HIJO, EL
DC


SUMARIO: I. Testimonio escriturístico y método.—2. La memoria de Jesús hecha por la comunidad: 1. El comportamiento de Jesús; 2. El vínculo de Jesús con Dios.—III. La diferencia significada por la filiación.—IV. El mecanismo «trinitario».—V. El desafío arriano.—VI. Conclusión.


La confesión de la fe cristiana a propósito de Jesús de Nazaret se ha expresado de muchas maneras. Ese Jesús a quien Dios ha resucitado fue reconocido como «Cristo y Señor». Se trata de unas funciones o cometidos: «Cristo» resume y da un contenido más hondo al papel de aquel que sintetizaba las esperanzas veterotestamentarias. La confesión de fe de Pedro recae sobre la mesianidad de Jesús, pero sin medir aún toda su originalidad. «Señor»: se le atribuye al Resucitado el papel de Dios, ya que «Señor» orientaba hacia la traducción griega del Nombre divino en los Setenta. Estas dos funciones exigían, por su misma transcendencia, una determinación precisa del vínculo de Jesús con Dios. El nombre de «Hijo» que se le atribuyó transcribe en un primer tiempo, sobre la base vétero e intertestamentaria, la proximidad con Dios de aquel que fue elegido para unas funciones tan elevadas. Pero la atribución común, en un segundo tiempo, parece ser que no recoge de forma auténtica la memoria de la diferencia que marcó Jesús respecto a la tradición y que le valió ser condenado a muerte. Es precisamente esta diferencia en la proximidad de Dios la que condujo a la revisión dela noción tradicional de Hijo de Dios. Entonces ésta justificó, en el plano de la identidad, las funciones transcendentes que se le reconocieron al Resucitado. El nombre de «Hijo» se convirtió en un nombre de confesión. En torno al estatuto de este Hijo es como se desarrolló el debate arriano a comienzos del siglo IV, que condujo a superar la ambigüedad sobre la transcendencia de su significado y llevó a confesar su igualdad con el Padre sobre la base de una posesión común y unitaria, aunque diferenciada, de la misma divinidad.

Para iluminar esta problemática tan compleja estudiaré los puntos siguientes: I. Testimonio escriturístico y método. II. La memoria de Jesús que hizo la comunidad. III. La diferencia significada por la filiación. IV. El significado «trinitario». V. El desafio arriano. VI. Conclusión: el sentido permanente.


I. Testimonio escriturístico y método

La filiación es un dato de la experiencia, bajo una forma interpretativa. En efecto, la filiación no es ante todo de orden biológico o puramente material; es un acto de reconocimiento significado por el nombre que se da. La filiación entra por tanto en un estatuto interrelacional original: estar vinculado a un padre y a una madre, a través del reconocimiento, que tiene su primer acto en la nominación del hijo. La filiación integra en su definición, para el mundo humano, el orden de la palabra. En este orden es en el que se inscribe la confesión de fe cristiana: acoge como una declaración de identidad y de estatuto relacional la palabra declarativa venida del cielo, de la que se hace testigo el evangelio en el bautismo de Jesús y en su transfiguración: «Tú eres mi hijo amado, mi predilecto» (Mc 1, 11; cf. Mc 9, 7); también Lucas recogió este tema del nombramiento en el relato de la anunciación.

Así, para el creyente cristiano, Jesús el Nazareno es aquel que fue declarado Hijo (de Dios) y confesado como tal. Es al mismo tiempo un ser humano, cuyas tomas de posición originales en el horizonte de Israel pueden percibirse perfectamente, aunque con las debidas distancias respecto a la humanidad común, y el «Hijo de Dios» cuya realidad escapa a toda experiencia. Los escritos neotestamentarios son la forma ampliada de esta primera confesión: atestiguan que aquel a quien se cree Hijo de Dios es precisamente ese hombre de Nazaret, Jesús, cuyas obras y palabras refieren. La mutua implicación de la confesión (Jesús es el Hijo) y del recuerdo (Jesús es el Nazareno) hace muy aleatoria la construcción de una figura prepascual de Jesús, en la que se integre el testimonio que él dio sobre sí mismo.

Por eso se presenta una doble interpretación: o bien atenerse a la confesión de fe, o bien esforzarse por llegar a través de unos métodos rigurosos al Jesús de la historia, es decir, al Jesús no apresado todavía por las redes de la palabra confesante.

La teología clásica se atiene a la primera orientación: La identidad y el estatuto de Jesús respecto a Dios sólo son accesibles para nosotros en el testimonio de la confesión, ya que es en ese testimonio donde el acontecimientoadquiere su último sentido. Los límite de esta interpretación son evidentes: corre el riesgo de poner entre parénte' sis la génesis escriturística de la confesión y de definir a partir de unos índices culturales no criticados el contenido filial de esta confesión. La Escritura es a la vez la que engendra la confesión y la que pone a distancia de su contenido.

Sin duda es ésta una de las razones por la que se ha intentado alcanzar la figura del Jesús de la historia, desempeñando esta figura una función crítica respecto a las posibles ilusiones de la confesión.

Esta orientación se metió en un callejón sin salida, como atestiguan las diversas «vidas de Jesús» del siglo XIX; éstas reflejan más bien, como ocurre con la de E. Renan o con la de D.F. Strauss, los pensamientos de la época, los deseos del autor, que al verdadero Jesús de la historia. A comienzos de siglo, A. Harnack constató el fracaso de este intento y R. Bultmann, ya antes de la segunda guerra mundial, sacó las consecuencias de ello: la confesión se refiere al Cristo muerto y resucitado. Esta confesión no tiene ningún fundamento histórico en el sentido de que ninguna historia científica puede dispensar del salto que implica el acto de fe.

