ORACIÓN
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SUMARIO: I. La oración en la historia: 1. En las religiones no bíblicas; 2. En el Nuevo Testamento: a. La oración de Jesús, b. Hasta la reforma postridentina, c. Hasta nuestros días.—II. Reflexión en torno a la oración cristiana: 1. Presupuestos de la oración: a. Nuestra capacidad de relación, b. La interioridad, c. La imagen de Dios; 2. Trinidad, fe y oración: a. «Dejar que Dios sea Dios», b. La oración, encuentro de amor con el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.—III. Conclusión.


I. La oración en la historia

1. EN LAS RELIGIONES NO BÍBLICAS. Éstas son incontables, y presentan a lo largo del tiempo, sobre todo en las politeístas, una enorme variedad en sus ritos sagrados. Sin embargo, nos interesa subrayar que en no pocos pueblos, desde muy antiguo, se llega a descubrir una cierta relación con lo divino, o con los dioses, o con un Dios personal y espiritual'. Es más, el Vaticano II dice que «en dichos pueblos ya desde antiguo se encuentra... a veces el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento —añade— «penetra toda su vida con un íntimo sentido religioso» (NA 2). Esto influye para que, si bien muy lentamente, se pase de una oración meramente ritual y colectiva, a formas de oración más interiorizada, incluso a una oración individual que puede ser de petición, de súplica o de acción de gracias. ¿Se apunta ya a la dimensión filial de la oración cristiana? Según santo Tomás no sólo es posible un conocimiento natural, sino también «un amor natural a Dios sobre todas las cosas».

Esta dimensión de la paternidad de Dios, que está ausente en el budismo, no falta totalmente en la literatura religiosa de la China. Está presente, en cambio, en otras tradiciones religiosas de contextos muy variados: indoeuropeos, semíticos, egipcios, y de la Amé-rica anterior al descubrimiento. El papa Pablo VI, refiriéndose a esas religiones, dice: «Llevan en sí mismas el eco de milenios a la búsqueda de Dios... Poseen un impresionante patrimonio de textos profundamente religiosos. Han enseñado a generaciones de personas a orar. Todas están llenas de innumerables «semillas del Verbo» y constituyen una auténtica "preparación evangélica"» (EN 53). Al fin, es Dios Trinidad quien, de muchas maneras y por misteriosos caminos, va llevando la humanidad hacia la plenitud de la revelación de la salvación.

2. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. La oración sigue en Israel la misma trayectoria evolutiva que su fe en Dios. Es lo normal. Se trata, además, de un proceso de siglos. La oración guarda en el AT una estrecha relación con el plan salvífico de Yahvé sobre Israel, el pueblo elegido a través de Abrahán y liberado de la esclavitud por medio de Moisés. En este plan divino el acontecimiento cumbre es, sin lugar a dudas, la alianza: «Me pasearé en medio de vos-otros, y seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un pueblo» (Lev 26, 12). Fue así como Israel fue descubriendo cada vez con más claridad un Dios distinto y en todos los aspectos superior a los dioses de los pueblos vecinos. Yahvé se le presenta, efectivamente, como un Dios personal y viviente, celoso y providente, uno y único, paciente, compasivo y fidelísimo, y al mismo tiempo poderoso, mayestático y santo: inmanente y transcendente a la vez. A esta imagen de Dios va paralela una forma de oración que, con el tiempo, se va perfilando y perfeccionando: expresa reconocimiento y admiración, gratitud y aceptación del plan de salvación que se le ofrece, petición de perdón y súplica confiada en las necesidades, lamento y alabanza. El punto de referencia en la oración será siempre la alianza: «Por tu nombre no nos rechaces..., no rompas tu alianza con nosotros» (Jer 14, 20-21).

