20 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
1-8

1.

El domingo pasado dejábamos nuestra reflexión diciendo que sólo la misericordia recupera plenamente al que peca y que todo reglamento interno y necesario en la comunidad, debe apuntar a hacer más viable esa recuperación.

Nuestro evangelio de hoy es continuación de aquél, tratando de romper toda posible limitación de la misericordia: Pedro, en un alarde de acercamiento al pensamiento de Jesús, propone que se perdone al que peca, siete veces, tres más de lo que proponía el rabinismo judaico.

Pedro arranca de un pensamiento legalista, aunque generoso. Pedro no se compadece del pecador.

Jesús no piensa en la disciplina de la comunidad, sino en salvar a la comunidad de la ruina que supone la presencia permanente del pecado entre sus miembros. La comunidad sólo tiene una solución: el perdón; pero no un perdón pagado en padrenuestros, de régimen interno para hacer visible una convivencia enferma; sino un curativo, profundo, total; un perdón de amor que elimina el pecado y sana al hombre.

La parábola del siervo sin entrañas es sólo una forma de motivar el perdón en el perdón que Dios nos otorgó a los creyentes.

Los términos de la parábola son intencionadamente exagerados con una sola intención: contra el perdón nunca hay ni podrá haber nunca razones válidas.

El texto del Eclesiástico que acompaña al evangelio llama odiosa a la cólera que no perdona, y dice que el enojo es corrupción.

El que odia no conoce, porque la razón del perdón está más en el otro que en mí. El gran perjudicado del no-perdón no es el otro, sino yo que no perdono. El que no siente perdonar es porque vive fuera de la esfera de Dios, vive él la noche de su muerte.

También Pablo da una razón para el perdón: "No vivir para sí, sino para Cristo que murió por todos".

Creer es saber que Dios nos ama.

Sólo cuando un amor grande nos ama, somos capaces de reconocer que no lo merecemos.

El que cree merecer el perdón, reduce a Dios a su propio tamaño, se endiosa a sí mismo y sólo perdona para humillar y pasar a Dios factura de su mezquina compasión. El que no entiende así la fe, habla constantemente de la maldad de los hombres y de la necesidad de que Dios sea especialmente duro.

¡Menos mal que ahí está él para interceder por esos pobrecitos! Cuando las estructuras religiosas se "desamorizan", el Espíritu suscita, por libre, hombres honestos, que sin ser confesantes reúnen en sus conductas lo más esencial del evangelio; mientras, las confesiones religiosas se entretienen en legislar y tarifar el perdón, signos inequívocos de su ruina progresiva.

Bastaría, como nos dice san Pablo, que cada uno dejáramos de vivir para nosotros mismos; sabemos que ahí está el secreto del evangelio, pero eso nos aterra a todos.

JAIME CEIDE
ABC/DIARIO
DOMINGO 16-9-1990/Pág. 74


2.SALVACIÓN.GRACIA. NO PODEMOS SALVARNOS. SOLO PODEMOS SER SALVADOS. 
PERDON/RS: NUESTRO PASADO SE TRANSFORMA Y NOSOTROS TENEMOS LA POSIBILIDAD DE TRANSFORMAR EL PASADO DE LOS OTROS. ES UNA RESURRECCIÓN.

La lección es transparente. Cada uno de nosotros, frente a Dios, es un deudor insolvente. Si él no toma la iniciativa, si no interviene el acto gratuito de su perdón, desmedido, solos, con nuestros esfuerzos, con nuestras obras, no llegaríamos nunca a conquistar la salvación. La salvación es gracia. No nos salvamos solos. No existe otra posibilidad que la de "ser salvados". (...) He aquí la segunda lección: las deudas que los demás han contraído con nosotros, en relación con la deuda que nosotros tenemos con Dios, y frente a lo que hemos sustraído a Dios con el pecado y con nuestros rechazos, son menudencias.

Injurias, ofensas, groserías, indelicadezas varias: todo sin importancia si se compara con nuestro pecado.

Y nuestro comportamiento se hace mezquino, miserable, como el del empleado perdonado, cuando olvidamos esta desproporción. Pero la lección fundamental de la parábola es otra.

"Siervo malvado -le dice el señor cuando se lo encuentra delante- ¿no debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" He ahí la equivocación inexcusable del siervo perdonado e inhumano. Ha creído que el perdón podía convertirlo en posesión suya. No ha entendido que debía a su vez transmitirlo al colega que le suplicaba. No ha caído en la cuenta de que no tenía el derecho de "consumir" egoísticamente la gracia obtenida, sino que debía a su vez concederla a otro.

