35 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXXII
CICLO C
1-9

 

1. VE/RS  VE/COMPROMISO 

-Creemos en la vida perdurable: No es fácil creer en la vida perdurable o eterna, si creer ha de ser algo más que repetir de carretilla una fórmula. Decir que creemos en la vida eterna no tiene mayores dificultades para cuantos así lo hemos oído y aprendido desde niños y así lo repetimos cada domingo en la eucaristía. Pero una cosa es decir que creemos, repetir la frase dogmatizada, y otra muy distinta es creer, vivir en esa tensión hacia el futuro, de modo que transforme toda nuestra existencia presente.

La fe en la vida eterna y en la resurrección se pone brutalmente de manifiesto en los siete hermanos y la madre sacrificados bárbaramente por orden del rey Antíoco IV Epífanes, unos doscientos años antes de Jesucristo. En esos momentos, en la hora de la verdad, cuando están en juego las vidas de los creyentes -¡de tantos creyentes!- suenan de manera muy especial las palabras de la confesión del menor de los hermanos: "Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará".

Muy distinta es la superficial actitud de los saduceos, que trivializan la fe en la otra vida, buscando pegas para ridiculizarla. La de los siete hermanos que se casan con una misma mujer era una de las pegas proverbiales entre los saduceos.

Algo semejante podría objetarse hoy con los trasplantes de órganos. Pero todas esas dificultades no nacen de la fe, ni ponen en cuestión la fe, pues nacen de la increencia y de la pretensión de someter a Dios a nuestra razón. Ya el evangelista advierte de la incredulidad de los saduceos en este punto que, en su opinión, no estaba explícito en la Ley, o sea, en los primeros libros de la Biblia.

Naturalmente, como creyentes, hay muchas cosas que nos gustaría saber para satisfacer nuestra natural curiosidad. Pero lo fundamental no es cómo será la otra vida, sino si hay otra vida, si creemos en la otra vida. Tal es la respuesta de Jesús, que devuelve la pelota a sus interlocutores afirmando que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.

-¿Creemos en la vida? A veces se nos ha echado en cara a los cristianos, y no siempre gratuitamente, que despreciamos la vida, que no la amamos, que practicamos una especie de pasotismo espiritualista. Hay muchas expresiones en nuestra religión que resultan equívocas en este sentido (desterrados, valle de lágrimas, cosas mundanas...) y abundan también actitudes ambiguas en menosprecio del cuerpo, de lo terreno, de lo secular. Como si esta vida y este mundo, como si este cuerpo y sus sentidos no hubiesen sido creados por Dios, como si no fuesen también un don de Dios.

Creer en la vida eterna es, antes de nada, creer en la vida. Cuando por imprecisiones de lenguaje hablamos de esta vida y de otra vida, no hay ninguna intención de contraponerlas, sino de diferenciarlas. La otra vida no está contra ésta, tampoco tiene por qué ser una mera continuidad, sencillamente será otra, distinta, inimaginable por el momento. Seréis como ángeles, dice Jesús; pero la verdad es que tampoco sabemos qué son los ángeles, qué es ser ángel. Así que seguimos a oscuras, aunque creamos. Lo único que podemos colegir es que la otra vida no será como ésta, que no entrañará las aberrantes añadiduras de los hombres, ni las tremendas injusticias y arbitrariedades de lo que damos en llamar derecho y justicia y paz y solidaridad o igualdad.

Creer en la vida eterna es creer y amar y aprovechar ya esta vida, que también hemos recibido como un don de Dios, igual que esperamos recibir la otra. Como la pone en cuestión toda actitud escapista o pasota. Si la fe en la vida eterna, en la resurrección a la vida eterna, es algo más que una creencia, algo más que un mero bla bla bla, ha de acreditarse en el compromiso por sacar adelante esta vida, el gran don de Dios, en conformidad con la voluntad de Dios manifestada en Jesús. Por eso, no hay mayor garantía ante los hombres de la seriedad de la fe en la vida eterna, que la de vivir y dejar vivir, contribuyendo a que todos puedan vivir como personas, como hijos de Dios, todos iguales.

-¡Vivamos con esperanza, vivamos con ilusión!: La esperanza, la ilusión, la alegría... son piezas fundamentales de la vida. Sin ellas la vida es miserable, o sea despreciable. Cuando se habla de calidad de la vida, se cae frecuentemente en el tópico de la cantidad, proporcionando más remedios de vida (más comodidad, más servicios, más cosas en definitiva), a veces incluso se recurre con mayor tino a mejorar los medios de vida ya existentes. Lo que nos lleva a la conclusión de que lo que se busca no es calidad de la vida, sino la calidad de los medios de vida, que no es lo mismo. La vida depende de los medios, pero su calidad no está en los medios, sino en la vida misma: el gozo, la alegría, las ilusiones, la esperanza, la libertad y la responsabilidad, la solidaridad y la igualdad... Todo eso es el gran desafío a los creyentes. Todo eso es lo que no se puede alcanzar con un presupuesto público mayor, lo que no se puede legislar en los parlamentos, lo que no se puede imponer o custodiar con más policía ni con más gastos de Defensa.