Israel llega incluso a aplicar a Yahvé el nombre de Padre, principalmente en el período que sigue al fin del exilio. Es el mismo Dios quien se lo pide: «Me llamarás "mi padre" y no te separarás de mí» (Jer 3, 19). Yahvé es y se manifiesta como el padre de todos. Su amor paterno va revelando cada vez más explícitamente su salvación universal (cf. Is 56, 6-7), pero sus preferidos son siempre los pobres y débiles (cf. Sal 68, 6; 103, 13). Yahvé también se hace presente por medio de su Palabra, y por ella cumple su plan de salvación. Es así como él revela y comunica su voluntad al pueblo elegido, le da sus mandamientos —las diez palabras—del Sinaí, habla por la boca de los profetas, crea y gobierna el mundo. Por eso Yahvé llama incesantemente al pueblo a la escucha (Dt 6, 3-4; Jer 6, 10), e Israel, a su vez, no se cansa de repetirle que espera en su palabra (Sal 119, 81.114.147). Yahvé se hace presente, además, por medio del Espíritu de Dios, que es como un poder invisible y divino que todo lo vivifica (cf. Sab 1, 7; Sal 139, 7). Ese espíritu es comunicado al pueblo y a cada uno de sus miembros, de tal forma que Yahvé no sólo está cerca de su pueblo, sino en él.

Este concepto de Dios, que Israel fue adquiriendo poco a poco y a través de muchas vicisitudes, tuvo repercusión directa en su manera de orar. De hecho, en la oración de Israel se advierte un claro progreso hacia lo que es un encuentro en el que Dios, por medio de su Espíritu, purifica, libera y transforma a quien en él confía (cf. 1 Re 9, 3-9; Ez 36, 27-28). Se trata de un encuentro que es camino hacia una comunión más estrecha con Dios, de los miembros del pueblo fiel entre sí y todos los hombres que quieran acogerse al proyecto de alianza universal que Yahvé —Dios Padre— ofrece generosamente por medio de su Palabra y de su Espíritu. ¿Cómo no ver en este proceso de la revelación veterotestamentaria una providencial preparación para la revelación plena del Dios Trinidad y de la oración trinitaria del NT?

3. EN EL NUEVO TESTAMENTO. a. La oración de Jesús. En sus relaciones con Dios, como en todo lo demás, Jesús demuestra ser un fiel israelita. No es que simule algo que no va con él; todo lo contrario. En su vida pública se refiere con frecuencia al Dios de Abrahán, de Isaac y Jacob; en su vocabulario, Yahvé es su Dios y nuestro Dios, su Padre y nuestro Padre. Esta distinción llevará a sus discípulos a darse cuenta de que el Dios de Jesús es y no es el mismo que el del resto de los israelitas. María fue la primera en tomar conciencia de esto ya en el episodio del templo de Jerusalén (cf. Lc 2,49-50). Sólo Jesús puede decir ¡Padre mío!, y escuchar: Tú eres mi hijo amado (Mc 1,11). Eso hace que la oración de Jesús tenga rasgos enteramente originales: «Al entrar en el mundo dice: he aquí que vengo —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,7). La oración de Jesús es, por tanto, una oración eminentemente salvífica —expresión de la nueva alianza—, de una disponibilidad absoluta para realizar los planes del Padre sobre el mundo. Ahí se encuentra también el secreto de la oración incesante de Jesús y de los sentimientos que en ella expresa: alabanza, acción de gracias, abandono, súplica...

A veces, el maestro asocia los discípulos —todo el grupo o solamente algunos de ellos— a su oración. Ellos comprueban impresionados que su maestro ora de manera muy distinta de como lo hacen los rabinos e incluso de como lo hacía Juan el precursor. Poreso se sienten impelidos a pedirle «Señor, enséñanos a orar» (Le 11,1), y él les da una serie de orientaciones: no deberán orar para ser vistos, ni usar muchas palabras, ni alzar la voz o gritar para ser oídos; su oración será, por el contrario, sencilla y humilde, interior, atenta y confiada (cf. Mc 12,39; Mt 6,6-8.32...). Jesús habla, sí, a sus discípulos de la nueva oración que él viene a instaurar, pero se ocupa sobre todo de iniciarles en esa forma de oración. Ellos barruntan que el contenido del Padrenuestro (Mt 6, 9-15; Lc 11,2-4), el modelo de oración con que Jesús responde a su demanda, desborda todos los moldes y presienten, quizás, que esa oración es el prototipo de la oración de los seguidores de Jesús de todos los tiempos.

