31 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XV - CICLO C
13-19


13.

Que nuestro mundo está saturado de palabrería no debería ser un secreto para nadie. Se anuncia todo sin el mínimo inconveniente de mentir con tal de vender o de vencer. Y así, la mayoría de los hombres ya no se fían de nada importante. Ni de las leyes, que casi siempre se hacen en favor de unos pocos y en contra del pueblo. Ni de la religión, convertida frecuentemente en burocracia. Lo que sí acepta sin más nuestra sociedad es la propaganda de los anuncios, al faltarle el espíritu crítico: se vende todo lo que se anuncia, sea lo que sea.

Estas breves reflexiones vienen a cuento del pasaje que vamos a comentar. En él Jesús, como tenía por costumbre, unirá las palabras a los hechos, los pensamientos a la acción. Es más: ahondará en las palabras muy sabidas arrancando de los hechos concretos. Y una vez más -¿cuántas van?- nos pondrá como ejemplo de verdadero discípulo al marginado por los "buenos" de la época.

1. La pregunta del letrado

El hombre verdadero es un peregrino, un caminante que no conoce reposo. Aunque las apariencias todas nos den la sensación de quietud, de que nada cambia, jamás respiramos el mismo aire. Caminamos por el desierto de la vida siempre buscando, aunque no encontremos y no seamos conscientes muchas veces de esa búsqueda. Caminamos constantemente hacia una meta que no sabemos si está dentro o fuera de nosotros mismos. Pero ¿qué buscamos?

Se lo preguntó un día un letrado a Jesús: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?", ¿cómo conseguir la vida llena y total, eso que día y noche estoy buscando? Que un teólogo profesional pregunte a un laico sin títulos sobre cuestiones de fe no sucede casi nunca, ni ahora ni en los tiempos de Jesús, a no ser que sea para examinarle y ver qué tal está de "doctrina", como sucedió en la Inquisición y en las inquisiciones de todos los días. Es lo que hizo el letrado: preguntó "para ponerlo a prueba". Quien sepa responder a su pregunta es un sabio y profeta. De otra forma, ¿para qué sirve la religión? La pregunta indica que el letrado está centrado en sí mismo, en su propia salvación. Pregunta por los límites de su deber. Jesús quiere llevarle a salir de sí mismo y a centrarse en los demás.

Aquel hombre había puesto el dedo en la llaga. Vivía inmerso en una aparatosa estructura religiosa, tenía todo e! conocimiento de la ley y de los profetas..., pero ¿le servían para vivir? ¿Nos sirven para vivir ahora a nosotros? ¿De qué nos sirve todo lo que tenemos, sabemos, creemos y somos, si en ese "todo" no está incluida la vida, una vida con sentido, una vida que supere y trascienda a la muerte y nos lleve siempre hacia adelante, una vida que nos gustaría eternizar?

Desde la catequesis primera, qué poco se nos dijo de la vida y cuán pocas veces nos enfocaron los problemas desde la perspectiva de lo que es más urgente y universal: vivir. Los textos de religión de EGB y de BUP actuales, ¿están orientados para ayudar a vivir a los niños y a los jóvenes?, ¿o se limitan a llenarles las cabezas de más conocimientos que para nada o casi nada les servirán en su vida de adulto? ¿Por qué no se habla más de Jesús de Nazaret?

Es corriente que los creyentes estemos ocupados en cumplir una gran variedad de normas, organizando actividades, discutiendo planes, ahondando en doctrina, incluso rezando y meditando. Pero ¿todo eso nos hace vivir? ¿Cuándo podemos decir que una persona vive de verdad y no sólo vegeta, o sufre vivir o se resigna a vivir? ¿Por qué tanta gente mata el tiempo de modo tan lamentable, dando la impresión de estar esperando a morirse, aunque no sea consciente de ello?

VE/V-PLENA: En realidad, todo lo que el hombre hace tiene la secreta intención de ser un elemento de vida, y de alguna manera lo es. Pero es necesario saber si esa vida es "eterna"; es decir, plena, auténtica, verdaderamente apropiada al hombre, imagen y semejanza de Dios; si es un vivir como ser más, recreando permanentemente nuestra existencia desde dentro de nosotros mismos. Todo el que no se construye a sí mismo no vive; es vivido por otros, a causa de su dependencia y alienación. El que vive de verdad construye, recrea, desde su libertad, su todo: su yo y su mundo. Se llama ser uno mismo.

La pregunta del letrado recuerda la que tantos jóvenes de hoy dirigen a "gurus" de todo tipo o se hacen a sí mismos: ¿cómo podré realizarme plenamente?

Cada uno de nosotros deberíamos identificarnos con esa pregunta: "¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?", ¿qué es lo que realmente importa?, ¿qué es lo que Dios y la humanidad esperan de mí?, ¿qué espero yo de mí mismo?, ¿cómo vivir de un modo plenamente humano y cristiano?

2. Amar a Dios en el prójimo: eso es todo

Jesús no le dio una respuesta nueva ni original. Apeló a la sabiduría humana contenida en la Escritura y que les servía de oración diaria; apeló a esa corriente vital que recorre, a menudo subterráneamente, la historia y que permite ir encontrando el sentido al caminar. Por eso le respondió: "¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella?" ¿Qué dice la experiencia de tu pueblo?, ¿qué hay escrito por allí?

La respuesta la tenía al alcance en la fórmula de oración que recitaban todos los días, sin duda maquinalmente como nosotros, y en la que habría podido encontrar respuesta a su anhelo de vida, si hubiera profundizado. Es lo que nos pasa a nosotros con el padrenuestro.

Jesús le remite a la oración, que es el mejor camino para descubrir la dirección de la vida eterna. En ella podrá descubrir todas las exigencias del amor a Dios y al prójimo. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo".

El cristianismo que nace del evangelio no reconoce otra forma de relacionarse con Dios que el amor. Nunca el miedo al castigo o el deseo de un premio, ni la ley que me obliga a hacer algo bajo pena de pecado mortal o venial, ni la tradición de la familia o del país en que vivo.

Se nos ha enseñado la doctrina, se nos ha saturado de nociones abstractas, definiciones, dogmas y normas morales, de pecados mortales y veniales..., pero ¿se nos enseñó a amar a Dios? ¿Se nos preparó para vivir la fe de una forma serena, libre y responsable, para saber presentarnos sin temor ante Dios y darle una respuesta "nuestra", salida desde el fondo de nuestra conciencia, amasada de convicción personal?

El amor anula la ley, porque el que ama no cumple algo porque esté mandado. Limitarse a cumplir la ley es una forma infantil e inmadura de ser cristiano -esas misas dominicales cuyo único objetivo es cumplir el precepto...- El amor libera interiormente al hombre; le produce paz y alegría, porque el amor verdadero sabe dar y recibir.

Dios, al ser el Padre y la Madre plenos, no nos da la vida, sino que es él la vida; vida que nos comunica a través del amor dado y recibido recíprocamente. Así nos vamos haciendo a su imagen y semejanza. Cuando el amor es inmaduro, tratamos de hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza: lo convertimos en policía. Al ser nuestro amor mezcla de madurez e inmadurez, siempre corremos ese riesgo. Nunca estaremos seguros de que nuestro Dios es el mismo que el de Jesús.

Revisar nuestra fe desde esta perspectiva es algo que debemos hacer todos con frecuencia. Pero si queremos encontrar la vida, aún hay algo más: el amor al prójimo. Nuestro camino cristiano está señalado por la presencia del prójimo. El amor al prójimo verifica la autenticidad de nuestro amor a Dios: "Si alguno dice: 'Amo a Dios', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1 Jn 4,20).

La ley prescribía amar al prójimo como a uno mismo. Por eso la primera condición para amar a los demás es amarse a sí mismo. El que no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie; tampoco a Dios.

¿Qué es amarse a sí mismo? Es descubrirse como persona, libre y creador de sí mismo. Es ahondar en las últimas causas del mundo y del ser humano. Es descubrir y profundizar en el plan de Dios sobre el hombre. Es vivir de forma que podamos llegar a ser un día imagen y semejanza de Dios en plenitud, lo que significa trabajar por ser hombre de verdad.

El que ha sabido encontrarse consigo mismo, el que ha roto las dependencias ajenas optando desde sí mismo y ha sufrido por ser "alguien" -que es distinto a ser "algo"-, podrá amar al otro de la misma manera: como persona. El que no es capaz de amarse a sí mismo, tratará a los demás como objetos que se usan según la propia conveniencia.

Muchas veces los hombres no amamos a los demás porque tampoco nos han enseñado a amarnos a nosotros mismos. Es lo que nos ha pasado con frecuencia a los cristianos: ¿qué era esa ascética religiosa, mezcla de dureza y de masoquismo con uno mismo, que llevaba a flagelarse y a usar cilicios y cosas por el estilo? Después nos volvíamos duros y sádicos con los demás. A eso se le llamaba "virtud", como si la ternura no fuese más virtud que la dureza. Si nos odiamos a nosotros mismos, si vivimos una fe sombría y triste, si no descubrimos la alegría de vivir cuidando nuestro cuerpo y nuestro espíritu, si reprimimos en nosotros los impulsos del amor y de la ternura, ¡pobre del prójimo al que amemos de la misma forma!

3. "¿Quién es mi prójimo?"

El letrado sabía perfectamente que el amor a Dios y al prójimo era la síntesis y la perfección de la vida plena y la síntesis y la perfección de toda la piedad religiosa. Jesús le valora la respuesta porque conoce la Escritura a fondo, pero le pide que lo cumpla, porque la vida se encuentra precisamente en ese cumplimiento: "Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida".

MDTS/CAMINO-V: Los mandamientos son camino de vida. Dios se revela y se acerca al hombre en ellos. Pero son camino de vida solamente cuando están inscritos en el corazón, cuando brotan del interior y se llevan a la práctica.

Jesús no le dijo nada nuevo, sino que cumpliera el mandamiento del amor. Que ame a Dios y que ame al prójimo. Eso es vida: es la vida. Lo demás es muerte, aunque parezca vida.

Lo original no era la idea, que ya estaba en la ley. Pero sí que amara efectivamente, que redujera todo su aparato religioso a una sola cosa: amar. Y eso era más difícil.

Hay cosas en la vida que parecen perogrulladas, y por eso mismo nadie las cumple. Una de ellas es que lo primero en la vida es amar al prójimo como a uno mismo, es hacerle al prójimo todo el bien que querríamos para nosotros; y que lo primero en toda religión es poner a Dios por encima de todas las demás cosas. También sabemos que la síntesis de ambos principios es la plenitud humana y cristiana. Lo sabemos, no es ninguna novedad, y sin embargo...

Si Jesús nos preguntara, con su mirada que llega al corazón de nuestra vida, que no admite trampas ni medias verdades, si sabíamos lo que tenemos que hacer, qué es lo más importante para conseguir la vida eterna, seguramente tendríamos que reconocer que, en realidad, lo sabemos. En el nivel más profundo de nuestra vida sabemos que, hoy como ayer y como siempre, el camino de la vida es la sencilla fórmula de amar a Dios en el prójimo. El problema está en cumplirlo.