El carácter radical de la opinión de R. Bultmann no cerró las puertas a la investigación, sino que permitió plantear de otro modo la cuestión. Aceptando que los evangelios son unos testimonios, se trataba de aclarar un doble punto: por una parte, la diferencia de Jesús con su entorno, diferencia que permite atribuirle algo como propio;por otra parte, poner de manifiesto el fundamento de la confesión respecto a Jesús en los relatos evangélicos.

Para el primer elemento remito a E. Kásemann. Escribe: «En cierto modo no tenemos suelo seguro bajo nuestros pies (para la atribución a Jesús y no a la confesión de la comunidad) más que en un solo caso: cuando una tradición, por motivos de cualquier género, no puede deducirse del judaísmo ni atribuirse a la cristiandad primitiva, y especialmente cuando el judeo-cristianismo ha templado corno demasiado atrevida o ha remodelado la tradición que había recibido»'.

Para el segundo elemento me inspiro en Ch. Perrot. Prolongando la interpretación de este autor, diré lo siguiente como conclusión de este párrafo: la norma de la reflexión teológica no es lo original, en este caso lo que podría llegarse a saber del Jesús prepascual por medio de métodos rigurosos. Con esta afirmación, no quiero infravalorar en lo más mínimo la necesidad teológica de esta investigación y de sus resultados. Sin embargo, hay que afirmar que esta investigación no pretende reconstituir a Jesús, sino que ha de subrayar el desnivel que existe entre aquel que es confesado corno Cristo y la figura histórica que capta la exégesis histórico-crítica. El pasado está perdido para siempre y, para la ciencia histórica, Jesús está muerto. El texto que atestigua sobre él y que lo afirma como vivo toma un sentido actual gracias al lector. El texto puede entonces recobrar vida precisamente porque mantiene ese desnivel. Éste atestigua que Jesús no puede ser confesado como viviendo actualmente más que bajo los títulos de Cristo y de Hijo, es decir, en cuanto que da el Espíritu aquí y ahora. Pero entonces no queda abolida la distancia, puesto que el que es confesado como Cristo y corno Hijo es ese Jesús perdido para siempre, muerto bajo Poncio Pilato. Si la comunidad primitiva escribió sus recuerdos sobre Jesús, es porque antes de la experiencia pascual había presentido la originalidad y la distancia de Jesús respecto a su entorno religioso y social como partes integrantes de su relación con Dios. Esto justifica el esfuerzo por buscar la anticipación prepascual del vínculo que se confiesa de Jesús con Dios, puesto que la creencia pascual de la comunidad, lejos de apartarla del Nazareno, la llevó a preservar su recuerdo por medio de la Escritura.


II. La memoria de Jesús hecha por la comunidad

El recuerdo de Jesús conservado por la comunidad primitiva se articula con una doble huella: la originalidad de lo que llamaremos, a falta de otra expresión mejor, su «comportamiento», y la de su identificación mediante nominación. La segunda huella recibe toda su fuerza de revelación del hecho de manifestar lo que encierra de forma latente la primera.

1. EL COMPORTAMIENTO DE JESÚS. Muchos teólogos modernos y algunos exégetas han pensado que podían deducir de los testimonios escriturísticos la conciencia que tenía de sí mismo Jesús. Las Escrituras nos habrían transmitido. una declaración directa o inmediata de él mismo sobre su identidad, identidad transcendente en este caso. En realidad, este procedimiento no tiene suficientemente en cuenta la mediación del testimonio de la comunidad. Este testimonio se basa en sus diferencias con el ideal fariseo de justicia; destaca el sentido social de su acción, en una palabra, selecciona todo lo que de alguna manera modifica el paisaje en el interior de un grupo, lo que suscita adhesiones y exclusiones, aceptando lo que conducirá a Jesús a su proceso. La confesión de fe integrará esta acción disidente y a veces transgresiva, para hacer de ella, sobre la base de la resurrección, el punto donde anclar su identificación.

Efectivamente, el comportamiento o la acción de Jesús reviste una importancia considerable, puesto que en función de lo que él realiza de original y de transgresivo es como sus contemporános y sus discípulos intentaban identificarlo. Así se anticipaba la distancia que se confesará en Pascua entre sus contemporáneos y sus discípulos. La cuestión que Jesús plantea en Mc 8, 27-29 se entiende en este contexto: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?»; ellos respondieron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que alguno de los profetas».

Este texto se hace eco de las opiniones que circulaban durante el misnisterio de Jesús. Atestigua que su comportamiento y su palabra suscitaron una cuestión sobre él, dada su diferencia de los rabinos y de los profetas comunes. Quizás los oyentes lo inscribieron en la perspectiva más o menos latente de una intervención divina considerable que evocaba la idea de los «últimos tiempos». Sea de ello lo que fuere, lo quedice y hace Jesús, prescindiendo de la experiencia pascual de los discípulos, fue juzgado como suficientemente distinto de lo que hacían y decían los gerentes religiosos de la época para que surgiera un interrogante sobre su identidad, subrayándose así la calidad de su vinculación con Dios. Digamos que mediante las identificaciones que aquí nos refiere Marcos los oyentes evocaban la cualidad mesiánica del profeta por excelencia (cf. Mc 11, 10).

