COMUNIÓN
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SUMARIO: I. El hombre, ser en comunión.—II. El Dios revelado en Jesús es comunión.—III. El misterio del Verbo encarnado: 1. Cristo es el Hijo: a) Comunión en el ser (ser desde el Padre), b) Comunión en la vida (ser con el Padre); 2. Comunión en la misión (ser para el Padre), d) La koinonía entre el Padre y el Hijo; 3. El Espíritu del Padre y del Hijo, espíritu de familia y comunión.—IV. La Familia de Jesús.—V. La comunidad de Jerusalén: 1. La koinonía en la comunidad de Jerusalén: a) Comunión de bienes, b) Comunión de almas y corazones; 2. La «fracción del pan»: a) En las comunidades de Jerusalén, b) En las comunidades paulinas.—VI. Padres y teólogos: 1. Enseñanza de los SS. Padres; 2. Vida monástica; 3. Reflexión teológica; 4. Sto. Tomás de Aquino; 5. La teología actual.—VII. El magisterio de la Iglesia.—VIII. Conclusión: Líneas pastorales.


I. El hombre, ser en comunión

Un dato insoslayable que se constata en nuestro momento histórico es la tendencia del ser humano a afirmarse como «persona» (esse in se), irreductible a toda manipulación. El hombre de las postrimerías del s. XX ha descubierto su condición de persona como proyecto humano, social y religioso, ante sí mismo, ante la sociedad y ante Dios. De otro lado, sin embargo, el hombre, hoy como nunca, experimenta su condición precaria y menesterosa. Desde su nacimiento se manifiesta con una serie de carencias, que ve colmadas mediante el amor y la ayuda solidaria de la familia. De ahí que descubra su alteridad. El ser humano, en otras palabras, experimenta en sí mismo la necesidad de abrirse a las cosas, a las personas y, sobre todo, a Dios, consciente de que su realización como proyecto individual tendrá lugar en el «encuentro». Esta exigencia de todo ser humano viene a constituir «la estructura relacional» de la persona.

Ante la manipulación a que se ve sometido, el hombre trata de afirmarse en su absoluta individualidad e intransferible originalidad. Pero, al mismo tiempo, y como condición sine qua non, el ser humano busca afirmarse como ser abierto a los otros, sin los cuales no podría realizarse en su concreta individualidad.

Esta doble dimensión del ser humano permite una premisa general quenos autoriza a descubrir al hombre como ser desde los otros, ser con los otros y ser para los otros. O, en otras palabras, un ser-comunión o ser social. Este hecho pone de manifiesto la filosofía de la persona o su constitutivo esencial.

Esta dimensión comunional de la persona se ve avalada por la revelación divina que, interpretada por el Magisterio de la Iglesia, pone de relieve que el proyecto de Dios Padre, al crear al hombre, ha consistido en salvarlo no aisladamente, sino en unidad de comunión (cf. AG 2), en la única Iglesia, «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (LG 17), que se muestra «reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4, 2). Estas palabras del Concilio ponen de relieve que la Iglesia participa y debe imitar la vida de comunión que es Dios mismo, el Dios revelado en Jesús, que no es un ser narcisista replegado en su Olimpo, sino SER-AMOR-EN COMUNIÓN.


II. El Dios revelado en Jesús es comunión

«A Dios nadie le ha visto; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). Quién es Dios, únicamente lo sabemos en Jesús de Nazaret, que ha venido de parte del Padre. Por eso, Pablo nos presenta a Jesucristo como «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24) o, en otras palabras, como único camino para descubrir el verdadero rostro del ser divino. No se conoce a Dios sino es partiendo de Cristo y, al contrario, únicamentefijando la mirada en Cristo, Dios se manifiesta en su condición de comunión trinitaria; ya que en el misterio de la existencia, muerte y resurrección de Cristo se desvela la realidad de Dios como Padre de quien es Hijo, y la persona del Espíritu Santo que Cristo nos da de parte del Padre, como fuente de vida de comunión filial con el Padre y fraterna con Cristo y con los hombres.

No son las escasas fórmulas del NT sobre el misterio del ser divino, sino el testimonio de la cruz, que recorre todo el NT, el verdadero fundamento del conocimiento de Dios, que se nos revela como comunión de amor. En la cruz, en efecto, Jesús se dirige a Dios (Mc 15, 34; Mt 27, 46) a quien llama su Padre, confiándose amorosamente a Él (Lc 23, 46).

El Dios «totalmente otro» ha sido siempre para Jesús alguien cercano, un «Tú» con quien ha vivido en estrecha y sumisa relación «filial» (Jn 5, 30; 6, 38). Juan, por su parte, en el mismo acontecimiento de la cruz introduce un «tercero», el Espíritu Santo (Jn 19, 30); el Espíritu que ha movido a Jesús durante su vida es el Pneuma de Dios, por cuya acción se ha ofrecido al Padre en la cruz (Heb 9, 14). El misterio insondable del ser divino se revela así como nudo de relaciones interpersonales o de comunión. En el acontecimiento de la cruz, en definitiva, Dios se revela como amor que entrega (Padre), amor entregado (Hijo) y Espíritu del amor que entrega (Padre) y del amor entregado (Hijo). Y es que, para expresarlo brevemente con palabras del Discípulo Amado «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16). Amor y comunión para Juan son términos equivalentes. Más allá de toda especulación de corte metafísico, Juan quiere decir que, en Jesús, Dios se ha manifestado como ser en comunión y ser relacional. Jesús nos habló poco del Padre, pero lo vivió como hogar cálido en el que surge la vida, el amor, la entrega y la acogida sin reservas. Todos los gestos de Jesús dando vida a los necesitados, curando a los enfermos y ofreciendo perdón y esperanza a los pecadores y abatidos son acciones en las que se visualiza el misterio del ser divino, no como monstruo doctrinal que humilla y anonada, sino como regazo entrañable de amor. Ahora bien; «si el amor connota toda la actividad de Dios, todas las relaciones con el Hijo y con las criaturas, es que forma parte de la naturaleza divina... Al contrario del eras que denota indigencia, Dios es, en sí mismo y desde toda la eternidad, pura comunicación y don de sí... en el Espíritu Santo».

