IGLESIA DE LA TRINIDAD
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SUMARIO: I. La Iglesia es «misterio»: 1. El Concilio Vaticano II; 2. Fundamentación bíblica: a. Testimonio de la Escritura, b. La Trinidad en los Concilios, c. La Trinidad se manifiesta al mundo «per Ecclesiam».—II. El Padre y la Iglesia: 1. El Padre y la Iglesia en el AT; 2. El Padre y la Iglesia en el NT; 3. El Concilio Vaticano II.—III. El Hijo encarnado y la Iglesia: 1. La Iglesia, Cuerpo de Cristo; 2. Cristo, Cabeza de la Iglesia: a. Primacía de Cristo sobre todo lo creado, b. Primacía de Cristo sobre la Iglesia; 3. Hijos en el Hijo; 4. Cristo, fuente de vida para la Iglesia; 5. Cristo, fuente del Espíritu para la Iglesia.—IV. El Espíritu Santo y la Iglesia: 1. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia; 2. Acción pluriforme del Espíritu en la Iglesia.—V. La Iglesia, Pueblo de Dios Trinidad: 1. La alegoría de «Pueblo»: a. Raíz bíblica de la alegoría, b. En el Vaticano II; 2. La Iglesia, Familia de Dios; 3. Pueblo convocado por la Palabra; 4. Pueblo santo; 5. Comunidad que celebra las «maravillas de la SS. Trinidad»; 6. Comunidad misionera; 7. Comunidad escatológica.


«Creo en Dios Padre todopoderoso... y en Jesucristo, su único Hijo nuestro Señor, que murió y resucitó... y en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia» (DS 12). A lo largo de dos milenios de cristianismo, la comunidad cristiana ha asociado su fe confiada en la Iglesia a su fe en la SS. Trinidad. La expresión «creo en la Iglesia», es cierto, tiene otro alcance que «la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo». Propiamente hablando, sólo podemos otorgar nuestra fe a Dios Trinidad, como sentido último de la existencia humana y razón suprema de nuestra esperanza escatológica, mientras que creemos en la Iglesia (mejor habría que decir «creemos a la Iglesia»), en cuanto que ella es «en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión del hombre con Dios» (LG 1), o, en otras palabras, en cuanto es la presencia visible y verificable del Dios Trino en la realización de su designio de amor sobre el hombre.

Esta asociación de la Iglesia a la acción histórica de la SS. Trinidad hizo que los Padres la describieran como «Iglesia de la Trinidad» por su parentesco con las divinas personas.

Es cierto que, sobre todo, a partir de Trento, se obnubiló en buena medida esta vertiente teándrica y trinitaria de la Iglesia. Con el Concilio Vaticano II, sin embargo, se ha adumbrado esta visión complexiva, en la que se ha mostrado la realidad de la Iglesia como «misterio» de comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo y «sacramento» en la transmisión de la vida de los Tres a los hombres. De hecho, la Iglesia que nos muestra el Concilio Vaticano II es la «Iglesia de la Trinidad»: «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (LG 17).

De acuerdo con la línea del Diccionario, vamos a ofrecer esta visión teándrica y trinitaria de la Iglesia.


I. La Iglesia es «misterio»

1. EL CONCILIO VATICANO II. En las peticiones de los obispos y Centros Teológicos a la Comisón antepreparatoria del Concilio, un tema afloraba reiteradamente: que se estudiara a la Iglesia como «misterio» de comunión con las divinas personas4. Pese a ello, el primer esquema De Ecclesia no respondió adecuadamente a las esperanzas de los Padres conciliares. Comenzando por el título De Ecclesiae militantis natura,todo el esquema adolecía de una vertiente mistérica: «No puede delinearse la naturaleza de la Iglesia fuera del Misterio de Cristo; misterio ciertamente de vida, teándrico, pascual, pentecostal, eclesial, eucarístico y escatológico». «La Iglesia no es una mera sociedad humana, cuanto un verdadero y gran misterio».

La Conferencia Episcopal austro-germana no se limitaba a criticar el esquema oficial elaborado por la ComiSión Teológica, sino que avanzó un nuevo proyecto de esquema con el enfoque que pedían numerosos Padres conciliares. Las líneas maestras del primer capítulo ponen de relieve la vertiente mistérica y, por lo mismo, trinitaria, de la Iglesia: 1) La Iglesia es obra de las tres personas. Más aún, es la concreción del proyecto salvífico del Padre, realizado por la misión del Hijo, mediante la comunión en el Espíritu del Padre y del Hijo: «en todas las figuras aparece la Iglesia como el conjunto de la acción salvadora de Dios Padre... realizada plenamente en la vida, muerte y exaltación de Cristo, cumplida ya, pero por consumarse aún al final de los tiempos»; 2) La Iglesia, por tanto, es el efecto (fructus) de la acción respectiva de las tres personas y, por lo mismo, es un misterio: «participa necesariamente del misterio de Dios Padre y de Cristo y del Espíritu Santo, que sólo se puede conocer por la fe». «Lo que Dios, en efecto, obra con su acción salvadora por Cristo, en el Espíritu Santo, es "la Iglesia", es decir, el género humano redimido...». 3) La Iglesia, que es comunión con las divinas personas, está destinada a ser «el medio activo para comunicar la salvación al mundo». 4)

Por eso, la Iglesia tiene una condición sacramental, que hace de ella una realidad «sui generis»: visible e invisible, institucional y carismática, cuerpo social y misterio divino. De ahí que pidieran los obispos austro-germanos que se pusiera de relieve la doble vertiente de la Iglesia, pero acentuado la «res» (el misterio) contenida en el «sacramentum» (signo). Estas sugerencias motivaron un nuevo esquema, en el que era sintomático el cambio de título del primer capítulo, que se denominó De Ecclesiae mysterio. La Comisión indicaba en un breve Comentario al esquema que la intención de sus redactores no fue otra que situar a la Iglesia en el corazón del misterio trinitario: «Por su mismo título se colige que se propone a la Iglesia como objeto de fe y que no se describe únicamente en su manifestación extrínseca. Este cap. I está dividido en tres secciones. La primera (nn. 2-4) muestra que la Iglesia tiene su origen en Dios Trino y Uno, a saber, en el designio eterno del Padre realizado mediante la misión del Hijo y consumado por la santificación del Espíritu Santo; mostrándose así que la doctrina de la Iglesia se basa en el dogma primario del cristianismo». El nuevo esquema, con pequeños retoques, cristalizó en la LG.

Los Padres conciliares, en general, vieron con agrado este enclave de la Iglesia con el misterio adorable de la SS. Trinidad. Los obispos de Francia oriental reconocían que el nuevo esquema «esclarece la relación de la Iglesia con el misterio de la SS. Trinidad y con las misiones divinas, no sólo en su origen, sino también en su fin escatológico». P.P. Meouchi, de Antioquía de los Maronitas, de igual forma, apreciaen el esquema «una gran riqueza bíblica y teológica, por cuanto que vincula la Iglesia a la Trinidad: la Iglesia, en efecto, es obra de las personas divinas»'.

De hecho, en todos los documentos conciliares, aparece la Iglesia como misterio que participa e irradia la vida de Dios o, con palabras del mismo Concilio, como «pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4, 1).

2. FUNDAMENTACIÓN BÍBLICA. Ante los reparos de algunos Padres conciliares, que veían en la «eclesiología trinitaria» del Vaticano II un peligro para una recta comprensión del misterio trinitario'', la Comisión doctrinal ofreció como clave hermenéutica la enseñanza que brindan tanto la Escritura como los Símbolos de la fe y los Concilios. «De sobra es sabido que, en san Pablo, la revelación de la salvación por la Iglesia se ofrece de acuerdo con la obra (munus) respectiva de las tres personas».

a. Testimonio de la Escritura. Pablo nos habla en Ef 1, 9 del «misterio» de la voluntad del Padre. En el Apóstol encontramos el término «misterio» con genitivo, referido al Padre y al Hijo: «misterio de Dios» y «misterio de Cristo». Pablo quiere expresar en esta doble acepción el plan salvífico del Padre (cf. Ef 1, 4-11), «oculto en él» desde la eternidad', pero revelado en los últimos tiempos por Cristo, a saber: constituir a todos los hombres en un único Pueblo, bajo Cristo Cabeza y piedra angular, rrlediante la acción del Espíritu Santo.

Las expresiones paulinas «misterio de Dios» y «misterio de Cristo», aparentemente idénticas, expresan la doble fase del plan divino: la salvación en cuanto presente en la mente divina y la salvación en cuanto entra en la historia y se hace realidad concreta por medio de Cristo y mediante la acción del Espíritu Santo.

El «misterio» del que se proclama Pablo el portavoz destacado, no es, por tanto, en primera línea la revelación del «en sí» de las tres personas, cuanto la manifestación de lo que el Dios Trino quiere ser para el hombre. En otras palabras; podemos decir que «in recto» la revelación del misterio mira a descubrir la relación del Padre, por Cristo, en el Espíritu, con los hombres. Eso sí: en ese «para nosotros» se desvela el «en sí» del Dios Trino. El misterio paulino es Dios (el Padre) mismo en cuanto se da en calidad de Padre a los hombres por su Hijo encarnado, en quien participan su filiación, en la presencia y acción del Espíritu Santo.

b. La Trinidad en los concilios. La Comisión doctrinal se refiere también a la forma que han tenido los Concilios de presentar a la SS. Trinidad («... tum in symbolis fidei, tum in Conciliis adhibetur»).

Las contiendas de los primeros siglos del cristianismo que cristalizaron en los grandes concilios cristológicos y trinitarios tuvieron como objeto primordial la defensa de la «economía», es decir, el misterio de la Iglesia, llevado a cabo por parte del Verbo encarnado de parte del Padre, mediante la acción del Espíritu Santo. Si Cristo no era verdadero Dios, ni el Espíritu Santo pertenecía al ámbito divino, el hombre no había sido salvado, ni poseía la vida divina, ni, por tanto, era hijo de Dios. Los concilios, en otras palabras, trataron de poner de manifiesto la teología de Dios como soporte de la economía y vinieron a clarificar el misterio del Dios Salvador. El símbolo Niceno-Constantinopolitano, «pronto introducido en la liturgia, marcó decisivamente la fe de la Iglesia desde entonces, y supuso, en la Iglesia, la interpretación definitiva de la fe trinitaria. Se puede incluso decir que con este símbolo y con la teología de los Capadocios que le sirve de base llegó a su fin en Oriente, en lo sustancial, la evolución teológica y la penetración del misterio trinitario».

c. La Trinidad se manifiesta al mundo «per Ecclesiam». La respuesta de la Comisión doctrinal, por último, reconoce que la revelación de la Trinidad se realiza «per Ecclesiam». Con ello se expresaba la intención de presentar a la Iglesia como el medio («sacramentum et instrumentum») a través del cual los hombres pueden conocer y experimentar la acción salvífica de las tres personas. El Concilio, que ha eludido un estudio de la Trinidad en sí misma, pero que la ha presentado en clave funcional, ha constituido a la Iglesia en objeto central de su reflexión. Pero a la Iglesia como realidad teándrica, es decir, en cuanto es la concreción del plan del Padre, de la obra redentora del Hijo y de la presencia y acción del Espíritu Santo; a la Iglesia como pleroma de la Trinidad, en la que se manifiesta el genuino rostro de Dios a los hombres y su salvación. La Iglesia viene a ser la realidad primigenia querida por el Padre: el Cristo total como «ser» que participa el misterio mismo del Dios

Trino, lo significa y los comunica. «Según esto podría decirse justamente que la Iglesia es como el protosacramento del Misterio de la SS. Trinidad, en cuanto se comunica a la Iglesia y en ella a todos los hombres».

