29 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XIV
8-13

 

8.

1. Llamada a la libertad

Una de las ilusiones más hondas en todos los hombres y en todos los pueblos es la de la libertad. Los seres humanos no podemos vivir sin suspirar por ella. Una libertad que nunca llegaremos a alcanzar en el grado que quisiéramos.

Las huelgas, las revoluciones, el despertar de los pueblos, las crisis de la adolescencia y de la juventud, nacen bajo el signo de la libertad.

A la vez, el mundo moderno, sensibilizado como nunca ante este valor, experimenta la sensación de vivir bajo yugos poderosos: la opresión de los grupos de poder, la represión social, el imperialismo económico, la propaganda manejada con todas las técnicas posibles de persuasión... Ilegan hasta a hacernos perder la esperanza de llegar a una libertad verdadera.

También las personas vivimos maniatadas por mil hilos sutiles: la herencia, la educación, la comodidad, la influencia del inconsciente... hacen pensar a muchos que llegar a ser libres de verdad es prácticamente imposible.

El evangelio no es ajeno a esta aspiración de libertad. El reino de Dios que anuncia es la libertad y la liberación para todo el hombre y para todos los hombres: "Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado" (Gál 5,1).

Esto quiere decir que la libertad está en el horizonte del hombre como un bien asequible a todos. Una libertad que, por ser humana, tenemos que conquistar poco a poco, como todo lo verdaderamente humano. La liberación es un quehacer a desarrollar a lo largo de toda la vida. Hemos de trabajar por ser libres, por liberarnos de todo impedimento, para llegar a ser nosotros mismos. Esta es la vocación del hombre; una vocación que incluye la paz, el amor, la justicia y la verdad. Porque, ¿cómo ser libres sin amor dado y recibido, sin una sociedad justa en la que todos seamos iguales, sin que la verdad y la paz rijan todas las actividades de los hombres? ¿Cómo ser libres sin que lo sean también todos los seres humanos? Esta es la llamada que nos hace Jesús al enviar a sus discípulos a anunciar el reino del Padre; reino que incluye la libertad en todos los planos de la existencia de los hombres en el mundo.

2. El número setenta y dos

Jesús sigue camino de Jerusalén. En el comienzo de la subida vemos que está muy acompañado. Los discípulos irán experimentando lentamente la dureza del seguimiento. Un seguimiento que los arrancaba de las seguridades de este mundo y los introducía en un contexto de camino que llevaba hacia el Calvario. El simbolismo del viaje nos está indicando que sólo aquellos que, siguiendo a Jesús, se desprendan de los intereses y valores de la tierra podrán anunciar hasta el final el don y la verdad del reino, porque lo estarán experimentando en ellos mismos.

Solamente Lucas nos narra la misión de los setenta y dos discípulos. Mateo y Marcos no se acuerdan más que del envío de los Doce (Mt 10,5; Mc 3,14; 6,7), que también nos refiere Lucas (9,1-2)

Con la misión evangelizadora de los setenta y dos, Lucas subraya una vez más sus perspectivas universalistas: setenta y dos simboliza el número de las naciones paganas. También nos indica que la tarea de anunciar el reino es una obra a la que debemos contribuir todos los seguidores de Jesús, ya sean clérigos o laicos. Además, setenta y dos es número de plenitud y signo de todos los misioneros que posteriormente iban a anunciar el reino por todo el mundo. A través de ellos y de todos los que les seguirán en la historia, la misión de Jesús alcanzará a todas las naciones y llegará a su plenitud en la siega escatológica.

Este pasaje parece que fue escrito en un momento en que la primera comunidad cristiana se debatía entre reducir la predicación del evangelio a la comunidad judía o atreverse a anunciarlo a todos los hombres, superando las fronteras de raza y de religión.

Se encarga a los setenta y dos que anuncien la llegada del reino. Y ellos parten de dos en dos para realizar esta tarea. La Biblia no da valor a la afirmación de un solo hombre; no existe para ella más testimonio que el comunitario, aun cuando la comunidad quede reducida a dos miembros (Mt 18,20). Lo que en ellos nos interesa no es su posible función jerárquica, sino el trabajo misionero que realizan.

Estos setenta y dos, que formaron la primera comunidad con las mujeres y los Doce, interpretaron su vocación cristiana como un servicio al reino de Dios. Su elección por Jesús, su misión y la forma de desarrollarla son como la "regla fundamental" de toda comunidad cristiana que se precie de tal, sea laica o religiosa, ya que las exigencias cristianas son iguales para todos por el simple hecho de ser llamados por Cristo. Jesús no establece divisiones ni discriminaciones entre él y los suyos; a todos les propone -nos propone- el mismo camino de fidelidad al Padre: el suyo; a todos nos exige que anunciemos su mensaje a los que nos rodean. ¿Lo estamos haciendo?

3. El trabajo a realizar es enorme

"La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies". Enorme desproporción entre una gran oferta de trabajo y la escasez de mano de obra. Lo contrario que pasa en nuestra sociedad. Si los hombres buscáramos nuestro verdadero camino en la vida, ¿pasaría esto? ¿Cuántos están dedicando su vida a la conquista de la libertad, la justicia, el amor... que es el reino de Dios?

Jesús, ante la visión de un mundo que necesita recibir el anuncio del reino de Dios, parece tomar conciencia de lo exigua que es su acción personal y la de los apóstoles, de la necesidad de incorporar a otros obreros a la tarea. Y nos invita a la oración. Una oración que comienza con una mirada sobre la humanidad; una mirada que atraviesa las apariencias y penetra hasta lo más profundo de las aspiraciones e ilusiones de los hombres, a los que una ojeada superficial consideraría irremediablemente perdidos. Inaugurada en la oración -una contemplación que termina en petición-, la predicación del reino se convierte inmediatamente en acción: "¡Poneos en camino!"

Es preciso ponerse en camino, sin miedo, sin cálculo, con el solo mensaje de comunicar paz, que en el lenguaje judío significaba vida.

Entre los diversos aspectos que podría abarcar la acción misionera, la palabra ocupa el primer lugar. Una palabra que expresa la proximidad del reino de Dios, centro de toda verdadera predicación evangélica. Una proximidad que no es evidente por sí misma y que necesita el compromiso de la persona que lo anuncia para que sea aceptada. Mejor aún: el compromiso de al menos dos testigos de una comunidad. La vida de los mensajeros es la que tiene que cuestionar y hacer creíble el mensaje. Si todos los que hablamos de anunciar el reino lo hiciéramos, ¡qué distinto seria todo!