b. La oración en las primeras comunidades cristianas. Jesús no dijo —ni tenía por qué decirlo— todo sobre la oración. Prometió, más bien, enviar su Espíritu a continuar su obra y para que condujera a los creyentes hacia la verdad completa (cf. Jn 16,13). Los primeros cristianos, después de la resurrección del Señor, son y se sienten judíos y siguen acudiendo al templo de Jerusalén a orar (cf. He 5,12). El Dios de sus vidas y de su oración es el de antes, aquel al que también Israel solía llamar nuestro padre (cf. Is 63; 64,7); pero Jesús les ha enseñado a llamarle cariñosamente Abbá, porque son, realmente, sus hijos de adopción (cf. Gál 4,6; Rom 8,15). De ahí que se atrevan a repetir aquella oración que Jesús les dejó en propiedad, el Padrenuestro. Además Dios mora en ellos como en su templo (1 Cor 6,19). Jesús había dicho: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y nii Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23). Es el adorable misterio de la inhabitación. La oración adquiere así un tono muy familiar y de grande intimidad. Por Cristo, todos tenemos acceso al Padre, y él mismo nos incita a «orar en su nombre» Un 16,24), esto es, apoyados en él, más aún, en comunión con él, identificados con sus sentimientos, con su querer y con la misión que el Padre le ha confiado.

Pero en todo ello es imprescindible la acción del Espíritu Santo en nosotros. Este es otro de los puntos fuertes de la predicación apostólica. Para san Pablo ser cristiano es vivir en docilidad al Espíritu: «Sólo los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8, 14). «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios y para hacernos exclamar ¡Abbá, Padre!» (ibid. 16 y 15). De ahí que los primeros cristianos, aun dirigiéndose nominalmente en la oración a Jesucristo el Señor, o al Espíritu Santo, tienen de Dios, y por lo tanto de la oración, una visión trinitaria: su oración va dirigida, en realidad, al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.

Los primeros creyentes, al saberse todos uno en Cristo, se descubren Iglesia y se percatan de ser parte integrante de un solo cuerpo; y así, todos con un mismo espíritu son «asiduos en la oración» (He 1, 14). Esta oración es pluriforme en las posturas del cuerpo (cf. He 20, 36; Ap 4, 10; 5, 8; 7, 9) y en su contenido y expresión (cf. He 1, 24-26; 4, 24-30; 6, 4.6). Es también intensamente apostólica: en todas las necesidades recurren a la oración (cf. Sant 5,16; 1 Tes 3, 12-13; Flp 1, 9-11); pero el suyo es un pedir con parresía, con segura confianza (1 Jn 3, 21). Sin embargo, la principal forma de oración de los primeros cristianos es la eucaristía. Para la primitiva comunidad cristiana esa era la oración distintiva. Por ella se diferenciaba de la sinagoga, mientras por lo demás, seguía adoptando gran parte de la oración judía. Esto explica que la acción de gracias y la alabanza de las magnalia Dei ocupen tanto lugar en las oraciones de aquel tiempo que han llegado hasta nosotros. Esto, añadido a otros factores, da a entender por qué la oración litúrgica en general y la eucaristía en particular, estaban en el centro de la vida de la Iglesia primitiva.

4. LA ORACIÓN EN LA IGLESIA: a. Hasta el Medioevo. Nos referimos en primer lugar a la época postapostólica. En ella el estilo de vida y de oración se parece mucho al descrito en el párrafo anterior. Las comunidades cristianas contaron con el valiosísimo apoyo y la ayuda de los Padres apostólicos, como Clemente de Roma e Ignacio de Antioquía, cuya espiritualidad es eminentemente cristocéntrica, pero con muchas referencias a la Trinidad. En su tratado sobre la oración, Orígenes es muy explícito en este aspecto. A partir de este tiempo el tema de la oración es uno de los más socorridos de los escritos espirituales de los Padres, especialmente en oriente. San Basilio el Grande y san Gregorio de Nisa son los nombres que encabezan una larga lista de escritores de este estilo. En Occidente, nombraremos a san Hilario de Poitiers, a san Agustín, a Casiano, a san Benito y san Gregorio Magno, pero también aquí la lista es larga. Con ellos la oración, especialmente litúrgica, recibe un gran impulso. Al mismo tiempo que la liturgia se ve enriquecida con doxologías trinitarias, se insiste sobre la oración continua, centrada por lo común en la santa Escritura (Lectio divina). El trabajo manual y las obras de misericordia van suplantando paulatinamente al rigor ascético de tiempos pasados. Resumiendo, podríamos decir que éste fue un período espléndido de crecimiento y maduración de la espiritualidad cristiana.

