43 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIV
CICLO C
10-16

 

10. 

Allí está también la mujer que abandona el tesoro de sus monedas para buscar una que  ha perdido. Sólo se preocupa de la moneda extraviada y se fatiga buscándola. Esta mujer es  la esposa de Cristo, es la Iglesia nuestra madre. Nosotros, los redimidos, somos su precioso  tesoro, la diadema nupcial de su cabeza que es Cristo (1). Busca entre nosotros al que está  perdido por causa del pecado; busca en nosotros la dracma celestial, la vida divinal, el santo  Pneuma que, quizás nos ha abandonado por haber pecado, o cuyo brillo se ve por lo menos  empañado. La Iglesia enciende la lámpara de su doctrina y la hace resplandecer en nuestro  corazón por la palabra de la Sagrada Escritura y de la liturgia: sólo así nos volveremos a dar  cuenta de lo que hemos perdido y seremos capaces de hallarlo de nuevo. 

¡Consoladora realidad la de la misa de hoy! Cristo viene con la Iglesia y no pregunta por  nuestra riqueza, sino que busca el bien que hemos perdido. Cristo se ofrece al Padre y la  Iglesia presenta su sacrificio, en bien de los que están perdidos, para perdonar nuestros  pecados. Cuando, sobre el altar, se verifica el sacrificio y nosotros participamos en él con  todo nuestro ser, entonces es cuando nos volvemos a encontrar a nosotros mismos y Cristo  nos encuentra de nuevo, por muy lejos del redil del Señor que hayamos podido situarnos  durante la semana transcurrida. En la santa misa somos todos vueltos a hallar y a cada uno  se nos devuelve el don del Espíritu Santo perdido o extraviado, por lo menos, en parte. Entonces el rebaño de Cristo vuelve a estar completo, el tesoro de la Iglesia está intacto:  "Alegraos conmigo", clama el Señor, y su esposa le hace eco: "Alegraos conmigo". Y  después del sacrificio que nos ha conducido a la unidad cuando nos encontrábamos  extraviados, todos podemos comprender perfectamente el sentido de la gozosa exclamación  de Cristo, nuestro Padre, y de la Iglesia, nuestra madre: "Los ángeles de Dios se alegran  por un solo pecador que se arrepiente".

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(1) Habla de las monedas de plata que adornan a las mujeres de Belén. 

EMILIANA LÖHR
EL AÑO DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO II EDIC.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 248 s.


11. SOBRE LA PRIMERA LECTURA: MOISES/INTERCESION

La figura de Moisés, mediador entre Dios e Israel, domina estos capítulos.

-Israel había rechazado a Dios, el Señor rechaza al pueblo hebreo, pero Moisés sigue  siendo su caudillo.

El cap. 32 tiene su cumbre en la oración de Moisés, gracias a la cual libra a Israel de una  destrucción completa; si continúa la alianza de Dios, se debe a la súplica de Moisés. Todo  el plan redentor del Señor estaba amenazado con arruinarse.

En el Génesis, Abrahán intercede por Sodoma, pero el no es el mediador, sino los 50, 40,  20 hombres que Dios le pide como condición para salvar la ciudad. Abrahan ruega, pero  sólo la justicia de aquellos pocos podrá obtener la salvación de todos.  Aquí todo el pueblo pecó, y se rechaza a todo él, no hay nadie que pueda ser presentado  a Dios como fiel de la Alianza. 

La promesa del Señor se mantiene sólo por causa de Moisés, que vive en la cumbre del  monte ante él. Dios y el hombre están frente a frente, y nunca el hombre ha sido tan  grande, ni Dios tan condescendiente.

La libertad divina parece ligada a la oración del hombre. Moisés consigue que Dios olvide  y se aplaque, manteniendo la alianza ya estipulada.

-El Señor dice: "Este pueblo tuyo". Dios no reconoce ya a Israel, ha deshecho el lazo que  lo unía a él. Moisés pertenece el pueblo hebreo, Dios no: este pueblo tuyo. Dios ha vuelto a  adquirir la plenitud de su libertad respecto de Israel, es libre para exterminarlo y condenarlo  a morir; lo mismo que sucederá con Jerusalén, cuando sea destruida. Pero Moisés pertenece a ese pueblo, y también a Dios, tanto es así que el Señor quiere  separarlo de esa nación apóstata. 

Quiere convertirlo en el jefe de un nuevo pueblo, y comenzar un nuevo camino de libertad  y de salvación; se rechaza a Israel, y a una creación. Moisés deberá ser el principio de una  nueva obra creadora. Pero Moisés no acepta.

-No hay nada mayor que esta negativa. Ya era grande Moisés cuando intercede por  Israel; lo es mucho más cuando no acepta la elección divina. Moisés está ligado a su  pueblo y permanece fiel al lazo que lo une. Dios puede renegar de él, Moisés no, ni quiere:  participará de la condenación divina en vez de dejar de pertenecer al pueblo hebreo. "Perdónales su pecado o bórrame del libro que tú has escrito" /Ex/32/32. No quiere una salvación que cueste la ruina de su pueblo: tampoco quiere que Dios lo  borre de su libro.

Ruega por Israel. Le dice a Dios que no le conviene hacer eso, pues ¿qué dirían los  egipcios? Que Dios los había destruido; pero lo prometido había que mantenerlo. Está por  Israel contra el Señor.

El y su pueblo forman una unidad inseparable, incluso ante el Señor. Moisés quiere  participar hasta sus ultimas consecuencias en el destino del pueblo al que Dios lo había  ligado.

¿No parece que existe una belleza sobrehumana en esta resistencia del hombre a la  voluntad divina? No es una blasfemia ni una rebeldía; es una lucha del amor contra la  justicia, es la lucha de Moisés, el amado de Dios, contra un Señor que quiere únicamente  ser justo con su pueblo.

Dios no se doblega ante una voluntad extraña a la suya, sino sólo ante la exigencia de un  amor que él mismo ha infundido en el corazón del hombre y que es su mismo amor.

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Jesús es uno con el pueblo pecador, y uno con un Dios totalmente santo; esta solidaridad  suya, más aún, unidad con los hombres y con Dios, lo hace pedazos, y es el motivo de su  pasión. La humanidad es un pueblo maldito y es al mismo tiempo el pueblo de Jesús. Cristo  no reniega de nosotros, ya que todos somos sus hermanos: intercede siempre por nosotros,  y su oración siempre es atendida. Pero ¿no le cuesta a Jesús la muerte su intercesión? 

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Cristo se jugó la vida para limpiar de ídolos el corazón y el mundo de los hombres. Perdió  la vida pero ganó su objetivo: resucitó para plantarse en el interior de los que quieran  liberarse de los ídolos.

¿Es que Dios no está hoy más harto que en tiempos de Moisés de los ídolos que  esclavizan a los hombres de este tiempo? 


12.

1. «Pero Dios tuvo compasión de mí». 

Todos los textos hablan hoy de la misericordia de Dios. La misericordia es ya en la  Antigua Alianza el atributo de Dios que da acceso a lo más íntimo de su corazón. En la  segunda lectura Pablo se muestra como un puro producto de la misericordia divina,  diciendo dos veces: «Dios tuvo compasión de mí», y esto para que «pudiera ser modelo de  todos los que creerán en él»: «Se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes  era un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y esto por una obcecación que Dios con su  potente luz transformó en una ceguera benigna, para que después «se le cayeran de los  ojos una especie de escamas». Pablo, para poner de relieve la total paradoja de la  misericordia de Dios, se pone en el último lugar: se designa como «el primero de los  pecadores», para que aparezca en él «toda la paciencia» de Cristo, y se convierte así en  objeto de demostración de la misericordia de Dios en beneficio de la Iglesia por los siglos  de los siglos.

2. «Y busca con cuidado». 