Por eso, de su experiencia de Dios en Jesús, el Discípulo Amado se remonta en raudo vuelo hasta el misterio insondable del ser divino para sorprendernos con esta deslumbrante revelación: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios» (Jn 1, 1). Cuando los exegetas bucean en el contenido de este texto sobrecogedor, descubren que el misterio del ser divino revelado en Jesús de Nazaret es una comunidad, la COMUNIDAD original, que es y será siempre el tipo de toda comunidad. En su vida intradivina Dios tiene un interlocutor, que es su Hijo, en quien se dice y se expresa, como en la palabra nos decimos y expresamos en nuestro actuar humano. Este Hijo-Palabra «vive en Dios y de Dios... No se trata únicamente de una sociedad o compañía activa, sino que es más: una unión personal, de amor, que es "estar uno junto al otro" y que implica también un estar "el uno en el otro" (cf. Jn 14, 11 ss.; 20; etc.)».

La Palabra, en Dios, nos dirá el Angélico, es «Palabra desbordante de amor». En la Palabra el Padre sale de sí mismo y se proyecta, regalándose, en su Hijo; y el Hijo, a su vez se precipita, en un éxtasis también de amor, en el Padre. Este movimiento de éxtasis recíproco es fruto del amor de ambos. Un amor tan pleno que es el «Amor en persona», un tercero en la Familia de Dios. Amor en persona que tiene un nombre, el Espíritu Santo, que es una tercera persona en Dios.

En el origen, por tanto, está el AMOR en éxtasis, la comunión, la pluralidad, el diálogo.

En otras palabras, en el principio existía el misterio insondable del ser divino como comunión en el amor, hogar entrañable (Jn 14, 2), regazo en el que se da una relación interpersonal de amor, confianza, intimidad, compenetración y vida de familia, de intercomunión e intercompenetración.

Las tres personas se constituyen por el don recíproco de cada una a las otras.

El Padre es desde, con y para el Hijo, en el Espíritu Santo.

El Hijo es desde, con y para el Padre, en el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es desde, con y para el Padre y el Hijo.

Cada persona divina se constituye por el don de sí a las otras y por la acogida del don de las otras.

Jean Danielou explica el misterio del ser divino en estos términos: «He aquí uno de los puntos donde el misterio de la SS. Trinidad es el más esclarecedor para la vida humana. Nos enseña que el fondo mismo de la existencia, el fondo de lo real, es decir, lo que constituye la forma de todo lo demás, es el amor en el sentido de la comunidad de personas. Algunos dicen que el fondo del ser es la unidad. Todos se equivocan. El fondo del ser es la comunión... El fondo mismo de la revelación cristiana lo constituye el hecho de que ocupen el primer lugar absoluto las personas y la recíproca adhesión y comunicación entre ellas, y que esta comunicación de las personas es el fondo mismo, el arquetipo de toda realidad, al que, por consiguiente, todo deba configurarse. Comprendemos por qué la comunión humana depende de la comunión trinitaria. Toda realidad en fin de cuentas se resume en una palabra: "Que sean uno, como nosotros somos uno". Esto significa dos cosas. Somos uno, y esta simple frase es una fulguración extraordinaria. No solamente afirma que existe el nosotros y el uno, sino que el uno es un nosotros... El Uno, es decir, el Absoluto, es un Nosotros. El Uno es una comunicación entre los Tres. El Uno es un intercambio de amor. El Uno no es quien sabe qué cosa. El Uno es Amor. El fondo del ser es el amor entre las Personas» (J.Danielou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Paulinas, Madrid 1967). Danielou propone la comunión trinitaria como paradigma y arquetipo de toda comunión entre los hombres y en la Iglesia: «Y lo que constituye la entraña misma de lo absoluto es aquello de lo que... la creación es una epifanía. "Que sean uno" significa en efecto, una unidad que es la esencia de la comunión, puesto que ahí se da también nuevamente la unidad de un nosotros, es decir, la comunión entre personas que son tanto más personas cuanto que son unas, y que son tanto más unas cuanto que son personas. La plenitud de la existencia personal coincide con la plenitud de la donación de sí mismo en la Trinidad... Después de todo, uno no se realiza sino dándose y, por otro lado, para darse, es preciso existir, porque el que no existe no puede darse. El que no tiene existencia personal nada tiene que dar, porque el don de sí llama al otro a la existencia».


III. El misterio del Verbo encarnado

El misterio de la encarnación del Hijo de Dios implica la inserción de la comunidad original en la comunidad humana, o mejor, la comunión de ésta en la comunión trinitaria.

1. CRISTO ES EL HIJO. El misterio de la filiación eterna se ha ampliado a Jesús. Un hombre concreto, Jesús de Nazaret, llama a Dios con el término, pleno de cariño y ternura, de Abbá (Papá) (Mc 14, 36) y se sabe Hijo de Dios a título único (Mt 11, 25-26; Lc 10, 21-22).

a) Comunión en el ser (ser desde el Padre). La relación de Jesús con el Padre es, por tanto, la más estrecha y profunda que cabe entre dos personas: la comunión en la misma vida. El Hijo encarnado recibe su vida del Padre: «vivo por el Padre» (Jn 6, 57); «porque el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5, 26). El Padre es la fuente original de la vida, de quien el Hijo encarnado la recibe en plenitud. Por eso, el Hijo vive «por el Padre», «porque el Padre le ha concedido tener vida en sí, con el mismo carácter originario y pleno». El Hijo es lo que es por la autodonación de sí mismo que el Padre le hace en esa transmisión, la más plena que cabe, cual es la generación, por la que le transmite su propio ser. Para Juan «Jesús es el objeto primario del amor del Padre, que no es sólo intimidad y complacencia, sino también expresión de unidad en el ser: el Padre y el Hijo existen totalmente el uno para el otro». Esta mutua compenetración y comunión hace que ambos, Padre e Hijo, sean «uno» (Jn 10, 30).

b) Comunión en la vida (ser con el Padre). Esta mutua comunión lleva al Padre y al Hijo a estar uno en el otro en una mutua inmanencia: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 10-11.20; 17, 21.23). «El que me haenviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo siempre hago lo que le agrada a él» (Jn 8, 29). En estas expresiones se pone de manifiesto «la plena comunión entre el Padre y el Hijo que es estar en y estar con». Las palabras de Jesús manifiestan una auténtica comunión en la misma vida que tiene su origen en el amor fontal del Padre y que encuentra una respuesta en la entrega plena y total del Hijo como lo manifiesta su obediencia filial.

