26 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO
1-7

 

1.FANATISMO    

-La obsesión por querer clarificar posiciones

Los discípulos querían tener las cosas claras: nosotros somos los buenos, y "ellos" los malos; nosotros somos los del Reino, "ellos" los del Maligno. Seguramente que éste debía ser uno de los problemas de los seguidores de Jesús, un problema que les hacía pensar que eso del Reino no estaba muy claro, que no se realizaba con suficiente diafanidad. Y esperaban que Jesús se decidiera de una vez a marcar límites, a clarificar posiciones. Pero Jesús no lo hace. Y no sólo no lo hace, sino que dice que Dios ni lo hace ni lo quiere hacer, y que el Reino es un campo en el que todo está muy entremezclado, y que la criba sólo será posible en el momento final, y nunca antes. No podemos ponernos a marcar límites y querer clarificar posiciones en nombre de Dios: este es bueno, este es malo...

A esta tentación se le llama fanatismo, integrismo. Y es una tentación que tenemos todos los que creemos firmemente en una verdad (y los que le dedicamos nuestra vida, como los sacerdotes, todavía más...). Hoy podríamos invitar de una manera muy viva a dos cosas: a tener siempre ganas de comprender e incluso disculpar a aquellos que actúan mal de una manera evidente (¿qué les debe haber llevado a esta situación?... "el justo debe ser humano", dice la 1a.lectura); y a ser capaces de aprender de los que piensan o actúan de una manera diferente a la nuestra, que, con toda seguridad, tienen muchas cosas buenas. Sólo Dios, al final de todo, hará la criba.

-Estar alerta

La parábola tiene un segundo tema importante, destacado sobre todo en la explicación alegórica, y también en la primera lectura. Es necesario que estemos alerta, porque podemos ser cizaña y al final de todo ser excluidos del Reino.

Actualmente, después de mucho tiempo en que la amenaza de la condenación eterna se había convertido en un tema demasiado habitual y del que se predicaba con excesiva seguridad, nos da un cierto reparo hablar de la posibilidad que el hombre tiene de ponerse de espaldas al proyecto de Dios y quedar, en consecuencia, al margen de la vida plena que Dios ha prometido.

Pero esa posibilidad existe. Y hay que pensar en ella: no para asustar, sino para estimularnos a no ser cizaña, que sería una triste manera de malograr la vida.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1990/15


2.PACIENCIA: LA PACIENCIA ES UNA ESPERA AMOROSA, CONVENCIDA DE QUE CADA PERSONA ES UN SER DE ENORMES POSIBILIDADES.

El juicio último y definitivo es tarea de Dios. No nos corresponde a nosotros hacerlo. Cada hombre tiene que responder a Dios con su conversión y su ayuda a los hermanos con verdadera caridad.

De aquí que, en la condición presente, afanarse por el bien comporta una imitación sincera de la misericordia divina, actitud que entraña paciencia y otorgamiento de posibilidades. El amor de Xto entregado en la cruz nos conduce también a un talante de espera y de esperanza. Como hijos de Dios hemos de tener el sentido del tiempo como ocasión de madurar. La historia humana está llena de pecadores convertidos inesperadamente. Muchos de ellos son hoy santos que veneramos.

-Liberarse de la impaciencia

Una tarea con un alto grado de dificultad es la purificación de la impaciencia. Por naturaleza tendemos a ser precipitados, impacientes y exigentes. La velocidad y la manera de hacer de nuestro tiempo seguramente aceleran el afán de resolver las cosas de golpe. Como nunca, hemos de sentirnos hoy llamados a la paciencia. Esta paciencia que no es una realidad pasiva o estática, sino algo activo y eficaz.

D/PACIENCIA: Dios es paciente, da tiempo al tiempo, pero se las ingenia para hacer que la espera esté llena de llamadas y de gracia. La paciencia es una espera amorosa, convencida de que, por don de Dios, cada persona es un ser de posibilidades. ¡Incluso nosotros mismos lo somos! Hace falta una ascética o esfuerzo para alcanzar actitudes serenas ante todas las posibilidades que nos envuelven. He de empezar siendo paciente conmigo mismo, aceptándome con los límites que me son propios y que me definen. He de amar a los de casa con su manera de ser y de obrar. He de aceptar deficiencias de personas con quienes colaboro en el trabajo o en la cultura. He de saber mostrarme con más dominio ante las circunstancias y actuaciones deficientes. Si no, yo mismo seré cizaña.