El letrado ya sabía la respuesta. Como tantos de nosotros, que decimos que estamos desconcertados y nos excusamos de mil formas, tenemos que reconocer que si Jesús respondiera a nuestra pregunta preguntándonos él, sabríamos lo que hay que responder. Conocemos la respuesta, pero no sabemos -o no queremos- vivirla. Es el problema del letrado y de los dos primeros personajes de la parábola, todos ellos hombres "religiosos". El letrado necesita justificar su vida, tiene que buscar disculpas; por eso hace la pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?" Son las excusas que buscamos todos cuando no queremos hacer lo que sabemos es nuestra obligación. Tras la pregunta se esconde el egoísmo de los que solamente aman a los suyos por conveniencia, pero no reconocen como tal al extranjero, al hombre de color, al de otra religión o ideología política... Así parece que lo interpretó Jesús cuando le propuso la paradójica parábola. Quiere una receta, la lista de las personas a las que puede considerar como prójimo.

PROJIMO/QUIÉN-ES: ¿Quién es mi prójimo?, ¿dónde lo encontraremos? No siempre el prójimo es aquel a quien nosotros buscamos, sino que frecuentemente resulta ser aquel que nos encuentra a nosotros sin haberle buscado. Y ése es siempre el prójimo más molesto, porque se presenta como un intruso, cuando menos lo esperamos por estar ocupados en otros menesteres. Es entonces, sobre todo, cuando el prójimo es difícil de ver, de aceptar, de soportar. Preferimos que el prójimo esté siempre lejos. La preocupación teórica por los que están lejos puede ser una evasión de los deberes concretos para los que están cerca. Prójimo es aquel al que logro hacer cercano, rompiendo las barreras de los gustos, afinidades y prejuicios. Amar al prójimo significa abolir las distancias -interiores- que me separan de él. El que ama no elige al prójimo: se hace prójimo. Y basta que una persona viva marginada para que yo deba suprimir las distancias.

Hay dos maneras de no amar al prójimo: una, la de los que no saben amarse a sí mismo, según vimos antes. Al masoquismo es normal que se le una el sadismo; y cuando nos odiamos a nosotros mismos, terminamos odiando al prójimo. Cuando vivimos amargados, terminamos amargando a todo el mundo que nos rodea.

A la segunda manera de evitar el amor al prójimo se refiere la parábola que viene a continuación. Trata de los que están siempre dispuestos a amar a todo el mundo, pero nunca encuentran a nadie concreto a quien amar. Son los que preguntan: "¿Y quién es mi prójimo?"

Cada uno de nosotros tenemos en algún lugar del corazón al letrado de la ley. Cuando llega el momento del compromiso, siempre encontramos la excusa salvadora, la pregunta inteligente. Siempre hay un motivo para prolongar las discusiones, los diálogos, las mesas redondas, los congresos, los cursillos y las reflexiones. Y siempre podemos acabar diciendo: "Es un gran problema, hay que pensarlo bien, no podemos improvisar, nunca se sabe lo que puede pasar..." Es increíble cómo se nos agudiza la inteligencia cuando hay que pasar de las teorías a las prácticas.

La parábola nos va a decir que el amor a Dios -al que no vemos- debe hacerse realidad en el prójimo -a quien vemos- (/1Jn/04/20). Es una parábola de denuncia, porque pone al descubierto la falsedad de una religión que se contenta con adorar a Dios en el templo, rezar y ofrecerle lo que la ley manda; cosas siempre fáciles de hacer. Pero para amar a Dios de verdad es necesario que nos hagamos prójimo del otro, del que está a nuestro lado, sin preguntarle por sus opiniones ni por las razones de su situación. Y esto es más duro que decir que amamos a Dios.

4. La parábola ALEGORIA/PARABOLA:

La parábola no es una alegoría, sino algo mucho más sencillo. La alegoría es una comparación más elaborada, en la que cada uno de los rasgos remite a un significado escondido. La parábola, por el contrario, tiene un solo centro hacia el que converge todo lo demás; por eso no es necesario buscar un significado concreto para cada uno de los detalles de la narración. Basta con captar el conjunto.

A la pregunta del letrado, Jesús no respondió "todos" porque, aunque es verdad, no hubiera planteado ningún problema. Responde con una de las más bellas parábolas del evangelio.

No se deja envolver en un debate académico, en doctas disquisiciones. A Jesús no le gusta el juego de palabras. Prefiere introducir el problema por el cauce de la vida. No presenta una tesis, sino un hecho concreto, y obliga a su interlocutor a escoger una actitud práctica.

La parábola del buen samaritano sirve de comentario práctico al antiguo precepto del amor; mandamiento que no podrá interpretarse en adelante fuera de la interpretación que hace Jesús.

El relato es muy gráfico y explica con toda claridad cómo deben actuar los constructores del reino de Dios. Es una doble escena, narrada con mano de artista. La contraposición se hace entre las actitudes de los que "bajaban" de Jerusalén, satisfechos de haber estado allí para celebrar el culto del templo, pero sin haber captado nada; y la del samaritano "que iba de viaje" y es capaz de darse cuenta de lo que realmente había en el camino: un hombre "medio muerto", símbolo de todos los que sufren con o sin justicia, con razones o sin ellas; símbolo de todos los que encontramos en el camino de la vida, de los que no vemos porque pasamos sin mirar para no comprometernos.

El sacerdote y el levita, representantes oficiales del "amor a Dios" en la estructura religiosa israelita, vieron al herido y dieron un rodeo para pasar de largo. Su actitud demuestra que ese amor a Dios que representan es mentira y toda su existencia religiosa un engaño. Quizá pasan de largo para evitar la impureza legal que les haría inhábiles para actuar después en el templo. Para ambos parece que Dios puede ser amado, conocido y tratado por caminos que no tienen nada que ver con nuestro amar o no amar concreto a los que necesitan de nuestra ayuda. Con el desarrollo de la parábola, Jesús nos dirá, una vez más, que hemos de romper con todas las leyes que nos separen del amor al prójimo que nos necesita.

Es verdad que el prójimo tiene siempre la pésima costumbre de llegar en el momento menos oportuno; y que no se hace anunciar. Llega de improviso, irrumpe en nuestra vida cuando menos lo esperamos, cuando no tenemos tiempo para atenderle. Desconcierta nuestras costumbres, complica terriblemente nuestros programas, hace fracasar nuestras previsiones razonables. Pero ¡ay del amor excesivamente planificado y programado! La equivocación del sacerdote y del levita está precisamente ahí: no admiten a un prójimo que no esté previsto en sus programas. En su agenda litúrgica no había fijada ninguna cita con el herido. Por eso se han considerado autorizados a no pararse y a no ocuparse del hombre que yacía en la cuneta de su itinerario ya preestablecido. Creían que amaban a Dios porque cumplían con el culto.

La tentación humana consiste en pasar de largo. Todos experimentamos la dificultad de amar, inventándonos excusas para no tener que hacerlo; servir nos produce pereza, tratar con el que no piensa como nosotros nos resulta penoso. Somos como el sacerdote y el levita. Preferimos pasar de largo con buenas palabras. Volvemos la cabeza ante casi todas las injusticias que no van directamente contra nosotros. Ignoramos, y la sociedad nos ayuda a ello, las cunetas en las que se pudren personas muy cerca de nosotros: la miseria, el hambre, el paro, la represión, la violencia de los poderosos contra los oprimidos. Ignoramos a los que piden justicia, pan, hospitales, escuelas, seguridad social, trabajo, igualdad de oportunidades, libertad... Ignoramos toda esa realidad próxima, urgente, cuya atención amorosa es el único precepto de la fe. Por ello, que Dios tenga piedad de nosotros. ¿Estoy dispuesto a abrir de par en par las puertas al intruso que me roba un poco de paz y de tiempo? ¿Tengo el coraje de acercarme y dejarme molestar?

Sólo el samaritano sabe ver en el caído al prójimo que espera ayuda. El considerado malo era un hombre de corazón tierno y generoso. La verdad de nuestro amor al prójimo se juega en el campo de las relaciones interhumanas. Es en la vida concreta de los hombres donde tiene que penetrar el mandamiento de Dios y transformar nuestra existencia.

Algunos santos padres han visto en el buen samaritano a Cristo que se compromete con el hombre medio muerto, lo atiende, lo cura, lo lleva a lugar seguro y le garantiza su retorno.

El buen prójimo no gusta de razones ni preguntas. Simplemente se percata de que existe una necesidad y ofrece su asistencia. Las causas y la responsabilidad del que se encuentra herido son aspectos totalmente marginales. La única ley que rige es el descubrimiento de la necesidad ajena y la presteza en ofrecer ayuda.

Vemos que existen los que se ocupan sólo de sí mismos y los que se ocupan de los demás; los que hablan y actúan según les conviene y los que se sienten responsables de todo y de todos; los que no quieren complicaciones y los que hacen acto de presencia ante el dolor que hay en el mundo; los que no hacen daño a nadie y los que saben inclinarse ante toda necesidad; los que tienen que ocuparse de "cosas importantes" y los que se ocupan de los sufrimientos ajenos.

5. "Haz tú lo mismo"

Una vez contada la parábola, Jesús pregunta al letrado: "¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo?" Los tres vieron al hombre caído, pero uno sólo se sintió identificado con él; uno sólo lo cuidó como se hubiera cuidado a sí mismo. Si el amor a Dios es sin límites, tampoco debe haber límites en el amor a los que no son yo, pero que debo amar como si fueran yo.

El problema no es saber quién es mi prójimo, sino "hacerme prójimo". Soy prójimo de los demás cuando les ayudo y les hago bien. Sólo acercándome, anulando las distancias, podré escuchar sus gemidos, descubrir sus sufrimientos, recoger sus llamadas de auxilio. ¿A quién hago prójimo mío?, ¿a quién trato como tal? Es cada uno de nosotros quien decide. "El que practicó la misericordia con él". Acertó fácilmente porque no se refería a su persona. Si se hubiera tratado de él habría inventado algo para justificarse y poder evadirse. Me imagino que el sacerdote y el levita no hubieran respondido con tanta facilidad.

Evita, en su respuesta, pronunciar la palabra "samaritano'~, aun reconociendo que debe tomarlo como ejemplo. También sucede ahora: nos negamos a pronunciar el nombre de personas o grupos que son mal vistos en el ambiente "piadoso", pero reconociendo que nos dan ejemplo en muchas cosas.

Para llegar a Dios, que es nuestra meta, necesitamos pararnos en el camino junto al prójimo: allí está Dios. La parábola es una llamada al realismo. Los hombres siempre procuramos arreglarlo todo según nos conviene; seguimos la ley del mínimo esfuerzo. Los fariseos habían delimitado el campo del amor: no se debía amar a los no-fariseos, ni a los menospreciados oficialmente, ni al adversario personal. Los judíos enseñaban que solamente eran prójimo los del propio pueblo judío, los observantes de la ley, los justos, los más cercanos. Jesús les quita totalmente la razón.

El samaritano hizo prójimo suyo al judío que le odiaba y humillaba, pero que ahora estaba necesitado de ayuda para sobrevivir. "Anda, haz tú lo mismo". La lección está clara. A veces será una persona o una desgracia determinada la que requerirá mi ayuda, y a veces serán capas enteras de la sociedad. Los diferentes "prójimos" me señalarán las diferentes formas de actuar en favor de ellos. El amor no tiene ninguna clase de límites: ni de raza, color, ideología, religión. Hemos de vivir siempre atentos a los que más nos necesiten y a lo mejor que podamos hacer por ellos. En un mundo como el nuestro esta parábola debería abrirnos un panorama inmenso y ser el fundamento de un nuevo concepto de humanidad, porque no es posible "encontrar la vida" (Mt 10,39) de otra forma que sosteniéndola en los que la tienen amenazada. Sacrificarse por los maltratados de la tierra es experiencia de Dios, al margen de toda doctrina y ortodoxia.