El evangelio de hoy cuenta las tres parábolas de la misericordia divina. Dios no es  simplemente el Padre bueno que perdona cuando un pecador se arrepiente y vuelve a  casa, sino que «busca al que se ha perdido hasta que lo encuentra». Así en la parábola de  la oveja y de la dracma perdidas. En la tercera parábola el padre no espera en casa al hijo  pródigo, sino que corre a su encuentro, se le echa al cuello y se pone a besarlo. Que Dios  busque al que se ha perdido, no quiere decir que no sepa dónde se encuentra éste, indica  simplemente que busca los caminos -si alguno de ellos es el adecuado- en los que el  pecador puede encontrar el camino de vuelta. Tal es el esfuerzo de Dios, que se manifiesta  en último término en el riesgo supremo de entregar a su Hijo por el mundo perdido. Cuando  el Hijo desciende a la más profunda derelicción del pecador, hasta la pérdida del Padre, se  está realizando el esfuerzo más penoso de Dios a la búsqueda del hombre perdido. «La  prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por  nosotros» (Rm 5 ,8).

3. Apelación al corazón de Dios. 

La primera lectura, en la que Moisés impide que se encienda la ira de Dios contra su  pueblo y, por así decirlo, trata de hacerle cambiar de opinión, parece contradecir en  principio lo dicho hasta ahora. Pero en el fondo no es así. Aunque la ira de Dios está más  que justificada, Moisés apela a los sentimientos más profundos de Dios, a su fidelidad a los  patriarcas y por tanto también al pueblo, lo que hace que Dios, más allá de su indignación,  reconsidere su actitud en lo más íntimo de su corazón. Moisés apela a lo más divino que  hay en Dios. Este corazón de Dios tampoco dejará de latir cuando tenga que experimentar  que el pueblo prácticamente ha roto la alianza y tenga que enviarlo al exilio. Ningún  destierro de Israel puede ser definitivo. «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no  puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2,13).

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 282 ss.


13. EL PERDÓN DEL SEÑOR 

-Alegría en el cielo por un pecador que se convierte (Lc 15, 1-22) 

La parábola del hijo pródigo es bien conocida; en el 4.° do- mingo de cuaresma (ciclo C)  se hizo su proclamación. Pero la óptica de la actual proclamación es diferente a la de aquel  domingo. Entonces era sobre todo la actitud de conversión del hijo pródigo y su voluntad de  reconciliación lo que se ponía de relieve. La cuaresma nos hace caminar hacia la Pascua y  la renovación de la conversión bautismal. En la proclamación de hoy es más bien el perdón  de Dios lo que se presenta a nuestra meditación.

El relato deja entrever la continua angustia del padre por el hijo que se ha separado de  él. Percibe a su hijo cuando todavía está lejos, lo cual permite adivinar la esperanza de que  algún día el hijo volverá y hace suponer que con esta esperanza el padre dirige a menudo y  pensativamente su mirada a lo lejos. Puede pensarse en la actitud de Dios que no olvida al  pecador, sino que lo espera con una larga paciencia. Al divisar a su hijo de lejos, el padre  se conmovió. Es una actitud frecuente de Dios: quedar sobrecogido de compasión. Porque  el Señor es un Dios de perdón.

El libro del Éxodo, del que nos ofrece un pasaje la 1ª lectura, presenta al Señor como un  "Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad...", y Moisés dirá  en su oración al Señor: "... aunque sea un pueblo de dura cerviz perdona nuestra iniquidad  y nuestro pecado, y recíbenos como herencia tuya" (Ex 34, 6-9).

El padre no resiste a su compasión por su hijo; es él quien toma la iniciativa de ir a su  encuentro para recobrarlo: "y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo".  Iniciativa de Dios desde el momento en que ve un inicio de conversión. La misma actitud  vemos en Jesús cuando descubre arrepentimiento y deseo de conversión; por ejemplo, en  el episodio de Zaqueo que desea verle, Jesús, al constatar ese comienzo de cambio de  vida, da los primeros pasos y se invita a su casa ese mismo día, y declara: "El Hijo del  hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 1-10).

CV/EGOISMO: Pero las intenciones del hijo pródigo no son  completamente desinteresadas. Su vuelta a casa no ha sido motivada exclusivamente por el  sentimiento de su ingratitud y de su falta de amor para con su padre. La parábola deja ver  claramente el egoísmo siempre latente en la mentalidad del hijo: "¡Cuántos jornaleros de mi  padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre!". Lo mismo que en  el caso de Zaqueo, no encontramos al principio una intención pura, ni un verdadero pesar  de haber procedido mal. El pecador se deja llevar, en un principio, por el deseo de escapar  al sufrimiento provocado por su actitud. Para Dios, ese comienzo es ya un signo, y es el  padre quien corre al encuentro de su hijo.

Aunque el hijo pródigo manifiesta su pesar, el padre parece de tal manera sumido en la  alegría, que no parece reparar en ello; él es todo alegría: "Sacad en seguida el mejor traje,  y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y  matadlo; celebremos un banquete". El padre lo ha olvidado todo, ninguna amargura  aparece en su comportamiento, su único sentimiento es la alegría: "Porque este hijo mío  estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado".

PERDON/ESCANDALO  VCR/GRATUIDAD 

El perdón de Dios no siempre es entendido por todos. Es posible que san Lucas  aprovechara la ocasión de la parábola enseñada por Jesús para insistir en la aceptación  dentro de la comunidad cristiana de los que han pecado pero viven en la Iglesia. Jesús  mismo se encontró con personas que aceptaban mal al pecador y lo consideraban como  reprobado por Dios. La finalidad de la parábola es hacerles comprender la actitud de Dios. 

Por eso, se describe minuciosamente la reacción del hijo mayor: es la de algunos  contemporáneos de Jesús; fue la de algunos discípulos de Lucas; es la de algunos  cristianos de hoy día. El hijo mayor se considera siervo fiel, y es verdad. Se siente como  ofendido por el recibimiento hecho a su hermano. A él, siempre fiel, nunca se le ha  festejado con un banquete. Y en cambio, al que abandonó el hogar para gastar todos sus  bienes, se le recibe con honores y con una alegría jamás manifestada con el siervo fiel. Es  el escándalo de muchos cristianos de hoy día. Por lo menos en su imaginación, llevan mal  que tal persona, que ha llevado una vida disoluta, sea acogido por Dios después de su  muerte lo mismo que el que ha pasado toda su vida al servicio de Dios. Concepción  mercenaria de la vida cristiana y de la justicia de Dios, que deja poco sitio al amor. Jesús  quiere corregirla. Cristo quiere oponerse con firmeza a toda actitud religiosa que pudiera ser  como una especie de contrato de "do ut des" (te doy para que me des) entre Dios y los  hombres. Es el amor el que debe ocupar el primer lugar. Para el padre no hay ninguna  depreciación del hijo mayor que permaneció siempre fiel, al contrario; lo afirma el padre:  "Hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". No hay ninguna injusticia con él;  sólo, por parte del padre, voluntad de perdón y de devolver la vida al hijo que estaba  muerto.

-El Señor renuncia a castigar a su pueblo pecador (Ex 32, 7-14) 

El pueblo de Dios se ha dejado llevar a adorar el Toro de metal. Falta imperdonable, si se  piensa que ha sido cometida poco tiempo después de la promulgación del Decálogo. La plegaria de Moisés que implora el perdón, constituye el centro de este relato. Es una  audaz defensa, estructurada en tres argumentos bien construidos.

¿Por qué quiere Dios destruir "su" pueblo? Porque este pueblo es el suyo, y es el el que  le hizo salir de Egipto con gran poder y mano robusta. Se daría en el Señor una singular  contradicción de actitudes: destruir un pueblo al que, por otro lado, ha querido salvar con  medios tan espectaculares.