Todos hemos de pedir ser más pacientes. La paciencia es uno de los dones más grandes. Cristo mismo nos da un ejemplo de paciencia suma.

Los cristianos nos fiamos siempre del ESP.STO. La segunda lectura de hoy nos lo mostraba como el que, para ayudar nuestra debilidad, intercede con gemidos inefables. Él es el que nos puede dar la fortaleza de la paciencia. Y también el buen humor para mirar, con menos ira, las miserias de nuestra historia.

La paciencia es un signo de verdadera fortaleza y el convencimiento de que la historia tendrá un final feliz, porque está en las mejores manos, las del Todopoderoso y Misericordioso.

La paciencia cristiana, concreción del amor, engendra en nosotros la esperanza de que la gracia de Xto es más fuerte que todo mal.

Y nos lleva a la certeza de que la salvación realmente se ha iniciado y dará sus frutos. La Eucaristía es el gran memorial de la misericordia de Dios por nosotros. Cristo continúa entregándose por nosotros amorosamente.

La participación eucarística ha de ser también en nosotros realidad de misericordia hacia los demás hombres, verdaderos hermanos nuestros, para los que queremos lo mejor: la salvación.

J. GUITERAS
MISA DOMINICAL 1990/15


3. I/SANTA-PECADORA  /1Co/04/05.

Vivimos en un mundo de incomprensiones y rivalidades. En un mundo en el que los diferentes grupos de tal manera se sienten poseedores de la verdad que excluyen a los demás de la mínima parte de ella. Las diferencias de criterio se traducen, las más de las veces, en enfrentamientos personales y las distintas opciones de grupo en enfrentamientos institucionales, de tal manera irreconciliables que no terminan sino con la desaparición del disidente. Quien no piensa como yo está en un error, y quien actúa de distinto modo que nosotros es un equivocado cuando no un malintencionado. Nadie dudamos de nosotros mismos y todos nos permitimos sospechar de los demás.

No se libra la Iglesia institución, ni nos libramos los bautizados, en nuestra convivencia eclesial, de esas taras que contemplamos en el resto de nuestras relaciones humanas. Los diferentes grupos se distancian entre sí porque son distantes sus criterios. Existen mutuas incomprensiones tan sólo porque nuestras opciones son diferentes. Los que acentúan unos aspectos de JC en sus pensamientos y en sus vidas condenan a quienes acentúan o pretenden vivir aspectos distintos. Desconocemos la grandeza de lo principal para enfrentarnos en la pequeñez de lo opinable e intrascendente. Y como consecuencia de todo ello: una comunidad de fe sin testimonio de amor; comulgantes de Jesucristo en recelos y enfrentamientos constantes; exclusiones, excomuniones, muertes afectivas, juicios condenatorios... entre quienes nos llamamos y queremos ser hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. ¡Qué fácil es ser hijo de Dios sin consecuencias humanas. ¡Y qué fácil ser hermano de unos hombres lejanos y desconocidos! Hoy la Palabra de Dios, toda ella, pero sobre todo el evangelio, es una gran lección de convivencia y comprensión; es la revelación de uno de los aspectos fundamentales del Reino de Jesús, de la vida de la Iglesia. Es la respuesta a unas preguntas que permanentemente deberíamos hacernos los cristianos: ¿Qué Iglesia quiere el Señor? ¿Qué Reino quiere que construyamos? Respuesta que nos sirve mucho más que para ilustrar nuestros conocimientos, para comprometer nuestras vidas.

El Reino de Jesús se nos presenta en el Evangelio como una comunidad de justos y pecadores, como una gran familia de buenos y malos, como un gran campo de trigo y de cizaña. Si esa comunidad la hacemos nosotros, ¿por qué no nos damos cuenta de esa realidad que llevamos dentro?, ¿por qué no comprendemos que, al incorporarnos a esa comunidad lo hacemos con nuestras obras buenas y malas, con nuestros pecados y virtudes, con nuestra buena semilla y nuestra parte de cizaña? Pertenecemos a una Iglesia de pecadores y eso debería alegrarnos.

Sólo así nos podemos sentir miembros de ella. Formamos parte de una Iglesia a la que Dios ama por santa y por necesitada de perdón (Vat.II).