Esta visión trinitaria de la Iglesia ha estado siempre presente en la reflexión de los Padres y teólogos, desde el comienzo.

1) «La Iglesia está llena de la Trinidad», nos dirá Orígenes y Tertuliano nos mostrará a la Esposa de Cristo como «el Cuerpo de los Tres». El camino que ha escogido el Padre para hacer surgir el «misterio» de la Iglesia han sido las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. Ireneo asume una alegoría sugestiva: el Padre lleva a cabo su designio de ampliar su hogar a los hombres mediante la acción histórica de su Hijo encarnado y del Espíritu Santo, que son «como sus dos manos». «Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Lo que imprime en nosotros la imagen divina es la santificación, es decir, la participación del Hijo en el Espíritu»". Es cierto que aquí se refiere Cirilo a la deificación individual del cristiano. De todas formas está presuponiendo la transformación de la Iglesia en las tres personas, ya que únicamente por la Iglesia y en la Iglesia el hombre individual participa la vida filial en Cristo y en el Espíritu.

Para los Padres, por tanto, el misterio de la SS. Trinidad se amplía en la Iglesia, en la que adquiere una dimensión histórica, como pleroma del mismo misterio del ser divino, mediante la presencia y acción del Hijo encarnado y del Espíritu Santo. Toda la Trinidad se hace presente de un modo nuevo en la Iglesia. O mejor, la Iglesia entra en el ámbito de la SS. Trinidad.

2) Tomás de Aquino constituye un hito en la meditación teológica sobre la Iglesia, al haber desarrollado una fecunda reflexión sobre las «misiones trinitarias». Para eJ Angélico las misiones del Hijo y del Espíritu implican la ampliación en la Iglesia de lo propio del Hijo y del Espíritu Santo o, en otras palabras, la ampliación y extensión en el tiempo de la filiación del Hijo y de la «comunión» del Espíritu Santo. En su origen las «misiones divinas» son las mismas «procesiones» personales del Hijo y del Espíritu Santo, y en su término final, la ampliación en la comunidad de los hombres de lo «propio» del Hijo (la filiación) y de lo «propio» del Espíritu Santo (la comunión). El P. Congar, en una línea marcadamente tomista, reconoce que el misterio de la Iglesia es como una extensión y manifestación de la Trinidad: «la Iglesia es Dios que viene de Dios y retorna a Dios llevando consigo y en sí a su criatura humana»2.

Ha sido, sin embargo, H. Mühlen, tal vez, quien mejor ha desarrollado de una forma coherente la dimensión trinitaria de la Iglesia, frente a una visión prevalentemente «cristomonista», que se consideró, sobre todo a partir de J.A. Móhler, como «la permanente encarnación del Hijo de Dios». (Naturalmente, Móhler no piensa que la encarnación del Hijo de Dios se repita en la Iglesia). Para Móhler la Iglesia es la «encarnación permanente» del Hijo de Dios «en la medida en que en ella están unidos lo divino y lo humano, de manera analógica, sin confusión y sin separación, como en el mismo Jesús».

Sin embargo, según Mühlen, habría que decir más bien que la permanencia de la encarnación acontece bajo la acción del Espíritu Santo, como lo ha demostrado el Vaticano II, que no ha hablado de la encarnación en la Iglesia, cuanto de una analogía entre el misterio del Verbo encarnado y el misterio del Espíritu Santo en la Iglesia. «Se compara a la Iglesia, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» (cf. Ef. 4, 16)» (LG 8, 1).

El Pueblo de Dios aparece en este texto como el «misterio del Espíritu», que se une al cuerpo social de la Iglesia como se une el Hijo eterno a su naturaleza humana. Cristo y el Espíritu actúan de consuno en la edificación de la Iglesia como las «dos manos del Padre». La comunidad de la Iglesia surge por su inserción en Cristo resucitado, en quien recibe el Espíritu «creador de vida nueva: filial y fraterna». El Concilio, en este importante texto, integra la acción respectiva del Hijo encarnado y del Espíritu Santo en una única obra conjunta con el Padre para el surgimiento de la Iglesia.

Dos textos bíblicos importantes fundamentan la reflexión de H. Mühlen: «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo... no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1 Cor 12, 12; cf. 1, 13). Todos los creyentes en Cristo son uno en El, hecho que les permite participar de su único Espíritu. Por eso, el mismo Pablo en otro texto importante recuerda al Espíritu como principio vivificante de todo el Cuerpo de Cristo: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un cuerpo... Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). Por eso, reconoce justamente el Concilio que «el Espíritu Santo es uno y el mismo (unus et idem) en Cristo y en los cristianos» (LG 7, 7). Desde esta fundamentación bíblica y magisterial tenemos dibujado el marco trinitario de la Iglesia (cf. 1 Co 12 4-6), sobre el que H. Mühlen elebora su reflexión teológica. El teandrismo de la Iglesia necesita un punto de partida pneumatológico trinitario. Ahora bien; este punto de partida está en la personalidad misma del Espíritu Santo, que es «una persona en dos personas», Padre e Hijo. De acuerdo con la doctrina trinitaria tradicional (DS 800; 1300; 1330; etc.) el Espíritu Santo se constituye como persona por una misma relación al Padre y al Hijo, dado que procede de ambos, como de un único principio. «Su relación al Padre no es distinta de su relación al Hijo, antes bien, es él mismo, como persona, la relación entre el Padre y el Hijo, al mismo tiempo...». H. Mühlen razona de la siguiente forma: si en consonancia con la revelación divina, las relaciones de origen son las que constituyen a las personas, hay que decir que el Padre se constituye como tal por su relación al Hijo y viceversa; pero no con relación al Espíritu Santo. Por eso, el Padre no es Padre del Espíritu Santo, ni el Hijo se puede decir Hijo del Espíritu Santo.

En cambio, del Espíritu Santo hay que decir que se constituye como Espíritu Santo, con su peculiaridad nocional por su relación conjunta al Padre y al Hijo. «Por consiguiente, en la vida intratrinitaria el Espíritu Santo es una persona en dos personas". Esto se constata aún mejor, si se tiene en cuenta que la procesión del Espíritu Santo se puede describir también como acto común del Padre y del Hijo: ambos son un único principio del Espíritu Santo. Por eso, ni el Padre ni el Hijo pueden decir del Espíritu «mi Espíritu», sino «nuestro Espíritu». «El Espíritu es entonces el "nosotros" del Padre y del Hijo personificado»

H. Mühlen concluye su reflexión en este campo recordando que aquí se encuentra la relación más profunda entre encarnación e Iglesia y a la vez el fundamento trinitario de la fórmula eclesiológica fundamental que propone. «Por lo mismo que el Espíritu Santo es en el interior de la Trinidad UNA PERSONA EN DOS PERSONAS, se manifiesta en la economía de la salvación como ¡UNA PERSONA EN MUCHAS PERSONAS! Su propiedad personal es el unir personas, tanto en la vida trinitaria como en la economía de la salvación».

Esta reflexión teológica tiene una fundamentación bíblica inconcusa, como lo iremos viendo. Cuando Jesús dice: «Nosotros vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23), «en el "nosotros" se remite al Espíritu Santo, haciéndose patente desde un plano histórico-salvífico la exclusiva y dual nostreidad del Padre y del Hijo en la misión del Espíritu Santo, idéntico en el Padre y en el Hijo». Lo mismo cabedecir del «todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para no formar más que un solo cuerpo» (1 Co 12, 13). Se trata del «nosotros» eclesial constituido por el Espíritu Santo entre gentes de distinta procedencia étnica, cultural y social. De forma semejante a como el Espíritu Santo es una persona en dos personas en la vida intratrinitaria, en el orden histórico-salvífico, es en la Iglesia una persona en muchas personas.

El misterio de la Iglesia, por tanto, queda sí anclado en el Protomisterio de la SS. Trinidad. La Iglesia es la ampliación histórica de la comunión original de las tres divinas personas. La Iglesia es el misterio que se constituye en el tiempo por las misiones respectivas del Hijo encarnado y del Espíritu Santo. «Sea que la Iglesia se manifieste como pueblo de Dios, templo, casa, ciudad de Dios, cuerpo de Cristo o esposa del Cordero; en todas estas figuras aparece como el fin principal y el conjunto de toda la acción de Dios Padre... realizada plenamente en la vida, muerte y exaltación de Cristo, consumada ya y aún por consumar en plenitud en la comunicación del Espíritu del Padre y de Cristo hasta el fin de los tiempos».

Como colofón de este apartado, vaya una pequeña reflexión sobre la relación entre institución y carisma. Frecuentemente se ha creado una oposición —ficticia desde luego— entre institución y carisma, Iglesia jerárquica e Iglesia del Espíritu. ¿Qué decir sobre el particular? Ante todo hay que aclarar qué entendemos por institución y qué por carisma. La Iglesia es institución, porque es algo dadó, previo a la agregación de los cristianos. Ahora bien; lo previamente dado es el misterio de Cristo en todas sus fases hasta su resurrección, en donde queda constituido en fuente del Espíritu (Rm 8, 9-11), y por él, en presencia del Padre y fuente de vida filial para la Iglesia. «La donación del Espíritu hace que la Iglesia-institución sea una institución carismática, sometida a la orientación de fondo, a la fuerza de interiorización y al clima del Espíritu» [cf. IV, 2,d].


II. El Padre y la Iglesia

Por su condición de «enviados», el hombre ha visto al Hijo de Dios encarnado (1 Jn 1, 1-2) y, bajo los símbolos del viento y el fuego, al Espíritu Santo (He 2,1-3). En sus manifestaciones visibles, el hombre ha experimentado la presencia y acción salvífica de Dios. Más allá del Hijo y del Espíritu, o mejor, como origen del Hijo encarnado y, con el Hijo, del Espíritu Santo, se nos muestra, no un Dios neutro y nebuloso, sino el rostro de la persona del Padre como «origen y meta» y «Patria y Hogar» de todos los hombres. El Padre de Jesús es Padre de la Iglesia. Con frecuencia nos quedamos con ese Dios neutro y sin rostro definible al que denominamos, sin más, DIOS, sin ninguna referencia personal. Jesús, sin embargo, nos ha revelado a «su» Padre y «nuestro» Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 25s; 23, 8s; Jn 20, 17; etc.).

Pues bien; Dios, Padre del Hijo y, por el Hijo, fuente del Espíritu Santo, «determinó llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente..., sino constituirlos en un pueblo, en el que sus hijos, que estabandispersos, se congreguen en unidad» (AG 2, 2; cf. LG 2; 9, 1).

1. EL PADRE Y LA IGLESIA EN EL AT. Para comprender al Dios que se revela en el AT hay que partir de que el mundo, escenario de las actuaciones divinas, es sobrenatural. El Dios que actúa en el AT no es la esencia divina común a las tres personas, sino la persona del Padre, origen del Hijo y, por el Hijo, del Espíritu Santo y, por ellos, de todo lo creado. Desde el principio, es cierto, actúan las tres personas conjuntamente, pero según el orden de sus procesiones. Así es como entiende el ser y actuar divinos la tradición oriental.

Pocos son los textos en los que se aplica a Yahvé el título de «padre» del Pueblo. El más significativo es, sin duda, Ex 4, 22-23: «Así dice Yahvé: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo: "Deja ir a mi hijo, para que me de culto"» (cf. Dt 1, 29-31; 14, 1-2; 32 6-8). Más tarde los profetas reasumen el mismo tema (cf. Is 1, 2-4; 30, 1-9; 63, 16; etc.). Yahvé es el Padre de una nueva creación y de una nueva alianza: «Yo pensé: tú me llamarás "padre mío" y no volverás a separarte de mi"» (Jer 3, 19).

