24 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XX CICLO C
7-12

 

7.

1. El profeta PROFETA/QUIÉN-ES:

Profeta no es sólo el que predice el futuro, sino el que habla en nombre de Dios. Son personas temidas y odiadas por unos y exaltadas por otros, siempre polémicas, libres frente a todos y a todo, principalmente frente a los opresores. Por eso son personas que normalmente acaban muy mal.

Los profetas hacen su aparición, sobre todo, en momentos conflictivos y difíciles. Mientras el pueblo de Israel vivió en el desierto de Sinaí la propiedad era colectiva, compartían los bienes y la vida y adoraban a Yavé, el Dios de la justicia y de la igualdad. Cuando conquistan Palestina y se establecen en ella, poco a poco los más poderosos se van adueñando de la tierra y sometiendo a los demás, estableciendo las clases sociales: unos pocos lo poseían casi todo, explotando y reduciendo a la indigencia a la mayoría. A la vez, y aliada con los explotadores, va surgiendo una casta sacerdotal que centra la religión en el culto a Dios en el templo de Jerusalén; culto fastuoso, perfectamente compatible con la opresión, la explotación y la injusticia. Desaparece la igualdad del desierto, la religión se prostituye convirtiéndose en el principal apoyo de la explotación.

En estas circunstancias históricas aparecen los profetas de Israel, que consagran su vida a mantener la verdadera religión de Dios, que no puede ser otra que la religión de la justicia e igualdad. Unos acaban peor que otros, pero todos acaban mal: Isaías, Jeremías, Amós... Todos tienen en común la opción por los pobres y marginados, que se traduce en la práctica en una lucha abierta en contra de los explotadores e injustos. Todos mantienen la esperanza del pueblo, la esperanza de un futuro mejor para todos los desheredados de la tierra. Todos saben que ese día llegará.

Los profetas tienen también la misión de acentuar el polo opuesto al que está de moda; de ahí su conflictividad. Los hombres oscilamos constantemente de un extremo a otro. Los cristianos debemos ser distintos del mundo, pero no podemos estar ausentes de él (Jn 17); lo que nos lleva a sufrir los mismos vaivenes, al riesgo constante de perder la propia identidad. En unas ¿pocas se insiste en la apertura al mundo, con lo que de tanto "estar-con" corremos el riesgo de "ser-como". En otras se pone el acento en las diferencias y en la ruptura, con el riesgo de vivir replegados sobre nosotros mismos.

Debido a que nos recuerdan el polo de la paradoja que ha quedado olvidado, los profetas luchan siempre contra corriente; su mensaje no es reconocido como profético sino después de muchos años: cuando el péndulo oscila en la dirección que ellos indicaron. De aquí que sus contemporáneos los persigan y los maten y las generaciones siguientes les levanten monumentos (Mt 23, 29-32).

Esto tiene que hacernos prudentes y estar siempre atentos para distinguir a los verdaderos profetas y los verdaderos actos proféticos, sabiendo que estarán siempre en el polo opuesto a la moda del momento y, por supuesto, del lado del pueblo.

Los grandes profetas de nuestra era cristiana vivieron profundamente el misterio de Cristo, insistiendo en los aspectos que el pueblo tendía a olvidar, sin estar seguros nunca. Creerse profeta es una ingenuidad o una pretensión. Es necesario pasar por el tamiz de los años.

¿Qué pistas nos servirían para discernir a un profeta hoy? Una mirada sobre nuestro mundo nos descubre una sociedad ávida de bienes materiales, de placer sexual que confunde con el amor; una sociedad que huye del esfuerzo y en la que la ausencia de Dios y de la religión es casi total; una sociedad que camina hacia la autodestrucción. Una sociedad así no puede ser feliz. Cuando despierte, buscará salidas y necesitará de profetas. Estos tienen que estar preparados para presentarle una alternativa que pueda llenar su corazón, demasiado grande para las pequeñas cosas que puede ofrecer este mundo. Los profetas de hoy estarán entre los que viven el celibato o la virginidad, como signo del reino que tiene que venir; entre los contemplativos, testigos de gratuidad, que la sociedad no puede rechazar jamás por considerarlos inútiles e improductivos; entre los no-violentos activos; entre los que viven desprendidos de los bienes materiales y del dinero; entre los que creen en la trascendencia y viven desde ella los acontecimientos humanos; entre los entregados a la causa de la justicia y de la libertad...

2. Jesús, fuego de Dios sobre la tierra

Confundir el anuncio del evangelio con otras cosas es ya un viejo truco que nunca deberíamos olvidar los cristianos. El lenguaje de Jesús es duro. En ocasiones, durísimo. Si leemos detenidamente este pasaje, quedaremos desconcertados. No es el lenguaje que usamos nosotros. El, como verdadero profeta, no intenta contentar a nadie, ni despertar el interés de los entendidos, ni contemporizar. Siempre quiere dejar clara su misión, ahondar en los aspectos que tendemos a olvidar.

"He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!" La metáfora del fuego es muy usada en cualquier literatura antigua y moderna, con significados diversos: puede significar purificación, renovación, amor, anhelo, fin. En el lenguaje bíblico y apocalíptico significa también juicio, que supone el fin de un mundo y el inicio de otro. Jesús con esta expresión quiere manifestarnos su actitud interior: la del hombre que vive su misión, su vocación, poniendo en ella el corazón y el espíritu. Aquí no se trata del pequeño y familiar fuego del hogar, tan necesario para condimentar los alimentos y calentarnos, sino de ese otro fuego que se desata a impulsos del viento y arrasa en pocos minutos todo lo que encuentra a su paso. Jesús lo relaciona casi siempre con el Espíritu y con el bautismo, como si estos tres elementos de la naturaleza -el espíritu o viento, el agua y el fuego- representaran, por sus propias características, la destrucción del mundo viejo y la instauración del nuevo.

El fuego de Jesús es el mismo reino de Dios que conlleva en sí mismo un elemento destructor del pecado, no de la obra del hombre. Fuego que va quemando las impurezas de los hombres, destruyendo la altivez de los soberbios, acrisolando desde dentro. No puede surgir la nueva humanidad si, antes o simultáneamente, no se destruyen las estructuras que oprimen al hombre por dentro y por fuera. Este fuego del Espíritu destruye y purifica; es el fuego que, unido al agua, va engendrando una nueva raza de hombres, según el modelo del Padre.