Precisamente porque el Señor liberó a su pueblo de forma espectacular y le ha  engrandecido en medio de las demás naciones, sería para él una especie de deshonor la  destrucción de un pueblo al que ha salvado como suyo. El propio honor de Dios está en  entredicho. ¿Qué va a quedar del respeto y del temor de su gran poder y mano robusta?  Verdadero "chantage" que Moisés no duda emplear en su oración, en la que la fe permite  todas las audacias.

Pero el argumento más fuerte es el de la fidelidad a la que el Señor está obligado.  Aunque el pueblo no sea fiel, el Señor sí debe serlo. Se ha comprometido con los patriarcas  a darles una descendencia. Aunque prometida a Moisés, no es menos cierto que ya se la  había prometido a Abraham.

El Señor renuncia al castigo previsto. Así pues, a pesar de la falta, siempre es posible  obtener el perdón de Dios. El perdón es siempre la última actitud del Señor.

-Cristo vino para salvar a los pecadores (1 Tim 1, 12-17) 

San Pablo comunica aquí su experiencia personal: él, pecador, ha sido, no obstante,  escogido por Dios para ejercer un ministerio, Dios le ha otorgado su confianza. Esto era un  acontecimiento para la jovencísima Iglesia. A la vista de los demás apóstoles elegidos por  Jesús y que habían compartido su existencia, Pablo, el que los perseguía, se ve colmado  de la gracia del Señor, y helo ahí ministro del Señor, como ellos. El caso podía resultar  chocante. Pablo recuerda la conversión, siempre posible con la fe y el amor en Cristo  Jesús. Más rotundo todavía: considera que su estado de pecador y su conversión entran en  el plan de la Providencia divina: él, pecador, fue elegido "para que en mí, el primero,  mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y  tendrán vida eterna".

De esta forma, Pablo se presenta como el primero de los pecadores y también como el  primer testigo de la longanimidad de Dios. La principal enseñanza que quiere dar es: "Que  Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores". San Lucas ponía en labios del Señor las  mismas palabras: "No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5,  32); y también: "El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc  l9, l0).

Las lecturas de este domingo son preciosas; ponen fin a toda actitud rigorista. No por ello  estimulan a la bonachonería y a la condescendencia con las faltas de los hombres, pero  engrandecen el perdón de Dios hacia quienes creen, a los cuales, a pesar de su falta,  otorga a veces gracias de elección. No tenemos que condenar a los demás, toda vez que  Dios, desde el momento en que constata el arrepentimiento, perdona y no niega su gracia.  Así se derrumba todo lo que pudiera constituir orgullo del "justo" y del observante, frente al  perdón que viene de Dios. 

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 35-38


14.

1. La misericordia D/RV/H-MD

Posiblemente sean muchos los caminos por los que podemos descubrir a Dios, pero  entre todos ellos uno es mejor que los demás: el de la misericordia. Dios ha colocado en el  centro de su interés al hombre. Se ha volcado de tal manera sobre nosotros que se ha  olvidado de sí mismo. La fe en Dios no es independiente de nuestro proyecto de ser  hombres en el mundo. La revelación de Dios es también revelación del hombre y del  mundo, de forma que el hombre y el mundo somos ininteligibles sin Dios y Dios es  ininteligible sin el hombre y sin el mundo. Cuando los hombres creemos en Dios  vivencialmente, nos reencontramos con nosotros mismos y con toda la creación.

FE/ALIENACION: Muchos cristianos piensan que la fe consiste en optar exclusivamente en favor de Dios,  por eso lo único que les interesa es que les hablen de Dios y de las cosas de Dios. Colocan  a Dios en el centro no por entrega o compromiso, sino como una evasión, como un medio  para declinar toda responsabilidad personal en los acontecimientos sociales.

La fe nos empuja a hacernos hombres verdaderos y solidarios con toda la humanidad; no  se conforma con creer en Dios y conocerlo: quiere que en él nos conozcamos a nosotros  mismos y trabajemos por implantar su reino de justicia entre los hombres.

Lucas dedica todo el capítulo 15 de su evangelio a la misericordia divina, y lo hace con  tres parábolas que son una auténtica obra maestra del Nuevo Testamento y de la literatura  cristiana -sobre todo la tercera-. Con ellas responde a las criticas de los "buenos", que  acusaban a Jesús de comer con los "malos". ¿No es la misericordia de Dios más fuerte que  todas las rupturas que protagonizamos los hombres? 

Las parábolas de la oveja y de la moneda perdidas resaltan más la acción y la iniciativa  de Dios, su alegría por el encuentro. La del hijo pródigo es un profundo análisis del proceso  de conversión del hombre y la representación más viva del amor del Padre Dios a los  hombres de toda la revelación cristiana.

Las tres nos las sabemos de memoria, por lo que tenemos el riesgo de no entenderlas,  de que nos resbalen.

2. Los amigos de Jesús  "Se acercaban a Jesús los publicanos y  pecadores a escucharlo".

Se llamaba pecadores a todos los que llevaban una vida inmoral notoria, a los que  ejercían una profesión que inducía a faltar a la honradez o a descuidar los deberes  religiosos y a los que desconocían la interpretación farisea de la ley: jugadores de dados,  usureros, pastores, arrieros, buhoneros, curtidores, asesinos, prostitutas, bandidos... y  publicanos. Los publicanos estaban entre los más despreciados por los judíos. Los publicanos y pecadores han visto sus obras y le han visto a él. Y acuden para  escucharlo. Estaban en primera fila porque ha venido para ellos.

La actuación de Jesús es provocativa para "los fariseos y los letrados", que se creían con  el derecho legal de decidir con quién se podía comer sin pecar y con quién no. Por eso  murmuran. Hablan de él despectivamente: "Ese". Le observan constantemente porque se  sienten responsables de la santidad del pueblo. Tenían por lema aislar a los transgresores  de la ley, separar a los pecadores de los fieles. Jesús, con su proceder, hacía inútil su  empeño.

Si sólo los hubiera acogido guardando las distancias, como hacen entre nosotros algunas  asociaciones de caridad en sus visitas a "pobres", no les hubiera ofendido tanto. Pero que  fuera con ellos, que comiera con ellos, superaba su estrecha mentalidad. Les molestaba  que un hombre como Jesús, al que no se le podía acusar por su conducta personal, no se  limitara a frecuentar los ambientes de la gente "bien" y se fuera con los peor considerados.  Los evangelios nos presentan este conflicto como decisivo como algo que sitúa a favor o en  contra de Jesús, sin más.

BUENOS/PROBLEMA: Es el problema de los "buenos" de  siempre. En toda institución religiosa existe una tendencia innata de los "fieles" a sentirse  élite privilegiada y selecta -especialmente escogida por Dios-, que conduce a un desprecio,  quizá inconsciente, del pueblo llano, de los ignorantes, de los inobservantes. Es posible que  en las mismas comunidades cristianas primitivas hubiera ideas parecidas a las de los  fariseos y los letrados cuando se acercaban los pecadores al bautismo o querían participar  en la acción de gracias. No les fue fácil a aquellos cristianos aceptar, por ejemplo, a Saulo  cuando quiso entrar en su comunidad.

CRMO/RL-PCDS I/SANTA-PECADORA: Entonces y ahora, los que se consideren  cumplidores y en regla son quienes menos entenderán el núcleo del mensaje de Jesús. En  el fondo tendemos a oponer el dios que nos hemos hecho a nuestra imagen y semejanza al  Dios del amor que Jesús nos revela. Jesús es intransigente en este punto, porque sabe que  todo su evangelio nada vale si no se entiende esto: vino al mundo para salvar a los  pecadores (Mt 9,13); el cristianismo es una religión de pecadores. Jesús no tolera que su  misión de anunciar el amor de Dios quede encerrada en el pequeño círculo de los que se  creen buenos. Sólo hay una cosa que limita el deseo de Dios a darnos, a perdonarnos:  nuestra negativa a recibir. Negativa frecuente en los "justos" que, a fuerza de la costumbre,  han hecho de su virtud una propiedad personal.

