PASCUA
DC


SUMARIO: I. La Pascua de Israel: revelación del nombre de YHWH y liberación-constitución del pueblo de la alianza.—II. La Pascua de Jesucristo: revelación del Dios trinitario y constitución del Pueblo de la nueva alianza: 1. La cena pascual, clave hermenéutica de la Pascua de la nueva alianza; 2. El acontecimiento pascual como acontecimiento trinitario: a) El acontecimiento pascual como acto del Padre, b) El acontecimiento pascual como acto del Hijo, c) El acontecimiento pascual como acto del Espíritu; d) Síntesis dogmática; 3. La Iglesia, sacramento del acontecimiento pascual en la historia.

La perspectiva desde la que tocamos el tema de la Pascua es de carácter estrictamente teológico, en el sentido de que intentaremos descifrar el significado tanto en la Pascua hebrea (a partir del acontecimiento fundador del éxodo) como de la Pascua de Jesucristo (preanunciada en su última cena pascual y continuamente actualizada en el acontecimiento de la Iglesia), en relación con la revelación progresiva del misterio de Dios, estrechamente vinculada con la revelación del misterio del hombre. Por consiguiente, una perspectiva formalmente teológico-trinitaria y antropológica (en el sentido integral, y por tanto igualmente social, de esta palabra, más bien que estrictamente histórico-exegética o litúrgico-sacramental, aunque, como es obvio, estas dimensiones no pueden faltar en la exposición.


I. La Pascua de Israel: revelación del Nombre de YHWH y liberación-constitución del Pueblo de la alianza

El término «pascua» es la transcripción griega y latina del original hebreo pésah y del arameo pasha', que remiten al verbo pasah, que significa «pasar», «saltar». La celebración de la fiesta de Pascua está en el corazón de la experiencia veterotestamentaria, porque constituye el memorial (zikkarón) del acontecimiento fundador de la historia del pueblo de Dios —el éxodo y la alianza— y de la autocomunicación del Nombre de Dios mismo —YHWH—como signo tangible de su presencia en medio de su pueblo. La celebración del rito pascual, tal como se nos transmite en el libro de Éxodo (cf. 12, 1-13, 16) recoge dos ritos procedentes, con toda probabilidad, de fuentes distintas: el rito de la inmolación del cordero primogénito, que constituía una fiesta de los pastores, que en primavera rociaban con la sangre de un cordero los sostenes de sus tiendas, para proteger a los hombres y a los animales de los espíritus malvados; y el rito de los panes ázimos, un rito agrícola de primavera, en el que los campesinos ofrecían los primeros frutos de sus cosechas. Estos dos ritos arcaicos quedan unificados y situados en el contexto histórico-salvífico del éxodo de Egipto y de la estipulación de la alianza con YHWH. De esta manera, el antiguo rito nomádico del cordero «se convierte en el signo y en el rito memorial del paso del Señor y del paso del pueblo a la libertad»'; en efecto, la serie de prescripciones que se dan en el libro del Exodo se concluye con la solemne declaración: «Es la pascua del Señor (...). Este día será para vosotros un memorial. Lo celebraréis como fiesta del Señor, de generación en generación lo celebraréis como rito perenne» (Ex 12, 11.14).

En el acontecimiento del éxodo y de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob manifiesta por tanto, a través de su obra de salvación, las características de su Ser omnipotente y soberano, resumidas en el nombre revelado a Moisés en el Sinaí: YHWH (cf. Ex 3, 1-15). Él es el presente y el futuro de la salvación de su pueblo; el Dios de la santidad y del celo (gadósh we ganna'.• cf. Jos 24, 19), de la misericordia y de la fidelidad (hésed we 'emet: cf. Ex 34, 6). En estrecha conexión con esta revelación del Nombre de Dios hemos de considerar no sólo la estipulación de la alianza, por la que Israel se convierte en el pueblo del Señor, sino también el precepto del amor al prójimo que representa el eje y la norma de inspiración de toda la legislación social del AT (cf. Ex 23, 4-5; Dt 22, 1-4; Lev 19, 17-18). La expresión de este precepto central es el mandamiento de solidaridad con el pobre (cf. Dt 15, 7-8; Lev 19,11-15). El significado del acontecimiento del éxodo es, por tanto, al mismo tiempo teológico (revela el rostro de YHWH como Dios omnipotente y liberador de su pueblo) y antropológico-social (muestra y protege la dignidad de cada ser humano, sobre todo del pobre, proponiendo el estatuto ideal de un pueblo libre y solidario). «La tierra —escribe en este sentido J. Alfaro—, don del Señor para todo el pueblo, tenía que ser el "sacramento" que hiciera realidad la libertad, dignidad y seguridad logradas a través del éxodo (...) El éxodo tenía por meta la hermandad y libertad perfectas entre los israelitas, las cuales, mediante el don de la tierra, tendrían como resultado la desaparición de toda opresión, injusticia y pobreza»2. Incluso ciertas normas como la del año sabático y jubilar (cf. Dt 15, Lev 25, Ex 23) tienen la clara intención de establecer el principio de que cada cierto tiempo la historia y la vida de Israel tienen que volver a partir del éxodo, para eliminar las discriminaciones que se habían ido introduciendo entre tanto, y para transformar continuamente y desde dentro la vida social del pueblo elegido y hacerla conforme con el designio de YHWH.