No ha comprendido que el perdón no podía "terminar" en él, pararse, sino que debía continuar, llegar hasta el hermano.

El señor había "olvidado"; anulado la deuda, roto el papel con aquella cifra enorme, pero él ciertamente no ha olvidado su miserable crédito, ha mantenido en el bolsillo aquel papel con una cifra ridícula. Y hasta se ha permitido el lujo de amenazar al propio deudor pasándole por la cara aquel papelucho acusador.

Qué bonito hubiera sido si, en respuesta al gesto de su amo, también él hubiera hecho trizas el documento en que constaba lo que el colega le debía.

Podía imitar el gesto magnánimo de su señor. Pero se ha dejado escapar esta estupenda ocasión.

Muchas veces también nosotros olvidamos que el perdón que recibimos de Dios es dado, compartido, participado con los hermanos.

Que el perdón exige tener una continuación en las relaciones con nuestros semejantes. Que el perdón obtenido de Dios ha de traducirse en paz, reconciliación, alegría que ofrecemos a todos, también a nuestros enemigos. Que podemos imitar el comportamiento de Dios. Que cuando Dios nos dice: -Yo te perdono, nos dice al mismo tiempo: -Perdona tú también.

El perdón se convierte así en una acción ininterrumpida de transformación del mundo. Nuestro pasado se transforma. Y nosotros tenemos, a su vez, la posibilidad de transformar el pasado de los otros. El perdón, en efecto, no consiste simplemente en enterrar algo que pertenece al pasado. No es una sepultura bajo el velo del olvido. El perdón es una resurrección. Es la novedad. Un acto de creación. Inauguración de una historia nueva. (...) Entendámonos. No es que tengamos que perdonar a los otros para obtener la salvación y obtener a su vez el perdón de Dios. No. La salvación ya se nos ha dado gratuitamente, el perdón ya se nos ha concedido.

Nuestro perdón es la consecuencia, no la causa de la salvación. Nuestro gesto de perdón es la respuesta, la "señal" manifiesta de que estamos perdonados. Rompemos nuestro miserable papelucho (en el que está escrito todo lo que nos debe el hermano), no para que Dios nos condone la deuda. Sino porque Dios ya ha roto el folio que se refería a nosotros...

ALESSANDRO PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO A
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1986.Pág. 202 ss.


3. 

La deuda con el rey que presenta el relato es sencillamente fabulosa para los oyentes. Diez mil talentos es una cifra difícil de traducir a nuestra moneda. Una idea aproximada nos la puede dar el hecho de que la renta anual de Herodes el Grande alcanzaba los novecientos talentos. Se trata, por tanto, de una cifra enorme, cercana a los mil millones de pesetas, que nunca hubiese podido saldar el deudor. Por el contrario, lo que se le reclama al compañero son unas mil doscientas cincuenta pesetas. La diferencia entre una y otra es abismal. Así las cosas, el siervo perdonado podría tener todas las razones legales del mundo para condenar a su compañero, pero su actuación queda como moralmente inaceptable. Pablo pide en muchas ocasiones a quienes forman parte de la comunidad que tengan entrañas de misericordia; pues bien, este siervo se comportó como quien no las tiene: sin corazón.

Lo más significativo del perdón no es la remisión de una pena merecida, sino el hecho de que el amor de quien perdona se ve más claramente como inmerecido. Así lo reconoce Pablo: "Apenas hay quien muera por un hombre honrado y, sin embargo, Cristo murió por los impíos" (Rm 5. 7). El amor de Dios es algo de bastante más valor que la fabulosa cantidad que cita la parábola y, sin embargo lo tenemos siempre con nosotros. Somos ante él como deudores insolventes perdonados. Él es "padre de las misericordias", el "amor de los amores", reza un canto religioso tradicional, la fuente del darse. El Dios de Jesús es amor.

Que Dios es fuente de la misericordia quiere decir que nuestro perdón y nuestra solidaridad con los demás son la consecuencia y no la causa de que él nos perdone. Pero, como cualquier otro tipo de realidad que mana de una fuente, requiere que no se estanque en nosotros, sino que corra hacia los demás a través de nuestra actuación. (...)

...................

Pedro entiende que Jesús le pide que sean generosos para perdonar hasta siete veces. Sin embargo, Jesús quiere que perdonemos siempre. Si el número 7 significaba ya la perfección, Jesús quiere en este punto la perfección de la perfección.