Hemos de romper con la clasificación de buenos y malos; gritar que el amor de Dios es  universal; acabar con las barreras: la buena nueva de Jesús proclama que todos somos  iguales ante Dios, amados por él incondicionalmente porque él es el Bueno, no porque  seamos buenos nosotros. Y como a la hora de la verdad nos cuesta aceptar esto, Jesús  eligió el camino de los hechos: vivir preferentemente con los que estaban más al margen de  la sociedad civil y religiosa de su tiempo. ¿No haría ahora lo mismo? ¿Lo hacemos  nosotros? 

La revelación del amor gratuito y universal de Dios debería seducir a los hombres,  principalmente a los que piensan estar más habituados a él. Pero no fue ni es así. El  malentendido tiene algo de trágico, al venir de unos hombres a quienes su fe les debería  haber acercado más a Dios. Los dirigentes religiosos de Israel tenían la religión como  propia y no soportaban que alguien hablara de un Dios que era también "de los otros"  (ateos, agnósticos...). El Dios que presentaba Jesús rompía su estructura de seguridades  humanas y los mismos fundamentos de su piedad y de su esperanza.

Las críticas de los letrados y fariseos son el motivo para que Jesús nos proponga las tres  parábolas sobre la misericordia y el perdón que Dios otorga a los pecadores que se  reconocen como tales. Con ellas quiere decirles -decirnos- que él, acogiendo a los  pecadores y comiendo con ellos, se comporta como Dios; que su modo tan "herético" de  actuar manifiesta el mismo actuar de Dios; que si come con pecadores, es porque Dios los  quiere en su reino, los ama y desea que se reintegren a la fraternidad universal y única. Les responde en parábolas, método que usa en los momentos fuertes para darnos unas  enseñanzas que difícilmente seremos capaces de soportar, si las profundizamos, los que  nos creemos del grupo de seguidores suyos. Sin embargo, con ellas nos introduce en el  corazón del evangelio. Las tres parábolas van a lo mismo.

3. Parábola de la oveja perdida: Par: /Mt/18/12-14:

La parábola de la oveja perdida comienza con una pregunta. El que la oye juzgará por su propia experiencia. Al ser Palestina una tierra en la que  abundan los rebaños de ovejas y de cabras, todos sus oyentes conocían las costumbres  del pastor y su género de vida. El mismo Dios es presentado desde antiguo, en el pueblo  de Israel, bajo la imagen del pastor por profetas, poetas y sabios (Is 40,11; 49,10; Zac 10,8;  Sal 78,52; Eclo 18,13).

Cualquier pastor que perdía una oveja, colocaba las otras en sitio seguro y se iba a  buscarla hasta que la encontraba. Que le queden noventa y nueve no es razón para que  abandone a la perdida.

Cuando la encuentra, la pone "sobre los hombros, muy contento"; y es muy explicable:  cuando una oveja se extravía del rebaño, suele correr sin meta de una parte a otra, hasta  que se echa en el suelo sin fuerzas, por lo que es preciso cargar con ella. El pastor la trata  con más delicadeza que a las demás.

Su alegría es tan grande que no puede guardarla para sí. La comunica "a los amigos y a  los vecinos". Una alegría profunda no se goza de verdad más que cuando se comparte. La alegría del pastor, que lleva a su oveja encontrada hasta el rebaño,  momentáneamente abandonado, es el signo de la enseñanza que Jesús quiere evocar: una  realidad divina, una alegría de Dios, de la que las alegrías humanas no pueden dar más  que una pálida imagen. En un texto de tan pocas líneas se habla por tres veces de la  alegría: el pastor está "muy contento" cuando carga sobre sus hombros la oveja perdida y  encontrada; convoca a los amigos y vecinos para que lo feliciten por haberla encontrado;  finalmente, el autor comenta la alegría del cielo.

Así es Dios. Ni un solo hombre le es indiferente, no se consuela con los muchos justos,  busca siempre al que le falta. En la parábola, Dios no se alegra porque los que se creen  buenos se conserven irreprochables, protegidos contra cualquier contaminación; se alegra  porque un hombre que se creía separado de su amor descubre que el Padre le ama y se  abre a ese amor. Si eso hace Dios, también Jesús debe cuidarse de los pecadores y  publicanos y comer con ellos.

¡Qué diferente la alegría divina de la frialdad de letrados y fariseos!, murmurando de  Jesús por acoger a los marginados, incapaces de entender la "alegría" de Dios; una alegría  que sólo Jesús ha podido revelar porque es el único que ha sabido vivirla, contradiciendo  las formas habituales de pensar entre los hombres de "bien".

Los cristianos deberíamos emprender decididamente el camino que lleva a los que no  conocen a Jesús, aunque ello signifique dejar a los que le conocen -¿no será mucho  decir?-, y con más razón a los que están seguros de su conocimiento. Y esto no es fácil,  porque obliga a preocuparnos menos de nosotros, a abandonar costumbres, prácticas,  mentalidades que absorben las actividades de la Iglesia.

Nuestra alegría es saber que Dios nos ha perdonado, está en haber descubierto a un  Dios que es mucho mejor que nosotros, que no nos ama por nuestras virtudes sino porque  somos sus hijos; y que nos amará siempre.

4. Parábola de la moneda perdida 

Con la parábola de la moneda -dracma- perdida, Jesús va a repetir la misma enseñanza  que en la parábola anterior. Sabe que una misma enseñanza repetida con ejemplos  distintos queda más grabada en el oyente, le ayuda a recapacitar mejor. Comparándola con la anterior se nota un cambio de escena: antes era un pastor que  tenía una cierta riqueza -cien ovejas-; y ahora es una mujer pobre que tenía bien poca  cosa: diez dracmas, que equivalían a diez denarios de plata o diez jornadas de trabajo (Mt  20,2). Ahora, al perder una, es todavía más pobre. Es lógico que se empeñe en encontrar a  toda costa la moneda.

La mujer busca con gran diligencia hasta que la encuentra. Faena difícil en una casa de  Palestina, porque en una sola habitación tenían reunidas todas sus cosas; y por la falta de  luz, al carecer casi por completo de huecos al exterior. La mujer enciende una lámpara,  alumbra todos los rincones, barre la casa, busca por todas partes hasta que aparece la  moneda.

La alegría por el hallazgo es la misma que en el caso anterior. Es una alegría que no se  puede contener, tiene que comunicarse. Las que han participado de su pena tienen que  participar también de su alegría.

Así se alegra Dios por un pecador que se convierte. Jesús no habló nunca como si el  pecado no fuera pecado: tiene clara su realidad y reclama conversión y penitencia; las  exige con más radicalidad que cualquier otro profeta de los que le precedieron. Llamar a la conversión fue la razón principal de su misión (Mc 1,15; Mt 4,17): es "el  Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). No le basta con los justos  -¿quién lo es?-; no se ocupa simplemente de los buenos; atiende especialmente a los que  viven en peligro y son conscientes de ello.

Dios es, con toda seguridad, como Jesús nos lo presenta. No como creen saberlo y nos  lo presentan los piadosos, los doctores de la ley, los sabios de Israel. Todos ellos creían  saber que el pecador no era amado por Dios antes de su conversión; que únicamente  cuando abandonaba las malas obras y las había reparado, Dios le otorgaba su amor. Dios no se escandaliza por nuestros pecados, sólo nos pide que los reconozcamos. Los  que presumen de justos y rehuyen el cambio interior son los verdaderos pecadores. Los verdaderos seguidores de Jesús se alegran por la conversión del pecador, porque  saben por propia experiencia que nadie es justo de verdad, porque saben que la vida es  una constante conversión a ir más allá, que sólo son ciudadanos del reino los que no dejan  de caminar siempre hacia adelante.