Jesús es el portador del fuego de Dios sobre la tierra. En este sentido su misión fundamental consiste en purificar la vieja comunidad de Israel, acrisolando lo que es bueno y destruyendo lo que se encuentra pervertido. Sólo el que vaya vislumbrando esta condena, quien haya comprendido que Jesús con su amor destruya, puede valorar el evangelio.

Cuando Jesús reflexiona sobre su propia misión, se ve en continuidad con los grandes profetas de Israel. Vería su trágico destino como algo inevitable. ¿Por qué? Porque su palabra no podía menos de provocar la animosidad de los poderosos, exacerbar a sus enemigos, exasperar a todos los que tenían algo que perder. Si, por ejemplo, declaraba bienaventurados a los pobres, tenía que suscitar a un mismo tiempo simpatías profundas y movimientos de viva oposición, tanto entre los ricos como entre los pobres, al ir directamente contra los valores que estaban en uso; y que siguen estando y lo estarán siempre, por lo que todo aquel que anuncie de verdad la dicha de los pobres estará en la línea profética. Sus palabras rompían la unanimidad reinante en las diversas comunidades humanas a las que llegaba, provocando choques y dramas inevitables. Al proclamar un mensaje que era fuego, que colocaba a las conciencias frente a su propia verdad profunda, se vio alcanzado por sus llamas, siendo él la primera víctima de sus ideales.

Jesús se impacienta porque no ve el momento en que ese fuego, que vino a prender en el mundo, arda con intensidad. Desea que la voluntad del Padre se cumpla, que llegue a término su misión. Es conmovedor oírle expresar los sentimientos que nacían en su corazón ante la misión que había recibido: ¡es tan raro oír exponer a alguien sus ilusiones más íntimas!

¿Qué sucede si no se enciende este fuego? ¿Cuándo no está encendido? No está encendido cuando vivimos el cristianismo no como novedad original, sino como un agregado más de la sociedad, cuando convivimos sin oponernos a las estructuras que crean en la humanidad un estado de injusticia, de hambre, de paro, de violación de los derechos humanos... No hay fuego cuando todo sigue igual; cuando los sacramentos no significan más que un acto social, un papel sellado, una fiesta mundana. No hay fuego cuando la institución religiosa se contenta con repetir mecánicamente gestos o ritos que los hombres de hoy no entienden ni les interesan.

Jesús encendió un fuego y nos invita a mantenerlo encendido; un fuego que debiera quemar dentro de la Iglesia tantas cosas inútiles, tantos organismos estériles y paralizantes, tantas palabras vacías, tantos negocios sucios...

No hay redención, ni liberación verdadera, ni sociedad nueva sin sangre, real o simbólica. Porque siempre tiene que morir algo para que surja lo nuevo. ¿No hemos actuado los cristianos, a lo largo de muchos siglos, como bomberos de este fuego?

3. El bautismo es fuego BAU/SENTIDO:

"Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!" Jesús vive su vocación como una pasión. Debe pasar por un bautismo y está angustiado. Nosotros hemos convertido el bautismo en algo sociológico. Para Jesús era el signo de una vida entregada al Padre y a todos los hombres, que le llevaría a ser asesinado. Su bautismo es fuego.

El fuego que trae la sociedad nueva, que destruye con dolor el mundo viejo e injusto, no es algo que Jesús haya traído desde fuera. Es en realidad su propia vida de entrega, muerte y resurrección. Una comparación con el evangelio de Marcos (10,38) nos muestra que este bautismo a que alude Jesús es su propia muerte asesinado, lógico final de una vida que dejaba al descubierto demasiadas cosas. El fuego es su propio amor; un amor que sólo se puede entender en la medida en que se vive, al irnos cayendo encima las consecuencias. Un amor que es entrega sin condiciones, olvido de sí mismo, desprecio de los que amas... Pero un amor que siempre compensa.

4. La paz de Jesús provoca persecuciones y divisiones

"¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división". Jesús, siempre fiel a su opci6n por la verdadera paz, habla aquí en términos de guerra. El que proclamó la paz escatológica y mesiánica y envió a los discípulos a comunicarla (Lc 10,1-12), niega ahora traerla a la tierra. Es lo que han hecho los verdaderos profetas de todos los tiempos: subrayar el aspecto que se tiende a olvidar. La paz de Jesús no se identifica con la del mundo (Jn 14,27). Traer la paz de Jesús al mundo es entrar en un camino de sufrimientos y divisiones.

Jesús trae la paz, da la paz, pero no a cualquier precio. Ponerse a su lado supondrá una opción, una decisión, y con frecuencia romper con la vida anterior o con los lazos humanos familiares y sociales. Frente a Jesús no se puede ser neutral; ante él es preciso tomar partido a favor o en contra -al menos de lo que él representa-; el que no opta a su favor decididamente estará en contra suya y a favor del mundo injusto en que vivimos.

No todas las aportaciones son válidas para la paz. Muchas, por ser evasivas, la aplazan y, antes o después, la contradicen. Hacen el juego a los que no quieren cambiar nada porque, desde el punto de vista de su provecho personal, todo va muy bien. Son falsas todas las aportaciones que implican conformismo, indiferencia o impotencia para luchar; las que se basan en el miedo a las consecuencias, o se dan por apatía, conveniencia, falta de planteamientos de los problemas serios, complicidad con personas y estructuras. Son falsas las que prefieren la injusticia al desorden. La paz se debilita con amenazas de muerte, con la absurda y suicida carrera de armamentos; incluso con la mera existencia de los ejércitos. ¿Qué provecho saca el pueblo de tantas alianzas entre los poderes políticos, religiosos, económicos y militares?

El bienestar más o menos relativo que procuran las falsas paces impide que se revisen los fundamentos de la misma, con lo que esa paz sigue estando al margen o en contra del evangelio. Por eso Jesús se declara aquí amigo de la división y enemigo de la paz ficticia. Su mensaje no es una componenda diplomática. Jesús quiere cambiar radicalmente el mundo. Quiere que se acaben las injusticias, los clasismos, los odios, las mentiras, los egoísmos, los muertos de hambre, las guerras -¿es que sólo atenta contra la vida el aborto?-... Quiere que se transforme en el reino de Dios.