"Os mando como corderos en medio de lobos". Palabras para desanimar a cualquiera: enfrentar la debilidad de los corderos a la ferocidad de los lobos. Y es que con la persecución política y religiosa que veía venírsele encima, realmente podía decir esto de como corderos entre lobos.

Todos llevamos dentro de nosotros mismos muchas tendencias de lobo, que debemos ir convirtiendo. ¿No pretendemos a veces, quizá inconscientemente, reducir a los que nos rodean a meros corderos que asientan a todas nuestras ideas, proyectos y manías?

4. Reino de Dios e Iglesia

El anuncio del reino de Dios es la única razón de ser de la Iglesia. Jesús no se ocupó directamente de organizar una Iglesia tal como hoy la entendemos. Su misión estaba puesta en otra tarea mucho más importante: el reino de Dios, cuya predicación fue el objetivo fundamental de su vida.

La Iglesia es menos que el reino; pertenece al reino, pero no sólo ella. Al reino pertenece todo aquel que trate de traer la paz, el amor, la justicia, la libertad y la verdad a todos los hombres y a todos los pueblos y en la medida en que lo haga. La Iglesia y cada cristiano perteneceremos al reino de Dios si ponemos igualmente en práctica sus exigencias; exigencias que no nos podemos inventar ni soslayar: son el servicio al pueblo.

No estaba en la mente de Jesús fundar una nueva religión tal como hoy la entendemos ni crear un tinglado eclesiástico como el que hoy tenemos, entre otras razones por la conciencia que tenía de la proximidad del reino de Dios. Con el paso del tiempo, al comprobar que la parusía no era inmediata, fue surgiendo su organización. Hoy necesitamos volver al punto de partida: trabajar por el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33). Lo demás es añadidura.

Es posible que ahora nos sea difícil entender esto al estar imbuidos de un cristianismo institucionalizado y clericalizado. Hemos llegado a perder de vista lo esencial. La Iglesia no es un fin en sí misma; todo en ella debe estar al servicio y en relación con el reino de Dios. Es un abuso histórico, que todavía sobrevive, la absolutización de la Iglesia y su burocracia clerical en detrimento del laicado y de toda su misión como comunidad de salvación, de amor, de justicia, de libertad y de paz universales.

Comprenderemos todo esto si tratamos de ponernos lo más cerca posible de la postura del mismo Jesús: no se predicó en ningún momento a sí mismo, ni buscó su prestigio personal, ni usó ningún título de nobleza religiosa; no dudó en provocar el escándalo de atacar a los dirigentes religiosos ni temió las consecuencias de enfrentarse con los dirigentes políticos... Y fue condenado a muerte porque anunció el punto de vista de Dios sobre la vida humana. Todo esto lo ponía en contradicción con lo que era entonces la religión oficial de su pueblo y la suya propia.

Hoy, veinte siglos después, los cristianos necesitamos corregir el rumbo de nuestra Iglesia, que parece ha desvirtuado lo que Jesús consideró como lo más importante. Si tenemos dudas sobre ello, nada mejor que seguir leyendo el texto evangélico: "No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias".

La Iglesia no tiene más finalidad en el mundo que proclamar el evangelio. El montaje de esta misión debe ser lo más simple posible, para que el aparato estructural no ahogue la espontaneidad del Espíritu. Solamente podremos convertirnos en signos del reino mediante un estilo de vida libre y desinstalado, como fue la vida de Jesús. Mal podremos comunicar aquello que no hayamos experimentado previamente en la propia vida.

Las indicaciones de Jesús para poder comunicar la buena noticia se pueden resumir: desprendeos de vosotros mismos, desprendeos de todo apoyo material, poned toda vuestra confianza en la fuerza de Dios y caminad en su nombre.

Hasta los peregrinos más pobres llevaban un pequeño bolso, un bastón y un manto para cubrirse por la noche. Jesús soslaya la importancia de estos elementos, dada la trascendencia del anuncio del reino y la premura con que deben actuar. Premura que se acentúa al decirles: "Y no os detengáis a saludar a nadie por el camino". Cosa que en los pueblos orientales implicaba gran ahorro de tiempo, porque el saludo iba acompañado de largas charlas intrascendentes. Su único saludo será dar la paz de Dios, sin que les preocupe si será bien o mal recibida.

Todas estas normas que les da tienen una sensación de urgencia, de no perder tiempo, de andar sin entretenerse en lo que no forma parte del objetivo principal. Todo ello supone una gran capacidad de renuncia en el discípulo, porque está en el combate definitivo y a eso debe responder.

5. La paz de Dios, don escatológico "Cuando entréis en una casa, decid primero: 'Paz a esta casa'". El reino de Dios viene como paz, palabra demasiado usada en nuestra sociedad. Sabemos que las naciones poderosas mantienen las guerras por intereses económicos, y sus presidentes tienen el cinismo de hablar de paz y de gastos de defensa para lograrla o mantenerla. ¿No serán gastos de ofensa? Vemos que el orden social se mantiene a fuerza de represión, y se alardea de una paz montada sobre muchas opresiones e injusticias. Los hombres buscamos la paz interior, pero lo hacemos por caminos tan equivocados que no la encontramos.

¿Tenemos derecho a hablar tanto de paz cuando las injusticias, represiones y faltas de libertad son tan constantes? ¿Podemos seguir permitiendo que la palabra paz se convierta en un eslogan publicitario más? ¿No es la paz algo muy serio para que se confunda con cualquier cosa y se prostituya de cualquier manera? Hay muchas clases de paz: la política, la social, la de las relaciones internacionales; la paz con Dios, con los demás y con uno mismo. Cuando el evangelio se refiere a la paz, habla de todas ellas, sin excluir ninguna.

La paz de Dios es un don escatológico que se asienta sobre cuatro columnas: la verdad, la justicia, la libertad y el amor. El esfuerzo por la paz será verdadero según tenga en cuenta estas cuatro columnas en la convivencia humana actual. Así se irá logrando la paz escatológica -plena y para siempre después de la muerte-.

Uno de los nuevos nombres con que actualmente podemos designar a la lucha por la paz es la no-violencia activa. Está más que comprobado que no se puede seguir luchando contra el mal produciendo más mal, no es posible combatir el pecado con nuevos pecados, no se hace desaparecer la violencia con otra violencia. En el fondo, la violencia está cargada de pesimismo; supone que sólo se pueden arreglar las cosas a base de golpes y de mano dura.

Nuestra civilización ha mitificado tanto al hombre violento, al hombre fuerte, que hemos llegado a creer que es el único que vale y tiene razón en las circunstancias criticas. Valiente no es el violento, sino el no-violento. La no-violencia es más eficaz a largo plazo, porque crea formas de convivencia y estructuras sociales más justas y duraderas, porque transforma a las personas en su interior y en su acción. Es necesario que los hombres nos convirtamos a la no-violencia si queremos alcanzar la paz.

