29 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXXIV
SOLEMNIDAD DE CRISTO REY
CICLO C
7-12

7.

Junto a Jesús, clavado en otra cruz como la suya, está un pobre desgraciado condenado por ladrón o por algún otro delito, que sí es capaz de entender lo que significa la realeza de Jesús, lo que significa su Reino. Aquel pobre desgraciado, que comparte con Jesús el dolor de la cruz y la angustia de la muerte que se acerca, dice desde el fondo de su alma: "Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu Reino".

Aquel pobre desgraciado es el único que ha entendido lo más serio e importante que nunca haya ocurrido en la historia de los hombres. Que allí, a su lado, está revelándose definitivamente toda la grandeza humana, que es la grandeza de Dios. Que allí, en aquel Jesús que sufre dramáticamente el tormento de la muerte, se está abriendo para los hombres un camino definitivo de vida, un camino definitivo de esperanza. El reino de David desapareció, los reinos del poder y de las armas desaparecerán, pero en cambio, el Reino de Jesús, el Reino de la misericordia inagotable, el Reino del amor, no desaparece. Es lo único que permanece, la única verdad que nunca podrá ser falseada, la única fuerza que nunca se corrompe.

El ladrón que le pide a Jesús que se acuerde de él, probablemente antes, alguna vez, lo habría visto pasar, o se habrá acercado a escucharlo, con la curiosidad que despierta la presencia de alguien que arrastra gente tras de sí y hace cosas distintas de las que se han hecho siempre. Y lo habría visto curar leprosos, y aproximarse a la mujer adúltera, y hablar del padre que siempre está a la puerta de la casa esperando el regreso del hijo que se ha marchado. Y ahora lo veía allí, en la cruz. Y lo entendía definitivamente todo: aquello, la palabra, y la acción, y la persona de Jesús, es la realización plena del hombre, es el sentido pleno de la humanidad, es el cumplimiento de los anhelos más limpios y auténticos. Por eso su Reino es el único reino que merece la pena desear, y vivir y esperar. Por eso su Reino es el único reino que merece la pena seguir: el rey que reina en la debilidad, en la misericordia, en el amor, en la fidelidad, en la entrega personal a Dios y a los hombres.

JOSEP LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1986/12


8. VE/A-D:

TODO TERMINARA BIEN

Estadísticas realizadas en diversos países de Europa muestran que sólo un cuarenta por ciento de las personas creen hoy en la vida eterna y que, además, para muchas de ellas esta fe ya no tiene fuerza o significado alguno en su vida diaria.

Pero lo más sorprendente en estas estadísticas es algo que también entre nosotros he podido comprobar en más de una ocasión. No son pocos los que dicen creer realmente en Dios y, al mismo tiempo, piensan que no hay nada más allá de la muerte.

Y, sin embargo, creer en la vida eterna no es una arbitrariedad de algunos cristianos, sino la consecuencia de la fe en un Dios al que sólo le preocupa la felicidad total del ser humano.

Un Dios que, desde lo más profundo de su ser de Dios, busca el bien final de toda la creación.

Antes que nada, hemos de recordar que la muerte es el acontecimiento más trágico y brutal que nos espera a todos. Inútil querer olvidarlo. La muerte está ahí, cada día más cercana.

Una muerte absurda y oscura que nos impide ver en qué terminarán nuestros deseos, luchas y aspiraciones. ¿Ahí se acaba todo? ¿Comienza precisamente ahí la verdadera vida?

Nadie tiene datos científicos para decir nada con seguridad. El ateo «cree» que no hay nada después de la muerte, pero no tiene pruebas científicas para demostrarlo. El creyente «cree» que nos espera una vida eterna, pero tampoco tiene prueba científica alguna. Ante el misterio de la muerte, todos somos seres radicalmente ignorantes e impotentes.

La esperanza de los cristianos brota de la confianza total en el Dios de Jesucristo. Todo el mensaje y el contenido de la vida de Jesús, muerto violentamente por los hombres pero resucitado por Dios para la vida eterna, les lleva a esta convicción: «La muerte no tiene la última palabra. Hay un Dios empeñado en que los hombres conozcan la felicidad total por encima de todo, incluso por encima de la muerte. Podemos confiar en él.»