Al dar como correcta y cumplidora de la voluntad de Dios la conducta del samaritano, los judíos se sentirían insultados y Jesús aparecería como un blasfemo. Para Jesús, Dios se nos manifiesta fuera de los marcos legales de las religiones.

Intentemos imaginar cómo sería hoy la historia que explicaría Jesús, a quiénes pondría como ejemplo. Pensémoslo, porque en nuestro mundo, entre nosotros, también hay quien es presentado como el enemigo, como quien no tiene derecho al amor, a la ayuda. La respuesta final de Jesús viene a decirnos: nadie puede hacerte vivir, ni siquiera la religión. Si quieres vivir, camina, recrea, construye, vive para los demás. Sé tú mismo. Lo demás son palabras.

Es muy duro el lenguaje para los que se creían buenos, para los que se pasaban largas horas debatiendo principios, para los poseedores de la verdad, para los que ni hacían ni dejaban hacer, típico de tantos cristianos.

El letrado había acudido a Jesús "para ponerlo a prueba", y se va con la obligación precisa de actuar en favor del prójimo. Le obliga a mover las piernas y el corazón, y menos la lengua.

Nos sobran palabras. Las decimos y las escuchamos en exceso. Nos servimos de ellas para pasar por alto nuestras inseguridades y para meternos, con poca destreza, con las palabras de los demás. Hablamos poco; lo que hacemos es charlar. Son pobres los hechos faltos de palabras, pero mucho más pobres son las palabras huérfanas de hechos. Los primeros pueden ser verdaderos; las segundas, nunca.

6. ¿Cuál es mi papel?

Es una parábola increíble, si la leemos en toda su verdad y profundidad: resulta que los que presumen de ser buenos no recogen al caído al borde del camino. El malo, sí; tiene caridad con él. Lo mismo puede ocurrir ahora. ¿No ocurre muchas veces?

Lo único que importa en la vida es el amor. Porque amaba, Jesús se metió con todas las injusticias y acabó asesinado por los "buenos", aunque ellos no se mancharan directamente las manos con su sangre.

Es necesario que los cristianos de hoy tomemos conciencia de las graves insinuaciones del evangelio y adoptemos una solución: o vivir el amor, la justicia de verdad, o dejar de practicar la religión. Creo que es necesario que muchos se salgan de las iglesias, si no quieren cambiar de vida, para que entren muchos "samaritanos" como el de la parábola, que ahora no pueden venir, pero que están preocupándose de sus hermanos para que tengan una vida más digna, que respetan siempre la igualdad fundamental y la dignidad de las personas.

No ha tenido que utilizar mucho Jesús la imaginación para contar la parábola. Le bastó con abrir los ojos sobre su sociedad. Es lo que debemos hacer ahora: no hay un solo hombre medio muerto en la cuneta de la vida ni una sola pandilla de salteadores. La parábola es interpretada todos los días por millones de seres humanos. En ella, cada uno tenemos un papel real: unos cometen las fechorías, otros tienen que sufrirlas, otros se desentienden y alguno hay que "paga" por todos. Pero no podemos olvidar que las escalas del evangelio no coinciden con las de los hombres, como queda patente en la presente narración.

¿Cuál es mi papel? Jesús se limita a contar. Yo "hago" la parábola. Mi nombre y mi acción están registrados en el evangelio.

Todos los acontecimientos humanos tienen dos vertientes. Siempre queda "la otra" a nuestra disposición cuando no queremos complicaciones, pero sí tener tranquila la conciencia. El sacerdote y el levita escogieron el lado cómodo; lo han visto, pero tienen razones para no detenerse: horario que respetar, cosas urgentes que hacer, no saber el porqué de estar tirado... No pueden perder el tiempo. La parada no estaba prevista en su orden del día. Siempre tenemos a mano razones legítimas para sustraernos a las obligaciones del amor: la sangre mancha los asientos del coche, complicaciones con la policía, cuidar los propios asuntos, es un desconocido, otro lo hará...

A los ojos de Dios, sólo tiene razón el que se para: vio al herido y pasó por el lado exacto del camino. Dejó hablar a su corazón. Se encontró con Dios en el camino, y no faltó a la cita.

La conclusión es decisiva: si queremos vivir de verdad y no hacer de esta vida una hipocresía o un infierno, tratemos de llevar a la práctica todo el evangelio.

La parábola puede ser escrita hoy con otros nombres y personajes: países desarrollados y subdesarrollados, marxismo y capitalismo, patronos y obreros, cristianos y no cristianos, blancos y negros... La lista de los anti-prójimos es larga y devuelve actualidad a esta página evangélica. No se trata de amar al que nos ama: eso lo hace cualquiera; no se trata de fraternizar con los que están en nuestra acera. Quien quiera vivir con intensidad, quien haya roto sus dependencias internas, debe también romper los convencionalismos que separan a los hombres, sea por egoísmo, o por afán de dominio, o simplemente por la circunstancia insignificante de haber nacido separados por unos kilómetros de distancia.

Está bien el hogar y la patria; pero nunca deben ser razón para separarnos del resto de los seres humanos. Los cristianos hemos de trabajar seriamente en esto: hacernos prójimos de los otros, de todos los otros; crear proximidad afectiva y efectiva donde no la hay, romper barreras, destruir odios e indiferencias. Es el camino de la vida; lo demás es muerte. La palabra de Jesús es clara: alguien está tirado en el camino. No importa su nombre, su condición social, su nacionalidad, su sexo o edad... Nos tiene que bastar saber que es un hombre que necesita de otro hombre -de mí- para seguir viviendo.

Podemos pasar con alma de levita o sacerdote del templo: con los ojos bajos y cara de piadoso, pensando lo contento que estará Dios por lo bien que cumplimos con la liturgia... Y como el ritual no dice nada del hombre tirado en la cuneta..., lo mejor será "seguir de largo dando un rodeo", muy pesarosos por no poder detenernos.

Y podemos llegar también con alma de samaritano y descubrir que ese hombre tirado no pertenece a nuestro país, raza, credo o condición social. Y por eso, incluso con pesar, nos acercamos a él y hacemos que ningún detalle sea descuidado...

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 119-131


14.

1. Amar a Dios

El hombre es un peregrino; viajero que no conoce el inmovilismo. Aunque las apariencias le den la sensación de reposo o quietud, jamás respira el mismo aire. Camina por el desierto buscando siempre, aun cuando encuentre, como si avanzara de espejismo en espejismo hacia una meta que no sabe si está dentro o fuera de sí mismo. Pero, ¿qué busca?... O mejor: ¿qué buscamos?

Se lo preguntó un letrado a Jesús: ¿Cómo conseguir la vida, simplemente la vida llena y total, eso que día y noche estoy buscando?

Preguntó para ponerlo a prueba, porque quien sepa responder es un sabio y profeta; de lo contrario de nada sirve su filosofía o su religión. Sin darse cuenta, aquel hombre había puesto el dedo en la llaga. Vivía inmerso en una aparatosa estructura religiosa, tenía toda la experiencia y sabiduría de la ley de los profetas, pero, ¿servía eso para vivir?

En efecto, ¿de qué nos sirve todo lo que tenemos y somos, si en ese todo no está incluida la vida, una vida con sentido, una vida que trascienda el espejismo de hoy y el de mañana?

Por extraño que parezca, pocas veces la teología cristiana ha hecho una pregunta tan concreta. Y si recordamos los años de nuestra formación religiosa, comenzando ya desde el primer catecismo, qué poco se nos dijo de la vida y cuán pocas veces se enfocaron los problemas desde la perspectiva de esto tan urgente y tan universal: vivir.

A menudo las personas que nos llamamos religiosas estamos ocupadas en cumplir una variedad infinita de normas, organizamos esto y lo otro, nos reunimos y discutimos, rezamos y meditamos..., pero ¿todo eso nos hace vivir? ¿Y cuándo se puede decir que una persona realmente vive y no solamente vegeta, o sufre vivir o se resigna a vivir?

En realidad, todo lo que el hombre hace tiene la secreta intención de ser un elemento de vida, y de alguna manera lo es. Pero importa saber si esa vida es -como decía el letrado- "eterna", es decir, plena, auténtica, completa.

Hablamos de un vivir como ser más, recreando permanentemente nuestra existencia desde dentro de nosotros. El que no se recrea a sí mismo no vive; «es vivido» por otros. Y eso se llama dependencia y alienación. El que vive recrea desde su libertad su todo: su yo y su mundo. Eso se llama «autenticidad»: ser uno mismo...

Jesús, como auténtico sabio, no dio una respuesta nueva ni original. Simplemente apeló a la vieja sabiduría humana, a esa corriente vital que recorre a menudo subterráneamente la historia, que a veces desborda y otras se sumerge, permitiendo una y otra vez encontrar sentido al largo caminar. Por eso le preguntó: ¿Qué hay escrito por allí? ¿Qué dice la experiencia de tu pueblo?

La originalidad de Jesús no está en la respuesta que dio al letrado, sino en la conclusión final: «Anda, haz tú lo mismo.» Como si le dijera: Nadie puede hacerte vivir, ni siquiera la religión o la Biblia. Si quieres vivir, camina, construye, recrea. Sé tú mismo. Lo demás son palabras. Y eso lo explicó mejor después con una parábola.

Jesús no le dijo nada «nuevo», sino que cumpliera aquello del amor. Que ame a Dios y que ame al prójimo. Eso es vida. Lo demás es muerte, aunque parezca vida. Lo original no era la idea; ya estaba escrita en la Ley.

Pero sí que amara a Dios con todo su ser. Que amara efectivamente; que redujera todo su aparato religioso a una sola cosa: amar. Eso era más difícil.

Hay cosas en la vida que parecen perogrulladas y, por eso mismo, nadie las cumple. Una de ellas es que lo primero y esencial en la religión es amar a Dios con todo el ser. No es ninguna novedad, y sin embargo...

¿Vivimos el cristianismo como una forma de amor a Dios?

El cristianismo que surge del Evangelio no reconoce otra forma de relación con Dios más que el amor. Sólo el amor. No el miedo al castigo o el deseo de un premio.

No la ley que me obliga bajo pena de pecado mortal, ni la tradición de la familia o del país en el que vivo.

Se nos ha enseñado la ley y los profetas, se nos ha atiborrado de nociones, definiciones, dogmas y normas morales, pero ¿se nos enseñó a amar a Dios? ¿Se nos preparó para una vivencia serena de la fe, para un saber descubrirnos sin temor ante Dios, para darle una respuesta muy «nuestra», salida desde el fondo de nuestra conciencia, amasada de libertad y de convicción personal?

El amor anula la ley, porque el que ama no cumple algo porque está mandado sino que vive lo que la ley del amor le exige. Cumplir la ley es una forma infantil e inmadura de ser cristiano o religioso. La ley del amor libera interiormente; no ata ni esclaviza. Por eso produce paz y alegría, porque es un amor maduro que sabe recibir y sabe dar. No el amor narcisista del niño pequeño que necesita del amor del padre para subsistir. Sí un amor humilde que recibe al otro porque necesita darle al otro.

