22 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XIX
9-17

 

9.

EL PAN BAJADO DEL CIELO

Yo soy el pan vivo (Jn 6 41-51) Esta vez los judíos han comprendido: Jesús afirma ser el pan bajado del cielo. Lo cual, en la mentalidad de los judíos, significa una identificación del alimento celeste con Jesús. Y esto les escandaliza: "¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?".

Evidentemente, Jesús era consciente de la pregunta que se hacían los judíos. Era exactamente la misma que nos haríamos nosotros. Ahí están, indudablemente, los milagros que ha hecho Jesús, las curaciones y, por si fuera poco, el reciente milagro de la multiplicación de los panes. Pero la multitud no entiende; ve a Jesús como a un profeta que debe erigir su reino, pero no acierta a trasponer los hechos al plano en que deben ser situados. Entonces Jesús afirma: "Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado; y yo lo resucitaré en el último día". Comprender e ir hacia Jesús es un don del Padre, y quien recibe este don de la fe y va hacia Jesús, será resucitado para la vida eterna. Este don de la fe se ve condicionado por una actitud responsable de los hombres: escuchar las enseñanzas del Padre, porque "todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí".

Es importante que lo subrayemos ya desde ahora. estamos reunidos aquí en el marco del desierto: el murmullo de la multitud y el maná (Ex 16). La multitud no ha seguido al Padre que quería traerla a sí mediante sus signos y sus enseñanzas. Ahora la multitud murmura contra el Hijo, en el que no quiere ver más que al hijo de José. Es el drama de la incredulidad y la negativa a entrar por las vías de salvación propuestas por Dios. Esta vez, Jesús reprueba claramente esta actitud declarándose tal como es: el pan de vida bajado del cielo.

Ahora explica Jesús la significación de lo que acaba de decir, comenzando por el maná, preanuncio de la eucaristía, y pasando por la multiplicación de los panes, anuncio del don del pan de vida. A los judíos salvados de Egipto que murmuraban, el Padre les dio el maná. Sin embargo, el maná es un alimento terrestre, y quienes lo comieron no se libraron de la muerte. Lo mismo sucederá con quienes han comido los panes de la multiplicación, que siguen siendo una figura del verdadero pan que ha de venir y que, quien lo coma, vivirá eternamente. Este pan, sin embargo, es únicamente anunciado, pero no es todavía realizado. Porque este pan es la carne de Cristo; ahora bien, este pan que es su carne no lo da y no puede darlo todavía; pero lo dará, dará su carne. Y la dará para la vida del mundo. Lo único que hace por el momento es revelar la condición que otorgará a esa carne su poder de salvación: es la carne de Cristo, entregada par la vida del mundo, la referencia al sacrificio de la cruz es evidente, como lo es en la primera carta a los Corintios, 11, 24: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros".

Hemos pasado, pues, del alimento corporal, que asegura la vida corporal, del maná, a la multiplicación de los panes, anuncio último de un pan definitivo; hoy anuncia Jesús el alimento definitivo, su carne para una vida definitiva.

-Fortalecido por el pan (1 Re 19, 4-8)

Elías es el prototipo de hombre desanimado. abatido por la adversidad y la persecución. Anda huyendo de la cólera de Jezabel, cuando se le aparece un ángel. Al despertar, se encuentra una comida preparada: un pan cocido en las brasas y una jarra de agua. Vuelven a repetirse aquí las intervenciones de Dios durante el Éxodo, cuando alimentó a su pueblo con el maná y las codornices (Ex 16, 9-16). Este alimento se le ofrece a Elías para que pueda proseguir su camino. Elías, reconfortado, marcha durante cuarenta días y cuarenta noches, hasta llegar al Horeb, el monte de Dios. Camina para encontrar al Señor.

Es extraño que la tradición patrística no haya tomado con entusiasmo este episodio como figura de la eucaristía. Sin embargo, los cuarenta días y cuarenta noches evocaban con bastante claridad la marcha del pueblo de Dios por el desierto y los milagros alimenticios hechos por Eliseo. La lectura litúrgica de hoy, evidentemente, ve en este relato el anuncio de la eucaristía, como lo ve también en el relato de la multiplicación de los panes.

El salmo 33, salmo utilizado tradicionalmente para la celebración eucarística, es un complemento adecuado a esta lectura del Antiguo Testamento:

El ángel del Señor acampa
en torno a sus fieles y los protege.
Gustad y ved qué bueno es el Señor.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 6
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 9-21
SAL TERRAE SANTANDER 1979.Pág. 106 ss.


 

10.

NO PASAR DE DIOS

discípulos de Dios...

La incredulidad no es, como ingenuamente pueden pensar algunos creyentes, una «deformación perversa del espíritu». Algo propio de hombres malvados y retorcidos que pretenden enfrentarse con Dios.

La incredulidad es una tentación siempre presente en nuestra vida y que empieza a echar raíces en nuestro corazón desde el momento mismo en que nos vamos organizando nuestra vida de espaldas a Dios.

Vivimos en una sociedad donde Dios no se lleva. Se ha quedado pequeño. Como algo poco importante que es fácil arrinconar en algún lugar muy secundario de nuestra vida. Lo más fácil es hoy vivir «pasando de Dios». ¿Qué puede significar hoy para muchos hombres y mujeres la invitación de Jesús a vivir como «discípulos de Dios», escuchando lo que dice el Padre?

Incluso, los que nos decimos «creyentes» estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable ya en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido, avidez, posesiones y autosuficiencia, no sabemos ya percibir la presencia del «más callado de todos» a quien damos el nombre de Dios.

Quizá sea ésta una de las mayores tragedias del hombre contemporáneo. Estamos arrojando a Dios de nuestra conciencia. Rehusamos escuchar su llamada que nos busca. Intentamos ocultarnos a su mirada amistosa e inquietante. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir con más tranquilidad.

El Vaticano II nos recordaba que «la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et Spes, 16).