El acontecimiento del éxodo y de la alianza, renovado por la celebración de la pascua, va poniendo ritmo a los momentos decisivos de la historia bíblica: desde el aniversario de la salida de Egipto en el desierto del Sinaí (Núm 9, 1-5), hasta el paso del Jordán con la entrada en la tierra prometida (Jos 5,11-12); desde la pascua relacionada con la reforma de Josías (2 Re 23,21), cuando se convierte en una de las tres grandes fiestas de peregrinación al templo de Jerusalén, hasta la pascua del regreso a la tierra prometida y de la reconsagración del templo (Esd 6, 19-22). También la perspectiva de la nueva alianza que se va afirmando progresivamente a, través de los profetas (desde Oseas 2,1-3, que preanuncia una nueva conquista de la tierra prometida, hasta Isaías 1,26-27; 11,1, que habla de un nuevo David y de una nueva Sión, y Jeremías 31,25-34 y Ezequiel 40-43, que anuncian expresamente una nueva alianza) se vincula estrechamente a la memoria de la primera Pascua y es representada sintéticamente por el Deutero-Isaías (Is 43,16 s.) como un nuevo éxodo, con una nueva venida de YHWH en medio de los suyos para conducirlos de nuevo a la patria. De esta manera, también la estructura del ritual pascual hebreo, que se irá precisando y fijando con el paso del tiempo (y que puede reconstruirse sobre la base de la Mishnah, tratado Pesahim, del siglo II d. C., o en el comentario a la Mishnah, el Talmud, en sus dos formas palestina y babilonia), se va cargando progresivamente del significado que la historia de Israel atribuye sucesivamente al acontecimiento pascual del éxodo, no sólo como memorial del acto fundador de su identidad, sino también como tensión escatológica hacia la nueva alianza. El cordero se convierte en «el símbolo del sacrificio y de la ofrenda a Dios, con un valor salvífico para el perdón de los pecados. Es también símbolo del mesías, relacionado con las figuras de Moisés y de David», en la perspectiva del Siervo doliente del Deutero-Isaías; «el pan ázimo representa el pan de la prisa y de la huída (....), pero es también el primer fruto de la tierra prometida»; el vino, finalmente, «representa el gozo y la fiesta por el don de la salvación». Todo esto ofrece el presupuesto esencial para la comprensión de la Pascua de Jesús.


II. La Pascua de Jesucristo: revelación del Dios trinitario y constitución del pueblo de la nueva alianza

1. LA CENA PASCUAL, CLAVE HERMENÉUTICA DE LA PASCUA DE LA NUEVA ALIANZA. «Según las esperanzas judías (...) el mesías liberador tenía que manifestarse en Jesusalén una noche de pascua. Nos lo recuerda la antigua paráfrasis aramea al texto de Ex 12,42 (...). No es un hecho casual el que Jesús concluya su vida histórica, que comenzó a orillas del lago de Galilea, en la capital judía, en la ciudad santa, una noche de pascua, el 14/15 de Nisán, de los años treinta». No es la primera vez que el testimonio de los evangelios nos habla de una venida de Jesús a Jerusalén para la fiesta de Pascua (cf. Lc 2,41-50; Jn 2,13-22; 6,1-14; 11,55 ss.) Pero la última cena pascual de Jesús (Mc 14,22-25 y par.) —sea en referencia a su historia anterior, sea en referencia a lo que sucedería más tarde— asume un valor decisivo. Puede decirse que en este momento se concentra todo el significado del proyecto mesiánico de Jesús (kerigma y praxis, su misma existencia y su persona), que él ilumina y carga con un nuevo valor, vinculándolo a la antigua Pascua del éxodo, como su realización escatológica en relación con el sacrificio de su vida en la cruz. En la cena pascual, en una palabra, Jesús ofrece una hermenéutica actualizante de la antigua pascua y una hermenéutica profético-escatológica de la nueva alianza, en la línea de la profecía veterotestamentaria: nos encontramos frente al centro de la historia de la salvación, tanto en la autoconciencia de Jesús como en el testimonio de la fe apostólica.