Constatada la existencia de la cizaña, el mensaje del Señor es claro: no somos nosotros quiénes para juzgar, ni quién para arrancar. Es el mismo mensaje que nos concretará san Pablo en la 1a. Corintios 4. 5: "No juzguéis nada antes de tiempo; esperad a que llegue el Señor. Él sacará a la luz lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los motivos del corazón. Entonces cada uno recibirá su calificación de Dios".

¡Qué distinta postura la del Señor y la nuestra! Qué distinta actitud que nos pide de la que habitualmente adoptamos. Releamos la primera de las lecturas de hoy, la del libro de la Sb, y contemplemos el talante del Dios que nos presenta. Un Dios que "no juzga injustamente", cuya "soberanía le lleva al perdón", que "juzga con gran moderación y gobierna con indulgencia", que "enseña a los justos a ser humanos" y que "da lugar siempre al arrepentimiento". Un Dios que nos enseña a los hombres a ser humanos, a convivir todos juntos, a aceptarnos mutuamente, a esperar siempre los unos de los otros, a no condenarnos nunca.

Sólo el Señor, dueño del campo, distingue entre nosotros la cizaña y el trigo. Y Él siempre espera. No quiere la expulsión del malo o equivocado antes del juicio final. Su opción es por la convivencia, por la comunidad, por el amor mutuo que lleva a la superación de criterios distintos, de actitudes y opciones diversas, esperando el juicio tan sólo de un Dios que es Amor.

¿No cuestiona nuestras vidas esta parábola del Señor? ¿No cuestiona también las excomuniones que la Iglesia practicó y que felizmente parece haber abandonado? ¿No sugiere actitudes de comprensión y de misericordia a quienes tienen como misión en la Iglesia el ser entre todos vínculo de comunión y de amor? Esta palabra del Señor debería cuestionarnos a todos nuestros juicios duros, nuestras intransigencias, nuestras mutuas exclusiones. En un sentido más profundo son estas palabras una llamada a la convivencia sin angelismos, a la aceptación del otro sin exigencias previas, a una vida comunitaria en la que, por encima de todo, sea Jesús el vínculo de comunión.

Todos tenemos experiencia de lo mucho que cuesta convivir así, del esfuerzo que supone la aceptación radical del otro, del sacrificio que implica la comunión eclesial como el Señor nos la pide. Trasciende nuestras fuerzas y debe llevarnos a la oración confiada de quien sabe que también la convivencia es un don. Por eso quizá la Iglesia nos ha invitado hoy, por la Carta de Pablo a los Romanos, a confiar para ello en el Espíritu del Señor. Ese Espíritu "que viene en ayuda de nuestra debilidad", "que intercede por nosotros con gemidos inefables".

De El esperamos la fuerza necesaria para vivir comunitariamente esa vida nueva de resucitados.

DABAR 1981/41


4. 

La parábola se construye sobre un determinado esquema temporal. Existe un tiempo en que "el hombre siembra buena semilla"; otro en el que "la gente duerme" y en el que interviene "el enemigo".

Existe el tiempo en que "aparece también la cizaña" y la duración, indicada por el "hasta" (v. 30); y en fin, "el tiempo de la siega". Estas diversas indicaciones pueden reducirse a dos.

Hay, dice Qohelet (3, 2), "un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar". La parábola también conoce un tiempo para trabajar: sembrar, segar, y un tiempo de abstenerse de trabajar, tiempo de sueño y tiempo durante el cual se "deja crecer" (v. 30). Este último tiempo es necesario. Sólo a continuación de él puede venir una siega correcta. Ese indispensable tiempo del "dejar hacer" llegará incluso hasta el "fin del mundo".

Entonces, y sólo entonces, los "segadores" angélicos enviados por "el Hijo del hombre", lo mismo que los criados por el amo, harán la oportuna discriminación, separando a los "hijos del Reino" y a los "hijos del Maligno", para someter a éstos al "llanto y rechinar de dientes", y llevar a aquéllos a "brillar como el sol".

Señalemos de paso que la insistencia puesta en el "dejar hacer", que vuelve a encontrarse en otros textos (Mc 4, 26-29, por ejemplo), no podrá por menos de indisponer a muchos contemporáneos, legítimamente deseosos de oír al Evangelio recordar a cada uno la parte de las responsabilidades y de las acciones que le corresponda en el establecimiento del Reino.

