HEGELIANISMO
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SUMARIO: I. Introducción.—II. ¿Qué es el hegelianismo?—III. Horizonte teológico.— IV. Visión trinitaria.—V. Las personas divinas: tres en comunión.—VI. ¿La Trinidad económica?—VII. El ámbito del Espíritu.—VIII. Conclusión: Hegel, «el filósofo de la Trinidad».


I. Introducción

Como todo concepto que se refiere a Hegel o que tiene que ver con él, el hegelianismo necesita una revisión a fondo, como consecuencia de las investigaciones llevadas a cabo en los últimos decenios y de un nuevo acceso a las fuentes. El Hegel de las Lecciones sobre Filosofia de la Religión, p. ej., tal como se han dado a conocer en las nuevas ediciones, sugiere algo diferente de aquello a que nos tenía más o menos acostumbrados la reiterada lectura de la edición de Lasson. Y ello no tanto porque los contenidos sean otros, sino por la nitidez con que éstos se presentan, pese al carácter fragmentario y por tanto precario de los textos, y por las valiosas indicaciones del aparato crítico. Si además uno se deja cuando menos interpelar por la inabarcable riqueza de los conocimientos que la investigación aporta día tras día, se tendrá la sensación de penetrar en un terreno desconocido hasta ahora. La conjunción de los dos aspectos mencionados: acceso a nuevas fuentes o a las ya conocidas pero presentadas de forma más auténtica, y la variedad de perspectivas abiertas por la investigación hace ver un Hegel diferente, menos abstracto. Justamente la abstracción es el obstáculo principal a la hora de hablar de su obra. Lo paradójico está en que se le siga considerando como un filósofo excesivamente abstracto, cuando Hegel de hecho se esforzó con tenacidad por ofrecer un contenido concreto al que identificó con la verdad misma.


II. ¿Qué es el Hegelianismo?

Se puede admitir que «el hegelianismo es en general la doctrina filosófica de Hegel determinada por el "idealismo absoluto" y el "método dialéctico», y el filosofar que se refiere constitutivamente a ella o que procede según su forma» (H. Stuke, col 1026). El período de mayor influencia del hegelianismo puede cifrarse entre los años 1820 y 1840. Además de hacerse presente de modo muy intenso en el ámbito de la filosofía especializada, ideas y categorías de la filosofía hegeliana, especialmente en lo que se refiere a la religión, la historia, la política o la estética, determinan de forma decisiva, en un grado que hoy nos resulta difícil de imaginar, los campos de todas las ciencias particulares, y tienen un eco muy considerable en la vida literaria y en la configuración de la mentalidad pública. En este sentido el hegelianismo no es el resultado de disquisiciones y discusiones de escuela, sino expresión de toda una forma de interpretar la vida, y por tanto de la vida misma en sus diversas facetas y dimensiones. Por otra parte, aunque en el mencionado período de su máxima brillantez, no se caracterizó por una apropiación creativa y un desarrollo de la propia filosofía de Hegel, su significado no corresponde a la imagen convencional y abstracta que con frecuencia se ofrece. No hay simplemente «viejos hegelianos» (Althegelianer) por una parte, que pretenden conservar literalmente el sistema de Hegel, y por otra jóvenes hegelianos (Junghegelianer) que sirviéndose de sus mismas armas lo destruyen. En el grupo de los primeros se encuentra p. ej. Rosenkranz, que pretende, con mayor o menor éxito, una reelaboración autónoma del pensamiento de Hegel; y por lo demás, a la «caída» del sistema hegeliano no sólo contribuyeron los jóvenes hegelianos, sino alguno de los llamados viejos hegelianos, como Erdmann o Fischer, cuya decidida historización de los contenidos va acompañada de un abandono de toda referencia metafísica. En el campo más concreto de la religión los viejos hegelianos no se limitaron a conservar lo expresado por Hegel, sino que desarrollaron programas nuevos, como fueron: la pretensión de una «filosofía cristiana» radical por parte de Góschel, la elaboración de una «teología especulativa» vigorosa en el caso de Marheineke, la primera exposición histórico-crítica de la teología veterotestamentaria a cargo de Vatke, el intento de construir una «religión de la humanidad» (Menschheitsreligion), a un tiempo liberal y universal, sin olvidar por último la voluntad de Michelet de fundamentar filosóficamente «el nuevo cristianismo como la religión racional emergente».


III. Horizonte teológico

La división de la escuela hegeliana vino provocada por las diferencias en el modo de interpretar el significado de la religión, siendo los temas más destacados la personalidad de Dios, la Encarnación del Verbo y la divinidad de Cristo, así como la inmortalidad del alma. Como se echa de ver, la cuestión de la Trinidad está muy en primer plano. La distinción entre derecha e izquierda hegeliana tiene también su origen en la interpretación teológica. Strauss consideró la representación religiosa como mito, remitió la cuestión de la verdad de los Evangelios a la crítica histórica y declaró la incompatibilidad, tanto formal como material, de representación y concepto. A este punto de vista lo caracterizó él mismo como de izquierdas, a la vez que calificaba de derechas la concepción ortodoxa representada por Góschel y Gabler. Esta distinción, que en un principio no tiene un alcance sistemático, la asume luego, y en cierto modo la impone, Michelet aunque no todos los hegelianos se dejan adscribir a una de estas dos corrientes y, por otra parte, la identificación de los viejos hegelianos con los hegelianos de derechas y de los jóvenes hegelianos con los de izquierda no siempre se correspondía con la situación real.

