ANSELMO, SAN
DC


SUMARIO: I. Conocimiento de Dios, prueba ontológica.—II. Sistematización trinitaria.


I. Conocimiento de Dios, prueba ontológica

Anselmo de Canterbury (1033-1104), entre la patrística y la escolástica, pasará a la historia por su particular prueba demostrativa de la existencia de Dios.

Pero ¿se trata de una prueba en el sentido estricto del término? «¿estamos ante un filósofo que especula sobre teodicea, utilizando la fe como piedra de toque, señal de control únicamente, o ante un teólogo que en la fe comenta la palabra de Dios intentando comprenderla y con la ayuda de la razón organizarla sistemáticamente, o ante un místico que nos entrega un trozo de vida, la traducción en conceptos y esquemas de su experiencia de lo divino, o ante un apologeta, que prescindiendo de la fe (qua creditur) quiere demostrar al no creyente, pagano o judío, la racionalidad de su aceptación y la irracionalidad de quien impugna dicha fe (quae creditur) o quizá ante un extraño tipo, que en una unidad superior integraría todos esos aspectos y que a falta de otros nombres designaríamos como un gnóstico cristiano?»

La respuesta se encuentra en la Vida de San Anselmo de su biógrafo Eadmero, donde se lee: «Tanta fe tenía en las Sagradas Escrituras, que creía firmemente que no se encontraría nada en ellas que se saliese de la verdad, por lo cual se esforzaba en rasgar con la razón el velo que las hace oscuras». La fe se erige, pues, en instancia suprema, desde la cual cobra sentido la racional demostración apodíctica; quien no cree se mueve en la total irracionalidad, pero quien cree y además comprende demostrativamente posee una evidencia de la que no podría dudar ni aun queriendo. Ésta es la tónica anselmiana: «Gracias, pues, te sean dadas, oh Señor, porque lo que he creído al principio por el don que me has conferido lo comprendo ahora por la luz con que iluminas, y aun cuando quisiera creer que no existes, no podría concebirlo».

El Proslogion empieza recordando la condición de Adán después del pecado, y su consiguiente debilitación —cual naturaleza caída— para demostrar la existencia de Dios. Pero si el Señor se digna iluminarle a él, Anselmo, al menos se podrá entender con la razón algo respecto del Dios de la fe y comprobar la intrínseca racionalidad de una verdad que la fe previamente nos enseña y que de ningún modo podría entenderse si faltara esa creencia anterior.

Vienen luego tres capítulos que argumentan directamente. El autor (II) define a Dios como aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, lo cual entiende hasta el necio, y si lo entiende es porque expresa una realidad, precisamente la de aquel ser supremo al que no puede faltar ninguna perfección y por ende incluye la existencia.

Y esto basta también para probar (III) que la existencia de dicho ser ni siquiera es impensable, porque tal posibilidad entrañaría una inferioridad impropia de la suma realidad. De modo que si el necio se obstina en negar la existencia de Dios ello se debe a su necia condición.

Por otra parte (IV) es posible entender cómo piensa el necio su negación: no entiende la existencia de Dios (ello sería imposible), sino que piensa únicamente la palabra que la significa.

Pues bien, ya puede Anselmo agradecer a Dios: lo que antes Anselmo creía ahora lo entiende; y si acaso dejara de creer, podría seguir entendiendo. Los restantes capítulos, hasta XXVI, no nos incumben tan directamente ahora. El esquema epistemológico relativo a la existencia de Dios es el siguiente:

  1. Tenemos la idea de un ser mayor que el cual nada puede pensarse.

  2. Tal idea también la posee el insapiente, pues me oye y entiende cuando digo que Dios es el ser mayor que el cual nada puede pensarse, aunque no comprenda que eso existe.

  3. Una cosa es existir en la mente y otra existir en la realidad, pero existir en la mente y en la realidad es mayor que existir sólo en la mente. Aquello cuyo mayor no cabe pensar existe en la mente y en la realidad, pues si sólo en la mente, podría pensarse otro también en la realidad, que sería mayor. Si, pues, aquel ser mayor que el cual nada puede pensarse sólo existe en la mente mientras podemos pensar en otro existente también en la realidad, resultaría que ese ser cuyo mayor no cabe pensar sería aquel cuyo mayor puede pensarse, lo cual es absurdo.