Una moneda, en realidad, no se pierde. Más bien, alguien la pierde. ¡Cuántas cosas  podemos perder en la confusión y el ajetreo de una jornada!: la paz, la ilusión, la alegría, la  paciencia, los buenos propósitos, la confianza... Cada pérdida es un empobrecimiento de  nuestro ser.

Hemos de esforzarnos por ser conscientes de las pérdidas y tratar de recuperarlas.  ¿Buscamos lo que perdemos cada jornada? Si no buscamos y encontramos, las pérdidas  se van acumulando y nos pueden llevar a esa seguridad de los letrados y de los fariseos  que nos incapacite para creer en el Dios de Jesús de Nazaret. ¡Cuántos, seguros de creer  en Dios, están adorando un simple ídolo! 

Hemos de buscar constantemente, separarnos del ruido que nos rodea y absorbe,  sustraernos de las preocupaciones mezquinas; buscar en silencio, en oración, en libertad,  en paz, en compromiso con los marginados y explotados...

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 281-287


15.

Frase evangélica: «He pecado contra el cielo y contra ti» 

Tema de predicación: LA MISERICORDIA DE DIOS 

1. El capítulo 15 de Lucas, formado por las tres llamadas «parábolas de la misericordia»,  va dirigido a los fariseos endurecidos y a los pecadores -descreídos o irreligiosos- que se  arrepienten y piden perdón. Responde a un grave problema debatido en tiempos de Jesús:  si ama Dios a los pecadores y a los paganos y cuáles son las exigencias para estar cerca  de Dios.

2. Las dos primeras parábolas, las de la oveja y la moneda perdidas, muestran que Dios  ama a todos, sea cual sea su conducta; en cambio, los fariseos desprecian a los pecadores,  porque éstos no observan la Ley.

3. El hijo pródigo, en cuanto hombre sin ley pero sensible a lo injusto, es figura de  pecadores y paganos; el hermano mayor endurecido, en cuanto hombre observante y  escrupuloso pero carente de misericordia, representa a los fariseos; y el padre  misericordioso es, naturalmente, Dios, la figura principal de la parábola, seguido por la del  hermano mayor y, finalmente, la del hijo pródigo. Los tres tienen actitudes distintas. El hijo  menor reconoce su error (Dios es padre bondadoso), el hermano mayor condena a su  hermano (Dios es juez vengativo), y el padre derrocha alegría con la acogida, el banquete y  la fiesta (Dios es pura misericordia).

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Por qué nos identificamos con el hijo pródigo y no con el hermano mayor? 

¿Es Dios para nosotros un padre de misericordia? 

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 301


16. PARA/PRODIGO

1. El riesgo de la libertad 

La parábola del hijo pródigo, la más famosa de los evangelios, es la tercera de la  misericordia que Jesús dedica a los fariseos y a los letrados que murmuraban de él por  comer con publicanos y pecadores.

Es una descripción psicológica y teológica incomparable sobre el corazón del hombre y el  corazón de Dios, sobre la realidad del pecado y de la gracia. Narra de un modo  extraordinario el proceso de conversión del hombre a Dios. Lo describe con gran fuerza y  plasticidad.

Son tres los personajes principales de la parábola: un padre y dos hijos. Un padre que  sólo piensa en sus hijos y unos hijos que sólo piensan en sí mismos. Habla más del hijo  menor que del padre y del hijo mayor, pero lo que más resalta es la figura del padre y la  relación que mantiene con sus dos hijos.

Nos presenta a una típica familia de campo: todos trabajan para la casa, los bienes son  patrimonio familiar, por lo que pretender dividirlos es grave.

El hijo menor reclama la parte de su herencia, tiene pretensiones, se declara incapaz de  vivir en la familia, busca la independencia y la libertad. Quiere hacer su vida. El modo como debían repartirse las herencias entre los hijos estaba legislado: las tierras,  al ser bienes inmuebles, debían recaer en el hermano mayor, que recibía también las dos  terceras partes de los bienes muebles. En la narración el hijo menor pide, por tanto, la  tercera parte de los bienes muebles.

El padre quiere vivir en comunidad con sus hijos, pero respeta su libertad y su proceso de  madurez. Para él lo más importante era la relación con sus hijos, a los que conoce a fondo.  Sabe de sus debilidades, pero también de sus posibilidades. Sabe que tienen que hacerse  hombres en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus bienes a cambio de la  madurez del hijo menor. Sabe esperar y callar. Accede ante la petición del menor. Sabe que  su hijo ya no es un niño, que quiere vivir independiente. Y el padre comprende, no sin gran  dolor. Su testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para el regreso del  hijo que ahora se quiere ir.

A/LIBERTAD: No quiere retenerlo por la fuerza. Lo trata como persona adulta y  acepta la decisión que ha tomado, aunque le parezca incorrecta. No dice ni una palabra; su  silencio es fruto de su amor, respetuoso con la decisión del hijo. Acepta el riesgo de la  libertad que pide, porque sabe que sin libertad no hay amor. Por nada del mundo debe  suplantar la decisión del hijo. La verdadera paternidad es discreción, es aceptar el riesgo de  la libertad; nunca se confunde con el paternalismo, que, en su afán de proteger, sofoca el  crecimiento del individuo y lo bloquea en un estado infantil. El padre verdadero sólo puede  ayudar siendo un modelo.

Así ve Jesús a Dios. No impone sus criterios ni mendiga el amor de sus hijos. Nos creó  libres y acepta el riesgo de la libertad sin resentimientos. Es un Dios que cree que el amor  es más fuerte que todo lo demás y que es lo único que puede transformar de verdad el  corazón humano. Por eso espera siempre en el hijo. El suyo es un amor que se adelanta a  todo gesto de arrepentimiento y que por eso hace vivir al pecador. Es un Dios que no tiene  más ley que el amor ni más justicia que el perdón, que no tiene más que casa que quiere  llenar con la alegría de sus hijos. No quiere tribunales: bastante tribunal tiene ya cada uno  con su conciencia; no quiere cárceles: bastante cárcel es la vida de cada día, con sus  heridas y limitaciones; tampoco quiere violencias: las muchas guerras que han existido y  existen son prueba evidente de su fracaso. Es un Dios que no castiga ni aplasta, sino que  espera en silencio el proceso de liberación interior de cada hombre.

Es penoso que los cristianos hayamos fabricado otro Dios: el del miedo y el castigo, el de  la ley y la obediencia ciega, el de las largas listas de "no hagas". Un Dios que fabricó una  sociedad injusta y clasista para oprimir a los pueblos y mantenerlos en perpetuo  infantilismo.

2. El hijo menor se marcha 

"El hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano". Rompe la unidad familiar,  le da la espalda al padre y al hermano. Prefirió las realidades tangibles del dinero, de la  buena vida y del placer a las alegrías un tanto monótonas de la familia. Es el problema que  suele comenzar a plantearse en la vida del adolescente. La convivencia en la casa paterna,  con sus reglamentos y obligaciones, ha llegado a ser una carga para el hijo, que aspira a la  autonomía y quiere vivir a su arbitrio. Se fue a buscar la alegría fuera de casa.

Palestina no podía por aquellos tiempos alimentar a sus habitantes. El que quería  prosperar tenía que abandonar el país. En la diáspora vivían unos cuatro millones de judíos,  mientras que en la patria eran medio millón aproximadamente. El extranjero prometía una  libertad y una independencia seductoras.

¿Habrá ayudado a su marcha algo que vaya mal en la casa del padre? Quizá se sentía  aplastado por la mezquindad, por la estrechez de miras de los que vivían en ella, con  excepción del padre.