La vida es gracia, como la fe, por eso sólo se puede dar y recibir, pero no mercantilizar. De ahí que seamos los creyentes, los cristianos, los que, convencidos del don de la vida y del don de la fe, nos empeñemos en repartir y compartir el gozo, la esperanza, la ilusión, la alegría, la fe. Aunque, eso también, sin atropellar, sin imponer, sin avasallar, repartiendo gratis lo que gratis hemos recibido, viviendo y dejando vivir.

EUCARISTÍA 1986/53


2. 

¡Queremos vivir! Es una aspiración común a todos los hombres. Es un grito en los que luchan desesperadamente con la muerte. Es la fuerza que impulsa ciegamente los esfuerzos del hombre hacia el desarrollo y el progreso. Fábricas y autopistas, planes de desarrollo y urbanizaciones, trabajos, estudios, inventos, leyes, propaganda... todo parece estar encaminado a desterrar el hambre, la enfermedad, la muerte, a hacer posible la vida. De vez en cuando la prensa recoge una noticia sensacional: "Será posible prolongar la vida", "Se ha retrasado la edad de mortalidad", "Parece inminente un remedio contra el cáncer", "Un nuevo sistema para prolongar la juventud", "Una nueva conquista en la cirugía"... Todo hace presumir que sí, que queremos vivir.

Y, sin embargo, nos hacemos la vida imposible. La explotación irracional de la naturaleza, la especulación del suelo, la insaciable ambición de poseer está reduciendo de manera alarmante las reservas de la humanidad, convierte los bosques y playas en basureros, contamina el aire y las aguas, extingue las especies de animales indispensables para la vida. La desatención a la tierra y a los pueblos, empuja a los hombres a la ciudad. Los hacina en rascacielos monstruosos y hace de las ciudades el único lugar donde no es posible la vida: humos, ruidos, tráfico, delincuencia, drogas, vértigo.

Queremos vivir y, sin embargo, hacemos imposible la vida. El que hace imposible la vida no cree en la vida eterna, pues la vida eterna no puede ser entendida como la negación de esta vida, sino como su plenitud. Tampoco cree en la vida eterna el que no se esfuerza en la superación de las dificultades que encuentra la vida en este mundo y se resigna pensando en el cielo, pues el cielo no es el premio de nuestros sufrimientos y la liberación de nuestras depresiones, sino el fruto de nuestro esfuerzo y la manifestación de la gracia de Dios que opera en medio de nosotros.

No estamos en el mundo para padecer. Nuestra fe no es una fe en un Dios sádico que se complazca en nuestros sufrimientos y quiera someter a prueba el límite de nuestra "paciencia". Creemos en un Dios vivo que actúa en la historia sacando adelante nuestra esperanza. Creemos en un Dios que nos llama y nos hace así responsables de una gran tarea, poniendo en nuestras manos nuestro mejor futuro. La paciencia cristiana es una virtud activa, no es el simple aguardar, sino un salir al encuentro. Es hija de la esperanza, y la esperanza se acredita en sus primeros pasos hacia el Reino de Dios, un reino de justicia y de paz para todos los hombres. Sólo aquella fe en la vida eterna que se realiza en la continua transformación del mundo, hace efectivamente creíble la esperanza cristiana. Por eso, sólo cree de verdad en la vida eterna y sólo hace posible esta fe a todos los hombres, aquel que se compromete en hacer posible la vida para todos los hombres.

EUCARISTÍA 1971/60


3.

El tema es de los grandes, de los que tocan fondo, y se lo proponen a Jesús en Jerusalén, en el templo, y poco antes de morir. Los saduceos, los hombres del dinero y el poder político, que no creen en la resurrección le proponen un caso, más cerca del pitorreo volteriano que del chiste o la broma. Hasta al mismo Moisés ponen por medio con la ley del levirato. De ninguna manera, vienen a decir, se puede tomar en serio eso de la resurrección de los muertos. Es algo lleno de contradicciones como el caso de esa mujer casada con siete hermanos.

No cabe duda que pensando desde nuestra situación actual la resurrección de los muertos tiene sus dificultades y hasta sus contradicciones. Por esto y por ser un tema que toca fondo merece la pena entender bien la respuesta de Jesús.