c) Comunión en la misión (ser para el Padre). La misión que lleva a cabo el Hijo encarnado no la realiza por su cuenta; la recibe del Padre y es idéntica a la suya: el Hijo trabaja como el Padre (Jn 5, 16; 9, 4) y da la vida como el Padre (Jn 5, 21). En Jesucristo se revela una plena sintonía con el Padre a la hora de llevar a cabo la tarea que realiza el mismo Padre. Ahora bien; la obra que conjuntamente realizan Padre e Hijo en plena sintonía es la salvación integral del hombre. En la persona y en las obras de Cristo con los pobres, enfermos y pecadores se hace presente el amor y la ternura del Padre, de suerte que quien experimenta la bondad de Jesús en la acogida de los pobres y pecadores está experimentando la ternura y el amor compasivo del Padre (Jn 14, 9; Mt 11, 28). Jesús, en una palabra, a través de todo su comportamiento con los hombres es la manifestación visible y verificable de la relación de Dios Padre con los humanos.

Las relaciones de Jesús con el Padre no son relaciones de superior a inferior, ni de jefe a subordinado; son relaciones de «orden», como dirán los teólogos; relaciones familiares y corresponsables, basadas en el mismo ser y misión.

2. LA KOINONIA ENTRE EL PADRE Y EL HIJO (Jn 17, 21-23). El término «comunión» aparece siempre, en una u otra forma, en los aspectos estudiados. Merece, sin embargo, en este punto especial atención un texto clave para la vida de comunión, en Dios, y en fa comunidad, humana y cristiana, creada a su imagen. «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros» (Jn 17, 11.21; cf. 10, 30). El Discípulo Amado busca la fundamentación teológica de la comunión que han de vivir los seguidores de Jesús y se remonta hasta la Familia y comunidad original que es el Dios trino.

El texto citado es la cumbre de un crescendo en el que Juan va acentuando el mismo contenido: que Dios es comunión, vida compartida y nudo de relaciones interpersonales. La unión entre los hijos de Dios «debe ser una unidad como la que media entre el Padre y Jesús y una comunión con el Padre y con el Hijo, una incorporación a la unidad de Dios y de Jesús»''. Dodd, por su parte, afirma que las relaciones entre el Padre y el Hijo son «como el arquetipo de las relaciones entre Cristo

En estos textos Juan trata de poner de manifiesto la absoluta originalidad de la vida de comunión entre los cristianos, que no es otra que la misma que viven el Padre y el Hijo en el Espíritu de amor, en absoluta inmanencia dentro de la diversidad y en plena compenetración de vida y de acción. La comunión entre las divinas personas es el único camino a' seguir por los hijos de Dios y hermanos de Jesús.

3. EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, ESPÍRITU DE FAMILIA Y DE COMUNIÓN. El Espíritu Santo aparece en la historia de la salvación estrechamente unido al Padre y al Hijo. Por eso, los autores sagrados lo vinculan al Padre como «Espíritu de Dios» (Gén 1, 2; 41, 38; Ex 33, 3; Mt 3, 16; Rom 8, 9; etc.) y al Hijo como «Espíritu de Cristo» (Is 11, 2; 61, 1; Lc 4, 1; Gál 4, 6; etc.). Más aún, para alejar toda comprensión reductiva, se nos recuerda que «Dios es Espíritu» (Jn 4, 24) y que «el Señor es Espíritu» (2 Cor 3, 17). El Espíritu Santo, en efecto, aparece como el que penetra hasta lo más profundo de Dios: «nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 10-11). Un «tercero» en la comunión trinitaria, que vendrá a nosotros enviado por el Hijo de parte del Padre (He 2, 33) y que «procede del Padre» (Jn 15, 26) y también del Hijo (Jn 16, 15).

El Espíritu Santo aparece en la revelación divina como «comunión y creador de comunión» en el seno de la Trinidad y «comunión» (2 Cor 13, 13) y «creador de comunión» (1 Cor 12, 13) en la Iglesia. El Paráclito, nos dirá más tarde la teología, explicando los datos de la revelación divina, es el «nosotros» o «la nostreidad» del Padre y del Hijo: «una persona en dos personas». En otras palabras, «el Espíritu Santo es una realidad esencialmente relacional». Desde siempre el Padre, en el amor que es el Espíritu Santo, engendra, conoce y ama al Verbo, que es su Hijo y le comunica todo cuanto es, excepto su instransferible paternidad. El Hijo, a su vez, en el mismo amor del Espíritu Santo, conoce, ama y se entrega al Padre, devolviéndole todo cuantode él recibe, excepto su intransferible condición filial. En el Espíritu el Padre dice en la eternidad: «Tú eres mi Hijo» y en el Espíritu el Hijo proclama: «Tú eres mi Padre».

El Espíritu Santo, en consecuencia, es ese «clima de amor» y de don, de comunión y de acogida que reina en la comunidad original de los Tres. «Eternamente el Padre, que es sólo Padre, está abierto al Hijo, en el Espíritu; de idéntica forma el Hijo está abierto con todo su ser al Padre en el Espíritu; y el mismo Espíritu, con todo su ser, está abierto al Padre y al Hijo, con quienes es un común Espíritu».

La santísima Trinidad, por tanto, es la FAMILIA y la COMUNIDAD original, donde hay un «Espíritu de familia», que es el Espíritu Santo, Espíritu de comunión y de amor, de don y de acogida, de entrega y de aceptación.


IV. La Familia de Jesús

Como palabra definitiva del Padre y «plenitud de toda la revelación» (DV 2), Jesús descubre a los hombres el misterio del ser divino como comunión familiar: revela a Dios que es su Padre (Mt 11, 25-26; Lc 10, 11.21-22; Jn 20, 17; etc.) y Padre de todos los hombres (Mt 5-7) y abre a éstos a una comprensión mucho más fecunda del parentesco del ser humano con Dios. El hombre no sólo es su «visir» en la tierra, según una concepción veterotestamentaria, sino que es auténtico hijo suyo y, en consecuencia, hermano de todos los hombres. Las relaciones del hombre con Dios y con sus semejantesadquieren el rango de «familiares» (Ef 2, 19). El teólogo Juan nos muestra la morada de Dios como hogar entrañable (Jn 14, 1-3), del que vino Jesús en calidad de Hijo a poner su morada entre nosotros, al hacerse hombre (Jn 1, 14). El Padre es «su» Casa; pero, desde que se ha hecho hombre como nosotros, es también «la nuestra».