  4. Existe, pues, indubitablemente no sólo en el intelecto, sino también en la realidad un ser tal cuyo mayor no cabe pensar, al que llamamos Dios.

Al argumento pronto le salió un objetor, Gaunilo, monje benedictino correligionario, en defensa del necio en su Liber pro insipiente. Gaunilo afirma que el concepto anselmiano de ser supremo no se ofrece a nuestra conciencia con los caracteres de una representación verdadera para el entendimiento, sino del mismo modo que todas las cosas falsas o dudosas presentes al pensamiento. Además, de todos los conceptos el de Dios es el único que no cabe relacionar con cosa alguna conocida, pues nada se asemeja a Dios. Habría, pues, que rechazar el salto de la existencia en el pensamiento a la existencia en la realidad, de modo que para restituir al concepto su fuerza probativa habría que mostrar primero que existe un ser mayor que el cual nada cabe pensar. Gaunilo ilustra su crítica remitiendo a unas Islas Afortunadas pensables pero no existentes en la experiencia. Otro tanto debería decirse si del concepto de suma naturaleza pretendiera deducirse la imposibilidad de negar con el pensamiento la existencia de esa misma naturaleza: si el pensamiento puede negar la existencia de una cosa certera (como el yo, por ejemplo), también podría negarla respecto del ser máximo, pero si no lo puede, tampoco lo podría de las cosas existentes de verdad, y no únicamente del ser máximamente tal.

Resumiendo las objeciones: De la existencia en la mente no cabe inferir la existencia en la realidad, pues una cosa es el orden del pensar y otra el del ser. Entendemos el sentido del id quo maius cogitari nequit, pero no vemos que de él se desprenda necesariamente la existencia. Para fulminar ambas objeciones habría que probar que ese mayor que el cual nada cabe pensar goza de un privilegio del que carece cualquier otra idea.

La contrarréplica de san Anselmo no se hace esperar:

  1. Lo que se entiende está en el entendimiento, y cuando se trata del ser máximamente pensable ha de existir también en la realidad, pues de lo contrario faltaríale aún una perfección, nada menos que la de la existencia.

  2. Por no haberlo entendido así, Gaunilo se enreda con la Isla Afortunada al equipararla con el ser increado infinito, sólo el cual encierra en su idea la prueba de su existencia; por ende, si uno piensa que no existe, no piensa en Dios sino en una idea que no le corresponde.

  3. La imposibilidad de negar la existencia de la suma naturaleza es propia del pensamiento, no del entendimiento, pues éste está incapacitado para negar la existencia de todas las cosas reales, y no sólo de Dios; en cambio el pensamiento puede hacerlo, o al menos fingirlo, respecto a las realidades no eternas, pero no del ser supremo, única excepción.


II. Sistematización trinitaria

Así las cosas, la existencia de Dios, la existencia de tres personas en Dios, la necesidad de la encarnación del Hijo, pueden ser apodícticamente demostradas según Anselmo no sólo a cristianos, sino a judíos y paganos.

Anselmo trató de mostrar con razones necesarias:

  1. Que Dios no puede no ser pensado y, por tanto, no puede ser inexistente (Proslogio).

  2. Que en Dios no pueden no ser (es decir, que tienen que ser) tres personas (Monologio).

  3. Que la redención no pudo ser de otra forma que la que históricamente ha sido (Cur Deus horno).

El proceso para llegar de la unidad a la Trinidad, de la esencia a las personas, va a ser un análisis de la locutio divina: un decir Dios las cosas ante sí y consigo mismo. Las criaturas, en efecto, existen en Dios antes de existir en sí mismas, y una vez que existen en sí mismas siguen conservando su mejor ser en Dios. Antes de venir, por tanto, a la existencia preexistían en Dios, noen la opacidad material de su ser material finito, sino de una manera noble como exemplum, forma, similitudo o regula rei faciendae. No se trata de un mero decir su nombre simbólico, de un representar imaginativo de su figura, sino de un decir que constituye el ser mismo de las criaturas.