Especialmente significativa es la paternidad de Yahvé respecto del Mesías, como origen del nuevo Pueblo escatológico (cf. 2 Sam 7, 11-16; Sal 2 y 110). Es cierto que Israel no se apercibe de una paternidad formal de Yahvé respecto del Pueblo. Dios es llamado Padre por referencia a la elección de Israel como «Pueblo de Yahvé». «La novedad radical está en que la elección de Israel como primogénito se manifiestaen un acto histórico: la salida de Egipto. Lo que modifica profundamente la noción de padre es que la paternidad de Dios se pone entonces en relación con una acción histórica»".

2. EL PADRE Y LA IGLESIA EN EL NT. a) Jesús comienza su predicación en Galilea despertando el interés del pueblo sobre Dios como «Padre». Una paternidad que desborda el ámbito del Pueblo de Israel para abrazar a todos los hombres (Mt 5, 45). En labios de Jesús el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob cede el paso al «Padre». En boca de Jesús el Dios totalmente otro con relación al mundo es «el Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 5), que de tal manera se hace cercano a los hombres, que se constituye en su Padre. En su condición de Padre sabe lo que sus hijos necesitan y vela con amor sobre sus vidas (Mt 6, 8.32; Lc 12, 3)). Es misericordioso (Lc 8, 36) e ilimitado en su perdón (Mt 5,45). Como hijos, los hombres han de pedir al Padre el sustento diario (Mt 6, 11-13). «El respeto a Dios como Señor es un elemento esencial del evangelio, pero no es su centro. Se habla raras veces de Dios como creador (Mc 2, 27; 10, 6; 13, 19)... el centro se halla en otra cosa distinta: para el discípulo de Jesús, Dios es el Padre». Jesús desvela a sus discípulos la condición paterna de Dios con su consiguiente fraternidad universal: «No llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo... y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8s). En este texto Jesús advierte a la par de la condición paterna de Dios respecto de los hombres y de la fraternidad universal, como miembros de la misma Familia. Hablando en rigor, sólo Dios es Padre y nadie puede arrogarse este título como lo hacían los rabinos, que recibían el título honorífico de Abbá.

A cuantos le han acogido, Cristo les ha otorgadq «llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12), de suerte que «son con toda propiedad hijos de Dios» (1 Jn 3, 1-3) y, por la fuerza del Espíritu, pueden dirigirse a Dios con el mismo término de abbá, con que Jesús invocaba a su Padre (Rom 8, 15 Gál 4, 4-6). «Se trata de una paternidad de orden ontológico...».

b) Las parabolas. Más que un contenido moral, las parábolas tienen un contenido teológico. A quien muestran es al Padre como bondad, gracia, misericordia y libertad para el hombre. «Dios es definido en movimiento como el que busca, se preocupa, invita, corrige, castiga, ama al hombre: el que se preocupa de su poquedad, el que vela por sus angustias, el que está más allá de sus pecados y a pesar de ellos, sigue siendo su padre y espera». O. González de Cardedal reconoce que los distintos títulos de las parábolas no responden a su temática primariamente teológica. De quien se habla en las parábolas es del Padre. En la parábola del hijo pródigo, por citar un ejemplo, el tema central es el Padre para quien el hijo es todo, «que vive siempre esperando hasta que él retorne de su dispersión, y venga al hogar de sustentación original; del Padre que defiende al hijo perdido... frente al hijo mayor que había quedado en casa; del Padre que vela más por los hombres que el propio hombre por su prójimo y hermano... No interesa primariamente una reflexión moral, cuanto un anuncio teológico».

Incluso en aquellas parábolas en las que aparece Jesús como protagonista principal, su acción misericordiosa con los pobres, enfermos y pecadores mira a manifestar el rostro del Padre: «Quien me ve a mi, ve al Padre» (Jn 14, 9). «Dios es así de bueno, de clemente, lleno de misericordia y desbordante de amor». Todas las parábolas, en definitiva, son un canto al amor, a la ternura del Padre. Cada una de ellas nos ofrece una vertiente de Dios Padre, «que no quiere que los hombres se pierdan y que hace fiesta por un pecador que se convierte y hace penitencia» (Lc 15, 7).

3. EL CONCILIO VATICANO II. El Concilio Vaticano II ha reconocido con absaoluta diafanidad el origen paterno de la Iglesia. «El Padre estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia...» (LG 2). «Dios (Padre) formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz» (LG 9, 3)52.

En la Iglesia y, por su medio, en el mundo, el Padre ha establecido ya su reino (cf. LG 5, 1; 9, 2). En las diversas figuras bíblicas que el Concilio asume para describir a la Iglesia, aparece siempre la persona del Padre como origen fontal de la misma. El Padre es el «Pastor y Dueño» del redil de la Iglesia (LG 6, 2; UR 2, 5). El «campo» de la Iglesia pertenece también al Padre (LG 3). El Padre es el «Agricultor» que ha plantado la Iglesia como viña escogida (vinea electa) (Mt 21, 33s; cf. Is 5, lss.), en la que ha germinado la vid verdadera que es Cristo (LG 6, 3). Es también la Iglesia la «aedificatio Dei» (1 Cor 3, 9), cuyo cimiento es Cristo, sobre quien únicamente puede edificarse la casa de Dios (1 Tim 3, 15), «en la que habita su Familia» (LG 6, 4). Todavía más; a esta «casa de Dios» la ve venir Juan del cielo como «la casa del Padre» (LG 2, 1).

El Concilio, en efecto, ha afirmado con absoluta rotundidad que el Padre es el término final o la «Patria y Hogar» definitivos de la Iglesia. La Iglesia, por eso mismo, está en este mundo de camino «hacia el reino del Padre» (GS 1) y su misión consiste en lograr que «la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios (Padre)...» (LG 17), y los hombres, «regenerados en Cristo por el Espíritu Santo..., puedan decir "Padre nuestro"» (AG 7, 4).


III. El Hijo encarnado y la Iglesia

Jesucristo es «uno de la Trinidad» (DS 401), el Hijo del Padre, humanado. El Hijo es enviado por el Padre para llevar a cabo su designio salvífico de reunir a todos los hombres «en la Iglesia universal» (LG 2). Cristo lleva a cabo esta misión a través de todo su misterio redentor y con el envío del Espíritu que recibe del Padre, de suerte que todos los hombres, constiuidos uno con él (Ef 2, 14), son «su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 23), y así, incorporados a El, «unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18).

1. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO. La Iglesia como «Cuerpo de Cristo es uno de los temas principales de las cartas de la cautividad» y  «ocupa un puesto central y sirve para designar el objeto mismo de la redención»

La Iglesia como Cuerpo de Cristo aparece por vez primera en los fragmentos eucarísticos de 1 Cor 10-11. Para el Apóstol los sacramentos del bautismo (1 Cor 12, 13) y de la Cena constituyen al hombre en una personalidad corporativa: «Todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo, ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre; ni hombre, ni mujer, y todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28). En 1 Cor 12, 13 Pablo reconoce que «en un solo Espíritu formamos todos un único cuerpo». «La alegoría "Cuerpo de Cristo" es el fruto más maduro del pensamiento neotestamentario sobre la Iglesia». Pertenece a Pablo, si bien tiene sus paralelos en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15, 8), en la «casa espiritual» (1 Pe 2, 4) e, incluso, en «la esposa del Cordero» (Ap 12, 29; 22, 17). «En el fondo se trata de expresar la unión íntima del Pueblo de Dios con Cristo»; su relación con el Padre en Cristo y sus relaciones, desde Cristo, en el Espíritu Santo, con los hermanos.

La reflexión eclesiológica del «Cuerpo de Cristo» sobre la base trinitaria tiene una dimensión sacramental: en los sacramentos de iniciación el hombre queda incluido en Cristo, de suerte que lo acontecido en Cristo, en su muerte y resurrección, acontece también en el cristiano. Por eso, la vida del cristiano en Cristo implica una comunión en su misterio: compadecer (Rom 8, 17; Gál 6, 17; 2 Cor 1, 5; Col 1, 24); ser con-crucificado (Rom 6, 6; Gál 2, 19); con-morir (2 Cor 7, 3; Col 2, 20); ser consepultado (Rom 6, 4; Col 2,12); con-vivir (Rom 6, 8; 2 Cor 7, 3; 13, 4; 2 Tim 2, 11); ser con glorificado (Rom 8, 17). «El acontecimiento bautismal es su comienzo y en su desarrollo es el acontecimiento de una personalidad corporativa».

La incorporación inicial en el bautismo se plenifica en la Cena, al quedar incorporado el cristiano al Cuerpo real de Cristo, que comporta la inclusión de todos los bautizados, rompiendo todas las barreras y diferencias, con la consiguiente solidaridad en comunión y participación, con Cristo y entre sí. «De esta forma la Iglesia viene a ser una... prolongación de la Eucaristía». La comunidad, incorporada a Cristo, está incluida en el mismo proceso escatológico de su Señor, de suerte que queda determinada por él a vivir su misma solidaridad.

El Vaticano II primó la alegoría de Cuerpo para expresar el misterio de la Iglesia. «Pues en verdad el Cuerpo Místico de Cristo es la comunión (koinonía) divina y humana por la cual los hombres, hechos concorpóreos con Cristo, Verbo encarnado, participan e imitan en cierto modo la inefable comunión en la unidad simple de naturaleza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»" Ha sido en la LG 7 donde el Concilio ha desarrollado ampliamente esta alegoría. Con ella el Vaticano II ha querido poner de relieve la solidaridad vital de Cristo con la Iglesia. En numerosas ocasiones, además, el Concilio ha utilizado la alegoría. La Iglesia es edificada como «Cuerpo de Cristo», «Cuerpo místico de Cristo», «Cuerpo del Señor», «Cuerpo del Verbo encarnado». Mediante esta alegoría el Concilio reconoce que Cristo «instituyó y mantiene continuamente en la tierra su Iglesia santa... como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia, a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino» (LG 8, 1).

2. CRISTO, CABEZA DE LA IGLESIA. Dentro de la alegoría de «Cuerpo de Cristo», el Apóstol sitúa a la persona de Cristo como «Cabeza de la Iglesia» (Ef 5, 23). Dentro de la pluralidad de interpretaciones (complementarias entre sí, dado que el misterio de la Iglesia no se puede agotar en nuestras categorías), «la idea de Cabeza implica la de supremacía y, por consiguiente, transcendencia». Aquí quiero resaltar: a) la primacía de Cristo sobre todo lo creado, y b) la primacía de Cristo sobre la Iglesia.

a. Primacía de Cristo sobre todo lo creado. En Col 1, 15-20 Pablo afirma la primacía de Cristo sobre todas las cosas. «Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas... todo fue creado por él y para él... y todo tiene en él su consistencia» (vv. 15-16). En Col 1, 15-20 «lo que sorprende en una primera lectura de este texto prestigioso, es el lugar único que en él ocupa Cristo». A. Feulliet, estudiando el texto en cuestión, llega a la siguiente conclusión: «todo ha sido creado, no sólo por Cristo y para Cristo, sino más aún, "en Cristo"».

La primacía de Cristo sobre todo lo creado está clara en Pablo. Cristo ha sido lo primero querido por el Padre y todo ha sido querido en orden a El. Cristo posee una absoluta primacía en el plan del Padre y una incuestionable capitalidad. Cristo ha sido y es el alfa y la omega, y todo ha sido creado en orden a Él. «En realidad, lo que se pone aquí de manifiesto es que Cristo es el centro y como el fondo de la creación entera. Todo se halla implantado en El; y en El y por medio de El todas las cosas reciben su ser. Ser, ante todo, sobrenatural; luego, y en tanto fundado en éste, el natural».

b. Primacía de Cristo sobre la Iglesia. Por su resurrección Cristo ha quedado constituido en «Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo» (Col 1, 18). Mediante su Pascua «el eón futuro ha irrumpido en el mundo presente por el Cristo resucitado»

El Concilio ha abundado sobre el particular. Cristo es la «Cabeza» de la Iglesia»", la «Cabeza del Cuerpo de la Iglesia»67 y «Cabeza de la humanidad regenerada».