Y nos habla duramente para que nos demos cuenta de que la división ya está presente en el mundo, para que abramos los ojos y empecemos a ver la realidad: cómo los hombres nos soportamos pero no nos amamos, las desigualdades crueles que nos dividen... Quiere hacernos conscientes de esa división: porque o dejamos las cosas como están, y entonces habrá tranquilidad y millones de muertos de todas las clases de hambres, o luchamos por un mundo justo, y habrá división y persecución porque se opondrán todos los que vean peligrar sus intereses y privilegios. Para Jesús, la paz es el fruto de la justicia, de la lucha que va transformando al mundo en el reino de Dios. Una lucha que supone la conversión personal y que debe desembocar en la fraternidad universal.

Lo que nunca deberíamos haber hecho los cristianos es encerrarnos en casa para no ver la realidad y así no comprometernos, y mucho menos haber apoyado a los opresores para no perder los propios privilegios. ¿Cómo calificar a los opresores, dictadores y tiranos que han tenido la osadía de llamarse cristianos? La Iglesia popular de América Latina nos está dando un ejemplo impagable.

Jesús llevó la lucha por la paz hasta el final. Y detrás de él, otros muchos que han seguido sus huellas. Una paz que sólo será verdadera cuando sea de todos. ¿De qué sirve la paz o la libertad de unos pocos, si la mayoría sigue en la esclavitud y en la injusticia? Para que el reino se realice en plenitud es necesario que englobe a toda la humanidad. La reconciliación de todos con todos sólo puede ser fruto de una situación social totalmente justa. Mientras tanto, la lucha de clases será necesaria, imprescindible. No le hacía falta a Jesús ser adivino para ver las muchas posibilidades que tenía de ser asesinado si seguía adelante en sus ideales.

Los verdaderos profetas son siempre causa de conflictos, de enfrentamientos, de persecuciones, de divisiones. La razón es la misma que encontramos en Jesús y muy sencilla de explicar: cualquier persona que trabaja por la verdad debe enfrentarse con los que viven en la mentira; el que lucha por la justicia entra en conflicto con los que medran en la injusticia; el que anuncia las exigencias del amor se encuentra con la oposición de quienes escogieron el camino del egoísmo... El camino de la paz es la lucha: por eso los profetas fueron perseguidos, el camino de Jesús desembocó en la cruz, los verdaderos creyentes se encuentran con la división.

5. La división alcanza a la comunidad cristiana

"En adelante, una familia de cinco estará dividida..." La división que trae Jesús llega incluso al interior de las familias. El no se propuso este lamentable resultado, pero de hecho el seguimiento fiel a él y a su causa originó tensiones y rupturas. Cuando los apóstoles predicaban el evangelio entre los paganos del mundo grecorromano o entre los judíos, la conversión al cristianismo implicaba un cambio de vida tan radical que dificultaba muchas veces la comprensión y la convivencia con los familiares que seguían en sus costumbres o ritos religiosos anteriores. Esto mismo sucede actualmente con frecuencia en los países de misión. En una sociedad secularizada y con un cristianismo debilitado y en rebajas esto no sucede, o sucede raramente. Es una pista para dudar de la identidad entre nuestro cristianismo y el evangelio de Jesús de Nazaret.

Estas divisiones no tienen que ser forzosamente sólo con los que están fuera. La opción por Cristo provoca divisiones dentro de la misma Iglesia: una parte lee la realidad desde los ojos de los ricos, porque consciente o inconscientemente están de su parte; otros la leen desde los ojos de los pobres, porque comparten con ellos sus esperanzas y luchas. Las divisiones no están en cuestiones teológicas ni en una lectura diversa de la realidad, sino en la distinta perspectiva en que nos hemos colocado unos y otros. Un ejemplo es el enfrentamiento de la institución jerárquica con la teología de la liberación. ¿De qué sirve la uniformidad conseguida artificialmente a base de fórmulas, códigos o amenazas? ¡Cuántas veces esa uniformidad y esa paz aparentes han sido logradas renunciando a bastantes exigencias del evangelio de Jesús!

La crítica interna es necesaria en la Iglesia y en cada comunidad cristiana para que caigan muchas fachadas. Todas las grandes reformas de la Iglesia, todos los grandes movimientos de renovación, ponen en crisis esa paz ficticia, fruto de la inercia, del inmovilismo y de la rutina. El pasado concilio Vaticano II fue una prueba de ello. El verdadero cristianismo inquieta constantemente a las conciencias, quema las cosas inútiles, discierne y separa lo que estaba unido artificialmente.

Frecuentemente se amordazó toda crítica interna, o se censuró la investigación histórica o teológica, en nombre de la unidad y del bien de la Iglesia, en nombre del principio de autoridad. Con ello se logró una Iglesia en la que la gran mayoría eran sujetos totalmente pasivos, carentes de la mínima decisión personal; una Iglesia que se podía llevar por donde quisieran sus dirigentes, pero al precio de alejarse de Jesús.

Es necesaria la crítica interna en la Iglesia para que el riesgo de apartarnos de Jesús sea menor. Una crítica que tendrá que apoyarse siempre en los evangelios en su totalidad, nunca en un párrafo que nos favorezca y que fácilmente estará interpretado en contradicción con otros; y menos en algo o en alguien ajeno a ellos, aunque sea muy sagrado o tenga mucho poder o autoridad en la Iglesia.

Jesús quiere cambiar el mundo desde sus cimientos. Si los cristianos viviéramos el evangelio, éste traería la división en las casas y podría ser un libro prohibido hasta su misma impresión. El evangelio es radical; olvidarlo nos lleva a falsear el camino cristiano, porque evitar la lucha, los problemas, los conflictos, las divisiones inevitables, tiene un precio muy alto: no trabajar de verdad por la paz, la justicia, la libertad y el amor. Un precio que a menudo intentamos disimular con una paz aparente, con una falsa justicia, con un sucedáneo del amor y de la paz. Y la prueba es sencilla: no son el fuego que él vino a prender en el mundo; un fuego que quema, que duele, porque es auténtico camino de vida para el hombre.