La locutio es el existir y consistir de las cosas en Dios. Tal locución divina crea el ser de las cosas. Dios las dijo y al decirlas fueron creadas. El decirlas divino ante sí es el fundamento necesario para su conocimiento; hablar y entender, producir un verbum y conocer es la misma realidad de Dios.

Mas, ¿cómo pasar de esa locutio con que Dios dice las criaturas al Verbo con que se dice a sí mismo? Las criaturas pudieran no existir de no haber sido dichas, su existencia no es absolutamente necesaria.

¿Habría que concluir entonces que de no haber sido nada dicho y por ende creado, entonces el Verbo seguiría siendo una esencia eterna pero no sería Verbo? La respuesta de san Anselmo es: seguiría siendo Verbo, porque este espíritu supremo como eterno, se recuerda y se comprende eternamente a sí mismo, y porque se comprende eternamente y se habla eternamente a sí, su Verbo está eternamente con El. Hay, en consecuencia, un Verbo en Dios independientemente de las criaturas; aun independientemente de éstas, Dios pronuncia su Verbo eterno que, desde toda la eternidad, está en su seno como purísima expresión de sí mismo, porque desde toda la eternidad es purísima inteligencia, es decir, desde toda la eternidad existe en cuanto Dios.

Este Verbum (el Hijo) es la expresión cumplida del Padre, de su Ser por vía de conocimiento. El es su Palabra, la única palabra en la eternidad que contiene en sí todas las demás palabras posibles.

San Anselmo, que dedicará veinte capítulos a la elucidación del Verbo, ahora, para la del Espíritu Santo, apenas escribe más de veinte líneas, pues la argumentación es la misma de antes: el amor como perfección transcendental, no sólo en cuanto acto, sino en cuanto expresión objetivante del acto: esa comunidad del Padre y del Hijo no encuentra mejor contemplación que la del sentimiento mutuo de su amor. Sería pues absurdo negar que el Espíritu Supremo, Santo, se ama, así como se acuerda de sí mismo y se comprende.

Esta procesión de amor tendrá los mismos caracteres que para el Verbum: unidad, consustancialidad, etc. Es un Amor que no procede sólo del Padre, sino del Padre y del Hijo, porque sin memoria de sí e inteligencia de sí no es posible ese Amor de sí. Luego sin Memoria (Padre), sin Inteligencia (Hijo), no sería posible el Amor del Espíritu Santo.

Dios, en suma, es con evidencia uno en esencia y trino en personas. Aun así dice san Anselmo: me parece a mí que esta conclusión sublime y misteriosa supera el alcance de la inteligencia humana, y por eso creo conveniente detener el esfuerzo que tendería a explicar cómo es esto.

Resumiendo con Olegario G. de Cardedal, a quien hemos venido siguiendo: «Es una constante en toda su afirmación: Evidencia de la Trinidad, inevidencia absoluta del cómo, necesidad de tres Personas e imposibilidad de explicar cómo son tres en unidad. Pero tales afirmaciones las hace no sólo al tratar de la Trinidad, sino al tratar de la existencia de Dios, de sus atributos esenciales. El misterio consiste no en que Dios sea trino, sino en que es Dios, es decir, en su infinitud inconmensurable, en su óntica necesidad de existir, en su plenitud vital, en su carácter absoluto respecto de todo lo demás existente. A ese Dios así pensado no puede el hombre abarcarle... No es la unidad de Dios una evidencia y la Trinidad un misterio; no es la esencia manifiesta y las Personas desconocidas. En el hecho de que no podamos vadear ese piélago infinito de la esencia divina consiste para Anselmo el misterio de Dios».

[-> Amor; Biblia; Esencia; Espíritu Santo; Experiencia; Fe; Hijo; Imagen; Misterio; Padre; Persona; Redención; Trinidad; Unidad.]

BIBLIOGRAFÍA: O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Misterio trinitario y existencia humana, Rialp, Madrid 1966; R. RovIRA, El argumento ontológico de la existencia de Dios. Para una rehabilitación de los problemas de la Metafísica. Encuentro, Madrid 1991; SAN ANSELMO DE CANTERBURY, Obras completas, 2 vols., BAC, Madrid 1952-53.

Carlos Díaz