Cuando el ideal cristiano encarna una realidad tan desilusionante no hemos de  extrañarnos que muchos sientan verdadera necesidad de aire libre. Urge una  transformación de las estructuras de la Iglesia para no seguir fabricando alejados: ventanas  cerradas, cortinas echadas, aire que huele a viciado, a camelo, a cerrado; se ahoga uno.  Carteles por todas partes: no tocar, prohibido hacer esto, conversaciones aburridas,  alianzas vergonzosas, siempre los mismos temas. Nostalgias del pasado y miedos al  presente; postura de superioridad y desprecio de los de fuera. Una congénita incapacidad  para entender al que no quiere caminar al paso cansino de sus dirigentes. Todo rígidamente  establecido; un ceremonial exacto que observar. Falta la atmósfera que podría proporcionar  la alegría de vivir.

Debería ser una casa con todas las ventanas y las puertas abiertas -como quería el buen  Papa Juan XXIII-; sin caras largas para guardarla. Una casa en la que los pobres se  encontraran a gusto, en la que se pudiera reír y vivir, pensar y hablar.

Hay que tener valor para mandar al desván todos los trastos inútiles, que no son pocos;  convertirla en una casa de familia, una casa en la que el centro sea el corazón del Padre. ¿Qué ha hecho el hermano mayor para impedir la partida del menor? Es fácil que lanzara  un suspiro de satisfacción, porque con su marcha se quedaba la casa tranquila. 

Posiblemente le había llenado la cabeza de lo que tenía que hacer, sin hablarle nunca de lo  que era. Hemos fabricado muchas leyes y hemos perdido de vista al hombre que las tenía  que cumplir. Para el mayor la vida consistía en cumplir con unas leyes y normas, obedecer  unas orientaciones; nunca salir en busca de su hermano. Seguirá encerrado en sus  pequeños problemas, jamás descubrirá su falta de amor al padre y al hermano; está  incapacitado para comprender algo, al creerse mejor que los demás.

Es fácil suponer que el mayor no ahorró consejos al hermanito inquieto y calavera. Incluso  le pintaría, con trazos horribles, la fealdad del pecado y sus nefastas consecuencias, con lo  que el menor habrá empezado a sospechar que el pecado no debía ser tan feo. Nadie  comete un pecado solamente por hacer el mal, sino porque en el pecado siempre hay un  bien, aunque sea minúsculo y parcial, que es lo que se busca en él. Es inútil insistir en la  fealdad del pecado, en la que pocos creen; es necesario manifestar con la propia vida la  alegría del bien. Hemos de demostrar con las obras de nuestra existencia que hay más  alegría en hacer el bien que el mal, más felicidad en seguir las bienaventuranzas de Jesús  que las del mundo, más gozo en vivir para los demás que para sí mismo; que existen valores  más grandes, más dignos y verdaderos que el dinero, los placeres y la ambición de hacer  carrera. El hermano mayor no ha sabido demostrar todo esto. Tenía cara de bendito, por  eso logró hacer el vacío a su alrededor.

Mientras tanto, el padre se ha ido con el hijo de una manera oculta, interior, que  desembocará en la nostalgia. Parece como si hubiera quedado en la casa únicamente para  esperar al hijo, para escrutar el horizonte. En realidad, desde el momento en que el hijo  marchó, ya no existe la casa paterna. Esta se halla en el corazón del padre y, ahora, el  corazón del padre ha marchado lejos.

El amor verdadero nunca se resigna a la separación, toma siempre la iniciativa, no se  encierra en una espera enojada y rencorosa. El que es padre de verdad nunca deja de  amar a sus hijos, aunque se hayan alejado de él; siempre los considera como hijos queridos,  dispuesto a recibirlos cuando decidan regresar a casa.

3. Lo pierde todo 

En el extranjero acaba pronto por gastarse el capital en una vida de libertinaje y  despilfarro. Lo pierde todo: el tener y el ser; el patrimonio y la dignidad. Quiso hacer su vida,  a lo que tenía pleno derecho. Pero se equivocó de camino. Acostumbrado al amor protector  del padre, creyó que la vida era cosa fácil. No reparó en el sacrificio y el tiempo que le había  costado al padre levantar la casa y la hacienda. Por eso no le dio importancia y se había ido  y lo había gastado todo. Es muy fácil derrochar lo que no nos ha costado esfuerzo  construir.

Es la narración plástica de nuestra propia historia, un juicio a nuestra vida: derrochar  amor y libertad, vivir perdidos, tener hambre y necesidad de todo lo que nos podría edificar  como personas auténticas... y no hacer el esfuerzo requerido para saciarla. En épocas de hambre y de carestía lo pasaba mal incluso el que poseía algún capital -los  pequeños empresarios-. ¿Qué haría el pródigo, si lo había gastado todo? Los doctores de  la ley le hubieran aconsejado que caminara, aunque se destrozara los pies, hasta la  comunidad judía más próxima e implorar allí ayuda y trabajo. ¿Qué hace el pródigo? Se  presenta a un ciudadano de aquel país pagano y tanto le suplica como un miserable  pordiosero, que lo manda a guardar cerdos, el oficio más insoportable para un judío  piadoso. Con este trabajo reniega de su religión, se vuelve pecador, apóstata, impío. ¿Qué  le queda ya? 

Al principio había mantenido la ilusión de libertad y felicidad; después, la cruel y cruda  realidad lo vuelve en sí. Está solo; tremendamente solo, vacío, desnudo, hambriento. Es el  último eslabón del egoísmo: sólo yo. Y, por primera vez en su vida, comprende que ha  perdido su dignidad de hombre y de hijo. Y siente envidia de los cerdos.

El pecado nos prostituye, y esa prostitución es su peor castigo. Es la sensación que  todos, alguna vez, hemos sentido: esa mezcla de amargura, desazón, vergüenza y lástima  de nosotros mismos; esos momentos en los que tocamos con nuestras propias manos  nuestro límite, para acabar reconociendo que nos habíamos equivocado. Esa amarga  experiencia puede ser el punto de partida del camino de retorno, del camino de la  construcción de la vida. Nunca es tan grande la debilidad ni tan ciego el egoísmo, que nos  incapacite para convertirnos. En el fondo del corazón humano -fondo misterioso e  insondable- hay una fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga, una fuerza  sobrehumana que siempre puede hacer posible lo que parecía imposible. Descubrir que en  ese fondo está Dios esperándonos pacientemente para iniciar el retorno es, posiblemente,  la experiencia más rica y densa del ser humano. Lentamente vamos comprendiendo que el  ser humano se construye sobre el vaciamiento de nuestro instinto egoísta que nos lleva a la  muerte; que el "yo" se construye sobre el "no-yo". Y surge la vida del "nosotros"; palabra  difícil que la humanidad parece que aún no aprendió a pronunciar.

A la luz de la parábola, el pecado aparece como una decisión personal. Más que un acto  malo, es una actitud por la que el hombre pretende encontrarse consigo mismo,  prescindiendo de todos los demás, lo que es un espejismo. Es un negarnos a construirnos  en ese proceso lento y duro de la vida de cada día, en comunión con los demás. Es la  tentación permanente del hombre, ser en constante construcción de sí mismo; porque la  vida no está hecha ni acabada, sino en camino. Pero la pereza se filtra dentro de nosotros  para que no trabajemos en nuestra edificación personal, familiar y comunitaria.

4. Reflexiona 

Cuando llega hasta el fondo de su despilfarro, el pródigo hace el inventario de todo lo que  ha perdido en su camino hacia el alejamiento. Se encuentra en una soledad y un vacío  interior totales. No ha encontrado más que desengaños, miserias... y nostalgias. Cuando lo  ha perdido todo, se da cuenta de lo que verdaderamente le falta, se da cuenta de que no  puede seguir viviendo sin lo único necesario: el padre. Se da cuenta y reconoce que, desde  que se alejó del padre, no ha sido feliz ni persona, sino que se ha encontrado vacío de todo.  Los placeres, las orgías, el hambre, la soledad... han sido espinas que han penetrado  profundamente en su carne y le han hecho sentir la nostalgia de la casa paterna.