Dios es «padre», pero padre que separa al hijo del narcisismo que lo une al pecho de la madre. Por eso no nos da la vida, sino que es la vida en cuanto estamos relacionados con él por amor. El que busca las cosas del padre es un hijo inmaduro. Y como hijos inmaduros también a menudo hicimos un Dios Padre a nuestra imagen y semejanza. Hicimos de él una mezcla de tío solterón y de policía...

Revisar nuestra fe desde esta perspectiva ya nos daría trabajo suficiente como para cortar aquí nuestras reflexiones. Pero si queremos encontrar la vida, aún hay algo más.

2. Amar al prójimo

La parábola popularmente conocida como «del buen samaritano» nos dice que el amor al Dios que no vemos debe hacerse realidad en el prójimo a quien vemos. Hoy diríamos que es una parábola de «denuncia» porque pone al descubierto la falsedad de una religión que se contenta con adorar a Dios en el templo, rezar y ofrecerle lo que la ley manda.

En efecto, la ley judía no inculcaba el amor entre judíos y samaritanos; al contrario, preconizaba el desprecio de los heréticos y odiados hermanastros de raza y fe. Pero para amar hace falta hacerse prójimo del otro, sin mirarle la cara, sin preguntarle por sus opiniones. Y esto es más duro que amar a Dios. Por eso aquel letrado tuvo que escudarse en la pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?»

En efecto, la ley prescribía amar al prójimo como a uno mismo, de tal manera que el otro se hace carne de nuestra carne, es decir, hermano. Por eso, quien no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie. Amarse a sí mismo es descubrirse y sentirse como persona, libre y creador de sí mismo. El que ha sabido encontrarse consigo mismo, el que ha roto las dependencias ajenas, el que ha sabido hacer su opción por sí mismo, el que ha sufrido en esa lucha por ser «alguien», podrá amar al otro de la misma manera: como alguien, como persona, deshaciéndose tanto de la indiferencia -como el levita y el sacerdote- como del odio o de la opresión.

A menudo los cristianos no amamos a los demás porque no se nos ha enseñado a amarnos a nosotros. Me refiero a esa ascética religiosa mezcla de dureza y de masoquismo con uno mismo. Después nos volvemos duros y sádicos con los demás. Y a eso lo llamamos "virtud", como si la ternura no fuese más virtud que la dureza.

Si nos odiamos a nosotros, si vivimos una fe sombría y triste, si no descubrimos la alegría de vivir cuidando nuestro cuerpo y nuestra psique, si reprimimos en nosotros los impulsos del amor y de la ternura, ¡pobre del prójimo a quien amemos de la misma forma!

Por lo tanto, hay dos maneras de no amar al prójimo: una, la de los que no saben amarse a si mismos; o sea: la de los que no han descubierto aún su libertad interior y el gozo sereno de estar en el mundo. El masoquismo siempre se une al sadismo, y cuando nos odiamos a nosotros, terminamos odiando al prójimo. Dicho simplemente: cuando vivimos «amargados», terminamos amargando a todo el mundo que nos rodea, pues nadie puede dar lo que no tiene.

Y está la segunda manera de evitar el amor al prójimo: a eso se refiere la parábola. Se trata de los que están dispuestos a amar a todo el mundo, pero nunca encuentran a nadie a quien amar. Son los que preguntan: ¿Dónde está mi prójimo?

Cada uno de nosotros tiene en algún rincón de su corazón a aquel letrado de la ley que, queriendo justificarse, preguntó: ¿Y quién es mi prójimo?

Cuando llega el momento del compromiso, siempre encontramos la excusa salvadora, la pregunta inteligente.

Siempre hay un motivo para prolongar las discusiones, los diálogos, las mesas redondas, los congresos y las reflexiones... y acabar diciendo: «Es un gran problema... Hay que pensarlo bien... No podemos improvisar... Uno nunca sabe lo que puede pasar...» O bien: "Hay que unirse a los demás, pero sin fiarse demasiado... Es cierto que los pobres sufren, pero poco les gusta el trabajo... Se podría hacer mucho por los niños, pero antes hay que reformar a sus padres..." Y así sucesivamente. Es increíble cómo se nos agudiza la inteligencia cuando hay que pasar de las palabras a las obras.

La palabra de Jesús de hoy nos desenmascara y deshace nuestra trampa. Pocas parábolas tan claras como ésta: Alguien está tirado en el camino. No importa su nombre, país, sexo o edad. Bástenos saber que es un hombre que necesita de otro hombre para vivir.

Podemos pasar con alma de levita o sacerdote del templo: con los ojos bajos y cara de piadosos, pensando lo contento que estará Dios por lo bien que cumplimos con el acto litúrgico. Cumplimos hasta el último ritual, incluida la moneda en la alcancía. Pero el ritual no nos dice qué hacer con un hombre necesitado. Lo mejor será «seguir de largo dando un rodeo».

Podemos llegar también con alma de samaritano y descubrir que ese hombre tirado en medio del camino no pertenece a nuestro país, raza, credo o condición social. Y precisamente por eso nos acercamos y, no contentos con prestarle los primeros auxilios, hacemos que otros hagan lo que resta para que ningún detalle sea descuidado. La parábola relata cuidadosamente hasta la cuantiosa suma que el samaritano dejó al dueño de la posada...

Y la misteriosa pregunta de Jesús: «¿Quién de los tres fue prójimo del hombre caído?» Hubiéramos esperado más bien la otra pregunta: ¿Quién amó más a ese prójimo?, porque el prójimo es el otro.

No. «Prójimo» no es alguien que está cerca de nosotros y con el que inevitablemente debemos relacionarnos.

Lo importante es sentirse prójimo del otro; o sea, cercano a uno mismo; tan cercano que se lo ama como a uno mismo. Los tres vieron a aquel hombre caído; pero uno solo se sintió identificado con él; uno solo lo cuidó como se hubiera cuidado a sí mismo.

Con esto, Jesús nos indica claramente que el amor al prójimo es mucho más que la simple simpatía hacia un amigo, la camaradería o la defensa de los que pertenecen a nuestra familia o nación. Es un amor, fruto de una renuncia y del olvido de uno mismo para hacernos «uno-mismo-con-el-otro». Si el amor a Dios es sin límite alguno, tampoco puede haber límite en el amor a los que no-son-yo pero que debo amar como si fueran yo...

La conclusión final es decisiva: Si queremos vivir de veras y no hacer de esta vida un infierno o algo parecido, cumplamos al pie de la letra este evangelio.

La parábola puede ser escrita hoy con otros nombres y personajes: países desarrollados y subdesarrollados, norte y sur, este y oeste, marxismo y capitalismo, patronos y obreros, cristianos y no cristianos, blancos y negros...

Larga es la lista de los anti-prójimos que devuelven actualidad a esta vieja página evangélica. No se trata de amar al que nos ama: eso lo hace cualquiera; no se trata de fraternizar con los que están en nuestra acera. Quien quiere vivir con total intensidad, quien ha roto sus dependencias internas, debe también romper tantos convencionalismos como separan a los hombres, sea por egoísmo, sea por afán de dominio o, simplemente, por la relativa circunstancia de que hemos nacido en este lugar y otros han nacido algunos kilómetros más allá...

Está bien la patria, el hogar y la pequeña comunidad de cada uno; pero eso es una simple circunstancia intrascendente. Lo que trasciende y lo que hace avanzar la conciencia de la humanidad es lograr un poco mas de «proximidad» los unos con los otros.

El cristiano debiera tomar la iniciativa también en esto: hacerse prójimo del otro; crear proximidad afectiva allí donde no la hay.

Al fin y al cabo, cualquiera ama al prójimo. Eso lo cumplen hasta los paganos, decía Jesús. El cristiano es invitado a crear proximidad, a romper barreras, a destruir el odio y la indiferencia.

Es el camino de la vida. Lo demás es muerte...

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 109 ss.


15.

1. «Anda, haz tú lo mismo».

La parábola del buen samaritano es aparentemente una historia en la que Jesús no aparece. Y sin embargo lleva claramente su marca; nadie más que él podía contarla en estos términos: que los que debían practicar la misericordia, el sacerdote y el levita, se muestren indiferentes y pasen de largo, y que sea precisamente el extranjero el que tenga compasión del malherido «medio muerto», lo cure, le vende las heridas, lo cuide y, tras su marcha, siga preocupándose de él. Sólo Jesús puede contar esto así, pero no por sus sentimientos humanitarios, sino porque lo que hace el extranjero con el malherido, él mismo lo ha hecho por todos más allá de toda medida. El samaritano es un pseudónimo de Jesús, y cuando se dice al letrado: «Haz tú los mismo», se le está invitando a imitar a Cristo. Un humanista habría hecho algo a medio camino entre la omisión descarada de los dos primeros y la maravillosa obra de misericordia del tercero: quizá se habría dirigido a un puesto de guardia de los samaritanos, habría dado su informe y después habría proseguido su camino. En la sobreabundancia de la obra de misericordia se encuentra el sello de Cristo, algo que remite a la respuesta que Jesús había dado cuando se le preguntó qué hay que hacer para heredar la vida eterna: «Amarás con todo tu corazón», no sólo a Dios, sino también al prójimo.

2. «Por él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres». Jesús, que se oculta tras el extranjero de la parábola del evangelio, es en la segunda lectura «el primogénito» en el que "se mantiene» toda la creación. Sin este primogénito, sin este arquetipo, no habría creación alguna. La creación sólo existe porque «en él quiso Dios que residiera toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todos los seres», eliminar todas las disonancias existentes en el mundo, hacer coincidir a todos los contrarios que pugnan entre sí en su paz, lograda «por la sangre de su cruz». También la injusticia social de la que se habla en la parábola, que un hombre esté malherido en medio del camino, que las clases altas de la sociedad, los acomodados espiritual y corporalmente, pasen de largo sin hacer nada, también esto es expiado y reconciliado en la obra del Buen Samaritano, que ha derramado su sangre por el mundo. Por lo demás, no conviene olvidar las palabras del final «Anda, haz tú lo mismo». Pero antes de esta acción, está la obra universal de reconciliación realizada por Jesús, y antes de ésta, su elección como fundamento y arquetipo de la creación entera. La cadena entre estos tres eslabones es irrompible.

3. «El mandamiento está muy cerca de ti». Es precisamente esto lo que inculca ya la Antigua Alianza en la primera lectura, suprimiendo la aparente distancia entre Dios con su mandamiento y el hombre, que debe escucharlo y cumplirlo. La disculpa es tan fácil: el mandamiento del cielo es demasiado elevado, no es aplicable en la vida cotidiana, está demasiado lejos, más allá del mar, sólo pueden ponerlo en práctica los emigrantes y algunos ascetas especiales. No, porque todas las cosas tienen en Cristo su consistencia, el mandamiento está muy cerca de ti: tu conciencia puede percibirlo, está en tu espíritu, puedes comprenderlo, meditarlo, aplicarlo. Si el Logos es el arquetipo de todos los seres, entonces tú eres su imagen, llevas su impronta en ti.

El humanismo no niega la posibilidad de poseer esta ley primordial y de obedecer su imperativo; únicamente no ve que el hombre no es más que expresión y no el sello mismo, y que hay que mirar a este último para saber hasta dónde llega el deber del amor.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 269 ss.


