29 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXXI DEL
TIEMPO ORDINARIO
8-12

8. LA LEY Y LAS OBRAS

-Ellos dicen y no hacen (Mt 23, 1-12) 

Jesús habla de personas que ocupan un puesto importante. En el judaísmo son las autoridades, a quienes Jesús reconoce su posición excepcional: cumplen una función magisterial. En el judaísmo se estaba de acuerdo en pensar que en el Sinaí Moisés había recibido del Señor una función de enseñar, y se le reconocía gustosamente la cualidad de maestro. Tanto, que "sentarse en la cátedra de Moisés" significaba entrar en la venerable línea de aquellos que están encargados de enseñar.

Hay, pues, que hacer lo que dicen. Jesús anima a ello, pero insiste en el hecho de que no hay que fijarse en sus actos. Una acusación tan grave debía apoyarse en hechos. Jesús no teme entrar en detalles. Uno tras otro, Jesús desenmascara los graves defectos de estos doctores. Se les hacen dos reproches que debían de ser bastante conocidos de los que les veían vivir. En primer lugar, una doble vida: exigen de los demás determinadas pruebas de observancia que ellos se guardan muy bien de practicar. Aquí Jesús utiliza la imagen del fardo liado a la espalda del esclavo sin que nadie le ayude a llevarlo. Todo se concentra en sus personas; estudian la manera de atraer sobre ellos la atención. Por eso, llevan sobre sí largas filacterias que entre los judíos no es, sin embargo, superstición, sino que para ellos representa el recuerdo de la Ley de Dios y el deber de consagrarse a observarla; también ensanchan las franjas del manto: en los cuatro ángulos de su manto, el judío observante llevaba una especie de cinta que recordaba los mandamientos de Dios. Les gustan los puestos de honor y los saludos reverenciales de que son objeto. Pero sobre todo, que les llamen Rabbi, "maestros".

Si Cristo enumera tan duramente y no sin cierta ironía sus visibles defectos, es para exigir de sus discípulos una actitud diametralmente opuesta. Se puede pensar que san Mateo quiere referir este discurso de Jesús como enseñanza para quienes, en su comunidad, ejercen alguna autoridad. El Señor pone en guardia a sus discípulos sobre todo respecto al último defecto, el de querer ser llamados maestros, con todo lo que eso lleva consigo. Ellos en cambio, no se harán llamar maestros ya que todos ellos son hermanos y no tienen más que un solo y verdadero maestro que les enseña; y no tienen más que un Padre, lo mismo que no tienen más que un maestro, Cristo. De modo que, "el primero entre vosotros será vuestro servidor". Y a continuación volvemos a encontrar el adagio otras veces repetido: "El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido".

-Acomodar la Ley (Mal 1, 14-2, 10)

Una vez más la liturgia de este día escoge un texto no por sí mismo, como haría un exegeta que tomara en consideración todo el rico texto de este pasaje. Hoy, en esta celebración, no se trata de presentar toda la riqueza de ese pasaje, sino de poner de relieve lo que el evangelio del día enseña a propósito de quienes tienen responsabilidad en la Iglesia.

Desde la primera frase, leemos la severa advertencia de Dios a los sacerdotes que no observan la Ley pero que se la imponen a los demás. Si no toman en serio dar gloria a su nombre, éste maldecirá las bendiciones que ellos den. Han hecho de la Ley no un guía que ayude a vivir, sino una ocasión de tropiezo para la gente; han invalidado, pues, la Alianza. Ya el profeta Oseas había hecho el mismo reproche a la casta sacerdotal: "Ya que tú has rechazado el saber, yo te rechazo a ti de mi sacerdocio" (Os 4, 4ss.).

Sólo Dios es Padre, el único Padre de todos porque él nos ha creado a todos. Esto evoca la unidad de la comunidad que forma el pueblo con Dios y en sí mismo. No hay, pues que traicionarse entre sí. Sin duda, el texto hace aquí alusión al divorcio, o al matrimonio con una mujer que honra a un Dios pagano, etc. Pero la lectura del día utiliza el texto en relación con el evangelio y se detiene aquí.

-Entregar el Evangelio y también lo que somos (1 Tes 2, 7-9.13)

San Pablo centra toda su enseñanza en una sola cosa: el evangelio. El que enseña no tiene que transmitir su propia doctrina, sino la de Jesús. Tal enseñanza no puede quedarse a nivel doctrinal, sino que el apóstol debe darse a sus fieles a la vez que les entrega el evangelio, arriesgando su vida, tanto en la práctica de lo que enseña, cuanto mostrándose lleno de solicitud por los miembros de su comunidad.