Ante este pasaje evangélico no podemos escamotear ni el camino de Jesús ni el nuestro. ¿No hemos diluido la imagen de Jesús?, ¿no la hemos enfoscado con mucho color rosa, convirtiéndolo en un predicador sólo bondadoso, sólo pacífico, y olvidando mucho lo que se refiere al Jesús luchador? El evangelio es un conjunto de hechos y de palabras que sólo tienen su verdadero sentido si se incluyen en el todo. De otro modo -repitiendo unas palabras y olvidando otras- desfiguramos el camino de Jesús y el nuestro.

Si nosotros no somos seguidores de "todo" Jesús, la buena noticia no resonará con claridad ni despertará oposiciones ni entusiasmos. ¿Despertamos nosotros reacciones fuertes? ¿Siempre en favor del pueblo? Me parece que más bien es todo lo contrario. ¿Quién provoca división y contradicción hoy: Jesús y su evangelio o lo que nosotros le hemos añadido o suprimido? ¿Qué atacan en la Iglesia los hombres inquietos de hoy, los que buscan un mundo mejor no sólo en teoría: el mensaje de Jesús en toda su racionalidad, o las alianzas que sigue manteniendo con los poderes económicos? ¿Qué defienden en ella los "hijos fieles"?

En nuestra Iglesia pueden estar desautorizados todos los profetas que siembran en ella la autocrítica. Pero ¡pobre de una Iglesia cerrada a la autocrítica, que se cree segura y poseedora de la verdad y de la palabra de Jesús!

Nuestro punto de referencia debe ser siempre Jesús, tal como nos lo transmiten los escritos del Nuevo Testamento. Por eso los leemos constantemente en la liturgia. Su lectura y nuestra buena voluntad -sin olvidar la ayuda de Dios- nos harán un día transparencia de Cristo.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
 PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 200-209


8.

1. Lo nuevo y lo viejo

Los domingos anteriores, centrados en el tema de la vigilancia cristiana, pusieron de relieve la seriedad con que el hombre debe asumir su vida; seriedad que no se opone a la alegría sino a la pereza y a la inconsciencia.

Hoy, continuando con esta tónica de reflexiones, Jesús afirma la seriedad con que él mismo asume su papel en la salvación humana. A medida que camina, el sendero se vuelve cada vez más estrecho y la hora del fuego se acerca.

«He venido a prender fuego en el mundo...» El fuego ocupa un lugar importante en la simbología relativa al final de los tiempos. No se trata del pequeño y familiar fuego del hogar sino de ese fuego que se desata a impulsos del viento y que arrasa en pocos instantes cuanto encuentra a su paso. Las antiguas mitologías relacionaron siempre el fuego con la divinidad y algo similar sucede en la Biblia: el fuego aparece como un instrumento del juicio de Dios. A menudo Jesús alude a ese fuego que quema la mala hierba o el árbol estéril, por donde también el fuego ha sido asociado al castigo de los condenados en el infierno.

En la predicación de Jesús el fuego ha sido relacionado casi siempre -refiriéndose a los tiempos mesiánicos- con el espíritu y con el bautismo, como si los tres elementos "espirituales" de la naturaleza: el viento, el agua y el fuego representaran, por sus propias características, la destrucción del mundo viejo y pecador y la instauración de un mundo nuevo. Por ello mismo, los tres elementos se relacionan simbólicamente con la muerte y con la regeneración, con el nacimiento y con la muerte. Ya el Bautista había predicado que Jesús traería un bautismo de fuego y espíritu, y hoy nos encontramos con un texto que, aunque breve, recoge esta interesante simbología relacionada con la obra y misión de Jesús en el mundo.

Jesús se impacienta porque no ve el momento en que ese fuego que vino a prender en el mundo, arda con toda intensidad; es un fuego por el que él mismo ha de atravesar, por lo que su corazón se angustia.

Este fuego no es, desde luego, ese ardor que a veces sentimos en el corazón cuando decimos que amamos a alguien; tampoco parece ser el fuego del entusiasmo. El fuego mesiánico de Cristo no es otro que el mismo Reino de Dios que conlleva en sí un elemento destructor, no de la obra del hombre, sino del pecado. No puede surgir una nueva estructura de vida si, previa o simultáneamente, no se destruye la estructura que oprime al hombre por dentro y por fuera.

Bien nos lo recuerda hoy la Carta a los hebreos: "Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia [...]. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado".

También Jesús tiene que sufrir ese bautismo de fuego: es la muerte en la cruz, allí donde quedará crucificado el pecado del mundo para que se sepulte bajo las cenizas la estructura de la ignominia, del vicio, del odio y de la muerte.

Este fuego, fuego del Espíritu, destruye y purifica; es el fuego que unido al agua engendra una nueva raza de hombres.

Sol, fuego, viento, agua... es la simbología apropiada para reflejar lo definitivo que viene a instaurar Jesucristo, creando un nuevo tipo de hombre según el modelo del Padre.

¿Y qué sucede si no se enciende este fuego? ¿Cuándo no está encendido? Cuando el cristianismo no es vivido como novedad original sino como un agregado más de la sociedad, cuando convive sin oponerse con las estructuras que crean en la humanidad un estado de injusticia, de hambre, de violación de los derechos humanos, de violencia sobre los débiles, de cercenamiento de las libertades, de adoración de los líderes... No hay fuego cuando la Iglesia comparte calladamente el poder que oprime, que divide o que aplasta las conciencias. No hay fuego cuando todo sigue igual: con bautismo o sin bautismo; cuando los sacramentos de la confirmación, de la eucaristía, del matrimonio no significan más que un acto social, un papel sellado, una fiesta mundana.

Bien lo recordaba Pablo: "No extingáis el fuego del Espíritu"... Jesús ha encendido el fuego y suspira porque arda intensamente. Sería interesante averiguar si los cristianos, a lo largo de los siglos, no hemos funcionado como bomberos de ese fuego; como viento o soplo que apaga en lugar de atizar; como agua que vuelve sosas las cosas, no como agua que engendra vida nueva de la aridez del desierto.