Recordar algunas de tantas cosas como se saben ya acerca del hegelianismo tiene interés, en relación con lo que aquí vamos a tratar, por los siguientes motivos, entre otros.. En primer lugar, las disquisiciones teológicas y trinitarias están en el origen de la configuración, también de la diferenciación y de la misma caída, de la escuela hegeliana y por lo tanto, en la medida en que la distinción entre hegelianismo de derechas y hegelianismo de izquierdas sigue teniendo importancia, más allá del ámbito académico, en la propia vida diaria, la tiene también la especulación teológico-trinitaria. En segundo lugar, la mencionada catalogación de derecha e izquierda, a la vez que obedece en el mejor de los casos a la búsqueda de una orientación, genera una confusión inevitable si se tiene en cuenta que la situación real es mucho más compleja, hasta el punto de que, según sea la forma como se interprete este criterio, a un mismo autor habría que considerarle tanto de derechas como de izquierdas. En tercer lugar, la aplicación de valoraciones políticas a la esfera del pensamiento, entre otras, supone un lamentable empobrecimiento, del que al parecer estamos aún muy lejos de vernos libres. Que esta situación se produjera a partir de una concepción como la de Hegel, que se caracteriza muy esencialmente por la unificación de las más diferentes corrientes de pensamiento, es un hecho en extremo paradójico. La existencia de la derecha y de la izquierda hegeliana revela además algo que sus protagonistas apenas estarán dispuestos a admitir: la incapacidad de apropiarse, de forma activa y creadora, de la herencia común. Si se hace la trasposición pertinente, cabe decir igualmente que tanto la Filcsofía como la Teología están muy lejos de responder al reto que representa la concepción hegeliana acerca de la religión. Por parte de los teólogos muy especialmente se han hecho intentos reiterados, como indicaremos más adelante, de dar un impulso nuevo y regenerador a determinadas cuestiones fundamentales mediante una nueva lectura de Hegel. Pero aparte de la superación del prejuicio de que la concepción hegeliana es incompatible con el cristianismo, poco más se puede señalar de positivo. Una vez más se ha vuelto a viejos tópicos al enjuiciar a Hegel. Es un hecho decepcionante, sin duda. De nuevo se ha podido comprobar que lo que lleva a este tipo de resultados es una ocupación excesiva con la dimensión más abstracta y teórica, que es ineludible ciertamente, pero que no debe tener lugar en detrimento de lo que bien puede considerarse como la médula o el cuerpo vivo de la construcción hegeliana. Dentro del escaso margen de que aquí disponemos no nos es posible intentar ni siquiera un resumen de las fases más importantes y significativas del pensamiento de Hegel acerca de lo que se puede considerar como su contribución teológica más importante, su doctrina sobre la Trinidad, pero señalaremos al menos algunos de los puntos que consideramos más relevantes en la línea que acabamos de apuntar.

Tomando como referencia la etapa de madurez, es decir, la que va de la redacción de la Fenomenología en adelante, cabe distinguir dos tipos de textos: por una parte, los correspondientes a la Fenomenología (1806), al manuscrito de 1821 y a las Lecciones de 1827; por otra parte, los textos correspondientes a las Lecciones de 1824, así como al § 567 de la Enciclopedia. A esos textos les es común el recurso a las categorías lógicas de universalidad (Allgemeinheit), particularidad (Besonderheit) y singularidad (Einzelheit) para expresar la vida trinitaria. Común es también que estas categorías hacen referencia a cosas que no son independientes entre sí, sino que, tal como corresponde a la esfera del concepto a la que pertenecen, se continúan o se despliegan cada una de ellas en las otras dos. Esta implicación, si bien es recíproca y puede tomar como punto de partida cada una de esas dimensiones, está centrada en la universalidad. Desde ella se intenta comprender a Dios en su Trinidad inmanente. El hilo conductor para lograrlo se condensa en que la universalidad (el Padre), como ser absolutamente simple, pero al mismo tiempo determinado en sí mismo, está diferenciada en sí, de forma que la particularidad que así se genera (el Hijo) permanece idéntica con la universalidad. Tal identidad expresa lo que en lenguaje categorial es específico de la singularidad y lo que en el lenguaje teológico de la representación es propio del Espíritu como tercera persona. La coincidencia en esos dos puntos fundamentales que acabamos de mencionar tiene su raíz en que Dios es concebido como subjetividad absoluta, de la que es propio por una parte diferenciarse en sí de sí misma y a la vez, con no menor intensidad, retornar a sí misma en el mismo acto de la diferenciación. Y por esto Dios es con toda propiedad espíritu. Las nociones de Dios, espíritu y trinidad son en rigor idénticas. «Dios es el espíritu... Es lo que en la religión cristiana se llama trinidad (Dreieinigkeit, que siendo más precisos habría que traducir por unitrinidad). Unitrino se llama a aquel espíritu, en cuanto que se aplica la categoría del número. Es el Dios que se diferencia en sí, pero que a la vez permanece idéntico consigo mismo». (Vorlesungen über die Philosophie der Religion. Teil 3. Die vollendete Religion, 125; trad. Lecciones sobre Filosofía de la Religión, 3, 120. En adelante se citará la página de la edición alemana primero y a continuación la de la edición española). Conviene en todo caso retener que en este contexto Hegel utiliza el término «espíritu» en un doble sentido: tanto para referirse al significado de Dios en general, como para expresar lo específico de la «tercera» persona de la Trinidad. Lo cual es ambivalente, pues si por una parte da pie a pensar que todo en la Trinidad queda absorbido por la noción de espíritu, común a las tres personas, también puede interpretarse tanto que la noción de Trinidad es esencial a Dios, al que por consiguiente sólo cabe concebir en cuanto unitrino, como que es la persona del Espíritu aquella en la que culmina el concepto de Dios y la que hace por ello que a Dios sólo se le pueda pensar y concebir como espíritu.