Aunque justificada, esta reacción no ha de impedir escuchar este evangelio. Haríamos mal en olvidar que una página evangélica, sobre todo una página parabólica, no dice todo siempre, sino que se atiene a subrayar un punto. Precisamente el punto subrayado hoy es esencial. Se trata de la misteriosa imbricación de nuestra acción y de la de Dios. Es cierto en nuestra época lo mismo que siempre, que cuanto más sentimos la necesidad de nuestro trabajo, más debemos aprender a situar este trabajo en relación con la acción divina. Por eso el presente evangelio resulta tanto más necesario.

¿Por qué, pues, es necesario que, en nuestra parábola, se establezca un plano a la intervención discriminadora de Dios? Esta permanente pregunta se repite incesantemente en los labios del pueblo de Dios, desconcertado, escandalizado incluso, por el triunfo de los impíos, por el mal con que estos malvados, impunes, abruman a los justos. Los "hasta cuándo", rayanos en la desesperación están en todas las bocas: en los Salmistas, en Job, en los destinatarios del Apocalipsis (Apoc 6, 10), de las cartas de Pedro, etc... y en las nuestras.

A esta pregunta angustiosa da diversas respuestas la Escritura. Hoy no esboza más que un elemento de solución. Una tentativa prematura de discernimiento, explica el dueño, sería equivocada (v. 29). Quizá haya que entender que ese discernimiento demasiado precoz sorprendería a la gente antes de que hubiesen podido demostrar lo que realmente son: hijos del Reino o del Maligno, lo mismo que una colección precipitada arrancaría los tallos antes de que se viera su verdadera naturaleza: semilla buena o cizaña.

-La Mostaza Y La Levadura

Estas dos parábolas se insertan aquí debido sin duda a que ambas contienen una alusión temporal. Su lección principal, sin embargo, era otra.

En la parábola de la mostaza, la insistencia recaía en la desproporción evidente que separa los humildes comienzos del Reino, "grano más pequeño que las demás semillas", y la impresionante dimensión de los resultados: un árbol, refugio para los pájaros del cielo. No hay dificultad en encontrar aquí de nuevo un tema permanente en la Biblia: la intervención divina transforma radicalmente aquello sobre lo que opera. Abraham, solitario, será padre de una muchedumbre. David, el más pequeño de los hijos, de Jesé, será el más grande, el rey. Lo que está abajo es elevado, lo que está arriba, abajado. Como obra que es de Dios, el Reino sigue el mismo camino; partiendo de los más humildes orígenes, llega a los más deslumbrantes resultados.

Pero la parábola contiene una discreta notación temporal. "Cuando la semilla ha crecido", entonces se hace un árbol. De esta forma, el tiempo queda presentado como un elemento necesario de la vida del Reino. Sin la duración, el Reino no puede desplegar todas sus virtualidades; sobre todo, no puede aparecer como la obra de Aquel que es el único capaz de hacer grande lo que es pequeño.

Otra desproporción se subraya también en la parábola de la levadura. Desproporción entre la masa de harina que ha de fermentar -tres grandes medidas- y la cantidad de levadura que, por experiencia, se sabe es ridícula. ¿No es la misma desproporción que se encuentra entre la pequeñez de la comunidad de los discípulos, la Iglesia, y el mundo inmenso que se trata de transformar, de "hacer fermentar"? No obstante, la ínfima cantidad de levadura hace "fermentar toda la masa", y la Iglesia penetra todo el mundo; pero para ello se necesita tiempo: "hasta que toda la masa haya fermentado", dice el texto que recoge así la preocupación de la primera parábola.

El reino necesita tiempo para realizar su obra. Sorprendente necesidad: Dios tiene necesidad del tiempo, EL que está por encima del tiempo. ¿Por qué? El pasaje del libro de la Sabiduría, leído como 1 lectura, da una respuesta más desarrollada. Esta respuesta procede de un solo término: Dios es "fuerte". No hay nadie cuya fuerza pueda compararse con la suya. La fuerza de Dios es tal que EL puede ser, que sabe ser justo con todos los hombres. "Tu fuerza está en el origen de tu justicia".