El Vaticano II aplica a Cristo la alegoría de «Cabeza» con distintos contenidos. Cristo es la Cabeza de la Iglesia en un sentido genérico69 o como órgano eminente del Cuerpo, o también como principio rector de todo el Pueblo de Dios". Pero, sobre todo, Cristo es la Cabeza de la Iglesia en cuanto es su principio vivificante. Expresamente reconoce el Concilio en LG 50, 3 que de Cristo «dimana como de fuente y Cabeza toda la vida y gracia del Pueblo de Dios». Es, sin embargo, en LG 7, 4, donde de forma más amplia presenta el Concilio a Cristo como principio capital de la vida de la Iglesia en las dos vertientes que estamos estudiando. De hecho, en LG 7, 4-6, remite a Col 2, 19, que cita literalmente, y a Ef 1, 18-21 y 4, 11-16, en donde muestra a Cristo como origen capital de la Iglesia.

3. HIJOS EN EL HIJO. 1) La expresión «hijos en el Hijo» viene a ser a modo de síntesis que condensa cuanto la Escritura y la doctrina de los Padres han enseñado sobre el contenido de la filiación adoptiva. Somos hijos del Padre en el Hijo, es decir, en cuanto que, incorporados a Cristo, entramos en comunión con todo su misterio redentor. Para el Apóstol las cosas son así: hemos sido predestinados a ser hijos del Padre, en Cristo y por Cristo. Y lo mismo que en su ser humano Cristo, una vez superada su condición «carnal» o «pecadora», es constituido «Señor» e «Hijo de Dios con poder» (Rom 1, 4), de parecida forma, a su Iglesia y en ella a todos cuantos por el bautismo somos injertados en el misterio de su Pascua, nos otorga participar en el misterio de su filiación divina. Resumiendo el pensamiento de Pablo, E. Mersch escribe: «Al igual que Cristo, puesto que es el Hijo, está en el Padre, los cristianos, dado que están en Cristo, estarán también en el Hijo y en el Padre. Por otra parte, la unidad que tiene el Hijo con el Padre tendrán también los cristianos a su modo; serán uno como el Padre y el Hijo son uno; serán uno en el Padre y en el Hijo; serán uno con una perfecta unidad...».

2) Tres son las expresiones básicas a través de las que el NT presenta el carácter mediador de Cristo: «Por Cristo», «con Cristo» y «en Cristo». La expresión «en Cristo Jesús», acaso de Pablo mismo" «expresa la estrecha unión entre Cristo y el cristiano, una inclusión o incorporación que significa una simbiosis de los dos». Es la presentación de Cristo «como personalidad corporativa».

3) Mutua inmanencia. La teología habla de unión hipostática, cuando presenta la unión entre el Hijo eterno y el hombre Jesús de Nazaret. Unión que ha supuesto, «sin confusión ni división», una auténtica comunión entre el Hijo de Dios y el hombre, de suerte que un hombre concreto, Jesús de Nazaret vino a ser Dios y viceversa: el Hijo de Dios vino a ser hombre (DS 301-202).

De forma análoga ha ocurrido en la Iglesia. La incorporación de todos los hombres a Cristo ha establecido una comunión semejante, de suerte que la plenitud de la vida divina que reside en Cristo como Cabeza pasa a ser de la Iglesia, y toda la realidad de la Iglesia, excepto el pecado, viene a ser de Cristo.

4. CRISTO, FUENTE DE VIDA PARA LA IGLESIA. Cuando el Concilio afirma que «Cristo es la vida de la Iglesia» (LG 50, 5), está afirmando la capitalidad absoluta de Cristo. La Iglesia no tiene vida propia; vive de la misma vida de Cristo, como Cristo vive de la vida del Padre. La comunicación de la vida del Padre a los hombres, no tiene otro ca-mino de acceso fuera de Cristo, constituido Cabeza de la comunidad rescatada. La vida divina que el Verbo recibe del Padre, se comunica en plenitud a Jesús y, por Jesús, bajo, la acción del Espíritu, a la Iglesia que es su Cuerpo.

Ahora bien; esta vida que el Hijo comunica a su Cuerpo Místico es su vida filial, que recibe del Padre. Por eso, la Iglesia, en Cristo, es hija del Padre: «Porque son hijos de Dios, constituyen el cuerpo del Hijo único de Dios; siendo él la Cabeza y nosotros los miembros, somos el único Hijo de Dios». E. Mersch, por su parte, describe en estos términos el contenido filial y, por lo mismo, trinitario, de la vida que la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, recibe de su Cabeza: «He aquí la cúspide de la teología del Cuerpo Místico: este Cuerpo tiene su principio en la vida de la unidad trinitaria. Sin lugar a duda este principio, en el Cuerpo Místico, es la humanidad de Cristo, pero es necesario continuar: esta humanidad no tiene su plenitud y su ilimitación mística sino es por su unión con Dios, ni tiene su unión con Dios sino por la unión al Verbo. Es, por tanto, a la vida trinitaria como de golpe e inmediatamente está referida; es por la comunión con esta vida y con esta unidad, dado que toda vida es unidad, que es constituida principio de vida y de unidad para toda la humanidad. En ella, en consecuencia, es en definitiva, la Trinidad su principio vital».

La concorporeidad plena y solidaria entre Cristo y la Iglesia ha hecho que ésta no sólo participe la vida filial del Hijo, sino también sus funciones mesiánicas: a) La condición sacerdotal. Cristo ha hecho partícipe a la Iglesia de su propio sacerdocio, de suerte que pueda ser ,y sea de hecho, al igual que El y con El, bajo la acción del E.S., en todo su ser y en todo su obrar, una hostia de suave aroma para el Padre y una víctima inmaculada para la salvación del mundo (cf. LG 10).

b) La misión profética. La misión profética de la Iglesia es, igualmente, consecuencia de su incorporación a Cristo. Cuerpo de Cristo, la Iglesia participa la misma condición profética de su Cabeza. En su propio ser, que es prolongación en el tiempo de la misma vida trinitaria, debe traducirse, en mol-des humanos, el ser mismo de Dios, que es Amor-comunión. Al igual que Cristo, la Iglesia debe ser la epifanía del Padre en el mundo: ser palabra del Padre a los hombres y palabra de los hombres al Padre. Al igual que Cristo es la Palabra del Padre y todo su ser es Palabra, de igual forma la misión profética de la Iglesia en la que se amplía y prolonga la misión profética de Cristo, debe ser palabra del Padre a los hombres. Lo mismo que Cristo hablaba de lo que había visto y oído al Padre, la Iglesia debe manifestar lo que ha visto y oído, es decir, aquello de lo que es testigo experimental: la vida filial que se le ha comunicado y de la que es portadora.

c) La Iglesia, sacramento de Cristo. Con la vertiente mistérica de la Iglesia, el Concilio ha recuperado también su dimensión sacramental (cf. LG 1; SC 5, 2). No hay, de hecho, otra categoría más adecuada que la sacramental para designar el complejo misterio de Cristo y de la Iglesia. Comprendido teológicamente el término, como lo entendieron la Patrística y el Concilio de Trento, hay que percibir por «sacramento» «symbolum esse reí sacrae et invisibilis gratiae formam visibilem» (DS 1639). Todo el ser humano de Cristo era signo expresivo y manifestativo del misterio del Padre invisible («el que me ha visto a mí ha visto al Padre», Jn 14, 9), asícomo medio causativo de la autodonación del Padre en el Espíritu Santo a los hombres. Cristo es el Hijo del Padre en su propia realidad humana. Y su filiación divina no tendrá otro cauce para comunicarse a los hombres fuera de su ser humano.

Cuando el Concilio afirma la sacramentalidad de la Iglesia, reconoce dos cosas: 1) que su condición sacramental le proviene de Cristo, de quien es su Cuerpo; y 2) que esta condición sacramental es análoga a la sacramentalidad de Cristo. Por eso, la Iglesia es también signo, es decir, realidad visible, en la que se significa el misterio de la vida del Padre invisible, que se comunica por Cristo, a través de todo su Cuerpo (su realidad humana y su Cuerpo místico) a los hombres mediante la acción del Espíritu Santo.

La Iglesia, en efecto, no sólo significa la vida trinitaria, sino que también la comunica. Así como el ser humano de Cristo fue el lugar único en el que se hizo patente el Padre y sigue siendo el vehículo único en el paso de la vida trinitaria a los hombres, así ahora es la Iglesia el ámbito en el que se visualiza y se da el Padre por Cristo, in Spiritu, a los hombres. Por la acción del Espíritu, que Cristo otorga a su Iglesia, la fuerza divinizadora del Resucitado pasa, por la misma Iglesia, a todos los hombres.

5. CRISTO, FUENTE DEL ESPÍRITU PARA LA IGLESIA. La resurrección marca para Cristo el punto de arranque de su nueva condición de Kyrios. «Siendo el mismo Hijo —en el interior de la Trinidad— en su plena pertenencia total al Padre el principio vital del Espíritu Santo, no podrá comunicarnos este Espíritu en el plano de la encarnación, en su calidad de hombre, sino cuando esa filiación se realice plenamente en su humanidad y cuando haya expresado al Padre hasta el fin, en un acto humano libre, respondiendo el Padre a esa donación con la resurrección». Esta máxima entrega acontece en su muerte en la cruz, cuando queda destruido el pecado en su carne (cf. Rom 8, 3), que impedía el accesdo del Espíritu de filiación. En ese instante el Espíritu irrumpe en Jesús, que queda constituido en «espíritu vivificante» (1 Cor 15, 15). La plenitud del Espíritu, que se derramó sobre Cristo en su resurrección, lo comunicó el mismo Cristo a los hombres en la tarde de Pascua (cf. Jn 20, 22) y en Pentecostés (He 2, 4) dando origen al nuevo Pueblo de Dios. En su resurrección Cristo ha quedado constituido en fuente del Espíritu para toda la Iglesia, de suerte que el Espíritu es el artífice del Cuerpo de Cristo y de todo su desarrollo.


IV. El Espíritu Santo y la Iglesia

El cambio de clave que se operó en el Concilio, de una visión de la Iglesia de signo societario e institucional, a otra en la que primaba la comprensión de la Iglesia como «misterio» de comunión con el Dios Trino, y «sacramento» de irradiación de la vida trinitaria, trajo como consecuencia el redescubrimiento del Espíritu y su acción en la economía salvífica. Quien es «la comunión personal» entre el Padre y el Hijo es también «la comunión» del Padre y del Hijo con la Iglesia. El Concilio, así, era un claro exponente de la revelación divina sobre la persona y acción del Espíritu Santo. Aquí me limitaré a poner de relieve algunos rasgos más señalados.

1. EL ESPÍRITU SANTO, ALMA DE LA IGLESIA. Es cierto que la alegoría «alma de la Iglesia» referida al Espíritu Santo no es bíblica. Su contenido, sin embargo, está expresado claramente en el siguiente texto paulino: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un solo Cuerpo...» (1 Cor 12, 13). Nada de extraño, que muy tempranamente fuera asumida por los Padres de la Iglesia86. San Agustín, uno de los primeros que emplea la alegoría, reconoce que «lo que es nuestro espíritu, es decir, nuestra alma para nuestros miembros, es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo».

