16 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XXIV
(1-7)

 

1. J/imágenes-falsas

Hace cosa de un mes, y durante varios domingos, estuvimos tratando en estas notas la cuestión de la fe; el Evangelio de hoy vuelve al asunto, al plantear el propio Jesús la pregunta clave: ¿Quién decís que soy yo? Y también aquí queda reflejado algo que ya apuntábamos en su día: todas las respuestas a la citada pregunta son muy respetables; pero no todas son igualmente válidas o acertadas; la respuesta que da Pedro, a juicio de algunos comentaristas bíblicos, no es precisamente un modelo: "La misma confesión de Pedro en Cesarea de Filipo no es para Marcos una confesión, sino una comprensión totalmente errónea del mesianismo, como aparece en los versículos siguientes, donde Pedro rechaza la perspectiva de la pasión, y Jesús lo llama "satanás" (Mc/08/32-33)" (Schillebeeckx, E., Jesús. La historia de un viviente, pág. 295); y más adelante: "Jesús reacciona duramente contra la llamada "confesión de Pedro"; porque Pedro, en Marcos, entiende la confesión en el sentido de una cristología del "poder", con lo cual la "epifanía" de Jesús aparece de forma prematura y equívoca; esto se desprende de las reacciones que siguen inmediatamente a la primera predicción de la Pasión (Mc. 8, 27-28. 31-33)". (Schillebeeckx, o. c., pág. 390).

Una respuesta -no sólo las palabras "Tú eres el Mesías", sino la comprensión de ese mesianismo- que, al final, no resulta "del agrado de Jesús" y le hace exclamar que Pedro es satanás. Aquí, en concreto, hay un rechazo a esa concepción de un Jesús fuerte y prepotente en un sentido material; hay un rechazo a una concepción de Jesús en la que no entran Getsemaní ni el Gólgota; hay, en definitiva, un rechazo, por parte del propio Jesús, a un Jesús mutilado en todo lo que pudiera tener de duro y doloroso, de incomprensible e inconcebible.

Es probablemente ahí donde está el quid de la cuestión; un Mesías cuyo trono es una cruz, y cuyas armas son las palabras "amaos como yo", ha chocado siempre con la imagen que, normalmente, el hombre tiene de Dios y de lo divino; ¡eso no puede ser!: un Dios que no es "como deber ser" resulta, cuando menos, alarmante; es incontrolable: si Dios no es "como debe ser", ¿qué puede llegar a ser de nosotros?, ¿qué puede llegar a esperar de nosotros un Dios así? No, es mejor eliminarlo, "increparlo", como hizo Pedro; y, en lugar de ese Dios que nos presenta Jesús, volver a plantar nuestro dios, hecho a nuestra medida, a nuestra imagen y semejanza, a nuestra conveniencia e interés, a nuestros prejuicios y supuestos: todo, menos aceptarle como es.

En aquel momento histórico concreto del que nos habla el texto evangélico de hoy, afortunadamente estaba Jesús presente para poner las cosas en su sitio y llamar "satanás" a Pedro; incluso para expresarse con una dureza inusual en los otros evangelistas; acto seguido, anunciando lo que debe hacer quien quiera seguirle, como si Jesús estuviese ya un tanto "harto" de malentendidos e incomprensiones. Jesús parece indicar a los suyos: "Esto es lo que hay; si os parece bien, adelante; si os parece mal, a tiempo estáis de dejarlo; pero que no haya engaños ni falsas ilusiones. Al final está el triunfo, pero mientras tanto hay que trabajar duro".

Hoy día no se han terminado las imágenes falsas de Jesús; por incompletas, por partidistas, por sesgadas, por interesadas, por unilaterales, por manipuladas, etc.; pero no se han terminado; unas son más descaradas en su falsedad; otras están mejor camufladas; pocos o ninguno aceptan reconocer que puede haber, en mucho o en poco, algo de falso en su comprensión de Jesús; por eso mismo cuesta reflexionar, revisar y cambiar cuando haya que hacerlo. Hoy, además, no está Jesús para "defenderse", para señalar a los viejos o nuevos "satanás", colocados incluso bajo ostentosas y muy ortodoxas declaraciones teóricas ("Tú eres el Mesías", decía Pedro; pero no debía saber muy bien lo que decía, pues poco después era llamado "satanás"). J/IMAGEN-FALSA.