La respuesta de Jesús equivale, frente a la postura de los saduceos, a una afirmación rotunda de la resurrección, afirmación, por otra parte profundamente coherente con lo que Jesús enseña sobre Dios y la vida del hombre. Pero hay verdades tan serias y profundas que al pregonarlas mucho se banalizan (...). Respondiendo directamente al caso propuesto, Jesús contesta que la otra vida no puede ser exactamente como ésta.

ATEISMO/RS/VE: Esta es la solución al caso concreto. Y sin andarse por las ramas, Jesús lleva el problema a su verdadera raíz, que es Dios, un Dios de vida y amor. El problema de la muerte y resurrección es algo que cuestiona al mismo tiempo a Dios y al hombre. Si la muerte fuese lo más fuerte y definitivo no entendemos cómo Dios es un Dios de vida y de amor, no entendemos cómo Dios es Dios.

El Dios de la Biblia, el Dios de Abrahán y de Isaac y de Jacob, y, sobre todo, el Dios de Jesús, es un Dios de vivos y de esperanza. Negar la resurrección equivale a negar a Dios, al Dios de la vida y del amor. Por aquí va la respuesta de Jesús y nuestra afirmación de la resurrección. No desde el hombre, sino desde Dios.

Quien piensa y vive únicamente desde la perspectiva del hombre y de la materia no puede entender el problema de la resurrección, y le tiene que parecer casi ridículo como a los saduceos. Es quizá el caso de muchos hombres de nuestros días y contra los cuales valen muy poco los argumentos filosóficos. Estas cosas no se prueban como los teoremas matemáticos ni se cuentan por los números, tocan fondos más profundos como la libertad del hombre y su postura ante la vida.

La afirmación de la otra vida es clara pero de cómo será esa vida sabemos poco. Seremos nosotros mismos, habrá una identidad personal y hasta corporal. Recuperaremos nuestro propio cuerpo, aunque transformado. Habrá una continuidad, pero en plenitud. La vida eterna no es otra vida distinta, es nuestra misma vida de ahora llevada a plenitud.

Filosofías recientes han insistido en que el hombre es un ser para la muerte y su vida una pasión inútil o un mero producto de la materia y de las fuerzas de producción. Y sabemos que muchos hermanos nuestros de hoy viven y sufren en este horizonte estrecho. Ante estas verdades y estos hechos la postura cristiana es clara, coherente, y un tanto escandalosa.

DABAR 1977/62


4. FE/CREENCIA  MU/ATEISMO:

-"Creo en la resurrección de los muertos". Un artículo del Credo que todos recitamos o confesamos. Pero ¿qué es esto: la expresión de una fe o simplemente la expresión de una creencia? Porque no es lo mismo, ni mucho menos. Sólo el que tiene fe puede decir y dice siempre en verdad de alguna manera: "yo creo"; pero el que tiene una creencia debería decir más bien: "se cree". Pues la fe compromete la vida y la persona del creyente, pero no así la creencia. Esta es una categoría sociológica; aquélla, una opción personal y una respuesta a la palabra de Dios.

La creencia apenas es algo más que una fórmula en la que se da por verdadero lo que no se tiene en cuenta en la vida entendida como ejercicio de la libertad, aunque sí influye en ella cuando se toma como costumbre genérica. De modo que la vida puede discurrir al margen de las creencias, pero no de la fe que pasa a ser su fuente y su principio. Nadie estaría dispuesto a dar su vida por lo que él considera una simple creencia, pero el que tiene fe es siempre un testigo y tendencialmente un mártir o testigo ante los tribunales. La madre y los siete hijos del libro de los Macabeos murieron con la fe y por la fe en la resurrección de los muertos.

Cuando hay creyentes que viven y mueren con esa fe, no se puede plantear la pregunta por la resurrección de los muertos con aquella pasmosa superficialidad con que la plantearon a Jesús los saduceos. Para estos hombres se trataba sin duda de una creencia vulnerable o de una cuestión de escuela que nada tiene que ver con la vida. En este supuesto resulta comprensible y estúpido al mismo tiempo, poner pegas al modo de la resurrección de los muertos cuando lo único importante y cuestionable -digno de ser cuestionado- es si hay o no resurrección.

-¿Qué consecuencias tiene en la vida la fe en la resurrección de los muertos?. Porque no se trata de tener archivada en la memoria una creencia que se recita de vez en cuando, sino de vivir una fe en cada momento y situación. Todo lo que creemos es ya para esta vida, es decir, para orientar y transformar nuestra vida a semejanza de Cristo. La fe en la resurrección de los muertos nos libera de la historia natural en la que todo sucede en beneficio de la especie y nos introduce en la historia humana en la que todo debe suceder en beneficio de las personas y de la comunidad.