El cristiano es el profeta que anuncia la paz, que no busca su prestigio personal, que cree incondicionalmente en el hombre --incluso en el que oprime y aplasta- y no se cierra nunca al diálogo. El profeta de la paz está expuesto siempre a padecer la marginación de la sociedad, porque tiene otra escala de valores y otra moral.

La paz evangélica comunica una pacificación total, que libera de fatigas, agobios y opresiones. Es la irrupción y la presencia en el mundo de los bienes mesiánicos. Para anunciar esta paz es necesario poseerla antes y después de comunicarla. ¿Somos nosotros, en medio de tanta agresividad, mensajeros de la paz?

El conjunto del texto nos está indicando que se trata de una paz problemática, que no en todas partes encontrará éxito y aceptación. Los disponibles a ella se beneficiarán de la paz mesiánica; lograrán su bienaventuranza (Mt 5,9).

6. El anuncio del reino

"Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya y decid: 'Está cerca de vosotros el reino de Dios'".

Siempre habrá personas y pueblos que acepten el mensaje del reino. Mensaje que debe ofrecerse gratuitamente. Si el mensajero dedica a esa tarea todo su tiempo, ¿de qué vivirá? Los que le escuchen y acepten sus palabras tienen que ofrecerle su hogar y su comida, "porque el obrero merece su salario". Cada uno debe poner en común lo que tiene: el mensajero, su palabra; los oyentes, su hospitalidad. De este compartir fraternal surgirán las comunidades cristianas.

Lo que tienen que hacer los discípulos es muy simple: comunicar lo que viven, hacer presente el reino con el cuidado y la curación de los enfermos, como signo de la salvación-liberación que ofrecen. A medida que la paz avanza y crece en los de buen corazón, esa paz volverá a ellos en forma de ayuda, de comida y de hospedaje. De la pobreza que se desprende de este texto surgió "eso" que llamamos hoy cristianismo. Los que se unan a Cristo para su empresa evangelizadora no pueden perder nunca de vista que trabajan para el reino de Dios, un reino que "está cerca de vosotros". Y deben tener también conciencia de la dificultad de la misión, de la hostilidad con la que se van a encontrar. Hostilidad que no sólo vendrá de los de fuera, como sucedió en todas las épocas y sucede ahora.

¿Y cómo hacer este anuncio del reino? Es importante que nos paremos a examinarlo. Desde luego, no se trata de exponer una larga teoría de afirmaciones a creer o una complicada serie de mandamientos a cumplir, como parece que pretendemos con tanto catecismo desvinculado de la vida concreta de Jesús de Nazaret. Mucho menos con el código de derecho canónico. Se trata de algo más sencillo de decir, aunque sea más difícil de llevar a la práctica: que con nuestra vida, con lo que hacemos o podríamos hacer, hagamos crecer el reino de Dios. Es decir, que aportemos a nuestro alrededor más amor, más libertad, más verdad, más justicia, más paz; que sepamos ayudar, con sencillez y sin pretensiones, adaptándonos a cada realidad humana, a que cada hombre pueda abrirse a este reino que está cerca de cada uno -tan cerca que lo tenemos dentro de nosotros, en esos anhelos de amor, libertad... que hay dentro de cada persona- y al que con frecuencia no acogemos por falta de esperanza, por falta de alguien que nos ayude a descubrir que vale la pena intentarlo.

Abrirse a este reino de Dios que está cerca será a veces conseguir mayor comprensión y mejor convivencia en la vida familiar, será colaborar para mejorar las estructuras de cualquier comunidad o grupo, o mejor trato en el trabajo... Se trata, en definitiva, de descubrir y anunciar que es posible mejorar, cada vez más, toda nuestra vida, que es posible llegar a vivir esas ilusiones que todos llevamos dentro y a las que hemos renunciado por falta de esperanza, por falta de utopía. Y que mejorándola el reino de Dios viene a nosotros. Esta es la tarea, en todo momento y en toda circunstancia, del discípulo de Jesús.

El cristiano no puede andar preocupado por la propia subsistencia, ni buscando los propios intereses para instalarse en una vida cómoda, como parece ser el objetivo de la mayoría; debe estar prevenido contra el desaliento, porque va a encontrar más rechazo y persecución de lo que piensa; no debe confiar demasiado en el éxito... momentáneo. Jesús lo dijo: "Cuando entréis en un pueblo y no os reciban..." Es posible la oposición -¡y cómo duele la de aquellos que deberían ayudar!-, el enfrentamiento, en el que los discípulos de Jesús llevarán la peor parte: estarán como corderos en medio de lobos, carecerán de la posibilidad de defensa, no tendrán más salida que el camino de Jesús, que les lleva a la muerte; después de la cual sí vendrá el éxito, la victoria definitiva. Los perseguidores, por su parte, correrán el riesgo de un fracaso escatológico.

La dureza con que Jesús trata a los perseguidores habla de la gravedad y de su mala voluntad: "Aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo". ¿Insinúa también que la principal oposición e incredulidad vendrá de los propios cristianos, como entonces provenía de los judíos? Eso parecen indicar los versículos siguientes al hablarnos de Corozaín y de Betsaida.

¡Qué cuidado hemos de tener la Iglesia y cada uno de los cristianos! No podemos olvidar que con nuestras palabras y nuestra vida es el reino de Dios lo que hemos de proponer, que en el testimonio que demos es Dios mismo quien está comprometido.

La casi identidad que establece Jesús entre su palabra y la palabra de la Iglesia nos debe incitar a todos los cristianos a preguntarnos constantemente por la autenticidad evangélica de nuestras palabras, en lugar de tener esa ridícula seguridad en nuestras afirmaciones.

7. Corozaín, Betsaida, Cafarnaún

Consecuente con lo que acaba de decir sobre los pueblos que no reciban positivamente a los mensajeros, Jesús lanza un grito de lamento y de amenaza contra algunas ciudades de su Galilea natal. Está decepcionado y frustrado de ellas. Parece raro que no nombre a Nazaret, donde le fue tan mal, y sí Cafarnaún, donde parecía que las cosas le habían ido bastante bien. En todo este pasaje descubrimos que la oposición y el rechazo hacia Jesús fue general en Galilea por parte de los dirigentes y clases aposentadas de la sociedad. En Corozaín y en Betsaida, Jesús desarrolló su actividad con gran intensidad. Ambas oyeron el anuncio del reino y vieron los milagros que lo hacían presente, pero no se abrieron al evangelio.