Porque Dios es fuerte puede también permitirse ser paciente. El hombre débil es injusto: tan urgido se ve a demostrarse a sí mismo y a los demás de qué es capaz. Dios, cuya fuerza es evidente no tiene la misma prisa. EL es paciente; espera a que los hombres elijan realmente, lo mismo que el dueño esperaba a que la cizaña se distinguiera de la semilla buena.

Dios, además, sabe tratar a los hombres; cuenta, sin duda, con sus posibilidades reales, con su ser real, aunque tal vez oculto.

La reflexión es tanto más notable cuanto que el autor de la Sabiduría toma como ejemplo de la longanimidad de Dios su actitud para con los Cananeos, aquellos inveterados enemigos a los que Israel había tenido que desposeer para establecerse en su lugar en Palestina, y que se habían permitido durante largo tiempo impugnar la hegemonía de los nuevos inquilinos. Dios, dice el autor, hubiera podido exterminar inmediatamente a aquellos enemigos impíos; y aunque decía que Dios hubiera podido, todos los destinatarios de su texto pensaban que hubiera debido. Pues bien, precisamente es lo que Dios no hizo; se contentó con "destruir poco a poco" a tales enemigos insoportables, a fin de dejarles tiempo para arrepentirse.

No nos dejemos obstaculizar por ese "destructor poco a poco" y subrayemos más bien que para el autor de la Sabiduría, Dios es paciente y quiere dar, aun a gentes infames, tiempo para convertirse.

El comportamiento de Dios es un ejemplo. Lo mismo que Dios da tiempo a los hombres -a los hijos del Reino, a los hijos del Maligno- para que afirmen plenamente lo que son, así también los hombres deben darse tiempo unos a otros. O mejor, deben dejar el tiempo para "gobernar con consideración"; tiempo para que crezca plenamente el grano de mostaza; tiempo para que fermente toda la masa por la acción tan modesta de la levadura. Tiempo, en fin, para llevar la semilla hasta la siega. Porque a pesar de la incursión imprevista del enemigo, el dueño sigue siendo el único capaz de determinar las exigencias de su obra y de guiar su desarrollo.

¿No será a la contemplación de esta serenidad de Dios, magistral y dulce, poderosa y delicada, a lo que nos invita la liturgia de este domingo? Una serenidad de la que tendríamos que dejarnos penetrar.

LOUIS MONLOUBOU
LEER Y PREDICAR EL EVANGELIO DE MATEO
EDIT. SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág 188


5. 

Vivimos de vez en cuando la experiencia de una campaña electoral. Con la democracia podemos escuchar las diversas opiniones, los proyectos, las valoraciones de los hechos, los engaños, las equivocaciones, de los unos y de los otros. Y podemos también renovar nuestra confianza a tal grupo o bien dársela a otro. La democracia nos ayuda a conocer mejor los problemas que afectan a la comunidad, nos sentimos más responsables de la marcha de nuestra sociedad.

Claro que una democracia auténtica tiene que asegurar una participación realmente activa y esta participación tiene que reflejarse en la práctica. Todavía tenemos que aprender mucho.

Los mecanismos actuales producen una participación muy superficial. No se acaba de encontrar la clave para hacer que la cosa pública sea realmente pública, es decir, de todos, por todos y para todos.

Y todavía hay, además, un fallo tremendo en nuestra vivencia democrática, especialmente en las campañas electorales. Nos obligan a vivir y a sufrir unas críticas despiadadas, corrosivas, injustas. Se condena al adversario sin consideración de ninguna clase: los otros todo lo han hecho mal, todo lo plantean mal, todo lo harán mal: "Nosotros somos la solución, la única solución". Esto ya se ve que no puede ser. Mirándolo fríamente, todos sabemos que no existe esta división entre buenos y malos, los buenos absolutos y los malos absolutos. En este sentido podríamos repetir aquella frase de Jesús: "Sólo Dios es bueno".

Pero la verdad es que las campañas electorales tienden a crear un clima enrarecido, injusto, angustioso.

Ahora bien, los peor del caso en que no son únicamente las campañas: la vida ordinaria nos lleva, nos enseña, ya de pequeños, a dividir a los hombres en buenos y malos, a poner a ciertas personas o ciertos grupos de personas, entre los buenos, y a otros, entre los malos. Con la particularidad de que nosotros siempre nos ponemos entre los buenos... En la vida ordinaria la crítica llega a ser tan dura, a veces, que hasta se llega a adivinar una cierta nostalgia de la pena de muerte: acabar con los malos de una manera eficaz y directa. Hombres y mujeres de derechas y de izquierdas, incluso algunos que han luchado contra la pena de muerte. Hay momentos en que se dejan llevar por aquello que parece más fácil y quisieran acabar de golpe con ciertas personas.