Sin embargo, ésa es una de las misiones de la Iglesia, seguir mostrando ante los hombres el auténtico Jesús, seguir señalando los nuevos demonios que pretenden deformarlo. Pero no debe hacerlo por la fuerza, ni por la imposición del silencio, o de la ley, sino con el propio testimonio, con la propia existencia, con el propio ejemplo; rechazando, dentro de sí misma, todo aquello que pueda dar pie a falsas interpretaciones de Jesús; apostando, decididamente, por la causa de Jesús; poniéndose, sin ambigüedades, de parte de los pobres y de todo el que necesita recibir la Buena Noticia; pronunciando ésta sin ambages ni complicaciones; potenciando unas catequesis que busquen más el mostrar el auténtico Jesús de Nazaret y Cristo de la fe que "mantener sin problemas la clientela"; trabajando por construir verdaderas comunidades en vez de limitarse, por ejemplo, a repartir sacramentos "a granel". Y así podríamos seguir con un largo etcétera.

D/SORPRENDENTE: Hoy, Jesús y Pedro nos enseñan que las palabras brillantes y correctas pueden no servir de nada; incluso ser demoníacas si, bajo ellas, no se encuentra un verdadero creyente, que sabe lo que dice y vive lo que cree; sin juicios previos, sino con una total apertura y disponibilidad a la voluntad de Dios, voluntad siempre sorprendente (y más todavía para quien está convencido de que Dios es "como debe ser"), siempre imprevisible, siempre buscando el bien y la salvación de los hombres, pero, generalmente, por "caminos que no son nuestros caminos", por técnicas y medios que no son los nuestros, con una forma de entender la vida que no suele ser la nuestra.

La fe, la auténtica fe, la ve vivida -más que la hablada- es la única que puede llevar al hombre a esa sintonía con Dios que le puede hacer comprender su voluntad, su designio para con el hombre; o, cuando menos, aceptarlos con la confianza de que lo que Dios quiere es, sin lugar a dudas, lo mejor para el hombre. Y, aunque éste pueda no entenderlo, siempre quedará la solución de adoptar la postura de Job, por poner el ejemplo de un hombre de fe.

LUIS GRACIETA
DABAR 1985, 46


2. J/MESIAS/CZ.

-DE MATEO A MARCOS

La primera parte de la escena de hoy la conocemos mucho más desarrollada en el evangelio de Mateo: es la gran afirmación de la fe, que Pedro profesa y sobre la cual Jesús anuncia que se fundamentará su comunidad de seguidores, sostenida con la fuerza de Dios.

Hoy, sin embargo, no es el texto de Mateo el que leemos, sino el de Marcos, que tiene un tono y una intención muy distintos. Y sin entrar en el debate exegético sobre cuáles de los dos es más genuino, sí que será conveniente decir que no sería bueno que hoy predicásemos como si hubiésemos leído Mateo. Hemos leído Marcos, y Marcos nos quiere transmitir sobre todo la preocupación de Jesús ante el hecho de que su mesianismo será mal entendido por sus discípulos. Porque, en efecto, es mal entendido: Jesús mismo llamará "Satanás" a Pedro, que le acaba de confesar como Mesías.

El leccionario, al unir las dos escenas de la confesión de fe y el anuncio de la pasión, quiere centrar nuestra atención en ese interés de Marcos, que haremos bien en resaltar. Nótese, también, que el domingo próximo se repite el tema del anuncio de la pasión, bajo el aspecto del espíritu de servicio. Habrá que tenerlo en cuenta para no repetirse.

-NUESTRO MESÍAS ESTA CLAVADO EN LA CRUZ

Esta es la afirmación fundamental del evangelio de hoy: nuestro Mesías está clavado en la cruz. Detengámonos a pensarlo. Nuestro Mesías, aquel a quien queremos seguir, aquel a quien reconocemos como camino de vida, como presencia definitiva de Dios entre nosotros, es un hombre que hace dos mil años fue ajusticiado por los romanos, colgado en una cruz a las afueras de Jerusalén después de múltiples vejaciones y torturas. La historia sólo dice eso de él. El resto, su resurrección, la vida que en él encontraron sus discípulos y que nosotros continuamos proclamando, es algo que pertenece a nuestra fe, no tiene demostración posible.

No es extraño que Pedro le dijera que aquello no podía ser. El había reconocido convencidamente que en Jesús había un camino que superaba a cualquier otro camino, y que siguiéndole a él esperaba encontrar una vida definitivamente valiosa, la vida que Dios había prometido a su pueblo. Y Jesús no niega que él sea el camino de Dios, el Mesías que viene a cumplir las promesas de Dios. Pero le explica de qué manera cumplirá estas promesas, y eso Pedro ya no lo puede comprender ni asumir.