Al reflexionar, descubre la falta de proporción que lleva dentro: entre lo que es y lo que  debería ser, entre su deseo de felicidad y lo que le ha ofrecido la vida. Descubre que ha  sido creado para vivir de otra manera, que las cosas le han fallado. Descubre que está falto  de padre, de libertad, de verdad, de dignidad, de amor..., de todo. E intenta llenar el vacío  que lleva dentro. En la dramática comprobación de un hambre atroz, de una miseria total, es  donde comienza la trayectoria del retorno. Experimenta que es un pobre hombre y tiene el  coraje de confesar su propia miseria constitucional.

Ha realizado hasta el fondo la experiencia del mal, de la soledad, del vacío... El que ha  tocado el fondo del abismo de la degradación puede elevarse hacia la santidad, puede  nacer de nuevo, porque todavía no ha nacido a la vida de Dios. Del pecador que se  convierte puede brotar el santo: son de la misma especie.

El mediocre, el que siempre fue "bueno", carece de esa posibilidad; se quedará sentado,  satisfecho, en la poltrona de la propia mezquindad y suficiencia, gastando la vida en admirar  sus cualidades y sus generosidades.

La conversión es fruto del recuerdo del amor del padre y de la experiencia desoladora de  la nada que el mundo llama "todo". No quiere regresar por afecto familiar ni porque estuviese arrepentido de verdad. Quiere  regresar porque se creía definitivamente fracasado, porque había perdido la partida y lo  único que deseaba era comer como los criados de su padre. Como él no amaba, tampoco  podía imaginarse o admitir que era amado, ya no creía posible volver a ser hijo.

Las etapas del arrepentimiento del hijo pródigo se corresponden con las partes de la  confesión sacramental: examen de conciencia, "recapacitando"; propósito de la enmienda,  "me pondré en camino"; confesión de boca, "padre, he pecado..."; contrición de corazón, "no  merezco llamarme hijo tuyo", y satisfacción de obra, "trátame como a uno de tus  jornaleros".

Lo primero, pensar y reflexionar. Cada día cometemos errores y nos desviamos del  camino. Forma parte de nuestra condición de hombres. Si queremos ser personas  auténticas, debemos enfrentarnos con los acontecimientos, juzgar nuestra propia conducta y  avanzar. Mirar nuestro pasado y reconocer nuestros pecados supone sinceridad y valentía,  y confianza en nosotros mismos y en la ayuda de Dios. Sin fe en uno mismo no es posible la  conversión, porque su falta nos hace esclavos de la vieja situación que juzgamos  irreparable. En el mismo momento en que desaprobamos nuestra conducta, unos brazos  misericordiosos nos acogen, un Dios amigo nos abraza y nos infunde una confianza sin  límites.

5. El regreso 

Llega el momento más crítico: "Se puso en camino adonde estaba su padre". Corregir el  rumbo es duro, reconocer los propios errores y rectificarlos raya en lo heroico. El hijo vuelve  a casa, desanda el camino anterior, vuelve a la comunidad familiar; nace de nuevo a otro  estilo de existencia, sepulta su vieja y absurda vida.

Es un paso inevitable: lo destruido hay que volver a construirlo; si se rompió con la  comunidad, hay que volver a ella. Sin esto, la conversión es una palabra vacía. El punto de partida para el regreso es siempre la pobreza: solamente aceptándonos como  pobres nos convertimos en hombres verdaderos, fraternales. En el camino del retorno debe  evitar la compañía de "hermanos mayores", de los mediocres, porque son los únicos que  pueden quitarle la nostalgia de la casa paterna y entonar un canto a la libertad.

El hijo menor ha tenido la gracia del hambre, del dolor, de la necesidad, del vacío..., y  puede retornar. Los hartos, los llenos, los seguros de sí mismos, los fariseos y los letrados  de entonces y de ahora, están incapacitados para el regreso: no tienen conciencia de su  necesidad. ¿La tenemos nosotros? 

Todos somos necesitados; pero sólo la conciencia de esta necesidad nos llevará a  afrontar las consecuencias de un retorno, al final del cual estará Dios esperándonos con los  brazos abiertos. ¡Dichosos los que tengan hambre de Dios! 

Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los  pecados, reduciendo ambos a un acto individual, externo, frío y sin consecuencias para la  vida posterior. Y por eso mismo hemos hecho de la confesión sacramental un rito hueco,  rutinario, en el que repetimos una y otra vez la misma historia. No debe extrañarnos que su  práctica haya descendido tan verticalmente.

6. El padre 

"Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió". Intuye que el hijo ha  comprendido el amor que le tiene. El perdón paterno va a superar los pasos dados en la  ruptura. Dios no se resigna a perder a ninguno de sus hijos.

El padre le sale al encuentro, corriendo, y lo abraza. No le reprocha nada ni le pregunta  los motivos de su vuelta. Sabe simplemente que regresa, conoce sus sufrimientos y  miserias, las dudas que habrá tenido que vencer para volver, y le ofrece su amor y su casa,  sin más. ¿No nos resulta dura la conducta del padre?, ¿su amor no supera los límites de lo  razonable? 

La parábola no dice que el padre perdonó al hijo; supera ese concepto. El que ama de  verdad a otro no tiene que perdonar, porque nunca se ha sentido ofendido personalmente.  El perdón no es algo que se da o que se recibe, sino algo que se construye, porque es la  vuelta a un amor cada vez más profundo. El perdón es la síntesis de dos amores: un amor  que había muerto y ahora resucita y un amor que se había mantenido fiel y que ahora  recibe. El pródigo descubre en el recibimiento del padre la dimensión del verdadero amor.  Ya puede vivir como hijo verdadero, porque ya sabe cómo es su padre. Ha tenido que  marchar lejos para descubrirlo.

El padre ya no tiene bienes que ofrecerle; ya antes se los había dado todos. Ahora le  restituye lo principal: su dignidad de hijo. Del perdón nace el hombre nuevo. Sólo un padre verdadero sabe que los hijos tienen necesidad de algo más importante que  el perdón: tienen necesidad de amor, de nuevos ánimos, incluso de poder perdonar al que  les perdona. Tienen necesidad de reconstruir todo lo que su pecado había destruido. Y esto  es un trabajo de Dios.

Sólo Dios puede y sabe perdonar los pecados. Saber perdonar es tan importante como  poder perdonar. Los que perdonan necesitan un tacto infinito, una humildad contagiosa, un  cariño desbordante, para no herir a los que son perdonados y hacer posible el encuentro. Vemos cómo en la parábola el padre se excusa, se humilla para que le acepten el perdón,  para que el amor que tiene a su hijo conquiste su corazón y vuelva a sentirse hijo al verse  inundado por el cariño del padre. Sólo entonces vuelve el hijo de verdad: ha encontrado en  el padre todo lo que necesitaba para encontrarse a sí mismo, para sentirse hijo y estar  dispuesto a vivir como tal.

Todos necesitamos el perdón, la misericordia. ¡Todos! Lo necesitamos en las relaciones  humanas sinceras y hondas, en la amistad y en las diversas formas de amor, porque nadie  merece a nadie. ¿Quién no falla alguna vez al día a sus semejantes?, ¿quién no está  fallando continuamente a Dios? 

La alegría cristiana brota de saberse perdonado, de saber que Dios es mucho mejor que  nosotros, que el Dios de Jesús no tiene nada que ver con ese ídolo negativo y vengativo  que nos han presentado como sucedáneo de Dios Padre. ¿Cómo no sentirse hijos de un  padre así? 

El pródigo representa a gran parte de la humanidad: lejanía del Todo, encuentro con la  nada y retorno. Sus caminos son nuestros caminos, caminos de miles de experiencias no  agotadas, hasta sentir el hambre del Único, del Padre que siempre espera.