El caso de Cafarnaún, ciudad donde Jesús permaneció más tiempo, es aún más grave. Mateo la considera peor que Sodoma, prototipo de ciudad maldita, por haber ignorado la nueva realidad que en ella se manifestaba. Tiro y Sidón eran ciudades paganas, de las que Isaías había profetizado su ruina (Is 23).

"¡Ay de ti!" es un grito de desventura; lo contrario que "dichosos". Con los mismos hechos de Jesús realizados en ellas, hasta las ciudades paganas más vilipendiadas se habrían convertido.

Esto nos plantea un interrogante: ¿Será más difícil convertir a un cristiano que a un pagano a Jesús?

Corozaín, Betsaida y Cafarnaún eran sedes de escuelas rabínicas y centros de cultura religiosa. Sabían mucho, y eso las perdió.

No cambiaron de vida, no cesaron de practicar la injusticia, no han hecho caso de la actividad de Jesús, que ponía en entredicho su religiosidad. La acusación de Jesús se dirige, sobre todo, a los círculos intelectuales que Mateo y Lucas van a mencionar a continuación (Mt 11,25; Lc 10,21), y que trataremos en el capítulo siguiente. Los pueblos siempre son manejados y, por eso, menos culpables. Qué razón tiene el proverbio chino: "Si haces planes para un año, planta arroz; si haces planes para diez años, planta árboles; si haces planes para cien años, educa al pueblo". Son planes de cientos de años los que necesita nuestro mundo para caminar decididamente hacia su transformación. Son los planes de Jesús de Nazaret, aunque no se noten demasiado después de veinte siglos. Teniendo en cuenta estos presupuestos, la lección del texto es fácil de sacar: a mayor actividad de Jesús en cada una de las ciudades, mayor responsabilidad. Estas ciudades no respondieron a la llamada. Las ciudades paganas hubieran respondido si hubieran presenciado los milagros que Jesús realizó en aquéllas. Por eso serán juzgadas con mayor severidad. Será más benigna ante el juicio la suerte de los que no han escuchado la palabra que la de quienes, escuchada, la rechazan.

El mensaje de Jesús destruye todo tipo de privilegios; se sitúa en el terreno personal de llamada-respuesta. Es la respuesta a su llamada la que decide la pertenencia o exclusión de su reino. Una respuesta que necesariamente tiene que traducirse en un determinado modo de vivir.

En el fondo de todo este pasaje se encuentra una experiencia de Jesús y de sus discípulos. ¿Por qué tanto recelo en aceptar que continúa sucediendo en el tiempo de la Iglesia? A la luz de esta experiencia hemos de comprender el verdadero riesgo de toda misión cristiana; misión que siempre nos enfrenta con la luz de Dios y nos sitúa ante la urgencia de una opción clara.

Jesús envía a los suyos. Les ha encomendado un tesoro (Mt 13,44) y quiere que lo extiendan hasta los confines del orbe (Mt 28,19-20).

"Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha..." El mismo Jesús está detrás de las palabras de sus mensajeros. ¡Qué cuidado hemos de tener por ello! La causa por la que luchamos no es personal ni individualista, sino colectiva y única; abarca por igual desde Dios hasta el último creyente.

8. Regreso de los setenta y dos: SAS/CAIDA:

"Los setenta y dos volvieron muy contentos". Son momentos de optimismo. Descubrieron que el reino es una fuente de libertad: "Hasta los demonios se nos someten en tu nombre". El resultado es muy positivo. Todo es signo de un reino que va surgiendo y de otro que se resquebraja: "Veía a Satanás caer del cielo como un rayo". Jesús comparte su alegría y la reafirma usando un lenguaje simbólico para expresar correctamente lo que sería muy difícil decir en el lenguaje cotidiano: el mal, aun en sus dimensiones que nos sobrepasan, puede ser vencido; ya empieza a serlo. De aquí que la alegría no sea por el éxito personal, sino porque llega la hora de estar y de participar en la vida totalmente nueva fundada en el Dios de Jesús.

Jesús con el símbolo de Satanás nos revela toda la hondura de su obra. Satanás, signo de todo el mal que hay en el mundo, parece que domina a la sociedad y a los hombres. Jesús lucha contra él y lo va a vencer. Su victoria, y con ella la de sus seguidores, consistirá en superar todo el mal del mundo en ellos mismos y en los demás; incluso en las estructuras. La caída de Satanás es el anuncio de la victoria escatológica de Jesús. Perspectiva luminosa de su mensaje: anunciar su paz, su perdón de los pecados, su libertad, su justicia, su amor... es anunciar y ofrecer una victoria... posiblemente para después de la muerte. Los setenta y dos lo anuncian con entusiasmo y así ven el fruto. Es difícil anunciar con entusiasmo algo que uno mismo no ha descubierto.

"Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo". Esta debe ser la máxima alegría para el discípulo; más que el éxito, que puede ser engañoso. "En el cielo" no indica un lugar fuera de la tierra, sino que es un modo de indicar lo propio de Dios; equivale a "en Dios". Son dichosos porque están experimentando la era mesiánica que los profetas habían anhelado.

Pero aún no han llegado a la plenitud: al encuentro personal con Dios, de cuya vida ya viven de alguna manera.

Esta victoria, que se va consiguiendo en el tiempo, desvela el contenido más profundo de lo humano. El hombre no es un esclavo de los elementos cósmicos, ni está sometido a los poderes irracionales del mal, ni puede darse por vencido ante la miseria de los otros hombres o del mundo. Los enviados de Jesús han recibido el poder de superar la maldición de nuestra tierra: poseen la certeza de que todo acabará bien. ¿Estamos en el camino?

A la luz de este texto, deberíamos revisar el espíritu de la Iglesia, de nuestras comunidades cristianas y de cada uno de nosotros. Los cristianos somos llamados por Jesús para ponernos al servicio de la libertad y de la justicia de todo el pueblo, tarea que nos exige aligerar al máximo la estructura institucional, no sea que sigamos empleando la mayoría de nuestro tiempo en su mantenimiento.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2 PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 99-110


9.

1. Al servicio del Reino

En los domingos anteriores hemos reflexionado acerca de las exigencias del discipulado. Si Jesús no establece divisiones ni discriminaciones entre él y los suyos, también es cierto que les propone el mismo camino de fidelidad al Padre que él ha adoptado para sí mismo. Hoy cerramos este ciclo de meditaciones sobre el seguimiento de Cristo preguntándonos cuál pueda ser la misión del discípulo de Jesús en el mundo. Este tema que Lucas desarrolla tan ampliamente en los Hechos de los Apóstoles, nos es propuesto hoy a raíz de la elección y misión de los «Setenta y dos discípulos», que, si parecen tener una categoría inferior con respecto a los Doce en cuanto a organización interna de la comunidad cristiana, no parecen tener una misión distinta en cuanto a la evangelización.

