20 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO
6-14

6. 

He venido a llamar a los pecadores

Sin duda, son muchos hoy los que «pasan» de Dios y viven en una actitud de total indiferencia a cualquier llamada religiosa. Sus oídos se cerraron hace tiempo a toda invitación de la gracia.

Pero también hay muchos hombre y mujeres en cuyo corazón el recuerdo de Dios permanece vivo. Un Dios, quizás olvidado y arrinconado con frecuencia, pero que no está ausente de sus conciencias.

Pero bastantes de ellos no viven en paz con El. Dios les recuerda inmediatamente su vida pequeña, empobrecida por el egoísmo, la mediocridad y la búsqueda superficial del placer. Son creyentes que sienten necesidad de Dios, pero no se atreven a acercarse a El desde su conciencia de pecado.

Todos tenemos la tentación de pensar que el pecado es algo que aleja a Dios de nosotros. Pocos creen en un Dios que se acerca a los hombres precisamente cuando nos ve más desorientados y necesitados de vida y de paz.

Creemos en un Dios que mira complacido a quienes viven una existencia fiel pero cuyo rostro se enfurece y llena de ira frente a los pecadores.

Hemos hecho de Dios una caricatura a nuestra imagen y semejanza. Lo imaginamos tan pequeño como nosotros. Alguien que ama exclusivamente a quienes le aman y que rechaza automáticamente a quienes le contrarían. Nos resulta difícil creer en un Dios grande, que ama a los hombres sin fin, no porque nos lo merezcamos sino porque lo necesitamos. Los creyentes hemos de recordar una y otra vez la actuación y las palabras de Jesús: «No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».

Cometemos una grave equivocación cuando buscamos primeramente ocultar nuestro pecado, pacificar nuestra conciencia o justificar nuestra vida, para poder, en un segundo momento, presentarnos con una cierta dignidad ante Dios.

Nuestro pecado, por muy grave que sea, no ha de ser nunca un obstáculo para acercarnos humildemente a Dios. Al contrario, pocas veces está el hombre tan cerca de Dios como cuando se reconoce pecador y acoge agradecido el perdón de Dios y su fuerza renovadora.

En el interior mismo de nuestro pecado, podemos siempre encontrarnos con el Dios de Jesucristo que nos perdona, nos llama y nos invita a una vida mejor y a una felicidad mayor.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 81 s.


7.

1. La fe incondicional.

En el evangelio de hoy Mateo oye la voz de un desconocido que le dice: «Sígueme». No pregunta quién es ese hombre, no vacila, no pide un tiempo para reflexionar o para ocuparse de los negocios más importantes; sólo hay llamada y respuesta. Y esto definitivamente, pues Mateo (Leví) no abandonará ya el grupo de los doce. Es la fe pura e incondicional, como la fe de Abrahán que Pablo alaba en la segunda lectura. Abrahán, cuyo cuerpo, como el de su mujer, estaba «ya medio muerto», creyó sin vacilar en la promesa de Dios de que llegaría a ser padre de muchas naciones, plenamente «persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete» (v. 21). La llamada de Dios y de Cristo ni obliga ni condiciona al hombre, sino que le da tanto la libertad como la capacidad de seguirla por propia iniciativa. La llamada tiene un tono que contiene ambas cosas al mismo tiempo: que aquí habla alguien que me hace capaz de tomar la mejor decisión posible, y que, en cuanto que me necesita, me da también el mejor contenido posible de mi vida. Esto se encuentra en la llamada misma, y la respuesta no se produce únicamente después de una larga reflexión sobre su carácter; las dos cosas se incluyen mutuamente. En el caso de Abrahán se añade: esta obediencia de su fe "le fue computada como justicia". No es el que obedece el que computa algo para sí, es Dios en su libertad el que lleva la cuenta y computa.