La carta utiliza varias expresiones bastante raras en san Pablo. Se le ve lleno de entusiasmo y de ternura con los Tesalonicenses que, sin duda, han hecho patente de forma especial su cambio de vida a partir de la visita de Pablo. Les recuerda cómo se dedicó por entero a ellos en su trabajo de predicación, tratándolos como una madre al hijo que ha de educar y hacer crecer. Y san Pablo concreta, de hecho, por qué se siente tan dichoso: los Tesalonicenses han recibido la palabra de Dios por lo que ella es realmente, no una palabra de hombre, sino la Palabra de Dios que permanece operante en ellos. De tal actividad, san Pablo no deduce el menor orgullo; ve en ello la obra de la gracia de Dios mismo.

En la comunidad eclesial, todos -en grados esencialmente diferentes- llevan la responsabilidad de un sacerdocio. Como tales, todos los fieles tienen, por tanto, la responsabilidad de la fraternidad en la comunidad, del progreso de todos y de cada uno, y esta responsabilidad les compromete a mostrarse leales, a no llevar una doble vida: una hecha de prácticas cristianas, y otra con frecuentes faltas del sentido de la caridad y del amor mutuo, con ambición por los primeros puestos incluso en organizaciones de obras cristianas para el bien de la comunidad. Porque también a este nivel se da la tentación. Pero la enseñanza de hoy se dirige ante todo a los que tienen el encargo de enseñar a los demás y una responsabilidad propiamente sacerdotal. Los ataques, muy duros a veces y a menudo injustos, contra la Iglesia por este motivo, no son para ella únicamente una prueba, pueden también ser ocasión de un examen de conciencia profundo. La adecuación entre la forma de vivir y lo que debemos enseñar siempre está en desequilibrio. Esto será así hasta el fin de los tiempos, y no se puede exigir de un sacerdote o de un catequista que sea perfecto. Pero por lo menos el pueblo de Dios está en su derecho al esperar de él que busque la santidad y que se consagre a ella, no tanto por él mismo cuanto por los que le han sido confiados.

El servicio de la comunidad debe ir por delante de todo lo demás. Aunque los honores son, indudablemente, menos buscados en nuestros días que antiguamente, y aunque los títulos son menos reivindicados por parte de los que ocupan los más altos rangos, un evidente orgullo se infiltra ahora por otras partes y de forma sutil: sin querer ser llamados maestros, muchos pretenden enseñar su doctrina y no siempre la del Evangelio y la de la Iglesia. Este procedimiento, que se ampara inconscientemente tras una actitud muy democrática, a veces desaliñada humanamente, con una cierta permisividad que quiere ser fraternal, oculta una nueva especie de orgullo y suficiencia. No siempre es fácil enseñar el evangelio objetivamente y seguir las líneas de enseñanza impuestas. La lectura de hoy nos pide a todos revisar con lealtad las propias posturas íntimas y no creer demasiado rápidamente que los reproches de Jesús afectan sólo a los demás.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 87 ss.


9.

-La comunidad del evangelio de Mateo

Como se sabe, los evangelios no fueron redactados por escritores que vivieran aislados, que hicieran una obra sólo suya, independiente, como es normal en los escritores actuales. Los evangelios están escritos en el interior de las primeras comunidades cristianas, para ellas y desde ellas. Para ellas, porque se escriben para alimentar su fe, para conservar los hechos y palabras del Señor Jesús en quien se cree. Pero también los evangelios están escritos desde estas diversas comunidades cristianas de los primeros tiempos y por eso son testimonios de su fe y reflejan también sus problemas y vivencias.

Esto parece claro en el fragmento del evangelio de Mateo que hemos anunciado en esta misa dominical. La comunidad en la que se escribió este evangelio estaba formada sobre todo por cristianos judíos -por eso, por ejemplo, es el evangelio que más cita el Antiguo Testamento- y que por ello viven la fe en Jesucristo no como una negación pero sí como una superación de la religión judía. Y eso mismo, esta mezcla de proximidad espiritual y ruptura con los judíos que seguían sólo con su antigua fe, este hecho de formar una comunidad cristiana separada, hace que el evangelio de Mateo sea el que acentúe más la polémica con los grandes representantes de la ortodoxia judía, los escribas y fariseos, aquellos que consideraban a los cristianos judíos como sus herejes.

