SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

 

1 Tes 4,12-17: El Apóstol nos exhorta a no entristecernos

Nos amonesta el Apóstol a no entristecernos por nuestros seres queridos que duermen, o sea, que han muerto, como hacen los que no tienen esperanza, es decir, esperanza en la resurrección e incorrupción eterna. También la costumbre de la Escritura los denomina en verdad durmientes, para que al escuchar este término no perdamos la esperanza de que hemos de volver al estado de vigilia. Por ello se canta también en el salmo: ¿Acaso no volverá a levantarse el que duerme? (Sal 40,9). Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman. El pánico a la muerte no proviene, en efecto, de la sugestión, sino de la naturaleza. Pero la muerte no habría llegado al hombre si no hubiese existido antes la culpa que originó la pena.

En consecuencia, si hasta los animales, que han sido creados para morir a su debido tiempo, huyen de la muerte y aman la vida, ¡cuánto más el hombre, que había sido creado de forma que, si hubiera querido vivir sin pecado, hubiera vivido sin término! De aquí surge el que necesariamente estemos tristes cuando nos abandonan aquellos a los que amamos, pues aunque sabemos que no nos abandonan para siempre a los que quedamos aquí, sino que nos preceden por algún tiempo a quienes hemos de seguirles, sin embargo, la misma muerte de la que huye la naturaleza, cuando se adueña del ser amado, contrista en nosotros hasta el afecto de la amistad. Por eso no nos exhortó el Apóstol a no entristecernos, sino a no hacerlo como los que no tienen esperanza (1 Tes 4,12). En la muerte de los nuestros, pues, nos entristecemos ante su pérdida necesaria, pero con la esperanza de recuperarlos. Nos angustia lo primero, nos consuela lo segundo; allí nos abate la debilidad, aquí nos levanta la fe; de aquéllo se duele la naturaleza humana, de esto nos sana la promesa divina.

Por lo tanto, las pompas fúnebres, los cortejos funerarios, la suntuosa diligencia frente a la sepultura, la lujosa construcción de los panteones significan un cierto consuelo para los vivos, nunca una ayuda para los muertos. En cambio, no se puede dudar de que se les ayuda con las oraciones de la santa Iglesia, con el sacrificio salvador y con las limosnas que se otorgan en favor de sus almas, para que el Señor los trate con más misericordia que la merecida por sus pecados. Esa costumbre, trasmitida por los padres, la observa la Iglesia entera por aquellos que murieron en la comunión del cuerpo y sangre de Cristo, y de modo que, al mencionar sus nombres en el momento oportuno del sacrificio eucarístico; ora y recuerda que se ofrece también por ellos.

Si estas obras de misericordia se celebran como recomendación por ellos, ¿quién dudará de que han de serles útiles a aquellos por quienes se presentan súplicas ante Dios de ningún modo inútiles? No quepa la menor duda de que todas estas cosas son de provecho para los difuntos, pero sólo para quienes vivieron antes de su muerte de forma tal que puedan serles útiles después de ella. Pues respecto a quienes emigraron de sus cuerpos sin la fe que actúa por la caridad (Gál 5,6) y sin los sacramentos de esa fe, en vano cumplen los suyos con los sacramentos de la piedad, de cuya prenda carecieron mientras vivían aquí, o porque no recibieron o porque recibieron en vano la gracia de Dios y atesoraron para sí su ira y no su misericordia. Cuando los suyos realizan alguna acción buena por ellos, no por eso adquieren nuevos méritos los difuntos, pero se les añade a los propios de antes. Solamente en esta vida existe la posibilidad de obrar de modo que estas cosas les sean de alguna ayuda una vez que hayan dejado de existir. Y, por tanto, al llegar al término de esta vida, nadie podrá tener después más de lo merecido en ella.

Sermón 172,1-2.