En realidad, con ambas posibilidades tiene que ver la diferencia que, a pesar de los aspectos comunes reseñados, guardan entre sí los dos tipos detextos mencionados. La diferencia está en lo siguiente: en el texto de la Fenomenología, en el manuscrito de 1821 y en las Lecciones de 1827, el espíritu, aparte de representar, como acabamos de indicar, el concepto de Dios mismo como tal, no se refiere explícitamente a la Einzelheit (singularidad) como «momento» diferente de los otros dos, el de universalidad y el de particularidad, sino que con propiedad expresa la unidad de universalidad y de particularidad. En este sentido habría que decir que no tenemos que ver propiamente con una trinidad, sino con una «duounidad» o «unidualidad» (Zweieinheit o Zweieinigkeit). De modo muy expreso expone Hegel esta concepción en la Fenomenología bajo el punto de vista del saber. Dios es aquí concebido «en el elemento del puro pensar», como el pensar puro de sí mismo. Tal pensar no es posible sin lo pensado, es decir, sin diferenciarse de sí mismo. Pero como es el pensar el que se piensa como pensado, el mismo acto de diferenciarse de sí como pensado retorna a sí esencialmente. Por tanto, la diferencia, en el mismo acto y con la misma intensidad con que está puesta, está igualmente superada. Lo que en rigor expresa el Espíritu no es pues sino la unidad del pensar y de lo pensado, del saber y de lo sabido, del Padre y del Hijo. Espíritu no tendría por tanto en sentido estricto dos significados: el correspondiente a la tercera persona y el correspondiente a la esencia misma de Dos, sino que quedaría circunscrito a este segundo. Se mantendría, con otras palabras, que Dios es esencialmente unitrino, pero únicamente bajo el punto de vista de que el Espíritu representa la unidad de los momentos de universalidad y particularidad.

Por el contrario, tanto en las Lecciones de 1824 como en el § 567 de la Enciclopedia, el Espíritu, aparte de expresar el consabido carácter de Dios mismo en general, se refiere en su significado más estricto a la singularidad (Einzelheit), como tercer momento, diferente de los otros dos, universalidad y particularidad. La universalidad vuelve a ser concebida ciertamente como el punto de partida, pero es considerada como diferenciándose de sí misma tanto en el momento de la particularidad como en el momento de la singularidad. Esa autodiferenciación no se produce en ambos casos del mismo modo. La diferenciación de la universalidad en la particularidad cabría decir que tiene lugar directamente, es decir, la universalidad se autodiferencia en la particularidad, mientras que la singularidad, como momento diferente de los dos primeros, surge en tanto que la diferencia de la particularidad respecto de la universalidad se supera eternamente, pues si tal superación significa por una parte que universalidad y particularidad son, en su diferencia, idénticas, significa también que la universalidad, en esa su identidad con la particularidad, está mediada por la mediación en tanto que ésta se supera. Esa «mediación de la mediación que se supera» (Enc. § 567) es la singularidad concreta o Espíritu, el cual, en esa su acepción de tercera persona, «que procede del Padre y del Hijo», por una parte representa un momento diferente de los otros dos y al mismo tiempo es idéntico a ambos tomados simultáneamente, puesto que así como la particularidad surge eternamente como término de la universalidad, la singularidad surge igualmente como término de la universalidad y de la particularidad, en cuanto que siendo diferentes son al mismo tiempo esencialmente idénticas. El Espíritu como «singularidad concreta» (konkrete Einzelheit) no se limita pues a expresar la unidad de universalidad y particularidad, ya que tal unidad la tienen esos momentos por sí mismos. Con ello el proceso inmanente queda cerrado, no es posible ir más allá de la «identidad concreta» o Espíritu, puesto que ésta se caracteriza como un movimiento de retorno perfecto desde la diferenciación hacia su origen. No sólo hay pues una diferenciación de la universalidad en la particularidad, de modo que en tal diferenciación se mantiene la unidad. Hay también una diferenciación de la universalidad y de la particularidad, tomadas ahora conjuntamente, en la singularidad, de modo que en ésta la unidad no sólo se mantiene sino que se potencia absolutamente.

De las dos formas como Hegel expone la Trinidad inmanente (de ésta es de la que hablamos por de pronto) es la segunda, es decir, la que se expone en el § 567 de la Enciclopedia y en las Lecciones de 1824, la que está en correspondencia con la concepción desarrollada en la Ciencia de la Lógica, y debe tomarse como la más auténtica, teniendo en cuenta que esa obra es el obligado punto de referencia en la interpretación de los demás escritos. Según lo expuesto en ella la singularidad no se limita a expresar la unidad de universalidad y particularidad, sino que está diferenciada frente a ambas: de la universalidad, por su concreción, y de la particularidad, por su «identidad determinada en sí misma» (cf. Wagner, 210), por lo que en términos más generales cabe caracterizar como individualidad estricta. La singularidad sigue aquí representando la unidad de universalidad y particularidad, pero no se limita a expresarla como unidad del saber y de lo sabido o del pensar y de lo pensado, ni siquiera como el vínculo del amor, sino que tal unidad está plenamente diferenciada dentro de la totalidad que es propia del concepto universal. A partir de esta individualidad, y teniendo en cuenta que de forma general por exigencias de la dialéctica, y muy especialmente en este caso, cada determinación es su opuesta y por tanto la singularidad hace que los otros dos momentos, y no sólo ella, estén plenamente individualizados, se puede reconstruir, pese a las dificultades que ello entraña, la concepción acerca del significado que tiene la personalidad referida a Dios.


