COMENTARIOS AL SALMO 62

1. /SAL/062/AG

SAN AGUSTIN COMENTA EL SALMO 62, por JOSEP M. SOLER-J. I. CANALS

La salmodia de los Laudes del domingo de la primera semana y la de todas las solemnidades y fiestas empieza, según la Liturgia de las Horas romana, con el salmo 62. Un salmo tradicionalmente matutino debido a una frase del v. 2, que en la versión española se ha traducido así: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo». En la versión latina, tanto de la Vulgata como de la usada por san Agustín (1), el texto dice así: «Deus, Deus meus, ad te de luce vigilo" (¡Oh Dios!, tú eres mi Dios, por ti madrugo) (2). ·Agustín-SAN comentó este salmo en un sermón predicado en Hipona en la Cuaresma del 412 (3).

-Sentido cristológico de los salmos:
SALMO/SENSU-XLOCO SALMOS/ORACION

Antes de entrar en el comentario directo del texto sálmico, san Agustín empieza su sermón con unas consideraciones sobre el valor profético del salterio -y en general de los textos del Antiguo Testamento- en referencia a Cristo, tanto a su primera venida como a la segunda. Son unas ideas plenamente en consonancia con la exégesis bíblica (4) y de un gran contenido espiritual que pueden servirnos para rezar los salmos en clave cristológica:

«Este salmo habla en persona de Cristo nuestro Señor, es decir de la cabeza y de los miembros. [...] El es nuestra cabeza, nosotros somos sus miembros. Toda su Iglesia, que se halla diseminada por el mundo entero es su cuerpo, del cual él es la cabeza. Todos los fieles, no sólo los actuales, sino también los que existieron antes que nosotros y los que después de nosotros han de existir [...] pertenecen a su cuerpo. [...] Cuando oímos su voz, debemos entenderla como procediendo de la cabeza y del cuerpo, porque todo cuanto padeció, también lo padecimos nosotros en él, y, asimismo, lo que padecemos nosotros, él lo padece en nosotros. [...] Luego con razón su voz es nuestra voz, y la nuestra, la de él. Oigamos ya el salmo, y en él entendamos a Cristo que habla.» (5)

En este fragmento encontramos expresada la teología de san Agustín sobre la oración de los salmos. Son voz de Cristo porque él los rezó en su vida mortal y sigue rezándolos unido a la asamblea eclesial (voz dirigida al Padre) y, también, porque por medio de ellos él nos habla (voz de Cristo dirigida a la Iglesia). Pero, además, son voz de la Iglesia dirigida a Cristo Señor. Así lo expresa en otro lugar:

«Cuando nosotros, pues, presentamos nuestra súplicas a Dios, no nos separemos del Hijo, y, cuando el cuerpo del Hijo [es decir, la Iglesia] reza, que no se separe de la cabeza [Cristo]. Que él mismo, único salvador de su cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, [...], ruegue por nosotros, ruegue en nosotros y sea rogado por nosotros. Jesucristo ruega por nosotros como nuestro sacerdote; ruega en nosotros como cabeza nuestra; es rogado por nosotros como nuestro Dios. Reconozcamos, pues, nuestras palabras en él y las suyas en nosotros.» (6)

Hay, pues, una profunda unión entre los miembros de la Iglesia y Cristo en el rezo de los salmos. Esto significa, por lo tanto, que han de ser rezados desde Cristo: en unión con él, centrados en él, a la luz de su palabra y de su vida, a partir de nuestra incorporación a él (7). Después de esta introducción cristológica (n. 1 y 2 de la exposición), Agustín pasa a comentar el texto del salmo 62. Sigamos sus ideas principales para que nos ayuden a profundizar la plegaria de dicho salmo. En cuanto me sea posible dejaré la palabra al gran predicador hiponense.

-La sed del cristiano

Empieza con una exhortación a la vigilia, como actitud espiritual propia del cristiano para evitar que «estando ya presente Cristo y predicada la verdad» nadie se halle "en el sueño del alma":

«No velarías en ti si no apareciese la luz que te despertase del sueño. Cristo ilumina las almas y las hace estar en vigilia; si aparta su luz, se entregan al sueño» (n. 4) (8).

Oportuna esta referencia a la luz de Cristo, por cuanto el uso litúrgico del salmo nos permite pasar simbólicamente de la luz solar que despierta e ilumina los ojos corporales a la iluminación interior que viene de Cristo resucitado. Esto implica que el cristiano esté siempre velando, vigilante, sin dormirse espiritualmente. Además esta vigilia espiritual debe tener una dimensión de testimonio ante los no creyentes:

«Si vigiláis, debéis cotidianamente decir a éstos [los que se hallan en el sueño del alma]: Tú que duermes, despierta y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará (Ef 5, 14). Vuestra vida y vuestras costumbres deben estar despiertas en Cristo para que las perciban otros, los dormidos paganos, y así, al ruido de vuestra vigilia, se exciten y desperecen del sueño y comiencen a decir con vosotros: !Oh Dios! tú eres mi Dios, por ti madrugo (n. 4).

El cristiano que trata de vivir su vigilia permanente no se olvida de Dios. Muy al contrario. Está sediento de él:

«Hay algunos que tienen sed, pero no de Dios. Todo el que pretende conseguir algo para sí, se halla en el ardor del deseo. Este deseo es la sed del alma [...]. Todos los hombres arden en deseos y apenas se encuentra quien diga: Mi alma está sedienta de ti. Sienten los hombres sed del mundo, y no comprenden que [...] debe el alma sentir sed de Dios. Digamos nosotros: De ti tuvo sed mi alma. Digámoslo todos, porque en la unión con Cristo todos somos una sola alma» (n 5).

Dado que después el salmo hace referencia a que también la «carne» del salmista tiene sed de Dios, Agustín pasa a hablar (en los nn. 6-7) de esta vida mortal y de la «resurrección de la carne». En ningún momento el salmista pretende referirse a la sed corporal; de modo parecido, el predicador se sirve simbólicamente del agua: «Cuando la carne se halla sedienta, tiene sed de agua», pero tratándose de Dios, la carne tiene sed del agua del torrente de tus deleites del que habla el salmo 35,9. De todos modos, «sólo nos saciaremos y nos hartaremos de ella cuando termine esta vida y arribemos a la promesa de Dios». Allí seremos «saturados de verdad y de santidad en la fuente del Señor». En esta vida, «la carne» tiene sed de muchos modos, tantos cuantas son las fatigas y los decaimientos de todo tipo que sufren los humanos. «Así nuestra carne siente sed de Dios de muchas maneras»; lo cual significa que toda ansia de felicidad en el fondo es deseo de Dios. Luego (n. 8), insiste en lo que podríamos llamar la sed existencial del ser humano; mientras se hallan en la vida presente, alma y carne (entendiendo por «carne» la dimensión corporal de los humanos) tienen sed de Dios, cada una a su manera. Aquí identifica la vida presente con la «tierra desierta, sin camino y sin agua» de que habla el salmo. En todas las cosas que ella nos depara, el cristiano debe vivir en la esperanza de la resurrección y debe pedir a Dios lo necesario para el cuerpo. De todos modos, en la presente vida tenemos, también, «algunos consuelos de compañeros de camino o de agua»; nos los da Dios que se compadece de nosotros, nos visita y nos ofrece un camino a través del desierto. Tenemos por compañero a «nuestro Señor Jesucristo» y por «consuelo» a «los predicadores de su palabra». "Y también nos dio agua en el desierto llenando del Espíritu Santo a sus predicadores para que se formase en ellos la fuente que brota hasta la vida eterna".