Hay que añadir que, si la comunidad que confesaba a Jesús como Cristo en virtud de la pascua refirió estas identificaciones prepascuales, fue con la finalidad de subrayar la distancia entre las opiniones populares que usaban li= bremente de una creencia común por entonces y la interpretación que confesó más tarde del comportamiento original de Jesús. Esto denota con claridad que la práctica de Jesús que aquí se recoge como un recuerdo no encuentra su interpretación adecuada y fiel más que en la diferencia con todos los títulos de identidad utilizados ordinariamente. Los textos nos orientan hacia la percepción de una doble diferencia: la primera, reconocida por sus contemporáneos y que sirvió de base a la descripción del comportamiento social de Jesús; la segunda, atestiguada en la fe sobre la base de la pascua, que condujo a la confesión cristiana de la filiación mesiánica y divina de Jesús. Esta segunda diferencia asume la primera, pero la primera no fundamenta a la segunda, sino que deja al espíritu en suspenso.

La primera diferencia se inscribe en un conjunto que fue a la vez fuente de interrogantes, de vacilaciones y de malentendidos.

Estos provienen, en primer lugar, bien de la actividad taumatúrgica de Jesús que atestigua concretamente la irrupción del reino de Dios, bien de la forma con que Jesús se declaró libre de los imperativos socio-religiosos: no reparó en comer con los pecadores ni en vivir cerca del pueblo impuro (Lc 7, 36-50). Estos imperativos procedían de las reglas de pureza que imponía el despertar religioso del siglo I. Estas reglas provocaron algunos aislamientos sociales, de los que la comunidad de Qumrán fue una buena ilustración. El movimiento bautista, en cuyo seno actuó al principio Jesús, rompió con estas reglas de pureza: todos necesitan de perdón, y esto sin la imposición de ninguna separación de los demás.

En segundo lugar nuestros textos atestiguan una liberación más radical: Jesús se declara libre de las prohibiciones legales que procedían del celo por la ley (Mc 3, 1-6). Sería injusto imaginarse que este celo en los escribas y los fariseos fuera hipócrita. El conocimiento que tenemos del pensamiento fariseo de la época contemporánea de Jesús nos convence de que no existía una diferencia absoluta entre la idea de Jesús y la que transmitía la escuela farisea: también allí el amor se declara superior al celo por la ley. De esta constatación resulta que hacer de Jesús un judío piadoso significa condenarse a no percibir su diferencia y a ignorar la razón de los conflictos que suscitó; por el contrario, ver en Jesús un antijudío es cerrarse a la comprensión de los textos evangélicos en donde él asume positivamente la ley. Su libertad, por tanto, fue original y se arraigó en un principio de autoridad que sus oyentesreconocieron, pero no supieron identificar con certeza.

Este principio de autoridad se hace ver en su predicación, que no se apoya en ninguna referencia erudita, sino que surge de su experiencia (Mt 5, 27, texto en el que Jesús opone su «yo» a la autoridad de la tradición). Se afirma igualmente en su libertad respecto al sistema sacrificial en el templo y respecto al poder sacerdotal (Mt 23, 1-36; Mc 11, 15-19).

Este comportamiento transgresivo, articulado con el anuncio de la inminencia del reino de Dios, obligó a los oyentes de Jesús a preguntarse por la calidad de su relación con Dios, puesto que el Dios a quien llamaba Suyo se diferenciaba en los efectos sociales y religiosos de su portavoz del Dios de la tradición.

Se comprende entonces que esta interrogación suscitase malentendidos y oposiciones.

Los malentendidos vinieron del pueblo: había visto en Jesús a un libertador potencial de la opresión a la que estaba sometido por entonces Israel. Jesús había despertado algunas esperanzas en este sentido, sin darles satisfacción. Su proceso demuestra que los responsables no temían una sublevación popular en su favor. Pertenece al historiador discernir las razones del alejamiento del pueblo respecto a Jesús. Para el teólogo, el recuerdo que de él conservó la comunidad primitiva está lleno de significación para el testimonio que dio de él.

En cuanto a las oposiciones, fueron obra de los responsables de la religión judía de entonces. Suponiendo incluso que la comunidad. las haya exagerado en su memoria escrita, parece seguro sin embargo que ella vio que el conflicto de poder entre Jesús y esos responsables no había nacido por razones mezquinas, sino que algunos de aquellos responsables creyó que la acción de Jesús era tan perniciosa que podía sospecharse que la inspiraba el demonio (Mc 2, 7-39). La cuestión en litigio era la de su autoridad. De este modo, la diferencia que estableció Jesús en la gestión de la función divina dentro del grupo judío se tradujo en un dilema: o bien Jesús es un enviado de Dios y por consiguiente la religión sinagogal está adulterada, o bien Jesús es un impostor y hay que eliminarlo antes de que seduzca al pueblo. Para los responsables judíos era imposible aceptar la primera hipótesis y no tuvieron más remedio que escoger el proceso contra él.

En este marco de la impaciencia del pueblo y de la oposición de los responsables es donde hay que analizar las consecuencias de la originalidad de Jesús en su vinculación con Dios.

2. EL VÍNCULO DE JESÚS CON DIOS. Jesús actuó de tal manera que suscitó interrogantes y conflictos. Esto no quiere decir que dejara su acción sin interpretación. La transmite precisamente la predicación del anuncio del reino de Dios. En ella Jesús revela sus convicciones. Veamos qué es lo que la comunidad primera creyó que tenía que conservar en su recuerdo. Este se organiza en torno a su proximidad con Dios, significada en el anuncio del reino.