A nosotros, a diferencia de Pedro, las afirmaciones de Jesús no nos sorprenden en absoluto: las hemos oído y dicho muchas veces. Pero eso no quiere decir que realmente las hayamos asumido. ¡Creer que Dios se manifiesta en la cruz, en la fidelidad al amor hasta la cruz! ¡Creer que Dios no quiere ningún tipo de poder e influencia en el mundo que le pueda asegurar un mínimo de éxito y le pueda ahorrar el fracaso infamante del ajusticiamiento de los esclavos. ¡Creer qué este ha de ser también el criterio de actuación de cada creyente y el criterio de actuación de la iglesia!

JOSÉ LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1991, 13


3. KENOSIS/MESIAS  MESIAS/QUÉ-ES

-EL MESIANISMO DE JC. 

Mesías significa el Ungido, el Guía enviado por Dios para conducir a su pueblo hacia el Reino del bienestar y de la paz. Y esto puede entenderse de muchos modos. Y el más normal, el más "humano", es el que seguramente estaba en la mentalidad de Pedro y sus contemporáneos: alguien que victoriosamente resolvería todas las contradiccciones de los hombres, y haría que de repente las cosas fueran bien. Quizás es también el modo de entenderlo de mucha gente de nuestro tiempo que dicen que, si Dios existe, no tendría que permitir que hubiera hambre o guerras o que los niños mueran, o que nosotros tengamos que experimentar tantas incertidumbres y problemas. Y en cambio, resulta que el mesianismo de JC no es éste. JC es Mesías desde la impotencia del ser hombre. Y es Mesías porque ha demostrado que se puede ser hombre a fondo, hombre plenamente realizado, hombre plenamente abierto a todo lo que es amor, libertad, transparencia de corazón, lealtad. Aunque sea desde esta impotencia (y los milagros no lo contradicen, recuérdese lo que decíamos el pasado domingo). Esta impotencia que lo condujo a la muerte, porque el mundo tiene poder y no acepta estos valores. Pero una impotencia que, al fin y al cabo, ha resultado la definitivamente victoriosa.

-SEGUIR AL MESÍAS. 

Negarse a sí mismo, cargar con la propia cruz, perder la vida por el Evangelio: todo esto significa lo mismo, significa hacer el mismo camino que el Mesías al que seguimos.

Significa asumir la propia condición e impotencia humanas y vivirlas como JC las vivió. Pretender "salvar" la vida significaría, en cambio, querer estar por encima de los demás y quererse escapar por cuenta propia de la dureza del ser hombre: escaparse de ello mediante el dinero, el prestigio, la mentira, encerrándose en uno mismo.

Asumir la condición humana y actuar como JC significa, además, sentirse en solidaridad y comunión con los demás hombres, en las luchas, en las angustias, en las esperanzas. Y significa, finalmente, saberse guiados por alguien que ha salido victorioso de todo esto: el camino está abierto y no lo andamos a tientas (y esto es bueno recordarlo en esta reanudación de las tareas civiles y pastorales).

FE/MUERTA

-LA CARTA DE SANTIAGO: LA FE Y LAS OBRAS. 

Dice el Missel dominical de l'assemblée: "En este texto resuena el eco de una polémica sobre la relación que media entre la fe y las obras. Ciertos cristianos afirman que con la fe ya basta, como si esto les dispensara de ir hasta el extremo de todo lo que exige". Y añade Joan Bellavista en el Leccionari de la missa comentat, any B: "Lógicamente, una fe auténtica comportará necesariamente el amor práctico para con los demás. Si la fe no se traduce en obras, es que está muerta, porque no puede dar vida". Y el ejemplo que aduce Santiago nos hace caer en la cuenta de que las "obras" no son el cumplimiento minucioso de alguna norma, o de alguna práctica. Las obras son el amor concreto a los demás. A/OBRAS/ST

JOSÉ LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1982, 17


4.

CREER EN ALGUIEN

¿Quién decís que soy yo?

Los cristianos hemos olvidado con demasiada frecuencia que la fe no consiste en creer en algo, sino en creer en Alguien. No se trata de adherirnos fielmente a un credo y, mucho menos, de aceptar ciegamente «un conjunto extraño de doctrinas», sino de encontrarnos con Alguien vivo que da sentido radical a nuestra existencia.

Lo verdaderamente decisivo es encontrarse con la persona de Jesucristo y descubrir, por experiencia personal, que es el único que puede responder de manera plena a nuestras preguntas más decisivas, nuestros anhelos más profundos y nuestras necesidades más últimas.