¿Qué nos dice el evangelio de hoy? Dice que, al lado del buen trigo, apareció también la cizaña. Dice que en nuestra vida hay esta mezcla de trigo y cizaña. Cuando amamos a una persona, tendemos a verle sólo cosas buenas. Cuando sentimos antipatía por alguien, sólo le vemos cosas malas. Jesús quiere ayudarnos a descubrir el bien y el mal que hay en todos, en los grupos, en la Iglesia, en nosotros mismos, en cada uno de nosotros.

Una visión objetiva de la realidad nos llevará a ver que hay mucho más de bueno que de malo. Claro que lo malo se siente mucho más, es noticia, sale en los periódicos, nos hace daño. Lo que hay de bueno es normal, se cuenta con ello, no hace falta hablar de ello. Quizá ya es hora de revisar esta actitud y aprender a cultivar EL GOZO DE CONTEMPLAR LAS COSAS BUENAS QUE HAY EN LOS DEMAS: promover el sentido de la admiración en contra del ya gastado sentido de la crítica, que nos agobia ya.

La tentación que sufrimos es la de querer arrancarlo todo y en seguida. La pena de muerte, el terrorismo de base, el terrorismo de Estado, la tortura, la violencia. Son respuestas antievangélicas. Es preciso mantener la serenidad: aquello que ahora nos parece malo, quizá no lo es tanto. ¡Cuantos ejecutados que después se ha descubierto que eran inocentes! Además, personas que han tenido un pasado malo, pueden cambiar, pueden convertirse en personas dignas y servir a la humanidad.

El mensaje cristiano proclama la tolerancia: "Dejadlos crecer juntos hasta la siega". La hora de la siega no está en las manos de los hombres, gracias a Dios. Cómo cambiaría nuestra sociedad si fuéramos capaces de ponernos al lado de los marginados por sus culpas y procuráramos comprender, amar y colaborar en mil iniciativas que llevan a la reinserción social.

En la Eucaristia nos ponemos en comunión con este Dios que "cuida de todo, que juzga con moderación, que quiere que el justo sea humano". El Espíritu intercede a favor del pueblo, y nos da la fuerza de comprender, amar y valorar a los demás, porque nos da la alegría de experimentar qué grande es su amor por nosotros. Estamos en buenas manos.

SALVADOR CABRÉ PUIG
MISA DOMINICAL 1987/15


6. 

-El bien y el mal conviven

El bien y el mal crecen juntos desde que el hombre es hombre; el relato de Adán y Eva nos enseña, entre otras cosas, cómo el mal surge con el primer hombre, que en un momento dado rompe la armonía entre él y Dios, dejando así marcada la marcha de la historia de la humanidad. Es ésta una cuestión compleja, pero lo que no tiene nada de complejo es el constatar día a día que, en efecto, el bien y el mal crecen juntos y conviven. La parábola del trigo y la cizaña cuenta con esa realidad; pero no se queda en ella, porque la intención de las parábolas no es la de limitarse a constatar unos hechos; Jesús cuenta esta historia para explicar a qué se parece el Reino de los Cielos.

Por eso debemos profundizar en la parábola, que parte de la realidad, para ir más allá. ¿A dónde?, ¿qué nos puede enseñar del Reino de los Cielos una historia sobre un campo con trigo y cizaña que crecen juntos?

-Una competencia exclusiva del Padre

La primera enseñanza, clara y fundamental, es ésta: no es competencia humana determinar quién es buena semilla y quién es cizaña, quién es ciudadano del Reino y quién no; eso sólo compete al Padre determinarlo y sólo se pondrá de manifiesto cuando el Padre lo sea todo en todos.

Una enseñanza con referencia escatológica, pero que tiene mucho que decirnos para nuestra vida presente: implica una descalificación rotunda de muchas posturas que, sin embargo, son moneda corriente entre nosotros: autosuficiencia, exclusión, condenas, presunción de conocer toda la verdad (se puede ser depositario de ella, pero eso no implica necesariamente un conocimiento explícito de toda ella).