La diferencia respecto a Juan Bautista, recordada por la comunidad, nos precisa cuál fue la originalidad del anuncio del reino de Dios por parte de Jesús. No cabe duda de que Jesús se inscribió en el movimiento bautista, llamando a la conversión, pero no ya bajo el signo de la cólera y del juicio, como lo hacía Juan (Mt 3, 7-11). El reino se anuncia y se hace presente en donde caen los muros de la separación: el rechazo de las reglas de pureza y el abandono de los sacrificios sangrientos concretan esta voluntad de no apelar a Dios para que divida a los hombres. En efecto, los rechazados, los pobres, los enfermos, los oprimidos, los prisioneros son los beneficiarios del reino (Lc 4, 16-22) y tienen en adelante un sitio en su banquete. Jesús no es un asceta, no se separa de sus conciudadanos, anuncia la buena nueva del reino: el perdón de Dios se concede a todos.

Si se recoge el principio hermenéutico asentado al comienzo de este artículo, según el cual el testimonio de la comunidad pascual conservó de Jesús el recuerdo de lo que le diferenciaba, hay que reconocer que el recuerdo que se conserva de Juan Bautista no es una información centrada en este profeta, sirio que pone de relieve las diferencias que Jesús mostraba respecto a él. Estas diferencias se inscriben en una perspectiva común de los dos «profetas»: integrar a la gente sencilla, al pueblo, en el movimiento de conversión, mientras que la exaltación de la «pureza» en la religión sinagogal de entonces sostenía más bien su exclusión. Esta perspectiva de alcance universalista que se mantenía para Juan Bautista bajo el horizonte del juicio, se anuncia en Jesús dentro del marco de una presentación graciosa y festiva. El signo de esta diferencia se percibe en el desplazamiento del sentído del bautismo: éste pasará a ser debautismo de agua un bautismo en el Espíritu (Mc 1, 7-8).

Por eso, el Dios que asegura la autoridad de Jesús en su distanciamiento de los imperativos religiosos y sociales de pureza y de los imperativos legales y el culto del templo, es el Dios que sostiene la buena nueva de una liberación para todos aquellos a los que la religión triunfante, la política, la explotación social o la enfermedad mantenían encadenados. El reino de Dios es ante todo una promesa para la gente sencilla. Por eso es normal que Jesús haya hecho esta plegaria de alabanza, que se conservó en la memoria de la comunidad: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esto a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así es como lo has dispuesto en tu benevolencia. Todo se me ha entregado por mi Padre: nadie conoce al Hijo más que el Padre y nadie conoce al Padre más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 25-27).

Este texto plantea la cuestión de la originalidad del vínculo de Jesús con Dios. Fue anunciando el reino a los pobres, tomando distancias frente a la ley y el templo, como Jesús reveló su relación con Dios, como algo que no tenía comparación con lo que se admitía comúnmente. Esta es sin duda la razón por la que la comunidad hizo memoria de él, marcando las diferencias que había respecto a las interpretaciones más espontáneas de su acción y de su identidad.

En efecto, la comunidad, recordando que fue reconocido como profeta por sus contemporáneos, se negó a confesarlo como tal. Del mismo modo, recordando que fue condenado comomesías político, rechazó también esta función. Más aún, recordando que fue considerado como el nuevo Moisés, lo distinguió igualmente de él. Finalmente, recordando que fue «siervo», no dejó por ello de confesarlo «Señor».

Además de la experiencia pascual, ¿qué es lo que deéidió a la comunidad a establecer entre Jesús el Nazareno y Dios un vínculo que no llegaban a definir las identificaciones ordinarias de portavoz, de profeta último, de profeta sin más, de Mesías davídico, de siervo de Isaías?

¿Era solamente la representación de Dios que implicaba el anuncio concreto del reino gracioso y bienhechor? ¿O acaso esas representaciones del reino estaban articuladas con unos recuerdos que condujeron a hacer de la actitud de Jesús un elemento primordial de la transformación de las representaciones populares nacidas de su libertad frente a la ley, frente al templo, frente a la elección de Israel?

Creemos que hay que subrayar aquí dos elementos diferenciales:

—por una parte, el hecho de que la comunidad, al recordar el título de Hijo del hombre que figura puesto en labios de Jesús, no lo hizo nunca objeto de una confesión; nunca declaró de Jesús: «Tú eres el Hijo del hombre»;

—por otra parte, el hecho de que la comunidad aplicó a Jesús, convirtiéndolo en un elemento diferencial respecto a cualquier otro creyente en su relación con Dios, el título común de «hijo»: Dios es el Dios de Jesús de una manera distinta de como es nuestro Dios.

Estos dos elementos han permitido vislumbrar cuál era el vínculo de Jesús con Dios que daba fundamento a la autoridad que manifestaba en su predicación del reino. La filiación expresa su originalidad.