Esta fe en la resurrección de los muertos funciona como respeto a la dignidad de los vivos o no funciona de ninguna manera. Y es en este sentido, para los creyentes, la última raíz y fundamento de los derechos inalienables del hombre, de todo hombre y no sólo del hombre en general. Gracias a esta fe, reconocemos los cristianos que todo contribuye para bien de los que se salvan sin exceptuar la muerte. Reconocemos, por lo tanto, que la historia no es la historia de los vencedores a costa de los vencidos y que la victoria de los grandes depredadores no justifica su causa.

-Hagamos posible la vida. Afirmar la vida, respetar la vida, sacar adelante la vida de todos los hombres es la manera concreta de vivir la fe en la resurrección. Porque no creemos en otra vida como negación de la presente, sino como afirmación sin límites de la vida. Si creemos en la resurrección de los muertos y les damos culto mientras mortificamos a los vivos, nuestra fe no pasa de ser una creencia superficial e incapaz de interpelar a los saduceos, que seguirán haciendo preguntas estúpidas y colaborando sin preocupaciones con todos los explotadores de nuestra sociedad.

Creer en la vida eterna debe ser para nosotros hacer posible la vida para todos, sabiendo que la persona tiene una dignidad sin límites como la misma promesa de Dios. De este Dios, que es Dios de los vivos y no de los muertos.

EUCA 1977/53


5.

Va avanzando el otoño y poco a poco vamos llegando al final del año litúrgico. Durante estas últimas semanas nos acompaña el pensamiento de la muerte y de la resurrección. Es realmente impresionante leer la narración del suplicio y la muerte de estos verdaderos mártires de la "resistencia" que son los siete hermanos macabeos (1a lectura). Todos ellos testifican una esperanza gozosa y creciente en el más allá de la muerte: la esperanza que "el rey del universo nos resucitará para una vida eterna". Para estos jóvenes que van a la muerte, la resurrección no es meramente una idea, sino una esperanza viva y cierta. Pablo recuerda a los cristianos de Tesalónica que el Señor "nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza" (2a lectura).

La Palabra de Dios nos ilumina hoy sobre la certeza de la resurrección, sobre la vida de los resucitados y sobre el camino que conduce a la resurrección. Vamos a hablar un poco de todo ello.

-La certeza de la resurrección. Hemos escuchado, y con qué firmeza, cómo el segundo de los hermanos macabeos confesaba ante el verdugo que lo atormentaba: "el rey del universo nos resucitará para una vida eterna".

La buena nueva de la resurrección satisface la necesidad más fuerte que experimenta el hombre: la de sobrevivir. Y manifiesta nuestra vocación plenamente realizada de hijos de Dios, de un Dios que es Dios de vivos y no de muertos.

Si creemos en un Dios de vivos y no de muertos, forzosamente hemos de creer en la resurrección. No puede existir conciencia religiosa sin fe en la trascendencia de la existencia humana. La fe en el Dios vivo nos conduce necesariamente a creer en la resurrección.

Más aún. Si creemos en el Dios y Padre de N.S.J.C., que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, no podemos dudar que Él resucitará a todos los que en Jesús y por Jesús son hijos de Dios.

-La vida de los resucitados. El mundo de los resucitados de entre los muertos no es la continuación de nuestro mundo de ahora. Es totalmente diferente. Por eso no debemos inquietarnos en saber cómo son y cómo viven aquellos a los que el Señor "ha regalado un consuelo permanente" y que por el amor han vencido la muerte.

Jesús nos dice que no viven como antes, como cuando estaban en el mundo: no tienen ya los condicionamientos de la muerte y por eso no han ya de reproducirse ni de nacer. Afirmando que son iguales a los "ángeles" el Maestro da a entender que el lenguaje humano es incapaz de expresar la condición concreta del resucitado. Y diciendo que son "hijos de Dios" nos reafirma que viven una vida plena, completamente felices, porque Dios es Dios de vida y de felicidad.

Por el momento no podemos saber nada más. Pero ya tenemos bastante para mantener muy viva la esperanza.

-El camino de la resurrección. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, nos ha dicho con toda claridad cuál es el camino que conduce a la resurrección: la constancia en "toda clase de palabras y de obras buenas".

No podemos vivir de espaldas a la vida definitiva que ha de venir. Esta fe en la resurrección futura nos hace trabajar por la resurrección del mundo presente: mejorar las condiciones de vida, hacer una sociedad más humana y más fraterna, ser constantes en toda clase de obras buenas, ayudando al hermano, sembrando la paz, luchando por la justicia.