Ciertamente, en la cena pascual de Jesús, como preanuncio del acontecimiento de la cruz-resurrección, hemos de reconocer la culminación de su convivencia con los últimos, que es un rasgo característico, 'hasta el punto de ser constitutivo, de su proyecto mesiánico, y al mismo tiempo el signo del banquete mesiánico que anuncia el establecimiento del reino de Dios. Pero el significado más profundo de la cena pascual tiene que relacionarse, a través de las palabras mismas de Jesús, con el establecimiento de la nueva y definitiva alianza. En esta perspectiva, Jesús se identifica con el Cordero pascual que, sacrificado, da la vida a los hombres, en la línea del Siervo doliente (Is 52, 13-53, 12), que se carga con los pecados de la multitud, mientras que la Pascua se convierte en el paso de Jesús de este mundo al Padre (cf. Jn 13, 1), al mismo tiempo que en el paso de los hombres de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios. Todo esto se expresa claramente en las palabras del pan y del vino: el pan se convierte en signo del don de la vida; el vino, identificado con la sangre, es el instrumento de la comunión entre Dios y los hombres. Todo ello, dentro de la atmósfera del anuncio previo de la alegría mesiánica que se realizará precisamente a través del sacrificio de la cruz. A la luz de la última cena, por consiguiente, el acontecimiento pascual de Jesús adquiere el significado escatológico del establecimiento definitivo de la nueva alianza y de la llegada del reino de Dios anunciada por él. Tiene un significado teológico (como plena autocomunicación de Dios a los hombres) y un significado antropológico-salvífico. Revela el amor de Dios, más aún, al Dios mismo que es Amor («Jesús, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»: Jn 31, 1), e ilustra el mandamiento nuevo del amor recíproco como ley de vida del nuevo pueblo de Dios (cf. Jn 13, 34), según la acción simbólica del lavatorio de pies a los discípulos (cf. Jn 13, 1-20). Detengámonos en cada una de estas dos dimensiones, tal como se realizan en el acontecimiento pascual de Jesús.

2. EL ACONTECIMIENTO PASCUAL COMO ACONTECIMIENTO TRINITARIO. En el testimonio de los Evangelios sinópticos, pero también del evangelio de Juan y en el epistolario paulino, la Pascua de Jesús se nos presenta ante todo e inseparablemente como acto del Padre, del Hijo y del Espíritu: punto culminante de la autocomunicación de Dios y suprema «glorificación» de su Nombre (Jn 12, 28). Es un acto que afecta al Padre, en cuanto que la muerte de Jesús tiene que comprenderse dentro del proyecto salvífico de YHWH sobre el Mesías; es además un acto del Hijo, en cuanto que es Jesús el que se entrega libremente a la muerte y por ello resucita; y es también finalmente un acto del Espíritu, en cuanto que es el lugar y el momento de la efusión escatológica del Espíritu Santo sobre la humanidad.

a) El acontecimiento pascual como acto del Padre. La cruz de Jesús representa sin duda el punto interrogante decisivo sobre toda su misión y en particular sobre la revelación que hizo de Dios como Abbá. El hecho de que muera de esta manera tan trágica representa, al menos a primera vista, un fracaso completo y definitivo, no sólo frente a los hombres, ya que se ven entonces desmentidas aparentemente su pretensión mesiánica y su misma exousía filial, sino incluso para el mismo Jesús que —como nos indica ya el propio episodio de Getsamaní— se ve como obligado a sumergirse en el abismo del sufrimiento y de la soledad, sin ningún apoyo por parte de Dios.

En realidad, leyendo más en profundidad el testimonio neotestamentario, ya en su formulación prepascual,hay que reflexionar sobre el hecho fundamental de que Jesús interpretó su destino de sufrimiento y también de muerte como obediencia a una voluntad precisa del Padre, como adecuación e incluso como cumplimiento de su designio de salvación en favor de los hombres. Basta en este sentido recordar cómo en los loghia que en la tradición sinóptica atestiguan el preanuncio de la pasión por parte del mismo Jesús (cf. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34 y par.), él habla de una «necesidad» (se utiliza el verbo griego dei = «es necesario») del rechazo de Israel y de su entrega a la muerte infamante de la cruz. También el testimonio de la última cena —como hemos visto— subraya que precisamente la entrega de su vida y el derramamiento de su sangre representan el momento y el instrumento del establecimiento de la nueva alianza preparada por YHWH para los hombres. Así pues, la muerte de Jesús tiene que comprenderse dentro del designio global de salvación que lleva a cabo YHWH a través de su ministerio mesiánico. Por tanto, no hay que entender la muerte de Jesús como un acto de justicia vindicativa o como un castigo de la ira de Dios: todo esto está totalmente ausente del testimonio prepascual del NT. Al contrario, desde el punto de vista del Abbá, la muerte de Jesús en la cruz tiene que interpretarse como el gesto supremo de su misericordia: expresión de su voluntad de solidaridad con los hombres, atestiguada a través del Hijo y llevada hasta el fin. Y también —dentro del horizonte misterioso y gratuito de su designio de salvación— como el instrumento paradójico a través del cual, mediante el Hijo, puede brotar en la historia la novedad de la nueva y definitiva alianza.

Moviéndonos precisamente en esta perspectiva es como la reflexión postpascual de la Iglesia comprenderá la muerte de Jesús, desde el punto de vista de Dios-Padre, como el don, la entrega por amor que hizo de su Hijo por la salvación de los hombres. En este sentido, el cuarto evangelio dirá sintéticamente que «Dios envió al mundo a su Hijo, no para condenarlo, sino para salvarlo» (Jn 3, 17); y Pablo, como deslumbrado. por la inaudita grandeza del don que Dios nos ha hecho en el Hijo, exclamará: «¿Cómo no nos va a dar todas las cosas con él?» (Rom 8, 32), queriendo indicar que, si Dios nos ha dado lo que es más querido para él, o sea, su Hijo, cualquier otro don está como comprendido e infinitamente superado por éste. Todo el testimonio neotestamentario habla en este sentido de la muerte de Cristo como de una «entrega» (el verbo casi técnico que se utiliza es el verbo paradídomi} que el Padre hace de su enviado.