Ante la muerte, el creyente se siente indefenso y vulnerable como cualquier otro hombre; como se sintió, por otra parte, el mismo Jesús. Pero hay algo que, desde el fondo de su ser, le invita a fiarse de Dios más allá de la muerte y a pronunciar las mismas palabras de Jesús: «Padre, en tus manos dejo mi vida.» Este es el núcleo esencial de la fe cristiana: dejarse amar por Dios hasta la vida eterna; abrirse confiadamente al misterio de la muerte, esperándolo todo del amor creador de Dios.

Esta es precisamente la oración del malhechor que crucifican junto a Jesús. En el momento de morir, aquel hombre no encuentra nada mejor que confiarse enteramente a Dios y a Cristo: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino." Y escucha esa promesa que tanto consuela al creyente: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso. »

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 125 s.


9.

CON LA PROPIA SANGRE

De manera paradójica, el día en que celebramos a Cristo como Rey, se nos ofrece a los creyentes la imagen de Jesús reinando desde una cruz. Un Rey que establece su reino de justicia y paz a base de su propia sangre.

Hay en la cruz un mensaje que no siempre hemos escuchado los cristianos y es éste: Al hombre se le salva derramando por él nuestra propia sangre y no la de los otros. ¿Puede este Jesús crucificado decirnos algo válido, vivo, concreto a los que estamos viviendo envueltos por la violencia y el terrorismo?

¿Es el mensaje de la cruz inservible? ¿Es una utopía inútil y perniciosa recordar que desde la fe en el crucificado es más humano dejarse matar por una causa que matar por ella? ¿No vamos a gritar nunca los creyentes nuestra fe con radicalidad?

Todos sabíamos que la violencia deshumaniza profundamente al que la practica y que desata una lógica de violencia siempre mayor.

Pero en estos momentos lo estamos comprobando con una crudeza y brutalidad desconocidas.

La violencia terrorista no parece tener ya límite ni control alguno. La ejecución inútil de un secuestrado, sin la mínima consideración de su vida, está más allá de toda violencia que se pretenda poner al servicio de una causa. Quien mata con esta frialdad se degrada como hombre y no puede ayudarnos a construir ninguna sociedad más humana.

Por otra parte, la exasperación y la agresividad van creciendo de manera incontenible. Hemos comenzado a escuchar palabras casi rituales de maldición sobre los asesinos. Se empieza a hablar de «guerra sucia» y de nueva ley del talión «vida por vida, secuestro por secuestro». Crece el deseo casi instintivo de aplastar el terrorismo por cualquier medio. Pero, ¿es así como lograremos una convivencia más pacífica en el País Vasco? La violencia no queda erradicada sólo por haber sido aplastada por una violencia más poderosa. Una aparente victoria sobre el terrorismo a base de un terror mayor sólo generará nueva violencia y agresividad.

Jesús no ha creído nunca en la fuerza, la violencia o el terror como solución para establecer una sociedad más justa, libre y fraterna. Lo importante no es herir y aplastar al otro, sino desarmarlo como enemigo. Luchar por todos los medios para que la violencia no sea necesaria. Buscar toda clase de caminos para que el del terrorismo sea cada vez más injustificable.

Jesús muerto en la cruz en actitud de respeto total al hombre nos desenmascara e interpela a todos. No avanzaremos hacia una sociedad más humana si, para lograrla, comenzamos nosotros mismos por violar los derechos del hombre, pisotear su dignidad y destruir incluso su vida.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 365 s.


10.

¿Un reino de este mundo?

Hace algunos meses aludí a Maximiliano ·Kolbe-M, el franciscano asesinado en 194O en el campo de concentración de Auschwitz. Ofreció su vida a cambio de la de un padre de familia, que iba a ser ejecutado, y murió en la llamada «celda del hambre».

Precisamente en relación con la fiesta de hoy, Kolbe había escrito: «Jesús no dijo "no", cuando Pilato le preguntó si él era rey. Sólo dijo que su reino no era de este mundo.

Sabemos que los reinos de este mundo se basan en el poder. Un reino del mundo, que repose sobre el amor, es muy difícil de encontrar. El reino de Cristo está fundado sobre algo más profundo, sobre el amor, y llega hasta el alma y penetra en las voluntades. Por eso no es un reino que oprime. Jesús atrae las almas hacia sí por medio del amor».

La expresión «reino de Dios» -o su sinónimo de «reino de los cielos» en el evangelio de Mateo, dirigido a judeocristianos que no podían usar el nombre de Dios- es uno de los conceptos básicos del evangelio. Aparece nada menos que 122 veces, de las que 90 es en labios del mismo Jesús. Por el contrario, Jesús es muy crítico respecto del título de «rey».