b. Hasta la reforma postridentina. Este período, que dura varios siglos, coincide, en líneas generales, con el medioevo, tiempo de profundas transformaciones en la Iglesia y en la sociedad, sobre todo en Europa. La espiritualidad va ligada a las instituciones que más florecieron en aquellas edades. Ellas contribuyeron eficazmente a dar impulso a la vida espiritual de la Iglesia y a hacer que su imagen brillara con más nitidez. Son patentes los esfuerzos que muchos hacen para dar un testimonio vivo del seguimiento al Cristo del evangelio en las dos vertientes de unión con Dios y de servicio al pueblo, en particular a los pobres y a los cristianos que, con evidente peligro de perder la fe, sufren cautividad en tierras invadidas por el Islam. Nos limitamos a recordar algunas de estas instituciones y los nombres de algunos de sus exponentes más eximios: los benedictinos con san Pedro Damiani y san Anselmo; los cistercienses con san Bernardo; los canónigos regulares con Ricardo de san Víctor; las órdenes redentoras, trinitarios y mercedarios, con sus fundadores respectivos, san Juan de Mata y san Pedro Nolasco; 1; los dominicos con santo Domingo, san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino; los franciscanos con san Francisco de Asís, santa Clara y san Buenaventura; están también los carmelitas, los Siervos de María y las órdenes hospitalarias; ya en el siglo XIV tiene mucha influencia la «Devotio Moderna», con Ruysbroeck, Suso y Kempis.

En algunas etapas de este período se promueven, también entre el pueblo, tanto la oración litúrgica como la privada. Se propagan las devociones a los misterios del Señor y de la Virgen María, y se mantiene viva la visión de fe del Dios Trinidad en función de nuestra salvación, aunque, a decir verdad, con bastantes deficiencias, sobre todo después de san Agustín. La influencia de lo bueno y de lo menos bueno de entonces se hará notar en la espiritualidad hasta nuestros días. En la alta Edad Media, sobre todo, son manifiestos los signos de relajación tanto en el pueblo como en el clero y en-la misma vida religiosa. La Iglesia pasa momentos muy difíciles, pero al fin, aunque no sin desgarros, se impone el anhelo de renovación, siempre vivo entre los cristianos más clarividentes, que desemboca en la reforma propiciada por el concilio de Trento.

c. Hasta nuestros días. El lapso de tiempo que va del fin del concilio de Trento hasta nuestros días es demasiado largo y variado para que de él se pueda dar en pocas líneas una visión mínimamente aproximada: se desarrolla en contextos sociopolíticos, culturales y religiosos muy diferentes. La primera etapa se caracteriza por el fuerte influjo espiritual de las grandes instituciones de la época anterior. Luego hacen su aparición otras nuevas, entre las que sobresale la Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola (1491-1556). Algunas de las antiguas son renovadas en profundidad por radicales reformas, como el carmelo de santa Teresa de Jesús.

San Ignacio, con sus Ejercicios Espirituales, introduce un método de oración personal y una espiritualidad caracterizada por la contemplación en la acción, que será en lo sucesivo punto de referencia y fuente de inspiración para otros muchos institutos religiosos. Tanto en la experiencia personal de Ignacio como en su espiritualidad es central el misterio trinitario. Santa Teresa, por su magisterio espiritual y por su ingente labor como reformadora, ocupa un lugar privilegiado en la espiritualidad católica. Junto a ella aparece muy pronto san Juan de la Cruz, místico de talla excepcional, más rigurosamente científico en sus planteamientos doctrinales que la Santa. Los dos, aunque no de idéntica manera, encaminan al orante, con Cristo y en Cristo, hacia la sublime comunión con Dios Trinidad'.