-Buscamos a Dios porque él nos ha buscado primero Comentando (en el n. 9) el versículo del salmo "Te contemplo en el santuario para ver tu fuerza y tu gloria", insinúa un tema muy agustiniano: "¿Qué quiere decir "Te contemplo?".

"Me presenté a ti para que me vieras, y por esto me viste para que te viera». Es decir, describe brevemente todo el itinerario de la búsqueda de Dios por parte del que experimenta la sed existencial de que hablábamos hace poco. Siente sed de Dios y trata de presentarse ante él, pero se encuentra con que Dios ya le estaba buscando (ya le era presente) para dársele a conocer con más profundidad. Agustín lo relaciona con el texto de Gal 4,9:

"Te contemplo para ver tu fuerza y tu gloria. De aquí que también dice el Apóstol: Mas ahora, habiendo conocido a Dios, mejor dicho, habiendo sido conocidos por Dios. Primeramente os presentasteis a Dios para que Dios pudiera presentarse a vosotros".

Pero para que Dios pueda mostrar su gloria y su fuerza conviene vivir en la mayor fidelidad a él posible. Así nos va concediendo diversos consuelos en esta vida para prepararnos a la felicidad eterna. Aunque, a veces, en su pedagogía salvadora nos los quita:

«Cuando nos enseña a soportar necesidades, quiere que le amemos todavía mucho más, no sea que quizá nos pervirtamos con el alimento y nos olvidemos de él. Algunas veces nos quita las cosas que nos son necesarias y nos hiere a fin de que conozcamos que es Padre y Señor, y esto no sólo cuando nos acaricia sino también cuando nos castiga. De esta forma nos prepara para una heredad incorruptible y grande» (n. 10).

Y lo razona a partir del sentido común de sus oyentes. Dios hace lo mismo que los padres cuando quieren dejar alguna propiedad a sus hijos, para que no la pierdan les instruyen, les llaman al orden e incluso les castigan. Y Dios, viene a decir, tiene mucha más razón para actuar así, pues «nos ha de dar en herencia a sí mismo para que le poseamos y seamos poseídos eternamente de él» (n. 10). Y sigue:

«Presentémonos, pues, a Dios en el santuario para que él se presente a nosotros; presentémonos a él con el santo deseo para que él se presente a nosotros con la fuerza y la gloria del Hijo de Dios», que es uno con el Padre» (n. 11).

-El don de alabar a Dios y de pedirle

Después de hacer un inciso sobre la divinidad de Cristo, comenta (n. 12) a propósito del v. 4 del salmo que poder alabar a Dios por sus dones ya es un don de Dios:

«No te alabarían mis labios si tu misericordia no me hubiera precedido. Por tu don te alabo; debido a tu misericordia te alabo. Pues no hubiera podido alabar a Dios si no me hubiera dado él que pudiera alabarle».

Para que podamos alabar a Dios, él en su misericordia nos ha dado la vida auténtica, no los estilos de vida mundanos. Es desde esta vida divina -que no es mérito nuestro sino don gratuito- que bendecimos a Dios según las palabras del salmo: Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Esta frase lleva a Agustín a hacer otra referencia cristológica (n. 13). La mención de las manos levantadas le sugiere las manos de Jesús extendidas en la cruz «para que nosotros extendiéramos las nuestras en las buenas obras». Es en la cruz del Señor que nos ha sido ofrecida la misericordia: «Al levantar él sus manos y ofrecerse por nosotros en sacrificio a Dios [...] se borraron todos nuestros pecados». También el cristiano debe, pues, levantar sus manos a Dios en la oración, pero debe hacerlo acompañado de las buenas obras. Es decir, la oración debe ser lo más coherente posible con la vida (n. 14). Luego se extiende a exponer qué es lo que se debe pedir en la oración. No debemos pedir nimiedades, ni simplemente cosas materiales. Por encima de todo debemos pedir cosas espirituales: la sabiduría para hacer obras buenas, la hartura del cielo (significada simbólicamente por la enjundia y la manteca de que habla el v. 6 del salmo), que Dios mismo sea nuestra riqueza. Debemos orar mientras tenemos «sed», es decir, mientras estamos en esta vida. Luego, una vez pase la sed, pasará también la oración y le sucederá la alabanza: mis labios te alabarán jubilosos.

-La vida en Dios

Los vv. 7-8 del salmo (n. 15) los comenta en clave de vida en Dios: En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti porque fuiste mi auxilio. Con un gran conocimiento de la vida espiritual, insiste en que cuando uno descanse no se disipe y se acuerde de Dios, porque «aquel que no piensa en Dios cuando está en el descanso, en sus actividades no podrá pensar en él». Y quien se acuerda de Dios, puede realizar las buenas obras que enseña Cristo, gracias al auxilio que él le ofrece para que no desfallezca por debilidad. Las buenas obras son las obras propias de la luz y de los hijos de la luz. A esto lo llama Agustín «obrar de madrugada» y equivale a "obrar en Cristo". Para ello, Cristo nos ampara con sus alas, según su afirmación: ¡Jerusalén, Jerusalén! ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, y no quisiste! (/Mt/23/37). Debemos hacernos pequeños para que el Señor nos cubra y así paradójicamente nos haremos grandes: «Queramos estar siempre protegidos por él, porque podremos ser siempre grandes en él si siempre permanecemos parvulitos debajo de él. Y a la sombra de tus alas canto con júbilo (n. 16). Ahí está el tema de la humildad cristiana; cuanto más humildes («parvulitos») más grandes ante Dios. Y más alegría interior. El salmista sediento se adhiere a Dios: Mi alma está unida a ti (V. 9). Esta adhesión nace y crece mediante la caridad: «Ten caridad; con este aglutinante se adhiere tu alma a Dios». Pasa nuevamente a ver la voz de Cristo y de la Iglesia en el salmista:

«Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene. Esto lo dijo Cristo en nosotros; es decir, lo dijo en el hombre que llevaba por nosotros, que ofrecía por nosotros. Esto también lo dice la Iglesia en Cristo; lo dice por medio de su Cabeza, porque también la Iglesia padeció aquí grandes y generales persecuciones, y asimismo ahora también las padece particulares. Pues ¿quién de los hombres que pertenezca a Cristo no es hostigado con frecuentes tentaciones [...] para que se pervierta con cualquier deseo, con cualquier temor de desgracias, con algún halago de vida, con algún temor de muerte o con la amenaza de poderosos amigos o enemigos? [...] Vivimos en medio de persecuciones, tenemos perpetuos enemigos [...]. Pero no temamos. [...] Estamos debajo las alas de la gallina y no nos pueden tocar; la gallina que nos protege es poderosa. Nuestro Señor Jesucristo es débil por nosotros, pero en sí es fuerte, es la misma sabiduría de Dios. Luego también dice esto la Iglesia: Mi alma está unida a ti; tu diestra me sostiene».