Pero a pesar de esto, sigue siendo realmente desconcertante el silencio y casi el desconocimiento del Padre, de ese Dios íntimamente cercano a Dios como el Abbá, en el momento dramático de la cruz. Dios no interviene para salvar a Jesús. Por esp los transeuntes se burlan del pretendido Mesías y sacan de allí la consecuencia de que él —tal como lo han acusado y condenado— es realmente un blasfemo (Mc 14, 61-64; 15, 29-32 y par.). Por tanto, Dios parece «abandonar» a Jesús a su destino infamante: tal como —desde el punto de vista de Jesús— atestigua el grito de la cruz que nos refieren Marcos y Mateo:«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (cf. Mc 15, 34; Mt 27, 46). Pero —es ésta la pregunta que aquí hemos de plantearnos—, ¿no se esconderá quizás aquí la identidad más profunda y escondida de aquella paternidad no paternalista del Abbá respecto a Jesús, que caracteriza a todo su kerigma y a su praxis? Dios no protege a Jesús, sino que deja que él manifieste hasta el fondo su fidelidad a la misión que se le ha confiado y su solidaridad con los hombres.

Sólo cuando Jesús ha saboreado hasta el fondo el cáliz del sufrimiento y del abandono, como acto extremo de libertad, Dios interviene: después de que Jesús ha experimentado la muerte, herencia común y dolorosa de la humanidad pecadora y alejada de Dios. La resurrección de Jesús, ese grito de gozo y de novedad que explota la mañana de Pascua y que ilumina todo el testimonio del NT («iese Jesús al que habéis matado vosotros, Dios lo ha resucitado!») es el testimonio por parte de Dios de la verdad y de la definitividad escatológica de la misión de Jesús. Es como el sello irrefutable que Dios ha puesto sobre todo el anuncio y la obra de Jesús, sobre su existencia y sobre su fidelidad a su designio de salvación y de amor, llevada hasta el abismo del abandono. Es Dios Padre el que —atestigua el NT— ha resucitado a su Hijo Jesús. Así es precisamente como se ha manifestado de la manera más plena y definitiva como el Abbá, el Dios infinito y omnipotente que sabe sacar el ser del no-ser, devolver la vida a los que son fieles, vencer la muerte y el pecado. En la indisolubilidad de sus dos dimensiones —de muerte y de resurrección— el acontecimiento pasual es, por consiguiente, el lugar y el momento más alto de la revelación del Dios anunciado por Jesús como Padre. Además, el hecho de que el sello de aprobación escatológica que YHWH pone sobre la misión y la existencia de Jesús se manifieste en su resurrección, representa la irrupción de la novedad de la vida definitiva —la que supera la muerte—, que Israel esperaba para el fin de los tiempos y que en Jesús, sin embargo, se hace ya realidad en su humanidad de resucitado y transfigurado por la gloria de Dios.

b) El acontecimiento pascual como acto del Hijo. Desde el punto de vista de Jesús y de su existencia filial, el acontecimiento pascual representa ante todo el testimonio y la realización de su extrema libertad. Su muerte en la cruz ha sido escogida libre y conscientemente. Es verdad que Jesús es condenado a muerte y es capturado y ejecutado por los hombres. Es verdad —en un nivel más profundo— que todo esto está en conformidad con el misterioso designio de salvación de Dios y que, por consiguiente, se trata de un acto de obediencia por parte de Jesús a Dios. Pero es el mismo Jesús el que decide libremente dar su vida. Como dirá el cuarto evangelio: «Nadie me la quita, sino que la ofrezco yo mismo, porque tengo el poder de ofrecerla y el poder de recogerla de nuevo. Este mandato he recibido del Padre» (Jn 10,18). La opción de enfrentarse plenamente consciente con el destino trágico de la muerte, como consecuencia del anuncio inaudito de la cercanía de Dios a los hombres, sobre todo a los pobres y a los pecadores, es expresión por parte de Jesús de la extrema coherencia con la opción mesiánica realizada por él al comienzo de su ministerio, como atestiguan las narraciones del bautismo y de las tentaciones.

Por otra parte, la opción libre de Jesús está determinada por su relación de fidelidad al Padre y por su amor a los hombres (cf. Jn 13,1). Fidelidad al Padre, no sólo porque se conforma libremente con su designio de salvación, sino también porque continúa anunciando y haciendo presente a ese Dios Padre y liberador que lo ha enviado: incluso cuando se da cuenta perfectamente de que esta «pretensión» suya no puede menos de costarle la vida. Amor a los hombres, que lo empuja del mismo modo a arriesgar su propia vida para liberarlos, para devolverles la plena dignidad de hijos, para comunicarles a todos la vida misma que el Padre le ha dado. Además, al morir como un blasfemo, como el crucificado, Jesús lleva hasta el extremo su solidaridad de identificación con el hombre: identificándose precisamente con las heces de la humanidad, con los que se ven descartados y rechazados.