La reformadora carmelitana dejó sentir su influjo espiritual directo en otras órdenes religiosas, particularmente en la reforma que de los trinitarios hizo san Juan Bautista de la Concepción (1561-1613), quien llegó a conocer personalmente a la reformadora del Carmelo. Además, la reforma estuvo en sus comienzos bajo la obediencia de un visitador carmelita descalzo. Aunque el reformador trinitario tiene en sus escritos muy en cuenta la doctrina de santa Teresa, se mantiene escrupulosamente fiel a los postulados de la Regla primitiva de su Orden: Trinidad y redención. Su pasión será trabajar siempre y sin descanso para «que cada día crezca la gloria que a Dios se le debe», y «contemplar a Dios en el pobre y en el pobre a Dios».

En esta época y en la que sigue, hasta bien entrado el siglo XX, surgen en la Iglesia una infinidad de nuevos institutos clericales y laicales. Una pléyade de santos, santas y escritores espirituales entran en escena. No sólo hacen frente a ciertas herejías y corrientes peligrosas, sino que, estableciendo nuevas formas de vida consagrada, enriquecen la configuración de la espiritualidad y prestan eficientes servicios apostólicos en la Iglesia y de asistencia y promoción humana en la sociedad. Este período culmina en cierto modo con el concilio Vaticano II que consolidó definitivamente la convergencia entre la liturgia y la oración individual: la liturgia deberá tener siempre la prioridad en la Iglesia; pero al mismo tiempo se favorecerá y orientará la oración meditativa o devocional individual de los creyentes. Esto vale, dice el mismo concilio, no sólo para las personas consagradas y para el clero, sino para todos los bautizados.

El concilio Vaticano II removió en gran medida las fibras más profundas del ser cristiano y también despertó el deseo de relacionarse con Dios, es decir, de oración. Desde entonces han proliferado los movimientos y grupos que promueven la «experiencia de Dios» y ha aumentado considerablemente el número de centros o «casas de oración». Digamos para concluir este apartado que con el Vaticano II y bajo su impulso se ha puesto muy de relieve la dimensión trinitaria de la Iglesia10 y de la vida de cada bautizado, lo mismoque de la oración. Con ello se están subsanando y corrigiendo algunas tendencias cuyas secuelas han tenido muchas y graves consecuencias en la vida espiritual de los fieles. El magisterio pontificio de Pablo VI y Juan Pablo II no ha cesado de insistir en la necesidad de seguir caminando en esa dirección [Infra II, 1, c].


II. Reflexión en torno a la oración cristiana

Convendrá tener en cuenta mucho de lo que acabamos de decir sobre la oración en una perspectiva histórica, para mejor entender la exposición sobre la naturaleza, la estructura y la dinámica de la oración cristiana. Comenzamos señalando algunos factores que pueden condicionar la oración.

1. PRESUPUESTOS DE LA ORACIÓN. La oración es principalmente don gratuito de Dios; pero como también es obra de la persona, en su desarrollo intervienen diversos factores humanos. La oración suele ser entendida como una relación interpersonal con Dios, como un encuentro con él; encuentro que, lógicamente, tiene características muy particulares". Para que éste pueda tener lugar es preciso cultivar previamente y con esmero algunas condiciones. Señalamos las siguientes:

a. Nuestra capacidad de relación. Todo proceso de maduración exige que la persona trabaje para que sus relaciones humanas superen la búsqueda egoísta de los propios intereses y alcancen, desde el yo profundo, un nivel de sincera naturalidad. Sólo así se puedenrespetar, en lo humano, las características del encuentro interpersonal propiamente dicho: alteridad, reciprocidad, e intimidad. Está claro que si una persona no ha desarrollado su capacidad de relación, esta carencia la condicionará negativamente y el encuentro de oración con Dios no podrá tener la profundidad deseada.

b. La interioridad. Nadie es capaz de orar únicamente desde sí mismo. Para bien o para mal el orante está sometido a la influencia de circunstancias personales o externas. A nivel personal: el propio cuerpo, la sensibilidad, la mente y la afectividad. A nivel externo influyen igualmente: el ambiente, las personas, los acontecimientos, las corrientes de opinión, las tendencias ideológicas, etc. Vivir desde la propia interioridad es potenciar la capacidad de atención de la mente, poner orden en las zonas sensibles, llevar paz y serenidad a la afectividad y actuar, con discernimiento, a nivel de conciencia profunda y de fe cristiana; es decir, desde el yo íntimo y desde Dios. La interioridad así entendida es una conquista y tiene un precio: ascesis, silencio de las potencias, conversión... Es el único camino para llegar a un encuentro cada vez más auténtico con Dios.