-Crítica y contraste

En la primera parte del texto que hemos leído, se expresa fuertemente esta polémica. En todas las religiones encontramos unas personas encargadas de explicar e interpretar la tradición recibida. En el pueblo judío, en tiempos de Jesús, solían ser los fariseos y los letrados (o escribas). Jesús los critica por tres motivos: porque no hacen lo que enseñan, porque piensan que su tarea de maestros religiosos les hace superiores a los demás y -sobre todo- porque en vez de anunciar la buena noticia del amor de Dios" ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar".

Los cristianos de la comunidad en que se escribió este evangelio eran muy conscientes de que Jesús se había comportado de un modo totalmente distinto. Jesús hizo lo que enseñó -se cree en Jesucristo más por lo que hizo que por lo que dijo-, Jesús no reclamó para él honores y privilegios, Jesús no cargó sobre los hombres y mujeres "fardos pesados e insoportables" sino que anunció la Buena Noticia del amor de Dios, una Buena Noticia de salvación y liberación, de amor y esperanza y alegría para todos.

-Una preocupación que debería ser nuestra

Esta era la fe y la convicción de aquellos primeros cristianos que hallamos reflejada en el evangelio. Pero además, hallamos también reflejada en él la preocupación por no seguir el método y el mal ejemplo de fariseos y escribas sino el método y buen ejemplo de Jesús. Es decir, de que en la comunidad nadie actúe como actuaban los fariseos sino todos intenten obrar como obraba Jesús.

Y tanta era la preocupación por no dejar penetrar en la comunidad cristiana -y especialmente entre los que en ella tenían algún cargo de responsabilidad- aquello que en otro lugar del evangelio se denomina "la levadura de los fariseos", que se afirma que ni tan sólo deben utilizarse entre los miembros de la comunidad cristiana los títulos de "maestro", "padre", "jefe" (o "señor"), que de algún modo, ponen en peligro la igualdad, la fraternidad entre los cristianos.

Hemos de reconocer que desde hace muchos siglos, en la Iglesia, no nos hemos tomado estas prescripciones al pie de la letra y utilizamos entre nosotros, en la comunidad eclesial, estos títulos. Esté bien o esté mal hacerlo, sea como sea, lo importante no son las palabras, los títulos -quedarse en un problema de palabras sería, probablemente, algo farisaico- sino los hechos y las actitudes de fondo. Lo que Jesús resume diciendo que "el primero entre vosotros será vuestro servidor". Que esto sea así, no con palabras sino con hechos, es lo que todos y especialmente quienes en la Iglesia tenemos algún "cargo" hemos de examinar y revisar y, si es necesario, hacer propósitos de enmienda.

Para que así nuestras comunidades cristianas sean -como quería Jesús, como querían aquellos primeros cristianos- comunidades fraternales en las que todos nos sabemos hermanos que sólo tienen a Dios como Padre.

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1993/13


10.

Durante muchos años hemos conocido entre nosotros un clero numeroso y activo. Esta realidad que, por una parte, ha sido tan valiosa y enriquecedora para nuestra iglesia, ha provocado sin embargo una postura de pasividad y falta de protagonismo en el resto de la comunidad creyente.

Nos hemos acostumbrado a pensar que son los sacerdotes los únicos protagonistas y responsables de la vida y la marcha de la iglesia. Ellos son los que saben qué hay que hacer. Ellos los únicos que han de pensar, programar y hacerlo todo.

La iglesia la hemos entendido como una gran pirámide donde toda la responsabilidad parece recaer en el Papa, los obispos y los sacerdotes. Sólo en la base de la pirámide están los fieles dispuestos a escuchar, aprender y recibir todo lo que se les indique. Sin embargo, esta imagen piramidal no responde al deseo original de Jesús ni refleja bien el misterio de la iglesia llamada a ser, antes que nada, comunidad fraterna.

Jesús ha pensado más bien en una iglesia donde nadie se sienta «padre» ni «maestro» ni «jefe». Una iglesia hecha de hermanos donde todos han de encontrar su sitio y su tarea de servicio a los demás.

Por eso, nadie ha de pretender en la comunidad cristiana monopolizar toda la responsabilidad ni acaparar todas las tareas. Y nadie ha de considerarse miembro innecesario o pasivo.