Creer en la vida eterna es hacer posible la vida para todos. Y eso con nuestro amor y nuestro trabajo de cada día. La verdadera esperanza cristiana no puede ser nunca entendida como un pretexto para desentendernos de los hombres y del mundo que arde en deseos del triunfo definitivo de la vida y la manifestación de los hijos de Dios. Hoy deberíamos preguntarnos hasta qué punto nuestra fe arraiga en la resurrección de Jesús y en nuestra propia resurrección. (...).

Que el Pan y el Vino de la Vida, que ahora compartiremos, nos ayuden a vivir en esta esperanza de la vida eterna, a seguir el camino de la Resurrección.

E. CANALS
MISA DOMINICAL 1989/21


6. 

Este domingo y el siguiente centran nuestra atención en el final del camino humano. Hoy el tema es visto desde la perspectiva de la muerte personal y la vida después de la muerte; el domingo próximo, en cambio, se nos hablará del término de todo, la espera del fin de los tiempos.

Hoy debemos tener presente este destino final que espera a todo hombre, destino final que va unido a la esperanza de una vida para siempre. Hablar de este tema es difícil por muchos motivos.

Uno de ellos, el silencio pudoroso con que nuestra civilización acostumbra a envolver a la muerte, tratándola como si realmente no formase parte de la vida de los hombres, y fuese de mal gusto nombrarla. Otro, nuestra misma inseguridad a la hora de hablar de ella, sobre todo a la hora de presentar con un cierto rigor una reflexión sobre lo que nos espera más allá de la muerte (algunos libros sobre el tema: uno sencillo y bien hecho, `Hablemos de la otra vida`, de L. Boff; otro más elaborado: `La otra dimensión`, de J.L. Ruiz de la Peña). I.Un anuncio de vida. El evangelio narra una discusión sobre la existencia o no de una vida más allá de la muerte. Este es el tema básico y no la cuestión de los matrimonios. Y a ese tema básico Jesús responde al final de la escena agarrando aquello que los saduceos querían poner en cuestión. Dios, que es todo Vida, no puede dejarnos a nosotros abandonados a la muerte. Y esta es nuestra esperanza: que más allá de la debilidad de este mundo, estamos llamados a compartir la plenitud que Dios mismo tiene. Y esta es una afirmación fundamental, aunque, una vez hecha la afirmación, no seamos capaces de explicarla mucho más.

II.El sentido pleno de una vida entregada. La primera lectura nos hace mirar este tema con una visión aún más intensa: una vida entregada fielmente a Dios lleva en ella misma el firme convencimiento de que Dios mismo la reivindicará, convirtiéndola en vida eterna. Ciertamente que el verdadero creyente es fiel a Dios no en función de la recompensa eterna, sino porque ser fiel es ya valioso, pero vive esta fidelidad con el convencimiento que la fuerza de Dios no lo dejará en la estacada. Y este es el misterio pascual de JC: la manifestación plena de esta Vida de Dios que libera a sus fieles de la muerte.

Y eso tiene una segunda cara para nosotros: si queremos vivir esa vida definitiva, hemos de demostrarlo viviéndola ya de alguna manera. No seremos mártires como los siete hermanos o como JC, pero nuestra vida ha de ser igualmente entregada como la suya, próxima al camino de Dios como la suya.

III.La presencia de la muerte. Detrás de todo lo que nos transmiten las lecturas de hoy hay un hecho que conviene recordar de vez en cuando: la muerte está ahí, está en medio del camino de la vida, y corta brutalmente este camino. Ciertamente que no hay que recuperar los dramatismos tétricos de antaño alrededor de la muerte, pero sí que habríamos de tenerla más presente de lo que en realidad solemos tenerla. Para reavivar las ganas de vivir una vida que valga realmente la pena, y para tener presente -al mismo tiempo- el término de vida plena que Dios nos ofrece.

IV.Cómo será la vida eterna. La pregunta de los saduceos sobre los matrimonios nos lleva a recordar una pregunta formulada muchas veces: ¿cómo será la vida eterna? Pablo, en /1Co/15/35ss. nos dice que seremos nosotros mismos pero de una manera diferente a como somos ahora. Y bien poca cosa más podemos añadir. Ninguna de las cosas valiosas y amadas que hayamos vivido nos desaparecerá, pero todo lo viviremos en la comunión de plenitud que es Dios. La vida eterna es una esperanza, no una ciencia explicable.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1989/21


7.