16.

«Lo mío es tuyo»

En la portada de nuestra hoja parroquial hemos puesto un dibujo sencillo, aunque de gran expresividad, de la parábola del buen samaritano. Al fondo del camino, después de haber dado ese rodeo del que habla el texto, se ven a lo lejos las imágenes del sacerdote y del levita; en primer plano, desamparado y en una postura que parece la de un crucificado, está aquel hombre que fue asaltado por los ladrones y, muy cerca de él, sosteniendo su cabeza, en un gesto de ternura, está el hombre bueno de Samaría. Como pie del dibujo, hemos puesto una frase que nos contaba el guía en nuestro viaje a Tierra Santa, el lema de la vida de aquellos ladrones era: «Lo tuyo -el dinero, los bienes, la vida del caminante- es mío»; el deL sacerdote y el del levita era: «Lo mío -mi tiempo, mi prisa, mi pureza cultual- es mío». Y, finalmente, el lema del buen samaritano es: «Lo mío -mi tiempo, mi compasión, mis vendas, mi cabalgadura, mi dinero- es tuyo».

El relato del buen samaritano está escrito con tal viveza que bien podría haber sido una verdadera historia. Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó -y había mucho que bajar, desde el monte de Sión, a 76O metros sobre el nivel del mar, hasta el vergel de palmeras y sicomoros a orillas del río Jordán, en una de las cotas más profundas de la superficie de la tierra, 39O metros bajo el nivel del mar-. En mitad de ese camino, dentro de la aridez preñada de grandeza del desierto de Judea, la tradición de la Iglesia -con esa piedad cariñosa que ha querido situar geográficamente todos los lugares recogidos por los evangelios- se encuentra la llamada «posada del buen samaritano», un refugio abandonado de caravanas. En ese desierto siguen habitando hoy nómadas beduinos que viven en tiendas, de forma muy parecida a como lo hacían en tiempos de Jesús. No cuesta trabajo en aquel entorno imaginarse con viveza la historia que narró Jesús.

Los primeros escritores cristianos calificaron a Jesús como el buen Samaritano. Lo decía san Clemente de Alejandría: «¿Quién es el buen Samaritano sino el Salvador? ¿Quién ha tenido más compasión de nosotros que él?». Y añade que nadie ha derramado la piedad misericordiosa de Dios sobre nuestras heridas, sobre nuestros temores, deseos, cóleras, penas, mentiras, placeres, como lo hizo Jesús. La narración del buen samaritano es sin duda parabólica, pero podemos ver en ese relato una descripción en acción de la vida de Jesús.

Jesús fue el buen Samaritano que se acercó y sintió compasión de la mujer viuda de Naín que salía del pueblo a enterrar a su único hijo; Jesús fue el buen Samaritano que sentía compasión de aquella multitud, como ovejas sin pastor, o de aquella otra que no tenía qué comer en el descampado; Jesús es el buen Samaritano que tocó y curó a los leprosos, quedando él mismo impuro y contaminado según la ley judía -y quizá fue el miedo a esa impureza cultual lo que llevó a dar un rodeo al sacerdote y al levita que pasaban por el camino-. Jesús fue el buen Samaritano que se emociona y solloza ante la muerte de su amigo Lázaro.

Al desconocido caminante de Samaría «le dio lástima» y, varias veces, el evangelio nos habla de la lástima y de la compasión de Jesús. Jesús no sólo fue, en esa tan repetida expresión de D. Bonhoffer, «el hombre para los demás»: Jesús fue el que se acercó a los hombres, el que tuvo compasión de ellos, el que participó de los dolores y los sentimientos de los hombres -como decía Clemente de Alejandría: el que estuvo cerca de nuestros temores, deseos, cóleras, penas, mentiras y, también, de nuestras alegrías y gozos-. Ese fue Jesús, el buen Samaritano, el hombre-hermano que se acercó con compasión a los hombres y vendó nuestras heridas con aceite y vino.

Y, precisamente, a ese hombre-hermano, Pablo nos lo presenta hoy de una forma muy distinta. El comienzo de la Carta a los colosenses, que hemos escuchado también hoy, reproduce un himno litúrgico de la primera Iglesia. Es una de las primeras formulaciones de la fe cristiana sobre el misterio de Cristo: él es la imagen del Dios invisible -de ese Dios a quien nadie ha visto jamás y él nos le ha dado a conocer-; por medio de él fueron creadas todas las cosas, en ese día primero en que la tierra era aún «un caos informe, sobre la faz del abismo, la tiniebla».

Todo fue creado por él y para él, y él es anterior a todo. El hombre-hermano de los hombres es, al mismo tiempo, el primogénito de todo y en el que todo fue creado y se mantiene. Y ese hombre-hermano es también cabeza de la Iglesia, de esa comunidad que surge de su mensaje y se reúne en su nombre. «Lo tuyo es mío»: era el lema de aquellos salteadores del desierto de Judea. Nos sentimos lejanos de ellos, porque como ciertas personas suelen decir: "Yo ni robo, ni mato". Pero, ¿no tenemos que decir que también nosotros podemos participar de ese lema? ¡Cuántas veces los mismos santos padres han repetido que lo que les falta a los pobres de este mundo es porque se lo hemos quitado nosotros!

¿No tenemos que decir que convertimos indebidamente en nuestro lo de los otros, porque formamos parte de ese 25% de la humanidad que disfruta de un 75% de lo que es don de Dios para todos los hombres? ¿No repetimos la frase de «lo tuyo es mío» cuando se paga injustamente a los trabajadores, cuando me meto con la vida privada de los demás, cuando no sé respetar la verdad o la intimidad de los otros?

«Lo mío es mío»: era el lema del sacerdote o del levita. Ahí nos sentimos mucho más fácilmente identificados en una sociedad donde se ha convertido en lema el «no me cuente usted su caso» o el que «cada palo cargue con su vela». No poseemos mecanismos biológicos, como muchas especies animales, mediante los cuales señalamos el propio territorio, pero hemos desarrollado una serie de mecanismos culturales que nos protegen como con una coraza. Ya es un tópico decir que uno de los grandes males de nuestro tipo de sociedad es el anonimato, el marcar distancias, el proteger férreamente los ámbitos de mi vida privada en donde nadie puede entrar: «Lo mío es mío: mi familia, mi tiempo, mi diversión, mi dinero, mi privacidad... Solamente mío».

«Lo mío es tuyo»: es lo que hizo el buen hombre de Samaría. Tuvo que cambiar sus planes; debió gastar un dinero que probablemente tenía destinado para otros fines; tuvo que sentir compasión y, muchas veces en la vida, nos resulta muy cuesta arriba el tener que salir de nuestro bienestar, de nuestra tranquilidad, para compartir los dolores de los otros. Es lo que hizo Jesús, el hombre que convirtió «lo mío en tuyo».

Hemos puesto también en la hoja parroquial un bello relato de la creación, que es como una síntesis de la esperanza y la utopía de los hombres. Va señalando los siete días de la creación, con los mismos estribillos del texto del Génesis. Pero presenta la creación de forma muy distinta a la que estamos construyendo los hombres: es la creación marcada por las actitudes de Jesús, hechas realidad entre los hombres.

«Y vio Dios que era bueno... El día primero, segundo, tercero..., sobre el planeta de la paz, de la felicidad, de la justicia, de la razón...». Y, finalmente, en el día séptimo, vio Dios el mundo que surgiría si el hombre convirtiese en ley suprema de su vida el «amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma..., y al prójimo como a ti mismo: "Y vio Dios que era bueno". El día séptimo sobre el planeta del amor». Ese es el mundo que fue creado en Cristo, como decía hoy Pablo; ese es el mundo que surge en Jesús el hombre-hermano, para el que «lo mío es tuyo».

Porque, como dice A. Einstein, «el problema de nuestro tiempo no es la bomba atómica, sino el corazón del hombre». Lo que necesitaba el mundo de los beduinos del desierto de Judea es lo que necesita el habitante de nuestras grandes urbes. El problema no es que se haya llegado a la fisión del átomo o a la manipulación genética. El problema sigue siendo el corazón del hombre. Es cerca de tu corazón, como decía el viejo texto del Deuteronomio, donde hay que encontrar la respuesta. Es lo que hizo Jesús, el buen Samaritano.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 264 ss.


17.

La parábola del buen samaritano es continuación del episodio anterior. Los 72 discípulos regresan gozosos de la misión y hacen una evaluación positiva: el nombre de Jesús es un instrumento eficaz en la lucha contra el mal (demonios); el proyecto de Dios ha obrado maravillas desde de la debilidad, pequeñez, e insignificancia de los discípulos y del pueblo. Jesús, entonces, agradece al Padre por su especial atención a los pobres y humildes: "yo te bendigo Padre porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeños" (Lc 10, 21). En medio de este júbilo se levanta un maestro de la Ley para ponerlo a prueba.

El maestro de la Ley es representante de las autoridades religiosas que ponen en duda la validez de la misión de Jesús. La prueba pretende cuestionar la legitimidad de la enseñanza de Jesús. Jesús le responde al jurista con su propia pregunta y va al núcleo del asunto: para qué es la ley y a quién beneficia. De esta manera, la cuestión inicial "¿qué debo hacer para ganar la vida eterna?", se convierte en "¿quién es mi prójimo?". La Ley ofrece un camino de salvación, pero es la actitud ante el prójimo la que señala la efectividad o inutilidad de ese camino.

Jesús no responde con una discusión teórica, sino que va a la escuela de la vida. La parábola del "buen samaritano" pone al legista ante la realidad de su pueblo. Le muestra que el camino de la salvación pasa por un "hacerse prójimo" del necesitado. La misericordia ante los seres humanos destruidos y abandonados constituye la médula de la salvación.

La parábola que Jesús propone, contradice la mentalidad del Maestro de la Ley. Los protagonistas de la parábola son cuatro: un levita, un sacerdote, un samaritano y un hombre herido. El levita y el sacerdote están en el grupo de las autoridades de Israel y representan a los "prestigiosos hombres de Dios". Ellos evitan la cercanía con el malherido abandonado. Comparten su mismo camino, pero evitan cualquier contacto que los pueda comprometer. Por el contrario, el samaritano, siendo un hombre desprestigiado en la cultura judía, se manifiesta como un verdadero "hombre de Dios". Se solidariza con el herido despojado, lo carga y responde de su propio bolsillo ante el mesonero, entregando el equivalente al salario de dos días. La actitud misericordiosa del samaritano muestra el verdadero rostro de Dios. Los que pasan indiferentes ante el necesitado demuestran que aunque se conozca la Ley, ese conocimiento no es suficiente para hacerlos justos.

La parábola confronta de inmediato y sin peroratas regañonas la mentalidad del maestro de la ley. La pedagogía de Jesús lo conduce, por medio de preguntas, a tomar conciencia de su forma de pensar legalista, tal vez opresora y encubridora. El mandato final "vete y haz tú lo mismo" procura transformar la práctica de esta persona mediante un cuestionamiento a su mentalidad e intereses más ocultos.

A veces nos preguntamos si nuestro prójimo merece nuestra dedicación y esfuerzo, dudamos de todo el que necesita nuestra ayuda, o sucumbimos ante la tentación de la indiferencia... Olvidamos que Dios se manifiesta en lo simple y entre los sencillos, nos hacemos insensibles ante el dolor ajeno y terminamos por hacer la vista gorda ante el hombre despojado y abatido que comparte nuestro camino.