El texto litúrgico del salmo termina aquí en la actual Liturgia de las Horas. Quedan tres versículos finales. Dos, el 10 y el 11, imprecatorios: Pero ellos en vano buscaron mi vida [...]. Serán entregados al filo de la espada, que Agustín interpreta en referencia a los perseguidores de Cristo y de la Iglesia. Y el v. 12: Mas el rey se alegrará en Dios [que interpreta en clave cristológica]. "Alabado será todo el que jura por él". Esto último se refiere, según el santo obispo, al que ofrece su vida a Dios.
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(1) Sobre el texto del Salterio usado por Agustín cf. A. CROTICEL Introduzione a SANT AGOSTINO, Esposizioni sui salmi 1 p.IX-X Roma, Citta Nuova Editrice, 1982. (Nueva Biblioteca Agustiniana 25). Resume las diversas opiniones sobre si se trataba de una versión latina africana, de un salterio itálico o, incluso, de una traducción revisada por Agustín.

(2) Lamentablemente, en algunas versiones, como en la catalana, se ha prescindido de esta referencia al alba (o al madrugar) por lo que pierde su peculiar característica de salmo matutino. Es cierto que en el hebreo original -escrito sin vocales- las consonantes del verbo que significa "desear" ("buscar", "esperar en vela" son las mismas de la palabra "alba" y que literalmente sólo habría que traducirlas una vez (o por "desear" o por "alba"), pero todo parece indicar que el salmista juega simbólicamente con esta semejanza de palabras (cf., por ejemplo, Traduction Oecuménique de la bible. Ancient Testament. Édition intégrale. París, 1976, p. 1337, nota m).

(3) Cf. Al. CORTICELLI, o.c., p. XVIV.

(4) Cf. R. RIBERA-MARINÉ, ¿Quién dice los salmos? Para una lectura mesiánica del Salterio: Oraci6n de las Horas 22 (1981)6-9.

(5) Enarración sobre el salmo 62, 3. Para una traducción española acompañada del texto latino, cf. Obras de San Agustín, XX, p. 565-590 (BAC, 246).

(6) Enarración sobre cl salmo 85,1.

(7) Así lo enseña, también, la Ordenación general de la Liturgia de las Horas, n. 6-9.13, que recurre precisamente al último texto citado de Agustín.

(8) Las cifras entre paréntesis indican los apartados en que se divide el texto agustiniano.

ORACIÓN DE LAS HORAS
1993/05.Págs. 212 ss


2. Nostalgia de Jesús por el Templo de su Padre

* Por ti madrugo: La expresión podríamos ponerla en labios de Jesús cuando como leemos en el Evangelio-79 'muy de mañana, al amanecer, salió y se fue a un lugar solitario y allí oraba'. Por eso, este Salmo es -ya desde los albores de la oración cristiana- plegaria de la Iglesia al amanecer de cada Domingo. Hoy podemos meditarlo en su contexto universal, ya que la Liturgia lo propone como expresión de los sentimientos de Cristo,80 que celebra en nosotros y con nosotros el misterio de su vida. No es, pues, casualidad que Agustín aproveche el inicio del salmo para desarrollar la doctrina en torno a la oración cristiana de todo el Cuerpo Místico: "Este salmo habla de la Persona de Cristo nuestro Señor, es decir, de la Cabeza y los miembros. Pues aquél único que nació de María, y padeció, y fue sepultado, y subió al Cielo y ahora está sentado a la derecha del Padre e intercede por nosotros, es nuestra Cabeza.

Si Él es nuestra Cabeza, nosotros somos sus miembros. Toda su Iglesia, que se halla diseminada por el mundo entero, es su Cuerpo, del cual Él es la Cabeza. Todos los fieles, no sólo los actuales, sino también los que existieron antes que nosotros y los que, después de nosotros, existirán hasta el fin del mundo, pertenecen a su Cuerpo, del cual Él es la Cabeza, que está en los cielos... Cuando oímos su voz, debemos entenderla como procediendo de la Cabeza y del Cuerpo... Con razón su voz es nuestra voz y la nuestra la de Él. Oigamos ya el salmo y entendamos en él a Cristo que habla.''81

** Tras el pecado, la humanidad era una tierra reseca, agostada, sin agua. Mediante su Encarnación, Jesús ha vuelto a suscitar en ella el ansia, la sed de Dios, enseñándonos a dirigir nuestros ojos al cielo y allí buscar su Rostro.

Nos consuela saber que Él mismo ha asumido en Sí esta necesidad del corazón humano, anhelante de salvación. De este modo se ha hecho para nosotros, -que, aunque miembros de su Cuerpo, éramos balbucientes en la oración-, nuestro intérprete ante el Padre. Porque más aún que su propia vida, estimó el amor de Dios y alzó sus manos en la Cruz, invocando su Nombre en favor nuestro.

Y así, mientras recitamos este salmo -una de las más bellas expresiones de la piedad personal, si la consideramos con el corazón ávido del Señor-,82 sentimos crecer en nosotros el deseo de estar junto a Dios, que alimenta con su Palabra nuestra nostalgia del Cielo.

*** En las horas nocturnas y, sobre todo, en aquella "hora" -la de Gethsemaní y la de su Muerte-, la hora que Cristo quiso hacer inmensa e inmortal, desde el lecho de la Cruz, Jesús se abandonó con confianza a la voluntad de su Padre, cuya diestra le sostiene con fuerza.

Como esas flores que abren su cáliz a los rayos del sol y siguen al astro en su carrera, como si no pudieran vivir sin contemplar su disco ardiente y sin bañarse en su luz, así Jesús mantiene abiertos todos los abismos de su ser para proseguir el camino que marca en el Cielo la voluntad de su Padre.

Después, a la sombra de tus alas medito con júbilo, considerando mi gloriosa Resurrección. 'Y la noche será luminosa como el día; y brillará la noche para realizar el gozo de mi alma'.83 De esa noche se ha escrito: "Oh noche amable más que el alborada! ¡Oh noche que guiaste, oh noche que juntaste Amado con Amada, Amada en el Amado transformada!"84

AROCENA-1.Págs. 41-43

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79 Mc 1:35.

80 ORÍGENES, Ex commentariis in psalmos, 62; PG 12.

81 S AGUSTIN, Enarrationes in psalmos, 62, 2.

82 P. SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum' des manuscrits latins, París 1959, Serie IV (Eusebio de Cesarea), 62, p. 125: 'Bona gratia eius, qui secundum Deum perfectus.' (Acción de gracias de aquel, que es perfecto según Dios.)

83 MISSALE ROMANUM, Ad Vigiliam Paschalem, Praeconium. Et nox sicut dies illuminabitur; et nox illuminatio mea in deliciis meis.'

84 S JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, 5.


3.