En nuestros tiempos se hace cada vez más difícil creer en algo. Las ideologías más firmes, los sistemas más poderosos, las teorías más brillantes se han ido tambaleando al descubrirnos sus limitaciones y profundas deficiencias.

El hombre moderno, escarmentado de dogmas, ideologías y sistemas doctrinales, quizás está dispuesto todavía a creer en personas que le ayuden a vivir y lo puedan «salvar» dando un sentido nuevo a su existencia. Por eso ha podido decir el teólogo K. Lehmann que «el hombre moderno sólo será creyente cuando haya hecho una experiencia auténtica de adhesión a la persona de Jesucristo».

Produce tristeza observar la actitud de sectores católicos cuya única obsesión parece ser «conservar la fe» como «un depósito de doctrinas» que hay que saber defender contra el asalto de nuevas ideologías y corrientes que, para muchos, resultan más atractivas, más actuales y más interesantes.

FE/QUÉ-ES: Creer es otra cosa. Antes que nada, los cristianos hemos de preocuparnos de reavivar nuestra adhesión profunda a la persona de Jesucristo. Sólo cuando vivamos «seducidos» por él y trabajados por la fuerza regeneradora de su persona, podremos contagiar también hoy su espíritu y su visión de la vida. De lo contrario, seguiremos proclamando con los labios doctrinas sublimes, al mismo tiempo que seguimos viviendo una fe mediocre y poco convincente.

Los cristianos hemos de responder con sinceridad a esa pregunta interpeladora de Jesús: «Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?».

Ibn Arabi escribió que «aquel que ha quedado atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús, no puede ya curarse». ¿Cuántos cristianos podrían hoy intuir desde su experiencia personal la verdad que se encierra en estas palabras?

JOSÉ ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985.Pág. 227 s.


5.

1. «La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro».

La fe cristiana, cuando es auténtica, pone a todo el hombre en movimiento. Con el simple tener por verdaderos algunos dogmas propuestos por la Iglesia no se hace todavía nada cristiano; es la vida entera la que debe responder a la llamada de Dios. Esa es, en la segunda lectura, la doctrina de Santiago, y el apóstol lo demuestra con la obediencia-fe de Abrahán, que ofreció a su hijo -el hijo de la promesa que Dios le había dado- sobre el altar del sacrificio. Nadie puede cumplir su exigencia mostrando una «fe sin obras», una fe sin ningún efecto en la vida. Según Pablo la fe debe también «traducirse en amor» (Ga 5,6), pues de lo contrario será una fe sin amor, y una fe sin amor está muerta: eso es lo que dice Santiago a propósito del supuesto cristiano que rechaza a un hermano desnudo y hambriento.

2. «Que cargue con su cruz y me siga».

¡Y ahora el evangelio! Ciertamente a la pregunta que Jesús plantea a sus discípulos en el evangelio («Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»), Pedro ha dado una respuesta que no se puede decir que sea incorrecta, pero tampoco del todo correcta: «Tú eres el Mesías». Sí, pero no un Mesías como Pedro y seguramente la mayoría de los discípulos se lo imaginaban: como un taumaturgo que liberaría a Israel del yugo de los romanos. Había entonces en Israel una pujante teología de la liberación difundida no sólo entre los celotes que combatían activamente a los romanos. En el mismo momento en que oye por primera vez el título de Mesías, Jesús interrumpe su discurso: prohíbe terminantemente a sus discípulos decírselo a nadie; en lugar de esto les anuncia, de nuevo por primera vez, la suerte que correrá el Hijo del hombre: mucho padecimiento, condena a muerte, ejecución y resurrección. Pedro, que no quiere ni oír hablar de eso, es increpado por Jesús como Satanás, seductor y enemigo. Jesús desvela aquí la obra decisiva para la que ha sido enviado, una obra que no es para él solo, sino para todo aquel que quiera seguirle en la fe. Aquí la doctrina de Santiago sobre la fe y las obras adquiere su auténtico sentido. Una fe sin la obra de la pasión no es una fe cristiana. La fe que quiere salvarse, y no perderse, perderá todo. Querer salvarse es un egoísmo incompatible con la fe, que es inseparable del amor. Aquí se encuentra el núcleo de la obra tal y como la concibe Santiago, sin la que la fe no es nada: la obra de la plena entrega a Dios o al prójimo. No se discute que esta obra pueda ser dolorosa hasta la muerte para el hombre; en todo caso esta obra contiene ya una muerte en sí: la renuncia al propio yo; y que esta renuncia lleve o no a la muerte corporal en el testimonio de sangre es ciertamente algo secundario.