Atenta contra este fuego cierta pasmosa quietud de nuestras comunidades, cierta secular inercia de una institución religiosa que se contenta con repetir mecánicamente lo que los hombres de hoy no entienden ni les interesa.

Jesús ha encendido el fuego y hoy se nos invita a mantenerlo encendido. Un fuego que si está prendido dentro de la Iglesia debiera quemar tantas cosas viejas, tantos trastos inútiles, tantos organismos estériles, tantas palabras vacías...

Con razón en la simbología el fuego ha sido asociado también con la sangre, y por lo tanto, con el vino. No hay redención ni liberación ni sociedad nueva sin efusión de sangre, real o simbólica; pues, algo tiene que morir, alguien debe ser colgado en la cruz para que pueda haber pascua.

En la eucaristía comulgamos con el pan y con el vino; el vino es la sangre, y la sangre es fuego. La sangre eucarística es el fuego de Cristo, un fuego que está allí para quemar nuestro interior como nos quema el vino. Unirnos a este vino-fuego es asumir nuestro bautismo de fuego, porque a veces los cristianos damos la sensación de que comulgamos pan y agua.

Qué más significa este fuego del Espíritu nos lo revela lo que sigue del Evangelio.

2. Provocar la crisis

No vine a traer la paz, sino la división...

Jesús nos sorprende con esta frase: no ha venido a unir a la familia humana sino a dividirla: padres contra hijos, hijas contra madres... Puede ser que no sea tan fácil comprender su sentido cuando ella ha servido, en algunas oportunidades, para que los cristianos empuñen la espada o el fusil en nombre de Cristo. Pero, ¿es éste su significado? Cualquiera que sea, lo cierto es que expresa, globalmente, la radicalidad del mensaje de Jesucristo y la tensión que necesariamente ha de provocar en la sociedad.

Como muchas otras expresiones de Jesús, también ésta puede ser vista desde el contexto histórico y desde una perspectiva más universal.

En el primer caso, no caben dudas de la alusión a la familia judía que sería dividida irremediablemente a partir de Jesucristo. Hoy, veinte siglos después, las dos ramas de la misma familia siguen enfrentadas sin visos de reconciliación alguna. Pero hoy nos parece hasta normal esta división, porque ya estamos acostumbrados al dualismo cristianos-judíos; pero visto el hecho desde el siglo primero, desde toda la historia hebrea, cuya mayor tensión histórica se estaba viviendo en tiempos de Jesús con la expectativa del Mesías, ciertamente que la frase de Jesús tenía mucho de dramático y, según se considere, de blasfemo: dividir al pueblo de Dios por su causa. ¡Había que estar muy convencido interiormente para poder afirmarlo sin un asomo de dudas! Lucas y Pablo, en los Hechos y en las Cartas, respectivamente, explican cómo se produjo la gran división y desde qué perspectiva de fe tenía que ser vista.

Lo importante para nosotros es descubrir qué novedad y originalidad asignaba Jesús a su mensaje y misión liberadora para que los llevara a cabo aun a costa de una división tan irreparable. Aquello fue un verdadero corte cn la historia, una verdadera encrucijada frente a la cual no hubo más que una de dos opciones: seguir a Cristo o rechazarlo.

En el segundo caso, de mayor interés para nosotros, la expresión semita de Jesús, atrevida como todas las paradojas, pone de relieve la radicalidad del Reino de Dios, que se constituye en el único absoluto en la vida del creyente.

En efecto, si hay algo que une a los seres humanos entre sí, son los lazos de la sangre y de la raza. Tan cierto es esto, que la estructura social de todos los pueblos se cimenta sobre la íntima relación entre los miembros de cada familia y de las familias que tienen un mismo destino histórico entre sí. Como se suele decir: Patria y familia

También las antiguas religiones, incluso la hebrea, se sostenían sobre el soporte familia-raza, por lo que, paradójicamente, si la familia y la raza eran motivo de unión hacia dentro, representaban siempre motivo de división y de enfrentamientos hacia afuera. Cada pueblo, identificado con su dios, transformaba automáticamente toda guerra en guerra religiosa.

Ahora sí podemos entender mejor la paradoja de Jesús: si la humanidad quiere lograr una unidad universal, debe superar un esquema de relaciones basadas puramente en los lazos de familia y raza. El Reino de Dios se presenta como una opción entre los particularismos raciales -sólo existe unión con los de la propia raza o credo- y la unidad universal sobre un fundamento que pueda aglutinar a toda la humanidad. Esto no quiere decir que elegir la unidad universal signifique automáticamente romper con la propia familia o país, pero sí entender a la propia familia o país desde la perspectiva del Reino de Dios.

En otras palabras: al nacer, nadie elige a sus padres ni a su país ni a su raza, pero el Reino de Dios, la opción por una vida evangélica, etc., sí deben ser el fruto de una opción. Las divisiones entre los hombres responden a circunstancias muy relativas frente a lo absoluto del proyecto divino. Y la opción por este proyecto -diría Jesús- debe ser tal, que se debe correr cualquier riesgo con tal de conseguir un nuevo esquema de sociedad que supere divisiones, odios y enfrentamientos, por más "racionales y lógicos" que parezcan. Si este esquema vale para la perspectiva cristiana hacia afuera, también vale hacia dentro. La opción por Cristo puede provocar divisiones en el mismo seno de la Iglesia; de nada vale mantener cierta uniformidad conseguida artificialmente con fórmulas o códigos, o regida por la simple costumbre o tradición, si esa uniformidad y esa paz significan la renuncia a ciertos postulados del Evangelio.

Por eso la crítica interna es necesaria en la comunidad cristiana aun con riesgo de que caigan muchas fachadas.

En efecto, la paz de Cristo, esa paz que regala a los suyos después de la cruz, es el fruto de la renuncia a toda forma de egoísmo en obediencia total al Padre. La historia de la Iglesia nos ofrece interesantes ejemplos al respecto: todas las grandes reformas de la Iglesia, todos los grandes movimientos de renovación como, por ejemplo, el último Concilio, ponen en crisis cierta paz cristiana fruto de la inercia, y cierta unidad lograda sobre el inmovilismo y la rutina. Un auténtico cristianismo siempre remueve las conciencias, como la levadura remueve la masa; siempre quema mucha cosa inútil, y siempre discierne, juzga y separa lo que estaba unido artificialmente.