PRIMERA LECTURA: CON ISRAEL

* Las cuatro primeras estrofas cantan la alegría de un huésped del Señor. Feliz de visitar a Dios en su casa, su templo, y de habitar allí como un levita. Se canta aquí, la alegría de la intimidad con Dios y de la meditación. Notemos particularmente este tuteo amoroso: Tú eres mi Dios, Te busco, tengo sed de Ti, Tu fuerza, Tu gloria, Tu amor, Tu nombre, etc... (17 pronombres personales o posesivos en segunda persona). Una manera de meditar este salmo, es precisamente adoptar este juego de lenguaje, insistiendo interiormente en estos pronombres: "¡Tú estás allí, Señor, Te hablo, escúchame!".

Las dos últimas estrofas (observar la diferencia de tono): ya no se tutea más a Dios) son la evocación del combate escatológico que acabará con el mal de la tierra. Algunos exegetas piensan que estas dos estrofas no hacen parte del salmo original. Esta situación es chocante para alguien que no conoce bien el sentido profundo de este salmo (Expresión de violencia que repugna a una mentalidad actual de tolerancia de no sectarismo). Pero la mayor parte de los "salmos de intimidad con Dios" tienen este género de estrofas contra los enemigos de Dios, la plena realización del amor a alguien, pide que desaparezcan aquellos que hacen mal a quien se ama, esto pone de relieve, que la felicidad de estar con Dios no es ni mucho menos una huida, un refugio perezoso... sino la iniciación al compromiso total, al combate de cada día contra el mal. La oración, en Israel, jamás estuvo separada de la vida.

Desde el punto de vista literario, saboreemos las cualidades pintorescas de las imágenes concretas que hilvanan este poema: la sed... La tierra seca que espera el agua... El festín...

El pajarillo que se acurruca bajo las alas... El abrazo... "¡Tu amor vale más que la vida!...

Expresión poderosa de alianza. Aquí está la palabra clave: tu amor, hessed.

SEGUNDA LECTURA: CON JESÚS

** Nada cuesta poner en boca de Jesús este salmo.

"Por la noche, pienso en ti... Te busco desde el alba..." Esto hacía Jesús según afirmación de San Marcos: "Al amanecer, aún en plena obscuridad, Jesús se levantó, salió y se dirigió a un lugar desierto para hacer oración" (Marcos 1,35).

"Quedaré satisfecho como el que disfruta de un banquete delicioso". Jesús utilizó a menudo esta imagen para manifestar que el festín mesiánico había llegado. (Mateo 22,4; Marcos 2,19). Y que él hizo esta "comida" para que participáramos de su pan y su copa de bendición: "tomad ... comed... Tomad... Bebed...".

"Me acuerdo de ti". Jesús también nos invitó a acordarnos de él: "Haced esto en memoria mía"... "Tu mano derecha me abraza". Jesús nos habla también de aquel padre maravilloso que se lanzó hacia su hijo para abrazarlo tiernamente de regreso a casa. San Juan por su parte tuvo el privilegio de ser "el discípulo que Jesús amaba y que estaba cerca de El" en la última cena. (Juan 13,23; 21,20).

"Tu amor vale más que la vida". Nadie mejor que Jesús, vivió esta intimidad con Dios cantada por el salmo. "Como el Padre me amó también yo os he amado". Nada mejor que recitar con Jesús este salmo. El vino para introducirnos en su intimidad con el Padre.

"Morirán a filo de espada". ¡No, esto no puede ser! Jesús no dijo eso. Dijo precisamente lo contrario en el momento en que sus enemigos vinieron a arrestarlo en el Monte de los Olivos: "Guarda tu espada en la vaina". Y más tarde, perdónales, porque no saben lo que hacen". ¡Para recitar estas dos últimas estrofas, hay que ubicarse en el tiempo escatológico y pedir a Dios que desaparezca el mal! En este sentido, volvemos a coincidir con la oración de Jesús: "Líbranos del mal".

"Te he contemplado en el santuario... Permanezco horas enteras hablándote". Jesús tuvo la osadía de decir que el verdadero templo, el único lugar de la presencia divina, era su cuerpo: "Destruid este templo, y lo reconstruiré en tres días" (Mateo 26, 61). Recitar este salmo en situación, es hacerlo ante el Tabernáculo.

TERCERA LECTURA: CON NUESTRO TIEMPO

*** Parece que nuestra época ha descubierto la oración íntima. Este salmo 62 expresa la oración de un hombre muy avanzado en el camino de la oración: Sus actitudes religiosas son de tal sublimidad e intensidad mística... que al hacerlas nuestras, nos sentimos poco sinceros. Quién de nosotros puede decir lealmente; "¡permanezco horas enteras hablándote, mi Dios!" O esto otro: "¡Te busco desde la aurora... Mi alma tiene sed de Ti!...

Cuando olvidamos por cualquier cosa nuestra "oración de la mañana", y nos dejamos arrastrar por la indiferencia.

Ahora bien, quizá, en el contexto materialista del mundo moderno, a fuerza de recitar y repetir las palabras ardientes del salmo (¡que después de todo son palabras inspiradas por Dios!) nuestros corazones se transformarán poco a poco y "los labios alegres", "las manos Ievantadas", "el grito de alegría", "los ojos ardientes de tanto contemplar el Tabernáculo"... acabarán por arrastrar también lo profundo del corazón.

Estas expresiones del salmo son "expresiones corporales", como dicen los muchachos de hoy. No podemos despreciar nuestro cuerpo, debemos redescubrir gestos y posturas que facilitan la oración. Ocurre a veces que el único que ora ante Dios es nuestro cuerpo: de rodillas o prosternado, mientras nuestro espíritu vagabundea por otro lugar... Después de todo, la comunión con el pan de vida , es un gesto eminentemente corporal: signo eficaz de la presencia íntima de Cristo, de una realidad profunda que va más allá de lo perceptible y lo racional.

El padre Rimaud, comenta humildemente: "Dios mío, ¿dónde están los cantos de tu morada? ¿Dónde el festín? y en los desiertos áridos en que me hundo, ¿dónde están las aguas de mi bautismo? ¡Socórreme!, Dios mío!".

NOEL QUESSON
50 SALMOS PARA TODOS LOS DIAS. Tomo I.
PAULINAS, 2ª Edición. BOGOTA-COLOMBIA-1988.Págs. 108-111


4.

40. En espíritu y verdad

Hacia el interior

¡Vida extraña la suya! Sus primeros años habían transcurrido en el dorado esplendor de los tronos. Fugitivo en el país de Madián, Moisés vivía cuidando el rebaño de su suegro. Un buen día salió de casa con el propósito de hacer un largo trayecto y, conduciendo el rebaño, se internó profundamente en las áridas tierras, hasta rebasar por completo el desierto del Sur; al cabo de varias jornadas, llegó hasta el Horeb, la «montaña de Dios» (Ex 3,1).

Un buen día, a la amanecida, observó en la falda del monte un extraño fenómeno: desde el interior de la zarza se levantaba una llama crepitante y viva, pero la zarza no se consumía.

Intrigado, se dijo: Voy a ver qué raro fenómeno es este que están viendo mis ojos. Y, con cautela y curiosidad, se aproximó al arbusto. De pronto, escuchó una voz que surgía desde el seno de la zarza: Moisés, no te acerques; quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado. Y «Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios» (Ex 3,6).

