El
Talmud de Jerusalén contiene un relato parecido en la forma a la parábola que
hemos escuchado. Se trata del discurso funerario que pronuncia un rabino al
sepultar a un joven maestro de 28 años. En él se cuenta cómo un rey contrató
obreros para su viña y también pagó a todos lo mismo. Pero, ante las
protestas, su contestación fue: éste ha trabajado en dos horas más que
vosotros en todo el día. El joven rabino difunto había hecho más en 28 años
que muchos doctores en cien. Se le premiaba la cantidad de trabajo que fue capaz
de realizar en poco tiempo. La forma narrativa, como se ve, es bien similar,
pero el fondo es muy distinto: mientras el discurso rabínico habla de mérito,
la parábola de Jesús se refiere a la gracia. En el primer caso, la causa del
premio está en el trabajo de quien lo recibe; en el segundo, en la bondad del
que lo otorga. En alguna ocasión, la liturgia de la misa recoge en sus
oraciones: no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad.
Nos
cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros. Dios se
presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor
gratuito e inmerecido. Esta es la buena noticia del evangelio. Pero nosotros
insistimos en atribuirle el metro siempre injusto de nuestra humana justicia.
En
vez de parecernos a él intentamos que él se parezca a nosotros con salarios,
tarifas, comisiones y porcentajes. Queremos comerciar con él y que nos pague
puntualmente el tiempo que le dedicamos y que prácticamente se reduce al
empleado en unos ritos sin compromiso y unas oraciones sin corazón.
Con
una mentalidad utilitarista, muy propia de nuestro tiempo, preguntamos: ¿Para
qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidenciamos que no
hemos tenido la experiencia de que Dios nos quiere y no reaccionamos en
consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas. Dios es
gratuito.
Vemos
absurdo y hasta injusto ser queridos todos por igual.
Olvidamos
que la gracia ha sustituido a la ley. Necesitamos que existan los malos para
podernos calificar de buenos. De esta forma, el amor al hermano se torna
imposible.
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-La
envidia del justo
El
centro de la parábola lo constituye el v. 10 («Cuando llegaron los primeros
creyeron que recibirían más, pero también ellos recibieron un denario cada
uno»), y así lo aclaran las críticas que los obreros formulan contra el amo (vv.
11-12) y la respuesta de éste (vv. 13-15). Bien mirado, los obreros de la
primera hora no se quejan de haber padecido una injusticia (ajustaron un denario
y lo recibieron), sino más bien de la ventaja concedida a los otros. No
pretenden recibir más, sino que se muestran envidiosos de que los otros hayan
sido tratados como ellos.
Quieren
defender una diferencia. Eso es lo que les irrita: la falta de distinción. La
injusticia de que creen ser víctima no consiste en recibir una paga
insuficiente, sino en ver que el amo es bueno con los otros. Es la envidia del
justo frente a un Dios que perdona a los pecadores.
Así
leída, la parábola no quiere enseñarnos en primer lugar cómo se conduce
Dios, sino más bien cómo han de conducirse los justos ante la misericordia de
Dios; concretamente ante la manera de obrar de Jesús y ante un Reino que se
abre a los paganos. «El problema no es el de los derechos y los deberes de un
amo, sino el de la solidaridad que debe unir a los obreros entre sí» (J.
Dupont), a los afortunados con los desafortunados, a los justos con los
pecadores. Los justos no deben sentir envidia, sino alegrarse ante un Padre que
perdona a los hermanos pecadores.
De
esta manera hemos llegado con toda probabilidad a la situación histórica
concreta de la predicación de Jesús; en otras palabras, al ambiente en que
nació la parábola. Con la parábola Jesús intenta justificar, frente a los
fariseos celosos, su comportamiento, su familiaridad y su preferencia con los
pecadores. Él no establece diferencias entre justos y pecadores, y por ello se
sienten ofendidos los justos; él no parece reconocer su situación privilegiada
delante de Dios. Y, además de la situación histórica, hemos llegado a la
pretensión más profunda de Jesús: la de ser el revelador del Padre, la de
señalar con su venida la llegada de una hora excepcional de gracia.