Durante los últimos siglos de la historia cristiana, a menudo se amordazó toda crítica interna o se censuró la investigación histórica o teológica en nombre de la unidad de la Iglesia. El evangelio de hoy pone los puntos sobre las íes: la conciencia cristiana debe estar siempre despierta para purificar internamente la praxis de la fe cristiana. La crítica interna es necesaria en la Iglesia a fin de que el cristianismo crezca al unísono con la historia y con la conciencia que el hombre adquiere de sí, de su vida y de sus valores. ¡Cuántas veces se ha confundido el cristianismo con ciertas costumbres latinas o sajonas, con ciertas filosofías o sistemas políticos que no sólo pusieron en peligro la universalidad de la fe cristiana sino que la redujeron a una híbrida mezcolanza folclórica social!

AUTORIDAD/CRITICA CRITICA/AUTORIDAD: La crítica cristiana tampoco destruye el principio de autoridad, ya que, como subraya el Evangelio tantas veces, debe realizarse siempre desde la escucha de la Palabra de Dios y desde la fidelidad absoluta a los criterios del Reino.

Por eso es una crítica a la que todos deben abocar: jerarquía y laicos que forman el único cuerpo que reconoce a Jesucristo como cabeza y como criterio absoluto. Si aplicamos estas reflexiones a la dinámica de nuestra comunidad o grupo de fe, quizá provocaríamos una pequeña revolución o cierta crisis necesaria que destruya esa falsa paz, detrás de la cual se esconden formas hipócritas de vivir el compromiso cristiano, estructuras de poder que aplastan la conciencia de los individuos y, seguramente, mucha rutina, hastío, cansancio y miedo de vivir y de enfrentar los problemas modernos con ojos nuevos.

Esta crisis, siempre necesaria y siempre removedora, puede ser hoy el bautismo de fuego que cada uno de nosotros y la comunidad necesitan. Menos agua que suaviza la fuerza de la fe, y más fuego que la atice, pudiera ser la síntesis de este domingo.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 196 ss.


9. SECTA/QUÉ-ES:

La proliferación de sectas en el momento actual no es fruto de la casualidad. Los movimientos sectarios encuentran un clima propicio en una sociedad minada por el materialismo y el vacío espiritual, donde no es fácil encontrar respuesta a las grandes preguntas y aspiraciones del ser humano.

El desamparo y la crisis existencial invitan a muchas personas a buscar una evasión que las alivie de las presiones de la vida y una seguridad interior que les ayude a soportar las tensiones inevitables.

Los expertos suelen señalar, sobre todo, tres fenómenos psico-sociales que constituyen terreno abonado para el surgimiento de las sectas: la angustia, la frustración y la pérdida de identidad.

En primer lugar, la angustia, creada sobre todo por el rápido y convulsivo cambio de la sociedad y por la inestabilidad y la crisis de importantes instituciones como la Iglesia, la familia o la escuela, que configuraban en otros tiempos la personalidad de los individuos. En segundo lugar, la frustración socio-cultural, que se hace sentir más en algunos colectivos como los jóvenes o las mujeres, y que despierta en no pocos el deseo de estructurar su vida de un modo absolutamente diferente.

En tercer lugar, el sentimiento de pérdida de identidad y la frialdad de las relaciones funcionales, que llevan a bastantes a buscar el calor de un hogar en el interior de un nuevo grupo afectivo.

Si las sectas resultan hoy tan atractivas es porque parecen aportar la respuesta que el hombre actual necesita.

La secta ofrece, en primer lugar, seguridad frente al desconcierto reinante. El que entra en la secta está salvado. Todo es simple y claro. Todo el mal está fuera del ámbito de la secta. Para los miembros del grupo sectario, por el contrario, todo es luz y salvación. La secta ofrece también una respuesta al sentimiento de frustración. El nuevo miembro es acogido como «alguien importante». Se le va a ofrecer la verdadera revelación a la que otros no tienen acceso. Puede, incluso, convertirse en «salvador» de los demás.

La secta recupera, además, al individuo del anonimato. Rápidamente será seducido, al menos en la primera fase, por el afecto cálido y la relación amorosa dentro del grupo. La frustración viene más tarde. Cuando el individuo se siente esclavo de una organización fanática e intransigente que desestructura su personalidad y pervierte su crecimiento humano.

Según los expertos, las sectas representan en la sociedad moderna una oleada de «rebajas religiosas» que empobrecen la trascendencia de Dios y ponen la experiencia religiosa a disposición del hombre de hoy bajo diversos métodos y climas emocionales. En medio de este clima, el cristianismo no debe olvidar que Jesús no vino a "traer paz al mundo", sino a «prender fuego». La auténtica experiencia religiosa puede aportar paz espiritual y equilibrio emocional, pero el evangelio no es una noticia tranquilizante y menos una droga. Es inútil «descafeinar» la religión. Lo importante no es «disponer» de Dios a nuestro antojo, sino responder fielmente a su Misterio.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 97 s.


10. FE/REVOLUCIÓN:

PRENDER FUEGO

Son bastantes los cristianos que, profundamente arraigados en una situación social cómoda, tienen la tendencia de considerar el cristianismo como una religión que, invariablemente, debe preocuparse de mantener la ley y el orden establecido. Por eso, resulta tan extraño escuchar en boca de Jesús dichos que invitan no al inmovilismo y conservadurismo, sino a la transformación profunda y radical de la sociedad: «He venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ya ardiendo... ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división».

No nos resulta fácil ver a Jesús como alguien que trae un fuego destinado a destruir tanta impureza, mentira, violencia e injusticia. Un Espíritu capaz de transformar el mundo, de manera radical, aun a costa de enfrentar y dividir a los hombres.

El creyente en Jesús no es un hombre fatalista que se resigna ante la situación, buscando, por encima de todo, tranquilidad y falsa paz. No es un inmovilista que justifica el actual orden de cosas, sin trabajar animosamente, en un esfuerzo creador y solidario, por un mundo mejor.