III. La diferencia significada por la filiación

La noción de filiación aparece en los dos títulos que designan a Jesús: Hijo del hombre, Hijo muy amado o Hijo de Dios. La tradición posterior a los escritos neotestamentarios comprendió esta noble designación de una forma que no respeta el sentido neotestamentario; vio en ella una afirmación de la doble naturaleza de Jesús. Por eso interpretó «Hijo del hombre» como una designación imaginada de su naturaleza humana, e «Hijo de Dios» como una confesión de su naturaleza divina. Así pues, la tradición comprendió esta doble designación según el esquema de la doble naturaleza, tal como lo había elaborado el concilio de Calcedonia (451). Esta interpretación ignoraba el sentido evangélico de la expresión «Hijo del hombre»; ésta es una expresión más compleja de lo que hace suponer la tradición. En la época moderna, su interpretación ha suscitado opiniones múltiples y contradictorias. No haré más que evocar aquí la que me parece más justificada, ya que permite poner de manifiesto la originalidad de la filiación de Jesús. Para captar el sentido de este título, hay que partir de su situación excepcional en el texto: aparte dos expresiones (Lc 24, 7 y Jn 12, 34), la expresión aparece solamente en labios de Jesús. Además, es siempre «sujeto», como si sustituyera al «yo»; noes nunca un predicado más que en do& frases interrogativas (cf. Lc 6, 22: «pot? causa del Hijo del hombre», y su paralelo en Mt 5, 11: «por causa de mí») Sin embargo, Jesús no dice nunca: «Yo soy el Hijo del hombre», ni los discípulos lo confiesan nunca como tal: «Tú eres el Hijo del hombre».

Esta práctica literaria parece ser que significa lo siguiente: los narradores designan a Jesús como aquel que, por este título, expresa a la vez su propio «yo» y se distancia de él. Por eso, mediante ella, Jesús puede evocar el presente de su vida, el futuro de su muerte y el más allá.

La originalidad de esta práctica literaria se articula con otro fenómeno no menos significativo: la expresión «Hijo del hombre» se encuentra inscrita en un sistema de inversión. En efecto, este «Hijo del hombre» resulta ser a la vez el sujeto de un no-poder y el sujeto de un poder.

Sujeto de un no-poder aparece en los testimonios de Mc 10, 45 (da su vida), Mt 8, 20 (no posee nada), Mt 11, 19; 12, 32; Mc 9, 12; 8, 31 (se trata de un rechazo del sufrimiento): en estos textos, el Hijo del hombre es pasivo.

Y sujeto de un poder aparece cuando en Mc 2, 10; 2, 28 tiene autoridad para perdonar y es dueño del sábado; en el futuro, se sentará a la derecha de Dios, reunirá a todos los elegidos y juzgará a los hombres (Mc 14, 82; Mt 19, 28; 25, 31; 16, 27; Lc 12, 8; 21, 36). Por eso, la expresión «Hijo del hombre» designa el «yo» de Jesús en una doble relación: la de su filiación que sostiene su poder y la de su humanidad que explica su no-poder. Poner en la,bios de Jesús esta expresión oscura permitía evocar el carácter extraño de su «yo» en la situación de un profeta sin poder y en el futuro de su resurrección. De este modo significaba su originalidad en el anuncio del reino y permitía darle una forma concreta y al mismo tiempo paradójica a su filiación.

Para la comunidad, «Hijo» es un título de revelación. Esta es la razón por la que los sinópticos la sitúan en las palabras de Dios cuando el bautismo y la transfiguración.

En contra de la expresión «Hijo del hombre», el título de «Hijo» pasó a ser un término de confesión. La cuestión que conviene plantearse me parece que es la siguiente: al confesar a Jesús como Hijo de Dios, ¿cuál es la diferencia que la comunidad quiso marcar respecto al uso común y de qué manera hizo surgir esta diferencia en el recuerdo de Jesús que transmitió?

Es inútil recurrir a una influencia helenística para justificar el empleo escriturístico de «Hijo» aplicado a Jesús por la comunidad. El AT había recurrido ampliamente al término «hijo de Dios» para designar una relación privilegiada entre Dios y un hombre concreto, o más simplemente para indicar que ese hombre gozaba de una protección especial por parte de Dios. Por eso, no es extraño ver al «rey, el ungido de Yahvé» (2 Sam 7, 14; Sal 2, 7; Sab 2, 17-18; Jer 31, 9 y 20; Gén 6, 2), a los hombres piadosos, al pueblo de Israel y hasta a los ángeles designados con esta apelación. Los textos intertestamentanos atestiguan este mismo uso: citaré en este sentido un texto fragmentario de Qumrán (4G 24, 3): «Será grande en la tierra... y todos le servirán...; serállamado Hijo de Dios y será calificado con este nombre; se le llamará Hijo del Altísimo...» Así, pues, esta expresión era conocida en el mundo judío de Palestina y pertenecía sin duda al movimiento religioso que promovía el mesianismo real. Esto explica que se encuentre también en el NT (cf. Lc 1, 32-35).

La comunidad primitiva parece ser que designó a Jesús como Hijo por un doble motivo:

Esto explica el juego de sustitución entre los dos términos que atestiguan algunos textos. Así, en el relato de la transfiguración, el «Hijo» del que habla la voz celestial es aquel del que habla Jesús evocando su' existencia más allá de la muerte: impone a sus discípulos que guarden silencio sobre esta experiencia «hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mc 9, 7-9). En Mc 8, 38, los términos «Hijo del hombre» y «Padre» se encuentran en una relación inmediata. Además, en el contexto parusíaco de 1 Tes 1, 10, el Hijo que viene de los cielos es análogo al Hijo del hombre de Dan 7, 13. Este Hijo del hombre es el realizador del reino, aquel a quien Dios ha confiado la tarea de instaurarlo. Este es precisamente el papel del Hijo en Mt 11, 27. Por tanto, hay que reconocer la afinidad de las dos designaciones «Hijo del hombre» e «Hijo de Dios».