c. La imagen de Dios. La oración cristiana es esencialmente encuentro con Dios. Dice el Vaticano II: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19). De hecho, en nuestra sociedad occidental, generadora de soledad, de insatisfacción y desencanto, cuando no de desesperación, son muchos los que, quizás incoscientemente, buscan al Dios verdadero.

Pero cabría, por otra parte, preguntarse hasta qué punto el Dios de nuestras catequesis, de la evangelización, de la teología y de la moral sea ese Dios verdadero. El teólogo italiano Bruno Forte no duda en plantearse esta pregunta: El Dios de los cristianos, ¿es un Dios cristiano?. Desde su experiencia teológica afirma que nos encontramos ante un destierro de la Trinidad en la teoría y en la praxis de los cristianos, que siguen siendo mayoritariamente monoteístas. Esto ha tenido nefastas consecuencias no sólo en la teología y en la piedad, sino también en las relaciones humanas y en el comportamiento social.

Obviamente, los presupuestos que condicionan la oración y la misma oración se apoyan mutuamente; esto significa que la oración es capaz de transformar nuestra capacidad de relación, hacer madurar nuestra afectividad y suavizar las asperezas de nuestro carácter. Dando autenticidad a nuestra vida interior nos hace acercarnos a una imagen de Dios más en consonancia con el Dios verdadero que no es otro que el Dios Trinidad revelado en Cristo. Es importante, por tanto, que no nos quedemos «en un bajo modo de trato con Dios», sino que pongamos de nuestra parte todos los medios a nuestro alcance para que el Espíritu infunda en nosotros esa oración profunda y transformarte.

2. TRINIDAD, FE Y ORACIÓN. En la vida de la Iglesia hay señales claras de que nos encontramos atravesando una etapa privilegiada de retorno al Dios trinitario, cercano al hombre y amante de la vida, el Dios Amor revelado por Jesús. Es como el anuncio feliz de que, después del destierro, nos encaminamos a la patria trinitaria en la teología, en la nueva evangelización, en la antropología, en la sociología, en la espiritualidad, en la vida cristiana en general y muy particularmente en la oración. El Concilio Vaticano II tiene mucho que ver en este retorno.

La oración no es algo que se pueda imponer por la fuerza. Siendo don gratuito de Dios es preciso dejarle libre el camino para que él la haga brotar espontánea, como fruto del asombro y de la fascinación interior de quien descubre al Dios que es don inefable de amor. Es entonces cuando, supuesta la disponibilidad y actitud de acogida del orante, adviene el encuentro con Dios. Mas antes de intentar describir la dinámica de ese encuentro, hablamos de sus premisas.

a. «Dejar que Dios sea Dios». Esta frase de Hans Urs von Balthasar resume perfectamente lo que nos proponemos decir a continuación. Ajustándonos a la historia de la salvación, sabemos que el punto de partida está en el amor gratuito de Dios al hombre. La iniciativa es suya siempre, y lo fue ya desde antes de la creación (Ef 1, 4). Cuando recibimos la promesa de salvación y la revelación de su amor infinito, Dios no se manifiesta como unipersonal, sino como Trinidad de personas. «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). He ahí, por tanto, el gran proyecto de Dios Padre: hacernos sus «hijos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 5-6). Esto tiene su cumplimiento únicamente en el Espíritu Santo, gracias al cual tenemos «libre acceso al Padre» (Ef 2, 18).

Esta maravillosa operación comienza en el momento del bautismo cuya fórmula viene a significar: Yo te introduzco en la corriente de vida del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo, para que vivas en lo más profundo de tu ser la comunión de amor de los Tres, quienes, por gracia, te convierten en su propia morada. En virtud del mismo bautismo todos los bautizados formamos el pueblo de Dios que es la Iglesia: hijos en el Hijo, uno en él, «en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, ...hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 21-22). Esa es la Iglesia de la Trinidad. De aquí que «las diversas imágenes que la LG utiliza para describir de alguna manera el misterio de la Iglesia vienen a poner de relieve su parentesco con las tres Personas divinas».