El texto del evangelio es una afirmación de la vida. La frase clave es la última: "No es Dios de muertos sino de vivos, porque para él todos están vivos". Esta es la respuesta de Jesús contra los saduceos que negaban la resurrección. Y este es el mensaje actual para afirmarnos en la fe -en la esperanza- en el Dios que quiere que vivamos. ¿No está muy presente en nuestra sociedad la negación de los saduceos? Secundariamente, en su respuesta, JC afirma un aspecto de "ruptura" entre esta vida y la otra. Ruptura que no significa desvalorización de lo que ahora tiene valor (por ejemplo, del matrimonio que es signo del amor de Dios). Pero ruptura que significa un modo diverso de vida, en el cual las limitaciones ahora inevitables -el que la comunión de amor en este mundo halle su peculiar manifestación en la unión de uno y una es, paradójicamente, una limitación- dejen de serlo y la comunión de amor, de vida, pueda ser total y universal. Esto es lo que quiere decir JC al afirmar que los resucitados "son hijos de Dios": porque Dios ama totalmente sin necesidad de limitar el ámbito de su amor. (...).

Creemos que nuestra vida, con todo lo que incluye de positivo, no está condenada a desaparecer. Su fin no es la nada sino la plenitud. Nuestra sed de vida y de amor, Dios la saciará. Porque viviremos en comunión con él.

La trampa saducea no es seria sino un argumento grosero de quienes no querían creer en la resurrección, en la vida para siempre. También ahora, en un mundo que quiere ser científico y técnico, podemos encontrar otros argumentos para negar esta vida total y para siempre. La respuesta de Jesús -entonces y ahora- no es entrar en la discusión concreta de los argumentos, sino afirmar que esta vida eterna -el cielo- ahora no es posible imaginarla, no es posible identificarla con la realidad actual.

Debemos afirmar rotundamente que de esta vida futura nada sabemos que nos permita esbozar cómo será (como el niño en el seno de su madre nada sabe de la vida que le espera, por más real que sea la vida que tendrá). Pero si creemos en Dios, en un Dios que es plenitud de vida, no podemos dejar de creer que este Dios quiere para nosotros y para siempre más vida. Nuestra esperanza no se apoya en argumentos humanos sino en la fe en Dios.

El que exista entre una y otra vida una "ruptura", el que no podamos imaginar cómo será después, no significa en absoluto que no exista continuidad. Todo intento de amor, de ayuda, de vivir según la verdad y la bondad y la justicia, es ya un comenzar a vivir ahora de la plenitud que Dios quiere para nosotros. La narración del evangelio -por ejemplo- no significa que el amor entre dos personas no tenga continuidad luego: significa que no quedará limitado a esta relación. Que superará toda negatividad, todo dolor, toda parcialidad.

Esto es lo que significa la resurrección de JC, vencedor de todo mal. El mensaje de la liturgia de hoy debe animarnos a vivir con coherencia y con valentía nuestra fe cristiana para participar después de la plenitud de vida que ya tiene Jesús resucitado.

J. GOMIS
MISA DOMINICAL


8. FE/CREENCIA  V/SENTIDO.

Fe y creencia: No es lo mismo lo uno que lo otro; no es igual la fe que las creencias. La fe es más profunda. Por eso no se puede creer si se cree sólo hasta cierto punto, en determinadas circunstancias, según y conforme, de acuerdo con las propias conveniencias y prejuicios. No se puede creer tampoco si se cree sólo con el alma, o con los labios... Hay que creer con el alma y con el cuerpo, con la mente, con la voluntad, con el corazón, con el sentimiento, con todas las fuerzas, de palabra y de obra, ahora y siempre, hasta la muerte y en la muerte. Porque la fe coge al creyente por entero y es todo el hombre el que cree, sin reservas ni residuos. La fe es una opción personal, libre y responsable. Y esto significa que no se puede creer como "se vive", esto es, de modo impersonal, porque el sujeto de la fe soy "yo" o "nosotros", pero no la gente o uno cualquiera. De ahí la confesión de la fe y el testimonio. En este sentido el creyente tiene siempre un nombre y una cara, y nadie puede creer en el anonimato o sin dar la cara por lo que se cree. Porque el creyente es necesariamente un testigo que, al menos tendencialmente, va a parar ante los tribunales.

En cambio la creencia -o las creencias- apenas es algo más que una formulación de lo que la gente da por supuesto o por verdadero en circunstancias normales, sin que esto suponga una aceptación personal de cada uno y con todas las consecuencias. La traducción práctica de las creencias son las costumbres y rutinas, pero no la vida auténtica en donde uno se la juega, esto es, en las circunstancias adversas y cuando vienen los malos tiempos. Apenas hallaríamos un hombre dispuesto a sacrificarse por lo que considera una simple creencia, y mucho menos a dar la vida.