Todos estamos llamados a participar activamente pues todos somos responsables de la iglesia y de su misión, aunque no todos seamos responsables de la misma manera. Esto nos exige a todos un cambio y una conversión. Los seglares han de ir asumiendo su propia responsabilidad, colaborando con interés y generosidad, sin rehuir las tareas y funciones que les corresponden.

Por su parte, los sacerdotes hemos de aprender a trabajar no sólo para los fieles sino con los fieles. Hemos de aprender a ser sacerdotes en una iglesia más corresponsable, valorando el papel de los seglares, promoviendo su participación activa y confiándoles una responsabilidad mayor. Los sacerdotes somos responsables de que todos sean responsables.

Esta es una de nuestras grandes tareas en la iglesia: ir encontrando cada uno nuestro verdadero sitio en la comunidad cristiana para colaborar de manera fraterna y corresponsable en la vida y la misión de nuestra iglesia.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985 Pág. 123 s.


11.

1.El espíritu farisaico

¿Por qué Jesús, que ha mostrado siempre tanta comprensión hacia los pecadores, ha usado un lenguaje tan violento contra los letrados -expertos en la enseñanza de las Escrituras- y los fariseos -fieles cumplidores de la ley-, que formaban los dos grupos más sanos del judaísmo de aquel tiempo? Es necesario que hagamos justicia, antes de seguir adelante, a los dos grupos, pues toda identificación masiva es siempre injusta. No olvidemos que san Pablo pertenecía a la secta de los fariseos, y que de ambos grupos salieron numerosos seguidores suyos.

El fariseísmo contra el que Jesús lanzó sus diatribas es una categoría del espíritu, más que un determinado grupo de personas. Una actitud permanente, más que un pecado ocasional. Una tentación capaz de desarrollarse en cualquier época y de manifestarse en las situaciones más diversas. Por lo que no podemos considerar sus palabras como dirigidas a todos los letrados y fariseos, sino a aquellos de sus miembros que habían caído en los defectos que Jesús les reprocha, y que les impedía aceptar sus enseñanzas.

Además de denuncia a sus adversarios, son un aviso a sus seguidores de todos los tiempos y lugares para que se cuiden de caer en esta repugnante deformación religiosa. Porque no fue la gente considerada pecadora y proscrita la que se opuso a Jesús, sino precisamente los más piadosos y religiosos del pueblo. Fenómeno frecuente en la Biblia, en las demás confesiones religiosas y en la misma Iglesia, cuando la fe se transforma en fanatismo ciego al servicio de la ley, del culto, del dogma o de la institución. Entonces se traiciona inexorablemente el espíritu religioso, caracterizado en todas las grandes religiones como una postura de comprensión y de amor al prójimo. El fanatismo coloca las ideas y las estructuras por encima del amor, llegando al desprecio y hasta el asesinato del hombre por defenderlas, como le ocurrió a Jesús y a tantos a lo largo de la historia de las religiones, incluyendo nuestra Iglesia. Es la trayectoria constante del integrismo intransigente, situado en las antípodas del reino de Dios.

LEGALISMO: El espíritu farisaico representa la perversión de las relaciones que unen al hombre con Dios y con los demás seres humanos. Perversión que tiene un nombre: legalismo, que es el conocimiento de todas las leyes, menos la del amor. El legalismo reduce la ley a prácticas religiosas y normas externas, en lugar de interiorizarla; sólo tiene las apariencias de la fidelidad a la ley, al reducirla a medir, a pesar observancias exteriores. El comportamiento externo tiene la preferencia sobre la actitud interior. La más pequeña infracción legal es espiada, denunciada, condenada sin piedad, mientras se aceptan tranquilamente las más atroces deformaciones interiores.

El exhibicionismo es otro rasgo del espíritu farisaico. El fariseo es un actor que recita el papel de sus buenas obras (Lc 18,11- 12). Tiene necesidad de muchos preceptos para evadirse de lo fundamental: el amor desinteresado al prójimo. Ha inventado la casuística porque, con un poco de paciencia, ayuda siempre a encontrar la escapatoria para eludir el espíritu de la ley. Se considera superior a los demás, lo que le lleva a convertirse en "casta". Está seguro de poseer toda la verdad, y así no puede avanzar y se ve obligado a defender un orden inmutable: todo bien claro, bien definido, organizado... de una vez para siempre, y en todos los campos. Rechazan la tradición viviente, y cualquier novedad es para ellos motivo de escándalo. En definitiva, los defectos de los letrados y fariseos son los riesgos "profesionales" de la gente que vive de la religión; de los que identifican el reino de Dios con las estructuras eclesiales, consideradas como inamovibles.