Cuando los hombres perdemos esta capacidad de escuchar la invitación de Dios en el fondo de nuestra conciencia individual, corremos el riesgo de gritar colectivamente afirmaciones muy solemnes sobre el amor, la justicia, la solidaridad y honestidad, pero sin darles luego cada uno un contenido práctico en nuestras propias vidas.

Cuando no se escucha la llamada personal de Dios es fácil escuchar los intereses egoístas de cada uno, las razones de la eficacia inmediata, el miedo a correr riesgos excesivos, la satisfacción de nuestros deseos por encima de todo.

No hemos de olvidar que los hombres vamos construyendo nuestra vida no tanto en los acontecimientos ruidosos sino, sobre todo, en esas horas calladas en que somos capaces de ser «dóciles» al Dios que habla desde nuestra conciencia.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985.Pág. 217 s.


 

11.

1. «Levántate y come».

De nuevo encontramos en el evangelio una parte del discurso en el que Jesús promete la Eucaristía a los suyos, y en la primera lectura una maravillosa imagen veterotestamentaria que la prefigura. El profeta Elías está a punto de desfallecer física y espiritualmente: todo lo que ha hecho le parece inútil, sólo desea la muerte. Entonces se le ofrece en medio del desierto un alimento milagroso: un pan cocido y una jarra de agua. Y este maravilloso don se le impone: debe comer, pues de lo contrario no podrá soportar el largo camino que resta hasta el monte del Señor «Con la fuerza de aquel alimento», pudo caminar «durante cuarenta días y cuarenta noches». Cuando Elías está a punto de sucumbir, cuando cree que ha llegado el final, la comida que Dios le ofrece le hace capaz de convertir este final en un nuevo comienzo. No por propia iniciativa, sino por obediencia. Pero lo que Jesús ofrece en el evangelio y exige desde entonces es mucho más. Lo que le aconteció al profeta debe ayudarnos a ver el don y la exigencia de Jesús como algo no imposible.

2. «El pan que yo daré es mi carne».

Jesús dice que él es el verdadero pan del cielo (en lugar del maná). Pero, ¿quién puede creerse esto cuando todo el mundo conoce a su padre y su madre, que demuestran que no procede del cielo? Jesús no remite aquí a sí mismo, a sus palabras y a sus milagros, sino al Padre. Al Dios en el que hay que creer y que conduce, a los que escuchan lo que dice y aprenden verdaderamente de él, al Hijo. A ese Hijo que es el único que conoce verdaderamente al Padre, el único que puede revelar su esencia y llevar a su vida eterna.

El maná al que habían aludido los judíos en modo alguno podría revelar al Padre como vida eterna, pues los que lo comieron murieron. Pero ahora que el Padre lleva al Hijo y el Hijo lleva al Padre, ahora que el Padre se da a sí mismo en el Hijo (pues todos los que reciben al Hijo serán instruidos por Dios) y que el Hijo en su autodonación revela el amor del Padre, la muerte terrena no tiene ya poder ni significación alguna, «la vida eterna» es infinitamente superior a la muerte corporal. Y para que todas estas palabras no sean consideradas por sus oyentes como una pura fantasía espiritual, Jesús declara para terminar: «El pan que yo daré es mi carne». Este cuerpo, que cuando sea entregado se convertirá en pan para la vida del mundo, es tan realmente palpable como realmente palpables fueron para Elías el pan cocido y la jarra de agua que aparecieron milagrosamente a su lado en el desierto.

3. «Sed imitadores de Dios».

De nuevo Pablo, en la segunda lectura, saca las consecuencias del milagro eucarístico para los cristianos. Al igual que Cristo «se entregó por nosotros como oblación» por amor, así también su actitud eucarística debe convertirse en el leitmotiv de la vida cristiana, en la imitación del amor de Dios; y esta imitación no puede consistir sino en el amor mutuo, la misericordia y el perdón. De este modo los «hijos queridos de Dios» se convierten los unos para los otros en una especie de viático eucarístico, en algo semejante al pan cocido y a la jarra de agua que se materializan de improviso para nuestro prójimo en medio del desierto de nuestra vida.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 184 s.


 

12.

1. Una constante murmuración El evangelio de hoy pretende seguir afinando nuestro concepto de fe. La semana pasada hemos reflexionado acerca de lo que significa hoy creer en Cristo como Pan de Vida eterna; y hoy el mismo evangelista se encarga de poner sobre el tapete la más común objeción o murmuración contra la fe en Jesucristo.

Dice el texto que los judíos «murmuraban», en clara alusión a esa rebeldía constante que fue la característica de los hebreos en el desierto cuando se resistían a los caminos de Yavé y añoraban la abundancia de Egipto y sus ídolos.

De pronto se sintieron lanzados al desierto por un Dios que no tenía muchas ganas de ceder a sus caprichos y que los guiaba con una palabra exigente.

FE/CRISIS: Al murmurar, el hombre se rebela contra Dios, contra la fe y contra todo sistema religioso. En nuestro siglo, más que una murmuración nos encontramos ante un clamor abierto de rebeldía... ¿Y dónde está el núcleo de la objeción? Lo dice claramente el texto: «¿Acaso no es éste Jesús, el hijo del carpintero? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede, entonces, decir: Yo he bajado del cielo?» Ninguno de nosotros ignora que todos pasamos por esa murmuración de una u otra forma: nos negamos a aceptar que en esto tan humano y tan vulgar de la vida cotidiana pueda haber algún tipo de intervención especial de Dios.

Ahora podemos explicar casi todos los fenómenos oscuros y misteriosos con el aporte de la ciencia y de la filosofía. Comprendemos que en otras épocas precientíficas el hombre debiera recurrir a Dios o a sus enviados para encontrar la razón de ser de dichos fenómenos.