La experiencia de la muerte en cruz de Jesús es, por consiguiente, la experiencia límite de su condición de Hijo. Experiencia límite de su libertad, de su fidelidad al Padre, de su solidaridad con los hombres. Esta experiencia-límite queda expresada en el grito de abandono que Jesús lanza en la cruz y que representa la interpretación más profunda del significado último de su muerte en esa condición, precisamente como el Crucificado. En efecto, no hemos de olvidar que la muerte en la cruz no es una muerte cualquiera: es el fruto de la condenación de Jesús como blasfemo, como falso profeta, como Mesías impostor. La crucifixión no tiene solamente una importancia sociológica, como muerte infligida a los esclavos y a los peores criminales, en la cultura griega y latina; tiene también — desde el punto de vista de la tradición hebrea-- una connotación teológica. «El colgado del árbol», según el testimonio y la prescripción del Deuteronomio (cf. 21, 22-23), es realmente el que se ha manchado con los más graves delitos contra la comunidad de la alianza y que, como tal, es expulsado de ella y maldecido de Dios. La misma comprensión de la muerte de cruz como muerte del maldecido por Dios se nos atestigua en el NT, cuando se subraya que Jesús fue ajusticiado «fuera de las murallas de la ciudad santa» (cf. Mt 27, 32 y Heb 13,12-13), es decir, fuera del ámbito de la alianza establecida por YHWH con su pueblo. Y precisamente como muerte del maldito de Dios, la muerte de cruz representa la expresión más clara del fracaso de su misión.

En este contexto es donde hay que leer la experiencia que realiza Jesús de su muerte precisamente a la luz de su relación única con Dios como Abbá. Como sabiamente narran los relatos de la pasión, a partir de Getsemaní, Jesús cae en la soledad más negra y absoluta. Abandonado y hasta rechazado por las gentes que le habían aclamado y seguido, renegado por los apóstoles, Jesús se queda también solo en su relación con el Padre. El grito de abandono, con el que Jesús se dirige a Aquel a quien en su existencia había invocado como Abbá con el simple nombre de «Dios» (Elí = «Dios mío», en Mt; Eloí, en Mc), es ciertamente una cita del salmo 22;pero, como bien han observado von Balthasar y Moltmann, «no es Jesús para el salmo, sino el salmo para Jesús». En otras palabras, no hay que interpretar la experiencia vivida por Jesús simplemente a la luz del Sal 22, que nos presenta el tema bíblico clásico de la «pasión del justo», sino más bien en el contexto de lós relatos evangélicos y, en general, del significado de todo su ministerio, intentando interpretar la experiencia que vivió Jesús precisamente a la luz de las palabras que él pronunció. En esta perspectiva, el grito de abandono nos atestigua que Jesús muere con la trágica experiencia de la no-intervención de Dios en favor suyo: la soledad en que lo dejan los suyos, las burlas con que se ríen de él los adversarios, le hacen experimentar la atrocidad de la soledad más absoluta. El grito de abandono no es un grito de desesperación: es una invocación, una oración, el testimonio extremo de fidelidad y de amor al Padre que Jesús consigue expresar desde el fondo del abismo de prueba y de muerte en que se ha sumergido. Es el signo extremo de su fe, de su libertad, de su filiación. Ellas se expresan precisamente en el fondo más abismal de la experiencia humana, que en la cruz no es para Jesús solamente la experiencia del morir humano, sino — como comprendió bien Pablo— la experiencia del «maldito de Dios» (cf. Gál 3,13), de aquel que «se cargó de pecado» (cf. 2 Cor 5, 21). Pero es precisamente por fidelidad a Dios y por amor a los hombres como Jesús vive la experiencia de la lejanía de Dios y del rechazo de los hombres.

Así es como Jesús «se hace» plena y definitivamente Hijo. Como lo comprendió bien la carta a los Hebreos, Jesús, «a pesar de ser Hijo, aprendió la obediencia por lo que padeció» (Heb 5, 8). Gracias a esta experiencia abismal de sufrimiento y de abandono es como Jesús, en su humanidad, llega a la plenitud de su experiencia y de realidad de Hijo. La resurrección se muestra entonces como el testimonio escatológico de esta plena y definitiva filiación. Lo comprendió muy bien la tradición apostólica primitiva, que aplicará precisamente al momento de la muerte y de la resurrecciónde Jesús la expresión del salmo mesiánico: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. Heb 1, 5; 5, 5; He 13,33; Rom 1, 4). En este sentido la resurrección es el acontecimiento de la plena y definitiva filiación de Jesús. Es obra del Padre, que reconoce en Jesús a su Hijo; más aún, lo «engendra» plenamente como Hijo. Pero es también obra del Hijo, a quien el Padre —como escribe el evangelista Juan— «dio el poder de ofrecer la vida y el poder de tomarla de nuevo» (cf. Jn 10, 18). En el fondo, el acontecimiento pascual es el testimonio más completo de la ley evangélica que Jesús había propuesto a sus discípulos: «El que quiera salvar su propia vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa mía y del evangelio, la salvará» (Mc 8, 35 y par.). El fruto de la resurrección, obra conjunta del Padre y de Jesús, es por tanto la constitución de Jesús en su plena existencia filial expresada en una humanidad transfigurada, completamente impregnada de la fuerza y de la gracia de Dios. Esta transfiguración de la existencia humana de Jesús es, según la tradición neotestamentaria, obra del Espíritu.

c) El acontecimiento pascual como acto del Espíritu. La presencia del Espíritu de YHWH, que es determinante en el ministerio mesiánico de Jesús, es también decisiva en el acontecimiento pascual; más aún, constituye —lo mismo que la obra del Padre y del Hijo—un elemento intrínseco y constitutivo del mismo.