La teología asume y se hace eco de la alegoría e incluso el magisterio de la Iglesia. Para León XIII, que cita literalmente al obispo de Hipona, el término alma aplicado al Espíritu Santo tiene el mismo contenido que para los Padres: «Baste afirmar lo siguiente: como Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma». A propósito de la humanación del Logos reconoce León XIII, que, aun siendo obra común de toda la Trinidad, «se le asigna como propio al Espíritu Santo». Y, aunque no expresa con la misma claridad la función del Espíritu Santo en la Iglesia, estamos autorizados a ampliar esta misma interpretación de los textos en los que habla de la acción del Pneuma en el Cuerpo de Cristo. León XIII reconoce la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia como hontanar del que procede en ella la vida divina, los dones, virtudes teologales y carismas, incluidos los ministerios.

Por lo que hace al Concilio Vaticano II, una vez superada la penuria pneumatológica de la que adolecía el primer esquema, la alegoría «alma» entró en el esquema de Ecclesia muy matizada, para alejar todo peligro de una comprensión formal: «mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef 4, 23) Cristo nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el Cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los santos Padres con el servicio que realiza el principio de vida o alma en el cuerpo humano» (LG 7, 7).

2. ACCIÓN PLURIFORME DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA. La alegoría «alma» en la enseñanza del Vaticano II comporta los siguientes aspectos:

1) El Concilio reconoce una acción peculiar del Espíritu Santo en la Iglesia, que le compete como a «Espíritu» que es en la Trinidad, es decir, como «vinculum» entre el Padre y el Hijo. Lo mismo que en la vida del ser divino ad intra corresponde al Espíritu Santo como propiedad peculiar por la que se distingue del Padre y del Hijo, unir a ambos, de idéntica forma en su actuar «ad extra». Misión suya propia es la de unir a todos los hombres con Cristo Cabeza y entre sí, como une el alma a todos los miembros del cuerpo humano. H. Mühlen, que ha desarrollado con amplitud este tema, reconoce que el Espíritu Santo es el «nosotros enpersona»del Padre y del Hijo y el «nosotros» de la Iglesia; es decir, lo que constituye a la tercera persona en su condición de «Espíritu» es el ser Espíritu del Padre y del Hijo. La propiedad personal del Pneuma es la de unir personas, tanto en la vida trinitaria como en la Iglesia, que es el pleroma de la Trinidad.

La alegoría «alma» del Cuerpo de Cristo es necesario entenderla en esta clave trinitaria: lo que el Espíritu Santo es en la Trinidad, lo es en el Cuerpo de Cristo: «unus et ídem in Capite et in membris» (LG 7, 7). El texto conciliar es medular y de una extrema densidad. El Concilio quiere afirmar con él que el fundamento de la misión exuberante del Espíritu Santo en la Iglesia radica aquí: en que el mismo Espíritu del Padre y del Hijo, el mismo Espíritu de Cristo, es el Espíritu de la Iglesia. Y la misma condición del Espíritu en la Trinidad se prolonga en el Cuerpo de Cristo (Cabeza y miembros), de suerte que en Cristo Cabeza y en todos los miembros de su Cuerpo alienta el mismo Espíritu.

La referencia del texto conciliar a Ef 4, 23 indica que todos los hombres constituimos el único Cuerpo de Cristo, porque hemos sido bautizados en el mismo Espíritu, que resucitó a Cristo en su Pascua. El Espíritu que Jesús recibe de su Padre es el mismo que comunica en Pentecostés a su Cuerpo, de suerte que el Espíritu Santo es la raíz de la unión entre Cristo y la Iglesia.

2) La doctrina conciliar sobre el Espíritu como «alma» de la Iglesia por su engarce con la teología de los Padres favorece la comprensión griega de la deificación del hombre. Para los Padres griegos, en general, la presencia del Espíritu Santo en el hombre es lo primero que se da en el proceso de su deificación. La presencia del Espíritu en la Iglesia y en los cristianos es la raíz de todos los dones divinos que advienen al hombre, incluso, de la gracia creada.

La relación del Espíritu Santo con la Iglesia es semejante («non dissimili modo»), a la que media entre la persona del Logos y el hombre Jesús: «Como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica para el incremento del Cuerpo (cf. Ef 4, 16)» (LG 8, 1).

Además de los textos citados (LG 7, 7 y 8, 1) encontramos en el Concilio otros en los que bajo la alegoría paulina de «Templo», se afirma la especial presencia y acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en los cristianos, como raíz de todo otro don del Paráclito. Consecuente con la enseñanza de la Escritura y de los Padres, reconoce una presencia peculiar del Espíritu en la Iglesia, que no es sustancial ni hipostática, pero que dista mucho de ser una mera apropiación.

Esta especial presencia y acción del Pneuma en la Iglesia no obsta a la unidad de operación que compete al ser divino: en las obras ad extra todo es común a las tres personas, pero según el «orden» respectivo de cada una en la vida intratrinitaria. El Espíritu está presente en la Iglesia y la vivifica y anima en cuanto que es el Espíritu del Padre y del Hijo, y el Espíritu del Resucitado, y en cuanto es enviado del Padre por el Hijo para realizar el plan del Padre y la obra del Hijo: el retorno de todas las cosas, «per Christum in Spiritu» al Padre. «No somos vivificados por el Espíritu independientemente de Cristo, que es la Cabeza; somos vivificados por "el Espíritu de Cristo". Espíritu de Cristo no solamente porque es Cristo quien nos da el Espíritu; sino Espíritu de Cristo, porque reside en primer lugar en Cristo Cabeza, de quien se difunde en todo el Cuerpo de Cristo».

El Vatiano II ha superado las insuficiencias pneumatológicas de Petau y Scheeben por haber partido de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu

3) De la presencia y acción del Espíritu de Cristo en la Iglesia brota, como de su fuente, la vida filial de los cristianos y todo su desarrollo. a) La vida filial. El Espíritu Santo «es el Espíritu de la vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39) por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado» (LG 4, 2). La vida eterna que brota en las alturas del seno del Padre se vierte en cascada sobre Cristo, en el misterio de su resurrección, por obra del Espíritu Santo. Pero el mismo Espíritu de Jesús resucitado desciende, mediante los sacramentos, sobre los miembros de su Cuerpo, suscitando en ellos la misma vida del Resucitado.

b) Vida santa. La Iglesia ha sido santificada en el nombre de Jesús «y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11), «mediante la acción santificadora del Espíritu» (2 Tes 2, 13). La santificación es fundamentalmente una transformación interior, fruto de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Es obra de Cristo por su Espíritu, «que esel que opera esta nueva creación, esta regeneración espiritual»101.

Pero no sólo proviene del Espíritu la santidad ontológica; el Espíritu es, igualmente, el principio de todo su desarrollo. Si la santidad es la vida nueva en Cristo, pertenece también al Espíritu su desarrollo hasta que llegue a la estatura de Cristo (cf. Ef 4, 13). Si el Espíritu Santo es el «Espíritu de filiación» (Rom 8, 15), a él compete desarrollar esta vida filial de suerte que los hombres seanén plenitud hijos del Padre. Son las virtudes teologales y los dones, los grandes medios de que se sirve el Espíritu Santo para desarrollar la vida filial en Cristo.

c) Misión asistencial del Espíritu Santo. El Pneuma divino asiste a la Iglesia en su tarea de anunciar y transmitir a Cristo: aa) El Concilio ha afirmado en repetidas ocasiones la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, dirigéndola y asistiéndola en su peregrinar hacia el Padre: «(El Pneuma) conduce a la Iglesia a la unión consumada con su Esposo» (LG 4, 1); bb) Como «Espíritu de la verdad» (LG 12, 1) guía a la Iglesia «a la verdad completa» (Jn 16, 13). El Espíritu no es un maestro que enseña sino que repite y explica las enseñanzas del Maestro... «No hay, pues, nuevas revelaciones del Espíritu, sino una interpretación continua por el Espíritu de la revelación de Cristo, que no cesa de esclarecer los acontecimientos del mundo»; cc) La infalibilidad de la Iglesia es igualmente un don del Espíritu. Un tema en el que ha aflorado en el Concilio la persona y acción del Espíritu Santo en la Iglesia ha sido el del «sensus fidei» o «infalibilidad in credendo»: «La infalibilidad de la fe enla Iglesia es una afirmación tradicionalmente universal». «...A la luz del Nuevo Testamento sería aberrante postular un divorcio entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Sería algo contrario a las promesas de Jesús, que anunció juntamente al Espíritu y a la Iglesia (Jn 7, 39; 14, 16; Mt 16, 18); contrario al acontecimiento de Pentecostés, que los vio aparecer juntos en la historia de la salvación (He 2); contrario también a la esperanza cristiana, que ve al Espíritu y a la Esposa suspirar por la parusía (Ap 22, 17)». La raíz profunda que asegura la infalibilidad de la Iglesia en la comunicación y transmisión del misterio de Cristo radica en la presencia-inhabitación del Espíritu Santo en el Cuerpo Místico, afirmada reiteradamente por los autores del NT y también por el Concilio. El Vaticano II, por tanto, de acuerdo con la doctrina revelada y con la interpretación de la Tradición, ha reconocido «que la Iglesia en su conjunto, conducida por el Espíritu hacia la verdad, no puede desviarse del recto camino. Es el Espíritu Santo el que suscita el sentido de la fe y quien lo sostiene continuamente como un don de discernimiento, entre la verdad revelada y el error, en armonía con el magisterio que el mismo Espíritu confiere a los obispos...».

d) El Espíritu Santo y los carismas. Los efectos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia se concretan en una doble vertiente: la deificación del hombre y otros muchos dones o «carismas», que se ordenan al crecimiento y desarrollo de todo el pleroma eclesial (1 Cor 7, 7; 12, 4-11.28.31).

De todas formas, hay que reconocer que, normalmente, se ha reservado el término «carisma» para los dones particulares que el Espíritu Santo otorga a determinados miembros de la Iglesia en orden a su desarrollo

Al igual que toda la obra salvífica, Pablo reconoce el origen «trinitario» de los carismas: brotan del Padre como de su fuente; se nos dan (objetivamente) en Cristo; pero se otorgan en concreto a cada uno mediante la acción del Espíritu. Proceden, en una palabra, de las tres personas, pero según el orden trinitario en la economía, si bien el Apóstol los refiere primordialmente al Espíritu Santo.

Para el Apóstol, por tanto, toda la Iglesia es carismática. La razón estriba en que todos los bautizados son el Cuerpo de Cristo y están animados por el mismo Espíritu de Cristo, que es el artífice del Cuerpo y que distribuye los dones para su edificación, como a él le place: «cada uno tiene de Dios su gracia particular» (1 Cor 7, 7). «En el fondo de la doctrina paulina (sobre los carismas) se halla la convicción general que tenía la Iglesia primitiva de que la edad mesiánica inaugurada con la muerte y resurrección de Cristo, era la edad del Espíritu Santo, comunicado al nuevo Pueblo de Dios y activo en el mismo».

El tema de los carismas ha sido una novedad en el Vaticano II (LG 12). Existencialmente la Iglesia como realidad institucional se constituye por la «Palabra», por los «sacramentos» y por «el ministerio apostólico». Desde esta perspectiva la Iglesia es una «institución». Pero esta institución es «carismática» es decir, el don del Padre, dado a los hombres en Cristo se hace realidad salvífica en el don del Espíritu, por quien se interioriza lo dado (Cristo resucitado, y en él, el Padre) en la Iglesia y en los cristianos.

Los «carismas», «dones» o «gracias especiales» de que habla el Concilio vienen entendidos como dones distintos de la gracia santificante. No son sacramentos, ni ministerios propiamente dichos, ni virtudes teologales o morales sino «gracias especiales» que el Espíritu Santo otorga a quien y como quiere para común utilidad.