También nos puede parecer lógico que los apóstoles y algunos más -hombres sencillos y relativamente ignorantes- se hubieran podido dejar cautivar por Jesús, cuya figura les resultó muy por encima del resto de los jefes religiosos. Seguramente -seguimos pensando- Jesús fue un gran hombre, íntegro, cabal, justo, bondadoso, pero... ¿qué necesidad hay de agregar que su palabra viene de Dios? ¿Todo lo que pensó y dijo, no lo pudo haber sacado de su cabeza o de la reflexión de otras personas? ¿Por qué afirmar que viene del cielo? Y de la misma forma razonamos cuando se nos dice que los sacramentos son signos de la intervención de Dios, que la Biblia nos trae su Palabra, etc.

La objeción y la respuesta consiguiente las podemos enfocar desde dos ángulos distintos:

El primero: discutir el asunto por sí mismo, de la misma forma que podemos hacerlo sobre Buda o Mahoma. En tal caso, la discusión podría ser interesante, pero ciertamente inútil, pues ¿qué necesidad tenemos de saber detalles tan ínfimos sobre personajes tan lejanos en el tiempo? No creo que Juan se haya puesto en esta posición en este capítulo sexto de su evangelio. No está haciendo teología por teología. Debe tener otro punto de vista.

El segundo: suponer que no se trata de una discusión más sobre Jesús, sino que puede estar en juego la misma forma de encarar la existencia humana. Expliquémonos mejor: si suponemos que Jesús fue simplemente el hijo de José y de María, y que Dios no tuvo ninguna actividad particular en él, entonces podemos concluir que Dios nunca interviene en la historia de los hombres. O sea: que la historia humana está encerrada en sí misma sin apertura o ventana alguna hacia lo trascendente, lo eterno, lo divino; en una palabra: hacia Dios.

Si partimos del presupuesto de fe de que Jesús es la cumbre de lo humano, entonces todo lo que se puede decir del hombre como ser perfecto, lo podemos ver en él. Es «el hombre» por excelencia. Pues bien: si, a pesar de todo esto, él no es más que el hijo del carpintero y nada trascendente se reveló en él -nada que venga de Dios-, ¿qué necesidad tenemos, entonces, de Dios si el hombre se basta a sí mismo para ser perfecto u hombre nuevo? Si en Jesucristo no descubrimos la mano hacedora de Dios, ¿en quién la vamos a descubrir?

En conclusión: negar a Jesús como enviado de Dios sería negar a Dios mismo... Salvo que pensemos que es necesaria la existencia de Dios, aunque el mismo Dios, como tal, fuera inútil para los hombres.

El tema de hoy no es, por lo tanto, una discusión teórica o inútil, ya que con él se relacionan muchos y dramáticos interrogantes del hombre de hoy y de siempre. Las famosas cuestiones del "de dónde venimos y a dónde vamos» penden de su respuesta, como si en la vida hubiera algo trascendente que postulara una escala de valores por la que debamos regirnos.

Por supuesto que la expresión «Jesús bajado del cielo» no la debemos tomar en su sentido literal o gráfico, porque el cielo no es un lugar que esté arriba, ni nadie jamás bajó de él. Se trata de una forma de expresar que en esto humano de aquí (abajo) con su angustia, su tragedia, su drama de muerte, de odios, etc., también encontramos algo tan distinto y superior, que podemos afirmarlo como «bajado del cielo». Demos a las cosas el nombre que queramos, lo cierto es que la fe reconoce dos planos de existencia, dos modos distintos, dos situaciones.

Uno de ellos es absoluto y definitivo; y, por lo tanto, se le debe obediencia y acatamiento bajo riesgo de morir en nosotros mismos.

La primera lectura de hoy puede echar un poco de luz sobre esto que estamos reflexionando. Nos dice el libro de la historia de los reyes hebreos que el profeta Elías, el gran campeón del culto a Yavé contra los cultos idolátricos, por ese mismo motivo sufrió la más atroz persecución de Jezabel, la impía esposa del rey Ajab. Amenazado de muerte -nos relata el texto-, «tuvo miedo» y huyó para salvar su vida. Caminó un día por el agotador desierto hasta que cayó extenuado y se deseó la muerte porque se sentía un profeta fracasado. Durmió profundamente aquella noche y, a la mañana siguiente, descubrió que Dios no le tenía abandonado, pues pudo comer y beber. Llegó así hasta la montaña de Horeb, donde el Señor se le reveló en una suave brisa que llenó de paz su espíritu y lo hizo retornar junto a los suyos para continuar la lucha. También Elías se preguntó si Dios tenía que ver algo con todo lo que le estaba pasando. Y llegó incluso a dudar y a desear poner fin a su vida. Y en ese trance de muerte, de total abandono, de angustia y desesperación, pudo -a pesar de todo- reconocer el otro lado de la cara de la vida, pudo abrir la ventana que lo sacó de sí mismo para descubrir que hasta en un pedazo de pan y en un poco de agua se hallaba presente el amor de Dios.

Con razón hubiera podido llamar a ese pan «pan bajado del cielo», pero en realidad lo que había bajado del cielo había sido la esperanza que ahora lo animaba, y esa fe que consistía en un mirar la vida desde un ángulo absoluto y total.

Cuando Juan escribe su evangelio, él creía que Jesús era el enviado de Dios. A partir de la Pascua, los apóstoles vieron a Jesús desde otro ángulo, y desde otro ángulo vieron también sus vidas.

Juan comprendió que no podía negar una cosa sin negar la otra, y que si la fe cristiana era ahondar en el significado de la existencia humana, era también reconocer que en la existencia de Cristo había algo trascendente, algo eterno, algo bajado del cielo. Sin Dios y sin una relación especial de Dios con Jesús de Nazaret, ese Jesús, tal cual ellos lo veían en ese momento, resultaba sencillamente incomprensible.

Mirar a Cristo solamente como el hijo del carpintero, era ponerse en un callejón sin salida, porque como hijo del carpintero acabó mal, muy mal: acabó en la cruz.

Y Juan escribe esta página como discípulo que cree, por eso casi ni se preocupa por responder a la objeción, ya que veía las cosas de otro modo, y para él Jesús no solamente había bajado del cielo, sino que también había "subido al cielo" al resucitar a una vida nueva. Y como bien dice Pablo, si todo no fuera así, nuestra fe resultaría sin sentido.