Se necesitan los ojos de la fe (cf. Ef 1, 18) para poder conocer y penetrar en el abismo sin fondo del amor de Dios manifestado en la persona de Cristo y en cada uno de los misterios de su vida terrena, y para poder descubrir a Dios como un de amor personal a cada individuo y a la totalidad de su Cuerpo que es la Iglesia. En definitiva, sólo la fe sabe responder con amor al Amor. Pero tampoco hay que olvidar que esta misma respuesta del hombre es pura gracia, don gratuito, del mismo Dios. Von Balthasar dice que este amor de Dios no es una realidad abstracta o colectiva sino algo absolutamente personal. El Padre me entrega a mí, a nosotros, dice, «a su Hijo único para llenarme a mí (a nosotros) internamente con su santo Espíritu de amor. Frente a este acontecimiento, la persona creada no encuentra en sí misma, en su estado propio, ninguna respuesta auténtica. Aun en el caso de que fuera afectada en su núcleo íntimo (como el niño por la madre), no tendría nada que presentar como contraoferta. Su respuesta sólo puede ser dejar a Dios ser Dios en ella. Reservarle todo el espacio que él reclama para su amor. «He aquí la esclava del Señor». Así, pues, la respuesta (hecha posible por la gracia) es, al mismo tiempo, la mayor disponibilidad posible (Ignacio de Loyola)»". Por tanto, el secreto está, supuesta la acción del Espíritu Santo, en la fe entendida en su sentido bíblico original, en la disponibilidad al estilo de María (cf. Lc 1, 38) y de Jesús (cf. Heb 10, 7).

b. La oración, encuentro de amor con el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Dijo Jesús: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto» (Mt 6, 6). Santa Teresa recomienda insistentemente al alma que «entre dentro de sí» porque es ahí donde se efectúa ese encuentro que, según ella, consiste en «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

En la oración tenemos que sentirnos plenamente libres para relacionarnos con la humanidad de Jesús, con el Espíritu Santo, con María nuestra Madre y con los santos. Diríamos que la espontaneidad es regla, de modo semejante a lo que ocurre en las relaciones familiares. Lo esencial es que la oración se conforme a lo que nos ha sido revelado, es decir, que vivir en comunión con Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu, es penetrar y participar en su misterio. La vida cristiana es esencialmente experiencia trinitaria; la cual «constituye el entramado, base y meta del vivir de los creyentes: ser en el Espíritu, arraigarse en Cristo, tender hacia el Padre» en cuanto hijos en el Hijo y, en él, hermanos los unos de los otros. La oración se encuadra, precisamente, en ese marco trinitario-salvífico, como expresión consciente de lo que somos por gracia. Por eso, Jesús dice: «Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro...» (Mt 6, 9).

Encuentro filial con Dios Padre. La oración cristiana es esencialmente filial. Cuanto más viva sea la conciencia de que Dios es Padre, más auténtica y cristiana será la oración. Pero Dios es un Padre de características únicas: es el Abbá ", Padre querido, todo ternura y cariño muy cercano al que lo invoca. Así lo sentía santa Teresa: «Porque el recuerdo de que tengo compañía dentro de mí es de gran provecho». Por eso, el orante ha de adoptar ante él una actitud de total confianza y seguridad, y sobre todo de amor agradecido, porque «el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho sino en amar mucho». Dios no es un Padre paternalista o autoritario, sino un Padre amigo (cf. DV 2). Es Padre en tal grado que transciende y supera todas las categorías humanas. Es todopoderoso, pero «necesita» del hombre para cumplir sus planes. Su paternidad, como dijo Juan Pablo I, tiene rasgos maternales. Es providente, solícito y atento al clamor de quienes a él acuden: «Antes que me llamen, yo responderé; aún estarán hablando, y yo les escucharé» (Is 65, 24).