A la hora de especificar cuáles son estos carismas, el Concilio se queda en los principios formales. Habla de modo genérico de «dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4, 1; AG 4) o simplemente «dones y carismas» (LG 12, 2; GS 38, 1. AA 3, 4; AG 23, 1), «ministerios» (en plural, aceptándolos en sentido más amplio que el ministerio jerárquico) (cf. LG 7, 3; DV 25, 1; SC 29, 1; etc.), «gracias especiales» (LG 12, 2), etc. No se especifica más. El Concilio se sitúa en una línea intermedia entre la comprensión clásica de los carismas como dones extraordinarios y la manera paulina de entenderlos en calidad de «don gratuito que viene de Dios».

Como procedentes del Espíritu, los carismas deben ser respetados, de suerte que los pastores, a quienes compete vigilar su grey (He 20, 28), han de juzgar la legitimidad de los mismos (LG 12, 2. 30. PO 9, 2; AA 3, 4) pero en manera alguna los deben apagar (LG 12, 2; AA 3, 4).


V.
La Iglesia, Pueblo de Dios Trinidad

1. LA ALEGORÍA DE «PUEBLO». Es necesario reconocer que la alegoría de «Pueblo» no había logrado mucho eco en la eclesiología de los últimos siglos. La figura, sin embargo, tenía una fuerte raigambre bíblica y, además, ofrecía especiales motivos para ser adoptada en la actualidad. «La noción de Pueblo de Dios sirve, en primer lugar, para expresar la continuidad de la Iglesia con Israel. Nos lleva por sí misma a considerarla en una historia dominada y definida por el designio de Dios para con los hombres, que es designio de alianza y salvación»

a. Raíz bíblica de la alegoría. «Pueblo de Dios» es uno de los temas fundamentales del AT. Israel es el Pueblo elegido por Yahvé; un Pueblo vinculado a Dios de modo singular por ser objeto de su propiedad. Esta pertenencia del Pueblo a Yahvé crea entre ambos unos vínculos únicos que son descritos con diversas alegorías, que expresan unas relaciones de tipo familiar. Israel es «hijo» de Yahvé y su «primogénito» (Ex 4, 22; Dt 14, 1; Is 1, 2.4; etc.).

Como consecuencia de esta elección, Israel es un Pueblo «santo» (Dt 7, 6; 14, 2.21; 26, 19; 28, 9); un Pueblo escogido por Yahvé para ser portador de la esperanza del mundo en la realización del proyecto de Dios. Israel, por tanto, es un pueblo misionero que no tiene una especial significación histórica. Su misión estriba en contribuir a la realización del designio divino sobre el mundo.

Israel encuentra su plenitud en la Iglesia, que es el nuevo Pueblo en el que se cumplen todas las promesas y esperanzas que alentaron al antiguo Israel. Hasta 140 veces aparece en el NT el término «Pueblo» referido a la comunidad fundada por Jesús. Se trata del nuevo Pueblo que ha hecho surgir el Padre por la obra redentora del Señorresucitado, mediante la acción del Espíritu Santo. Nuevo Pueblo en el que ya no hay griego ni romano, siervo o libre, hombre o mujer (Gál 3, 38). Todos cuantos aceptan a Cristo pueden pertenecer a este Pueblo de Dios y heredar las promesas de la salvación (Rom 4, 13ss.). «La diferencia (entre el antiguo y el nuevo Pueblo) tiende esencialmente al hecho de que con la venida de Dios mismo como jefe religioso de los hombres, los bienes prometidos al Pueblo de Dios se revelan nada menos que patrimoniales "del Pueblo de Dios". La herencia verdadera del Pueblo de Dios no es la Tierra prometida, es la vida eterna, es decir, la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».

Este nuevo Pueblo es verdaderamente «hijo de Dios», el Padre, en Cristo, mediante la acción del Espíritu Santo, y por eso mismo, un Pueblo «santo», «sacerdotal», «profético» y «real». Un Pueblo salvado, pero en camino, con la misión de ir enrolando en su marcha a todos los hombres, para hacerlos partícipes de la misma salvación. De ahí su condición peregrinante y misionera. «Del Génesis al Apocalipsis la idea de Pueblo de Dios es uno de los hilos conductores de la economía de la salvación»'.

b. En el Vaticano II. Más de 300 obispos pidieron al Concilio que, tras el cap. I «De Ecclesiae mysterio» se insertara otro que, con el título «De Populo Dei» englobara a todos los estamentos de la Iglesia, y se contemplara el teandrismo de la misma. Y así fue. El nuevo cap. sobre el «Pueblo de Dios» no podía ser más oportuno para expresar el misterio de la Iglesia en su andadura por la historia. La Iglesia, que en el Concilio ha intentado entablar un diálogo con el mundo, ha venido a decir que también ella es un Pueblo. Un Pueblo en marcha. Pero eso sí: un Pueblo que tiene su origen más allá de las fronteras del tiempo, en Dios mismo, el Padre; un Pueblo convocado por la Palabra de Dios, que no está circunscrito por lindes humanos y que transciende todo lo creado. Un Pueblo en el que alienta el Espíritu, que es su principio unificador y el impulsor de su marcha hacia su consumación. Un Pueblo que se mueve en la historia como todos los pueblos, pero con un sentido metahistórico y transcendente. Un Pueblo «sui generis», que no tiene fronteras en este mundo y al que están llamados a pertenecer todos los pueblos de la tierra. Y es que la Iglesia es el «Pueblo de Dios».

Como Pueblo de Dios el Concilio ha tenido buen cuidado de poner de relieve su teandrismo trinitario. Llama la atención a través de todos los documentos conciliares la preocupación del Concilio por describir este Pueblo de Dios por su especial relación con las tres personas [cf. supra I-IV].

2. LA IGLESIA, FAMILIA DE Dios. 1) Como Palabra definitiva del Padre a los hombres y «plenitud de toda revelación» (DV 2), Jesús descubre a los hombres el misterio del ser divino como Familia original: revela a Dios que es Padre suyo (Mt 11, 25-27) y Padre de todos los hombres (Mt 5, 7; Jn 20, 17; etc.). El hombre no es sólo su «visir» en la tierra, sino que es auténtico hijo suyo y, en consecuencia, hermano de todos los hombres (Mt 23, 8-9). Las relaciones del hombre con Dios y con sus semejantes adquieren el rango de «familiares». Cuando Jesús rompe con los fariseos que eran su familia espiritual y con su familia carnal (Mt 12, 46-50), crea en torno suyo una nueva familia (Mc 3, 31-35), en la que los que están con él son su madre y sus hermanos. El verdadero parentesco con Jesús viene por el cumplimiento de la voluntad del Padre. Los discípulos son todos hermanos. Es el título nobiliario más significativo que pueden ostentar, porque los constituye en miembros de la Familia de Dios.

2) Para san Pablo los cristianos son «la Familia de Dios» (Ef 2, 19), la concreción del designio del Padre: creada en Cristo como «plenitud» de su filiación, mediante la acción del Espíritu Santo (Ef 1, 23). En otras palabras, es una Familia de hijos del Padre, de hermanos con el hermano mayor, el Hijo encarnado, animados por el mismo «Espíritu de Familia». El signo visible de esta pertenencia a la Familia de Dios es la «domus» o «Ekldesía», en la que se reúnen los cristianos para la fracción del pan y la instrucción (He 2, 42; 12, 12). «La asamblea cultual en una casa manifiesta que todos los que forman parte de ella son realmente casafamilia».

3) Por lo que hace a la enseñanza del Vaticano II, hay que hacer mención, ya en la fase preparatoria, de varias intervenciones cualificadas de Padres conciliares que abogaban porque el Concilio se pronunciara más abundantemente sobre el particular. Como botón de muestra valga una de las numerosas intervenciones del obispo vietnamita S.H. NGUYEN VAN HIEN: «Hago votos porque, a modo de introducción a las constituciones y decretos,se declare: cómo la Iglesia de Dios es una gran Familia, en la que Dios Padre... por medio de Jesucristo, en su común Espíritu de amor, se ha dignado llamar a todos los hombres, para que vengan a ser sus hijos por adopción y se reconozcan y amen como hermanos».

El Concilio, de hecho, aceptó la sugerencia de los Padres conciliares e introdujo, sobre todo en la LG, el concepto de «Familia» aplicado a la Iglesia, para expresar su dimensión familiar: los cristianos son hijos del Padre, hermanos del Primogénito, unidos por el mismo «Espíritu de Familia», el Espíritu Santo.

Es, sin embargo, en la GS donde con mayor relieve se destaca esta vertiente. Mediante la acción del Espíritu Santo y el servicio fraterno de los hermanos, la comunidad humana se edifica «como familia amada de Dios y de Cristo hermano» (GS 32, 5). Por eso Cristo en su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se traten como hermanos» (GS 32, 3).

Este número responde realmente a los deseos expresados por los Padres que pedían una presentación de la Iglesia como Familia de Dios, en la que se pusiera de relieve que todos los hombres son hijos del Padre, que Cristo es el Hermano Mayor entre una muchedumbre de hermanos, y el Espíritu Santo, el vínculo de amor y de unidad entre todos ellos. En este número, en efecto, se reconoce paladinamente que esta «Familia de Dios» es tal porque todos los hombres, por la aceptación de Cristo y su mensaje, han quedado incorporados a Él, participando su propia vida, mediante la acción del Espíritu. Él hecho de la incorporación a Cristo por obra del Espíritu crea en todos los hombres un nuevo tipo de relaciones que hay que calificar de «familiares», entre el hombre y las tres personas divinas, y el hombre con sus semejantes: el hombre en Cristo es hijo del Padre, hermano de Cristo, que viene a ser el Primogénito entre muchos hermanos, y queda animado por el Espíritu, que actúa como «Espíritu», es decir, como principio de vida «familiar»: amor, comunión, servicio al Padre por Cristo y en Cristo, y a los hombres, por Cristo y en Cristo, desde el Padre. El Concilio mismo llega a calificar al Espíritu Santo de «Espíritu familiar» (GS 42, 4).

El «Pueblo» y «Familia» de Dios es una «comunidad» «Oyente de la Palabra»; un «Pueblo santo»; «una comunidad que celebra la salvación del Padre, por Cristo y en el Espíritu»; una «comunidad misionera» y una «comunidad en camino hacia la consumación en la Casa del Padre».

3. PUEBLO CONVOCADO POR LA PALABRA. La Iglesia, en efecto, ha surgido por la Palabra del Padre, que es Cristo mismo. «La Iglesia antes de ser comunidad eucarística y bautismal, debe ser comunidad evangélica, es decir, convocada por la Palabra».

Para los Sinópticos la Palabra de Dios funda el Reino (Mt 13, 19. 23. 33; Mc 4, 9; Lc 14, 35) que es la Iglesia. De hecho, la comunidad que surge de la Pascua vive y se desarrolla por la Palabra (He 2, 42). Para el Apóstol la Iglesia es la «reunión» que surge por la Palabra del mensaje cristiano (Rom 1, 6; 1 Cor 1, 2); está fundada en la predicación de los profetas (Ef 2, 30) y mira a la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Ef 4, 11-13). Juan, por su parte, nos muestra a Cristo que por su Palabra hace surgir la Iglesia (Jn 17, 14) como pluralidad en unidad semejante a la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Jn 17, 17.20-21). Es más; la Iglesia debe manifestar al mundo la comunión de los Tres (Jn 17, 23).

La Palabra convoca y edifica la Iglesia, pero no sola, sino mediante la acción del Espíritu Santo. Por su parte, la Iglesia que surge de la Palabra y del Espíritu, se constituye en presencia verificable de la acción salvífica del Padre. Lo mismo que Cristo, con sus ejemplos y enseñanzas, fue la visualización del Padre (Jn 14, 5. 8), la Iglesia debe traducir en su existencia el misterio del Padre. En su vida de amor y de servicio debe expresar que Dios es Amor (1 Jn 4, 8.16). Pero también con su predicación (He 1, 8; 28, 3; 1 Cor 1, 17; etc.).