La respuesta que Jesús da a su murmurante auditorio, es el testimonio de fe del discípulo Juan, que vio a Dios al ver a Jesús, que oyó a Dios al escuchar las palabras del Maestro.

2. La fe en Cristo: sabiduría de la vida

Recordemos lo esencial de la respuesta de Jesús: Quien cree en él, es porque ha sido llamado y atraído por el Padre, que deja escuchar su voz para que tengamos acceso a la vida.

Jesús es el Dios que nos llama, es Dios instruyéndonos en el camino de la vida. Jesús es el reflejo de Dios, su espejo, su imagen perfecta. Existe así una estrecha relación entre Dios-Jesús y nuestra vida. Como hombres, buscamos constantemente comprender el sentido de esto que se llama vida. El hombre busca no solamente la instrucción dada por la escuela o la cultura, sino esa instrucción que es «sabiduría de vida». No tanto saber cosas sino saber la vida misma, saboreándola hasta en su gusto más recóndito.

Por eso en la Biblia la fe es llamada «conocimiento», porque gracias a ella el hombre penetra en el misterio de la vida y no se queda encerrado solamente en un aspecto sino que lo abarca en su totalidad. Ve su vida como individuo, como miembro de una comunidad, en relación con todo el cosmos, como transformador del mundo, como caminante, como ser que sufre o goza, que nace o muere. La fe es el sentido de estas vitales experiencias. El texto de Jesús recuerda al profeta Isaías (54,13), que anunciaba la era mesiánica caracterizada por ese conocimiento que produce alegría: «Todos tus hijos serán enseñados por Dios y será grande tu alegría.» Cuando decimos que Dios nos habla, no afirmamos que nos trae quién sabe qué complicada teoría, sino que lo vamos encontrando en ese preguntarnos por la vida. Al avanzar en el misterio de la existencia, el creyente se siente atraído por Dios, como si Dios no estuviera en un cielo lejano sino allí debajo de nuestro propio misterio.

Dios es el interrogante de todo cuanto existe; es el fondo oscuro en el que hay que sumergirse para escapar a la frivolidad de la vida. No en vano el inicio de la fe coincide con el rito del bautismo: hay que sumergirse en las aguas para encontrar en su profundidad el sentido total de la vida. Pero -y esto es el elemento característico de la fe cristiana- esto misterioso y profundo que buscamos, este más allá de la frivolidad de la existencia, ese Dios oculto, lo hemos encontrado en Jesús. En Jesús, muerto y resucitado, el cristiano encuentra toda la palabra sobre la vida. Por eso adoramos a Dios adorando a Cristo, rezamos a Dios hablando con Cristo, llegamos a Dios siguiendo a Cristo.

Esta es la diferencia esencial entre el cristianismo y las demás religiones. El cristianismo pretende responder a los interrogantes del hombre sin salir del hombre, ya que en el hombre-Cristo descubre a Dios. Nuestro Dios -podemos decir- es un Dios "bajado del cielo", es lo trascendente oculto y escondido en esto común y corriente que es la vida del hombre.

A partir de Jesucristo, los hombres pueden adorar a Dios sin abandonar el mundo; pueden amar a Dios en el amor a los demás hombres; pueden dar culto a Dios en el servicio fraterno de la caridad; pueden preguntarse por Dios al preguntarse por ellos mismos.

Quizá fue todo esto lo que nos quiso decir Juan al afirmar que Jesús es el Pan de la Vida bajado del cielo. Lo cierto es que su evangelio nos obliga a repensar toda nuestra fe para preguntarnos con absoluta honestidad: ¿Quién es este Jesús en quien decimos creer? ¿Es algo más que el hijo del carpintero?

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B, 3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978. Págs. 182 ss.


 

13. CRISTO, NUESTRO VIÁTICO

Al pueblo de Israel le tocó vivir la experiencia del desierto. Al profeta Elías le tocó vivir la experiencia del desierto. A todos los hombres, muy especialmente a los cristianos, nos toca vivir la experiencia del desierto.

La experiencia del desierto suele tener, cuando menos, tres fases. Una primera, de alegría, de liberación, de normales ilusiones en quien empieza una nueva aventura. Una segunda fase, en la que llega el desfallecimiento, la angustia, a veces la desesperación, incluso el deseo irreprimible de huir. Una tercera fase, en fin, en la que vuelve otra vez la alegría, se alcanza la serenidad y se llega a la madurez. Es la madurez que nace de «un encuentro» y de la convicción de que «Dios camina a nuestro lado».

El pueblo de Israel vivió este triple estadio. Vivió primeramente el gozo indescriptible del «éxodo». El éxodo significaba la liberación y, sobre todo, la esperanza de llegar a una «tierra de promisión». Vivió, después, conforme iba adentrándose en el desierto, momentos terribles de desesperación, de protesta, de desconcierto, la sensación agobiante de haberse equivocado: «¡Ojalá no hubiéramos salido de Egipto!» Pero Dios le brindó finalmente la alianza, le alimentó con el maná y le dio la certeza de que El le acompañaba y le guiaba.

Lo mismo le sucedió al profeta Elías. La liturgia de hoy cuenta su bellísima aventura. Sintió el profeta, ¡que duda cabe!, la alegría de saberse elegido, de ser destinado a una alta misión: convertirse en la «voz de Dios» para su pueblo. No le faltó sin embargo, la terrible hora de la prueba. Constatando que el pueblo era sordo a su palabra y viendo que la reina Jezabel le perseguía para matarlo, dudó de su propia vocación, del «para qué» de su mensaje. Y emprendió la huida. Y se adentró en el desierto. Y allá, en el desierto, desesperado, quiso morir. Fue la más espantosa «noche oscura» del alma. Pero fue ahí precisamente donde le vino la solución. En la llegada de aquel alimento de lo alto. Es verdad que, al comerlo la primera vez, seguramente todavía con mentalidad de tierra, no experimentó ninguna mejoría y siguió deseando la muerte como única salida. Pero es verdad también que, cuando volvió a comerlo convencido de que «el auxilio nos viene del Señor que hizo el cielo y la tierra», «con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al Horeb, el monte de Dios».