Con cada uno de sus hijos se relaciona como si fuera el único, pero no consiente que ninguno de ellos se niegue a la comunión, porque él es un padre de familia celoso de la unión de los suyos, fuente y origen de toda paternidad y de toda maternidad natural o espiritual; como él no excluye a nadie de la filiación tampoco acepta que nadie quede fuera de la fraternidad.

Por Cristo y con Cristo. Jesucristo es el unigénito del Padre, y todo en Jesús es revelación plena y perfecta del Padre: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» Un 14, 9). Es también el mediador y el camino que lleva al Padre: «Nadie va al Padre sino por mí» Un 14, 6). Él ora por nosotros (cf. 17, 9), y nos apremia para que oremos «en su nombre» (cf. 14, 13) haciendo nuestras sus actitudes y participando en su vida y misión. Jesús es, además, el verdadero y único Sumo Sacerdote, el orante perfecto, el religioso y adorador del Padre por excelencia, que da forma y sentido a toda oración verdadera. Por eso, nuestra oración, que es sobre todo acción de gracias y alabanza agradable a Dios, es cristiforme. Cristo sigue orando en el cristiano, y éste, como parte integrante de su Cuerpo, está llamado a orar en él y por él haciendo propios los gemidos inefables en el Espíritu (cf. Rom 8, 26), que son oración de intercesión, de ofrecimiento, de agradecimiento, de alabanza al Padre. El cristiano será feliz si llega a experimentar, de alguna manera, la presencia del Cristo orante en la propia oración.

En el Espíritu Santo. Vivir y orar como cristiano es vivir y orar en el Espíritu. El Espíritu conoce las profundidades de Dios y lo más recóndito del interior del hombre (cf. 1 Cor 2, 10-11). Como Cristo está en el Padre por el Espíritu, así nosotros permanecemos en Cristo (cf. Jn 14, 20) por el mismo Espíritu. No sabemos orar como conviene, pero el Espíritu «nos hace exclamar ¡Abbá, Padre!» (Rom 8, 15). Él es luz y es don de amor que nos hace sentir la necesidad de la unidad y nos impulsa a ser en la Iglesia corresponsables de la salvación del mundo. La presencia activa del Espíritu enseña a simplificar la oración, la guía hacia formas más contemplativas y favorece la simbiosis entre acción y contemplación en la vida del orante. El Espíritu educa a quien se deja conducir por él y le amaestra para que acierte a reconocer a Cristo en los hermanos, especialmente en los más pequeños y en los últimos, que son sus predilectos. El Espíritu, finalmente, abre a la comprensión de la Palabra y calienta los corazones para que se enciendan al oírla (cf. Lc 24, 32). En frase de Juan Pablo II, realmente «es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oracíón».


III. Conclusión

Decíamos al principio de estas reflexiones que la humanidad, entre oscuridades, dificultades y desviaciones, desde sus orígenes ha buscado relacionarse con el Dios verdadero. Por eso, la oración aparece como el acto fundamental de todas las religiones propiamente dichas. Abrahán llegó a experimentar el encuentro interpersonal con un Dios cercano y entrañable. Pero es Jesúsquien descubre y revela de manera definitiva la naturaleza de la oración como encuentro inefable con un Dios que es Padre. De ahí que el cristianismo sea por excelencia la religión de la oración. La oración cristiana no se opone a la de otras muchas religiones, y mucho menos a la del AT., pero es enteramente nueva: sólo en ella se encuentra la comunión filial con el Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo; y ninguna otra es, como ella, venero de salvación para todo el mundo.

[ -> Adoración; Agustín, san; Amor;; Anselmo, san; Antropología; Capadocios, Padres; Bautismo; Buenaventura, san; Budismo; Catequesis; Comunión; Creación; Doxología; Espíritu Santo; Eucaristía; Experiencia; Fe; Gracia; Hilario de Poitiers; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Juan de la Cruz, san; Judaísmo; Liturgia; María; Misterio; Orígenes; Padre; Pascua; Pobres, Dios de los; Politeísmo; Religión; Revelación; Ricardo de san Víctor; Salvación; Sociología; Teresa, santa; Tomás, santo; Trinidad; Vaticano II; Vida cristiana; Von Balthasar.]

José Gamarra