El evangelio de hoy es muy sencillo y no hace falta que nos
esforcemos mucho para comprenderlo. Jesús critica la conducta de los que sólo
tienen buenas palabras, y alaba en cambio la de aquellos, peor hablados, que
terminan cumpliendo la voluntad de Dios aunque sea a regañadientes. Comprueba
que los santones de Israel, los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo, van
a la zaga en el camino del reinado de Dios, mientras que los pecadores,
publicanos y prostitutas, les llevan la delantera.
Jesús distingue entre las buenas obras y las buenas
palabras, entre la ortopraxis y la simple ortodoxia, y ve que no siempre se
corresponden.
Creer no es saber mucho y mejor que los otros, ni conocer en
cada momento la voluntad de Dios, ni tener como ciertas las verdades que la
Iglesia nos propone... sino llevar una vida coherente con el evangelio.
La historia, en boca de Jesús tiene un destinatario claro,
que es el pueblo de Israel: Israel es el pueblo que oficialmente ha dicho que
sí a Dios, pero que a la hora de la verdad no sigue lo que Dios quiere, no
sigue el Evangelio de Jesús. Israel no entiende que trabajar en la viña
significa tener como criterio el amor y el servicio a todo hombre y sobre todo a
los pobres y no la seguridad de la Ley.
Jesús se enfrenta con unas conductas muy religiosas pero que
son impenetrables al Evangelio y pone como ejemplares otras conductas que pueden
ser inmorales, pero son conductas que pueden ser transformadas por el Evangelio.
Jesús habla de lo que le está pasando a él mismo: va a ser
asesinado por los creyentes en su Padre: gentes muy religiosas, pero de muy
malos sentimientos. Nuestra situación es la misma; el judaísmo también se ha
metido en la Iglesia, y sigue impenetrable a los sentimientos de Cristo.
Pero, afortunadamente, hay también muchos hijos, que dijeron
«no voy» y están trabajando para el Reino.
¿Cumplimos la voluntad de Dios? Como en la parábola de
Jesús puede ocurrir hoy en la Iglesia. Puede suceder que unos tengan las buenas
palabras y otros las buenas obras, que unos tengan los rezos y otros el amor al
prójimo, que unos digan «Señor, Señor» y otros cumplan la voluntad del
Padre.
Hay un peligro que acecha a los mejores, a los que se
esfuerzan lo mismo que los fariseos: creerse tan al lado de Dios que no se
piensa ya en convertirse, en cambiar. Para las prostitutas su no a Dios era tan
grande que no vacilaron al ver que podían decirle sí inmediatamente.
Nosotros, ¡el primer hijo!, vamos acumulando los
«amén»... y no nos movemos.
-Entonces, ¿hay que hacerse publicano o prostituta?
-No, sino descubrir que «somos» publicanos y prostitutas.
Que somos pecadores, de una forma o de otra. Cuando uno toma conciencia de ello,
tiene ciertas oportunidades de ser el segundo hijo, el del verdadero sí.
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En el evangelio se nos habla siempre de
un «hacer», aun cuando menos lo esperamos. «El que hace la verdad viene de la
luz».
Confesémoslo. Hubiera sido más cómodo: el que contempla la
verdad, o bien el que guarda la verdad, o incluso el que defiende la verdad.
Pero se dice: «el que hace la verdad...» Solamente los obreros de la verdad, y
no los especialistas del «si», llegan a la luz.
La verdad no es nuestra. No nos pertenece. Viene del Padre.
Pero tenemos la posibilidad de hacer que sea nuestra: traduciéndola en nuestra
conducta práctica, en la realidad del mundo en que vivimos. El «hacer»
establece una relación estrecha, una especie de parentesco, entre nosotros y la
verdad.
Si nos presentamos en la casa del Padre solamente «armados»
de la verdad, se nos cerrarán las puertas y es inútil que nos hagamos
ilusiones.
«Señor, he guardado la verdad». Si ser cristianos se
redujese a esa tarea, Dios podría haber previsto las cosas de una manera mejor:
una caja fuerte bien blindada hubiera sido más segura.
Hemos de presentarnos en la casa del Padre no con la verdad
bajo el brazo, sino con la verdad traducida en los hechos. Entonces es cuando
Dios nos reconocerá sus hijos. (...) ¡Cuántas veces hemos faltado los
cristianos a la cita de la historia! ¡Cuántos retrasos ha impuesto nuestra
pereza a la marcha del evangelio! ¡Cuántos lazos! Afortunadamente el Padre
tiene a su disposición otros hijos. Unos hijos que quizá no digan que sí,
pero al final hacen lo que deben hacer, a diferencia de nosotros, que estamos
siempre dispuestos a decir sí, pero que luego hacemos lo que nos viene en gana.
Bernanos ha observado que los cristianos poseen un
mensaje de liberación. Pero que, en la historia, han sido frecuentemente los
otros los que han liberado a los hombres.
El mismo discurso podría hacerse también de la justicia, de
la libertad y de la paz.
Nuestros «adversarios» son muchas veces la documentación viviente de
nuestras traiciones en perjuicio de la verdad, de nuestra negativa a «hacer»
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