Estos setenta y dos laicos que formaron con las mujeres y los Doce la primera comunidad cristiana, forman lo que hoy llamaríamos un laicado comprometido que interpretó su vocación cristiana como un servicio al Reino de Dios. Su elección a cargo directo de Jesús, su misión y la forma de desarrollarla son como la «regla fundamental» de toda comunidad cristiana que se precie de tal, sea ésta laica o religiosa, ya que las exigencias cristianas son iguales para todos por el simple hecho de ser llamados por Cristo, sin que la diferencia de estructuras o formas de vida sea motivo para que supongamos que existen dos formas de cristianismo. Por todo ello, el texto evangélico de hoy tiene una importancia particular.

Lo primero que nos llama la atención y que debe ser punto de entrada de nuestras reflexiones es el encuadre general del relato. En efecto, todo él tiene como perspectiva general la cercanía del Reino de Dios, cercanía y presencia que constituyeron no sólo el contenido de la predicación de los Doce y de los Setenta y dos, sino que son el horizonte que jamás hemos de perder de vista cuanto queremos referirnos a la acción de la Iglesia en el mundo y a la misión concreta de los cristianos.

Jesús, ante la visión de un mundo maduro para la acción del Reino de Dios, parece tomar conciencia de lo exigua que podrá ser su acción y la de los Doce si no incorpora otros obreros para la siega mesiánica. A menudo la presencia definitiva de Dios en el mundo es comparada, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, con la obra de un segador que junta en gavillas a los hombres, buenos y malos.

El gran segador ha llegado. No es él el dueño de la mies, sino el obrero principal, el hijo que trabaja para el Padre. Quienes se unan a Cristo para su empresa evangelizadora, no pueden perder esta perspectiva fundamental: Trabajáis para el Reino de Dios, un Reino que «está cerca de vosotros».

Sabido es que Jesús no se ocupó directamente de organizar una Iglesia tal como hoy la entendemos. Su mente estaba puesta en otra tarea mucho más importante: dirigir la mirada de los suyos hacia el Reino de Dios para que todo lo que se haga en adelante lo sea teniendo en cuenta esa perspectiva. Bien vale aquí la conocida frase del Señor: «Buscad primero el Reino y su justicia (su salvación) y todo lo demás vendrá por añadidura.» La organización de la Iglesia es una tarea pospascual y estará a cargo, de una manera más bien improvisada, de los Doce y sus colaboradores, tal como lo describe el segundo libro de Lucas. Es que la Iglesia -o sea, la comunidad de los que siguen a Jesús- nace de la conciencia de la pertenencia al Reino y de la conciencia de una misión particular en el mundo con relación al anuncio de ese mismo Reino. No estaba en la mente de Jesús fundar una nueva religión tal como hoy la entendemos ni crear un aparato eclesiástico como el que hoy tenemos, entre otros motivos por la conciencia que él tenía de la proximidad absoluta del Reino, que pronto sería instaurado tal como los profetas lo anunciaron, de lo que se hace eco el texto de Isaías que hoy constituye la primera lectura: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella... porque así dice el Señor: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz...»

Fue sólo con el correr del tiempo cuando los cristianos tomaron conciencia de que la Parusía o Segunda Venida del Señor se prolongaba más de lo calculado. Y entonces las numerosas comunidades desparramadas por los rincones del imperio romano se vieron en la necesidad de afirmar día a día su organización, adoptando por lo general los modelos hebreos con las adaptaciones del caso.

Lo que hoy nos interesa no es describir ese proceso sino afirmarnos en el punto de partida: los cristianos hemos sido llamados para trabajar en la mies del Reino de Dios cuya salvación universal -justicia y paz- es el objetivo último. Lo demás es añadidura, relativa y precaria al mismo tiempo.

Es posible que hoy se nos haga un tanto difícil entender esto, ya que estamos tan imbuidos de un cristianismo institucionalizado y clericalizado, que hemos llegado a perder de vista lo más esencial. Dicho más claramente: la Iglesia no es fin en sí misma ni debe predicarse a sí misma, sino que toda ella está metafísicamente en relación con el Reino de Dios, a quien debe obediencia y para quien sirve con todas sus fuerzas.

A menudo a lo largo de estos tres ciclos litúrgicos hemos tenido la oportunidad de reflexionar sobre este tema que, si nada tiene que ver con una posición hostil o descalificadora hacia la Iglesia en cuanto comunidad organizada, sí pone el dedo en la llaga sobre un abuso histórico que aún sobrevive: la absolutización de la Iglesia como tal y con ella la sobrevaloración de la burocracia clerical, en detrimento, no sólo del laicado, sino de toda la misión de la Iglesia, cuerpo de Cristo, como comunidad de salvación, de justicia y de paz universales.

Para comprender todo esto, nada mejor que ponernos en la posición del mismo Jesús: no se predicó a sí mismo en ningún momento, renunció a todo título de nobleza religiosa, y, sin embargo, fue condenado a muerte porque anunció el punto de vista de Dios sobre la vida humana, a pesar de que ello lo ponía en contradicción con lo que era entonces la religión oficial de su pueblo y de él mismo.

Hoy, veinte siglos después, acercándonos al segundo milenario de su nacimiento Y muerte, los cristianos necesitamos volver a la página evangélica de hoy para corregir cierto rumbo que, en cierta manera, ha desvirtuado lo que Jesús consideró como lo único importante.

Si todavía nos quedaran dudas al respecto, nada mejor que continuar con el relato evangélico, duro y radical como nunca.

2. Total pobreza evangélica

Todas las indicaciones que Jesús da para el viaje misionero y para la actividad de los Setenta y dos, si tenemos en cuenta su espíritu, pueden resumirse en una sola idea general: desprendeos de vosotros mismos, desprendeos de todo apoyo material, poned vuestra confianza en la fuerza de Dios y caminad en su nombre.

Como es característico de Lucas cuando de la pobreza se trata, exagera el lenguaje en beneficio de la radicalidad de su mensaje.

Hasta los peregrinos más pobres tenían derecho a un pequeño bolso, un bastón y un manto para cubrirse por la noche. Jesús soslaya la importancia de estos elementos, dada la trascendencia del anuncio del Reino y la premura con que se debía actuar. De ahí la indicación de no detenerse en «saludar», cosa que en los pueblos orientales implica un gran ahorro de tiempo, pues el saludo lleva a largas charlas intrascendentes.