Podemos ver en qué consiste la verdadera fe en el martirio ejemplar de la viuda y de sus siete hijos. Al ser arrestados, interrogados y torturados, oponen la resistencia de su fe a la violencia del tirano. Estos son los que dan testimonio. Pero los saduceos, que acuden a Jesús para hacerle una pregunta de escuela y ponerle "pegas", lo único que dan son pruebas evidentes de la trivialidad de sus creencias. Por eso los fariseos fueron colaboracionistas y sus creencias fueron toleradas por los romanos.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que la fe se distingue también del fanatismo. Es verdad que los fanáticos están dispuestos a morir por la causa que defienden, pero de igual forma están dispuestos a matar a los que no la comparten.

-El creyente vive de la fe: Parece que el hombre sólo puede vivir de aquello por lo que estaría dispuesto a dar su vida. Parece que la vida sólo es soportable si tiene sentido, es decir, si hay algo que vale más que la vida, que esta vida, y si la vida se ve así constantemente confrontada con valores absolutos. El creyente considera su fe como un acto de comparecencia ante el mismo Dios que le llama. Por eso vive de la fe. /Rm/01/17 Vivir de la fe no quiere decir vivir a expensas de la fe o convertir la fe en un medio de vida. Tampoco considerar la fe como posesión de la verdad o como la misma verdad, confundiendo "el Dios que nos fabricamos" con el Dios vivo que nos llama y en el que creemos. Ni haber llegado ya a nuestro destino, a la casa del Padre o a la tierra prometida. Vivir de la fe significa vivir la aventura de la fe, o vivir sólo en esperanza y pendientes de la promesa. El creyente, puesto en camino entre el "ya" y el "todavía no", vive a la intemperie. Sin embargo, no camina como si no fuera a ninguna parte.

-Creemos en la vida eterna; Así lo recitamos y confesamos en el credo. Pero ¿es esto verdadera fe o simple creencia? Recordemos que no hay fe sin obras y que la obra de la fe, no sólo del creyente sino también de la comunidad de los creyentes, es sacar adelante esta vida, la de cada uno y la de todos, luchando por la justicia, la paz, la fraternidad...

Todo lo que creemos los discípulos de Jesús es para esta vida; es decir, para orientar y transformar la vida y el mundo en el que vivimos según la voluntad de Dios y su promesa. Por lo que respecta a la fe en la resurrección de los muertos o en la vida eterna, habría que decir que esta fe nos orienta en la interpretación de la historia y nos compromete muy seriamente en la defensa de los derechos humanos individuales. Si los muertos resucitan, esto significa para nosotros que la historia humana no puede ser entendida como historia natural en la que todo sucede en beneficio de la especie y el individuo no cuenta. Si los muertos resucitan, no es cierto que la victoria justifique la causa de los depredadores e invalide la esperanza de los vencidos. Y si creemos en la vida eterna, en la vida eterna de cada hombre y no sólo del hombre en general o de la humanidad, tendremos que demostrarlo en el respeto a todos y cada uno de los hombres, en la defensa de la dignidad de todos y cada uno. Porque si lo que creemos ha de acreditarse en las obras, ha de realizarse en la transformación de este mundo, no podemos decir que creemos en la vida eterna si mortificamos a los vivos y nos limitamos a dar culto a los muertos.

EUCARISTÍA 1980/52


9.

El texto muestra que hacia el año 150 a. C. algunos grupos israelitas afirmaban su fe sin equívocos en la resurrección de los muertos. Esta fe estimula su obediencia a la Ley y los lleva hasta el heroísmo.

Este mismo texto hace presentir el motivo por el que estos grupos israelitas tienen una fe cierta en la resurrección de los muertos. Su fe proviene de su convicción inquebrantable de que Dios -de quien la Escritura publica la fidelidad que manifiesta a sus siervos y, asimismo, su justicia para con ellos, "como declaró Moisés en el cántico que atestigua claramente: "se apiadará de sus siervos"-, Dios no puede abandonar a una muerte eterna a los que han "muerto por sus leyes"; no puede dejar que desaparezcan estos "miembros" martirizados que sus fieles han sacrificado "a causa de sus leyes". La amistad de Dios con sus fieles, la promesa que les ha hecho de una justicia definitiva son, a los ojos de los judíos de este tiempo, los garantes de una intervención divina que se producirá más allá de la muerte, la seguridad de la resurrección de los justos.

De tiempo atrás, por otro lado, el Antiguo Testamento se preguntaba cómo Dios podía aceptar que su justicia fuera insistentemente zaherida con los tratos indignos que los malos hacían sufrir a los fieles hasta el momento de su muerte y, por lo tanto, sin que la justicia hubiese tenido la última palabra, recompensando al fin al creyente por su fidelidad. De tiempo atrás, igualmente, se preguntaba cómo la amistad fiel, prometida por Dios y ya dada, percibida, experimentada, podía romperse ante el obstáculo de la muerte y desaparecer definitivamente. Ya los salmistas y Sabios (el autor del libro de Job, por ejemplo) presentían que la muerte no podía poner un término a la amistad fiel de Dios. Oscuramente entreveían un más-allá de la muerte.