Respecto a este estado del testimonio neotestamentario, es inútil plantearse la cuestión de si Jesús mismo se designó como Hijo. Hay algunos indicios que juegan en favor de esta designación (por ejemplo, la ignorancia del día del juicio por el Hijo: Mc 13, 32); pero esta expresión encierra un sentido demasiado vago en la Biblia para que pueda sacarse algún provecho de esta constatación. Lo importante sigue siendo aclarar si la comunidad primitiva, al designar a Jesús como Hijo, quiso marcar alguna distancia o no entre él y los suyos a partir del recuerdo de su vinculación privilegiada con Dios. Si es así, la distancia que se recuerda entre Jesús y los suyos, ¿reelaboró la expresión «Hijo de Dios» en un sentido tan original que llegó a metamorfosear la representación común de Dios?

Más concretamente: la comunidad hace memoria de la inmediatez de Jesús con Dios. Su Dios no es en primer lugar el Dios de la creación o del universo, ni siquiera el Dios de la Escritura; su Dios es el Dios a quien él designaafirmando que es «suyo». Esta manera de designar a su Dios, en una actitud independiente de la creación y de la Escritura, es original y un tanto paradójica en la tradición judía. Encontró su transcripción en el vocabulario de la paternidad y de la filiación. El recuerdo más en consonancia con esta manera de proceder es el hecho de que la comunidad no pone nunca en labios de Jesús el colectivo «Padre nuestro», sino siempre el personal «mi Padre». Lo significativo no es la invocación de Dios como Padre, sino la diferencia que se establece entre la relación colectiva y la relación personal. El vocabulario de la filiación aplicado a Jesús se articula en la insistencia sobre esta relación personal con la paternidad de Dios.

Además, este vocabulario se inscribe en una función escatológica: la del establecimiento del reino de Dios. Sin embargo, el carácter privilegiado de la relación de Jesús con su Padre en el establecimiento del reino no suprime la distancia entre ese Hijo y Dios. Esto explica sin duda la indicación de que sólo Dios es bueno (Mc 10, 18) y de que el Hijo no conoce el día ni la hora del juicio (Mc 13, 32). Sigue en pie la primacía de Dios. En este sentido, resulta significativo el hecho de que la comunidad primitiva no puso nunca en labios de Jesús una declaración de identidad apoyada en este título.

Digamos entonces que en el recuerdo que hace de la filiación de Jesús, la comunidad manifiesta una triple preocupación: marcar el recuerdo de una relación privilegiada con Dios sobre la base del establecimiento del reino; subrayar la distancia del Hijo respecto a Dios por una parte y respecto a los suyos por otra.

Si la distancia de Jesús respecto a Dios está bien marcada, no lo está menos respecto a los discípulos. El relato de la transfiguración es un buen testimonio de ello: allí es palpable esta distancia (Mc 9, 2-10). Este relato se encuentra en una situación evocadora: está inscrito en el texto de Marcos después de la confesión de Cesarea. Es inútil buscar el substrato empírico del relato; sería pretencioso querer hacer de él una construcción sin ningún fundamento real; más vale entonces tomar el texto tal como se nos ofrece. Por eso, captar su originalidad es acoger la diferencia de Jesús con sus discípulos, tanto si ésta está provocada por la experiencia pascual como si se apoya en una experiencia anterior. Lo importante es que esta distancia haya sido referida a Jesús de Nazaret. El narrador quería poner de relieve que la experiencia de la diferencia no tenía por motivo solamente el marco apocalíptico de la resurrección, sino que se debía al mismo Jesús. El relato de la transfiguración hace percibir esta diferencia en una experiencia prepascual. Por eso, en Mc 9, 2-10, el narrador empieza evocando la separación: Jesús se sitúa en un plano distinto del de los tres discípulos. Luego el autor acentúa esta separación narrando la ascensión a una montaña muy elevada en donde se encuentran solos (9, 2). La lógica de la separación sigue adelante cuando Jesús cambia de aspecto y se hacen presentes los dos profetas de los últimos tiempos, Elías y Moisés, para subrayar que se trata de un acontecimiento fuera del tiempo común: estamos ya en el tiempo del fin. Los discípulos tienen miedo y ya no saben lo que dicen. Finalmente, todo vuelve luego a ponerse en orden: bajan de la montaña y se juntan con la gente y los demás discípulos. En una palabra, la reanudación del relato vuelve a reducir la separación que antes se había anunciado.

El autor ha escrito este relato de la transfiguración según el modelo de la experiencia religiosa judía de la teofanía: Moisés subiendo a la montaña del Sinaí en donde le alcanza Dios (cf. Ex 19 y 24). La Biblia atribuye a Elías una experiencia semejante. Aquí los signos son análogos: una nube cubre a los actores lo mismo que en Ex 19, 16. Se hace oír una voz como en el bautismo: la voz simboliza la revelación de Dios. El Dios del Sinaí designa a Jesús como Hijo suyo. Invita a escucharle, no como en la revelación del Sinaí (Dt 18, 15) en donde se trataba de escuchar la palabra de Dios; aquí se trata de escuchar la voz de Jesús. Jesús es más que Moisés: es la Palabra misma o la Revelación. Juan expresará con toda claridad esta convicción en el prólogo de su evangelio (Jn 1, 14).

Al final de este párrafo resulta que, según la comunidad primitiva, hay dos expresiones que interpretan el carácter original del vínculo de Jesús con Dios: la expresión «Hijo del hombre» que marca su poder al mismo tiempo que su distancia respecto a Dios, por una parte; y la expresión «Hijo de Dios» que insinúa cuál es la relación con Dios que está implicada en la expresión «Hijo del hombre» y que, simultáneamente, evoca su distancia respecto a Dios y respecto á los hombres. Este vínculo original y único explica los primeros intentos de remodelación de la representación de Dios a través de la aparición de la figura trinitaria.