Por lo demás, que no se olviden que su único saludo es dar la paz, la paz de Dios, sin que les preocupe si será bien o mal recibida. El cristiano es el hombre de la paz, a pesar de que a menudo podrá parecer un extraño por eso mismo. ¿Y cómo vivir? A medida que la paz avanza y crece en los de buen corazón, esa paz volverá a ellos en forma de ayuda, de comida y de hospedaje, «porque el obrero merece su salario».

En cuanto a lo que tienen que hacer es también muy simple: hacer presente el Reino con el cuidado y curación de los enfermos y predicar la cercanía de ese Reino que ya ha llegado.

Aún hoy nos quedamos pasmados ante tan tremenda sencillez, y más pasmados cuando comprobamos que de esa pobreza espiritual y material surgió «eso» que hoy llamamos cristianismo.

Si bien es cierto que hoy no pretendemos cumplir estas indicaciones al pie de ]a letra, como sucedió con ciertas órdenes mendicantes en sus comienzos históricos, no menos cierto es que a la luz de este texto podríamos revisar el espíritu de nuestras comunidades apostólicas, tanto laicas como religiosas.

Los cristianos somos llamados por Cristo para ponernos al servicio de la paz y de la salud de todo el pueblo, tomando las palabras «paz» y «salud» en su sentido más amplio. Esta tarea nos exige aligerar la carga institucional, no sea que todo el tiempo y todas las energías se nos vayan en aprovisionarnos nosotros para terminar en un trabajo cuyo único objetivo es aumentar las vituallas y comodidades.

Una de las formas de vivir la pobreza evangélica es la pobreza institucional. Si pensamos en todo el potencial económico, político, humano, etc. de la Iglesia y lo poco que se invierte en una acción desinteresada en beneficio «de los pobres del Señor», no podemos menos de sentirnos avergonzados. Pero hay más: el escándalo de una Iglesia que se avitualla a sí misma en detrimento de los pobres es un constante sabotaje a la presencia del Reino de Dios en el mundo y una traición a Jesucristo.

De ahí nuestro punto de partida: la Iglesia debe estar al servicio del Reino de Dios y de su justicia; de lo contrario se transforma pronto en una anti-Iglesia que necesita ser evangelizada primero para que sus palabras puedan tener algún sentido.

Pastoralmente todo esto es muy importante: no se sirve al Reino de Dios con grandes iglesias, suntuosos edificios y toda una maquinaria económica y burocrática, sino con un desapego total a toda forma de poder para confiar solamente en que vale la pena empeñar una vida para que en el mundo haya un poco más de paz y de justicia.

El evangelio de hoy nos invita a una reflexión comunitaria para tocar el fondo del problema. Se nos invita a «ponernos en camino», rompiendo el inmovilismo de nuestras comunidades laicas y religiosas que quieren alabar a Dios sin servir a los hermanos; se nos urge a desprendernos de un secular peso que nos coarta para actuar con la libertad interior, fruto de la verdad de Cristo hecha carne en nuestra vida.

También es Pablo el que hoy nos dice: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.» El cristiano clava en la cruz los criterios de felicidad mundana y se clava a sí mismo para sentirse servidor de la comunidad.

Lo que queda de esta reflexión está a cargo de vosotros ya que no estamos ante un texto falto de claridad, sino todo lo contrario. Revisemos la forma de vida de nuestra comunidad, sus objetivos, su manera de vivir y de relacionarse con los demás, sus intereses encubiertos, la sinceridad de su preocupación por los demás..., y entonces nos encontraremos con que la página de hoy nos traza un modelo ejemplar de lo que tiene que ser la Iglesia universal y cada comunidad en particular.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 87 ss.


10.

1) Todo cristiano es un enviado. Este evangelio que hemos escuchado fue escrito en un momento en que la primera comunidad cristiana se debatía ante una encrucijada: o reducir el anuncio del Evangelio a la comunidad judía o atreverse a anunciarlo a todos los hombres, superando las fronteras de raza y de religión. Es un problema que hallamos también, más explícitamente en la segunda parte del evangelio de Lucas (en el libro de los Hechos de los Apóstoles). Por ello esta narración de hoy significa que JC quiere que todo cristiano sea un enviado a anunciar su Buena Noticia, que todo cristiano sea un trabajador del Reino. Entre todos los hombres, sin exclusiones. sintiéndose obrero del Reino, con una inmensa tarea por delante. Es preciso, dice J., ponerse en camino, sin miedo, sin cálculos, con el sólo mensaje de comunicar la paz (que en el lenguaje judío significaba vida).

2) Un enviado a anunciar el Reino de Dios. Fijémonos en lo que dice Jc que deben anunciar sus enviados: "Está cerca de vosotros el Reino de Dios". ¿Qué significa esto? Es importante que nos detengamos a examinarlo. No se trata, ante todo, de exponer una larga teoría de afirmaciones a creer, o una complicada serie de mandamientos a cumplir. Se trata de algo más sencillo (de algo más importante, de algo más hondo). Se trata de comunicar a nuestros hermanos -a cualquier hombre- que el Reino de Dios está cerca. Dicho de otro modo que en lo que hacemos o en lo que podríamos hacer, en nuestra vida cotidiana, podemos hacer crecer el Reino de Dios. Es decir, aportar más amor, más verdad, más bondad, más justicia. Esto es lo que espera Jc de nosotros: que sepamos ayudar, con sencillez, sin pretensiones, adaptándonos a cada realidad humana, a que cada hombre se abra a este Reino de Dios que está cerca y que muy a menudo no se acoge por falta de esperanza, por falta de que alguien nos ayude a descubrir que vale la pena confiar en él. Y trabajar por él.

Las concreciones podrán ser muy diversas según cada circunstancia. Abrirse a este Reino de Dios que está cerca será a veces conseguir mayor comprensión y mejor convivencia en la vida familiar; será también aportar una colaboración para conseguir más justicia y mejor trato en el trabajo; será apuntarse en la colaboración por mejorar los servicios de cualquier comunidad (en un barrio, en un pueblo, en la escuela, etc). Se trata de descubrir -y anunciar- que es posible mejorar toda nuestra vida. Y que mejorándola, el Reino de Dios viene a nosotros. Esta es la tarea, en todo momento y en toda circunstancia, del discípulo de Jc. A ello El nos envía. Para ello nos reunimos cada domingo: para recordar su entrega y pedirle que también nosotros sepamos darnos.