Tampoco es un rebelde que, movido por el resentimiento, echa abajo todo para asumir él mismo el lugar de aquellos a los que ha derribado.

El que ha entendido a Jesús es un hombre que vive y actúa movido por la pasión y aspiración de colaborar en un cambio total de la humanidad.

El verdadero cristiano lleva la «revolución» en su corazón. Una revolución que no es «golpe de estado», cambio cualquiera de gobierno, insurrección ni relevo político, sino el establecimiento de un hombre y un orden nuevos.

El orden que, con frecuencia, defendemos, es todavía un desorden. Porque no hemos logrado todavía dar de comer a todos los pobres, ni garantizar sus derechos a toda persona, ni siquiera hemos logrado eliminar las guerras o destruir las armas nucleares. Necesitamos una revolución más profunda que las revoluciones económicas. Una revolución que transforme las conciencias de los hombres y de los pueblos.

·Marcuse-H escribía que necesitamos un mundo «en el que la competencia, la lucha de los individuos unos contra otros, el engaño, la crueldad y la masacre ya no tengan razón de ser».

Quien se siente seguidor de Jesús, vive buscando ardientemente que el fuego encendido por Jesús arda cada vez más en este mundo.

Pero, antes que nada, se exige a sí mismo una transformación radical. «Sólo se pide a los cristianos que sean auténticos. Esta es verdaderamente la revolución» (·Mounier-E).

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 337 s.


11. KOLBE-MAXIMILIANO-S:

La verdadera revolución

Estos días hemos celebrado la festividad de un santo cercano en el tiempo a nosotros, Maximiliano Kolbe. Nació el Polonia en 1891 y fue religioso franciscano. Tuvo dos campos especiales de actividad: la promoción de la devoción a María y su presencia en los medios de comunicación, tanto en su país, como en el Japón, donde trabajó como misionero desde 1930 a 1936. Este año regresa a su país y en 1940 es llevado primero al campo de concentración de Oranienburg y, más tarde, a Auschwitz. Allí, con motivo de una represalia ante la huida de un prisionero, se sortearon los nombres de aquellos que iban a ser ejecutados. Fue condenado a muerte un joven polaco padre de familia. El P. Kolbe pidió ser ejecutado en su lugar; su petición fue aceptada y murió en la llamada «celda de hambre». Su proceso de canonización estuvo detenido algún tiempo porque no estaba comprobado el milagro necesario. Sin embargo, Juan Pablo II consideró que el testimonio de su muerte era suficiente para llegar a su canonización en 1983. Ese día estaba presente en la basílica de San Pedro aquel padre de familia, que debía su vida al sacrificio de san Maximiliano Kolbe.

Hoy continuamos con los discursos de Jesús que forman parte del capítulo doce del evangelio de Lucas. Hoy nos encontramos con un texto que, a primera vista, parece estar en contradicción con muchos pasajes del evangelio.

La palabra «paz» aparece frecuentemente en los labios de Jesús. Ya en su nacimiento, el mensaje de los ángeles hablaba de «paz a los hombres de buena voluntad»; en el discurso de despedida de Jesús, el maestro había dicho a sus discípulos «la paz os dejo, mi paz os doy» -una fórmula que la Iglesia ha recogido en la oración por la paz durante la celebración de la eucaristía-; «paz a vosotros» es el saludo frecuente del Resucitado.

Sin embargo, hoy hemos leído un texto que está en las antípodas de la paz. Jesús no ha venido a traer paz, sino a prender fuego en el mundo y desea que este estuviera ya ardiendo. Añade, enseguida, que no ha venido a traer la paz al mundo, sino la división -Mateo, en lugar de «división», hablará de que Jesús ha traído la espada-. Basándose en estos textos y algunos más, diversos autores han creído poder afirmar que Jesús fue un revolucionario violento, próximo al movimiento zelota. El texto de Lucas, teniendo ya ante los ojos la situación de la primera comunidad cristiana, alude a las divisiones en el seno de la familia creadas como consecuencia del mensaje de Jesús.

J/REVOLUCION: Jesús ciertamente no fue un revolucionario violento, pero tampoco fue una persona fácil y cómoda para su sociedad y para su ambiente. Jesús enseñó su mensaje con una absoluta libertad y supo ver lo que había en el corazón de cada hombre. No recurrió ni a las armas ni a la violencia, pero presentó la verdad con toda su fuerza, sin limar las aristas. Fue duro al juzgar a Herodes, al calificar a los fariseos como sepulcros blanqueados. Estuvo en la línea de los grandes profetas del Antiguo Testamento, que aparecen hoy simbolizados en la persona de Jeremías.

Este profeta vivió en su interior lo que significa ser fiel al mensaje que había recibido de Dios. En una primera época, la misión del profeta discurre tranquilamente. Es cuando afirma que cuando recibía las palabras de Dios las devoraba y esas palabras eran para él gozo y alegría íntima. Pero surgen las contradicciones, y esa palabra se convierte en motivo de oprobio y persecución. Sus enemigos piden su muerte porque estaba desmoralizando a los soldados y al pueblo, porque «ese hombre no busca el bien del pueblo sino su desgracia».

Palabras similares fueron también pronunciadas contra Jesús por los líderes religiosos de su pueblo y le llevaron a la muerte. Como dice hoy Lucas, tuvo que pasar por un bautismo de sangre, y -preanunciando ya la noche triste de Getsemaní- ¡qué angustia hasta que se cumpla!

Jesús fue signo de contradicción. Su mensaje era, en un cierto sentido, contradictorio. Predicaba, por una parte, el amor, la entrega, la ternura..., pero, al mismo tiempo, traía un mensaje de libertad, autenticidad y fraternidad que convertía el amor en fuego, la entrega en división.

CR/AUTENTICO: ·Mounier-E escribirá que «sólo se pide a los cristianos que sean auténticos. Esta es verdaderamente la revolución». Y así fue la revolución de Jesús: no una revolución armada, sino la revolución que brota de la verdad y de la autenticidad, que nunca es cómoda para los que hemos hecho las paces con nosotros mismos. Jesús nos mostró un Padre con entrañas de misericordia, ternura y perdón, pero también un Dios que ama por igual a todos los hombres, que «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes», como dirá María; que nos va a pedir cuentas de los talentos recibidos, que va a condenar a aquel epulón que ni siquiera era capaz de percibir que, en la puerta misma de su casa, había un Lázaro al que no le llegaban ni siquiera las migajas que caían de su mesa. Un mensaje así es indiscutiblemente «signo de contradicción»; es un mensaje que incluye dentro de sí la paz y el fuego, el amor y la espada.