IV. El mecanismo «trinitario»

Ya en la época del NT aparecen algunas fórmulas triádicas: representan una organización casi litúrgica del relato de la implicación de Dios en la obra de liberación de los hombres. En efecto, Dios derrama sobre los hombres el Espíritu de su Hijo por medio de Jesús que fue confesado Cristo e Hijo en virtud de la resurrección. Las fórmulas triádicas, por su uso tan variado, atestiguan el carácter casi espontáneo de la remodelación ternaria de la representación de Dios. Desde que empieza a tratarse de su acción de liberación, hay tres actores responsables de la misma según unos papeles inmutables: el Padre inicia la obra liberadora, el Hijo que es en Jesús el revelador objetivo del reino, y el Espíritu que concede a los hombres y a las mujeres aquello de lo que se trata en la palabra de Jesús, incitándoles a obrar en el sentido de su acción.

Los exégetas han señalado unas cuarenta fórmulas triádicas en el NT. Citaré sólo las más importantes: 1 Cor 2, 7ss; 2 Cor 12, 4-6; Gál 4, 4-6; Rom 5, 1-5; Rom 8; Ef 1, 3-5; Mt 28, 19. Para ser precisos, habría que analizar cada una de estas fórmulas. No podemos hacerlo aquí en el espacio restringido concedido a esta exposición. Nos bastará con evocar el esquema general al que se somete cada una de estas fórmulas.

Este esquema es el de una triple distribución de papeles en el acto de la salvación. Este triple reparto de papeles remite a unos nombres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Estos nombres están articulados en un cierto orden: el Padre se señala siempre en el origen; el Hijo es aquel por quien se concreta la acción del Padre; el Espíritu es aquel en el que la acción del Padre encuentra su término al mismo tiempo que su relanzamiento constante. Estos nombres indican que se comparte una misma situación en virtud de la responsabilidad que cada uno de ellos ejerce: la salvación o la liberación mediante el acceso a Dios. Por eso no es extraño que el Hijo y el Espíritu sean llamados «Hijo de Dios» y «Espíritu de Dios». La eficacia del Hijo y del Espíritu en el movimiento de la liberación para entrar en alianza con Dios exige que, aunque ellos la reciben del Padre, esa eficacia pertenece a un orden distinto del orden humano. En este sentido es como las fórmulas triádicas esbozan una reinterpretación de la representación de Dios. Esta reinterpretación toma su origen en la figura de Jesús confesado como Hijo según un principio diferencial con la filiación común de los hombres y de las mujeres respecto a Dios. Este principio diferencial es el que se reconoce en las fórmulas triádicas. Y esto más aún por el hecho de que organiza también la donación del Espíritu. Al obrar así, lo separa del Hijo y lo distingue de la figura del Padre. Están allí presentes todos los elementos para una concepción distinta de Dios. Los tres están unidos en la fórmula triádica más trinitaria en el sentido clásico: la de Mt 28, 19. En esta fórmula, se encuentran unidos los tres nombres: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu. Al parecer, no hay nada que los separe; pertenecen a la misma esfera, y sin embargo denotan una única realidad significada aquí mediante la unicidad del nombre que mantiene juntas las tres instancias. Queda así planteada la cuestión trinitaria, aun cuando no esté todavía tematizada.

Más tarde tuvieron lugar discusiones considerables sobre el origen de la representación trinitaria de Dios: ¿está arraigada en el NT? ¿No será quizás una aportación helenística? Las discusiones tuvieron un considerable interés; dieron origen a múltiples investigaciones y permitieron conocer mejor la génesis de la tematización trinitaria. Pero tienden a hacer que se olvide lo más sencillo: la originalidad de la figura filial de Jesús significada en las fórmulas que quieren articularlo a la imagen veterotestamentaria de Dios, según la cual Dios actuaba en este mundo a la vez por su Palabra y por su Espíritu. Esta recuperación de los temas antiguos a partir de la figura concreta de Jesús y de su situación al mismo tiempo de distanciamiento de los hombres y de distanciamiento de Dios condujo a una representación de Dios que poco a poco se fue mostrando nueva y original. No cabe duda de que se necesitó tiempo para percibir que esta representación no designaba solamente el modo de acción de Dios para con nosotros, sino que insertaba en su realidad eterna el principio de la alteridad. La cosa era tan nueva y tan inaudita respecto a la imagen de un Dios sin distancia de sí mismo que los cristianos no tomaron verdaderamente conciencia de ello más que con el desafío arriano: Arrio rechazaba la remodelación de la representación antigua.


V. El desafío arriano

La remodelación de la antigua representación de Dios se inscribe pacíficamente en la liturgia. La oración se dirigía generalemnte al Padre por la mediación del Señor Jesucristo en la presencia del Espíritu. Le incumbía a la teología articular esta práctica cultual con el mantenimiento de la fe en el Dios único de Israel y con la idea común de la divinidad que ofrecía el pensamiento helenístico. Salieron a relucir múltiples intentos, pero parece ser que ninguno fue satisfactorio y algunos de ellos quedaron descartados por no tener en cuenta la calidad de esa remodelación, como el sabelianismo, llamado modalismo: reducía la representación trinitaria a una funcionalidad mundana, que no revelaba nada sobre Dios. Pero estos intentos por comprender la remodelación original, aceptables o no, justificativos o no de la práctica cultual, siguieron siendo originales. Atestiguan sin embargo una insatisfacción latente: la práctica cultual difícilmente se compaginaba con el mantenimiento del AT y chocaba demasiado radicalmente con la idea común del Dios del helenismo.