IV. Visión trinitaria

Sin embargo, a pesar de que universalidad, particularidad y singularidad están individualizadas, no dejan de ser momentos de una totalidad, sobre todo la particularidad y la singularidad respecto de la universalidad. Aquéllas son prioritariamente concebidas como momentos de la autodiferenciación de ésta. De ahí que reiteradamente se haya reprochado a la concepción de Hegel modalismo y subordinacionismo. La única forma de contrarrestar esto es concebir la trinidad como una triplicidad de personas. Si se tienen en cuenta tanto el manuscrito de 1821 como las Lecciones de 1824 y 1827, donde la estructura lógica no es tan estricta y rígida y la exposición es tanto más libre, se puede considerar a las tres determinaciones trinitarias como totalidades autónomas, de modo que cada una de ellas, en su propio lugar y ámbito, está en correspondencia con las otras determinaciones. Con cada determinación sale a luz y llega a su plenitud la unidad de las determinaciones. En este sentido, a la vez que se mantiene la unicidad de la esencia, se reafirma la peculiaridad de cada una de las determinaciones, es decir, de las personas. Verdad es que esto significa de algún modo recaer en la esfera de la representación. Pero no es menos cierto que este planteamiento proporciona una «comprensión» razonable de la trinidad «económica», inseparable según Hegel de la trinidad inmanente.

En las Lecciones distingue Hegel tres «elementos». El primero —el Padre—lo adscribe al pensamiento (Gedanke); el segundo — el Hijo— a la representación (Vorstellung); el tercero —el Espíritu— al concepto (Begriff). Esta diferenciación puede parecer sorprendente, puesto que cabría esperar que en los tres casos se tratara del concepto. Pero ese «libre juego de facultades» va a permitir una mayor flexibilidad a la hora de asignar a cada persona su significado propio.

De entrada, la caracterización de la universalidad es la identidad de la idea y con ello tanto su «presencia eterna» a sí misma como la ausencia de toda limitación. Es pura luz «no contaminada». Éste es ciertamente el reino o el elemento del pensamiento (122/117).

Es así y no puede ser de otro modo. Bajo el punto de vista subjetivo, porque «la religión es religión de los hombres» y el hombre es constitutivamente «conciencia pensante», al que le es presente «el objeto universal» o «la esencia del objeto». «Y puesto que en la religión el objeto es Dios, Él es esencialmente el objeto para el pensar» (123/ 118). El pensamiento es, cabría decir, el lugar adecuado de la manifestación de Dios tal como es en sí mismo, «según su esencialidad eterna y existente en sí y para sí» (123/118). Desde luego, Dios es también accesible a la sensación (Empfindung), el sentimiento (Gefiihl) o «la conciencia reflexiva sensible», pero sólo en y desde el ámbito fenoménico. No es Dios tampoco para «la conciencia razonante»; para ésta, así como para «el pensamiento convencional», Dios no es ni puede ser de ningún modo, porque el contenido se presenta siempre como limitado. Dios es pues «esencialmente para el pensamiento» (123/118).

Esto es así también, si se parte no «de lo subjetivo, del hombre», sino del objeto, de Dios mismo. Dios en efecto es espíritu y lo propio del Espíritu es revelarse al espíritu en su modo de ser más alto, que es el pensamiento. «Este espíritu, para el cual él (el Espíritu) es ...es el espíritu pensante, el espíritu en el elemento de su libertad» (123/118). Así pues, Dios como universalidad o como concepto universal, como Padre, trinitariamente hablando, es el objeto propio del pensamiento, cumpliéndose así el axioma de la Ciencia de la Lógica según el cual lo que es primero para el pensamiento es también lo primero, el principio en el curso del pensamiento, sobreentendiendo en este caso que el pensamiento se identifica con la realidad misma. La Trinidad no está pues en modo alguno en un más allá absoluto respecto del pensamiento, sino que es lo primero y también lo primero para él.

Que lo universal es el objeto del pensar implica que en ese ámbito no cabe propiamente ninguna diferencia (kein Untershied). ¿Cómo se ha de entender entonces que el espíritu es para el espíritu? Por de pronto, hay algo que en cualquier caso es preciso mantener, la ausencia de toda limitación. Por tanto, en el elemento del pensamiento no tiene lugar la diferencia, si ésta ha de implicar algún tipo de limitación. Pero esto supuesto, es preciso matizar. De nuevo, desde el punto de vista subjetivo la inexistencia de la diferencia significa, dicho metafóricamente, que en el ámbito de la universalidad, objeto del pensamiento, en el reino de Dios Padre, desaparece «todo lo tenebroso y oscuro, toda niebla de la finitud» (123/ 118 y 119). Y esto se traduce ni más ni menos en que «ha desaparecido toda particularización» en el sentido de «limitación» (Beschrdnkung) (124/ 118). Eso no simplemente tiene lugar dentro de la religión, sino que representa el comienzo de la religión misma (1.c.). Naturalmente, a ese punto se llega mediante un proceso y en ese sentido el pensamiento que tiene a Dios como su objeto está mediado. Pero a pesar de que tal proceso y mediación no sólo tienen lugar en el pensamiento, sino que el pensamiento «es también proceso y mediación», sin embargo «este proceso cae fuera de él, en cierto modo está más allá de él, detrás de este pensar» (125/119). Llama la atención que Hegel haga tal afirmación, si se tiene en cuenta que la mediación es pieza esencial de su concepción. Pero el hecho de que sea así no significa que en la mediación no haya grados y niveles o que aquellos extremos que son mediados se confundan entre sí. La mediación sirve también, como en este caso, para hacer resaltar tanto más el resultado respecto del proceso por el que se llega a él.