Esto resulta con toda evidencia en el acontecimiento de la resurrección. Como atestigua, por ejemplo, Pablo en la carta a los Romanos, Jesús «es constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación mediante la resurrección de los muertos» (cf. 1,3-4). La efusión escatológica del Espíritu sobre el Mesías, que nos atestigua el acontecimiento del bautismo, se hace permanente a lo largo de todo el ministerio mesiánico de Jesús y llega a su plenitud en el acontecimiento pascual. Al engendrar a Jesús como Hijo suyo en la Pascua, el Padre le comunica su Espíritu, es decir, su misma vida, en plenitud y sobreabundancia. Pero también en el Hijo está muy presente la obra del Espíritu. No sólo porque —como reconoce la carta a los Hebreos— Jesús se ofrece como víctima al Padre en la cruz por virtud de «un Espíritu eterno» (cf. 9,14), sino también porque, una vez recibida la plenitud del Espíritu en la resurrección, él a su vez la derrama sobre la humanidad. El Espíritu Santo, prometido a través de los profetas para los últimos tiempos a toda la comunidad mesiánica, se derrama a través del Hijo crucificado y resucitado. Como señala el discurso de Pedro en los Hechos, en uno de los primeros anuncios de la resurrección, la bajada del Espíritu Santo fue «conseguida» por la muerte en cruz de Jesús y se realiza a través de él: «A este Jesús Dios lo ha resucitado. Exaltado, por tanto, a la derecha de Dios y después de haber recibido del Padre el Espíritu Santo que había prometido, lo ha derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír» (He 2, 32-33). También para Pablo y para Juan, en una reflexión teológica más madura, es evidente que precisamente el Señor crucificado y resucitado es el dador escatológico del Espíritu. Para Juan, «el Espíritu no se había dado todavía, porque Jesús no había sido glorificado» (7, 39). En la cruz, Jesús entrega el Espíritu prometido (Jn 19, 30: parédoken to pneúma): el agua que brota del costado de Cristo crucificado, así como «el último aliento de su vida, se convierte en el signo de ese Espíritu, principio de vida y de verdad, que él había anunciado (...), y que en la hora de la "muerte-exaltación" envía a la comunidad mesiánica»', representada por María con Juan al pie de la cruz. Así es como Jesús crucificado y resucitado «da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34) haciendo brotar «de su seno ríos de agua viva» (Jn 7, 38). Todo ello vuelve a señalarse en el eposidio de Cristo resucitado que sopla sobre los apóstoles diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21).

Pero si la presencia del Espíritu Santo es tan evidente en la resurrección de Jesús (el Padre resucita al Hijo en la virtud del Espíritu; el Hijo resucitado derrama sobre los hombres la plenitud del Espíritu que ha recibido), sigue siendo misteriosa la presencia y la acción del Espíritu en el acontecimiento de la pasión, del abandono y de la muerte. Si el Padre calla y no interviene en favor del Hijo, si el Hijo no advierte la cercanía y el sostén del Padre, esto significa que el Espíritu está como «ausente» en el momento supremo del abandono. Este misterio, a nivel del testimonio neotestamentario, parece estar también atestiguado por aquella exclamación del crucificado moribundo que recoge el cuarto evangelio: «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28). También aquí hay una referencia al Sal 22 (v. 16: «Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar»): pero en el contexto global de la teología de Juan, la petición de Jesús, que se había autoproclamado el dispensador del «agua viva» (cf. Jn 4, 10-13; 7, 37) para todo el que tuviera sed, se convierte en símbolo de una fe más profunda, espiritual, que Jesús experimenta al final de la experiencia de la cruz: la sed de aquel agua viva, es decir el Espíritu, que manaba en él, venida del Padre y que alimentaba su existencia filial.

Así pues, si Marcos y Mateo nos hacen vislumbrar —a través del grito de abandono— que el acontecimiento de la cruz, más allá de la experiencia del rechazo de los hombres y del sufrimiento físico y psicológico, toca a la relación espiritual —de comunión— entre Jesús y el Padre, el evangelio de Juan parece subrayar que en la experiencia de la muerte de cruz Jesús palpa la misteriosa ausencia de aquel Espíritu que le viene del Padre y que llenó toda su vida e iluminó su ministerio. He aquí, por tanto, la paradoja de amor que liga el acontecimiento de la cruz (el abandono) al don del Espíritu: experimentando en el abismo del abandono la ausencia de la cercanía del Padre, que es como si se secara en lo más íntimo de su ser filial el manantial del Espíritu, es como puede Jesús dar, a partir del Padre, el agua viva a los hombres. En otras palabras, según indica san Pablo, Jesús crucificado y abandonado les comunica a los hombres, precisamente a través del abandono, su misma relación de amor al Padre, haciéndolos también a ellos hijos del Abbá: «Y vosotros (...) habéis recibido un Espíritu de hijos adoptivos por medio del cual gritamos: "Abbá, Padre". El mismo Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16).