Jesús, nos recuerda Mateo, comienza su misión en Galilea despertando el interés de sus oyentes sobre la paternidad de Dios respecto de los hombres (Mt 5-7) con la consiguiente pertenencia a una única Familia, en la que todos tienen por Padre común a Dios y todos son hermanos, con el ineludible deber de solidaridad. Un momento significativo en el que Jesús apunta a esta nueva Familia que El funda en torno a su persona lo constituye el encuentro con su madre y sus parientes. Estando rodeado de mucha gente, «llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, le envían a llamar... ¡Oye!, tu madre, tus hermanos y hermanas están fuera y te buscan. Él les responde: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?" Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: "Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mc 3, 31-35).

Estas palabras hay que situarlas en su contexto. Jesús acaba de escoger a los suyos (los "doce", Mc 3, 13-19). A continuación «vuelve a casa» v. 20), probablemente la casa de Pedro, en Cafarnaúm, que debió ser la sede normal de Jesús, a la que se fueron uniendo otras personas que querían hacer el camino del Maestro de Galilea y vivir suprograma'. Es en esta ocasión cuando se ve la ruptura de Jesús con la familia carnal, que son los que están fuera (su madre y sus hermanos). Jesús contrapone los que están dentro de la casa, «que estaban sentados en corro a su alrededor» (v. 34), con los que están fuera. Unicamente los primeros (v. 31) son los "suyos", su verdadera familia: «éstos son mi madre y mis hermanos» (v. 35). El verdadero parentesco con Jesús viene por el cumplimiento de la voluntad del Padre (v. 35). Se establece, por tanto, aquí, una clara diferencia entre «los que están con él, en casa» (vv. 14.20) y los que están fuera, aunque sean sus parientes (v. 31). Jesús se encuentra «en casa» (v. 20). «No se trata simplemente de un dato topográfico: estar dentro o estar fuera de esta casa; implica una separación de profundo significado teológico. De hecho, el que está dentro y se sienta en torno a Jesús constituye su nueva y verdadera familia (vv. 34 ss.). La casa es el lugar privilegiado donde los discípulos están con él".

Jesús no recorrerá solo el camino del Reino. Junto a El estarán los suyos. Primogénito de la nueva Familia, vive su amor al Padre y a los hermanos en una solidaridad y donación plena, hasta la muerte en la cruz. Mediante la fuerza del Espíritu, eso sí, abre «a sus hermanos» la posibilidad de vivir una vida semejante a la suya en unas relaciones de solidaridad y de entrega, al Padre y a los hombres, hasta el extremo de dar la vida por ellos, si llega el caso.

Los vínculos que unen a los seguidores de Jesús son la común filiación divina y, erí consecuencia, la fraternidad universal. Aquí, por tanto, no cuenta la carne, ni la sangre, sino el cumplimiento de la voluntad del Padre. El reino de Dios estará constituido por un grupo de personas, cuyo espíritu de servicio y comunión lo convertirá en un cuerpo social dotado de todo el valor y calidad de una familia. La primitiva Iglesia surgió, como Familia del Padre, mediante la muerte y resurrección de Cristo y por la acción del Espíritu.


V. La comunidad de Jerusalén

Nos situamos ahora ante la comunidad de Jesús, que ha surgido de la Pascua mediante la acción del Espíritu del Resucitado. Encontramos tres relatos en el libro de los Hechos (2, 42-46; 4, 32-35; 5, 11-16) en los que se narra la vida original, sorprendente y desconcertante de aquella comunidad que Jesús fundó y que, después de la Pascua, se reúne para expresar su fe en Jesús y el camino que él siguió. «Los sumarios tienen una función de generalizar y tipificar»''.

1. LA KOINONIA EN LA COMUNIDAD DE JERUSALÉN. El término koinonía, traducido en He por «comunidad de vida» no pertenece al vocabulario de Lucas; aparece una sola vez en este libro. Se trata de «un término del lenguaje paulino y de la tradición anterior a Pablo. Algo hemos dicho más arriba [III, 1]. Aquí nos ocupamos del término como clave de interpretación de la vida de familia de la comunidad primitiva. Koinonía es el término que sintetiza y expresa la existencia de la comunidad primitiva como comunión con Cristo, muerto y resucitado, y, por Él,con el Padre y con los hermanos, mediante la acción del Espíritu Santo. Los seguidores de Jesús «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonía), a la fracción del pan y a las oraciones» (He 2, 42).

a) Comunión de bienes. El término «koinonía» implica, en primer lugar, una auténtica comunión de vida y de bienes: «todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (2, 44) y «nadie llamaba suyos a los bienes», sino que todo lo tenían «en común» (4, 32). En estos textos se constata una actitud peculiar que viven aquellos hermanos que han surgido de la Pascua: cuanto posee cada uno lo pone al servicio de los demás, de suerte que los bienes «personales» se hacen «comunes» por una libre disposición de la persona, la cual está motivada a realizar este gesto por la entrega que Jesús hizo de todo su ser hasta el sacrificio máximo de su preciosa existencia en la cruz. Y se comprueba un hecho: «Vendían sus bienes y sus posesiones y repartían el precio entre todos, según las necesidades de cada uno» (4, 45). Este hecho encuentra su verificación en 4, 34-35: «No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta y lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según sus necesidades».

Para los lectores de Lucas, el comportamiento de la comunidad primitiva tiene, en parte, una correspondencia en la mentalidad helénica, en la que la comunidad de bienes se inspira en la amistad. Lucas pone de relieve cómo en las primeras comunidades cristianas se hacía realidad un ideal que les era familiar. «En esta perspectiva la koinonía de la que hablan los Hechos es contemplada, ante todo, bajo el aspecto de una comunión de bienes». Donde existe una verdadera amistad, rezaba un aforismo griego, necesariamente se han de poner los propios bienes al servicio del amigo en necesidad.