La Iglesia ha recibido también la misión de interpretar la Buena Nueva. La revelación divina llega a los hombres a través de estos tres cauces: Escritura, Tradición y Magisterio. Pues bien; la Iglesia ha recibido la misión de guardiana e intérprete de la revelación divina (DS 1793, 1800, 1836, 2145). Para ello cuenta con la asistencia especial del Espíritu Santo, que no sólo la preserva de todo error, sino que la guía a la plenitud de la verdad (Jn 14, 26; 16, 12-13; 15, 26). [C£ supra IV, 2.6].

Para el Concilio Vaticano II la Iglesia es la comunidad suscitada por el Padre, mediante su Palabra encarnada, en la presencia del Espíritu que interpreta el misterio revelado. El Pueblo de Dios es el ámbito en el que se amplían las mismas procesiones del Hijo y del Espíritu Santo. Es la comunidad en la que se transmite lo revelado, a saber, la vida trinitaria, comunicada a través de los cauces de la Tradición y de la Escritura (DV 10). «Así, Dios que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su I-Iijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del evangelio resuena en la Iglesia... va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos internamente la Palabra de Cristo (cf. Col 3, 16)» (DV 8, 3). «Así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y trasmite a todas las edades lo que ella es y cree» (DV 8, 1).

4. PUEBLO SANTO. La santidad es una de las notas esenciales de la Iglesia. El Vaticano II ha puesto de relieve, como ningún otro Concilio, la dimensión ontológico-trinitaria de la santidad, en cuanto la Iglesia participa de la santidad misma de Dios Trinidad. «La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado "el único Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios Padre... y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo... verdaderos hijos de Dios, y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos» (LG 40, 1).

El Vaticano II ha situado la santidad de la Iglesia en el marco bíblico enel que prima un contenido más ontológico que moral.

a. En la revelación divina el concepto «santo» expresa el misterio del ser divino en sí y su comunicación a los hombres. En el primer caso, «el concepto de santidad se confunde con el de divinidad...; la santidad de Dios viene a ser, por tanto, expresión de su perfección esencial y sobrenatural». En esta línea la santidad de Yahvé adquiere también un significado moral: sólo Yahvé es santo, porque únicamente El está separado de las cosas que son imperfectas e impuras.

La alianza del Sinaí, por otra parte, constituye al Pueblo elegido en un Pueblo santo, que participa de alguna manera la santidad de Yahvé, de suerte que Israel es un Pueblo santo (Dt 7, 6; 26, 19). Por eso «la santidad de Yahvé exige la santidad del Pueblo como condición de la relación con Él».

La santidad de Yahvé debe encontrar su correspondencia en la santidad del Pueblo. Yahvé es el «Santo de Israel» (Is 1, 4); pero Israel es, a su vez, el «Pueblo santo de Dios» (Dt 7, 6; 14, 2; 28, 9). La santidad del Pueblo se ha de expresar en una vida de amor, obediencia y justicia (Is 1, 4-20; Dt 6, 4-9). Para el AT la santidad moral es sencillamente una disposición que precede y acompaña al Pueblo para recibir la santidad de Dios.

b. El NT supone el contenido ontológico veterotestamentario de la santidad. Los escritores sagrados raras veces aplican el calificativo de «Santo» a Dios Padre. En labios de Jesús Dios es el «Padre santo» (Jn 17, 11; Cf. 1 Pe 1, 15), y los hombres han de santificar el nombre del Padre (Mt 6, 9). Másabundantemente, sin embargo, se aplica en el NT el calificativo de «Santo» al Mesías. Jesucristo, en efecto, es calificado como «Santo de Dios» (Mc 1, 24; Lc 4, 34; Jn 6, 69), santificado desde su concepción virginal (Lc 1, 35; Mt 1, 18) y en orden a su obra mesiánica (Le 3, 22). Todavía más; Jesús, por ser el «Santo de Dios», es también el que da el Espíritu de santidad (Jn 1, 33; He 1, 5). Por eso, pide al Padre la santificación de los hombres y dice que se santifica por ellos (Jn 17, 17.19). El Espíritu, de igual forma, es denominado «Santo» por su especial misión en la obra del Mesías y en la santificación de la Iglesia (Le 1, 35; Mt 3, 11). «El NT revela la santidad de Dios como expresamente trinitaria».

El Dios Trino, sin embargo, ha querido hacer a los hombres partícipes de su propia santidad. «El Dios de Pablo es... santificador y vivificador». El Apóstol nos recordará que el Padre ha predestinado a los hombres «para ser santos... por medio de Jesucristo... y con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1, 4-5. 13) «La expresión "santos e inmaculados"... indica las características objetivas de los cristianos, los cuales, en razón de su bautismo participan de la integridad de la santidad de Cristo... En consecuencia, los cristianos, "elegidos en Cristo" son también santos en Cristo y en el Espíritu».

La santidad de la Iglesia, por tanto, es un nuevo modo de ser: el ser mismo de Dios Trino. Lo mismo que en Dios su ser infinito es su santidad, de idéntica forma ocurre en la Iglesia: su santidad es su participación en el ser divino. Ahora bien; el ser divino subsiste en tres personas. De ahí que la participación del hombre en el ser trinitario de Dios comporte la participación en la única naturaleza divina, pero en cuanto subsistente en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. De ahí el carácter trinitario de la ontología de la santidad. La santidad cristiana es «filial», «cristiforme» y «espiritual». Es «cristiforme» en cuanto que en Cristo participa su misma vida (Jn 1, 16); es «filial» por cuanto la vida que participa la Iglesia en Cristo es la misma vida que El recibe del Padre, y es «espiritual» toda vez que tiene como principio generador al Espíritu. «La Iglesia es santa en el sentido de que ella es Dios mismo santificando a los hombres en Cristo por su propio Espíritu».

5. COMUNIDAD QUE CELEBRA LAS MARAVILLAS» DE LA SS. TRINIDAD. Pío XII nos ofreció en la MI) una visión de la liturgia en clave eclesial. La liturgia es «el culto público integral de todo el Cuerpo de Cristo (Cabeza y miembros) al Padre». La MD venía a ser el eco de la eclesiología de la MC. La MC, punto de llegada del «movimiento eclesiológico», supuso un intento de expresar bajo la alegoría de «Cuerpo Místico de Cristo», la doble vertiente de la Iglesia: misterio de comunión con las divinas personas y sociedad externa y visible. Sobre esta base eclesiológica, la MD, de idéntica forma, superó una visión rubricista de la liturgia. La liturgia que se transparenta en la MD es expresión de la renovada toma de conciencia, por parte de la Iglesia, de su teandrismo trinitario.

El Vaticano II contó con una «eclesiología trinitaria» o de «comunión» y, en consecuencia, sobre esa eclesiología nos ha brindado una «liturgia» prevalentemente «mistérica» y «comunional». O mejor, una liturgia de la Iglesia como comunidad que celebra la presencia y acción respectiva de cada una de las divinas personas.

En su condición de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, la Iglesia es un «Pueblo sacerdotal» (Ex 19, 6; Is 61, 6; Ap 1, 6). «Cristo Señor, pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb 5, 1-5), de su nuevo pueblo hizo un reino y sacerdotes para Dios, su Padre (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales...» (LG 10, 1).

Dejaba la liturgia de ser un conglomerado de «rúbricas» para situarse en su verdadero lugar: «el misterio» de la vida del Padre, que se comunica a los hombres por Cristo, muerto y resucitado, en la presencia permanente del Espíritu, a través de los símbolos litúrgicos.

El Concilio, en el marco de una eclesiología de comunión, ha afirmado resuéltamente la condición sacerdotal de todo el Pueblo de Dios, como Cuerpo de Cristo, en quien se prolonga su misma actividad sacerdotal. Toda la vida del Señor fue su sacerdocio en acto y, de parecida forma, la existencia toda de la Iglesia es litúrgica y sacerdotal. A través de ella, vivida en la fe, la esperanza y el amor, la Iglesia tributa todo honor y gloria al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo (cf. LG 51; UR 15, 1).

a. La Iglesia celebra el «don» del Padre. La afirmación conciliar de que a través de la liturgia «se ejerce la obra de nuestra redención» (SC 2), remite a la SS. Trinidad. La salvación del hombre que se actualiza en la liturgia es común a las tres divinas personas, pero según su «orden» intra y extratrinitario. Es obra del Padre, como fuente original de toda salvación. Ignacio de Antioquía la califica «don de Dios» y el mismo Concilio, evocando a 2 Cor 9, 15, «don inefable» (SC 6). Este «don de Dios» es la «filiación adoptiva», que los hombres reciben en el bautismo por su incorporación a Cristo y que les permite, por la acción del Espíritu de filiación, ser hijos y vivir como verdaderos adoradores del Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). En la liturgia se anuncia el designio del Padre de convocar a los hombres en la Iglesia (LG 2; 3), y se realiza, por medio de su Hijo encarnado, en el «hoy y aquí» de nuestra historia, en la presencia y acción del Espíritu Santo. En la liturgia, sobre todo eucarística, el Padre habla con sus hijos, por medio de su Palabra, el Hijo encarnado, en la presencia del Espíritu, que hace salvífica para los hombres dicha Palabra (DV 8, 3; cf. 2; 25, 1).

En cuanto Palabra del Padre, es siempre la PALABRA, el Verbo encarnado, que el Padre dice en toda celebración y, en ella, su designio salvífico, realizado en Cristo y actualizado en los símbolos litúrgicos.

La entrega de su Hijo que el Padre hizo al mundo en la encarnación (cf. Jn 3, 16 s.) no es un acontecimiento ya pasado. A través de los signos litúrgicos, el Padre sigue dando a los hombres a su Hijo, para que todos, en Cristo y por Cristo, tengan vida eterna (cf. LG 2-3; AG 2-3). En la liturgia, igualmente, el Padre sigue enviando en el «hoy» siempre actual del tiempo de la salvación, al Espíritu Santo, para que haga realidad concreta en los hombres el designio paterno y los hombres lleguen a poseer la filiación adoptiva (LG 4). En la liturgia, por otra parte, se logra la perfecta glorificación de la SS. Trinidad que es el fin último al que se ordena toda la acción salvífica llevada a cabo por las tres personas. «Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados...» (SC 7, 2), «los fieles..., al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la Santísima Trinidad, hechos partícipes de la divina naturaleza (2 Pe 1, 4)» (UR 15, 1).

b. Presencia salvífica de Cristo. La frase conciliar citada en a. dice relación directa e inmediata a Jesucristo, por cuanto El actuó como causa instrumental de nuestra salvación (SC 5, 1). Los actos redentores de Cristo (muerte, resurrección, ascensión y envío del Espíritu Santo) se hacen presentes en el «hic et nunc» de cada momento histórico a través de la Iglesia «sacramento» y de los restantes «signos sacramentales». «Para realizar una obra tan grande Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro..., sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20)» (SC 7, 1).