Así, se nos narra cómo Jesús huye después de la multiplicación de los panes, cuando la gente sencilla quiere hacerle rey. En el juicio final del evangelio de Mateo es también el rey el que separa a los buenos de los malos. Y, solamente Jesús acepta el título de rey ante Pilato, que pondrá sobre la cruz, en latín, griego y hebreo, el título: «Rey de los judíos». Podemos decir que Jesús predica el reino de Dios, pero prácticamente nunca usa para sí mismo el esperado título de rey.

Y, sin embargo, en la piedad católica el título de Cristo rey ha tenido un gran peso. Y, con frecuencia, hemos puesto sobre la cabeza de Jesucristo no la corona de espinas, sino coronas de oro y piedras preciosas. Esta fiesta tuvo su origen en un intento de la Iglesia en 1925 de que los estados reconociesen la supremacía de Jesucristo sobre todo poder político. A ello responden los deseos de consagrar las naciones a Cristo rey, o al Sagrado Corazón de Jesús: así el caso español, en tiempos de Alfonso Xlll sobre el Cerro de los Ángeles, en el centro geográfico de nuestro país. Con el Vaticano II, la festividad de Cristo Rey adquiere una tonalidad distinta: el señorío o la realeza de Cristo se sitúa en el ámbito de la fe y se reconoce la autonomía de las realidades terrenas.

Porque Jesús, a pesar de hablar tanto del reino de Dios, sólo acepta el título de rey en el diálogo con Pilato, cuando su cabeza aún está sangrando por las espinas y las bofetadas de la soldadesca. Sólo en ese momento trágico, cuando su figura parece una burla cruel, acepta que es rey para añadir, enseguida, que su reino no es de este mundo.

La realeza de Jesús vuelve a aparecer como un sarcasmo cuando lleva sobre la cruz ese título, en tres idiomas, de «rey de los judíos». Y no podemos olvidar ese pasaje del evangelio en que, a propósito de las discusiones de sus discípulos sobre los primeros puestos en el Reino, Jesús contrapondrá a los reyes y jefes de este mundo, que oprimen y esquilman a sus pueblos, su nuevo estilo de liderazgo: "Vosotros nada de eso". Cristo no tuvo «nada de eso», se hizo el último, el servidor de todos -eso que simboliza el lavatorio de pies-, «el hombre para los demás». Desde luego al mirar al que anuncia el reino de Dios, hay que decir que ese Reino no es de este mundo.

¿No es de este mundo? Y, sin embargo, es profundamente humano, hondamente «de este mundo». Porque es verdad que el estilo de Jesús es diametralmente distinto del de tantos jefes y reyes de este mundo, por mucho que a estos se les llene la boca de expresiones en las que afirman que son sólo servidores de los súbditos.

Pero también lo es que cada vez nos sentimos más escépticos ante tantas palabras vacías y retóricas, que no van acompañadas de hechos consecuentes. Y queremos que haya alguien «de este mundo», de nuestros «huesos y carne», como decía la primera lectura, que nos manifieste un talante distinto, que dirija nuestras «entradas y salidas» y que sea «pastor de mi pueblo».

Creo que la mejor explicitación del título de rey aplicado a Jesús es la descripción que el mismo Señor hizo, cuando se presentó a sí mismo como el buen pastor o «el modelo de pastor»: ese sí es alguien verdaderamente «de este mundo».

Y, paradójicamente, será este nuevo talante de Jesús el que llevará al centurión romano a afirmar: "Verdaderamente este hombre era hijo de Dios». En un proceso gradual, la primera comunidad creyente sabrá ver que el anonadamiento de Jesús -el que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos, hasta la muerte de cruz- será el camino de su glorificación: Dios lo exaltó sobre todo, de modo que ante él se doble toda rodilla y toda lengua proclame que el Crucificado, el que llevaba sobre la cruz un título sarcástico, es el Kyrios, el Señor, el mismo título reservado exclusivamente para Yavé.

Y la Carta a los colosenses ofrece otro himno cristológico en el que, desde la fe, se presenta a Jesús como «imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura»; «todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él»; «en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y en él quiso reconciliar consigo todos los seres».