Subjetivamente, es decir, desde «el pensar primero y más simple» está claro que no puede haber ninguna diferencia. Ahora bien, en el supuesto de que no implique particularización (Besonderung) o limitación (Beschrdnkung), la diferencia no sólo es posible sino necesaria desde lo que hemos visto que Hegel considera como el otro punto de partida, el objetivo. Lo universal, en efecto, que es ese punto de partida objetivo, se diferencia en sí de sí mismo, pero retiene en sí la diferencia de manera que «no turbe la universalidad» (124/119). Esa autodiferenciación es la condición de que el objeto sea concreto. A diferencia de lo que ocurre desde el punto de vista subjetivo, donde «el pensar es "puro, inmóvil, abstracto" (es decir, abstraído del resto de las operaciones mentales), lo concreto pertenece a su objeto, porque éste es el pensar que comienza por lo universal, se diferencia y coincide con la diferencia» (125/119).

El paso a lo concreto viene exigido por la naturaleza del pensar, pues sólo «lo concreto es la verdad, el objeto infinito» (1. c.). Esto implica que el pensar no sólo está abierto constitutivamente a la Trinidad en su origen, sino también a su concreción o despliegue, yesto de forma íntegra, en relación por consiguiente tanto a la Trinidad inmanente como a la económica. Es lo que brevemente vamos a exponer en lo que sigue, comenzando por la índole de la Trinidad inmanente, vista desde la perspectiva de la universalidad.

El supuesto básico de comprensión es que «Dios es el Espíritu» (125/120), lo cual implica que se diferencia de sí mismo, permaneciendo a la vez idéntico consigo mismo; pero implica igualmente, como también hemos indicado, que «el espíritu es para el espíritu», y por tanto que Dios como espíritu es para el pensamiento humano. La Trinidad es sin embargo, un misterio, «el misterio de Dios» o misterio fundamental, porque su contenido es «místico, es decir, especulativo» (1. c..) y, como tal oculto o secreto, no para la razón —«lo que es para la razón no es secreto alguno» (1. c.)—, pero sí «para el entendimiento y para los modos sensibles de pensar» (1. c.).

Lo interesante del planteamiento inicial de Hegel es que en lugar de inquirir más allá o fuera de tales actitudes mentales, postula que se abran los ojos a la realidad concreta que nos rodea, la cual se revela como configurada trinitariamente. Así, que Dios sea unitrino es una contradicción que el entendimiento no puede asimilar porque se rige exclusivamente por el principio de la identidad abstracta; pero «todo lo concreto y viviente es la contradicción en sí» (126/121), una contradicción que se resuelve en la unidad de los opuestos, que aquí y en otros contextos recibe el nombre de «unidad espiritual» (geistige Einheit). Algo análogo ocurre con el amor, que por ello es una expresiónadecuada para Dios desde el punto de vista de la sensación y del sentimiento. «Dios es amor» es una expresión muy apropiada; ahí Dios está en la sensación; El es así persona y la relación consiste en que la conciencia del uno se posee solamente en la conciencia del otro, el uno es consciente de sí en el otro, como dice Goethe, en la desapropiación absoluta» (126/121).