3. La primera lectura muestra esta pérdida del propio yo en una especie de anticipación veterotestamentaria. El «Siervo de Dios», en la obediencia de la fe, no huye de los enemigos que le golpean, le arrancan la barba, le ensucian el rostro con insultos y salivazos. El Señor le da fuerza para que su rostro se torne duro como el pedernal. Sabe que en este sufrimiento está obedeciendo y que Dios -a pesar de cualquier sensación de abandono- no lo abandona. En realidad se trata de un «pleito» que engloba al mundo entero, un proceso que según Juan (16,8-11) es dirigido por el Espíritu Santo y que concluye con la victoria del Siervo de Dios, del Hijo de Dios que «se va con el Padre».

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 192 s.


6.

Frase evangélica: «Tú eres el Mesías»

Tema de predicación: LA CONFESIÓN DE FE

1. Este pasaje ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos, al que divide en dos partes. En la primera, Jesús intenta mantener su «secreto mesiánico»; en la segunda, lo revela y explica. En este momento crucial, los discípulos dan un primer testimonio: «Tú eres el Mesías». En realidad, identifican a Jesús como el salvador esperado por los sectores populares nacionalistas. La confesión definitiva la hará el mismo Jesús cuando afirme delante del Consejo judío: «Yo soy el Mesías». A partir de esta afirmación se entiende el mesianismo de Jesús: Jesús predica, actúa y muere por el reino de Dios, que es reino de justicia, de verdad y de vida; no es un Mesías político que intente reinar sobre las naciones o dominar a los pueblos. Lo confirmará el centurión al pie de la cruz: «Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios».

2. Jesús educa a sus discípulos en un doble sentido: por una parte, silenciar un mesianismo desvirtuado por los intereses políticos y, por otra, aceptar una entrega de total servicio hasta la muerte. Jesús no es un rey poderoso, sino un servidor sufriente. Por lo demás, discípulo de Jesús no es quien se reduce a confesar verbalmente la fe a base de meras fórmulas. Dos son las condiciones esenciales para el discipulado: 1) renunciar a uno mismo (abandonarlo todo); y 2) cargar con la cruz, es decir, llevarla hasta el lugar del suplicio (humillación suprema). De este modo, los seguidores de Jesús participan en su misión siguiendo en pos de él.

3. La vida cristiana es participación en Cristo, que llega a la gloria mesiánica a través de la pasión y la muerte, consecuencia de su estilo de vida. El creyente debe vivir la paradoja cristiana: salvar la vida es perderla, y perderla por Cristo es salvarla.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Conlleva un compromiso real nuestra confesión de fe?

En el fondo, ¿quién es Jesús para nosotros?

CASIANO FLORISTÁN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITÚRGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 226 s.


7.

1. Quién es Jesús...

El evangelio de este domingo lo podemos dividir en dos partes: en la primera, Jesús se revela a sí mismo y nos dice quién es él y cómo debemos pensarlo y concebirlo. En la segunda, él mismo indica quiénes somos nosotros en cuanto seguidores suyos, qué implica seguirlo y cuándo alguien puede llamarse su discípulo. Esta segunda parte se refiere al verdadero rostro del cristiano.

Mientras Jesús se dirigía hacia la ciudad de Cesarea de Filipo, ciudad construida en el nacimiento del Jordán como homenaje del rey Filipo al César romano, creyó oportuno hacerles a los discípulos la gran pregunta: Qué pensaban de él. La proximidad de la ciudad levantada en homenaje al dominador del pueblo judío, con sus templos paganos y su estilo de vida tan opuesto al ideal judío, parecía casi insinuar la pregunta y poner sobre el tapete la cuestión del Mesías. ¿Hasta cuándo el pueblo de Dios continuaría dominado bajo el yugo romano? ¿Es que Dios se había olvidado de los suyos? ¿No había venido ya Juan, cual nuevo Elías, preparando el camino al Enviado de Dios? ¿No tenía Jesús todas las apariencias y toda la popularidad necesaria como para iniciar la guerra santa y poner en marcha los tiempos mesiánicos?

Seguramente Jesús adivinó aquellos pensamientos que quisieron hacer eclosión después de la multiplicación de los panes, y él mismo introdujo la pregunta; pero no quiso interpelarlos ex abrupto, así que comenzó rodeando el problema con una pregunta introductoria: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ya conocemos la respuesta. Pero la pregunta puesta en boca de Jesús es, de alguna manera, la pregunta que siempre la Iglesia hizo mirando a su alrededor: ¿Qué se piensa en el mundo sobre Cristo? ¿Cómo lo ven los demás pueblos? ¿Qué se opina sobre él en un país cristiano por tradición?