Aprenda esta lección de las «tres etapas» el seguidor de Cristo. «Somos un pueblo que camina», solemos cantar a cada paso. Y esta condición de «caminantes» nos produce alegría, sueños e ilusiones jóvenes. Porque es muy grandes eso de sabernos «en éxodo» -por vocación de Dios-, hacia una «tierra de promisión». Pero esta condición de «caminantes» no se sostiene únicamente con el pan nuestro de cada día, aunque se llame «dinero», aunque se llame «poder» aunque se llame... Lo dice Jesús en el evangelio: «Vuestros padres comieron el maná y murieron». Porque ocurre que, queramos o no, también nosotros caminamos por el desierto. Sí, amigos, aunque vivamos entre multitudes, vivimos en solitario. Cada cual tiene sus propias tristezas, sus propias desesperaciones, sus propios fracasos. Cualquier día «nel mezzo del cammin di nostra vita», como escribió Dante, nos invade el deseo de la muerte. Es la tentación del «demonio meridiano». Igual que Elías. Sí, no os escandalicéis. La sufren los casados, que soñaron que su vida iba a ser una eterna «luna de miel». La sufren los sacerdotes que cantaron al «Dios que alegra su juventud». La sufren los cristianos más optimistas y los que nacieron con «estrella». La sufre la «juventud, divino tesoro»...

Hace falta entonces pasar a la tercera fase. Es la que ofrece el evangelio de hoy. Y consiste en asumir y asimilar dos convicciones básicas enlazadas la una con la otra. Primera, la de la Encarnación: es decir, creer que el Hijo de Dios se encarnó en Jesús para guiarnos por este desierto: «Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí», o «Nadie va al Padre sino por mí». Y segunda, la «otra encarnación»: la de este cuerpo de Cristo en el «pan de vida», en el «nuevo maná», en nuestro viático. ¿Sabíais que «viático» significa «alimento del camino»? Cristo es, pues, nuestro viático constante y eficaz: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre». Los judíos de aquel tiempo no querían enterarse. Y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José?». Nosotros, hoy, tenemos razones de peso para darnos por enterados y participar.

ELVIRA.Págs. 171 s.


 

14.

Frase evangélica: «El que cree tiene vida eterna»

Tema de predicación: LA FE EN LA EUCARISTÍA

1. Jesús es criticado doblemente: 1) por usurpar el lugar de Dios, es decir, por afirmar que su humanidad tiene la plenitud del Espíritu; 2) por identificar su palabra y su propio cuerpo con el «pan bajado del cielo» o «pan de vida». Sencillamente, es considerado un hombre como los demás. De ahí que sus palabras y gestos susciten murmuraciones. Estas críticas proceden de quienes están faltos de fe.

2. También por falta de fe se desvía el significado de la eucaristía cuando se la convierte en algo mágico o milagroso que uno recibe individualmente para su propio provecho. Se ha tendido a centrar la eucaristía más en el estático sagrario que en la dinámica mesa compartida. Antes la denominábamos santísimo sacramento; hoy se prefiere emplear la expresión neotestamentaria cena del Señor (Pablo) o fracción del pan (Lucas). Pero siempre ha sido llamada eucaristía, que significa acción de gracias. No es mero maná milagroso divino, sino cordero de Dios, entregado hasta la muerte y que asimilamos en un banquete bajo las formas de pan y de vino santificados por el Espíritu.

3. Comer y beber en la eucaristía es asimilar la palabra, la obra y la persona de Jesucristo, es decir, su carne (su vida) y su sangre (su muerte). Sin la asimilación de Jesús y de su causa no hay plena vida. La fe en la eucaristía exige reconocer que ahí se encuentra el don de Dios, el amor sin límites al servicio de la plenitud personal y la construcción de una nueva sociedad.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Con qué actitud participamos en la eucaristía?

¿Es para nosotros un sacramento de fe?

CASIANO FLORISTÁN


 

15.

YO SOY EL PAN DE VIDA

1. "Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas" 1 Reyes 19, 4. Cuando se enteró Jezabel de que Elías había degollado a todos los profetas de Baal, sus protegidos, juró degollar también ella a Elías. Con una profunda depresión, Elías huyó atravesando toda Palestina, desde el Reino del Norte y el Sur, y atravesando después el desierto de Judá, hasta que, agotado, se deseó la muerte. En este momento es cuando la voz del ángel le manda que coma y beba, ya que le queda un camino demasiado largo para él. El profeta comió y bebió, y con aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el monte de Dios.

2. Con la comida y bebida de Elías en el desierto, se enlaza la promesa de Jesús: "Este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre". Los judíos criticaban a Jesús porque había dicho "Yo soy el pan bajado del cielo" Juan 6, 41.

3. El pueblo de Israel murmura fácilmente: Murmuraron en el desierto. Criticar es lo más fácil del mundo. Es más fácil rasgar un Grego que pintarlo. Para pintarlo hace falta arte, sabiduría, genio y paciencia; para rasgarlo basta un cuchillo. Para la crítica sólo hace falta la lengua al servicio de un corazón malo. La lengua convertida en chispa que produce el incendio del malestar social. Criticaban porque no entendían. Es lo que suele ocurrir. Se critica sin saber, sin oir, sin conocer, se critica a priori... y en el fondo, por falta de amor. Los hombres se aman poco. Y cuando forman un colectivo, se ceba más la envidia, los celos, el odio, y la lengua se pone en marcha al galope o de manera solapada. Y cuando se quiere desprestigiar a una persona a fondo, se dice, como se dijo de Jesús, que está loco. Con lo que se ataca al hombre en su raiz. Así ya todo lo que haga o diga está descalificado. El enemigo suele ser del mismo oficio. Y los más próximos. Dice Aristóteles: El plebeyo no tiene envidia de su rey, ni el sabio del militar, ni el comerciante del intelectual. De los iguales y más del que vive en un mismo pueblo o calle. Político de otro político contemporáneo, sabio de otro sabio, un agricultor de otro agricultor.