Aquí se inicia la marcha del hombre hacia las regiones interiores: es el primer episodio, en este sentido, que nos presenta la Biblia, la puerta de acceso, el umbral del misterio. En las etapas anteriores, en sus relaciones con Dios, o mejor con la Divinidad, se había mantenido a nivel de ritos, ubicando la divinidad en lugares determinados: árboles, alturas o altares. Con Moisés se inicia la peregrinación hacia el único «lugar» donde se encuentra el Dios vivo y verdadero: dentro. Y fuera: más allá de los ritos, de los lugares (recuérdese el diálogo de Jesús con la Samaritana: Jn 4,21), de las palabras e, incluso, de los conceptos.

*****

Permítasenos alejarnos por un momento, haciendo un rodeo por otras latitudes, para, de nuevo, volver al punto de partida prefijado.

Antes que en Betel, Silo o Sión, hay dos «lugares» en los que el hombre de la Biblia ve resplandecer la actividad creadora y la presencia liberadora de Dios: el universo y la historia.

CREACION/PRESENCIA-D: Para el salmista, la creación es una teofanía multicolor, un sacramento reverberante grávido de presencia, majestad y poder divinos. Los salmos son, en su conjunto, como una jubilosa danza en que los ríos aplauden, el mar ruge y se estremecen las montañas (Sal 98). Dios se hace patente al hombre por medio de signos palpables: nubes, vientos, cigüeñas, ríos, montes, campos, cedros, ganado; el viento es su mensajero, el fuego llameante su lugarteniente (Sal 107). En fin, la vida universal es un inmenso aliento de Dios.

Dios afianza los montes, controla la bravura del mar, a las puertas de la aurora y del ocaso hinche de júbilo a las gentes, riega la tierra reseca, prepara los trigales; por la acción divina, las colinas se orlan de alegría, las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses (Sal 65); suelta a los vientos de sus madrigueras, con los relámpagos desata la lluvia (Sal 134).

La tierra entera está grávida de Dios. Cada criatura es un vivo retrato del Invisible, un eco multiplicado de aquel que es el Gran Silencioso. En la redondez del universo, su nombre resuena y resplandece a la vista de los hombres, que aclaman y cantan su gloria.

*****

HT/PRESENCIA-D: Pero es en la travesía de la historia donde Dios es, sobre todo, para el hombre el verdadero compañero de ruta; según las circunstancias, hace las veces de esposo, amigo, padre... Se compadece, se irrita, se arrepiente según los casos. Deja caer al hombre en la trampa, para que aprenda, pero en seguida le tiende la mano para levantarlo.

Iniciada la gesta allá lejos, en Ur de Caldea, fueron caminando codo con codo Dios y Abraham, en dirección de una patria sólo vislumbrada como un sueño lejano.

Un día llegó a oídos del Señor el clamor de «su» Pueblo, que gemía bajo la fusta de los faraones; su corazón se conmovió, y decidió descender a las orillas del Nilo para organizar una estrategia de liberación y sacar a su pueblo de las garras de los opresores. Fue una proeza admirable: sembrando la tierra de portentos, hendiendo por la mitad el mar, haciendo brotar agua fresca de las rocas, alimentándolos en el corazón del desierto, los condujo hasta la orilla del Jordán, frontera de la patria prometida.

Los organizó para la travesía del río, y los acompañó haciendo que se detuvieran las «aguas que venían desde arriba», a la altura de Jericó. La instalación en la tierra de Canaán no fue una ocupación pacífica, sino una conquista sangrienta, cuajada de derrotas y desconciertos, así como de rivalidades entre las mismas tribus, teniendo que infundirles más de una vez coraje y aliento. A lo largo de varios siglos se fue consolidando el régimen monárquico y las instituciones políticas, bajo la atenta mirada del Señor.

Les envió caudillos, jueces, reyes, profetas. La relación del Pueblo con Dios, relación sellada con múltiples alianzas, se asemejaba a la vida de un matrimonio, mal avenido a veces, unido otras, con épocas de infidelidades y reconciliaciones.

La Biblia repite, con una monotonía conmovedora, que Dios mantuvo una absoluta fidelidad a su alianza a lo largo de todo este trayecto. Dios amó, fue leal, porque asistió al Pueblo en los días claros como en los días oscuros. Y, por medio de esta actuación, y esta solicitud, el Pueblo comprobó que su Dios existía y se preocupaba de él.

*****

Pero no bastaba: en los caminos que conducen hacia el interior no existen márgenes ni meta final. Ningún caudillo alternó con Dios con tanta proximidad e inmediatez como Moisés. Nadie habló con El con tanta frecuencia y profundidad, ni con tanta familiaridad. Y nadie sabe qué y cómo sucedió entre Moisés y Dios en la soledad de la nube, en lo más alto del Sinaí, durante cuarenta días.

Pero no bastaba tampoco para Moisés, ¡y menos para Moisés!; porque había nacido con una ardiente sed, una notable potencia mística, cosa que, siendo gracia, se trae o no se trae en la constitución genética. Y Moisés la traía, y muy considerable. Moisés -y nosotros-, por aquel impulso de profundidad, impronta y gracia de Dios, suspira y aspira por Aquel que es el Centro de Gravedad, para poder ajustarse allí, y descansar.

Cada intento de oración verdadera es un intento de posesión. Moisés -y nosotros-, en cada acto de oración, cuando tiene la percepción y seguridad de que Dios está al alcance de la mano, comprueba que El se desvanece como un sueño, y se convierte en ausencia y silencio. Estamos en la noche de la fe, y la vida de fe es un caminar en ausencia y silencio. Sabemos que a la palabra Dios corresponde una sustancia, un contenido infinito. Pero mientras permanezcamos en el camino, nunca tendremos la evidencia de poseerlo vitalmente, de dominarlo intelectualmente.

Entre tanto, Dios se nos da con cuentagotas: sólo unos detalles, unos vestigios. El mismo permanece oculto, «distante»: estamos en la noche de la fe. Podemos apagar la sed en las aguas frescas del torrente, pero el origen de las mismas está allí arriba, en el glaciar de las nieves eternas.

Y el hombre de Dios no se conforma con «partículas» de Dios, busca a Dios mismo: no se conforma con las aguas frescas que descienden danzando, para apagar su sed; aspira por el Glaciar mismo, como en los versos de San Juan de la Cruz:

Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura,
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

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Moisés, pues, «camarada» de Dios, y lugarteniente suyo, un buen día tomó la Tienda y la plantó a cierta distancia, fuera del campamento. Era una especie de lugar de consulta, de tal manera que cuando el pueblo quería saber los designios de Dios sobre algún punto, salía del campamento hacia la Tienda de la Reunión. Una vez que Moisés entraba en la tienda, bajaba una columna de nube que se instalaba a la puerta de la Tienda, y allí permanecía todo el tiempo que conversaban Moisés y Dios, mientras el Pueblo esperaba, postrado en tierra.

Después de un largo tira y afloja, entrados los dos, Moisés y Dios, en un clima de franca confianza (/Ex/33/11-20), en que mutuamente se reprochan, regatean, reclaman y se prometen, súbitamente, Moisés dio paso a un anhelo profundo, largo tiempo retenido en silencio en su interior: «Por favor, déjame ver tu Gloria» (Ex 33,18). El señor respondió: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad..., pero mi rostro no podrás verlo, porque ningún mortal puede verlo y seguir viviendo» (Ex 33,20).