Con el autor de nuestro pasaje, el horizonte queda en adelante aclarado. Más allá de la oscuridad de la muerte, la resurrección viene a restablecer a los justos en la dulce luz de la amistad divina.

La argumentación que sigue el evangelio de este domingo es casi la misma. Pasemos por alto la hipótesis contemplada por los retorcidos saduceos, de corte demasiado torpe para resultar inquietante, y quedémonos con la respuesta o, más bien, con las respuestas que Jesús opone a su escepticismo. Porque Jesús responde en dos veces.

Empecemos por el final. En los vv. 37 y 38, Jesús explica en qué se fundamenta la fe bíblica en la resurrección. Reside en la creencia de una fidelidad divina que nada puede romper. Dios se ha hecho el Dios de los Patriarcas, el Dios de Abraham... Ha sellado con ellos una alianza cuya perennidad él ha proclamado en nombre mismo de la fidelidad de que es capaz.

Y puesto que él, el Dios fiel, es también el Dios poderoso, nada puede oponerse a una fidelidad definitiva, ni siquiera la muerte.

Si él es el Dios amigo de los Patriarcas, él, el Dios que no podría ser el aliado de los muertos, esos privilegiados no pueden ser sino vivientes. Y si Abraham, Isaac y Jacob, prototipo de los aliados de Dios, son vivientes, todos sus descendientes están destinados a conocer la misma vida.

En la época de Jesús, muchos judíos creían en la resurrección de los muertos, resurrección que ellos deducían sin vacilación de su fe en el Dios de la Alianza. Los cristianos participan en la misma convicción, que también ellos consideran una exigencia del amor de Dios en quien creen. Pero se encuentran mejor situados que los judíos, porque para ellos la resurrección de los justos no es sólo una exigencia de su sentido de Dios, sino que es además el fruto de una experiencia realizada, la mañana de Pascua, en Jesús resucitado. La resurrección es siempre un misterio, para la Iglesia lo mismo que para la Sinagoga; pero la Iglesia ha "visto" cómo su cabeza es ya beneficiario de la maravilla futura.

En los vv. 34-36, Jesús dice unas frases sobre la vida de los resucitados. Frases de las que hay que renunciar a obtener informaciones detalladas. Una es la vida en este mundo, y otra la vida del "otro mundo", se contenta con escribir Pablo a los Corintios, sin añadir nada más a la pregunta planteada: "¿Cómo resucitan los muertos?" (/1Co/15/35). Jesús argumenta lo mismo y no dice más.

El matrimonio, dice, realidad de este mundo de aquí, constituye una de sus características; en el mundo de arriba, carece ya de significado y, por lo tanto, de lugar. ¿No es, además, exigencia de una humanidad mortal, obligada a perpetuarse, a reproducirse? En el mundo de arriba, los hermanos no tendrán ya que preocuparse de asegurar una descendencia a su difunto hermano mayor. Al no estar sujeta la humanidad del otro mundo a la dura ley de la muerte, ¿qué papel tendría la unión de los esposos?

Muchos sentirán el carácter limitado de esta reflexión sobre el matrimonio. Es efectivamente muy parcial. Para completarla, habría que seguir al autor de la carta a los Efesios y reflexionar sobre la afirmación que hace en un pasaje bien conocido. ¿Qué puede querer decir para los esposos cristianos el hecho de que el matrimonio sea el signo, dado hoy, de la unión escatológica -y, por lo tanto, acabada sólo al final de los tiempos-, de la unión de Cristo y de su Iglesia? ¿No querrá decir, al menos que, en cuanto signo dado hoy, para recordar diariamente a los cristianos el misterio hacia el que tienden -la unión de la Iglesia, humanidad, en Jesucristo-, ese signo pierde su razón de ser cuando por fin, se cumpla la realidad significada -la unión maravillosa Iglesia-Cristo? Parecerá que nos hemos alejado mucho de nuestro texto, pero seguimos muy cerca de él. Porque nuestro evangelio no tiene otra finalidad más que la de hacernos reflexionar sobre cuestiones como ésta: ¿cuál es la realidad de esa existencia futura hacia la que tendemos y sin la que nuestra existencia presente no tendría ningún sentido?; y, ¿cuál es el significado de ese futuro para los tiempos actuales, para nuestra existencia terrena? Son preguntas capitales; los textos bíblicas aportan suficientes elementos de respuesta; suficientes, aunque parciales.

LOUIS MONLOUBOU
LEER Y PREDICAR EL EVANGELIO DE LUCAS
EDIT. SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág 289