Sería muy interesante averiguarlo, ya que en gran medida la imagen que los hombres tengan de Jesús, proviene de nuestra fe y de nuestro testimonio. ¿Cómo creen que es Jesús quienes nos ven a nosotros como cristianos, es decir, como sus seguidores? De la respuesta que dieron los apóstoles como respuesta "de la gente", se desprende que Jesús puede ocupar en el mundo el sitial de un gran personaje, de un reformador, de un hombre bueno, pero... ¿nada más que eso es Jesucristo? ¿Qué dice la fe cristiana? «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Es la gran pregunta que, tarde o temprano, ha de escuchar la misma Iglesia y cada cristiano. Porque puede suceder que sigamos a Jesús sin saber a quién seguimos, o que llevemos su nombre sin saber qué significa ese nombre y ese hombre.

En efecto, con sinceridad, ¿quién es Jesús para nosotros? ¿Qué esperamos de él? ¿Qué nos impulsa a escuchar su palabra, a bautizar a nuestros hijos, a celebrar ciertas fiestas en su honor? Y se levanta Pedro, que responde con el corazón más que con los labios; más con el sentimiento que con la mente: «Tú eres el Mesías.» Lo que nadie se había animado a decir, lo afirmó él; por primera vez, se atrevió a mirar a Jesús en los ojos y lo urgió a que asumiera su papel: el Mesías liberador del pueblo. Debió de producirse un gran silencio, y Jesús sintió que todas las miradas estaban clavadas en él a la espera de una sola palabra, una orden, un grito para iniciar la gran rebelión.

Una vez más, Jesús, leyendo en el interior de Pedro, comprendió que estaba ante la gran tentación de su vida. Le esperaban el poder, la gloria, las riquezas y los honores. Como nunca, comprendió que la voz del Padre no había sido escuchada por sus discípulos y que a él mismo le era difícil acatarla momento a momento.

Y cuando Pedro pronunció aquella palabra casi tabú: «Mesías», Jesús comenzó a recordar lo que estaba escrito sobre el Mesías en los cánticos del Siervo de Yavé. No era un mesías guerrero, ni un caudillo de la espada, ni un gran conquistador lo que Dios tenía pensado sobre su elegido. Era un hombre que debería asumir en el dolor la tarea de redimir el orgullo humano: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (primera lectura). Y aun a riesgo de perder su popularidad y hasta esa fe vacilante de los apóstoles, Jesús -nos narra Marcos- les ordenó severamente que no se lo dijeran a nadie. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho; que iba a ser rechazado por los ancianos, que sería condenado a muerte y que resucitaría al tercer día.

Y concluye Marcos: "Se lo explicaba con toda claridad". Como nosotros en Semana Santa ya hemos meditado sobre todo esto, ahora insistiremos en las siguientes ideas:

--Jesús ordena que a nadie digan que él es el Mesías. Fue una manera de decirles: No se os ocurra enseñar jamás que yo soy ese mesías que vosotros estáis pensando ahora. Sí, soy mesías, pero no como vosotros lo pensáis y sentís. El Cristo que deberéis anunciar siempre es el que yo mismo os voy a revelar.

--Y este mesías cristiano está señalado con dos signos característicos: el dolor y el rechazo. No sólo sufrirá mucho, sino que sentirá en carne propia el rechazo de los suyos y la oposición de esa misma gente que se decía religiosa y que ocupaba altos cargos en la nación.

El gran misterio de este texto no está en la incredulidad de los de fuera, sino en la resistencia que la misma Iglesia pone a Jesús como Mesías sufriente y humilde. Tan cierto es esto que -según relato de Marcos- Pedro se enfadó mucho con Jesús, se sintió profundamente defraudado por palabras tan peregrinas, y entonces lo tomó aparte y lo reprendió por lo que estaba diciendo; le discutió ese punto de vista que, bajo ningún aspecto, estaba dispuesto a aceptar.

Jesús comprendió que debía obrar con rapidez y firmeza, y le reprochó aquello mientras miraba a los demás apóstoles, dando a entender que el reproche iba dirigido a todos: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Satanás ya no viene del mundo exterior sino que se ha infiltrado en la Iglesia de Cristo; más aún, se ha sentado en la misma silla de los jefes religiosos. Satanás, que no puede destruir a Cristo, trata de destruir su verdadera imagen; lo que no pudo lograr con Jesús, tratará de hacerlo con sus seguidores, de Pedro para abajo, del Papa y los obispos hasta el último laico.