El espíritu farisaico-- la hipocresía- es la disociación culpable entre el decir y el hacer. El gran desafío para el hombre es vivir en la verdad, en su verdad, reconocerla, no esconderla ni ante sí mismo ni ante los demás. Saberse mirar al espejo exige mucha valentía. Jesús va a insistirnos en el gran peligro de manipular la religión, de utilizarla para esconder -para escondernos incluso ante nosotros mismos- nuestra verdad y para escalar posiciones de prestigio social. Fijemos cada uno nuestra mirada en nuestra propia vida. Solamente así los textos evangélicos que vamos leyendo y comentando nos serán verdaderamente útiles para ayudarnos a transformar nuestro comportamiento, además de ilustrarnos.

2. El discurso más terrible de todo el evangelio

En su capítulo 23, Mateo nos dice hasta dónde puede llegar un hombre religioso que no tiene un buen punto de partida. Quiere desengañar a todos los que piensan que la doctrina de letrados y fariseos -cumplimiento exclusivo de unas prácticas externas- es compatible con el cristianismo. Es el discurso más terrible de todo el evangelio, construido con palabras pronunciadas por Jesús en diversas circunstancias y agrupadas en este capítulo por afinidad temática. Si no fuera Jesús el que lo dice, podríamos interpretarlo como una fenomenal falta a la prudencia. Es como el reverso del sermón de la montaña (Mt 5-7): allí se proclamó la doctrina de la verdadera justicia; aquí se pone al descubierto la falsa justicia -la hipocresía- de los dirigentes religiosos del judaísmo. Palabras polémicas que representan la culminación de la ruptura entre Jesús y los letrados y fariseos. Ya no discute con ellos; les considera irrecuperables, dada su cerrazón preconcebida. Jesús ataca abiertamente y con insólita violencia, poniendo al descubierto las verdaderas y ocultas raíces de su resistencia. El auditorio está formado por los discípulos y el pueblo, a los que quiere poner en guardia contra la falsedad de sus dirigentes.

El discurso consta de tres partes: actitud de los letrados y fariseos, dejando al descubierto la opresión que ejercen sobre el pueblo y su ansia de prestigio y poder, e instrucciones a sus seguidores para que no los imiten (vv. 1-12); siete anatemas contra ambos grupos religiosos, que ponen en evidencia la hipocresía de la doctrina que proponen (w. 13-22), y la predicción de su castigo y el de Jerusalén (vv. 33-39). Lucas utiliza en parte el mismo material en otro contexto (Lc/11/39-52), pero separando las palabras contra los fariseos de las dirigidas contra los letrados. En este contexto, Marcos y Lucas citan sólo unas pocas palabras decisivas contra los letrados. Todo el discurso, aunque evidentemente se remite a la época de Jesús, está dirigido, en realidad, a nosotros... a la comunidad cristiana de todos los tiempos.

En la primera parte, que vamos a comentar, Jesús condena las contradicciones de los letrados y fariseos, describiendo luego, como contraste, algunas características del verdadero discípulo.

3. La cátedra de Moisés está en malas manos

Moisés es el primer legislador de Israel. Después de él sólo está la tradición de los antepasados, desarrollada a partir de su muerte. En tiempos de Jesús, los letrados, o doctores de la ley, eran los profesionales de la ley mosaica con reconocimiento oficial. Tenían gran influencia en la sociedad por su tarea específica de formar a los demás, dictar sentencia en los tribunales y determinar el sentido de la ley y las normas de conducta. Pocas veces citaban la Biblia; eran más teólogos que intérpretes de la Escritura, que leían poco. Hacían algo similar a lo que hacemos ahora en el cristianismo: parece que todo vale -estudios universitarios con la finalidad de obtener títulos académicos, cursillos varios, planes de formación y de pastoral...-, menos ahondar con seriedad en lo que dice Jesús en el evangelio. Este estudio y enseñanza de la ley lo hacían compatible normalmente con otra profesión que les daba para vivir; algunos pertenecían a la secta de los fariseos, uno de los cuatro partidos más importantes del judaísmo.