EUCARISTÍA 1990/53


4.

La parábola habla de un rey que perdona diez mil talentos (unos cincuenta millones de pesetas oro) a un empleado, que a su vez no perdona, sino que exige hasta el último céntimo de una deuda de cien denarios (ochenta pesetas oro). "Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" La diferencia increíble entre la deuda perdonada y la deuda exigida pone mejor ante los ojos la conclusión final y lo absurdo de la conducta del empleado, es decir, del oyente de la parábola que quiere contabilizar cuántas veces y qué cantidad está obligado a perdonar.

Se parece el Reino de los Cielos a lo narrado en la parábola, porque el Reino no es sino la alternativa de convivencia humana que propone el Padre a quienes a través de Jesús experimentan cómo es El. Perdonar es la actitud de quienes se han adentrado en la experiencia del perdón inagotable del Padre. Más aún, la persistencia en la actitud de perdón es el camino para construir una comunidad del Reino cuyos valores reflejan prioridades de Dios y no de la sociedad existente. El Padre es el que perdona sin límites. La comunidad cristiana es la que da testimonio del Padre no poniendo límites a su perdón.

Nótese que el proceso no es: perdono para que me perdonen, una especie de compra del perdón. Sino al revés. Entramos en la comunidad cristiana confundidos por el don inagotable de la misericordia del Padre (diez mil talentos simbólicamente), justo es que mi agradecimiento rebose sobre los miserables cien denarios que tantas veces nos debemos mutuamente los hombres.

Precisamente, cuando Jesús nos enseña a orar, no con un cierto tipo de oración rutinaria para salir del paso, sino introduciéndonos en la dinámica del Reino y de la voluntad del Padre, aparece el misterio del perdón. En la primera parte del Padrenuestro se pide con impaciencia que se acelere el cumplimiento de la voluntad del Padre, la plenitud del Reino. En la segunda, que al menos se adelante aquello que va a a ser característico del final escatológico: el pan que da la vida, el perdón y la victoria sobre el mal. Ser perdonados por Dios y perdonarnos mutuamente es un signo privilegiado del Reino escatológico, es decir, de la situación última y definitiva que el Padre nos tiene reservada a sus hijos. El perdón no es, pues, una postura política que proporciona superioridad, ni siquiera una generosa actitud moral, sino que -y éste es el mensaje central del Evangelio - tienen que ver con el núcleo mismo del Reino de Dios.

JESÚS M. ALEMANY
DABAR/87/46


5.

-UNA INVITACIÓN A EXAMINAR SI NOS ESFORZAMOS EN PERDONAR DE VERDAD A LOS DEMÁS. Hoy las palabras del evangelio y de la primera lectura son muy claras, y casi sería mejor que yo no añadiera nada más. Son muy claras: SI NO QUEREMOS PERDONAR DE CORAZÓN A LOS DEMÁS, NO TENEMOS NADA QUE HACER ANTE DIOS. ¿Recordáis aquellas palabras del padrenuestro que repetimos, quizás sin pensarlas mucho, todos los domingos, o puede que todos los días? "Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Con estas palabras nos comprometemos ante Dios a perdonar a los demás, aunque creamos que la ofensa es culpa del otro ("nuestros deudores", decimos: los que creemos que nos deben algo!). Y este compromiso nuestro va unido con la petición de que Dios nos perdone a nosotros: porque sabemos muy bien que no podemos presentarnos ante Dios si no hacemos el esfuerzo de perdonar de verdad, de corazón.

Esta es quizás UNA DE LAS ENSEÑANZAS DE NUESTRA FE CRISTIANA que más adentro nos tocan, que HACEN DAÑO A NUESTRO AMOR PROPIO, que más difíciles resultan, si de verdad nos las queremos tomar en serio. Y al mismo tiempo, es de aquellas cuestiones en que a menudo cuesta saber qué debemos hacer: porque, ¿qué significa perdonar "hasta setenta veces siete" a aquel que nos hace daño y nos lo seguirá haciendo? ¿qué significa perdonarlo pero al mismo tiempo luchar, si es necesario, contra lo que hace? Pero aunque sea difícil, y nos duela por dentro, sigue siendo vedad que esta exigencia del perdón y del no guardar rencor sigue estando ahí, como UNO DE LOS PUNTALES QUE SIRVEN DE MEDIDA PARA NUESTRA FE: PORQUE UN CRISTIANO ES PRECISAMENTE AQUEL QUE ES CAPAZ DE PERDONAR COMO DIOS LE PERDONA, aquel que busca siempre ardientemente la reconciliación con los que se ha enemistado, aquel que no quiere mantener la mala cara esperando que el otro reconozca su culpa y venga a decir que le sabe muy mal, aquel que no quiere hacer valer el derecho de la razón que se imagina tener.