La tentación demoníaca se ha hecho carne en la comunidad cristiana y tiene ya una precisa formulación. Hay que rechazar toda forma de cristianismo sufriente, hay que oponerse a que seamos perseguidos por la fe, hay que concluir con las formas humildes y pacíficas. Queremos seguir a Cristo Rey y queremos el poder, tanto el político como el religioso. Queremos gobernar el mundo con el cetro de Cristo; necesitamos bienes y riquezas para expandir el Evangelio y demostrar así quién es el más fuerte y quién el más rico. Si triunfamos, es porque Dios nos bendice...

Ninguno de nosotros ignora que, a lo largo de los siglos, la Iglesia estuvo sometida a la tentación de este Satanás que tan solapada y subrepticiamente se ha escurrido en el templo, en las curias, en las parroquias, en las congregaciones religiosas, en las instituciones cristianas, en la literatura religiosa y en los catecismos. La página de hoy de Marcos es una voz de alarma: ¡Cuidado! ¡Satanás se ha infiltrado en la Iglesia para que rechacemos al Cristo de la humildad, del dolor y de la pobreza! También puede haberse infiltrado en esta pequeña comunidad que hoy está aquí reunida. De aquí la pregunta de Jesús: «¿Quién decís que soy yo?»

2. Quién es discípulo de Jesús

En la segunda parte del texto evangélico, Jesús se dirige no sólo a los apóstoles, sino a toda la multitud de gente que quiera seguirlo. En pocas palabras, nos traza un ideario cristiano que no puede ser otro que el mismo ideario de Jesucristo.

-- «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo». El que quiera seguirme... Cada uno debe elegir entre los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres sobre el Mesías. Es razonable pensar que haya otras formas mas fáciles de vivir una religión; también hay otras maneras de encarar la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús no ejercerá el poder para obligarnos a una forma u otra. La decisión la debe tomar cada uno desde su interior. Seguir a Jesús, a este Jesús tal cual él se presenta, debe ser un acto libre y consciente. Debe ser el fruto de una decisión personal. Supone que analicemos el problema, que estudiemos el Evangelio, que comprendamos las palabras de Jesús y que escuchemos otras doctrinas. Y después, decidirnos. Mas quien quiera seguirlo, que sepa que deberá hacerlo de acuerdo con el modo indicado por el mismo Jesús. No podemos fabricar un cristianismo sin este Cristo.

Que se niegue a sí mismo... Renunciar a algo es abandonar una cosa por otra considerada mejor. Pues bien, Jesús nos dice que quien quiera ser su discípulo, debe negarse, renunciar a sí mismo. No sólo a unas horas por el día o a tal descanso, sino a todo, las 24 horas de todos los días.

Alguno podrá pensar que esto ya es inaceptable, pues nos alienaría totalmente. ¿Acaso no se ha afirmado que el cristianismo valora la persona humana y quiere el crecimiento total del hombre? ¿Cómo conciliar dicha afirmación con esta otra de que nos tenemos que renunciar y negar a nosotros mismos? La objeción no es nueva y la respuesta no es tan simple.

En efecto, si la expresión «negarse a sí mismo» significara: anularse a uno mismo como persona, no ser capaz de tomar una decisión, esperar que alguien piense y decida por nosotros, someternos incondicionalmente a la autoridad religiosa y otras cosas por el estilo, es obvio que ningún hombre digno podría aceptarla. Porque de nada nos vale que nos libremos de tal o cual dominación -llámese del pecado o de Satanás- para caer bajo la esclavitud de Dios o de la Iglesia. Un cambio de amo no nos haría más libres. Sin embargo, si hay un dato por demás claro en los evangelios, es que Jesús nos trae la plena libertad como personas y como comunidad. Veamos, entonces, si desde este ángulo arrojamos luz sobre el texto en cuestión.

Jesús ha rechazado como venido del mismo Satanás el reproche de Pedro y su insinuación para que asumiera su mesianismo como una forma de poder. El poder es un «pensamiento de los hombres, no de Dios», es la fuerza que nos esclaviza, el dios que nos aliena. El poder bajo sus diversas formas -político, religioso, económico, social- nos exige la total entrega, impidiendo de esta manera que nos podamos sentir personas libres.