La ley y los profetas reservaban la enseñanza y la interpretación de la palabra de Dios a los sacerdotes (Dt 17,8-12; 31,9; Miq 3,11; Mal 2,7). Al usurpar esa función, los letrados han introducido un profundo y grave cambio en la religión, sustituyendo la fe en la palabra por un método intelectualista -¿nuestra teología escolástica?- y la obediencia al plan de Dios por el juridicismo -ahora el Código de derecho canónico- y la casuística -nuestros ¿antiguos? manuales de moral-. El puesto de los profetas lo tomaron los doctores de la ley y sus observantes, convirtiendo la misión profética de enseñar en una profesión que no comprometía para nada la vida personal y violentaba la libertad de conciencia de los demás con la intransigencia con que se obligaba a la adhesión a sus dogmas. ¿Nos suena? Han sustituido la referencia Dios, propia de los profetas, por un código minuciosamente comentado e interpretado, que ahoga al hombre. Recordemos los seiscientos trece mandamientos que se distinguían en la ley, todos obligatorios por igual.

Al no ser hombres cualesquiera, su mal comportamiento resultaba mucho más escandaloso. Transmitir la palabra de Dios reviste una especial responsabilidad. Jesús les hace dos reproches: la incoherencia entre lo que dicen y lo que hacen y el buscarse a sí mismos. Han establecido dos medidas: una indulgente para ellos, y otra severa para los demás; con lo que mienten a Dios y a los demás y se engañan a sí mismos. Han confundido la apariencia con la realidad.

No parece que Jesús recomiende a sus seguidores que obedezcan a lo que dicen los letrados y los fariseos. Las palabras que siguen -"no hagáis lo que ellos hacen"- neutralizan las anteriores, pues nadie hace caso de unos maestros si sabe que son hipócritas. Esta interpretación se confirma si constatamos que Jesús no sólo ataca la conducta de estos dirigentes religiosos, sino también la doctrina de los fariseos (Mt 1 S,6-9. 14; 16,12; 23,16-22). No se trata sólo de predicar, de precisar minuciosamente los preceptos de una ley, ni tan sólo de celebrar el culto en el templo de Dios; es imprescindible testimoniar la verdad de lo que se dice con el ejemplo de la propia vida.

Además de no cumplir lo que enseñaban, cargaron la ley con una enorme cantidad de minuciosidades y reglamentaciones que la hacían odiosa e insoportable. Prescripciones ridículas sobre el lavado de las manos, vasos, alimentos... La casuística rabínica es uno de los mayores absurdos que produjo la mente humana, en parte imitada por muchos manuales de moral católica anteriores al concilio Vaticano II. Celo por la ley para que la cumplan otros. Los "fardos pesados" se oponen a la "carga ligera" de Jesús (Mt 11,30). No pretenden ayudar a los hombres con su doctrina, sino dominarlos. Con este dominio oprimían al pueblo: los letrados, aplicando el peso de la ley a los demás, aunque ellos eran poco escrupulosos y no presumían de ser santos; los fariseos, con su puritanismo exclusivista, que había quitado a la ley todo su humanitarismo y prescindía olímpicamente de las necesidades del prójimo.

"Todo lo que hacen es para que los vea la gente". Es el segundo reproche que les hace Jesús: el buscarse a sí mismos. Todas sus obras son fingidas, puro exhibicionismo, porque no las hacen por Dios, que conoce lo oculto, sino para que los hombres reconozcan su autoridad y prestigio. Buscan por todos los medios llamar la atención del pueblo, siempre crédulo ante las apariencias.

"Alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto". Las filacterias eran unos colgantes con pequeños estuches o cajitas que contenían fragmentos de textos de la ley de particular importancia (Dt 6,4-9; 11,13-23; Ex 13,2-16...) e interpretación literal de la misma ley, como indican los mismos textos citados. Tenían un alto significado simbólico: mantener siempre presente en el espíritu el recuerdo de la ley del Señor y el compromiso de observarla. Y justamente eso era lo que no hacían los letrados y fariseos. Se colgaban en la frente y en el brazo izquierdo. Jesús les ataca porque no sólo no cumplían con los textos que llevaban escritos, sino que los llevaban más grandes de lo ordinario para hacer ostentación de una falsa fidelidad a la ley. Los flecos o franjas del manto tenían una función análoga, según se desprende del libro de los Números (Núm 15,38-39). Ahora llevamos las medallas y los escapularios, muchos como si fueran amuletos y bastantes como joyas de valor. ¿Cuántos con verdadero sentido cristiano? Poseídos de su superioridad, se consideraban merecedores de los primeros puestos en la vida civil y religiosa. Los puestos de honor se otorgaban de dos formas: por la edad o por la dignidad del personaje. Ellos los querían siempre por la segunda razón. Tenían un ansia desmedida, casi patológica, de vanidad y de soberbia. Desean que la gente reconozca su dignidad con señales externas de aprecio y sumisión, con lo que creaban desigualdad y se constituían en casta privilegiada repleta de ambición. En las sinagogas, los que ocupaban los primeros puestos daban la espalda al arca que contenía los rollos de la ley y se sentaban de cara al público. Todos se enteraban de su importante e imprescindible presencia.