La presencia de Cristo en la liturgia implica su presencia glorificada (2 Cor 3, 17) en su nueva condición de Kyrios, que ha venido a ser «nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» (PO 5, 2). Es la presencia de Cristo, en el Espíritu, que viene a ser «el ámbito de esta misteriosa presencia cultual, entre la Iglesia cultualmente operante y Cristo...». Cristo, en otras palabras, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno» (SC 7, 2).

c. Presencia y acción del Espíritu Santo en la liturgia. Pese a la insuficiencia pneumatológica inicial, el Concilio ha reconocido claramente la acción del Espíritu Santo en la liturgia, en consonancia con toda la tradición litúrgica, sobre todo oriental y, más en particular, en los sacramentos del bautismo y confirmación (LG 9, 1; 10, 1; 11, 1-2; 50, 4; etc.). Es en la eucaristía, en donde el silencio del Concilio ha sido casi total, sobre todo en las constituciones más importantes como la LG, la SC y la DV. Estos importantes documentos «sólo de pasada indican la misión eficiente de la tercera persona en la liturgia y, en concreto, en el sacramento que en ella es su corazón (la eucaristía)». Esta laguna pneumatológica, sin embargo, ha sido colmada en buena medida en el PO, en donde se pone de relieve la acción del Espíritu Santo en la eucaristía. El Espíritu que ha vivificado a Jesús, en la eucaristía lo constituye en principio de vida trinitaria para los hombres (PO 5, 2). La presencia de Cristo glorioso en la liturgia y, en concreto, en la eucaristía, comporta la presencia dinámica del Espíritu, que es el realizador en los miembros del Cuerpo, del misterio operado por Él mismo en la Cabeza. «De hecho, estos diversos modos complementarios de la presencia de Cristo en la acción litúrgica... son obra del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo obra toda santificación en los sacramentos».

Hay que reconocer, eso sí, que la doctrina conciliar contiene en germen todo lo relativo a la praxis y enseñanza de la «epíclesis», como se constata en las «Nuevas Plegarias Eucarísticas», «en las que se ha recuperado la dimensión epiclética del misterio eucarístico tal y como fue entendida por la tradición litúrgica de la Iglesia, tanto oriental como occidental». En las Nuevas Plegarias Eucarísticas «todo está dominado por la visión del gran designio de Dios, cuya unidad, manifestada en la creación y en la historia, procede directamente de la unidad viva del amor del Padre... Dios ha querido crear en la creación, un Pueblo que viva de su vida, que sea el suyo, que conozca y reconozca su amor. Para ello nos ha mandado su Hijo, y el Hijo, hecho hombre de nuestra carne, se ha ofrecido "por el Espíritu eterno", en la cruz. El mismo Hijo, ahora, por el Espíritu, nos reune, nos une consigo y en sí, en la glorificación perfecta del Padre. Su Espíritu hará de nosotros su Cuerpo, y de todas las cosas, con nosotros, una alabanza viva de amor al Padre».

Desde esta perspectiva, la presencia del Padre a la Iglesia en la liturgia se convierte en presencia de la Iglesia en y para el Padre, como lo fue Cristo, de suerte que la Iglesia en su vida litúrgica no hace otra cosa que prolongar la misma vida filial de Cristo al Padre, en el Espíritu. La donación de Cristo al Padre hasta la muerte se prolonga en la donación que, por Cristo y en el Espíritu, hace de sí misma al Padre. De esta forma, la Iglesia se convierte en «signo de la presencia de Dios (Padre) en el mundo» (AG 15, 2), «signo e instrumento de la íntima unión con Dios» (LG 1), que se realiza a través de la liturgia y, más en concreto, de la eucaristía (SC 47), y que consiste en la glorificación del Padre por el Hijo en el Espíritu, que se logra mediante la inserción de todos los hombres en la koinonía del Padre, por su incorporación a Cristo y la acción del Espíritu Santo.

6. LA IGLESIA, COMUNIDAD MISIONERA. En este apartado me remito al artículo «misión, misiones», en donde he recogido los principios teológicos de la misión de la Iglesia. Aquí únicamente pongo de relieve el aspecto «testimonial» de la misión.

Como Cuerpo de Cristo, la Iglesia participa la misma misión que su Cabeza ha recibido del Padre: anunciar y realizar en los hombres el designio paterno, la obra redentora del Hijo y la fuerza filializante y eclesializadora del Espíritu. Esta acción misionera de la Iglesia debe verificarse en su propia vida, que debe estar inbuida «sensu Dei Patris», «sensu Christi» y «sensu Spiritus». El esquema conciliar sobre el apostolado de los laicos intentaba urgir a los cristianos a adoptar los mismos sentimientos del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la tarea de la salvación de los hombres. La obra que debe llevar a cabo la Iglesia a través de todos sus miembros es la misma obra salvífica planeada y realizada por el Padre mediante las «misiones» del Hijo encarnado y del Espíritu Santo. El término de dichas «misiones» trinitarias es la salvación integral del hombre. Consciente de una tal «misión», la Iglesia debe adoptar el mismo «espíritu» de amor (que no es otro que el Espíritu Santo, que es el AMOR), que ha movido al Padre a darse a los hombres, tratando de ser en su obra apostólica, la epifanía del amor del Padre, de suerte que, así como el Padre entregó a su Hijo por la salvación del mundo, así ellos se sientan movidos a darse totalmente a sus hermanos, en su acción apostólica.

Igualmente, deben apropiarse los sentimientos de Jesucristo, cuya obra redentora prolongan. Y, al igual que Cristo, para llevar a cabo la obra que le encomendó el Padre, «se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres... y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8), de forma parecida la Iglesia, siguiendo las huellas de Cristo, debe hacer el camino de Cristo en su acercamiento a los hombres, encarnándose en su situación concreta y entregando su vida para manifestar a los hombres el misterio del amor de Cristo.

Por último, debe revestirse del «sensu Spiritus». Cuando los exegetascomentan 1 Cor 2, 16, reconocen que la expresión «nosotros tenemos la mente de Cristo» es consecuencia de la posesión del Espíritu de Cristo. «Nosotros tenemos este sentido, esta mente, porque tenemos el Espíritu de Cristo». Porque tenemos el Espiritu de Cristo, «podemós apropiarnos la mente de Dios, que no es otra que la mente y el sentir de Cristo». Es por obra del Espíritu Santo como la Iglesia puede sintonizar con el amor del Padre y de Cristo para con los hombres y prolongarlo a través de su acción apostólica.

7. LA IGLESIA, COMUNIDAD ESCATOLÓGICA. La renovada conciencia de la Iglesia como «misterio» de comunión con el Padre, por el Hijo encarnado, en el Espíritu Santo, ha traído como consecuencia un paralelo redescubrimiento de su dimensión escatológica. «Uno de los mejores logros de la teología contemporánea es el sentido escatológico del cristianismo y, en concreto, de la Iglesia». El misterio de la Iglesia como «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (LG 17) necesariamente hubo de poner de relieve las diversas fases de su desarrollo: peregrina en la historia, pero domiciliada en la «Casa del Padre» (Jn 14, 2). Frente a una concepción de la escatología «sin el eschaton», se alzó el Vaticano II, en cuya enseñanza «todo habla de escatología», sobre todo, el cap. VII de la LG dedicado por entero a la Iglesia como comunidad escatológica. Ya el título del capítulo: «De índole eschatologica Ecclesiae» pone de relieve que la dimensión escatológica es constitutiva de la naturaleza de la Iglesia y no algo accesorio o marginal.

a. La Iglesia es escatológica, porque procede de la SS. Trinidad. Lo venimos viendo a lo largo de nuestra reflexión. El amor del Padre está en el origen de todo el misterio de la Iglesia (DV 2; AG 2). Está también el Hijo, enviado por el Padre, para hacer de los hombres, convocados en la Iglesia, un «misterio escatológico» (LG 3; DV 4; AG 3). Y, de igual forma, el Espíritu Santo, cuya acción da a conocer el designio del Padre (LG 2) y las obras del Hijo (LG 4), hasta que el Señor vuelva a entregar al Padre el reino (LG 4; AG 4). La Iglesia, por tanto, no trae su origen de ninguna realidad de este mundo que pasa, como tampoco está destinada a desaparecer: «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente» (LG 40, 2).

b. El destino final de la Iglesia es vivir en comunión con las divinas personas. La koinonía eterna con el Padre, por el Hijo y con el Hijo, en el Espíritu Santo es una constante en la doctrina conciliar (DV 2; LG 2-4; AG 2; etc.). La Iglesia participará con las tres personas «in vita et in gloria» (AG 2), de suerte que «el que es el Creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad» (LG 2). La Iglesia está llamada a ser, por el Hijo encarnado y con el Hijo, mediante la acción del Espíritu Santo, el «Hijo único» del Padre, de suerte que pueda vivir en comunión filial con el Padre, por el Hijo, «in Spiritu Sancto», asociada a la misma vida de familia del Dios Trino en la gloria, «en la que seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).

El destino que le está reservado a la Iglesia no es algo utópico, sino una realidad concreta, plasmada en Cristo (LG 48, 2) y en muchos miembros de la Iglesia, que ya concluyeron su misión en el tiempo. Los bienaventurados, en efecto, han coronado el designio del Padre; han entrado en su hogar y contemplan «claramente a Dios mismo, Trino y Uno, como es» (DS 1305). La meta final de la Iglesia, por tanto, es la SS. Trinidad: vivir en comunión familiar con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu, al haber sido asociada a la misma comunión de los Tres.

c. La Iglesia es «ya», en el tiempo, la misma realidad última que es la SS. Trinidad participada. El Concilio Vaticano II ha sido abundante y reiterativo sobre este particular: «Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1)...» (LG 48, 4)

Más significativo es aún cuanto nos dice la DV 1-4. Sobre la base de 1 Jn 1, 3, el Vaticano II, que presenta en otros lugares con tanta amplitud la dimensión final de la Iglesia, en estos números pone la salvación en presente: «...por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, tienen los hombres acceso al Padre y participan la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4)» (DV 2). El Concilio quiere dejar claro en este texto que la comunión con las tres personas, que será plena in domo Patris, es ya una realidad in via, por la participación en la filiación del Hijo.

La Iglesia, en esta fase peregrinante, está «llena de la Trinidad». «La relación con el "tú" divino no está al margen de la temporalidad, como pretende la "escatología consecuente", sino que aquí comienza lo que un día habrá de perfeccionarse por la muerte de cada hombre y por la consumación de la historia».

d. Pero «todavía no» ha llegado a su plenitud. La Iglesia, en su estadio peregrinante, «es» ya el misterio de comunión con la SS. Trinidad, pero «aún no» en su plenitud consumada. Es lo que justifica su condición itinerante. Eso sí; no camina como un aerolito perdido en el mundo sin rumbo definido. La Iglesia conoce su origen: el Dios Trino, y no ignora su meta definitiva: viene del Padre por el Hijo encarnado, en la presencia del Espíritu y está de camino hacia el Padre, por el Hijo encarnado, impulsada y conducida siempre por el Espíritu. Cuando el Concilio reconoce que «la Iglesia se edifica incesantemente aquí, en la tierra, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (PO 1), está reconociendo a un tiempo la condición escatológica de la Iglesia como comunión con las tres divinas personas, iniciada ya en la historia, pero aún por consumarse. La misma temática figura en la GS, cuando define a la Iglesia como una comunidad de personas que han aceptado la salvación, pero que están de camino hacia su consumación en el reino del Padre: «La comunidad humana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre» (GS 1).

Para concluir: la dimensión escatológica de la Iglesia es constitutiva de sumisterio. El texto con el que concluye la LG la descripción de la Iglesia no puede ser más denso: «Así toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). Un texto prácticamente intraducible, en el que se constata que la Iglesia es una comunidad escatológica porque tiene su origen en la SS. Trinidad; es toda ella, ya en el tiempo, comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, pero debe lograr la consumación plena más allá de los lindes del tiempo «para gloria de la Santísima e indivisa Trinidad» (LG 69, 1). «Esta Iglesia de la Trinidad... es, en sus comienzos, en el designio eterno del Padre, y en su término, en la consumación final, el corazón y el alma del alma de la congregación de todos los elegidos».

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Nereo Silanes