barra-01.gif (5597 bytes)

H O M I L Í A S 

barra-01.gif (5597 bytes)

DOMINGO XXV
TIEMPO ORDINARIO

CICLO A

 


El Talmud de Jerusalén contiene un relato parecido en la forma a la parábola que hemos escuchado. Se trata del discurso funerario que pronuncia un rabino al sepultar a un joven maestro de 28 años. En él se cuenta cómo un rey contrató obreros para su viña y también pagó a todos lo mismo. Pero, ante las protestas, su contestación fue: éste ha trabajado en dos horas más que vosotros en todo el día. El joven rabino difunto había hecho más en 28 años que muchos doctores en cien. Se le premiaba la cantidad de trabajo que fue capaz de realizar en poco tiempo. La forma narrativa, como se ve, es bien similar, pero el fondo es muy distinto: mientras el discurso rabínico habla de mérito, la parábola de Jesús se refiere a la gracia. En el primer caso, la causa del premio está en el trabajo de quien lo recibe; en el segundo, en la bondad del que lo otorga. En alguna ocasión, la liturgia de la misa recoge en sus oraciones: no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad.

Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros. Dios se presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Esta es la buena noticia del evangelio. Pero nosotros insistimos en atribuirle el metro siempre injusto de nuestra humana justicia.

En vez de parecernos a él intentamos que él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes. Queremos comerciar con él y que nos pague puntualmente el tiempo que le dedicamos y que prácticamente se reduce al empleado en unos ritos sin compromiso y unas oraciones sin corazón.

Con una mentalidad utilitarista, muy propia de nuestro tiempo, preguntamos: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidenciamos que no hemos tenido la experiencia de que Dios nos quiere y no reaccionamos en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas. Dios es gratuito.

Vemos absurdo y hasta injusto ser queridos todos por igual.

Olvidamos que la gracia ha sustituido a la ley. Necesitamos que existan los malos para podernos calificar de buenos. De esta forma, el amor al hermano se torna imposible. 

............................................

-La envidia del justo

El centro de la parábola lo constituye el v. 10 («Cuando llegaron los primeros creyeron que recibirían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno»), y así lo aclaran las críticas que los obreros formulan contra el amo (vv. 11-12) y la respuesta de éste (vv. 13-15). Bien mirado, los obreros de la primera hora no se quejan de haber padecido una injusticia (ajustaron un denario y lo recibieron), sino más bien de la ventaja concedida a los otros. No pretenden recibir más, sino que se muestran envidiosos de que los otros hayan sido tratados como ellos.

Quieren defender una diferencia. Eso es lo que les irrita: la falta de distinción. La injusticia de que creen ser víctima no consiste en recibir una paga insuficiente, sino en ver que el amo es bueno con los otros. Es la envidia del justo frente a un Dios que perdona a los pecadores.

Así leída, la parábola no quiere enseñarnos en primer lugar cómo se conduce Dios, sino más bien cómo han de conducirse los justos ante la misericordia de Dios; concretamente ante la manera de obrar de Jesús y ante un Reino que se abre a los paganos. «El problema no es el de los derechos y los deberes de un amo, sino el de la solidaridad que debe unir a los obreros entre sí» (J. Dupont), a los afortunados con los desafortunados, a los justos con los pecadores. Los justos no deben sentir envidia, sino alegrarse ante un Padre que perdona a los hermanos pecadores.

De esta manera hemos llegado con toda probabilidad a la situación histórica concreta de la predicación de Jesús; en otras palabras, al ambiente en que nació la parábola. Con la parábola Jesús intenta justificar, frente a los fariseos celosos, su comportamiento, su familiaridad y su preferencia con los pecadores. Él no establece diferencias entre justos y pecadores, y por ello se sienten ofendidos los justos; él no parece reconocer su situación privilegiada delante de Dios. Y, además de la situación histórica, hemos llegado a la pretensión más profunda de Jesús: la de ser el revelador del Padre, la de señalar con su venida la llegada de una hora excepcional de gracia.