En el caso de la comunidad de Jerusalén hay, sin embargo, una diferencia cualitativa en relación con la koinonía helénica. Entre los cristianos se trata de creyentes en Jesús. Cosa que advierte Lucas en tres ocasiones (He 2, 44; 4, 32; 5, 14). El poner los bienes en común no se basa en una simple amistad, cuanto en el comportamiento de su Padre Dios «que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros» (Rom 8, 32), en la acción de Jesús, su Hermano y Señor que amó a los hombres hasta el extremo de entregarse por ellos renunciando a la gloria que le era debida por su condición de Dios (cf. Ef 5, 2; Flp 2, 6-8; Heb 12, 2) y en la obra del Espíritu Santo, que impulsó y animó la entrega del Padre y del Hijo a los hombres (1 Cor 2, 10; Lc 4, 1.14; Heb 9, 14). La puesta en común de sus bienes se basa en la conciencia de saberse miembros de una misma familia, la Familia de Jesús, con un Padre común, Dios, y un Hermano mayor, Jesucristo, que nos ha hermanado a todos en sí mismo por la acción del mismo Espíritu que une a Padre e Hijo.

b) Comunión de almas y corazones. Con la expresión «un solo corazón y una sola alma» Lucas quiere poner de relieve una realidad, que sería imposible desde una pura sociología, y muy difícil en Israel, pese a ser el Pueblo de Dios; pero que era un hecho concretoen la comunidad de Jesús, compuesta por judíos y griegos, romanos y árabes, hombres y mujeres, niños y ancianos (cf. He 2, 6-10.41). Lucas no se fija tanto en la diferencia entre «alma» y «corazón»; quiere, eso sí, hacer ver que se da una diferencia cualitativa entre la unión de las almas en el mundo helénico y la unión de alma y corazón en la comunidad cristiana. Personas de distinta edad, de formación diversa, con temperamentos distintos y actividades opuestas incluso, viven un amor tan profundo que todos se experimentan «uno», unidos en comunión de vida con Dios Padre, de quien todos son hijos, con Dios Hijo humanado, de quien son sus hermanos, y con el Espíritu Santo, que es el Espíritu de la unión. Esta comunión de almas y corazones, que les hace sentirse «uno» tiene su raíz en ese centro de atracción y cohesión que es Cristo y, en él, el Padre y el Espíritu Santo, que moran en la comunidad.

La comunidad de bienes es una simple consecuencia de la profunda comunión en el Espíritu. Lucas propone a las demás comunidades la experiencia de la comunidad de Jerusalén, en la que, dentro de la diversidad, se vive la comunión más plena y más dificil, cual es la de los corazones y de las almas.

2. LA «FRACCIÓN DEL PAN»: a) En la comunidad de Jerusalén. La comunión que vive la comunidad de Jerusalén tiene su fuente y su verificación en la «fracción del pan» (He 2, 42). Literalmente se refiere «al gesto que hacía el cabeza de familia mientras pronunciaba la bendición de la mesa al principio de la comida (Mc 6, 41 par; 8, 6 s. par; Lc 24, 30)». Para el grupo de los discípulos el gesto, que fue asumido como un signo típico de la comunidad de Jesús (He 2, 42; 20, 7; Lc 24, 35), tuvo desde su origen un significado específico, que lo distinguía de toda otra comida corriente. El comportamiento de Jesús en la última Cena se consideró por sus discípulos «como una autorización expresa y la más fundamental, para seguir haciendo realidad presente la comunidad de mesa con Jesús, hasta su segunda venida en la parusía (Mc 14, 25; 1 Cor 11, 26). En todo caso, la Cena del Señor fue el origen del desarrollo ulterior de una liturgia típicamente cristiana, independiente del culto judío». A través de aquel gesto y mediante la manducación del cuerpo y de la sangre de Cristo, los apóstoles habían entrado en comunión con Cristo, cuyo misterio participaban a un nivel personal; pero al mismo tiempo quedaban marcados por el gesto de Jesús y comprometidos a repetir y realizar el mismo gesto de repartirse. A la Cena del Señor quedó asociada para siempre la acción de «compartir».

La participación en el banquete de Cristo introduce al cristiano en la comunión con todo el misterio de Cristo y, con él, por la fuerza del Espíritu, con el Padre. Y la comunión con el cuerpo de Cristo introduce al creyente, a su vez, en la comunión de los hombres, a los que descubrimos, dentro de sus limitaciones y pecados, como auténticos hermanos con los que compartimos «la mesa del cuerpo de Cristo», que prepara el Padre para todos sus hijos a través de Cristo como mediador y «la mesa de los bienes de este mundo» que ha preparado el mismo Padre para todos y delos que el hombre, igualmente, es mediador a través de su vida y de sus bienes compartidos.

b) En las comunidades paulinas. Para Pablo la participación en la «Cena del Señor» (1 Cor 11, 23-26) es «comunión con la sangre y con el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10, 16). El término koinonía que utiliza también Pablo expresa una relación vital entre personas; tiene un significado complejo y evoca una pluralidad de relaciones, a partir de la única relación que se establece en el sacramento eucarístico entre la persona de Cristo y la persona del creyente. «La koinonía en la sangre y (paralelamente) en el cuerpo de Cristo, denota, por lo tanto la comunión, es decir la comunicación de la vida donada por el Señor a nosotros y nuestra participación en el único sacrificio de la cruz; pero, al mismo tiempo, connota la nueva comunión, que a través de la Cena se establece y se renueva entre Dios y la humanidad; es el signo visible de la comunidad cristiana, más y más unida por la particular y exclusiva relación a su Señor, muerto y resucitado, presente en el signo sacramental».

La comunión en el cuerpo de Cristo tiene su verificación en el cuerpo de la Iglesia. El Apóstol quiere que sus cristianos, que son «el cuerpo de Cristo» en línea vertical y «el cuerpo de Cristo» en línea horizontal, vivan unas relaciones de solidaridad y de comunión fraterna, en las que se comparta y condivida, como lo hace Jesús en la eucaristía con sus seguidores, la propia persona y todos los bienes que se poseen en el cuerpo de la Iglesia. La eucaristía brinda a Pablo una ocasión de oro.

Conoce las necesidades de las comunidades cristianas, tanto de origen judío, como de origen helénico`. Por eso, apela a la solidaridad mediante colectas que se han hecho en favor de la iglesia de Jerusalén (2 Cor 8-9; Gál 2, 10; He 24, 17) «desde el comienzo al final el "proyecto-colecta" es para Pablo un signo concreto de solidaridad para expresar la comunión profunda de los cristianos, convertidos del paganismo con los judeocristianos de Jerusalén»".