V. Las personas divinas: tres en comunión

De singular importancia es el párrafo que en este contexto dedica Hegel a las personas divinas y a su significado. Con independencia de las dificultades que pueda tener su noción desde éste o aquel supuesto, el hecho es que se habla de personas en Dios con propiedad, reservando para el nivel de la representación, y por consiguiente de una expresión inapropiada, la referencia a los fenómenos «personales» del amor o de la amistad en el campo de la finitud. No sólo eso, de este texto cabe deducir que Dios es ante todo tripersonal, prescindiendo ahora del problema que plantea la utilización de la categoría de número en este ámbito. Lo verdaderamente importante está en lo siguiente: la persona expresa que «el ser para sí ha sido llevado a la cima más alta... Persona es la intensidad suprema del ser para sí» (127/121). Siendo así, la contradicción es no sólo real sino absoluta, pues se dice que son una y la misma cosa tres personas, cada una de las cuales expresa su ser para sí en grado máximo. Y sin embargo no sólo existe la contradicción, sino la resolución de la misma, justamente en cuanto que «existe solamente Uno» (1. c.) y la persona, a la vez que «intensidad suprema del ser para sí», es «momento en desaparición» (121/127, en este caso he corregido la traducción). Que las tres personas sean sólo momentos no significa que sean algo evanescente, sino que en y desde la máxima profundidad de su ser para sí, se comunican absolutamente entre sí, lo cual sólo es posible si son absolutamente una y la misma cosa. Más aún, que sean cada una de ellas un para sí en grado sumo, sólo es posible desde el supuesto de la comunicación, como a su vez ésta tampoco es pensable si no en la medida en que la personalidad existe. Se trata de pensar simultáneamente ambos aspectos, algo imposible para el entendimiento, y sin embargo no sólo posible, sino necesario para la razón, tanto más cuanto más enraizada está en la vida. Pues es la experiencia misma la que nos confirma que sólo en el amor y en la amistad se mantienen y reafirman la personalidad y la subjetividad. Trasladando análogamente esto mismo al ámbito de lo divino cabe decir, a la inversa, que si se retiene abstractamente la personalidad, resultará que se tienen tres dioses, y con ello se ha desvanecido la subjetividad por ausencia de comunicación (cf. 127/122). Contradicción y superación de la contradicción quedan expresadas en esta afirmación: «La personalidad expresa también que la oposición debe ser tomada absolutamente, que no es tan suave y que no se supera sino precisamente en esta cima» (127/121s). La retención abstracta y absoluta de la personalidad, con el consiguiente rechazo de la comunicación, la afirmación exclusiva y excluyente de sí, de cada persona frente a las otras dos y de las tres frente al «Uno», no es otra cosa que el mal mismo, que es a su vez el corrosivo de la personalidad: «la personalidad que no se abandona en la idea divina es el mal» (127/122). Así pues personalidad y comunicación, disolución de la personalidad y posición absoluta de la misma, se postulan mutuamente, en tanto que en el ámbito de lo finito y desde la perspectiva del entendimiento se conciben como incompatibles. «Justamente en la unidad divina la personalidad está puesta como disuelta de igual modo que como puesta; sólo en el fenómeno aparece la negatividad de la personalidad como diferente de aquello mediante lo cual es superada» (1. c.).

Otro aspecto, que tiene que ver con esto mismo, es el hecho de que las personas se implican y en ese sentido se necesitan unas a otras. Esto se concreta, especulativamente, en que cada persona es la totalidad. «El primer elemento» — el Padre, según el lenguaje de la representación— es lo universal, lo abarcante (das Umfassende). Pero nos encontramos en todo caso «en el nivel del Espíritu» (auf der Stufe des Geistes), lo que significa que el Espíritu está «también presuponiendo», con lo cual el Espíritu, que se presenta como lo tercero, es en realidad lo primero en el sentido de que es lo que postula que el Padre, como lo universal, se diferencie en sí mismo y entre en el ámbito de la particularización para retornar a sí mismo. Hegel pone en juego las categorías lógicas de presupuesto y de teleología para acentuar lo que en la tradición se ha llamado «perikhóresis», que no implica una neutralización del carácter propiode las personas. Pero aquí tenemos que ver explícitamente con la Trinidad económica. Por ello, al referirse al Hijo, se expresa en términos de «Erscheinung», aparcición, y no simplemente de particularidad (Besonderheit), y el Espíritu es retorno en y desde esa aparición. También aquí contamos con la ejemplificación correspondiente. Aparte de estar acorde con «la naturaleza del concepto», el proceso se puede observar de nuevo en la vida y en el amor. La vida, simplemente para conservarse y ser lo que es, ha de «entrar en la diferencia, en la lucha con la particularidad, encontrarse diferente respecto de la naturaleza inorgánica» (128/123). De este modo la vida por una parte es resultado, puesto que llega a ser ella misma a través de lo opuesto, pero por otra parte es resultado o producto de sí misma, en cuanto que su propio concepto exige entrar en ese proceso: es por tanto presupuesto de sí misma. Análogamente, pero en este caso de modo absolutamente perfecto, el Espíritu, siendo diferente del Padre, no es algo sobreañadido, sino que se presupone en el Padre y es en ese sentido, a la vez que lo tercero en cuanto resultado, lo primero y «lo inicial» (das Anfangende) en cuanto presupuesto. Se explica así también que el Espíritu sea tanto nombre propio de Dios, como nombre propio de la tercera persona, por cuanto en ella culmina, real y no sólo nominalmente, el proceso trinitario.

El concepto de presuposición, que implica el de teleología, es tan fundamental que sirve además como criterio para demarcar la Trinidad verdadera, la cristiana, de otras que, como la hindú o la desarrollada en las tradiciones platónica y neoplatónica, no llegan a una verdadera noción de espíritu, que exige estar ya presupuesto en el principio. En ese sentido tales concepciones son en opinión de Hegel superficiales (126ss/ 121ss). Ese mismo concepto sirve igualmente para fundamentar la conexión intrínseca de Trinidad inmanente y Trinidad económica, en cuanto que el retorno real que el Espíritu significa no respondería plenamente a lo que su concepto implica, si lo universal no pasara por lo que es, no ya diferente, sino radicalmente diferente, por lo particular o el Hijo. Con lo cual queda enunciado el paso del elemento primero al segundo de la Trinidad.