Esta llamada de Jesús a vivir sin deseos de venganza ni de ganas de hacer pagar al otro" lo que nos ha hecho", esta vocación de construir en nuestro alrededor un principio de este su Reino abierto y vivo y feliz en que todo estará lleno del amor infinito que el Padre nos regala cada día, es ALGO VERDADERAMENTE EXIGENTE, QUE NO PERMITE ESCURRIR EL BULTO. No permite escurrir el bulto con palabras solemnes o con profesiones de fe de no sé qué tipo, o con frecuentes prácticas religiosas. Porque quizás sí que somos capaces de trabajar en esta o aquella tarea al servicio de los demás, o de estar atentos a las obligaciones de cada día, o de colaborar en una actividad parroquial, o de ser solidarios con las reivindicaciones del barrio. Esto es, desde luego, seguir el camino de Jesucristo. Pero hoy el propio Jesucristo nos invita a mirar si también lo seguimos en eso que quizás consideramos de menor importancia porque parece más personal, que afecta más a la individualidad de cada uno, pero que según Jesús es igualmente fundamental: ¿ya nos esforzamos en perdonar? ¿ya procuramos no guardar rencor? Yo quisiera hoy invitaros a hacer, cada uno en particular, EXAMEN DE CONCIENCIA. Y ver si de verdad seguimos esta enseñanza evangélica en concreto, en la relación con aquella persona o con la de más allá. Y hacer los propósitos que sean necesarios. Y pedir al Señor que nos ayude a cumplirlos.

Para poder decir, muy de verdad, las palabras del Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Para poder, luego, hacer el gesto de la paz muy de verdad, con sinceridad profunda. Con la misma paz que Jesús nos da; con el perdón y la misericordia que el Padre derrama siempre sobre nosotros.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1978/16


6.

-"Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados" (1. lectura). "No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?". ¡Tan sensibles que somos nosotros cuando nos pisan el callo (o nos lo parece) y tan fáciles a autoexcusarnos nosotros mismos cuando pisamos a los demás! Pues bien, la condición para implorar el perdón de Dios es conceder, abundantemente, nuestro perdón a los hermanos que nos han ofendido. Este es el sentido de la oración del Padrenuestro: "perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".

-"¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" (evangelio). Quien se sabe perdonado, lo normal es que perdone. Quien ha recibido graciosamente, lo normal es que dé también gratis. Los cristianos nos sabemos acogidos y perdonados graciosamente por Dios: "la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8). Nuestro universo no es el de la venganza: "ojo por ojo, diente por diente" (Mt 5, 38, la "ley del talión", que venía a establecer una medida de ecuanimidad en la espiral de la violencia creciente); "Si Caín será vengado siete veces, Lamek, setenta y siete" (Gn 4,23, el canto de Lamek, expresión de la espiral vengativa desbocada). El universo del cristiano es el de la acogida y el perdón, que ha instituido aquel que nos ha acogido y perdonado generosamente. Miremos a nuestro alrededor: cómo nos relacionamos unos con otros, cómo se relacionan unos estados con otros, cómo se establece el equilibrio mundial. Y preguntémonos: ¿estamos en un universo de venganza o en un universo de perdón? Dios es más humano que nosotros; apropiándonos sus comportamientos, nos humanizamos.

"En la vida y en la muerte somos del Señor" (2. lectura). Esta es la convicción firme del apóstol, que ya hemos encontrado expresada anteriormente: "Estoy convencido de que ni muerte, ni vida... ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús" (Rm 8, 38-39; d. 18). Siempre somos del Señor: en la vida y en la muerte, sea cual sea la vida; y sea como sea la muerte. Y esto es lo que cuenta. Pero nos cuesta dejarnos llevar por estas convicciones cristianas y tendemos a vivir para nosotros mismos y no acabamos de ser conscientes de que "morimos para el Señor". Y sin embargo, cuando tenemos que encararnos con la muerte de una persona amada, ¿qué es lo que nos consuela, sino la convicción de que los muertos están en el Señor? "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (evangelio). La pregunta de Pedro es humana: "¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?" Pero nuestro Dios no pone límites a su generosidad: "Como se levanta el cielo de la tierra, se levanta su bondad sobre los fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos" (salmo). Tampoco nosotros debemos poner límites al momento de perdonar a los hermanos. Realmente nos hallamos lejos de nuestro mundo real. Y debemos orar una y otra vez: "La acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida" (poscomunión). La fuerza del Señor nos llevará a situarnos en continuidad con el comportamiento de Dios en relación con nosotros.

J. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1987/17


7.

Hermanos: Si yo os digo que el evangelio de hoy es una noticia, es posible que no lo toméis en serio. Porque para vosotros una noticia es un hecho que viene con grandes letras rojas en la primera página de un periódico y que realmente ha ocurrido hoy aquí, en medio de nuestro mundo, quizá no lejos de nuestras casas. Por ejemplo, es noticia que a la portera le toque la lotería, que se acabe la guerra de ..., que se encuentre el remedio para curar el cáncer o que lleguen los americanos a .... Pero, ¿el evangelio "buena noticia"...? ¿No será esto una frase rutinaria? ¿Qué nos importa escuchar una vez más que Dios ama a los hombres, que sabe perdonar hasta el extremo de entregar a su propio Hijo a la muerte y muerte de cruz...? ¿Es esto noticia? ¿Ocurre esto en medio de nuestro mundo? ¿Afecta en verdad nuestra propia vida, cambia nuestros planes, nuestras decisiones? ¿Lo celebramos? Y sin embargo, debiera ser así. Porque si no, ¿qué significa decir: "Creemos en el perdón de los pecados? ¿Solamente que sabemos, teóricamente, una frase hermosa aprendida de niños en el catecismo?

Si el perdón de Dios es un hecho real en nuestras vidas, y si el anuncio de este hecho ha de ser buena noticia, tendremos que encontrarlo con toda su sorprendente y gozosa realidad, con todo el asombro con el que un día nos encontramos con la cara de un niño que acaba de nacer en nuestra propia familia, y no a la manera como leemos una frase bonita en las páginas de un libro cualquiera. El perdón de Dios tiene que ser para ti una realidad. Y si no es así, será porque no tienes una fe viva, capaz de realizarlo en el perdón a los hombres. Ya que así como Dios se hace carne y hueso en Jesús de Nazaret, así también el perdón de Dios a los hombres tiene que hacerse real en el perdón entre nosotros mismos. Si verdaderamente queremos vivir el perdón de Dios, tenemos que perdonarnos los unos a los otros. Lo mismo pasa respecto al pecado: ¡Qué difícil es vivir angustiosamente la realidad de una ofensa a Dios cuando no tomamos en serio las ofensas al prójimo! Es imposible. Porque también el pecado contra Dios se realiza en el pecado contra el hombre.

Por eso en la parábola que hemos escuchado Cristo no sólo enseña que el perdón de Dios depende del perdón que nosotros ofrecemos a nuestros hermanos, sino que, además, sugiere que cuando nosotros perdonamos estamos siendo agraciados con el perdón de Dios. Fijaos bien en el siervo de la parábola: se le ha perdonado una suma fabulosa de dinero, como unos setecientos millones de pesetas, pero este perdón no se hace sólido hasta que él no sepa comportarse generosamente con su compañero. Y así, al ponerse al descubierto su actitud mezquina, el Señor reclama lo que era suyo.

Por lo tanto, al confesar nuestros pecados deberíamos pensar que la absolución queda en el aire como una gracia ofrecida por Dios, como una sincera promesa que ha de realizarse en el perdón que nosotros dispensemos a los hermanos. De ahí que el sacramento de la penitencia no sea nunca solamente reconciliación con Dios, sino también con los hombres. No puede uno levantarse alegremente del confesonario creyendo que Dios le ha perdonado si al recibir la absolución no ha hecho las paces de corazón y en realidad de verdad con la Iglesia y aun con todos los hombres.

¿No será la ausencia de nuestro perdón la causa de que evangelios como éste no sean para nosotros una buena noticia? Pues qué duda cabe que si al escuchar con fe que Dios nos perdona, ahora mismo hiciéramos las paces con todos los hombres, pasaría algo importante en medio de nosotros y sería un gran acontecimiento en el mundo, no sólo digno de salir en los periódicos, sino hasta de cambiar la historia. Por supuesto sería algo que todos los hombres tendríamos que celebrar con una gran comida, que es lo que vamos a hacer ahora nosotros. Pero ¿lo vamos a hacer como un rito más o como una auténtica fiesta? Todo depende de nuestra fe y de si realmente estamos dispuestos a perdonarnos los unos a los otros.