El evangelio dice que el envidioso tiene: "oftalmós ponerós", "ojo perverso". San Roberto Belarmino dice que es el pecado más universal. Y San Agustín que es hijo de la soberbia y consiste en un sentimiento de tristeza del bien ajeno que se considera como mal propio porque disminuye el propio yo, la propia excelencia. A él va unida la alegría del mal ajeno, ya aparece en la niñez. Es un pecado contra la caridad, que no es envidiosa (1Cor 13,4).

4. El camino de Elías, más que un desplazamiento geográfico, es el símbolo de la vida humana, con sus cambios, que se reflejan en los estados de ánimo y depresiones que padece Elías, durante todo el camino: primero miedo, después cansancio y hambre, angustia vital y desaliento y desesperación y deseo de la muerte; finalmente, fortalecido por la fe y por el alimento milagroso que le presenta el ángel, pan que baja del cielo, profecía de la eucaristía, puede seguir caminando con ilusión y ánimo hasta el monte Horeb, donde el Señor se le va a manifestar. 5. Ese es el fin del pan del cielo, que el pueblo de Dios, cobre fuerza con su comunión para poder conseguir la vida eterna. "Oh salutaris hostia, bella praemunt hostilia, da robur, fer auxilium". Para poder alcanzar la visión de Dios, en la que contemplaremos y gustaremos y veremos qué bueno es el Señor (Salmo 33). Donde habremos alcanzado nuestra plenitud de hombres a la medida de la edad plena de Cristo (Ef 4,13), a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos.

J. MARTI BALLESTER


 

16.

-¡Levántate, come!'

Acabamos de proclamar la Palabra de Dios. Y en la primera lectura hemos escuchado el relato en que Elías, desesperado, pide a Dios que le quite la vida.

Probablemente alguna vez nos hemos encontrado en situación parecida, sobre todo cuando los problemas, el sufrimiento, la acumulación de diversas circunstancias nos hacen insoportable nuestra existencia. Es bueno que nos sintamos acompañados por estos testimonios bíblicos, como el de Elías en el día de hoy. Este es su grito desesperado: "¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida!". Cansado, se echó bajo la retama y se durmió. Y experimentó la presencia y la ayuda de Dios. Esto fue su apoyo. Y el ángel le dio alimento, ordenándole que lo comiera. Se trataba de pan y de agua. Y de nuevo se puso a descansar. Y el susño y el aliemnto lo rehicieron. Y así pudo continuar su camino lleno de fortaleza.

Este hecho de Elías nos ayuda a comprender lo que nos dice el evangelio de hoy. También nos habla de un alimento, el pan de vida, que da fuerza y vida para siempre. Hace unos momentos lo acabamos de escuchar: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre". ¡Y cuán necesitados estamos de este alimento! A menudo nos hallamos abatidos y demasiado desanimados. Y se nos plantean muchos interrogantes. Y nos vemos sin fuerzas y débiles. Pero Jesús nos espera siempre, sobre todo en los momentos de mayor dificultad. Él quiere acompañarnos. Y nos da el alimento de vida, de fortaleza. Quiere que de su banquete salgamos fortalecidos.

¡Ojalá que en medio de nuestras dificultades a lo largo de toda nuestra vida, tantas veces dispersa y dura, sintiéramos la invitación que Dios dirigió a Elías: "Levántate, come". Jesús nos ofrece un alimento mejor. Es él mismo, su cuerpo, su sangre. Permanezcamos atentos, para que la rutina no nos impida valorar este don de Dios. Debemos acercarnos a Jesús con una convicción profunda y con un gran deseo de recibirlo. Hemos de ser muy conscientes de lo que hacemos y del don precioso que de Dios recibimos. Teniendo la fuerza de Jesús nadie nos puede vencer.

-"No pongáis triste al Espíritu Santo'

Y en la segunda lectura hemos escuchado cómo san Pablo nos decía: "No pongáis triste al Espíritu Santo". El Espíritu quiere trabajar en nuestro interior.

Tenemos que abrirle nuestro corazón, tenemos que dejarle entrar sin que halle trabas en nosotros. Sería una lástima que pusiéramos triste al Espíritu Santo. Hemos de invocarle con frecuencia en nuestra oración: "Ven, Espíritu Santo...". Y no sólo durante Pentecostés. Siempre hemos de tener una actitud muy dócil. Para que así halle en nosotros una buena disposición y un gran deseo de recibirle.

Ya antes nos referíamos a este deseo de Dios. Es algo muy importante. Cuanto más lo deseemos, más lo tendremos. No hay nada más profundo que ese deseo que nos mueve a actuar con gran fuerza. Deseamos muchas cosas que no podemos poseer, pero, si queremos, podemos desear el Espíritu y él trabajará en nuestro corazón y nos transformará.

El apóstol Pablo en esta misma lectura señala todo aquello que debemos rechazar y lo que debemos de hacer. Hemos de desterrar, fijémonos bien, la amargura, la ira, los enfados e insultos. Todo esto entristece al Espíritu. Y lo que debemos hacer es: ser buenos, comprensivos, perdonándonos los unos a los otros, como Dios nos perdonó en Cristo.

Ya sabemos, pues, qué debemos hacer, cuál es la llamada de Dios, qué es lo que él espera de nosotros. Él nos da su alimento y quiere que lo comamos con gran deseo, con muchas ganas, y eso lo lograremos si dejamos trabajar al Espíritu en nuestro corazón.

JOAN SOLER
Párroco de Molins de Rei (Barcelona)
MISA DOMINICAL 2000, 10, 39-40


17. DOMINICOS 2003

Este domingo: 19º del Tiempo Ordinario
"Estresados"


Está de moda un léxico “spanglish” que a los mayores nos cuesta entender. Muchas veces, oyendo conversaciones de adolescentes, uno queda a dos velas, como suele decirse.