VI. ¿La Trinidad económica?

Pero no basta esa deducción a partir de lo universal. Se requiere, por así decirlo, una fundamentación desde abajo, a partir del sujeto humano, del espíritu finito. Las consideraciones de Hegel son afines a las que en su día desarrolló la Teología a favor de la Encarnación del Verbo bajo el nombre de «potencia obediencial» en el sentido no sólo de tener aptitud, sino de exigir o postular que Dios se haga hombre. Esta exigencia es doble. Por una parte, «el sujeto no se contempla a sí mismo en la idea absoluta» (131/126), no porque ésta no sea verdadera, sino porque siendo la verdad absoluta no es como tal visible y tangible. Siendo como es por otra parte verdad absoluta no sólo en sí sino para el hombre, ha de manifestarse y aparecer en figura humana, para que en ella el hombre, toda hombre, pueda contemplarse en su auténtica verdad. Pero hay una necesidad más honda de la aparición de Dios. Es la necesidad que el hombre tiene de redimirse absolutamente en cuanto que, si bien su «naturaleza» es «imagen de Dios», sin embargo eso que es «en sí» no se ha desarrollado, ni puede desarrollarse por sí solo. En esto consiste su deficiencia, en que el hombre es razón, espíritu, pero sólo en sí o virtualmente. El espíritu no debe ser espíritu virtualmente, puesto que es espíritu sólo en cuanto que es para sí (cf. 134s/129). El hombre no es pues como debe ser, es malo en este sentido, y la raíz de este mal está en el conocimiento mismo, por cuanto éste abre la sima existente entre lo que es y lo que debe ser (138/132). Pues ien, la necesidad de que tenga lugar la Encarnación brota de la conjunción de dos aspectos, que tienen respectivamente una dimensión prioritariamente teórica en un caso y prioritariamente práctica en otro. Por una parte, la única objetividad adecuada al yo humano es «la esencia universal» respecto de la cual se mantiene una desproporción infinita. «Es el dolor infinito, el padecimiento del mundo» (142/136). Desde el ámbito simplemente humano se puede lograr de algún modo la conciliación, en cuanto que el yo es una conciencia pensante que, como tal, tiene por objeto lo universal. Pero esta conciliación es parcial e insuficiente, por lo abstracta. Bajo este aspecto, aun el máximo esfuerzo del pensamiento humano, personificado en la filosofía estoica (cf. 1. c.) —y a través de ella en cualquier otra filosofía— se queda muy por debajo de aquello a lo que el hombre está llamado. La verdadera conciliación postula que se llegue a producir la unidad de la naturaleza divina y de la naturaleza humana. «El sujeto necesita esta verdad y ella debe llegar a existir para él. Naturaleza divina y humana es una expresión dura y difícil.; hay que olvidar la representación que se conecta con ella; se trata de una esencialidad espiritual; en la unidad de la naturaleza divina y humana ha desaparecido todo lo que pertenece a una particularización exterior; lo finito ha desaparecido» (143/137).

Por otra parte, para que el hombre actualice la reconciliación, lograda mediante dicha unidad, no basta que «ponga» cuanto está en su mano: piedad, devoción, interiorización de la idea divina, etc., ya que lo puesto —das Gesetzte— ha de ser a su vez algo en sí, es decir, «un presupuesto» (eine Voraussetzung); de otro modo la «posición» es sólo subjetiva y formal: «La armonía, la disolución de esta contradicción, debe ser representada de manera que ella sea en sí y para sí, un presupuesto para el sujeto. En la medida en que el concepto conoce la unidad divina, conoce que Dios es en sí y para sí. La unilateralidad que aparece como actividad, etc., del sujeto es solamente un momento que no permanece ni es para sí a no ser sobre la base de aquel presupuesto» (144/ 138). El presupuesto que, como hemos visto, era concepto fundamental para hacer «inteligible» la vida trinitaria interna, lo es también para la apropiación de lo que es núcleo y sentido de la Trinidad económica. A partir de aquí cabe decir que se inicia otro proceso, en el que ese concepto vuelve a ser fundamental. Pues el contenido de la Encarnación, de la aparición (Erscheinung) no es otro que «la historia de Dios» que se manifiesta en «una autoconciencia individual», se objetiva en su doctrina, llega a la absoluta donación de sí en su muerte, y de nuevo se revela como espíritu en su resurrección (147ss/141ss). Con lo cual se está ya produciendo el paso al «tercer elemento», es decir, al Espíritu mismo como tercera persona de la Trinidad, en cuanto que se manifiesta en la vida y en la tierra de los hombres.


VII. El ámbito del Espíritu

Sobre esta cuestión nos limitamos a señalar los puntos siguientes. En primer lugar, el Espíritu representa «el paso de lo externo, del fenómeno, a lo interno», lo cual implica un doble aspecto: el subjetivo, la certeza» de sí mismo en grado sumo puesto que «se sabe infinito, eterno e inmortal»; el objetivo, en cuanto que tal certeza sólo es posible porque el sujeto «es colmado con la verdad» (153s/147). Esa interioridad que hunde sus raíces en la verdad es «el ámbito del espíritu como tal; es la comunidad, el culto, la fe» (154/147).