Bueno está ser bueno, pero cuando el bueno se erige en juez de su hermano liquida toda su bondad, traiciona al Padre y se convierte en verdugo del prójimo; el "bueno" de verdad suele ser comprensivo, no lleva cuentas del mal, no juzga, perdona y no condena... En el Reino de los Cielos, por tanto, la justicia (en todos los sentidos que podemos darle a esta palabra) está en manos de Dios: Él nos hace justos, Él discierne verdaderamente el corazón de los hombres, Él sabe de qué lado está cada uno; y en ese "avance" del Reino de los Cielos que los cristianos vamos haciendo en este mundo, no deben existir este tipo de juicios sobre las personas (menos aún los condenatorios).

-El bien y el mal en cada uno

Al hilo de la parábola también podemos plantearnos este interrogante: ¿por qué estamos tan seguros de que el bien y el mal se identifican plena y perfectamente con unas personas u otras? ¿No es más cierto que, en el fondo, no es que buenos y malos estén mezclados, sino que el bien y el mal andan a la greña en el corazón y en la vida de todos y cada uno de los seres humanos? Otra cosa será de qué lado se incline la balanza en cada persona concreta; pero lo que no podemos negar es que todos hemos tenido en la vida momentos de ésos en los que, como diría Pablo, hemos visto y aprobado el bien, pero luego hemos obrado el mal.

Al parecer, Hitler estaba sinceramente enamorado de Eva Brawn, y San Agustín, antes de su conversión, tuvo una vida que no se puede presentar precisamente como ejemplar. Entonces, ¿cómo juzgar a los hombres y repartirlos en buenos y malos? ¿Cómo negar la libertad del hombre para cambiar su rumbo en un momento dado? No podemos caer en la simplificación de repartir al género humano en buenos y malos, porque es radicalmente errónea e injusta. Y, sin embargo, lo hacemos.

Bien y mal se dan simultáneamente en cada hombre, y es tarea de cada uno lograr arrancar la cizaña ya aquí y ahora, pero la cizaña de su corazón; en esto podemos reformular tranquilamente la parábola, para estar a tono con la verdadera voluntad de Jesús. Aquí nos ayudan perfectamente las otras dos parábolas del texto evangélico de hoy: tenemos que ser buena semilla y levadura transformadora; pero siempre con cariño y respeto al hermano, de lo contrario dejaríamos automáticamente de ser semilla buena o levadura eficaz.

-No a la intransigencia

La parábola del trigo y la cizaña descalifica, especialmente, la intransigencia, tan usual entre quienes detentan autoridades y poderes, pero también entre los "de a pie". La intolerancia ha llegado a ser vivida como una virtud a lo largo de muchas épocas históricas y en la mayoría -por no decir en la totalidad- de las culturas y religiones que han existido y existen. Lefebvre, el Islam, el Sionismo... son algunos dolorosos ejemplos de nuestros días. Las guerras santas (de la edad media y del siglo XX no son otra cosa que la expresión más radical y violenta de la intransigencia. Las dictaduras, la represión, los estados policiales, los regímenes de partido único... son otro tanto.

Pues bien, la intransigencia nunca ha sido muestra de integridad en el intransigente, sino de desconocimiento de sí mismo o de proyección en el prójimo de los propios defectos. Esto no lo podemos olvidar. Quien no es capaz de aceptar sus propios elementos negativos y reconciliarse con ellos, sea porque los ignora por completo, sea porque se niega a aceptarlos, se hace incapaz de admitir comprensivamente esos mismos fallos en los demás, y ahí surge la intransigencia, la intolerancia. El encuentro, la reconciliación, la comprensión hacia los fallos del prójimo sólo se dan cuando el hombre es capaz de reconciliarse consigo mismo.

Y toda forma de intransigencia, aunque se justifique con argumentos racionales y morales, es señal manifiesta de que la persona intolerante, o no se conoce, o busca condenar en el otro lo que de ninguna manera desea aceptar para sí. Y al revés: en la medida en que somos conscientes de nuestra pobreza y limitación encontraremos en todo hombre, por muy corrupto que sea, un hermano que participa y comulga de nuestra propia realidad.