d) Síntesis dogmática. Así pues, profundizando en el acontecimiento pascual como culminación de la existencia de Jesús y de su revelación escatológica del misterio de Dios, a la luz del testimonio bíblico del acontecimiento en su hacerse histórico y de la reflexión teológica posterior (sobre todo de Pablo y de Juan), resulta con toda claridad que es un acto del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por un lado, es acto de cada uno de los Tres, en el que cada uno —según su propio modo— se ve envuelto hasta el fondo; por otro, expresa su plena e inefable comunión de amor, su unidad. Esta distinción queda subrayada sobre todo por el hecho de que cada uno de los Tres vive el dinamismo de la «entrega trinitaria» (expresada por el verbo paradídomi): el Padre entrega al Hijo, el Hijo se entrega a sí mismo, el Hijo —al entregarse a sí mismo—entrega al Espíritu Santo, que a su vez es entregado a él por el Padre. La unidad, por su parte, queda subrayada por el fluir de la misma y única Vida divina que brota del Padre en el Hijo por medio del Espíritu Santo, y desde el Hijo, siempre en el Espíritu, se desborda en el corazón de los hombres. La tradición de Juan utilizará sobre todo dos categorías teológicas para expresar esta verdad: la de «gloria» (Jn 17, 1.5.22-24; 16, 14) y la de «agape» (1 Jn 4, 8-9.13.16).

Es verdad que todo esto sigue siendo sumamente profundo y misterioso. El testimonio de la muerte y resurrección de Jesús —y antes todavía el de la existencia misma de Jesús como existencia del Hijo del Abbá— manifiesta un rostro inaudito, totalmente nuevo, del Dios Uno y Unico que se reveló en la antigua alianza. Se trata ahora de comprender cuál es el estatuto de la existencia filial de Jesús, en qué sentido es Hijo del Padre; se trata de comprender quién es ese Espíritu que YHWH derrama sobre el Hijo en plenitud en la resurrección y, a través de él, sobre la humanidad. A partir del acontecimiento central cristológico de la salvación —el acontecimiento pascual—, la reflexión teológica de la Iglesia apostólica se sumergerá, en la fuerza del Espíritu, en este misterio inefable del rostro trinitario de Dios.

3. LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL ACONTECIMIENTO PASCUAL EN LA HISTORIA. Vinculada estrechamente a la revelación plena del rostro trinitario de Dios en el acontecimiento pascual, nos encontramos con la actuación de su designio sobre la humanidad a través de la Iglesia que, en el Cristo pascual, es «sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano» (LG 1). Todo esto resulta evidente en el testimonio neotestamentario; la tradición sucesiva de la Iglesia, en su autoconciencia teológica y en su autoconfiguración vital, no será más que una explicitación de todo ello.

En el testimonio apostólico el Cristo resucitado es presentado como el centro de la comunidad mesiánica, que se manifiesta y se actualiza a través del anuncio del kerigma sobre él y la celebración de la Eucaristía. Como ilustra, por ejemplo, el episodio paradigmático de los discípulos de Emaús en el evangelio de Lucas (24, 13-15), el Cristo resucitado, después del período de las apariciones, sigue estando presente y activo en su Iglesia a través de su Palabra y del «pan partido», así como en la unión de los discípulos que es el fruto de ello. El Cristo pascual se convierte así en la clave interpretativa de las Escrituras y de la existencia del Jesús histórico (cf. 24, 32), mientras que el «partir el pan», como obediencia al mandato de la última cena, se convierte en el signo e instrumento eficaz de su presencia actual entre los suyos (cf. 24, 32), mientras que el «partir el pan», como obediencia al mandato de la última cena, se convierte en el signo e instrumento de su presencia actual entre los suyos (cf. 24, 31.35; He 2, 42). Un concepto análogo es el que expresa Mateo, cuando presenta al Cristo resucitado como una presencia plena, continua y actual del Enmanuel entre los discípulos (en la gran inclusión de su evangelio: 1, 23; 18, 20; 28, 18-20), y el que recoge Pablo con su concepto típico del cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 12; Rom 12, 4-5), nacido en un contexto eucarístico. De manera densamente simbólica, el mismo evangeliode Juan presenta la venida de Cristo resucitado entre los suyos el día primero después del sábado (cf. 20, 19-29): tiene el costado abierto, signo del hecho de que él sigue estando presente en la comunidad en el acto del amor más grande. El Cristo pascual, presente en la Iglesia, es por tanto la eternización de Cristo en el acto del don supremo en la cruz; y el kerigma que se anuncia y el pan que se reparte no son más que la continuación y la actualización del don de sí y la transmisión de su misma vida filial a la comunidad mesiánica.