El misterio queda desvelado. Mientras dure la peregrinación de la fe, nos tendremos que conformar con vestigios fugaces, destellos furtivos, penumbras, sombras, comparaciones, analogías, las «espaldas» de Dios (Ex '33,23); como el sol, que al atravesar una tupida enramada ya no es propiamente el sol, sino una luminosidad tamizada y dispersa.

Contemplar cara a cara su rostro, poseer inconfundiblemente la Sustancia inalienable e ineludible, «dominar» a Dios mismo posesiva e intelectualmente no es posible en los días de la peregrinación.

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Y así, el salmista -y nosotros- vive y arde (y se expresa) frecuentemente en la típica contradicción vital de quien ha probado el aperitivo y lo dejan sin el banquete, caminando en la tensa cuerda del ya sí y todavía no: la espalda, sí, pero el Rostro, no; vestigios, sí; pero El Mismo, no.

Sed de Dios DESEO/SED

Este es el clima interior de algunos salmos. Concretamente, la tesitura general del salmo 62.

El salmista entra impetuosamente. Irrumpe en el escenario con una fuerza vehemente: «Oh, Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua».

Es difícil encontrar figuras poéticas que expresen de manera tan gráfica y potente lo que el salmista entiende como sed de Dios. Pareciera que estuviéramos ante una sed fisiológica o animal, simbolizada en esos terrenos baldíos que, durante el verano, son de tal manera afectados por la sequía que se abren en ellos por todas partes grietas profundas, como bocas sedientas reclamando ardientemente la lluvia.

Otro salmo, para describir el mismo fenómeno, acude a la comparación de los ciervos que, luego de recorrer abruptas montañas y encaramarse en los riscos más altos, descienden vertiginosamente a las quebradas y los valles, devorados por la sed, en busca de las frescas corrientes de agua (Sal 42).

Esta sed corresponde a una sensación general, de carácter afectivo, cuajada de nostalgia, anhelo, atracción y seducción (Jer 20,7). Es, dice San Agustín, como una flecha disparada hacia un universo seductor. En todo caso, se trata de un dinamismo de profundidad, siempre inquieto y siempre inquietante, de un perpetuo movimiento interior que busca su centro de gravedad en el que poder ajustarse, equilibrarse y descansar.

El hombre es un pozo infinito, cavado según una medida infinita; por eso, infinitos finitos nunca podrán colmarlo, sino tan sólo un Infinito.

¡Criatura singular el hombre, que lleva reflejada en lo más profundo de sus aguas la imagen de un Dios! Y, por esta impronta eterna, somos, inevitablemente, buscadores instintivos del Eterno, caminantes que, en un movimiento de retorno, navegamos río arriba en busca de la Fuente Primordial. En suma, ¡peregrinos de lo Absoluto!

Esta sed, o esta sensibilidad divina, en muchas personas es invencible; en otras, fuerte, y en otras, débil, de acuerdo con el don recibido. Hay también quienes no la recibieron en ningún grado. Otros -muchos- la dejaron atrofiarse por falta de cuidado y atención, o se les acabó extinguiendo -y éste es el caso más común- en el remolino de la desventura humana.

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En el fondo, el salmo 62 es una radiografía antropológica en la que queda al descubierto la estructura trascendente y fundamental del corazón humano.

Y así se explica el hecho siguiente: ciertos fenómenos trágicos del alma humana no son otra cosa sino la otra cara de la sed de Dios. La insatisfacción humana, en toda su grandeza y amplitud, el tedio de la vida, ese no saber para qué está uno en el mundo, la sensación de vacío, el desencanto general.... no son otra cosa que la otra cara del Infinito.

En el principio, Dios depositó en el suelo humano una semilla de sí mismo: lo creó a su medida, según su propia «estructura», le hizo por El y para El. Cuando el corazón humano intente centrarse en las criaturas, cuyas medidas no le corresponden, el hombre entero se sentirá desajustado y sus huesos crujirán. Y, como dice San Agustín, el hombre se sentirá entonces desasosegado e inquieto, hasta afirmarse finalmente y descansar en Dios. Tiene, pues, este salmo un profundo alcance antropológico.

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El verdadero santuario

«¡Cómo te contemplaba en el santuario, viendo tu fuerza y tu gloria!» ¿Cuál es ese santuario? Dejando aparte, por obvia, la referencia literal y directa al templo salomónico, en el monte Sión, permítasenos insinuar otros alcances.

Se levanta la mañana. Todo en torno es color, vida y gloria. A poca sensibilidad que se tenga, el creyente no podrá menos de sentir que la rueda de los horizontes abiertos es un santuario vivo donde resplandece la vivificante actividad del Señor.

Un grupo humano, una comunidad, una familia pueden ser, y de hecho lo son, verdaderos santuarios donde Dios habita con mucho agrado: su presencia es allí como el resplandor rojizo de un fogón: caldea e ilumina. Ahí, en ese cálido recinto, todos los dones son como chispas desprendidas del fuego divino: el encanto de una persona no es sino un destello del encanto de Dios; la servicialidad de otra no es sino un reflejo de la servicialidad del Señor. Y así, las personas y los grupos son santuarios, pequeñas teofanías que reverberan la fuerza y el calor de Dios.

Todo esto, sin embargo, se nos puede esfumar como pompas de jabón, envuelto en equívocos. Aquello de que el mundo es un sacramento de Dios, y otras expresiones similares, se nos podrían reducir, si no estamos muy atentos, a una bella literatura o, a lo sumo, a unas hermosas teorías.

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Supongamos que un corazón está muerto para Dios. Esa persona hará la travesía del mundo y transitará entre las criaturas como ciego, sordo y mudo. Para él, Dios no resplandecerá en ningún horizonte, en ninguna planicie, no hablará ni brillará en ningún lugar. Si Cristo está vivo y vibrante en mi corazón, yo proyectaré la imagen viva del Señor sobre el más desagradable de los integrantes de mi comunidad, y él se tornará agradable para mí porque lo he revestido de la figura del Señor. Pero si Cristo está ausente de mi corazón, ese hermano de mi comunidad sólo será para mí una persona antipática e insoportable, y nada más.

No es que las criaturas estén mágicamente revestidas de una luz divina. Somos nosotros los que las revestimos con esa luz. Cuando el corazón es luz, todo es luminoso en torno. Una vez más, llegamos a la conclusión de que el verdadero santuario es siempre, y únicamente, el corazón del hombre.

Cuánta razón tenía el Maestro -y nunca se insistirá lo suficiente en este sentido- cuando, hablando a la samaritana, le decía que el verdadero templo de la adoración no está ni en el monte Garizim, ni en el monte Sión, sino en otro «lugar», que no es un lugar, que está dentro, el «templo» hecho de espíritu y verdad.

No es exacto decir que las criaturas «despertaban a Dios» en Francisco de Asís, que ellas le hablaban de Dios. Toda esa literatura, el hermano sol, las hermanas estrellas, etc., podría convertirse en un ambiguo juego de palabras, sin realismo ni concretez.