Algunos de esos nuevos vocablos van pasando al lenguaje común e incluso a los diccionarios académicos. v. gr. estrés, estresado...Por lo visto, eso significa cansancio, más anímico que corporal.

Pues bien, estamos en tiempos de estresados, especialmente entre gentes capitalinas. Cansancio físico y psíquico, impregnado de tedio, aburrimiento y desgana de la vida, de apatía frente a todo y de desilusión de todo. Como el profeta Elías, fatigado de luchar inútilmente contra la injusticia, la idolatría y el mal hasta la incomprensión y la persecución que le hacen exclamar: “¡Basta, Señor; quítame la vida! “

¡Cuántos han clamado en lo más hondo de su corazón desesperanzas semejantes hasta acabar en el suicidio! Y otros muchos sin llegar a tanto, atiborrándose de estimulantes, desde drogas hasta más inocentes píldoras para dormir y luego para despertar, “para poder ir tirando”. Y así, en una cadena interminable de violencias al organismo, cada día están más estresados. ¿Habrá otra solución más razonable para tanto estrés y desesperanza?

Comentario bíblico:
De la sabiduría a la Eucaristía


Iª Lectura: 1Reyes (19,4-8): La fuerza de Dios en el corazón del profeta
I.1. La primera lectura nos narra una de las escenas más maravillosas y excepcionales del profeta Elías, el prototipo del profetismo del Antiguo Testamento, quien en tiempo de Ajaz y la reina fenicia Jezabel, su esposa (en el reino del norte, Israel), luchó a muerte por el yahvismo (la religión judía) que la reina quería “sincretizar” con sus creencias paganas. El profeta Elías, un defensor a ultranza del monoteísmo (sólo existe un Dios, Yahvé, y ninguno más) y de sus exigencias éticas, se enfrenta con la reina y sus lacayos. Sabemos que, en el fondo, es una guerra de religión, un enfrentamiento de culturas, donde el profeta Elías había derrotado a espada a los profetas de Baal (dios cananeo-fenicio) y eso le hace huir hacia el Horeb, que es el monte Sinaí en una tradición bíblica.

I.2. Elías va al encuentro de las verdaderas raíces del yahvismo, como podemos encontrar en Ex 19. El ángel de Dios le anima, le pone un pan y agua para que prosiga en esta huida, como Moisés, hacia el monte de Dios (en el Horeb), para beber en la verdadera fuente del yahvismo. Hay mucho de simbólico en esta narración, como se ha reconocido en la interpretación de los expertos. No todo lo que hay en la historia de Elías y su lucha por el yahvismo es hoy aceptable desde el punto de vista teológico, aunque defender los principios de una religión que se fundamenta en la justicia, como hace Elías en otras ocasiones, sí es ejemplo de radicalidad. Dios viene en ayuda del profeta, porque la lucha es “a muerte”. Defender una causa justa en nombre de Dios, no es apologética o fundamentalismo, o no debe serlo al menos, sino que es humanizar la religión.



IIª Lectura: Efesios (4,30-5,2): Dios, inspirador de nuestra vida
II.1. La segunda lectura prosigue con la exhortación a la vida nueva que lleva consigo el sello del Espíritu que deben poseer los cristianos. Lo que el autor pide, como consecuencia de esta identidad cristiana en el Espíritu, es determinante para conocer lo que hay que hacer como cristianos; es lo que se llama la praxis: evitar la agresividad, el rencor, la ira, la indignación, las injurias, y toda esa serie de maldades o miserias.

II.2. La alternativa es ser imitadores de Dios, es decir, bondadosos, compasivos y perdonadores. No es un imposible lo que se propone en el sentido de que Él sea nuestra vara de medir, sino tener los mismos sentimientos que Dios, como Padre, tiene con todos nosotros; así los debemos tener los unos con los otros. Nos recuerda algunos aspectos del Cristo joánico: como el Padre me ha amado, así os amo yo.



Evangelio: Juan (6,41-51): “Yo soy” el pan de vida
III.1. El contraste entre la Ley del AT y la persona de Jesús es una constante en el evangelio de Juan. Frente a la Ley y su mundo, y especialmente frente a la interpretación y manipulación que hacían los judíos, el evangelio propone a Jesús como verdadera “verdad” de la vida. Por eso mismo, los autores de San Juan se inspiran en la Sabiduría divina a la hora de interpretar el AT y de lo que Jesús ha venido hacer como Palabra encarnada. En el AT se hablaba de la Sabiduría divina que habría de venir a este mundo (cf Pro 1,20ss; 8; 9,1ss; Eclo 24,3ss.22ss; Sab 7,22-8,8; 9,10.17) como Palabra para iluminar en enseñar la forma de llevar a cabo el proyecto salvífico de Dios. Por eso mismo, en este discurso de Jn 6 se tienen muy en cuenta estas tradiciones sapienciales como de más alto valor que el mismo cumplimiento de los preceptos de la Ley. Y en Jn 6 se está pensando que Jesús, la Palabra encarnada, es la realización de ese proyecto sapiencial de Dios.

III.2. El evangelio de hoy nos introduce en un segundo momento del discurso del pan de vida. Como es lógico, Juan está discutiendo con los «judíos» que no aceptan el cristianismo, y el evangelista les propone las diferencias que existen, no solamente ideológicas, sino también prácticas. Su cristología pone de manifiesto quién fue Jesús: un hombre de Galilea, de Nazaret, hijo de José según se creía ¿cómo puede venir del cielo? Es la misma oposición que Jesús encuentra cuando fue a Nazaret y sus paisanos no lo aceptaron (Mc 6,1ss). Las protestas de los oyentes le da ocasión al Jesús joánico, no de responder directamente a las objeciones, sino de profundizar más en el significado del pan de vida (que al final se definirá como la eucaristía). Pero ahí aparece una de las fórmulas teológicas joánicas de más densidad: yo soy el pan de vida. Y así, el discurso sapiencial se hace discurso eucarístico.