En segundo lugar, en la determinación del significado de esta comunidad hay que señalar quién es y en qué consiste fundamentalmente. La comunidad somos nosotros mismos, o dicho con más precisión: «nosotros no somos otra cosa que la comunidad misma, la conciencia subjetiva» (155/147). Se trata del cumplimiento del concepto básico de espíritu, según el cual «el espíritu es para el espíritu». En este sentido somos en este caso el presupuesto, en cuanto que somos aquello a lo que eternamente está destinado el espíritu. Hegel concibe esto como una especie de gran teatro del mundo, en cuya representación el espectador se ve a sí mismo objetivado en el coro; análogamente, en «la historia de Dios» el hombre se ve a sí mismo (cf. 1. c.). Pero eso no es para él un significado extrínseco, sino que existe en él. O mejor, en general el hombre, a diferencia de las demás cosas, existe como concepto, y en este casó como realización de la historia de Dios por él significada. Con lo cual resalta en grado sumo la actividad del espíritu subjetivo, de la comunidad, hasta el punto de poder decirse con propiedad que es esta misma comunidad la que produce al Espíritu. Y sin embargo esto, aun siendo verdad, es unilateral, de nuevo bajo el punto de vista del principio fundamental de que «aquello que debe ser producido ya debe existir en sí y para sí». Por tanto, si bien nosotros somos la comunidad y, como tal, un presupuesto, esta comunidad que somos y que ponemos al obrar descansa en el presupuesto de aquello mismo que ha de hacerse, en cuanto dotado de vigencia en sí mismo, y por consiguiente en cuanto presupuesto de él mismo. «La actividad espiritual es posible solamente si se presupone lo que hay que suponer. «¿Es posible que eso pueda ser hecho?» significa precisamente: «¿Existe eso ya en sí y para sí?» (162/ 154).

En tercer lugar, es bajo esa perspectiva del espíritu que produce el espíritu, pero en cuanto que este espíritu «producido» existe ya en sí y para sí, como tiene permanencia la comunidad. Esta permanencia, que tiene lugar en y a través de los tres sacramentos fundamentales, significa: 1º) que «el individuo... como sujeto solamente tiene que incorporarse a una comunidad que existe ya como su propio estado mundanal (Weltzustand)», lo cual tiene lugar en el bautismo (164/156); 2°) que «el mal está vencido ya» y que es «el espíritu divino el que efectúa el renacimiento», lo que tiene lugar en el sacramento de la Penitencia; 3°) que también en la Eucaristía se dramatiza la historia divina, pues representa la actualización del sacrificio eterno de Cristo (166/158).

En cuarto lugar, la realización de esa comunidad, que implica ajustar la vida en el mundo al reino de la verdad en sí, ya presupuesta, ha de enfrentarse fundamentalmente a dos grandes obstáculos que le salen al paso por parte de la «reflexión» en cuanto carácter definitivo de la modernidad. Por una parte, «la autonomía» (Selbstigkeit), que tiene una fuerza especial en cuanto que brota de la exigencia de una certeza absoluta de sí; por otra parte, el principio de identidad, por el que la reflexión como pensamiento abstracto se rige y que se presenta como incompatible con «la Trinidad divina», que es no sólo «contenido de la Iglesia», sino verdad pura y simple, es decir concreta; raíz, desarrollo y expresión de la propia «historia del hombre». En tal situación, el contenido religioso, que no puede ni debe presentar batalla a la reflexión en el campo propio de ésta, «huye al concepto», busca cobijo en él. Sólo en y mediante el concepto ese contenido recibe justificación, el pensar se capta «como concreto y libre, no sólo reteniendo las diferencias como meramente puestas, sino dejándolas en libertad y reconociendo así al contenido como algo objetivo». La filosofía, que no se queda en la representación, pero que la reconoce como necesaria, tiene la finalidad de conocer la verdad, y por tanto de conocer a Dios, que es la verdad absoluta, «la universalidad concreta y espiritual» y por consiguiente trinitaa ria, puesto que la Trinidad es el come.' nido fundamental de la religión, y la fi» losofía ha de «mostrar la razón de la religión» (168s, 170, 172, 174s/160s, 162, 164, 166s).


VIII. Conclusión: Hegel, «el filósofo de la Trinidad»

En su día K. Barth se hizo, como es sabido, la pregunta de por qué Hegel no ha llegado a significar para la teolo. gía protestante algo similar a lo que ha representado T. de Aquino para la católica. La pregunta se debe a que, frente al concepto abstracto de Dios en el pensamiento moderno, Hegel supo ver el significado central que la doctrina de la Trinidad tiene para la fe cristiana y para la filosofía especulativa, de forma que con ello ha hecho que tanto la Filosofía como la Teología hayan vuelto a considerar la Trinidad como el núcleo de la fe cristiana. Theunissen entiende, más en concreto, que la Trinidad como centro de la Filosofía de la Religión, de la Filosofía de la Historia y de la Lógica; es el principio de toda la filosofía de Hegel. En la línea de Barth, varios teólogos protestantes como Moltmann, Pannenberg y Wagner, han intentado asimilar la herencia de Hegel. Moltmann llegó incluso a caracterizarle como «el filósofo de la Trinidad». Por parte católica merecen destacarse los esfuerzos de Chapelle Henrici, Kern, Oeing-Hanhoff o Brito. Sin embargo„ al final, han terminado por prevalecer las reservas frente a la concepción de Hegel. Así, según Pannenberg Hegel no;ha mantenido una nítida delimitación de las realidades humana y divina y por otra parte tampoco ha salvaguardado la diferencia de las personas divinas entre sí. En opinión de Moltmann Hegel acentúa excesivamente la unidad en Dios. El posicionamiento por parte de los teólogos católicos es por lo general más crítico aún, por más que sus estudios son también paso obligado para el adentramiento en esta cuestión.

[–> Amor;; Bautismo; Biblia; Comunión; Comunidad; Encarnación; Espíritu Santo; Eucaristía; Experiencia; Filosofia; Hijo; Historia; Jesucristo; Modalismo; Naturaleza; Padre; Penitencia; Personas divinas; Religión, religiones; Subordinacionismo; Teología y economía; Trinidad.]

Mariano Alvarez Gómez