JOAQUÍN GOMIS
MISA DOMINICAL 1977, 13


11. SILENCIO  VACACIONES

Pide Jesús a sus discípulos que pasen por los pueblos y lugares contagiando paz. Tarea nada fácil, pues sólo quien la posee en su corazón puede comunicarla de verdad. Las vacaciones son, sin duda, momento privilegiado para reconstruir esa paz interior, a veces, tan maltrecha. He aquí algunas sugerencias para quien quiera descansar de una manera diferente.

Experimentar el silencio. Tal vez sea bueno olvidarnos por unos días de la TV y la radio. Nuestro espíritu lo agradecerá. Mejor todavía si sabemos encontrar de vez en cuando algún rincón tranquilo (la sombra de un bosque, la orilla de un río, la paz de una ermita...) para «estar en silencio», sin prisas.

El silencio nos revelará muchas cosas. Descubriremos nuestra agitación interior y nuestras tensiones. Sentiremos la necesidad de vivir de otra manera. El silencio relajado es siempre fuerza transformadora y fuente de paz.

Sentir nuestro cuerpo. La mayor parte del tiempo vivimos «en nuestra cabeza», olvidados absolutamente de nuestro cuerpo, crispado y tenso por las mil preocupaciones de cada día.

Hagamos una experiencia nueva al menos durante unos días: sentir nuestro cuerpo, respirar conscientemente y con calma, tomar conciencia de las diversas sensaciones, sentarnos de manera relajada, pasear sintiendo nuestro caminar. Descubriremos con más fuerza la alegría de sentirnos vivos.

Gustar la vida. Por lo general, tendemos a acumular en nuestro interior las experiencias negativas, sin detenernos ante lo bueno y bello de la vida.

¿Por qué no dedicar unos días a vivir más despacio, gustando las cosas pequeñas y saboreando agradecidos tantos placeres sencillos que ofrece el vivir diario? Quedaremos sorprendidos de todo lo que se nos regala de manera constante.

Aprender a mirar. Casi siempre corremos por el mundo sin captar apenas la vida que llena el cosmos y sin abrirnos al misterio que nos envuelve.

Es bueno tomarse tiempo para aprender a mirar el entorno más despacio y con más hondura. No se trata de afinar los sentidos, sino de captar la vida que palpita dentro de las personas, los seres y las cosas, y escuchar su eco en nosotros.

Sanar los recuerdos dolorosos. Para recuperar la paz es necesario curar las heridas que nos hacen sufrir interiormente. Liberarnos de los recuerdos dolorosos del pasado y de las amenazas del futuro.

Es un verdadero arte vivir plenamente el momento presente, aquí y ahora. El creyente lo aprende desde la fe: el pasado pertenece a la misericordia de Dios; el futuro queda confiado a su bondad.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 85 s.


12. EVON/TESTIGOS 

SIN ALFORJAS

Con frecuencia, entendemos la evangelización de manera excesivamente doctrinal. Llevar el evangelio sería dar a conocer la doctrina de Jesús a quienes todavía no la conocen o la conocen de manera insuficiente.

Si entendemos las cosas así, las consecuencias son evidentes. Necesitamos, antes que nada, "medios de poder" con los que poder asegurar la propagación de nuestro mensaje frente a otras ideologías, modas y corrientes de opinión.

Además, son necesarios cristianos bien formados doctrinalmente, que conozcan bien la doctrina y sean capaces de transmitirla de la manera más persuasiva y convincente. Necesitamos estructuras, técnicas y pedagogías adecuadas para propagar el mensaje cristiano.

Por último, es importante el número de evangelizadores que con los mejores medios lleguen a convencer al mayor número de personas.

Todo esto es muy razonable y encierra, sin duda, grandes valores. Pero, cuando se ahonda un poco en la actuación de Jesús y en su acción evangelizadora, las cosas cambian bastante.

El Evangelio no es sólo ni, sobre todo, una doctrina. El Evangelio es la persona de Jesús. La experiencia humanizadora, salvadora, liberadora que comenzó con Jesús.

Por eso, evangelizar no es sólo propagar una doctrina sino hacer presente en el corazón mismo de la sociedad y de la vida humana la fuerza salvadora del acontecimiento y la persona de Jesucristo. Y esto no se hace de cualquier manera.

Para hacer presente esa experiencia liberadora, los medios más adecuados no son los de poder y dominio sino los medios pobres de los que se sirvió el mismo Jesús. Solidaridad con los más abandonados, acogida a cada persona, perdón, creación de comunidad, ofrecer sentido a la vida...

Entonces, lo importante es contar con testigos en cuya vida se pueda percibir la fuerza humanizadora que encierra la persona de Jesús cuando es aceptada. Con ello no se rechaza la importancia de la formación doctrinal, pero sólo cuando está al servicio de la vida misma.

El testimonio tiene primacía absoluta. Las estructuras, instituciones y técnicas son importantes en la medida en que son necesarias para sostener la vida y el testimonio de los creyentes.

Por eso, lo más importante no es tampoco el número sino la calidad de vida de la comunidad que puede irradiar fuerza evangelizadora.

Quizás debamos escuchar con más atención las palabras de Jesús a sus enviados: «No llevéis talega ni alforja ni sandalias».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 325 s.


13.

La memoria peligrosa de Jesús

Uno de los grandes teólogos del siglo actual, el suizo Karl ·Barth-K, escribía que el predicador debía preparar la homilía teniendo la Biblia en una mano y el periódico en la otra. Esta frase de Barth nos puede llevar a afrontar hoy un hecho doloroso y cargado de polémicas durante esta semana: la noticia de la petición del teólogo Leonardo Boff de ser reducido al estado laical y abandonar la orden franciscana a la que ha pertenecido durante muchos años. Sobre este hecho se ha escrito mucho en los periódicos, ha habido entrevistas en televisión y creo que es importante que intentemos iluminar, desde la fe cristiana y aun con peligro de crear polémica, un acontecimiento que ha conmovido a muchas personas en su fe.

Podemos tomar como punto de arranque las lecturas de hoy. El evangelio de Lucas, que retomábamos el domingo pasado al iniciarse el camino de Jesús hacia Jerusalén, hacia su muerte y su resurrección, continúa con el episodio de la misión de los setenta y dos. Lucas, que nos había presentado con los otros sinópticos la misión de los doce apóstoles, es el único que nos relata la misión de este grupo más numeroso de seguidores de Jesús. Hay una cierta discusión sobre si su número es de 70 ó 72, ya que la cifra varía en algunos códices. Los comentadores consideran que estas cifras tienen un carácter simbólico (en ese gusto por las cifras tan frecuente en la Biblia): se hace referencia al mismo número de naciones de la tierra en un texto del Génesis o a la traducción griega de la Biblia, llamada de los LXX, realizada por ese mismo número de traductores.