Es ahí, desde esa experiencia de la fe, desde la que afirmamos lo que insinuábamos el domingo pasado. En él, en Cristo, todo fue creado y él -no sabemos cómo- será la plenitud de todo. Desconocemos cómo será el fin de todo, el instante final que culminará ese otro instante inicial del big-bang, pero afirmamos desde la fe que Jesucristo es la recapitulación de todo, que en él se reconciliarán todos los seres.

Los cristianos estamos llamados a vivir esa tensión. Por una parte y en el horizonte de nuestra esperanza, está ese Cristo total, ese «punto omega» del que hablaba Teilhard de Chardin, hacia el que confluye toda la realidad creada que gime en cada época histórica como mujer con dolores de parto. Y, por otra, está la sencillez del reino de Cristo que tenemos que construir. Lo expresaba magníficamente el cardenal ·Ratzinger: «Jesús nunca sacó la espada. El no ha dado ninguna palabra a los revolucionarios. Sus discípulos murieron como él, como mártires de la paz, y justamente por ello son sus testigos; testigos de quién fue él y de quién no fue. Pero, ¿qué es su reino? El borriquillo prestado es expresión de su impotencia terrena, pero también expresión, al mismo tiempo, de su confianza perfecta en la voluntad de Dios. Él no ha erigido su propio reino, junto al reino de Dios, sino que sólo ha testimoniado esto: que su nada es su todo. Él no luchó por el poder terreno, sino por la verdad, por la justicia, por el amor: por Dios. Este reino de Dios permanece como algo quebradizo en el mundo. Pero sólo a partir de él se hará el mundo digno de vivir, humano».

Esta es la tensión que siempre debemos vivir los cristianos. Por una parte, nuestra fe afirma que Jesús es el centro del universo, de la humanidad, de la historia... Pero también que su reino no es de este mundo. Que ese Reino no se construye ni con la espada, ni con el poder, ni con el dinero. Su Reino se construye con la entrega, la generosidad, la sencillez y las acciones inaparentes. Se construye con muertes heroicas, como las de Maximiliano Kolbe, con las muertes sencillas, con las muertes de cada día.

Su Reino no es de este mundo, pero es, al mismo tiempo, profundamente humano y «mundano»: en él no hay cetros, ni joyas, ni títulos honoríficos, ni coronas doradas, pero está siempre el hombre que vale mucho más que todos esos cetros. Es lo que decía M. Kolbe: «El reino de Cristo está fundado sobre algo más profundo, sobre el amor, y llega hasta el alma y penetra en las voluntades. Por eso no es un Reino que oprime. Jesús atrae las almas hacia sí por medio del amor».

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 367 ss.


11.

1. «Este es el Rey de los judíos».

El letrero colocado sobre la cabeza del Crucificado: «Este es el Rey de los judíos», ha sido formulado por Pilato como provocación a los judíos; los soldados que lo leen se burlan de él, al igual que las «autoridades» del pueblo, diciendo: «Si eres tú el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Pero en el evangelio de Lucas hay al menos uno que toma en serio este letrero, uno de los dos malhechores crucificados con Jesús, quien se dirige a él en estos términos: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». La inscripción colocada sobre la cruz indica que el reino de Dios tradicional se entiende aquí por primera vez como un reino de Cristo, y que el antiguo «Dios es rey» de los salmos se trasforma ahora en «Cristo es rey». Poco importa cómo el buen ladrón se imagina este reinado de Jesús; en todo caso parece claro que piensa que este Rey puede ayudarle a él, un pobre agonizante. Se trata del primer barrunto de la soberanía regia de Jesús sobre el mundo entero.

2. «Ungieron a David como rey de Israel».

La primera lectura recuerda brevemente que David como rey es el antepasado de Jesús; David había sido ya ungido por Samuel cuando no era más que un joven pastor y en una época en que todavía reinaba Saúl; aquí es reconocido oficialmente por todas las tribus de Israel como el pastor de todo el pueblo. Es una imagen anticipada de lo que sucede en la cruz: Jesús era desde el principio el Ungido (Mesías), pero en la cruz es proclamado Rey oficialmente (en las tres lenguas del mundo según Juan).

3. «Todo se mantiene en él... Por la sangre de su cruz».