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¿Sobre
qué personas concretas va a caer hoy esta Palabra, y qué efecto saludable va,
por tanto, a provocar? Van a escucharla desde luego cristianos de misa
dominical. En unos provocará un agradecido sentimiento de alabanza a Dios,
porque es bueno, porque su amor no tiene fin, porque sigue llamando sin
discriminar, porque siempre hay esperanza... En otros provocará malestar: ¿Por
qué vamos a ser iguales el sinvergüenza a quien Dios encontró en el lecho de
la muerte y nosotros que «nos hemos sacrificado» durante la vida entera?
Habrá que descubrirles piadosamente, aunque sea con dureza, su error: en tanto
tiempo de Iglesia no han descubierto el don de Dios; esclavos que no hijos,
deberán atender la dura advertencia final: «Hay primeros que serán
últimos».
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Existen
cristianos que creen que la religión consiste en lo que ellos dan a Dios. Y no,
la religión consiste en lo que Dios hace por nosotros.
Mentalidad
de mercenarios. Incapacidad congénita para considerarse «siervos inútiles».
No
entienden que es peligroso exigir a Dios «lo que es justo».
El
verdadero obrero, según el corazón del Señor, es el que se desinteresa del
salario. El que encuentra la propia alegría en poder trabajar por el Reino.
Pero
el punto central de la parábola está especificado en esa constatación amarga:
¿Vas a tener tú envidia porque soy bueno? «Envidia», «envidioso» se puede
traducir, literalmente, por «ojo malo».
En
el fondo la parábola nos dice que podemos ser unos trabajadores
extraordinarios, pero al mismo tiempo estar enfermos de «ojo malo». Y,
consiguientemente, no sabemos estar en la viña como se debe.
Digamos
la verdad. Es más fácil aceptar la severidad de Dios, que su misericordia. Y,
sin embargo, la prueba fundamental a que está sometido el cristiano es ésta:
¿eres capaz de aceptar la bondad del Señor, de no refunfuñar cuando perdona,
cuando compadece, cuando olvida las ofensas, cuando es paciente, generoso hacia
el que se ha equivocado? ¿Eres capaz de perdonar a Dios su «injusticia»? (/Lc/15/11-32)
¿Resistes a la tentación de enseñar a Dios el... oficio de Dios? El hermano
obedientísimo del hijo pródigo, ese trabajador ejemplar, ese empleado modelo,
se ha revelado incapaz de comprender y aceptar la liberalidad del padre, su
acogida festiva al hijo calavera que volvía a casa después de haber dilapidado
el patrimonio en juergas y con mujerzuelas. Se ha sentido ofendido por la fiesta
organizada con ocasión de su vuelta. Esa alegría le ha parecido una injuria,
una injusticia a su fidelidad.
Nuestra
desgracia es la envidia. El ojo malo. La mezquindad.
No
estamos dispuestos a hacer fiesta cuando Dios hace fiesta a quien no se la
merece. Apuesto que, si hubiésemos estado presentes bajo la cruz, habríamos
considerado «inadmisible» la pretensión del ladrón de entrar en el Reino de
Cristo a ese precio. Y habríamos encontrado motivo para criticar aquella
canonización inmediata de un pícaro, que no tenía para exhibir ninguna de
esas virtudes nuestras «probadas», sino sólo maldades.
La
infinita misericordia de Dios sólo tiene un enemigo: el ojo malo.
Pero
quien tiene el ojo malo, y no intenta curarse, es también enemigo de sí mismo.
Porque corre el peligro de echar a perder la eternidad. Si esperamos la vida
eterna como justa recompensa a nuestros méritos, nos cerramos la posibilidad de
sorprendernos, como los trabajadores de la hora undécima, frente a la
generosidad del amo. Pasaremos la eternidad contabilizando nuestros méritos.
Confrontándolos con los de los demás. Corrigiendo las operaciones de Dios. Una
condenación...
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