Esta segunda misión de un número más alto de enviados parece indicar, en la mente de Lucas, la universalidad del mensaje de Jesús: «Se presiente que Lucas quiere presentar la evangelización como una obra a la que debe contribuir cualquiera que sea discípulo de Jesús». El envío de dos en dos está enraizado en la mentalidad bíblica que no reconoce el valor de la afirmación de un solo hombre; por ello, no hay más testimonio que el comunitario, aunque se reduzca a la mínima expresión de sólo dos enviados. Está reflejando igualmente el carácter tan fuertemente comunitario que tuvo la Iglesia primera y que debería mantener siempre. Y Jesús los envía por delante de sí, como Juan Bautista, porque todo misionero debe ser un testigo del que viene detrás de él y es mayor que él (L. Monloubou).

El texto viene precedido de una contemplación de la realidad: La mies es abundante y los obreros son pocos. Y subraya fundamentalmente dos aspectos: en primer lugar la dificultad y las tensiones que irán aparejadas a la misión: la metáfora agrícola de la mies da paso a la metáfora ganadera de los corderos entre lobos. Es fácil de pensar que Lucas tiene ante sus ojos, cuando escribe su evangelio, las grandes dificultades y persecuciones que experimentaban los cristianos en el mundo romano. El segundo aspecto se refiere a la precariedad de medios de aquellos enviados: no iban con grandes títulos doctorales ni con potentes medios de comunicación. Ni siquiera llevaban talega, alforjas ni sandalias. Iban solamente cargados con un doble mensaje: «Paz a esta casa» y «está cerca el reino de Dios». Es una paz, que no está exenta de tensiones (no olvidemos lo de los lobos y los corderos). Pero es el testimonio de aquellos enviados, de esos dos que forman una comunidad, que trasmiten una oferta de paz y de alegría, una buena noticia, que es la síntesis del mensaje de Jesús.

Precisamente la liturgia de la Iglesia y en relación con este mensaje, ha escogido en la primera lectura un texto consolador de Isaías, que este aplicaba a Jerusalén y que hoy referimos a la comunidad de creyentes: gozad, alegraos de su alegría; os saciaréis de sus consuelos; Dios hará derivar hacia ella como un río la paz; vuestros huesos florecerán como un prado. Y, con una de las pocas imágenes bíblicas que presentan a Dios como una madre, añade: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo». TEOLOGIA-LIBERACION El caso de Leonardo ·BOFF-LEONARDO no es fácil de evaluar. Desde luego hay que huir de actitudes duramente condenatorias, como alguien ha expresado estos días. Todo ser humano tiene derecho a que se le aplique la frase de Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados». Siempre digo que para poder valorar y, sobre todo, enjuiciar la situación latinoamericana, hace falta vivir en un continente marcado por una atroz injusticia y por una miseria aterradora. Evidentemente no todo lo que ha dicho y escrito Boff se puede canonizar. Por ejemplo, uno no puede estar de ninguna forma de acuerdo con sus declaraciones poniendo a Cuba como ejemplo de sociedad justa y cristiana. Pero tampoco se pueden discutir muchos de los puntos que ha expresado en la carta recogida estos días por la prensa: "lntenté conjugar el evangelio con la justicia social, y el grito de los oprimidos con el Dios de la vida. De esto resultó la teología de la liberación, la primera teología latinoamericana de relevancia universal. Con ella buscábamos rescatar el potencial liberador de la fe cristiana y actualizar la memoria peligrosa de Jesús, rompiendo con aquel círculo férreo que tenía al cristianismo prisionero de los intereses de los poderosos".

Porque hay que seguir diciendo, antes o después de la decisión de Boff, que la Iglesia no ha condenado de ninguna manera las intuiciones básicas de la teología de la liberación; que ésta puede tener sus limitaciones -como otras teologías-, pero que ha servido para subrayar la importancia del lugar desde donde se hace la teología. Dice Boff que los pobres «nos evangelizaron. Nos hicimos más humanos y más sensibles a su pasión» y la necesidad de que esa «memoria peligrosa» de Jesús nos recuerde nuestro compromiso con los pobres de este mundo. El mismo Jesús que hoy nos decía que la mies es abundante y los obreros son pocos, sentía lástima por la gente que no tenían qué comer en el descampado y decía a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer». ¿Qué sentiría y nos diría hoy el Maestro de Nazaret ante esos millones que malviven en "casas" de cartón y de lata, ante esas bandadas de niños que viven de la delincuencia en las grandes ciudades latinoamericanas, sin un hogar ni una familia, hasta sometidos a las cacerías de los que los exterminan como ratas? Todo ello no puede ser edulcorado, ni tachado porque Leonardo Boff haya pedido su reducción al estado laical...

I/SANTA-PECADORA: Algo se rompe en el corazón y en la vivencia religiosa de no pocas personas ante el paso dado por el teólogo brasileño. Las reacciones pueden ser contrapuestas entre nosotros. A mí me preocupa ahora el sentimiento de aquellos que se sienten desilusionados y se preguntan si la Iglesia de hoy es respuesta a los problemas de los hombres de nuestro tiempo. Una vez más, cito la carta de Boff: «No dejaré de amar el carácter mistérico de la Iglesia y de comprender sus límites históricos con lucidez y con la necesaria tolerancia». Porque nunca podemos olvidar que la Iglesia es y será siempre así: santa y pecadora, instituida por Jesucristo pero constituida siempre por hombres, con sus valores y sus mediocridades, con sus coherencias y sus incoherencias. Así ha sido, es y será siempre la Iglesia. Pero para mí hay algo siempre claro: el viejo adagio de que «fuera de la Iglesia no hay salvación», puede leerse siempre así: esta comunidad de creyentes, con sus límites y sus méritos, sigue siendo la comunidad que surgió de la misión de aquellos discípulos; a ella le debemos mucho; en ella debemos permanecer; a ella hay que quererla, tal como es, Y, ojalá, esta Iglesia sea, como dice el canon 5/B, «un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz». O lo que expresa poéticamente Isaías: una Iglesia que nos sacie con sus consuelos, que lleve en brazos a sus criaturas «como un niño a quien su madre consuela». Y que mantengamos la esperanza de que un día «nuestros huesos florecerán como un prado».

El mismo Barth decía que lo realmente difícil es «saber conciliar el periódico con la Biblia». Ojalá nuestra fe no sea nunca un reducto intimista, ajeno a los avatares de los hombres, y ojalá, sobre todo, no adormezcamos la memoria peligrosa de Jesús y lo que significa de compromiso para nuestra vida. El caso Boff y su mensaje lo siguen siendo.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 258 ss.