La segunda lectura amplía el presentimiento del buen ladrón hasta lo ilimitado, sin abandonar el centro de esta realeza de Jesús, su cruz. La creación entera está sometida a él como Rey, porque sin él ella simplemente no existiría. Toda ella «se mantiene» en él. El Padre ha concebido el mundo desde un principio de modo que debe llegar a convertirse en el «reino de su Hijo querido», y esto por así decirlo no a partir de sí mismo, sino expresamente de modo que por Jesús «sean reconciliados todos los seres» y todos recibamos por él «la redención, el perdón de los pecados», y de modo que esta «paz» entre todos los seres, los del cielo y los de la tierra, sólo debe fundarse en «la sangre de su cruz». Sólo en esta entrega suprema, bajo las burlas de judíos y paganos y la huida y la negación cobardes de los cristianos, se manifestó en el Hijo todo el amor de Dios al mundo, de tal manera que este amor divino en la figura del Hijo puede obtener ahora la soberanía sobre todas las cosas.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 297 s.


12. ENTRE EL LADRÓN Y PILATOS

Permíteme que hoy me dirija a ti, Poncio Pilatos, ilustre pretor, noble romano. Y que te diga que tú no eras malo, sino contemporizador y despistado. «Contemporizador», porque querías quedar bien con todos: con Roma, con los judíos y con Jesús. Y «despistado», porque cuando Jesús dijo: «Yo soy rey y para eso he venido:,para dar testimonio de la verdad», ni te enteraste. ¿Quieres aclararme por qué pusiste aquel letrero sobre la cruz: «Jesús nazareno, rey de los judíos»? ¿Fue como dar la razón a un «chalado»? ¿Quizá, para cultivar tu ironía? ¿O acaso intuiste que aquella, para ti, «absurda realeza», podía ser verdad?

Si después, disimulado en la muchedumbre, hubieras subido al Calvario, acaso hubieras llegado a conocer ese «reino de la verdad». «¿Qué es la verdad?», dijiste a Jesús displicente y escépticamente.

Pues todavía es tiempo. En la cima de ese monte hay alguien que, con muchas menos luces que tú, ha llegado a esa «verdad». Es un ladrón. Un ladrón crucificado, que, a pesar del estado en que habéis dejado a Jesús -«ecce homo»-, ha sabido ver en él, al «rey de la verdad». Escucha lo que está rezando: «Acuérdate de mí, cuando estés en tu "reino"». Ahí tienes, Pilatos. Este hombre ha entendido. ¿Y tú? Pero no te desanimes. Que. si sigues atento a las palabras que va a ir diciendo Jesús desde su «trono», seguramente llegarás a «entender». Ya comprendes que no son palabras «para la galería». Son las palabras de su muerte. Y la muerte, ya lo sabes, es «la hora de la verdad».

-«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Ya lo oyes: ¡amnistía total! Nada de juicios sumarísimos. Nuestro eximente es la «ignorancia». Sé sincero, Pilatos, ¿Tú sabes qué es matar? ¿Sabes medir su trascendencia?

-«Ahí tienes a tu madre». ¿Ves aquella mujer, blanca por dentro, dolorida por fuera, columna de fragilidad y fortaleza que, entre el éxtasis y la tristeza, «está al pie de la cruz»? Es tu madre. Para que vayas a ella y te dará ternura. Te calentará el corazón y te devolverá la paz.

-«Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» El reino de Jesús no es un camino de rosas. Ni una plataforma de instituciones de poder con el éxito asegurado. Al revés, es un reino de renunciamiento, donde la palabra «reinar» significa «servir». El modelo es «el siervo de Yaveh».

-«Tengo sed». Tener sed significa preocuparse por los demás, ir por el mundo predicando la «buena nueva», pero «sin llevar ni pan ni alforja».

-«Todo se ha cumplido». Una cualidad básica del «reino de la verdad», es terminar las cosas, no dejarlas a medias. «No se puede comenzar a construir una torre y abandonarla luego». Sobre todo, no se puede, como tú, contemporizador empecatado, «servir a Dios y al diablo».

-«En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». En este reino, amigo, hay que rendir cuentas. Cuentas bien hechas. Hay que decirle a Dios, pero de verdad, lo que te dicen tus soldados: «¡Misión cumplida!»

¿Te das cuenta, Pilatos, de quién era Jesús? No «el rey de los judíos» como tú has puesto en el letrero, sino el rey de todos los que buscan la «verdad, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz».

¡Ya te habrás dado cuenta, al fin, de que este reino de Jesús no tiene nada que ver con vuestras legiones y centurias romanas! Tiene que ver, y todo, con la justicia, la paz, la vida, el amor.

ELVIRA-1.Págs. 276 s.