SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

 

Lc 21,5-19: ¿Quieres llegar y no quieres caminar?

Mientras nos hallamos en este mundo, no nos perjudicará el caminar aquí abajo, siempre que procuremos tener el corazón en lo alto. Caminamos abajo, mientras caminamos en esta carne. Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo, no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad. Pues, como dice el Apóstol, la esperanza que se ve no es esperanza. En efecto, lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25).

Quiero hablar a vuestra caridad cuanto el Señor me conceda sobre esta paciencia. También Jesucristo el Señor dice en cierto lugar del evangelio: Con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas (Lc 21,19). Y en otro lugar dice igualmente: ¡Ay de aquellos que perdieron la paciencia! (Eclo 2,14). Sea que se hable de paciencia, aguante o tolerancia, se trata de una única realidad significada con varios términos. Esa única realidad hemos de fijar en nuestros corazones, no la diversidad de las palabras que la expresan, y poseer en nuestro interior lo que designamos fuera. Quien sabe que es un peregrino en este mundo, independientemente del lugar en que se halle corporalmente, quien sabe que tiene una patria eterna en el cielo, quien tiene la certeza de que allí, se encuentra la región de la vida feliz, que aquí es licito desear, pero no es posible tener, y arde en deseo tan bueno, tan santo y tan casto, ese vive aquí pacientemente. La paciencia no parece necesaria para las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente lo que le agrada.

Por el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad la que necesita la paciencia. Con todo, como había comenzado a decir, todo el que arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto el tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada. Uno es el amor propio del deseo y otro el de la visión. En efecto el que desea ama también; y quien desea ama hasta llegar a lo amado; y quien ya lo ve, ama para permanecer en ello. Si el deseo de los santos, originado por la fe, es tan ardiente, ¿cómo será en presencia de la realidad? Si tal es nuestro amor cuando amamos sin haber visto, ¿cómo amaremos cuando veamos?

Así, pues, tres cosas son las que principalmente nos encarece el Apóstol que construyamos en el hombre interior: la fe, la esperanza, el amor. Y tras haber encomiado las tres virtudes, dice para concluir: La mayor de todas es el amor (1 Cor 13,13). Perseguid el amor (1 Cor 14, l). ¿Qué es, pues, la fe? ¿Qué la esperanza? ¿Qué el amor? ¿Y por qué es mayor el amor? Según la define cierto texto de la Escritura, la fe es el contenido de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Quien espera algo, aún no posee lo que espera, pero mediante la fe se hace semejante a quien lo posee. La fe es -dice- el contenido de lo que se espera,- aún no es la realidad misma que poseeremos, pero la fe está en su lugar. No se puede decir que no tiene nada quien tiene la fe, o que está vacío quien se encuentra lleno de fe. Por eso es grande su recompensa: porque, aunque no ve, cree. Si viera, ¿qué recompensa merecería?

FE/VISION:Jn/20/29: Por esa razón, cuando el Señor resucitó de entre los muertos y se manifestó a sus discípulos, no sólo hasta ser visto, sino hasta ser tocado con las manos, y convenció a los sentidos humanos de que él, el que poco antes colgaba del madero, era quien había resucitado, tras vivir con ellos durante algunos días, los que le parecieron suficientes para afianzar el evangelio y asegurar la fe en la resurrección, subió a los cielos para que nadie lo viera, antes bien, lo poseyeran por la fe. Si permaneciese siempre aquí, visible a los ojos, la fe no merecería elogio alguno. Ahora, en cambio, se dice a un hombre: «Cree». Pero él quiere ver. Se le replica. «Cree ahora, para poder ver alguna vez. La fe origina el merecimiento; la visión es el premio. Si quieres ver antes de creer, pides la recompensa antes de realizar el trabajo. Eso que quieres poseer tiene un precio. Tú quieres ver a Dios. El precio de tan gran bien es la fe. ¿Quieres llegar y no quieres caminar? La visión es la posesión; la fe el camino. Quien rehúsa la fatiga del camino, ¿cómo puede reclamar el gozo de la posesión?».

La fe no desfallece porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza y desfallecerá la fe. ¿Cómo va a mover, aunque sólo sea los pies, para caminar quien no tiene esperanza de poder llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha el creer, de qué sirve el esperar, si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama. El amor enciende la esperanza y la esperanza brilla gracias al amor. Pero ¿qué fe habrá que elogiar, cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas que hemos esperado creyendo en ellas sin haberlas visto? Porque la fe es la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Cuando veamos ya no se hablará de fe. Entonces, verás, no creerás.

Lo mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga presente la realidad, ya no la esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Ved que cuando hayamos llegado dejará de existir la fe y la esperanza. Y ¿qué pasará con el amor? La fe aboca en la visión, la esperanza en la realidad. Allí existirá ya la visión y la realidad, no ya la fe o la esperanza. Y el amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer también él? Si ya se inflamaba ante lo que no se veía, cuando lo vea se inflamará más. Con razón se dijo: Pero el amor es la mayor de todas porque a la fe sucede la visión, a la esperanza la realidad, pero al amor nada le sigue: el amor crece, el amor aumenta y alcanza su perfección mediante la contemplación.

Sermón 359 A, 1-4.