La segunda lectura recurre a dos metáforas del mundo del deporte romano: la de los que corren la carrera que les toca y también la pelea, la lucha. La Carta a los hebreos nos pide a los cristianos que nos quiten lo que nos estorba, el pecado que nos ata -el pecado es siempre falta de auténtica libertad- y nos exhorta a que tengamos los ojos fijos en la meta, que no es otra que ese Jesús que «inició y completa nuestra fe», que supo renunciar al «gozo inmediato», que no se acomodó a un estilo de vida fácil y que no le habría causado contradicciones, sino que caminó hacia la cruz, sin miedo a la ignominia de un suplicio que estaba vedado a los ciudadanos romanos.

«Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», el padre Maximiliano Kolbe trabajó en Polonia para prestar refugio a los perseguidos, también a los judíos. «Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», el P. Kolbe ocupó el puesto de aquel buen padre de familia polaco, Franciszek Gajowniczek, recordando lo que había dicho el maestro que «nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos».

«Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», la madre Teresa de Calcuta y sus religiosas, con su pobre sari hindú, están entregando su vida al servicio de los más pobres y despreciables de los hombres.

«Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», tantos hombres y mujeres desconocidos y desconocidas intentan hoy vivir su vida en la entrega humilde, en la generosidad, en la bondad.

«Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», Edith Stein entregó su vida en la cámara de gas de Auschwitz y salió al encuentro de la luz, que buscó en sus experiencias místicas, y que finalmente se convirtió en una luz que ya no tenía sombras ni penumbras. Todos ellos y muchos más reflejaron así el mensaje de amor, de entrega, de paz y de bondad que trajo el maestro de Nazaret. Pero también «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», los jesuitas martirizados en el Salvador denunciaron la brutal injusticia que padece aquel pueblo, a pesar de que les acusaron -como a Jeremías- de desmoralizar al pueblo y de no buscar su bien sino su desgracia.

«Fijos los ojos en el que inicia y completa nuestra fe», el padre Franz Rheinisch se negó a prestar el juramento de fidelidad a Hitler y puso su conciencia por encima de la voluntad de sus superiores.

«Fijos los ojos en el que inicia y completa nuestra fe», muchos hombres y mujeres han denunciado nuestras injusticias, nuestros falsos e inoperantes deseos de paz. Todos ellos y muchos más han reflejado el mensaje de fuego, exigencia y justicia que trajo también el maestro de Nazaret...

Acabo con una pregunta: ¿no sería nuestra vida y nuestro comportamiento también muy distintos, si tuviéramos fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe?

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 296 ss.


12.

1. «No paz, sino división».

El fuego que según el evangelio Jesús ha venido a prender en el mundo, es el fuego del amor divino que debe alcanzar a los hombres. A partir de la cruz, su terrible bautismo, comenzará a arder. Pero no todos se dejaran inflamar por la exigencia absoluta e incondicional de este fuego, de manera que aquel amor, que querría y podría conducir a los hombres a la unidad, los divide a causa de su resistencia. Más clara e inexorablemente que antes de Cristo, la humanidad entera se dividirá en dos reinos, bloques o Estados, lo que Agustín designa como la «ciudad de Dios», dominada por el amor, y la «ciudad de este mundo», dominada por la concupiscencia. Jesús muestra que la división rompe los vínculos familiares más íntimos y, según la descripción de Pablo, a menudo atraviesa incluso los corazones de los hombres, donde la carne lucha contra el espíritu (Ga 5,17), y el «hombre desgraciado» «no hace lo que quiere, sino lo que (en el fondo) detesta» (Rm 7,15). Pero esto no es para Jesús ni para Pablo una trágica fatalidad, sino una lucha que ha de mantenerse hasta la victoria final: porque el amor y el odio no son dos principios igualmente eternos (como pensaban los maniqueos), sino porque nosotros podemos «vencer al mal a fuerza de bien» (Rm 12,21), para lo cual se nos da la fuerza de la gracia de Dios.

2. «Jeremías se hundió en el lodo».

La lucha es dura, porque el «reino de este mundo» está lleno de crueldad. La guerra, la tortura y las múltiples formas de crueldad han reinado en el mundo desde siempre, y parece como si hubieran aumentado más aún a raíz de la aparición de Cristo, el «príncipe de la paz». Jesús divide y agrava las oposiciones. Lo que le sucede a Jeremías en la primera lectura no es más que un ejemplo de las innumerables atrocidades que se cometen en el mundo, a veces también en nombre de la religión. El profeta es sometido a semejante tortura, que según las intenciones de sus autores debería haberlo matado, a causa de la palabra de Dios que se oponía al ciego deseo de guerra de Israel. Los hombres piadosos piden a Dios en los salmos con bastante frecuencia que los libre del lodo en el que se encuentran hundidos (Sal 40,3; 69,15) y Job se compara a sí mismo con este lodo (10,9; 13,12 etc.). Pablo dice que ha sido relegado al último lugar y considerado como «la basura del mundo» (1 Co 4,9.13).

3. «Sin miedo a la ignominia».

En esta «pelea» de la que habla también la segunda lectura, y de la que el cristiano siente la tentación de retirarse, sólo importa una cosa: tener «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», recordando «al que soportó la oposición de los pecadores». Innumerables hombres, «una nube ingente de espectadores», de testigos de la fe, han hecho esto antes que nosotros y han sido puestos a prueba, a menudo más duramente, llegando incluso a derramar su «sangre». Jesús ha tomado sobre sí abundantemente la ignominia del mundo, todo su viacrucis estuvo acompañado del escarnio y del desprecio. Fue precisamente a través de este fango de la ignominia como él llegó a sentarse «a la derecha del Padre». El que contempla este ejemplo se avergonzará de permanecer tan lejos de él en lo que a la ignominia se refiere.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 277 s.