La colecta, sin embargo, es siempre «signo» de una realidad más profunda: la koinonía del hombre con Dios Padre, en Cristo y por Cristo, y, desde Cristo, con los hermanos, en el Espíritu común. «Koinonía, por tanto, no puede indicar sencillmente "la contribución" material de la colecta y ni siquiera el aspecto más interior de "generosidad" y "altruismo" o "un vago sentimiento de filantropía" que animaría el don. La koinonía denota la relación profunda y vital que une indisolublemente la comunidad de Corinto... con los cristianos de Jerusalén y con todos los creyentes de todo tiempo y lugar, dado que todos, en cuanto tales, han adquirido de Dios gratuitamente el don de la "comunión". El don material es sólo el signo externo y la manifestación visible de esta activa y dinámica relación, de la que brota por una intrínseca sobreabundancia...» 26.


VI. Padres y
teólogos

1. ENSEÑANZA DE LOS PADRES. A los Padres les preocupó la coherencia de los cristianos con su condición de Familia de Dios, tal y como la vivió la comunidad primitiva. Los comentarios patrísticos presentan la vida de la comunidad de Jerusalén como un ideal al que se debe aspirar, reconociendo, eso sí, que los hechos no responden en la mayoría de los casos al ideal evangélico. Por eso, comentan el comportamiento de la' comunidad de Jerusalén como una instancia crítica para los abusos que detectan en sus comunidades. «Dios creó el género humano para la comunión o comunicación de unos con otros, como que Él empezó a repartir de lo suyo y a todos los hombres suministró su Logos común y todo lo hizo por todos. Luego es común y no pretendan los ricos tener más que los demás:...no es humano ni propio de la comunión de bienes».

Esta dimensión teológico trinitaria de la comunidad cristiana está puesta de relieve con fuerza en la casi totalidad de los Padres, que contemplan a la Iglesia como el «pleroma» de Dios, como extensión y manifestación en el tiempo de comunidad original, que es la SS. Trinidad. En esta línea se expresan machaconamente:

«Donde están los Tres, a saber: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia, que es el Cuerpo de los Tres». La Iglesia, para san Cipriano, es «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». «El mismo don del Espíritu —dice san Fulgencio— hace a la Iglesia Cuerpo de Cristo (por el sacrificio eucarístico) y la unifica, siendo Espíritu del Padre y del Hijo, unidad, igualdad y amor de la Trinidad. De la multitud de los que creen en Dios hace un solo corazón y una sola alma, pues es el Espíritu común del Padre y del Hijo y con el Padre y el Hijo es un solo Dios». San Agustín, por su parte, reconoce que el ejercicio de la caridad y el servicio es la visualización y verificación de la comunión trinitaria: «Ves la Trinidad, si ves la caridad».

Hay que reconocer, sin embargo, que a partir del s. IV se eclipsa en buena medida la vivencia de la dimensión comunitaria de la fe en aras de una visión más individualista e intimista que, ante la dificultad de vivirla en comunidad, trata de encontrarla en la «fuga mundi». Se privilegia la concepción de la persona individual como imagen de Dios, mientras que se eclipsa la visión de la comunidad como icono del Dios trino, tal y como aparece en He 2.

2. LA VIDA MONÁSTICA. La vida monástica supuso el mejor logro de la «koinonía» evangélica tal y como la vivió la comunidad de Jerusalén. Para los monjes la vida monástica es esencialmente comunitaria. En ella el monje trata de imitar la vida de comunión que vivía la comunidad de Jerusalén. El monje participa con sus hermanos en la alabanza divina, en la comunión de vida y en la misión de la Iglesia. A través de su vida comunitaria, que se construye en torno a la eucaristía, los monjes significan la vida de comunión de las divinas personas y la expresan en la comunión fraterna al servicio de la Iglesia. A través de su vida comunitaria, los monjes visualizan y verifican el misterio comunional de la Trinidad santa.

3. REFLEXIÓN TEOLÓGICA. Por lo que hace a una reflexión teológica, a partir de Gregorio Nacianceno en Oriente y Ricardo de san Víctor en el Occidente medieval, «se comenzó a bucear en una dirección complementaria con la primera. Estos teólogos han profundizado en una referencia en línea trinitaria, no sólo en lo que respecta a la persona individual como imagen de Dios, cuanto en lo que respecta a la interpersonalidad eclesial»

Ricardo de san Víctor, en concreto, arranca del misterio de Dios como amor (1 Jn 4, 8.16). Si Dios es amor —argumenta Ricardo— es una vida compartida, que reclama otras personas a las que hacer partícipes de su vida y felicidad. Por eso, el Padre tiene un Hijo con quien se encuentra y le dice: «Tú eres mi Hijo»; y, a su vez, este Hijo, en su encuentro con el Padre, responde: «Tú eres mi Padre». Encuentro de gozo y felicidad en el que hacen partícipe a un tercero, que surge como fruto de la donación de ambos. El amor del Padre y del Hijo no sería pleno, si no compartieran con el Espíritu Santo todo lo que son y poseen. Todo es común entre los Tres; se donan mutuamente en una oblación de amor. Los tres son distintos, pero están abiertos para darse en gratuidad y para poseerse en plenitud. Es la dialéctica del amor, en la que las tres personas divinas se constituyen dándose y acogiéndose, siempre, eso sí, en ese clima de amor, que les permite vivir el gozo de ser personas con su absoluta individualidad y originalidad, y de experimentar la entrega en una acogida mutua: ser varios y distintos en la unidad del único ser divino. En esta forma de explicar el misterio adorable de la Santísima Trinidad, Ricardo pone de manifiesto la concepción neoplatónica del ser como algo dinámico, que se constituyepor su propio dinamismo expansivo, y Ricardo lo explica desde el amor como agape.

La dimensión comunional del amor tal y como la expresa Ricardo de san Víctor fue asumida por san Juan de Mata, Fundador de la Orden de la Santísima Trinidad, no como una bella teoría teológica, sino en orden a una vivencia práctica e institucionalizada. Juan de Mata vierte en su Regla toda la dimensión bíblica y teológica del amor. Todos los religiosos viven en la «Casa de la Trinidad» (n.l), con todo lo que implica de «hogar cálido», «vida compartida», «diálogo», «acogida» y «entrega». Casa de la que forman parte, además de los religiosos, los pobres, enfermos y cautivos, con los que se comparte todo lo que son y poseen. Por eso, en la Casa todos son «hermanos», y el animador no ostenta otro título honorífico que el de «servidor». Los hermanos se sientan todos a la misma mesa (n. 15); se reúnen cada domingo para tratar en comunidad todos los asuntos de la casa (n. 20) y practican la corrección fraterna (n. 23). Todo, en torno a la iglesia-templo, consagrada a la Santísima Trinidad, que ocupa el centro de la vida de la comunidad, en donde se celebra la eucaristía como memoria y actualización de la solidaridad de las tres personas divinas con el hombre y paradigma de la comunión de los Hemanos, entre sí, y con los hombres, sobre todo, los cautivos y los pobres (n. 3).