...........................

¿Sobre qué personas concretas va a caer hoy esta Palabra, y qué efecto saludable va, por tanto, a provocar? Van a escucharla desde luego cristianos de misa dominical. En unos provocará un agradecido sentimiento de alabanza a Dios, porque es bueno, porque su amor no tiene fin, porque sigue llamando sin discriminar, porque siempre hay esperanza... En otros provocará malestar: ¿Por qué vamos a ser iguales el sinvergüenza a quien Dios encontró en el lecho de la muerte y nosotros que «nos hemos sacrificado» durante la vida entera? Habrá que descubrirles piadosamente, aunque sea con dureza, su error: en tanto tiempo de Iglesia no han descubierto el don de Dios; esclavos que no hijos, deberán atender la dura advertencia final: «Hay primeros que serán últimos».

...............................

Existen cristianos que creen que la religión consiste en lo que ellos dan a Dios. Y no, la religión consiste en lo que Dios hace por nosotros.

Mentalidad de mercenarios. Incapacidad congénita para considerarse «siervos inútiles».

No entienden que es peligroso exigir a Dios «lo que es justo».

El verdadero obrero, según el corazón del Señor, es el que se desinteresa del salario. El que encuentra la propia alegría en poder trabajar por el Reino.

Pero el punto central de la parábola está especificado en esa constatación amarga: ¿Vas a tener tú envidia porque soy bueno? «Envidia», «envidioso» se puede traducir, literalmente, por «ojo malo».

En el fondo la parábola nos dice que podemos ser unos trabajadores extraordinarios, pero al mismo tiempo estar enfermos de «ojo malo». Y, consiguientemente, no sabemos estar en la viña como se debe.

Digamos la verdad. Es más fácil aceptar la severidad de Dios, que su misericordia. Y, sin embargo, la prueba fundamental a que está sometido el cristiano es ésta: ¿eres capaz de aceptar la bondad del Señor, de no refunfuñar cuando perdona, cuando compadece, cuando olvida las ofensas, cuando es paciente, generoso hacia el que se ha equivocado? ¿Eres capaz de perdonar a Dios su «injusticia»? (/Lc/15/11-32) ¿Resistes a la tentación de enseñar a Dios el... oficio de Dios? El hermano obedientísimo del hijo pródigo, ese trabajador ejemplar, ese empleado modelo, se ha revelado incapaz de comprender y aceptar la liberalidad del padre, su acogida festiva al hijo calavera que volvía a casa después de haber dilapidado el patrimonio en juergas y con mujerzuelas. Se ha sentido ofendido por la fiesta organizada con ocasión de su vuelta. Esa alegría le ha parecido una injuria, una injusticia a su fidelidad.

Nuestra desgracia es la envidia. El ojo malo. La mezquindad.

No estamos dispuestos a hacer fiesta cuando Dios hace fiesta a quien no se la merece. Apuesto que, si hubiésemos estado presentes bajo la cruz, habríamos considerado «inadmisible» la pretensión del ladrón de entrar en el Reino de Cristo a ese precio. Y habríamos encontrado motivo para criticar aquella canonización inmediata de un pícaro, que no tenía para exhibir ninguna de esas virtudes nuestras «probadas», sino sólo maldades.

La infinita misericordia de Dios sólo tiene un enemigo: el ojo malo.

Pero quien tiene el ojo malo, y no intenta curarse, es también enemigo de sí mismo. Porque corre el peligro de echar a perder la eternidad. Si esperamos la vida eterna como justa recompensa a nuestros méritos, nos cerramos la posibilidad de sorprendernos, como los trabajadores de la hora undécima, frente a la generosidad del amo. Pasaremos la eternidad contabilizando nuestros méritos. Confrontándolos con los de los demás. Corrigiendo las operaciones de Dios. Una condenación...

bluenoisebar.jpg (2621 bytes)