Lo cierto es que Francisco de Asís, antes de ser el santo de las criaturas, fue el hombre de las cavernas. Para convencerse de esto, basta asomarse a los biógrafos primitivos; aun hoy día, los lugares verdaderamente sagrados del franciscanismo están en las altas montañas.

Cuando Francisco quería estar verdadera y vivamente con el Señor, abandonaba a sus hermanas criaturas y se sumergía en las oscuras grutas, donde apenas penetraba un rayo de luz; allí permanecía horas y días, semanas y meses enteros. Y de allí emergía con el corazón rebosante de Dios; y entonces, sí, todas las criaturas le hablaban de El. Pero, en realidad, no era ni siquiera así. Era Francisco el que difundía por todas partes a aquel Dios vivo que traía en su corazón; era él quien revestía de Dios a las criaturas. Sus ojos estaban poblados de Dios, y obviamente, todo cuanto miraban aquellos ojos aparecía revestido de Dios. Todo le hablaba de Dios, porque su corazón estaba habitado y su pensamiento ocupado por Dios.

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Vida, banquete y fiesta

«Tu gracia vale más que la vida.» ¿Qué es la vida? Existir es una cosa, se dice, y vivir, otra. Se puede existir y ser o sentirse infeliz ; vivir, en cambio, implica, de alguna manera y en algún grado, sentirse feliz.

Dejando de lado consideraciones abstractas, llamamos vida, en el lenguaje corriente, a un conjunto de cosas agradables (salud, prestigio, amistad ... ) que hacen que una existencia resulte placentera.

Hay unas cuantas palabras en la Biblia que encierran idéntico contenido: gracia, amor, misericordia, lealtad: es Dios mismo, es cuanto ama, cuida, protege. Pues bien, el salmista, seguramente haciendo referencia a una experiencia personal, viene a decir, en este versículo cuarto, que, a poco que el hombre experimente el amor del Padre y a poco que guste de su presencia, puede encontrar en esa experiencia más dulzura y riqueza que en todas las satisfacciones de la vida.

La vida, naturalmente, ofrece alegrías, pero ellas son efímeras y precarias. Una persona se siente feliz en un momento determinado y, a la media hora, al salir a la calle, recuerda aquel desdichado asunto, y, de pronto, su cielo se cubre de tristeza. Otra persona amaneció tranquila y contenta; pero, a media mañana, recibe una carta con malas noticias, y su alma se puebla de preocupación y ansiedad. Y así se podrían multiplicar los ejemplos. ¡Todo es tan efímero!

Después de completar tiempos, de cruzar en muchas direcciones los viejos caminos, y de llenar los archivos propios de recuerdos dormidos, el hombre, por sí mismo, y en virtud de ese precipitado que deja la vida, y que llamamos sabiduría, llega a la conclusión definitiva de que la verdadera fuente de paz y alegría, de seguridad y libertad es Dios, sólo Dios: tu gracia vale más que la vida.

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El salmista encontró el tesoro, y aseguró su libertad. Dios, un Dios poseído por la fe en el corazón, es como una carga de profundidad que le hace estallar al salmista en un arranque de júbilo: «Te alabarán mis labios; toda mi vida te bendecirá, y alzaré las manos invocándote. »

A esto lo llamamos adorar. Muchas tareas esperan y reclaman a los hermanos: atender a los pobres es la primera opción y la primera urgencia; encender la antorcha del Evangelio en la noche de una sociedad sin fe; poner en marcha las instituciones y las obras de cada Congregación, para el servicio de la Iglesia... Hay tantas necesidades, y todo es importante.

Pero, por encima de todas las urgencias, el salmista levanta en alto la antorcha suprema de todo creyente y, sobre todo, de los consagrados: la absoluta primacía de Dios: buscar primero el Reino; absolutizar al que es el Absoluto, y relativizar lo que es relativo; situar cada valor en el lugar que le corresponde; dar a Dios lo que es de Dios; buscar un punto de apoyo, un centro de gravedad que ponga orden y equilibrio en todo lo que somos y hacemos; saber que son muchas las cosas importantes, pero que «sólo una es necesaria»: toda mi vida te bendeciré, y alzaré mis manos invocándote.

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Y, en medio de un brillante despliegue de metáforas, el salmista nos entrega un precioso ramillete de versículos (vv. 6-10).

Por de pronto, vemos que el salmista está viviendo un fuerte momento de presencia divina; se halla como en un mediodía, y sin poder contenerse da rienda suelta (¿cómo lo llamaríamos, sensaciones?) vivencias, y trata de expresarías con un lenguaje literario. Si toda experiencia nace y muere con uno (es intransferible), ¿qué diríamos de esa experiencia, la divina, que se consuma en el nivel último de la interioridad? No obstante, el salmista consigue comunicarnos de alguna manera lo que pasa en su interior, y con gran éxito desde el punto de vista literario y analítico.

Al decir, de verdad, «Tú eres mi Dios», la primera palabra que le viene a la mente al salmista para expresar lo que está viviendo, es la palabra banquete. Tenemos en nuestro idioma otro término aún más expresivo: festín, que envuelve la idea de un banquete más copioso y exquisito, con mucha alegría, cantos y danzas.

Es interesante destacar el hecho de que, junto al concepto de festín, encontramos invariablemente en los salmos el verbo saciarse. De nuevo nos hallamos en el área antropológica: Dios, y sólo Dios, es capaz de saciar completamente el hambre de trascendencia. Y no podía ser menos: habiendo sido la «estructura» humana diseñada a la medida de la divina, era lógico y normal pensar que sólo Dios podría llenar de equilibrio y alegría ese mundo interior, inefable y vastísimo, insaciable frente a todos los manjares humanos. El salmista podría decir: Tú eres mi saciedad.

En este sentido, el salmista nos entrega, aquí y allá, expresiones sublimes, verdaderas joyas de oro, que yo aconsejaría a las personas que llevan en serio la amistad con Dios aprenderlas de memoria para repetirlas frecuentemente; son expresiones inagotables en resonancias y vida.

«Pero, Tú, Señor, has puesto en mi corazón
más alegría que si abundara en trigo y en vino» (Sal 4,8)

Huelga cualquier comentario. Todos y cualesquiera «trigos» y «vinos», que simbolizan las emociones y satisfacciones de la tierra, son nada en comparación de la alegría y saciedad que Tú has puesto en mis entrañas.

Pero la sinfonía alcanza la altura más encumbrada, en cuanto a belleza e inspiración, cuando dice: «me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,1 1)

Es imposible decir con más precisión y hermosura. Entran en la danza, sincronizadamente, la Presencia (Dios mismo), la saciedad y la alegría, esta vez definitivas.

Hay también otro verso bellísimo, en el mismo sentido: «Al despertar, me saciaré de tu semblante» (Sal 17,15). Se advierte en estas palabras una experiencia inefable del hombre que, al despertar por la mañana, en lugar de ser asaltado y vencido por los recuerdos tristes o por preocupaciones obsesivas, se siente invadido por el recuerdo vivo del Señor, cuya Presencia (semblante) le inunda de seguridad y alegría para abordar animosamente el quehacer del nuevo día.