La condena de los "herejes" puede ayudar a combatir la propias dudas de fe, el desprecio por prostitutas u homosexuales puede ser un modo sutil de no reconocer ciertos deseos nunca explicitados, el enemigo político puede resultar muy útil para lanzar contra él la inseguridad nacional, las acusaciones contra la juventud pueden compensar una inconfesada envidia por quienes viven la vida con otro aire...

Pero ninguna persona que sea más o menos consciente de su verdad, que haya llegado a ese grado de madurez de conocer y reconocer sus cualidades y sus defectos, sus virtudes y sus fallos, podrá condenar con intransigencia ninguna conducta humana. Todo integrismo radical puede encontrar aquí su explicación y, si está dispuesto, su cura.

-Nota final

A lo largo de esta reflexión hemos utilizado repetidas veces los términos "bueno" y "malo". Sobre esto hacemos las siguientes aclaraciones:

-Hemos usado los términos en el sentido popular y coloquial en que suelen ser usados, no por aceptación de los mismos, sino por acomodación a la forma corriente de expresarse. -En reiteradas ocasiones hemos dejado claro que la bondad no es meta del cristiano, sino de todo hombre, pues la bondad pertenece al terreno de la conciencia, y ésta es patrimonio de todo ser humano.

-En todo caso, lo más importante para el cristiano no es "ser bueno", sino tener una conducta madura y autónoma que traduzca en hechos nuestra convicción de ser la fuerza transformadora del medio ambiente en el que vivimos.

LUIS GRACIETA
DABAR 1990/38


7. SECTA.

Una lección de realismo: aceptar vivir en un mundo en el que hay por todas partes buenos y malos, trigo y cizaña.

A veces esto resulta tan duro que siente uno la tentación del celo: ¡arranquemos la cizaña! Jesús hablaba a personas llenas de esta impaciencia: ¿por qué tantos malhechores?, ¿qué espera Dios para liquidarlos a todos? Es exactamente la idea que Juan Bautista se hacía del Mesías como destructor implacable del mal: "¡Váis a verlo! Trae el bieldo en la mano para aventar su parva y reunir el trigo en su granero; la paja en cambio la quemará en una hoguera" (/Mt/03/12).

Jesús tiene que calmar estas impaciencias. ¡Y las nuestras! Sí, habrá un juicio al final de los tiempos. Y entonces el juez será únicamente Dios.

A veces nos tomamos por Dios: "Aquí, las personas decentes; alli, los irrecuperables, ¡al fuego! Siempre ha existido una tentación en los mejores cristianos: formar todos juntos un hermoso campo de trigo. Es una pena que haya tanta cizaña en el mundo; lo menos que podemos hacer es limpiar nuestro terreno, vivir entre verdaderos creyentes, entre gente limpia y bien educada. Se sueña con una iglesia de puros, con una parroquia pura, con una comunidad pura, con una familia pura. ¡Arranquemos la cizaña! Estamos aquí ante una peligrosa tendencia a la secta: nada más que voluntarios y gente selecta, nada más que los que se conforman con las reglas; nada de desviados, nada de débiles, nada de semi-convencidos. Existen, ciertamente, grupos homogéneos que son fervorosos, heroicos: es el caso típico de los comienzos de las órdenes religiosas. Pero hay otros muchos mundillos escogidos contaminados por el orgullo del buen trigo: detestan la cizaña. Jesús ve a su Iglesia de un modo muy distinto. Un pueblo de amplia acogida y de paciencia, un pueblo de gente bonita y de gente fea. Un pueblo de humildad y de esperanza.

Humildad. ¿Quién eres tú para eliminar la cizaña? ¿Te crees campo de trigo? ¿Por qué no? Pero un campo mezclado. Mira tu corazón y tus hechos; así tolerarás mejor que los otros en el mundo y a tu alrededor sean también una mezcla sagrada.

Esperanza. Esa mezcla es una esperanza. Nadie es enteramente puro, pero tampoco hay nadie que sea enteramente malo. Todos pueden ir evolucionando positivamente, ¡gracias a Dios! Cuando se nos acepta pacientemente con nuestras taras, guardamos cierta esperanza de mejorar. Y cuando somos nosotros los que aceptamos la cizaña, seguimos en contacto con ellos y podemos ayudarles a convertirse en trigo. Esta parábola de la paciencia es una maravillosa parábola del progreso.

ANDRE SEVE
EL EVANG. DE LOS DOMINGOS
EDIT. VERBO DIVINO ESTELLA 1984.Pág. 38