2. Misericordia, no sacrificios.

La frase que Jesús pronuncia en el evangelio: «Misericordia quiero y no sacrificios», es una cita de Oseas (al final de la primera lectura). Tanto la exigencia de Dios en el profeta como la llamada de Jesús en el evangelio son pura misericordia. Pero en la Antigua Alianza Israel está tan ciego que cree que puede contar con la gracia de Dios como si fuera un fenómeno natural y ofrece sacrificios rituales de un modo puramente rutinario. Si Dios «hiere» es únicamente para hacer sitio a su exigencia: el amor, no el ritualismo; conocimiento de lo que Dios realmente es, no su sucedáneo mediante sacrificios. De este modo, en boca de Jesús, las palabras del profeta se convierten en la explicación de su llamada totalmente exigente al mundo: es pura misericordia para con los pecadores; y los pecadores saben instintivamente que esta llamada es la del médico que sana; los que creen tener buena salud, no tienen necesidad de médico, y por eso tampoco oyen la llamada del que sana y salva. Ofrecen o sacrifican algo de lo suyo («el diezmo de todo lo que gano»: Lc 18,12), pero no les cuesta nada, pues sus finanzas están también más que saneadas.

Estas, como ellos, no necesitan salvación. El publicano, por el contrario, que es pecador, y se sabe «enfermo», oye esta llamada y la percibe como la llamada de la misericordia.

3. La comunidad de mesa.

No deja de ser extraño que la llamada dirigida a uno de ellos (Mateo), ponga a otros «muchos publicanos y pecadores» en camino hacia Jesús, que verifica en ellos lo que se acaba de decir a propósito de la misericordia: Jesús permite que compartan la mesa con él, en una comensalidad prevista en principio sólo para Mateo. La comensalidad tiene siempre en la Biblia también un sentido religioso: relación de los miembros de la comunidad entre sí, pero en Dios. Todas las comidas de Jesús tendrán algo de este carácter: comunidad de mesa como expresión de la misericordia salvífica de Dios, que se explicita en Jesús como médico y que se convertirá cada vez más en esa comida en la que Jesús se da a sí mismo como medicina suprema, como medio de salvación por excelencia.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 82 s.


8.

Frase evangélica: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores»

Tema de predicación: LA LLAMADA A LA CONVERSIÓN

1. Hasta tal punto tuvo importancia la «llamada» de Jesús que sus discípulos -entre otras cosas- se denominaron «llamados» o «convocados». No se trata, en la llamada de Jesús, de modificar la condición de vida (los apóstoles siguieron pescando), sino de asumir una nueva existencia. El publicano Mateo -identificado como Leví-, al abandonar su menester, se convierte. Todo reside en la llamada de Jesús al decirle «sígueme». La vocación -entendida hasta hace bien poco como llamada a la vida sacerdotal o religiosa- la comprendemos hoy como llamada a ser discípulo, a ser cristiano. Evidentemente, hay llamadas especiales y concretas, como las de Abrahán, Moisés, los profetas, los apóstoles y Pablo. En definitiva, Dios llama para que sigamos a Jesús, compasivo y misericordioso.

2. La misericordia en la Biblia es más que compasión; es una actitud de bondad consciente que perdona siempre. Dios es misericordioso, sobre todo, con los pobres, marginados y pecadores. Pide constantemente misericordia. Cuanto más grave es el pecado del ser humano, más misericordia muestra Dios.

3. Para indicar que Jesús no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, propone Mateo esta escena en la que Jesús come con publicanos, a los que se consideraba paganos y pecadores. De este modo muestra el primer evangelista en la conducta de Jesús la misericordia de Dios. Los preferidos del Señor son los pobres y los pecadores. El discípulo ha de ser misericordioso como lo es el Padre de las misericordias. Ésta es la perfección que Jesús exige de sus discípulos.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Vemos a Dios misericordioso?

¿Somos nosotros misericordiosos?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 138 s.


9. JUGLARES DE DIOS

Fijaos bien. Es el mismo apóstol Mateo, convertido ya en uno de los cuatro evangelistas, el que nos cuenta su propia vocación, la llamada con que Jesús le impactó. Lo hace con unas pinceladas en las que quedan reflejadas las circunstancias, su decisión, el ambiente, las consecuencias. Y esas pinceladas, además de ser un hermoso testimonio de vida, pueden señalar el esquema-marco de cualquier vocación:

--«Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de impuestos... ». Ya lo véis. Era cobrador de impuestos, oficio no muy bien visto por cierto por el pueblo sufrido y explotado. Era cobrador, como podía haber sido labrador, artesano o pastor. Quiere esto decir, por lo que a mí toca, que Dios llama a quien quiere, como quiere y cuando quiere. El que vale no es «el llamado», sino «el que llama». El llamado sólo es un instrumento en manos de...