Les encantaba dar paseos por las plazas vestidos con largas y amplias túnicas de colores llamativos, para atraer la atención. Su porte era ostentoso, su paso lento. Y así eran saludados por las gentes, que veían en ellos a los estudiosos de la ley y sucesores de Moisés. ¿Qué religión podían enseñar tales sacos de vanidad? Y no creamos que todo esto ya pasó. Abramos bien los ojos...

Las palabras de Jesús son claras: ¡Cuidado con ellos!, porque, a la vez que simulan y hacen ostentación de largas oraciones, "devoran los bienes de las viudas", nos dicen Marcos y Lucas; aprovechan el culto y las plegarias para enriquecerse. Parece que se hacían pagar espléndidamente los consejos y recomendaciones que daban a la gente del pueblo, abusando de la buena voluntad y generosidad de las mujeres pobres. Con su vida no responden, evidentemente, a lo que deberían ser como dirigentes del pueblo. ¿Cómo van a aceptar las enseñanzas de Jesús? ¿Qué nos está impidiendo aceptarla a nosotros? "Recibirán una sentencia más rigurosa", terminan diciéndonos Marcos y Lucas. Por su conocimiento de la ley deberían saber mejor que los demás cuál es la voluntad de Dios, y como maestros de justicia son responsables de los demás. Dios los reprueba.

En resumen, las acusaciones de Jesús son tres. De vanidad: pasear pomposamente enfundados en sus amplios ropajes de lana amarilla o violeta, el complacerse en las reverencias y saludos por parte de la gente, el acaparamiento de los puestos de honor en los banquetes y en las asambleas litúrgicas. De hipocresía: devoción ostentosa, basada en la cantidad y duración de las oraciones, hechas como espectáculo para lograr la estima y admiración del pueblo sencillo, especialmente de las mujeres. Y de avaricia: en vez de ayudar a los pobres, a los pequeños, a los indefensos, no dudan en explotarlos descaradamente, aprovechándose incluso de su hospitalidad. ¡Desgraciado del pueblo que caiga en tales manos! Una revisión de nuestras actitudes es particularmente necesaria ante textos de esta claridad y dureza. ¿Quién estará libre de, al menos, alguna de las tres acusaciones?

4. Algunas características del verdadero discípulo

El título de "maestro" (rabí) era el más codiciado por los dirigentes de Israel. Era tal el ansia que tenían de ser saludados con este título, que llegaron a enseñar que los discípulos que no llamaran a sus maestros por ese nombre provocaban la ira divina sobre Israel.

"No os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos". Todos se limitan a dar lo que reciben. Ninguno tiene nada por sí mismo. Jesús insiste en la igualdad entre los suyos. Nadie de su comunidad tiene derecho a rango o privilegio; nadie depende de otro para la doctrina: el único maestro es el mismo Jesús. Todos los cristianos somos iguales en la Iglesia, hermanos. Nadie tiene derecho a constituir doctrina que no tenga su fundamento en la que él expone.

Ningún hombre puede llevar el título de padre para expresar su dignidad religiosa, "porque uno solo es vuestro padre, el del cielo". Los judíos llamaban "padre" a los miembros del Gran Consejo (He 7,2; 22,1). "Padre" significaba transmisor de la tradición y modelo de vida. Jesús prohíbe a los suyos reconocer otra paternidad distinta de la de Dios; es decir, someterse a lo que transmiten otros ni tomarlos por modelo. El discípulo no tiene más modelo que el Padre Dios, reflejado plenamente en Jesús.

"No os dejéis llamar jefes". El término significa consejero y guía espiritual. Jesús se reserva también este título. Es únicamente él, en cuanto Mesías, el que señala el camino y es merecedor de seguimiento.