Todo régimen opresor aliena al hombre. Mas hay una particularidad: cuando nos adherimos a esas formas de poder -por ejemplo, del dinero o del status-, no nos damos cuenta de que estamos bajo su dominio; a tal punto nos identificamos con ese poder, que llegamos a tener la ilusión de que somos más en la medida que más disponemos de ese poder. Nos creemos, por ejemplo, más personas por tener más dinero, un cargo importante o un título profesional. Es una trampa sutil, porque el enemigo está dentro de nosotros y se hace pasar por nosotros mismos.

Es que toda tentación externa tiene su aliado en algo que está dentro del hombre: su egoísmo. El egoísmo nos aprisiona y nos traiciona. Pedro y los demás apóstoles corrieron el riesgo de traicionar a Dios y su plan redentor, por egoísmo; Judas traiciona a Jesús por egoísmo; y por egoísmo podemos traicionar a la esposa, a los hijos, a un amigo o a la comunidad entera. Por lo tanto, es inútil pensar en la liberación del hombre -en una liberación de algo exterior al hombre- si no comenzamos por la liberación interior. Digamos que Satanás no sólo se ha infiltrado en la Iglesia como comunidad, sino en cada uno de sus miembros. Y es en el interior de cada uno donde ha de librarse la primera y principal batalla.

Siguiendo estas reflexiones, tratemos de descubrir el sentido de la expresión: «Que se niegue a sí mismo.» Podría ser el siguiente: Quien quiera la liberación que trae Jesús, que comience liberándose en su propio interior de cuantas fuerzas internas lo tienen aprisionado. Que se libere de su mentira, de su orgullo, de su vanidad, de su afán de lucro, de su autosuficiencia...

Para liberarse con Cristo, tendrá el hombre que llenarse del Cristo de la verdad, de la sinceridad, de la entrega, de la pobreza, del amor. Pero la verdad no puede convivir con la mentira, ni la humildad con el orgullo, ni el amor con el odio. No hay, entonces, alternativa posible: o el hombre "se niega a sí mismo" con todo lo que de opresor implica y entonces puede llenarse con la libertad de Cristo; o bien opta por un vivir para sí mismo y rechaza al Cristo de la fe.

Negarse a sí mismo es dejar de vivir para uno mismo. ¿Para quién viviremos, entonces? Para los otros: la esposa, los hijos, los pobres, la comunidad, la humanidad entera. El auténtico cristiano es libre, precisamente porque es libre para darse. No tiene en sí mismo obstáculo alguno que le impida amar.

El pensamiento de Jesús es realmente genial en este pasaje. La vida humana se nos presenta como un enigma que descifrar: ¿Cómo ser libre y feliz? Aparentemente, la respuesta es: afirmando nuestro ego, convirtiéndonos en el centro, acaparando, dominando a los otros para que nos sirvan. Y la respuesta es la inversa: la enigmática respuesta del Hombre Nuevo que nos trae la libertad interior: demos muerte al enemigo que está dentro y desaparecerán todos los enemigos.

--«Que cargue con su cruz y que me siga, porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.» El enigma de la vida continúa. Las apariencias vuelven a engañarnos. Nada peor y más humillante que nos carguen con una cruz. Y Jesús lo confirma: que nadie te cargue una cruz. Tómala tú mismo. La cruz es un modo de encarar la vida, y ese modo debe ser aceptado desde el corazón. Tomar la cruz es preguntarse cada día: ¿En qué puedo servir a mi hermano? ¿Qué debo dar hoy? ¿Cómo puedo engendrar vida en quien la necesita? Hay quienes se aferran de tal modo a sí mismos, que salvar su vida es su ideal. Todo es pensado y vivido en función de su egoísmo. Para Cristo, ese hombre está perdido; es un pobre hombre.

El discípulo de Jesús arriesga todo por su ideal. Si Cristo lo libera interiormente, justo es que por esa libertad lo arriesgue todo, hasta la misma vida. En efecto, ¿qué valor puede tener una vida sin libertad interior? Dicho lo mismo con otras palabras: hay vivir y vivir, hay vida y vida.

Hay dos maneras de encarar la existencia. El cristiano se decide por la forma de Cristo, aquella que sacrifica todo, que renuncia a todo, por la libertad de amar sin medida. Es la forma más arriesgada, más exigente y más comprometida. Pero está la otra forma... Y en el medio estamos nosotros. El que quiera, dice Jesús, que me siga... La cruz ya está armada, pero nadie nos podrá cargar con ella. Debe tomarla uno mismo. Si uno deja que se la impongan, es un esclavo cristiano. Esclavo al fin... Si no la toma, es esclavo de sí mismo. Si la toma, morirá en ella. Morirá como hombre libre. Esa es la paradoja...

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B. 3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 258 ss.