III.3. La presencia personal de Jesús en la eucaristía, pues, es la forma de ir a Jesús, de vivir con El y de El, y que nos resucite en el último día. El pan de vida nos alimenta, pues, de la vida que Jesús tiene ahora, que es una vida donde ya no cabe la muerte. Y aunque se use una terminología que nos parece inadecuada, como la carne, la «carne» representa toda la historia de Jesús, una historia de amor entregada por nosotros. Y es en esa historia donde Dios se ha mostrado al hombre y les ha entregado todo lo que tiene. Por eso Jesús es el pan de vida. Harían falta muchas más páginas para poder exponer todo lo que el texto del evangelio de hoy proclama como “discurso de revelación”. El pan de vida, hace vivir. Esta es la consecuencia lógica. Casi todos los autores reconocen que estamos ya ante la parte eucarística de Jn 6.

III.4. Aparece aquí, además, uno de los puntos más discutidos de la teología joánica: la escatología, que es presentista y futura a la vez. La vida ya se da, ya se ha adelantado para los que escuchan y “comen” la “carne” (participación eucarística”). Pero se dice, a la vez, que será “en el último día”. Esto ha traído de cabeza a muchos a la hora de definir qué criterios escatológicos se usan. Pero podemos, simplificando, proponiendo una cosa que es muy importante. La vida que se nos da en la eucaristía como participación en la vida, muerte y resurrección de Jesús no es un simulacro de vida eterna, sino un adelanto real y verdadero. Nosotros no podemos gustarla en toda su radicalidad por muchas circunstancias de nuestra vida histórica. La eucaristía, como presencia de la vida nueva que Jesús tiene como resucitado, es un adelanto sacramental en la vida eterna. Tendremos que pasar por la muerte biológica, pero, desde la fe, consideramos que esta muerte es el paso a la vida eterna. Y en la eucaristía se puede “gustar” este misterio.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


"¡Levántate y come!".

La soledad es mala consejera, porque además nadie es buen juez en propia causa. Ya lo dice la Escritura: “¡ay del solo, que si cae no tiene quien le levante!” (Ecles.4,10). Ahora somos tan autónomos que no toleramos que nadie se inmiscuya en nuestro interior. Pasaron los tiempos de la confesión humilde, sincera y sencilla de nuestras dudas, incertidumbres y miserias, sacramento del perdón del que salíamos reorientados y confortados especialmente por la fuerza de la gracia sacramental. No se hable ya de la “dirección espiritual” tan vilipendiada y ridiculizada …¿Qué habría sido sin ella la vida de muchos santos? Valga entre muchos ejemplos clásicos el de la gran Doctora abulense santa Teresa de Jesús; quien haya leído su autobiografía podrá entenderlo.

Hoy no pocos prefieren acudir a psicólogos e incluso psiquiatras quienes, si en el mejor de los casos aciertan, sus aciertos serán costosos y además parciales, pues de su consulta se sale con las propias miserias de las que podrán adivinar las causas pero no perdonarlas y que seguirán oprimiendo interiormente como sombra de mal incurable.

Dios en cambio nos dice: “¡Levántate y come…que el camino es superior a tus fuerzas!” Palabra de Dios, palabra de verdad indiscutible y experimentable .

¿No nos lo advirtió Jesús?: “Sin Mi, nada podéis hacer” ( Jn. 7, 15). Y en otro momento: “Venid a Mi todos los que estáis cargados y agobiados y yo os aliviaré”

(Mt. 11, 28). Porque Él es el pan del cielo que da vigor y esperanza para subir al monte Horeb, el monte santo de Dios, símbolo de la superación, de la perfección y la paz, que S. Juan de la Cruz expondrá magistralmente en la “Subida al Monte Carmelo”.

El salmo de hoy lo corrobora: “Gustad y ved cuán bueno es el Señor…el me libró de todas mis ansias. Si el afligido le invoca, Él lo escucha y lo salva de sus angustias”, a las que ahora llamamos estrés.



"No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios que os ha marcado para el día de la liberación final".

¡Qué palabras de divina sabiduría, de profundidad y actualidad!

Por el agua del bautismo y la acción del Espíritu Santo, fuimos indeleblemente marcados para la libertad de los hijos de Dios que culminará en la libertad final; libertad a conquistar con el esfuerzo diario y fundados en la fe que es fuerza de Dios, el “todo lo puedo en Aquel que me conforta” paulino ( Fil. 4,13 ).

El cristiano ha de ser como el montañero, que vence al cansancio con la ilusión de las cumbres hasta conseguirlas. Para ello, hay que andar el sendero de la fe y del amor: “Desterrad la amargura…que engendra ira, enfados, insultos, y toda maldad”. Es sorprendente la irritabilidad y agresividad en nuestra sociedad: aparte la locura del terrorismo, ¡cuánta agresividad y maleancia callejera…hasta llegar a la agresividad del tráfico que tantas muertes causa!

Para no entristecer al Espíritu Santo…”sed imitadores de Dios”, - como hijos suyos que somos, - y “vivid en el amor como Cristo”. Subir al monte santo de Dios, a la perfección cristiana, es andar el sendero empinado y exigente del amor que es renuncia de si mismo y donación generosa y perseverante…”camino superior a tus fuerzas” que oímos en la primera Lectura.

¡Levántate y come!... porque “el que coma de este pan vivirá para siempre”, que eso es vida y lo demás es estrés, agonizar angustioso hasta desfallecer totalmente. En cambio, “quien coma de este pan vivirá… y yo le resucitaré en el último día”.

Los judíos le criticaban por haber dicho “yo soy el pan bajado del cielo”, considerándolo una pretensión. El hecho es que ellos murieron y Cristo sigue viviendo glorioso a la derecha del Padre y en su Iglesia, también ella a veces ridiculizada y menospreciada, pero resistente a través de los siglos como sacramento de salvación y esperanza para todos los pueblos. Y las puertas del averno no podrán contra ella.

Iglesia somos, si nos esforzamos por ser miembros vivos de ella, hasta “la liberación final”. ¡Cristiano, levántate y come de ese pan del cielo con fe y esperanza!

Fr. José Polvorosa, OP
polvorosa@mclel.org