padre se distingue realmente sólo de las otras personas trinitarias, o sea, del Hijo y del Espíritu Santo, mientras que no se distingue de su paternidad. Gilberto Porretano, por ser «ultrarrealista», había sostenido que la propiedad no es la persona, pero está en la persona como aquello que la distingue. Prepositino, al contrario, había rechazado esta distinción como inadecuada a la divina simplicidad y había afirmado que la propiedad es la misma persona y que las divinas personas son distintas en virtud de ellas mismas, no de otra cosa, como todo lo que es simple. Santo Tomás, por su parte, reconoce las razones de estas dos opiniones contrapuestas y las recoge en una síntesis superior. «Oportet dicere proprietates esse in personis, et eas tamen esse personas; sicut essentiam dicimus esse in Deo, quae tamen est Deus» (SumTh I, q. 40, a. 1). Pero añade además que «persona et proprietas sunt idem re, differunt tamen secundum rationem... Proprietas in divinis est idem cum persona... ea ratione qua abstractum est idem cum concreto» (SumTh I, q. 40, a. 1, ad 1). Contra Prepositino el Angélico precisa, por consiguiente, que en Dios se puede distinguir entre persona y propiedad, pero con la condición de que, contra Gilberto Porretano, se afirme esta distinción no en el plano del real modus essendi, sino sólo del modus significandi. Considerando a las personas divinas en sí mismas, no hay razón para buscar en virtud de qué se constituyen y se distinguen, ya que son absolutamente simples y por tanto no puede establecerse una distinción real entre constituyente y constituido, entre distintivo y distinto. En sí, en el modus essendi, el Padre y la paternidad, por ejemplo, son una sola cosa y poseen la misma e idéntica razón formal; no se distinguen y están constituidos por ellos mismos. Pero si consideramos al Padre y la paternidad según nuestro modus cognoscendi y significandi, entonces se podría intentar comprender también por qué razón se constituyen y distinguen. Puesto que no pensamos las cosas divinas más que a partir de las perfecciones de las criaturas, significamos la misma y única realidad divina bien con un nombre concreto o bien con un nombre abstracto, pero siempre bajo aspectos diversos: lo mismo que expresamos la esencia divina con los dos nombres de Dios y de deidad, así indicamos la persona del Padre con los dos nombres de Padre y de paternidad. Pues bien, el nombre Padre es un nombre concreto, indica una especie de composición entre el sujeto y la forma, es decir, entre aquel que es padre (quis) y aquello por lo que (quo) es padre, como cuando se dice hombre y se supone un ser subsistente y, al mismo tiempo, una forma por la que ese ser concreto es lo que es, o sea, su humanidad. Por consiguiente, con toda justicia se busca la razón por la que el Padre es Padre, por qué es constituido Padre y por qué se distingue de los otros supuestos de naturaleza divina. Al decir que es constituido Padre por su paternidad, lo mismo que Dios es constituido Dios por su deidad, no se pone ninguna distinción en la realidad divina, sino que se manifiesta solamente un modo nuestro de comprender y expresar las cosas. «Constituir», «distinguir» son términos que provienen del vocabulario de los lógicos; cuando se transponen a las divinas personas, está claro que deben entenderse de un modo muy particular. Así hay que decir que las propiedades «constituyen» a los distintos subsistentes que son las personas divinas y, por así decirlo, las individuan como forma intrínseca y forma total. «Ipsa filiatio —dice por ejemplo santo Tomás— est proprietas personalis ipsius (sc. Filii); et hoc quo, ut ita dicam, individuatur» (Pot., q. 2, a. 1 ad 10).


VIII. Del pasado al futuro

El discurso sobre las propiedades desarrollado por Tomás de Aquino, generalmente, más que superado, ha sido o comentado sin genialidad o ignorado sin inteligencia. Pero, transmitido u olvidado, lo mismo que ha pasado con toda la especulación trinitaria occidental, también estas reflexiones parecen alejarse, y no poco, del dinamismo original de la «economía del misterio». Para comprender y sobre todo para defender la formulación de la paradoja de la «recta fe» en el Dios que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se ha ido arrinconando poco a poco la historia salutis expresada en la «lengua especial» original, mientras que se ha elaborado una «ontología» característica, ignorada por el mundo antiguo, que, en un cierto momento, ha tenido que habérselas con la Sprachlogik, que tuvo sin embargo la necesidad del apoyo de una «lógica» y por tanto de una «gramática» particular.

Entre tanto, el «principio soteriológico» original casi desapareció del horizonte de la reflexión creyente. Hoy deberíamos tener en cuenta que cualquier intento de progreso, incluso en el terreno trinitario, tiene que partir de una recomprensión de la revelación siempre joven que la Escritura ve centrada en la verdad (aletheia) que es Jesucristo, mientras que hay que tomar conciencia del sentido y del significado de la historia, no sólo del dogma, sino también de la teología que surgió del kerigma y es justificada por éste. A pesar de todo, incluso las más sutiles y estériles disquisiciones así como las más furiosas y fanáticas batallas teológicas a partir de la escolástica han tenido siempre una legitimación en la «ortodoxia» que ha de defenderse y por tanto, al menos indirectamente, en la voluntad de la «doxología». Aunque exangüe y desenfocada, no es del todo errónea la percepción, por así decirlo, de la «lex orandi lex etiam cogitandi». No es una casualidad que en el Prefacio (presente ya en el Sacramentario Gelasiano, siglo VIII) de la misa de la Trinidad (siglo XIV) la Iglesia haya seguido proclamando: «Ut in confessione verae sempiternaeque Deitatis, et in personis proprietas, et in essentia unitas, et in majestate adoretur aequalitas».

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Andrea Milano