Bibliografía: La Iglesia samaritana y el principio misericordia, "Sal Terrae" 927(octubre 1990)665-678.

Para la conversión personal:

-¿nos portamos como prójimo ante el hombre despojado y abandonado?

-¿hay en nuestras preocupaciones religiosas espacio para aprender lo que Dios nos manifiesta en la vida cotidiana?

-¿somos acaso de los que vamos al culto del templo o al cumplimiento legalista, pero no atendemos en la vida real a los que nos necesitan?

-¿nos hacemos prójimos (próximos) de los necesitados que nos encontramos en nuestro camino?, ¿somos capaces de meternos en caminos ajenos para aproximarnos (aprojimarnos) a los que nos necesitan aunque no estén en nuestro camino?

Para la reunión de la comunidad o del círculo bíblico:

-Se dice que esta parábola de Jesús tiene algo de "anticlerical"; ¿en qué sentido podría ser cierto?

-Las tres actitudes que Jesús compara son la del sacerdote, la del levita y la del samaritano. Pero este "tercer término de la coparación" no era el que lógicamente esperaba el auditorio. Este esperaba que Jesús contrapusiera el comportamiento del sacerdote y del levita con el de "un buen judío misericordioso". ¿Qué lección añade el hecho de que Jesús salte ese término lógicamente esperado y lo sustituya nada menos que por un "samaritano", con lo que entonces éstos significaban?

Para la oración de los fieles:

-Para que comprendamos que la ley de Dios no es un capricho voluntarista de Dios, sino que obedece a la dinámica misma de nuestro ser, a la lógica del amor que Dios mismo es, incluso a nuestro interés más profundo, roguemos al Señor...

-Para que los hombres y mujeres de nuestro mundo, especialmente aquellos que no practican ninguna religión, se dejen llevar de las inspiraciones de lo mejor de su corazón, donde Dios actúa y les inspira...

-Para que seamos capaces de hacernos prójimos de los muchos hombres y mujeres que hoy yacen despojados y medio muertos en los márgenes del camino...

-Para que nuestro culto en el templo siempre esté precedido y continuado por el culto del amor y la solidaridad en la calle...

-Por los "samaritanos" de hoy, aquellos de quienes nadie espera nada bueno pero que en realidad a los ojos de Dios practican el amor solidario...

-Para que nuestra Iglesia, y nuestra comunidad cristiana, sean una Iglesia "samaritana", a la que no le importe "echar su suerte con los pobres de la tierra"...

Oración comunitaria:

Dios, Padre nuestro, que en Jesús nos has enseñado que el amor y la solidaridad son el culto principal y primero con el que tú quieres ser adorado; ilumina nuestra mirada para descubrir a tantos hombres y mujeres que han sido marginados a la orilla del camino, donde apenas sobreviven, y ensancha nuestro corazón para hacernos solidarios con ellos. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


18. 11 de julio de 2004

EL BUEN SAMARITANO
¿DE QUÉ TE SIRVEN TUS SACRIFICIOS, SI NO TIENES MISERICORDIA?

1. “Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando los preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley” Deuteronomio 30,10.. Como argumento para que el pueblo escuche la voz del Señor y se convirta a su Dios con todo el corazón y con toda su alma guardando sus mandatos, Moisés les dice y nos dice que la Ley, como expresión de la voluntad de Dios, puede ser cumplida, porque no excede sus fuerzas acrecentadas por Dios, no es inasequible, pues no está en lo alto del cielo o en Dios mismo, o a distancias espaciales que exijan subir a las estrellas o a la otra orilla lejana del mar. No. Aunque Dios es misterioso, distante e inalcanzable, se ha revelado, se ha hecho cercano y camina con los hombres y ha encarnado sus mandamientos y los ha traducido en palabras humanas comprensibles. Así, su misterio se ha hecho cercano. El mandamiento de Dios está muy cerca de tí, dentro de tí, en lo más íntimo de tu conciencia. De hecho, todo hombre sabe que matar y robar es malo. El ambiente y la rudeza pueden embotar la conciencia, pero a medida que va creciendo el conocimiento ésta se va puliendo y afinando, se oye la llamada del timbre de la transgresión de los otros mandamientos, porque la Ley que nos ha sido dada y promulgada, está dentro del pueblo de la alianza, la puede pronunciar con su boca, memorizarla y meterla en el corazón. La Ley de origen divino, se ha encarnado en la palabra humana, y mediante ella viene Dios en el Sinaí en busca de su pueblo, y sale al encuentro de su pueblo, haciéndose cercano y prójimo, próximo de su pueblo. Y en el camino, encuentra al hombre medio muerto y lo cura.

2. Desde que el Espíritu Santo se cernía sobre las aguas, y el Creador dialogaba con la primera pareja humana; desde que acompañó a Noé y Abraham, Dios ha bajado como Samaritano para estar con los hombres, para caminar con ellos, para ser su prójimo. Desde que caminaba con los Profetas, con los Jueces, con los Reyes y en el desierto y en el Jordán caminaba con Juan Bautista, hasta que vino a caminar con nosotros con su Hijo Jesucristo, Dios se ha hecho nuestro prójimo, lleno de amor y de poder para curarnos como Buen Samaritano. El personaje principal de la parábola evángelica de hoy es El, Dios a nuestro lado y en nosotros.

3. Por eso canta confiadamente el autor del Salmo 68: "Yo soy un pobre malherido... tu salvación me levante". El pueblo debe hacer suya y apropiarse la Palabra de la Ley, aunque el Señor ya se la ha escrito en el corazón (Jr 31,33). Sin este grado de apropiación, la ley es carga insoportable. Sólo cuando viene impulsada desde dentro y se convierte en una urgencia de responder filialmente a Dios que se revela Salvador y Buen Samaritano, se convierte en miel para el paladar (Sal 118,103), y se la ve y se la oye como la voz más íntima que la misma persona, que habla en lo más profundo del yo. Entonces se puede cumplir la Ley, no con las fuerzas humanas, siempre débiles y escasas, sino con la energía de Dios que anima y robustece al hombre. Es Dios quien da la fuerza para responder a Dios.

4. A través de toda la experiencia y sabiduría del pueblo de Israel, que repite durante toda su vida tres veces al día el Shema, Israel, el letrado sabe que tiene que amar a Dios y cómo tiene que cumplir ese mandamiento, pero no conoce cómo tiene que amar al prójimo, porque en la praxis del judaísmo no sólo no se había acentuado esta segunda parte del máximo mandamiento de la ley, sino que se había adulterado. Por eso el maestro de la Ley pregunta: "¿Quién es mi prójimo?". Los hombres creen que su prójimo es su nación o región, su familia, su congregación, su grupo, su asociación, su equipo, su peña de amigos, los que pertenecen a su partido. Los demás son extraños. Me invitaron a comer, cuando párroco, en una fiesta de la Orden. Menos yo, todos eran de aquella familia religiosa. Estuve convidado de piedra. Toda su conversación daba vueltas a sus programas, acontecimientos, recuerdos, anécdotas, planes y a sus intereses. Al invitado forastero se le ignoró, claro, no era de los suyos, y se lo hicieron notar. Diríamos que ni siquiera hubo educación, ni cortesía, ni menos, elegancia. Y mucho menos, cristianismo. Cualquiera pensaría que la asociación cumplía el fin de ensanchar su yo, su prestigio, su simpatía, su ...egoismo. Su único objetivo parecía clavar su ego indomable por encima de las cabezas de los demás mortales. Nada por encima de lo suyo. Lo suyo, lo mejor. Hasta que apareció lo suyo, el mundo estaba en tinieblas. Es una trasposición de su ego a su Orden. Es la psicología de los fariseos, los que no son como nosotros ni de nuestro pueblo, son unos malditos. ¿Ayudar, propagar lo otro, lo que no sea lo nuestro? Nada de nada. No entienden esa actitud. Lo mejor es lo suyo, y eso es lo que hay que difundir por todos los mares y la tierra: “¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para ganar un prosélito y, cuando lo conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble que vosotros!” (Mt 23,15). Lo demás, lo ignoran. Los que no hablan nuestra lengua o no son de nuestro tipo sanguíneo no son nuestro prójimo.

5. Lo he vivido en mi propia carne y no podía creerlo. Era yo muy joven cuando Dios quiso que fundara una Institución nueva. Un santo sacerdote, me había invitado a dirigir Ejercicios Espirituales en su Parroquia, y me dijo: V. ya sabe que los sacerdotes no quieren bien a los fundadores. ....!!!.Yo qué voy a saber! Muy pronto lo pude comprobar o sufrir. Se me cerraron muchas puertas, antes bien abiertas. Y no sólo de sacerdotes, sino de otros Institutos religiosos, a quienes antes había atendido y favorecido. Antiguas personas que yo había dirigido espiritualmente y que, me debían la vocación, se escondieron. Sus superiores les prohibieron relacionarse conmigo. Por lo visto me consideraban un competidor... Pero esto, ¿qué es? ¿A qué estamos jugando? Que almas consagradas a Dios piensen así y actuen de esta manera tan rastrera, no me cabe en la cabeza. En la Llama de amor viva, San Juan de la Cruz, en tema tan espiritual y sublime, se atreve a escribir que algunos confesores tienen celos de las almas como si fueran casados. Y como esta segregación, vamos a llamarla espiritual, existe, más de lo que creemos, Jesús les va a decir a los maestros de la Ley que están en un error, pues todos son hijos de Dios, que por muy judíos y conocedores que sean de la Ley, no la han entendido en absoluto. Dios camina con todos y a veces más con los herejes que con los creyentes fanáticos. Para ellos todo está en función de hacer prosélitos, asedian al que ven con capacidad apetecible para sus planes. Y cuando se ven frustrados, abandonan todos sus halagos, sin darse cuenta de que abren una herida, pero no les importa, encerrados y ciegos como están en su campaña egoista y antievangélica. Por eso Jesús cuenta la parábola, tan conocida, del buen samaritano, imagen de la auténtica santidad.

6. Como otras veces, introduce en la escena a un samaritano, hereje y no practicante del culto judío, que hace el contrapunto al sacerdote y al levita, piadosos, que bajan los 27 kilómetros que dista Jerusalén de Jericó, y se supone que vienen de ejercer sus funciones religiosas. Uno y otro, miran hacia el otro lado. Dan un rodeo. No quisieron ni contaminarse ni comprometerse. Era ilegal tocar la sangre y les incapacitaría para realizar sus actos de culto. Entre tanto, el pobre apaleado y medio muerto, queda tirado en la cuneta. El centro de la parábola es «un hombre». Lucas ha escogido el término «hombre», y no otro de los muchos posibles, y lo acompaña del indefinido «un/cierto»: este individuo personifica la humanidad y, en concreto, la que está de vuelta en sentido figurado: «un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó» (10,30). «Bajar de Jerusalén», siendo «Jerusalén» el término sacro empleado para designar la institución judía y, en especial, su centro, el templo, tiene sentido negativo. El alejamiento del templo se paga muy caro, pues puede significar desde el punto de vista judío, la pérdida de la propia vida. Lucas lo expresa en imágenes: «lo asaltaron unos bandidos, lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto» (10,30). Se explica, ahora, que bajando por aquel camino un sacerdote del templo y un levita o clérigo perteneciente a la misma alcurnia, uno y otro den un rodeo y pasen de largo (31-32). Pensarían: Le está bien empleado, por abandonar las prácticas religiosas..., ¡él se lo ha buscado! ¿Qué religión practicaban aquellos profesionales de la religión y especialistas de la ley? Todo era superficial, o peor, hipocresía. Para la religión de Israel era primero el culto que la caridad. Jesús va a propinar un duro golpe a aquella mentalidad.