7. El hermano mayor 

Para el padre el pasado queda olvidado. Lo importante es que el hijo ha vuelto. Manda  que le pongan el mejor traje, un anillo y unas sandalias, y que maten el ternero cebado para  celebrarlo. Todo recomienza, todo se ve con ojos de alegría.

En el Nuevo Testamento las conversiones acaban con alegres banquetes. Lo que  realmente quiere Dios es el banquete, la fiesta, no el sacrificio y la lucha. Quiere lucha, pero  como camino para la fiesta.

La familia se ha reencontrado. Pero la alegría no será completa: a la cita faltará el  hermano mayor, fiel representante de los letrados y de los fariseos de ayer y de siempre. Se  cree justo por haber vivido siempre "dentro" de la casa cumpliendo con sus obligaciones.  Nunca fue consciente de que le faltaba lo fundamental: descubrir el amor que le tenía el  padre y responder a él.

El hijo mayor siempre fue bueno, siempre ha estado junto a su padre, es un monumento  irreprensible, un insoportable poseedor de derechos, un personaje incapaz de conversión.  No duda de su bondad y de sus razones para quejarse, enjaulado en la ley y en la  observancia. Vive sin amor, su justicia y su bondad lo han avinagrado. Busca la seguridad  en el inmovilismo, en las prácticas externas. Es abismal la diferencia entre su mentalidad y la  del padre.

El hijo mayor nunca ha sido joven, ha dejado que se le pudran dentro los sueños más  audaces, ha recortado con cuidado todos los horizontes demasiado elevados, se ha creado  un mundo a la medida de su mediocridad y mezquindad, se ha convertido en un hombre de  orden, ha envejecido precozmente. Su fría honradez legalista ha influido probablemente en  su hermano menor para marcharse. A las muchas barreras que hay en el mundo -de raza,  de nación, de clases, de color, de religión, de sexo...- ha añadido la barrera de la gente  honrada.

El pródigo se ha dejado reconciliar con facilidad. El caso del hermano mayor es más  complicado. ¡Es un justo! Para mí su conversión puede ser comparable a la de un cristiano  "de toda la vida". Reza el confiteor al revés: "En tantos años que te sirvo..." Pertenece a la  misma raza del fariseo de la parábola (Lc 18,11- 12). Este hijo mayor, este trabajador  infatigable, este hombre de orden, este buen cristiano, ha cometido la equivocación de  convertir al padre en una especie de contable, encargado de llevar la contabilidad de sus  buenas obras, de sus méritos. Hasta ahora las cuentas iban saliendo bien. Ahora ya no. 

Aparece el sinvergüenza de su hermano, y el padre lo desbarata todo con el amor de su  corazón. Y las cifras saltan, la contabilidad no cuadra, un lío tremendo. Se informa, se queja,  murmura, protesta. No es justo. Es demasiado. ¿Dónde vamos a parar por este camino? Y el  mayor entra en crisis. Cree que su hermano ha llevado la mejor parte, envidia a los  pecadores, a los que no tiene el coraje de imitar; quizá sienta no haber cometido él los  pecados de su hermano, o quizá los hubiera cometido si no hubiera sido por el miedo al  castigo -al infierno-. Parece que padece un complejo de inferioridad ante el pecado y que  está convencido de que su hermano se lo ha pasado en grande mientras que él ha vivido  esclavo del reglamento. No entiende que el corazón del hombre no se puede llenar con las  cosas, que tiene necesidad de algo más. No entiende que los alimentos terrenos no bastan,  que hacen morir de hambre. No sabe que el mal lleva en sí mismo la pena. Duda que el bien  produzca mucha más alegría que el pecado. Claro que es explicable: lo suyo no es bien,  sino mediocridad y fariseísmo.

El hermano mayor se escandaliza del evangelio porque echa por tierra su contabilidad.  Prefiere el código de derecho canónico. Descubre, con estupor y despecho, que el centro  de la casa no es el reglamento ni las prácticas, sino el corazón del padre. Y no se resigna a  las actitudes imprevisibles de aquel corazón, a los atrevimientos de ese amor. Nunca ha roto  con el padre, pero no ha aprendido a amar como él. Por eso tampoco se alegra. Una formación religiosa inspirada en la ley, en las prácticas y en los ritos no hace hijos, no  hace cristianos auténticos, hace imposible enamorarse del Padre.

Al mayor le indigna la fiesta; es el colmo: ¡ya no hay religión! Y es verdad: no hay religión  sin amor. Es difícil convencerse que el puesto de la casa no se puede "conservar", sino sólo  "reencontrar" cada día. No lo entendió Israel, no sé si lo entiende la Iglesia. ¿Lo entendemos  nosotros? 

El hijo mayor es figura de Israel. A los justos de Israel les duele que Dios acoja a los  perdidos y les ofrezca un banquete. Piensan que la casa es para ellos y que pueden  organizar a su capricho las leyes de lo bueno y de lo malo. Ahora descubren que la ley del  padre es diferente y se sienten postergados, contrariados, molestos. También personifica  las posturas de autosuficiencia de quienes no perdonan ni se creen necesitados de  perdón.

Los peores enemigos de la religión no son los que la combaten abiertamente. Son esos  hijos mayores que la empobrecen, la deforman, la reducen a unas prácticas y a unos ritos  muertos, a la vez que condenan a todos los que no piensan como ellos o no siguen sus  mandatos. ¡Extraña religión esta que conduce a negar el amor y a matar a Jesucristo!  ¡Curioso servicio al padre este que impulsa a rechazar al hermano!: "Ese hijo tuyo". Son  todos esos que nunca se han planteado la pregunta: ¿Quién está más lejos de casa: el  insensato que la ha abandonado o el que se ha quedado en ella sin amor? Su presunción  les impide sospechar que quizá sean ellos -¿nosotros?-, y no sólo los hermanos menores,  los que estén -estemos- en un país lejano al faltarles lo único necesario para vivir en la  casa: el conocimiento del amor del padre.

Según la parábola hay una forma de acercarse a Dios que aleja de él, una manera de vivir  como hijo que es la propia de un extraño. Y hay una forma de alejarse de Dios que puede  terminar en encuentro gozoso con él, una manera de vivir como extraño que despierta los  sentimientos de un auténtico hijo. Están representados por el hijo mayor y el menor,  respectivamente.

Podríamos esperar que el padre se indignara con el hijo mayor. Pero no: el padre sabe  cómo quitarle el veneno a aquel corazón enfermo. Le dirige las palabras más dulces y  afectuosas: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". Y hasta se excusa  delante de él: "Deberías alegrarte..." El padre vence con la debilidad, con la humildad. La  parábola termina sin darnos la respuesta del mayor. Queda el interrogante para la Iglesia,  para cada comunidad y para cada cristiano.

Los cristianos de hoy debemos prestar mucha atención al hermano mayor: puede estar  agazapado en nuestro corazón. Es un personaje frecuente entre nosotros: nadie le podrá  acusar de grandes pecados, pero vive cerrado a la vida, al amor. Es un justo que no  necesita conversión, porque lo hace todo bien. Es un fósil, que se niega a ser criatura y que  no conocerá jamás la grandeza de la misericordia de Dios. Tienen complejo de inferioridad  en relación con el pecado, no están convencidos de que, si por una absurda hipótesis no  existiera el paraíso, compensa vivir con amor.

Veinte siglos después, en la Iglesia sigue la presencia de muchos hermanos mayores  -satisfechos, dogmáticos, meticulosos, ciegos y sordos, vacíos...-, que, por haber vivido  siempre en la casa del Padre, pretenden constituirse en sus intérpretes. Sin reconocer que  no han entendido nada.

En la casa del Padre hay sitio para todos, menos para los que se excluyen a sí mismos al  no aceptar su amor. 

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 289-301