4. SANTO TOMÁS DE AQUINO. El Angélico, desde una preocupación más "teológica» que «económica», descubre que Dios es un misterio de relaciones interpersonales donde se da una pluralidad de referencias, que constituyen a las personas divinas en su originalidad e inalienable peculiaridad. Santo Tomás reconoce que las personas divinas se constituyen por su apertura a las otras: «la relación no significa más que referencia a otro» («ad alium»}. Desde el concepto de relación, Tomás de Aquino llega a las mismas conclusiones —no podía ser de otro modo— que la Escritura y la Tradición: el Padre es pura referencia al Hijo y al Espíritu Santo, un estar vuelto hacia ellos y un estar comunicándoles todo su ser infinito en absoluta gratuidad, al Hijo por generación, y al Espíritu Santo por vía de amor. El Hijo, a su vez, es llana y simplemente apertura y donación total al Padre, a quien le devuelve todo cuanto de él recibe, en donación de Amor, que es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el «clima» de amor en el que se realiza esta mutua donación. Esta mutua compenetración llevó al Angélico a acuñar un término que se ha hecho clásico en la teología: «circuminsesión», que es la mutua compenetración de cada una de las divinas personas en las otras por mutua donación. En términos bíblicos la denominaríamos «comunión».

5. LA TEOLOGÍA ACTUAL. A partir de K. Rahner con su «Grundaxiom»: «La Trinidad en sí es la Trinidad para nosotros y viceversa», la gran mayoría de los teólogos actuales sitúa el misterio adorable de la Santísima Trinidad en una dimensión histórico salvífica. Por citar uno de especial significado en el campo que nos ocupa, evoco a J. Moltmann. Este insigne teólogo reformado, partiendo del acontecimiento de Jesús de Nazaret, trata de desarrollar «una doctrina histórica de la Trinidad»: «La historia de Jesús sólo puede concebirse como historia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (p. 30). Por eso, Moltmann, frente a la tradición occidental que primó la unidad de Dios, arranca de la comunidad original como «pluralidad personal» en la comunión del único ser divino. «Frente a la Trinidad de sustancia y a la Trinidad de sujeto, nosotros intentaremos desarrollar una doctrina social de la Trinidad. La Biblia es para nosotros el testimonio de la historia de las relaciones comunitarias de la Trinidad en su revelación al hombre y al mundo. Esta hermenéutica trinitaria lleva a un estilo de pensar basado en las relaciones y en el elemento comunitario, y deja de lado el pensamiento subjetivo, que sólo puede trabajar disociando y aislando objetos. El pensamiento relacional y comunitario procederá... partiendo de la doctrina trinitaria, y se aplicará a las relaciones del hombre con Dios, con los otros, con la humanidad y con toda la creación».


VII. El Magisterio actual de la Iglesia

Para encontrar una doctrina precisa sobre la comunión hay que recurrir al Concilio Vaticano II. El cambio de una eclesiología prevalentemente societaria y jerárquica a otra de comunión, ha traído como consecuencia la comprensión de la Iglesia en su dimensión teándrica y, por eso mismo, comunitaria. Este cambio de clave acontece por la recuperación de una visión de la Iglesia en su entronque con la Santísima Trinidad. Ya en las sugerencias que se hicieron a la Comisión Antepreparatoria pedían no pocos obispos que se vinculara a la Iglesia con la Santísima Trinidad: «Cristo asentó toda la doctrina acerca de su futura Iglesia con la familia divina de la Santísima Trinidad, a la que se dignó llamar a todos los hombres».

El Concilio, a la verdad, tuvo esta perspectiva desde el comienzo. De hecho, la LG asienta la doctrina de la Iglesia sobre el fundamento inconmovible de la comunidad original de la Santísima Trinidad. Asumiendo la frase de san Cipriano, que hemos citado más arriba [VI, 1] describe a la Iglesia como «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (LG 4, 2). El Concilio reconoce que la Iglesia es un «misterio» que participa el ser mismo de la comunidad original, cuya vida debe manifestar como comunión de personas distintas en la unidad del ser y del amor.

Más claramente aún expresa esta doctrina la GS. En el esquema «De Ecclesia in mundo huius temporis» había un punto de singular transcendencia para nuestro propósito: «En estas cosas (las relaciones entre los cristianos) la fe cristiana nos ofrece una perspectiva del todo nueva, inaccesible a la razón. Nos enseña, en efecto, que Dios que es uno, subsiste en tres personas, cada una de las cuales vive de tal manera para las otras, que queda constituida por la misma relación. La persona humana, por tanto, dado que ha sido creada a imagen de Dios uno y trino ¿cómo no ha de llevar impreso en sí su signo? El hombre es la única criatura que Dios ha querido por sí misma, también está referido a los otros, de suerte que únicamente dándose, se puede descubrir a sí mismo».

La formulación un tanto abstracta del esquema cristalizó, al fin, en el siguiente texto conciliar, más comprensible, si bien con el mismo contenido: «El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno como nosotros somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 25, 2).

Pablo VI, intérprete destacado de la doctrina conciliar, en su encíclica programática Ecclesiam suam, nos presenta a la Santísima Trinidad como un misterio de diálogo: «Dios es diálogo». El Papa Montini pone el acento en la vida de comunión de las divinas personas en su vida interna y en su relación con los hombres como paradigma de lo que debe ser la vida de la Iglesia en su realización.