EUCARISTÍA 1969/54


8. 

EL PERDON

-Perdonar hasta setenta veces siete (Mt 18, 21-35)

Este pasaje evangélico hay que entenderlo en un contexto de comunidad, de Iglesia. Se trata del perdón de las ofensas, de las exigencias de fraternidad y de perdón, directamente relacionado con el Reino. No es sólo una exhortación moral lo que el relato quiere ofrecer; nos enseña la cualidad de la comunidad de aquí abajo, ligada a la realización del Reino definitivo.

Jesús empieza la parábola con estas palabras: "Se parece el Reino de los cielos a un rey...". Queda fuera de propósito entrar en los detalles de la parábola para hacer su crítica histórica. Una parábola no tiene como finalidad contar una verdad histórica. Lo inverosímil de las cifras apuntadas importa poco; por el contrario, tal inverosimilitud es la que confiere a la parábola su impacto.

Sería inútil aclarar una parábola que es clara por sí misma. Tan clara, que cada uno se encuentra reflejado en ella al oírla, y la conclusión final: "Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano", lleva inmediatamente a pensar en la petición del Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos".

El perdón y la misericordia son actitudes de fondo propias de toda vida cristiana en la Iglesia. Constituyen la característica del cristiano que quiere seguir a Cristo. La Iglesia es una comunidad de perdón y de misericordia.

-Perdón del prójimo y remisión de los pecados (Eclo 27, 30-28, 7) También el Antiguo Testamento conoce el perdón al prójimo. El texto que hoy oímos es claro y podemos fácilmente sintetizar su contenido. En él se condenan duramente la cólera y el rencor. Cada uno de nosotros debe tener presente su condición carnal y sus debilidades; a partir de ahí, se hace difícil condenar a los demás y no perdonarles. Ellos y nosotros formamos parte de una comunidad de deficiencias. ¿Y cómo suplicar en favor de las propias faltas, si no perdonamos a los otros? La vida en Alianza supone el respeto a los mandamientos y el perdón sin rencores al prójimo.

-Vivimos y morimos para el Señor ¿Por qué juzgar? (Rm 14, 7-9) Hubiera bastado añadir un solo versículo al pasaje de la carta a los Romanos hoy proclamado, para que tuviera una fortuita pero real correspondencia con las dos lecturas que lo encuadran En la vida y en la muerte somos del Señor: es el centro del mensaje de esta lectura. Cristo se ha hecho Señor de vivos y muertos. El empleo de la expresión "Señor", en el presente contexto más que en otros sitios, subraya el poder absoluto que Cristo ha conquistado con su muerte y su resurrección en la gloria. "Señor de vivos y muertos" significa el absoluto dominio de Cristo sobre el universo entero. La fórmula se encuentra también en los Hechos (10, .2), en la 2ª carta a Timoteo (4, 1) y en la 1ª de Pedro (4, 5). Si aceptamos el evangelio, si abrazamos la fe y recibimos el bautismo, significa que aceptamos el Señorío de Cristo, que pertenecemos a él: "vivimos para el Señor". Puesto que todos pertenecemos al mismo Señorío y somos todos siervos del mismo Señor, ¿por qué juzgar a los demás? "Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano?" ( Rm 14, 10). San Pablo examina los motivos por los que este juicio resulta impensable. Y es que todos apareceremos ante el tribunal de Dios, donde cada uno de nosotros rendirá cuentas a Dios por sí mismo.

En la comunidad de la Iglesia es preciso, pues, que cada uno perdone a los otros y que se acabe con el juzgarse mutuamente. Puede haber equivocaciones; pero también puede ocurrir que sea legítimo un cierto pluralismo, pensando uno que rinde su servicio de esta manera y el otro de la otra. No tenemos el derecho de uniformar todo según nuestras personales dimensiones y puntos de vista. No tenemos que juzgar al prójimo, nosotros que deberemos, lo mismo que él, comparecer ante el tribunal del Señor, a quien todos estamos sometidos en la vida como en la muerte, y a quien hemos profesado nuestro servicio.

El salmo 102, respuesta a la 1ª lectura, nos hace cantar el perdón de Dios en lo que a nosotros toca:

No está siempre acusando,
ni guarda rencor perpetuo.
No nos trata como merecen nuestros pecados,
ni nos paga según nuestras culpas.

EL AÑO LITURGICO
CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 31 ss.