*****

Por eso, el salmista invita, casi desafía, a comprobarlo, a «saborear» cuán suave (podríamos decir: cuán delicioso, siempre en referencia a los manjares) es el Señor (Sal 34,9).

Pero aquí está la cuestión: a aquel cuyo corazón esté habitado por los dioses de la tierra, estas sublimidades le van a sonar a ironía o, en el mejor de los casos, a misticismo ridículo y, por supuesto, alienante. Expresiones que, de entrada, no dejan de ser mecanismos de defensa.

Y ahí tocamos la raíz del problema. Las cosas de vida, si se miran intelectualmente, resultan insoportables, por lo exageradas. Las cosas de vida, sólo viviéndolas, se entienden y se saben. Ya decía San Francisco que sólo se sabe aquello que se vive. Las cosas de vida sólo comienzan a entenderse en cuanto se comienzan a vivir. Y yo podría agregar algo más: las cosas de vida, analizadas intelectualmente, pueden reducirse a un montón de palabras, ¡y nada más!

Dios no es una abstracción mental, es cosa de vida, es una persona, y a una persona no se la «conoce» reduciéndola a un conjunto de ideas lógicas, sino tratándola. Una cosa es la idea de Dios, y otra Dios mismo. Una cosa es la idea (fórmula química) del vino, y otra cosa el vino mismo. Nadie se embriaga con la palabra «vino», ni con su fórmula química. Una cosa es la palabra «fuego», y otra el fuego mismo. Nadie se abrasa con la palabra «fuego». Nadie se sacia con la consabida fórmula del agua: H2O. Hay que beberla.

Dios es el agua fresca, el vino ardiente, pero hay que beberlo. Quienes no lo prueben, no pueden ser «catadores» de ese Vino, no saben nada de ese Vino, porque no lo han saboreado. Por eso, el salmista invita, desafía, a «saborear» al Señor.

Cuando el hombre experimenta que Dios es «mi Dios», que el Padre es «mi Padre», cuando ha entrado en una relación personal con El, y sabe que, noche y día, está a sus puertas, lo acompaña como una madre solícita y vela su sueño, lo inspira por dentro y lo siente como fuerza, alegría y libertad, entonces las palabras del salmista no sólo no resultan exageradas, sino cortas. Dios es para «ser vivido»; y es entonces cuando se transforma en una fortaleza invulnerable para el combate de la liberación.

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Y es así como, lleno de ternura, sigue explayándose el salmista: «En el lecho me acuerdo de Ti, y velando medito en Ti.» Un hombre así jamás será acosado por el miedo. Avanzará noche adentro, y nunca le rondarán los fantasmas; y mientras trabaja, y camina y se relaciona con los demás, la seguridad y la alegría le acompañarán como dos ángeles tutelares, porque «Tú estás conmigo».

Para significar este estado interior de liberación, sale de la boca del salmista uno de los versos más espléndidos: «A la sombra de tus alas canto con júbilo» Jubilo: la palabra más alta entre los sinónimos de alegría. Canto: cuando espontáneo, es siempre una vía de escape; cuando alguien desborda de gozo, necesita estallar, y el canto es un estallido. Ala: en la Biblia, es frecuentemente símbolo del poder protector de Dios. Sombra: en una tarde calurosa de estío, el regalo más apetecible.

Júntense ahora las cuatro palabras y nos encontraremos con que el salmista consigue la «hazaña» de describir lo indescriptible en un solo y corto verso; y nos encontramos con un panorama humano envidiable: un hombre precedido por la seguridad, seguido por la paz, custodiado por la libertad y respirando alegría por todos sus poros. ¿Quién impedirá que un hombre así sea para todos amor y salvación?

LARRAÑAGA
SALMOS PARA LA VIDA
Publicaciones Claretianas
Madrid-1986-1. Págs. 41-56


 5. CATEQUESIS DEL PAPA en la audiencia general del miércoles, 25 de abril

El alma sedienta de Dios

1. El salmo 62, sobre el que reflexionaremos hoy, es el salmo del amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque implica el alma y el cuerpo.

Como escribe santa Teresa de Ávila, "sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata" (Camino de perfección, c. 19). La liturgia nos propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la tercera estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del salmo.

2. Así pues, comenzamos nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de Dios (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de modo casi instintivo, se podría decir "físico". De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él.

Ya el profeta Jeremías había proclamado:  el Señor es "manantial de aguas vivas", y había reprendido al pueblo por haber construido "cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta:  "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba, el que crea en mí" (Jn 7, 37-38). En pleno mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la samaritana:  "El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 14).

3. Con respecto a este tema, la oración del salmo 62 se entrelaza con el canto de otro estupendo salmo, el 41:  "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo" (vv. 2-3). Ahora bien, en hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, "el alma" se expresa con el término nefesh, que en algunos textos designa la "garganta" y en muchos otros se extiende para indicar todo el ser de la persona. El vocablo, entendido en estas dimensiones, ayuda a comprender cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios:  sin él falta la respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista  llega  a poner en segundo plano la misma existencia física, cuando no  hay  unión con Dios:  "Tu gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). También en el salmo 72 el salmista repite al Señor:  "Estando  contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se  consumen:   ¡Roca  de mi corazón, mi  porción,  Dios por siempre! (...) Para mí, mi bien es estar junto a Dios" (vv. 25-28).

4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista modulan el canto del hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente, con las imágenes del "gran banquete" y de la saciedad, el orante remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de Sion:  el llamado "de comunión", o sea, un banquete sagrado en el que los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios:  el hambre se sacia cuando se escucha la palabra divina y se encuentra al Señor. En efecto, "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3; cf. Mt 4, 4). Aquí el cristiano piensa en el banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm:  "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 55-56).

5. A través del alimento místico de la comunión con Dios "el alma se une a él", como dice el salmista. Una vez más, la palabra "alma" evoca a todo el ser humano. No por nada se habla de un abrazo, de una unión casi física:  Dios y el hombre están ya en plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de brotar la alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando atravesamos una noche oscura, nos sentimos protegidos por las alas de Dios, como el arca de la alianza estaba cubierta por las alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática de la alegría:  "A la sombra de tus alas canto con júbilo" (Sal 62, 8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a Dios mismo; nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra (cf. Sal 62, 9).

6. En una lectura de ese salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian en Cristo crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu y de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene.

Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que, comentando las palabras de san Juan:  de su costado "salió sangre y agua" (cf. Jn 19, 34), afirma:  "Esa sangre y esa agua son símbolos del bautismo y de los misterios", es decir, de la Eucaristía. Y concluye:  "¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué nos alimenta a todos? Con ese mismo alimento hemos sido formados y crecemos. En efecto, como la mujer alimenta al hijo que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su sangre a aquel que él mismo ha engendrado" (Homilía III dirigida a los neófitos, 16-19, passim:  SC 50 bis, 160-162).


6

«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua. ¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria!».

Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal, que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo.

Tal es mi deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso.

Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida.

Carlos G. Vallés
Busco tu rostro
Orar los Salmos

Sal Terrae, Santander-1989, pág. 118