Este tema lo ha desarrollado más ampliamente Juan Pablo II, sobre todo en su «Trilogía trinitaria» (encíclicas Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivificantem). En estos tres fecundos documentos Juan Pablo II propone el camino de la Santísima Trinidad en su acercamiento al hombre como programa para la Iglesia en su relación interna y externa o de cara al mundo. Es, sin embargo, en la Sollicitudo rei socialis donde Juan Pablo II entra en un estudio más teológico de la solidaridad de la Iglesia con el mundo, buscando en la comunión que reina en la comunidad trinitaria la fundamentación teológica de lo que debe ser toda solidaridad dentro de la Iglesia. Sobre la base de la dignidad común del hombre como imagen de Dios, individual y socialmente, Juan Pablo II advierte que el reconocimiento «de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, "hijos en el Hijo", de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales... se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra "comunión". Esta comunión, específicamente cristiana... es el alma de la vocación de la Iglesia a ser "sacramento", en el sentido ya indicado»

Refiriéndolo a la comunidad conyugal, Juan Pablo II, en la Carta apostólica Mulieris dignitatem, reconoce que Gén 1, 26-27 y 2, 18-25, tiene un contenido comunional: «El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios, no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como "unidad de los dos" en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina... En la "unidad entre los dos" el hombre y la mujer son llamados desde su origen, no sólo a existir "uno al lado del otro" o simplemente "juntos", sino que son llamados también a existir recíprocamente "el uno para el otro"»". Todavía más; y abriendo el horizonte a una comprensión eclesial del texto, Juan Pablo II reconoce que «por humanidad se ha de entender la comunión interpersonal» (Ibid.).


VIII. Conclusión: líneas pastorales

El hombre es icono de Dios Trinidad. La oración de Jesús al Padre en favor de una comunión entre los suyos semejante a la que media entre las divinas personas (Jn 17, 21-23) está presuponiendo un modo de ser igualmente semejante. La gloria que Jesús comunica a los suyos es «la presencia y la vida del Padre en el Hijo, es decir, la misma relación que media entre ambos, de suerte que la unión del Padre y del Hijo no es solamente el modelo o el principio de unión, sino su constitutivo esencial»45

1. El misterio trinitario se nos manifiesta en una pluralidad de personas distintas, como es ser Padre, ser Hijo y ser Espíritu Santo. Tal distinción, sin embargo, es condición esencial para el encuentro.

2. Otra condición igualmente esencial e indispensable en el encuentro es que el Padre y el Hijo estén abiertos en actitud de total entrega y de plena acogida mutuas. El Hijo se constituye como Hijo en la medida en que viveabierto al Padre, recibiendo de él todó su ser y entregándole, a su vez, cuanto es él. El Padre es y se constituye como Padre en la medida en que se abre al Hijo, en donación gratuita de su ser y acogiendo el don que de sí mismo le hace, en gratuidad, el Hijo. Y ambos viven el gozo del «don» y de la «acogida» mutuos en ese «clima» de amor que es el Espíritu Santo.

3. La vida de la Familia trinitaria se constituye por una comunión de relaciones interpersonales: tres personas distintas, cada una con su «peculiar ridad» personal que, sin confundirse ni diluirse en la comunidad trinitaria, son respectivamente, desde, con y para las otras. Cada una de las divinas personal necesita de las otras, como distintas, para ser «ella». El ser y la vida en el seno adorable de la Santísima Trinidad es una comunión de la que cada una es y posee; una perikhoresis o circuminsesión, por asumir los dos términos clásicos de la patrística y de la escolástica. Por eso, todas tres personas están abiertas para darse y abiertas para recibir. En la Santísima Trinidad se realiza el ideal del amor: ser varios y distintos y a la vez ser uno en comunión de amor (koinonía). En la comunidad trinitaria nada es «mío» o «tuyo», sino todo es «nuestro». Padre, Hijo y Espíritu Santo son un «nosotros» en comunión.

4. Cuando el Concilio propone a la Santísima Trinidad como ejemplar para la comunidad humana, quiere que los hombres vivan una comunión semejante a la que viven los Tres. Puesto que todos los hombres constituyen una única familia y son un mismo cuerpo; es una exigencia de su ser-muchos-en-unidad y unidad-en-la-pluralidad, que haya entre todos una puesta en común de todos sus bienes, naturales y sobrenaturales, una circulación o perikhoresis semejante a la que viven las divinas personas, de suerte que se realice cada uno en el don mutuo al otro y a los otros, y que todos contribuyan con la propia entrega a realizar a los demás, para que todos sean uno en la pluralidad, en un «nosotros» como lo son los Tres; ni haya nada «mío» o «tuyo», sino que todo sea «nuestro».

5. Esta forma de entender y vivir la dimensión personal y comunitaria del ser humano y del creyente en Jesús es la base para la edificación de la Iglesia y la comunidad humana. Se funda sobre la persona como ser abierto a la comunión y sobre el «creyente en Jesús», como miembro de la Familia de Dios. De esta base debe surgir en el hombre y en el creyente un «estilo de vida», que le lleve a aceptar, respetar, comprender, ayudar y promocionar al «otro» para que sea «él» y «distinto de mí»; pues sin el «otro» en cuanto tal, tampoco «yo» podría ser «yo» con mi individualidad concreta.

6. Desde una visión cristiana de la persona el comportamiento interpersonal implica la aceptación del otro como «hijo de Dios», «concorpóreo» de Cristo en línea vertical y de todos los hombres en línea horizontal, animados por el mismo Espíritu de Familia, que ha constituido a todos uno en Cristo y los ha hecho también distintos.

7. El Espíritu Santo que es el «amor» y la fecundidad hace que Padre e Hijo se unan para constituir un «nosotros» comunitario que es el único Ser divino. La visión cristiana de la persona requiere una óptica del ser abiertoque estimula a la comunión, al diálogo, a la unidad, a la participación de todo por todos y a una respetuosa aceptación de la pluralidad y complementariedad de los carismas con que el Espíritu Santo enriquece a la comunidad. Exige una vida cristiana inspirada en la caridad y fundamentada teológicamente en el misterio adorable de la Santísima Trinidad y en el misterio de Cristo y de la Iglesia, sacramentalmente presentes en la eucaristía, como centro, fuente y culmen de toda vida en comunión.

Queden aquí los principios bíblico teológicos de una insospechada fecundidad. Las implicaciones pastorales de esta doctrina son incalculables en la vida de los hombres, a nivel eclesial, familiar y social. Las relaciones entre los diversos estamentos de la comunidad cristiana deben encontrar su inspiración, aliento y estímulo en la comunidad original, que es la Santísima Trinidad, de la que los hombres son su icono, signo, manifestación visible y verificación concreta.

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Nereo Silanes