7. Ahí está el delicioso samaritano, proscrito por los hombres de la Torá, que, seguro no viene del templo de Jerusalén, pues los samaritanos celebraban sus ceremonias en el monte Garicim y sin ningún remilgo, descabalga, comprueba el estado del herido, siente lástima, lo lleva a la posada en su propia cabalgadura, lo cuida, y pasa la si no hay alguna proximidad real y física noche con él. Paga al posadero, le encarga que siga cuidándolo, y que lo ponga todo a su cuenta. Cuando todos han escuchado la parábola diáfana, pregunta Jesús al letrado: "¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?". -"El que practicó la misericordia con él", respondió abrumado el letrado. "Anda, haz tú lo mismo", cerró satisfecho Jesús.

8. No necesitamos más argumentos. La lección está clara. Donde veas una necesidad, cuando veas en un apuro a tu hermano, practica con él la misericordia y estarás cumpliendo el primer mandamiento de la ley. El samaritano se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Se ha acercado al herido, se le ha aproximado. Sin alguna proximidad real y física no puede haber amor efectivo y eficaz. El amor del prójimo comienza interrumpiendo el propio camino, para ir al encuentro de otro. Este humilde inicio cuesta, porque supone abandonar el propio camino, los propios proyectos, el propio futuro y aceptar el del necesitado durante un cierto tiempo. Después, el samaritano se ofrece al herido como su futura mediato para sí mismo: es precisamente lo que hace curando las heridas, derramando aceite y vino y cargando sobre sus hombros a aquel hombre para montarlo en su misma cabalgadura. El herido es su única preocupación. El samaritano cede su puesto al herido. No es fácil saber ceder el propio puesto y aceptar el del otro. El samaritano es un hombre como los demás, con un pasado, una tradición, una familia, un trabajo, unas leyes y también unos proyectos. Le estaban esperando su trabajo, su familia, sus amigos. Pero, por un tiempo, lo ha dejado todo aparte. Sólo se aleja y continúa su viaje cuando ha confiado al herido a la organización especializada después de pagar al posadero dos denarios. Al final la respuesta a la pregunta de cómo hacerse prójimo: con los hechos y no sólo con palabras. Juan dirá: -“Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca. sino con obras y de verdad (1 Jn 3,18). Si el samaritano se hubiese contentado con acercarse y decirle a aquel desgraciado, que se estaba desangrando: Pobrecillo, ¡qué pena! ¿Qué ha pasado? ¡Animo! ¡Cúidese! o palabras semejantes y se hubiese ido, ¡eso si que habría sido penoso!

9. Jesús da un giro espectacular al concepto tradicional de prójimo. Prójimo es el samaritano, no el heridor. Esto signiñca que no hay que esperar a que el prójimo aparezca en el propio camino. Nos toca a nosotros estar atentos a que está ahí y lo hemos de descubrir. Prójimo es el que cada uno de nosotros está llamado a ser. No hay que plantearse la pregunta como la ha formulado el doctor de la Ley: «¿Quién es mi prójimo?» sino cambiarla por esta otra: “¿de quién puedo hacerme prójimo aquí y ahora?”.

10. Dice Orígenes que el hombre que descendía de Jerusalén a Jericó es Adán, la humanidad entera; Jerusalén es el paraiso; Jericó, el mundo; los ladrones son los demonios y las pasiones que hacen caer al hombre en pecado provocándole la muer­te; el sacerdote y el levita son la Ley y los profetas, que han visto la situación del hombre, pero no han podido hacer nada para cambiarla; el buen samaritano es Cristo, que ha derramado sobre las heridas humanas el vino de su sangre y el aceite del Espíritu Santo; la posada, a la que lleva al hombre recogido en el camino es la Iglesia; el posadero es el pastor de la Iglesia, a la que confía el cuidado; el hecho de que el samaritano prometa volver, indica el anuncio de la segunda venida del Salvador (Orígenes, Homilías sobre Lucas, 34). Jesús dijo a sus discípulos, después de haberles lavado los pies: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Juan 13,15). La parábola espera ser encarnada en nuestra vida diaria. El sacerdote y el levita son los que omiten prestar socorro para evitar complicaciones y reesponsabilidades.

11. Toda la civilización cristiana tiene su origen en esta parábola, ha escrito Cerfaux. Aunque muchísimos cristianos hoy parece que han heredado y practican más las actitudes del sacerdote y del levita que las del samaritano.

12. ¿De qué les sirvieron sus rezos y ceremonias al sacerdote y al levita? Los que estuvieran atentos para crer en lo sobrenatural, a la actitud de estos dos comerciantes de la ley, a estos dos profesionales del culto, tenían motivos para no creer, al menos en aquellos hombres y, en consecuencia, en lo que ellos representaban.

13. Cuando practicamos el amor y la misericordia estamos imitando la misericordia del Padre, que nos ha enviado a Jesús, su Hijo amado, a curarnos cuando estábamos apaleados por el demonio y caídos en la cuneta del pecado, como dice San Agustín, siguiendo a Orígenes. Jesús es el Buen Samaritano, que ahora nos está curando las heridas con el aceite de su palabra, y después con el vino de su sangre.

JESÚS MARTÍ BALLESTER


19. COMENTARIO 1

MI PROJIMO
«Un último aviso, hijo mío: nunca se acaban de escribir más y más libros, y el mucho estudiar desgasta el cuerpo.» Así reza la penúltima recomendación del libro del Eclesiastés (12,12), aconsejando al lector poner en práctica su contenido sin necesidad de buscar una mayor ilustración; el autor alude con esta frase a todos aquellos que, sabiendo lo que tienen que hacer, se refugian en elucubraciones mentales para no hacer lo que ya saben, y a quienes se debaten día y noche en­tre teorías sin poner los pies sobre la tierra, estirpe bastante común entre los humanos, hoy como ayer.

- Ayer. «Se levantó un jurista y preguntó a Jesús, para ponerlo a prueba: Maestro, ¿qué tengo que hacer para here­dar la vida eterna? » La pregunta iba de teoría; su objetivo, po­ner a prueba la ciencia de Jesús, su saber, su conocimiento de las Escrituras. Pregunta nada fácil de responder: entre tanto mandamiento -más de cinco mil- era difícil establecer una jerarquía. Leyendo superficialmente se podría pensar que se trataba de alguien deseoso de encontrar el camino de la vida verdadera, pero no. Aquel jurista sólo pretendía poner a prue­ba a Jesús.

Jesús no cayó en la trampa. Respondió preguntándole: «-¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo es eso que recitas? El jurista contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: Bien contestado. Haz eso y tendrás la vida.» A la vida se llega sólo por el amor al prójimo, sin interés, con la medida sin límite del amor a uno mismo. Camino difícil que exige mucha renuncia, a la que, tal vez, el letrado no estaba dis­puesto.

Por eso, «queriendo justificarse, preguntó de nuevo a Je­sús: Y ¿quién es mi prójimo? Jesús le contestó: “Un hom­bre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto. Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel camino; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo que llegó a aquel sitio: al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de viaje, llegó adonde estaba el hombre, y, al verlo, le dio lástima; se acercó a él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; luego lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó cuarenta duros, y dándoselos al posadero, le dijo: -Cuida de él, y lo que gaste de más te lo pagaré a la vuelta. ¿Qué te parece? ¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos? El letra­do contestó: El que tuvo compasión de él. Jesús le dijo: Pues anda, haz tú lo mismo» (Lc 10,25-37).

- Hoy. Aquel hombre indeterminado, viajero solitario, sin nombre ni compañía, maltratado por bandidos, y medio muerto, tiene rostro y nombre: son los dos millones de para­dos, los minusválidos, los jóvenes a la búsqueda del primer empleo, los miles de ancianos con pensiones de miseria, los enfermos de SIDA, los gitanos, los drogadictos, las comarcas subdesarrolladas, las bolsas geográficas de pobreza, los subur­bios de las capitales, las zonas rurales olvidadas, los países del Tercer Mundo...

Todavía hay muchos 'letrados' en nuestra sociedad que prefieren seguir preguntando al viento: -Y ¿ quién es mi pró­jimo?, cerrándose a la evidencia. Basta ya de tanta teoría...


20. COMENTARIO 2

¿QUIEN SE HACE HOY PROJIMO?

La parábola del buen samaritano tiene un sentido claro: el prójimo no es quien está cerca de mí, sino el que me necesita y al cual yo me acerco. A la luz del evangelio, la pregunta del jurista, «Y ¿quién es mi prójimo?», debería formularse así: ¿Quién se hace hoy prójimo de las dos terceras partes de la humanidad que están faltos de solidaridad?



LOS SABIOS Y ENTENDIDOS

En esto se levantó un jurista y le preguntó para ponerlo a prueba:

-Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?



Cuando volvieron los setenta enviados, Jesús, para cele­brar el éxito de la misión, dio gracias al Padre con estas palabras: «¡Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, por­que si has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla!» No se deben entender estas palabras como una condena de la inteligencia o de la preparación cultural: en las palabras que Lucas pone en boca de Jesús resuenan otras mucho más antiguas, del profeta Isaías: «Dice el Señor: Ya que este pueblo se me acerca con la boca y me glorifica con los labios mientras su corazón está lejos de mí..., fracasará la sabiduría de sus sabios y se eclipsará la prudencia de sus prudentes» (Is 29,14).

Uno de estos sabios, un jurista experto en la Ley de Moi­sés, es quien se acerca a Jesús y le pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna, con la intención de «ponerlo a prueba» (¿quizá porque Jesús no trataba con demasiada fre­cuencia el tema de la otra vida? ¿Pensaba quizá el jurista que Jesús había olvidado la dimensión vertical de la fe?)

Los judíos piadosos como aquel jurista recitaban cada día algunos pasajes de la Biblia; la respuesta de Jesús no es sino decirle a su interlocutor que recite una vez más lo que él tan bien sabe de memoria: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... Y a tu prójimo como a ti mismo». Ese es el camino para la vida eterna: «Haz eso y tendrás vida», le dijo Jesús. El sabio había quedado al descubierto: ¿qué sentido tenía preguntar acerca de algo que todo buen israelita sabía?



Y ¿QUIEN ES MI PROJIMO?

Pero el otro, queriendo justificarse, preguntó a Jesús:

-Y ¿quién es mi prójimo?

Tomando pie de la pregunta, dijo Jesús..

-Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos... dejándolo medio muerto. Coincidió que pasaba un sacerdote por aquel camino... y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo... Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba el hombre y, al verlo, se conmovió, se acercó a él y le vendó las heridas...



Cuando el letrado aquel intentó enmendar su patinazo, lo empeoró, pues puso de manifiesto que él era uno de esos sabios que honran a Dios sólo de boquilla. Y Jesús aprovechó la ocasión para, sirviéndose de una bellísima parábola, hacer una dura crítica a la religión judía, que, a pesar de las muchas denuncias de los profetas (véase, por ejemplo, Is 1,10-19; 58,1-12; Am 5,18-27), seguía haciendo compatible el culto a Dios con la falta de amor al ser humano y, al mismo tiempo, presentar una propuesta para superar las fronteras y las creencias y unir a los hombres en un abrazo de solidaridad.