La fuerza de las palabras de Jesús está principalmente en la expresión "uno solo es vuestro...", repetida tres veces. Ninguna autoridad puede oscurecer un hecho fundamental: Jesús es el único Señor. La verdadera autoridad es transparencia. Señorío de Dios y de su Cristo, filiación divina y fraternidad son las categorías fundamentales de la comunidad cristiana. La autoridad, que está a su servicio, debe defenderlas, revelarlas; jamás oscurecerlas.

Sólo podrá ser maestro quien se sepa discípulo del único Maestro; padre, quien se sienta hijo del único Padre; jefe, quien de verdad sea seguidor del único Señor. Establecida la diferencia entre el comportamiento de los letrados y fariseos y el que deben tener los discípulos, Jesús nos señala cuál es la verdadera grandeza: hacerse los últimos y siervos de todos. Es verdadero discípulo el que no se da importancia, el que no tiene posiciones que defender, el que está siempre en camino. El sujeto no indicado en los verbos "será humillado" y "será enaltecido" es Dios mismo. Las palabras enuncian, por tanto, un juicio de Dios sobre las actitudes humanas. La estima que pretenden los dirigentes religiosos ante los hombres es desestima los ojos de Dios. Es grande ante Dios el que se vuelve pequeño ante los hombres. Los criterios de Dios raras veces coinciden con los nuestros. Menos mal...

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 78-85


12. I/LIBERTAD: Y AQUÍ ESTAMOS

A ciertos niveles de interioridad es la Iglesia la que mejor puede hacer una crítica de sí misma, porque nadie mejor que ella sabe lo que la separa de ser la esposa sin mancha ni arruga que el Señor quiere. Pero también es verdad que es ella la que mejor sabe de sus sacrificios, de sus dolores y, sobre todo, de sus silencios, en aras siempre de una eficacia y de unas fidelidades que no entran ni se cotizan en las escalas de valores de nuestro mundo. Parece que es la Iglesia la única institución que no debe defenderse nunca, la única que no puede sospechar ni hacer suposiciones aun en los casos más claros y optimistas. Menos mal que ella lo sabe y que en esto no suele delinquir. ¿Se puede afirmar también que nadie sale en su defensa ni siquiera en asuntos de una clara y exigida justicia?

Viene esto a cuento de que hoy el evangelio nos permitiría hacer una critica de la Iglesia, no tanto como misterio (en esto no hay fisuras), sino como institución en este mundo y sometida a todo aquello que la gracia no destruye ni impide: "la tibieza de lo hecho sin la elegancia de una fe nítida". La Iglesia no puede limitarse a cumplir con su deber; tiene que hacer el bien y además hacerlo bien hecho, excelentemente bien hecho. Lo decía estos días monseñor Montero: "Lo más grande que se hizo en este mundo, se hizo siempre sin tener la obligación de hacerlo". Esta es la cuestión, y en esto el listón de la Iglesia sigue alto, y ella lo sabe.

Podríamos añadir que la Iglesia no sólo debe esforzarse en lo gratuito, sino que cualquier creyente o menos creyente puede y debe, conociéndola, exigirle esas "oblaciones de mayor estima", sabiendo que el estar ahí supone ese riesgo y ese tributo a un mundo que, no queriéndola, la necesita.

Hoy, cuando se habla tanto de libertades, podemos afirmar que la Iglesia es un reducto humano en el que se vive y ejerce una auténtica y plena libertad. ¿Se imaginan que la Iglesia intentara imponer a los bautizados una disciplina de voto? Es precisamente ella la única que enseña la primacía de la conciencia personal sobre cualquier vinculación, incluida la misma fe.

Hoy, que se invoca la dignidad de la persona humana y que luego se devalúa con leyes permisivas del desorden y la violencia, la Iglesia es la única que defiende la dignidad de toda vida al tiempo que restaña en sus instituciones las heridas de las victimas más indefensas de nuestra sociedad.

Hoy, cuando se habla de paz y de desarme -pero de los otros-, la Iglesia sufre en sus carnes la violencia por el único delito de estar desarmada frente a ella. Hoy, que se habla del derecho al trabajo, al alimento, a un techo, la Iglesia, aquí y ahora mismo, alimenta a familias enteras, viste y cobija a los sin techo y atiende a los que llaman a sus puertas, porque hasta los pillos saben que ella se ha impuesto la obligación de dejarse engañar. Y esto lo olvidaron muchos que vivieron sus esperas en las sacristías. Y, sin embargo, el listón de nuestro Evangelio sigue más alto que nuestra generosidad. Pero aquí estamos.

Jaime CEIDE
ABC/DIARIO