A caballo entre los siglos III y IV, un sacerdote de Alejandría hizo que explotara la crisis latente. Citaré algunos textos de Arrio transmitidos por san Atanasio. Escribe:

«Dios no ha sido siempre Padre, sino que hubo un tiempo en que Dios estaba solo y en que no era todavía Padre. Luego pasó a ser Padre. El Hijo no existió siempre, ya que todas las cosas han sido sacadas de la nada y todas son criaturas y obras, por lo que el mismo Verbo de Dios fue sacado de la nada y hubo un tiempo en el que no existía. Y no existía antes de nacer, sino que también él tuvo el comienzo de la creación» (Oratio 1 contra Arianos, 5: PG 26, 21 A-B).

La situación del Hijo, después de su creación, queda muy bien señalada: no conoce a Dios más que en la medida en que Dios le concede un saber limitado sobre él. Escribe Arrio:

«Dios mismo, tal como es, es por tanto inefable para nosotros. Él es el único que no tiene igual y nadie tiene su gloria. Lo llamamos inengendrado por causa de aquel que, por naturaleza, fue engendrado. Lo celebramos sin principio por causa de aquel que tiene un principio. Lo veneramos eterno por causa de aquel que nació en el tiempo. El que es sin principio estableció al Hijo como principio de las criaturas y, después de haberlo producido, lo adoptó como hijo. Este no tiene nada propio de Dios según su propia sustancia. Porque no es igual a él ni consustancial con él. Dios es sabio porque enseñaba él mismo la sabiduría. Se ha probado que Dios es invisible para todos, que es invisible para los que son por medio del Hijo y también para el Hijo. Afirmaré expresamente cómo puede este Hijo ver al Invisible. Es por el poder con que Dios puede ver. Según sus propias medidas, está reservado al Hijo ver al Padre tanto cuanto se le ha permitido... En una palabra, Dios es inefable para el Hijo. Porque es para sí mismo lo que es, es decir, indecible, de tal maneraque el Hijo no comprende ni dice nada de lo que dijo sobre él captando el fondo del mismo. Porque es imposible para él escrutar al Padre tal como es en sí mismo. Efectivamente, el Hijo ni siquiera conoce su propia esencia. ¿Qué razón hay para conceder que aquel que sacó su ser del Padre pueda conocer de manera comprensible al que lo engendró? En efecto, está claro que quien tiene un principio es incapaz de abrazar y de captar en su manera de ser "al que no tiene principio"» (De synodis 15: PG 26, 705D-708C).

Arrio aleja del ser de Dios al Hijo; sus discípulos alejarán igualmente al Espíritu. La remodelación de la representación de Dios en las fórmulas ternarias del NT es un error: estuvo ligada a una pretensión ilusoria, la de conocer a Dios en sí mismo. Jesús como Cristo es ciertamente un ser superior, pero no nos ha manifestado nada sobre el ser de Dios, sino que indicó solamente un camino hacia él. Un camino que no nos hace compartir amigablemente una reciprocidad de conocimiento y de amor con él, sino que nos conduce tan sólo a la obediencia de servidores que adoran al Señor indecible. Se trataba entonces de un punto considerable: ¿había revelado Jesús a Dios en su realidad o no había hecho más que abrir un camino para venerarle? El concilio de Nicea en el año 325 optó por lo primero: en el Hijo Jesús se revela Dios mismo. La remodelación de la representación de Dios inscrita en la práctica litúrgica no procede de la ficción: remite a la realidad de Dios.

El desafío arriano no deja de pesar sobre la Iglesia. Por razones de aculturación resulta más oportuno para los cristianos hacer suya la idea común del Dios Uno. Los debates sobre el teísmo o el ateísmo de estos últimos siglos se han desarrollado bajo este horizonte del Dios sin alteridad. Parece ser que el movimiento constante del pensamiento era la unificación y que la pluralidad y la alteridad introducidas en Dios por medio de las fórmulas ternarias del NT tenían que ser constantemente justificadas por resultar poco naturales. En el debate interreligioso, los cristianos se han sentido molestos ante la representación trinitaria de Dios. Sin ella, en la que se designa la realidad plural de Dios, el Hijo es una ficción.


VI. Conclusión

Este rápido recorrido de la génesis neotestamentaria de la inscripción de un Hijo en la realidad de Dios sólo encuentra su consumación en la figuración trinitaria de Dios, ya que la relación del Padre y del Hijo nunca ha sido presentada en un espacio dual, sino siempre en el horizonte de un tercero, el Espíritu. Por eso carecería de significado construir una teología de la representación divina sin ese tercero. Sería igualmente arriesgado querer elucidar la relación de los creyentes con el Padre a partir de su filiación en Jesucristo sin evocar al Espíritu, ya que es en el Espíritu como accedemos a esa relación de origen, de diferencia y de intimidad, según atestigua el capítulo 8 de la carta a los Romanos. Por eso el olvido del Espíritu, tan extendido en la tradición occidental, tiene la consecuencia de ocultar la filiación divina de Jesús en beneficio de su testimonio humanoprofético. Se olvida que es en este testimonio donde se despliega para nosotros el sentido de la filiación, ya que Dios sigue siendo invisible en nuestra condición presente. El evangelio no presenta una especulación sobre el ser del Hijo en la realidad de Dios; nos cuenta lo que dijo e hizo Jesús, ya que es en él donde vemos al Padre.

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Christian Duquoc