Lo mismo puede decirse del otro gesto fundamental de la salvación, central en la praxis de la Iglesia apostólica para la inserción de los creyentes en la vida del Señor: el bautismo en el agua viva. En la línea de Pablo, el simbolismo del agua es leído como participación, a través del movimiento de inmersión-emersión, en la muerte y resurrección de Jesús (Rom 6); en la línea del cuarto evangelio, el agua bautismal se convierte en símbolo de aquel agua viva que es el don escatológico del Espíritu, en relación con la cruz y con la resurrección del Señor, ya que es del acontecimiento pascual de donde brota la fuente del agua viva, es decir, del Espíritu. La identidad pascual del bautismo en Cristo se manifiesta igualmente como constitutivamente trinitaria, como muestra la relectura a la luz pascual de la escena del bautismo de Jesús en el Jordán y la fórmula mateana del mandato bautismal del Cristo resucitado (Mt 28, 19).

En este sentido, iluminados por el kerigma sobre el Cristo pascual, el bautismo y la eucaristía, de manera fundamental y paradigmática, se muestran como los signos eficaces de la edificación del cuerpo del Cristo resucitado: inserción de los hombres redimidos y divinizados en la vida misma del Dios trinitario. Por eso, el Cristo pascual, como eternización de la eficacia salvífica del acontecimiento pascual, a través de la palabra y de los sacramentos, edifica a la Iglesia edificando al hombre nuevo en Cristo. Por tanto, el acontecimiento pascual constituye no solamente la revelación del designio realizado ya por Dios sobre el hombre (y también, por eso mismo, el modelo antropológico fundamental), sino el sacramento, es decir, el signo e instrumento vivo y vivificante, a través del cual y en el cual el hombre, insertado juntamente con sus hermanos, por la gracia del Espíritu Santo, en la vida trinitaria del amor, realiza progresivamente su humanidad en el amor filial hacia Dios y en el amor mutuo con sus hermanos. En realidad, al insertar al hombre en el misterio pascual de Cristo, la Palabra y los sacramentos introducen en el misterio trinitario como espacio y forma de la vida eclesial. La unidad eclesial (cf. Ef 4, 4-6; Gál 3, 26-29; 1 Cor 12, 12; Jn 17, 20-23), fruto de la gracia pascual en la historia de la humanidad. Esta unidad tiene ella misma, constitutivamente, una dinámica pascual, sintetizada en aquel «perder la vida para encontrarla de nuevo» (cf. Lc 9, 24; 17, 33 y par.), que —a la luz del acontecimiento pascual— es releída por el evangelista Juan en términos trinitarios (cf. Jn 10, 17-18). Esta misma dinámica está expresada por san Pablo en el himno cristológico de la carta a los Filipenses, en donde la kénosis de Cristo (su «perderse», su «vaciarse») es presentada como el paradigma de vida al que tiene que conformarse el discípulo para vivir la koinonía eclesial. En esta perspectiva radicalmente pascual de la existencia cristiana, incluso lo negativo que, fuera de Cristo, tiene solamente el significado del fracaso y de la ruptura, si se vive en Cristo, puede transformarse en camino de encuentro con Dios, en la fuerza transformadora del Espíritu, ya que todo ha sido asumido y vencido por él en su muerte y resurrección (cf., por ejemplo, 2 Cor 1, 8-10; 12, 7-10; 12, 7-10; Rom 8, 35-39). En esta lógica hay que leer también la promesa de la resurrección de entre los muertos (cf., por ejemplo, 1 Cor 15) y la participación misma del cosmos en el destino escatológico de la humanidad (cf. Rom 8, 18-23).

Finalmente, la carta a los Hebreos y el Apocalipsis subrayan cómo el Cristo pascual, el Cordero inmolado puesto en pie (Ap 5, 6), se ha convertido definitivamente en el centro de la historia humana, dando sentido a todos sus acontecimientos y garantizando la victoria de Dios (Ap 5, 1-14). Mientras tanto, 1 Pe, al afirmar que «Cristo, Cordero sin mancha y sin defecto, fue predestinado ya antes de la formación del mundo» (1, 19-20) nos abre un horizonte ulterior sobre el misterio total de Cristo. Él ha sido predestinado desde siempre como «Cordero sacrificial»: no sólo en el sentido de que su don a los hombres por parte del Padre contempla ya la posibilidad real del rechazo, y por consiguiente su muerte de cruz como señal suprema de amor, sino también en el sentido de que la vida misma de Amor en Dios, al tratarse de un don e intercambio mutuo y radical, implica una especie de «sacrificio» de gozo y de gloria, en donde el Hijo se ofrece totalmente al Padre y viceversa. Sacrificio de gloria en el que toda la Iglesia queda inserta gracias a la mediación sacerdotal de Cristo (cf. Heb 8, 1-2; 9, 13-14.24-28; 10, 12-14). La revelación plena del rostro trinitario de Dios-Amor en la Pascua tiene de este modo su fruto y su imagen, a través del Cristo pascual, en el amor mutuo entre los creyentes, en tensión hacia la consumación escatológica.

[-> Amor; Autocomunicación; Biblia; Comunidad; Comunión; Cruz; Escatología; Espíritu Santo; Eucaristía; Fe; Hijo; Historia; Iglesia; Jesucristo; Liberación; María; Misión, misiones; Misterio; Padre; Pobres, Dios de los; Reino de Dios; Revelación; Sacerdocio; Salvación.]

Piero Coda