La víctima de aquellos ladrones era un hombre, sólo un hombre, sin nombre; quizá judío, pues venía de Jerusalén. Quedó tendido junto al camino, sintiendo cómo se le escapaba la vida sin poder valerse por sí mismo; sólo la solidaridad de otro hombre podría salvarlo. Al principio tuvo mala suerte, porque no pasaron hombres corrientes, sino un sacerdote y un clérigo -un levita-. Seguramente iban o venían de dar culto a Dios, pero no se detienen; no parece que sus devocio­nes los impulsaran a la solidaridad; no escuchaban los gritos de aquella sangre derramada, que seguramente Dios sí que estaba oyendo (véase Gn 4,10).

Pero su suerte cambió cuando por aquel paraje pasó... un hereje, un samaritano, y este hombre, que si suponemos que el herido era judío estaba, por religión y por raza, lejos de él, se le acerca, se le aproxima, se hace su prójimo.

El jurista había preguntado «y ¿quién es mi prójimo?»; después de la parábola Jesús le pregunta: «¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» La cuestión, por tanto, no es ayudar al que tengo cerca, sino acercarme al que me necesita.



¿Quién es hoy mi prójimo? O mejor, ¿quién está dispuesto a hacerse prójimo de tantos hombres y mujeres que están tendidos a lo largo del camino de la vida, apaleados por tantos bandidos? De los que mueren de hambre que hoy se puede saciar, de los que mueren de enfermedades que sería fácil curar, de los que mueren por ignorancia que habría sido posible enseñar...?

Cierto que hoy no basta con dar una limosna o regalar unas medicinas; hoy podemos intentar ser prójimos de pue­blos enteros, de toda la humanidad; hoy la parábola del buen samaritano tiene que tener una dimensión política: promover e impulsar un nuevo orden económico internacional que esté basado en la justicia y no en la prepotencia de los ricos, en la solidaridad y no en la ambición.

¿Quién estará haciendo hoy los papeles del sacerdote y el clérigo y quién el del buen samaritano?


21. COMENTARIO 3

HACER EL BIEN AL PROJIMO, SEGURO DE VIDA ETERNA

Jesús no debía hablar demasiado de la otra vida, de la «vida eterna», cuando tanto un jurista o maestro de la ley como un dirigente de Israel le formulan la misma pregunta: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (10,25; 18,18), para ponerlo a prueba, es decir, para atraparlo con la pregunta, el primero, y para adularlo, es decir, para ganár­selo para la clase rica, el segundo. Quienes no quieren compro­meterse con el hermano necesitado hablan siempre de la vida eterna. Es como una droga que los aliena de los deberes con la vida presente. Y no solamente hablan de ella, sino que quieren imponer este lenguaje, el lenguaje común a todas las religiones, que brota de lo más profundo del hombre, pero que necesita ser clarificado por el mensaje liberador y comprometido de Jesús. El jurista está molesto porque Jesús no habla a la gente de lo que él cree esencial para un buen judío y que es el centro de su religión: los diez mandamientos, contenidos en las dos tablas de la Ley de Moisés. Se trata de la Ley fundamental de Israel, como lo es la Constitución para las naciones modernas. Siendo, sin embargo, Israel una teocracia, Constitución es igual a Ley de Dios.

Jesús no se deja atrapar. Ni siquiera se digna recitarla. Hace que sea el propio jurista quien se dé la respuesta: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo es eso que recitas?» (10,26). La recita­ción del Shema Israel (= «Escucha, Israel») es perfecta, como quien recita el Credo. El jurista no se ha contentado con recitar largo y tendido el encabezamiento solemne del Deuteronomio: «Amarás al Señor tu Dios...» (Dt 6,5), sino que ha añadido una breve referencia al prójimo (segunda tabla de la Ley), sacada del Levítico: «Y a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). No basta con recitar de memoria y con los labios, es preciso ponerlo en práctica. Quien cumple la Ley tiene garantizada la vida eterna. Pero, entonces, ¿qué ha venido a hacer Jesús si no ha venido a hablarnos de la otra vida? La respuesta la reserva Lucas para el final de la estructura, cuan­do, en la perícopa gemela, un dirigente de Israel le formulará la misma pregunta. Pero no anticipemos. Primero es preciso asimi­lar las enseñanzas que encierran las secuencias que componen esa gran estructura.



LOS HOMBRES RELIGIOSOS PASAN DE LARGO

La secuencia que ahora examinamos tiene forma de tríptico. Acabamos de ver la hoja izquierda. En el centro se encuentra la parábola. En la hoja derecha, la enseñanza o «moraleja». El jurista que quería atrapar a Jesús se ha quedado atrapado en su propia trampa («queriendo justificarse»): ha recitado demasiado bien los mandamientos. Jesús lo ha invitado a «hacer», y cuando se trata de «hacer» no hay más remedio que tener en cuenta al prójimo. El jurista pretende escurrirse: «Y ¿quién es mi próji­mo?» (10,29), como quien dice: Esto es muy difícil de saber. Jesús le propone una parábola.

El centro de la parábola es «un hombre». Lucas ha escogido el término «hombre», y no otro de los muchos posibles, y lo acompaña del indefinido «un/cierto»: este individuo personifica la humanidad y, en concreto, la qué está de vuelta en sentido figurado: «un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó» (10,30b). «Bajar de Jerusalén», siendo «Jerusalén» el término sacro em­pleado para designar la institución judía y, en especial, su centro, el templo, tiene sentido negativo. El alejamiento del templo se paga muy caro; puede significar la pérdida de la propia vida, desde el punto de vista judío. Lucas lo expresa en imágenes: «lo asaltaron unos bandidos, lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto» (10,30c). Se explica, ahora, que bajando por aquel camino (no se dice que bajen de ¡Jerusalén!) un sacerdote del templo y un levita o clérigo perte­neciente a la misma alcurnia, uno y otro den un rodeo y pasen de largo (vv. 31-32). Su comentario sería unánime: Le está bien empleado, por abandonar las prácticas religiosas..., ¡él se lo ha buscado!



LA COMPASION DE LOS QUE EXPERIMENTAN LA MARGINACION

Lucas hace coincidir fortuitamente (explicitado en el texto) tres individuos que representan a otros tantos estamentos: los dos primeros están estrechamente vinculados al templo, mientras que el tercero, un samaritano, representa al pueblo más odiado por un judío religioso. En los dos primeros hay coincidencia con el desgraciado, pero sólo material: «Coincidió que bajaba por aquel camino un sacerdote...; igualmente un clérigo, que llegó a aquel lugar...»; el tercero va derecho: «Pero un samaritano, que hacía su camino, llegó adonde estaba el hombre» (10,33). Hay una clara oposición entre el templo, que es el lugar por excelencia donde reside Dios, para un judío, y «aquel lugar» donde se encuentra el hombre que ha abandonado la institución. El samaritano está ya habituado a la maldición que los judíos profieren contra quienes abandonan la Ley y el templo: es un excomulgado. Va directamente «adonde estaba el hombre», como si hubiese olido la desgracia que ha caído sobre el hombre que ha abandonado la religión. Se compadece de él, y no sólo lo cuida personalmente, sino que se preocupa de que luego otros se ocupen de él (10,34-35).



EL PROJIMO SE CREA HACIÉNDOSE UNO MISMO PROJIMO

«¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (10,36). El jurista quería escurrirse de amar al prójimo con la excusa de que es muy difícil de individualizar quién es y dónde se encuentra. Jesús le responde que el prójimo no se pasea por la calle, no lleva ningún distintivo: uno mismo se hace prójimo cuando se acerca a los más necesitados, cuando toma partido por el hombre a quien han pisoteado sus derechos y que ha sido reducido a una condición infrahumana... El sama­ritano, marginado él también por su condición religiosa hetero­doxa, es capaz de sentir compasión por los proscritos por la institución oficial. No indaga en absoluto. Pasa a la acción y se vuelca haciendo el bien. El jurista no se atreve a pronunciar la palabra maldita («el samaritano») y responde: «El que tuvo com­pasión de él.» Jesús remacha el clavo: «Pues anda, haz tú lo mismo» (10,37). Quien se compromete con su prójimo tiene la vida eterna asegurada.


22. COMENTARIO 4

Podríamos encontrar un hilo conductor que enlace los comentarios de estos últimos tres domingos: la vocación cristiana implica necesariamente la conciencia clara de la misión, y las dos tienen como contenido la realización del proyecto de Dios, su plan de amor. Y esto constituye el tema de las lecturas de hoy.

El Evangelio nos sitúa frente a unos hombres y unos hechos concretos que exigen de nosotros un juicio de valoración y al mismo tiempo una opción fundamental: el descubrimiento y la decisión por el prójimo.

La parábola es todo menos un juego retórico, es algo más que una pieza literaria de la antigüedad. Es una constante interpelación a preguntarnos: ¿quién es mi prójimo? y ¿qué clase de samaritanos somos nosotros?

La postura del samaritano, a lo largo del camino, está en contraste con el comportamiento del sacerdote y del levita. Los profesionales de la religión ven al hombre medio muerto, como lo ve el samaritano. El "ver" es común a los tres. Lo que los diferencia es otra cosa. El sacerdote, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo; lo mismo hizo el levita. El samaritano por el contrario, "al verlo, le dio lástima". Sentir compasión es sufrir junto al otro, es compartir la situación del otro, es identificarse con el dolor ajeno, es ponerse de pie junto al otro, esto fue lo que sintió el samaritano, muy diferente a los otros dos que siguieron de largo.

Los dos especialistas de la religión pretenden llegar a Dios "pasando de largo", evitando el obstáculo representado por el prójimo. Es la gran ilusión: llegar a Dios pasando por encima del prójimo. Encontrar a Dios sin tener necesidad de encontrar al hermano. Conocer la voluntad del Señor ignorando la realidad provocadora que está ante los ojos. Ocuparse de las "cosas de Dios" sin caer en la cuenta de que lo que interesa a Dios son las "cosas de los hombres", sus hijos. Pensar en la propia alma permaneciendo sordos al grito de quienes sufren en las cunetas, en las calles de nuestras ciudades.

Esta parábola nos interpela sobre nuestra falta de sensibilidad ante la miseria humana, ante el dolor de tantos hombres y mujeres marginados y empobrecidos de nuestra sociedad. Dios nos reprocha nuestra falsa actitud cristiana y la puntualidad en los deberes religiosos "pasando de largo" delante de la humanidad, de la justicia, de la caridad. Hoy la parábola nos enseña que el único camino para llegar a Dios es a través del rostro sufriente de nuestro hermano.

El sacerdote y el levita han llegado sin obstáculo hasta el final de su camino, y han faltado al encuentro. El samaritano no ha dado más que dos pasos, pero en la dirección exacta.

COMENTARIOS

1. Jesús Peláez, La otra lectura de los evangelios II, Ciclo C, Ediciones El Almendro, Córdoba

2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Para que seáis hijos". Ciclo C. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

3. J. Mateos, Nuevo Testamento (Notas al evangelio de Juan). Ediciones Cristiandad Madrid.

4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).