--«Jesús le dijo sígueme. Y él se levantó y le siguió». Aquí es donde empieza lo «estimable» del hombre, lo «mensurable», lo que los teólogos llaman «la correspondencia a la gracia». ¡Pueden darse tantos matices en la respuesta, tantas variantes en la entrega! Desde la decisión rápida y plena hasta el «dar largas al asunto» caben todos los grados del amor. Los que hemos sido llamados debemos meditar constantemente sobre la firmeza de nuestro «sí», sobre la pureza de nuestra entrega, sobre las posibles aleaciones de ganga y generosidad que van configurando la línea de nuestro seguimiento a Jesús. ¡Sería tan hermoso no caer en aquello que un día sentenció el mismo Jesús: «El que ha puesto su mano en el arado, si vuelve su vista para atrás, no es digno de ser discípulo mío!»

--«Estando Jesús en la mesa en casa de Mateo...». ALEGRIA/FE: Parece ser, por tanto, que Mateo dio un banquete para celebrar la «suerte» de su vocación. Y parece ser, sobre todo, que «seguir a Jesús», aunque sea con la cruz a cuestas, no es aventura para gentes tristes, pusilánimes y pazguatas. Piensan muy torcidamente quienes dicen a la ligera: «Era tan paradito el pobre, que se metió a cura». No se ha enterado la mayoría que el seguimiento de Cristo, cuando es verdadero, lleva a la dicha más verdadera. «La alegría de la fe» fue el título de un precioso libro de Enrique de Cabo, describiendo las diferentes etapas del vivir cristiano. También Cabodevilla, en «Aún es posible la alegría» y en forma epistolar, va brindando, a una variada galería de personas, la manera de vivir con alegría su particular situación. San Francisco de Asís quería que sus frailes menores encontraran «la verdadera alegría» y que fueran «joculatores Dei», juglares de Dios. Y esta palabra «joculatores» parece significar claramente «juego» y «risa». En cuanto a Santa Teresa, ya conocéis su famosa sentencia: «Un santo triste es un triste santo».

--«Muchos publicanos y pecadores se sentaron con Jesús». Y como los fariseos, al verlo, le criticaban, Jesús manifestó: «No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos».

Ya véis, los fariseos ni se enteraban. No sabían de qué iba la cosa. Eran ciegos y sordos. En cambio, no eran mudos. Mudos, no. Ellos, bla, bla, bla. Si no se hubiera sentado con los pecadores, le habrían acusado de «clasista» y «evadido». Pero como se ha sentado le tachan de «pecador». Siempre «bla, bla, bla».

Que lo sepa bien el seguidor de Cristo. Por fas o por ne-fas, le criticarán, le zancadillearán y pondrán en «solfa» lo que haga y lo que deje de hacer. Ya lo advirtió el mismo Jesús para que nadie se engañase: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros». Lo que hará falta, por tanto, es que aprendamos a «sentarnos con los pecadores» con el mismo estilo que lo hacía Jesús.

ELVIRA-1.Págs. 59 s.


10.

DIOS, QUE ES AMOR, NO SE IMPONE, SOLO SE PROPONE

En aquel tiempo, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado frente al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.

Una serie de verbos: «ver», «levantar», «seguir» ponen de manifiesto el carácter dinámico del encuentro del hombre con Cristo.

A poco que nos crucemos con él nos sentimos desafiados, empujados, e invitados a dejar de lado las seguridades adquiridas para abrazar el riesgo de una aventura que no acabará más que al final de nuestros días: el Evangelio.

Jesús interpela al mismo tiempo el corazón y el cerebro del hombre, le cuestiona las ideas y la cartera. Pero el resultado de esa interpelación siempre dependerá de su propia decisión, es el hombre quien tiene la última palabra.

En alguna ocasión, con el «joven rico» por ejemplo, Jesús no recibe la respuesta deseada. Respuesta que ha de ser tomada con plena libertad, sin instancias intermedias entre Jesús y el yo del hombre. Jesús se nos propone, nunca se nos impone, nos deja siempre en libertad de aceptar o no.

Los que tenemos el oficio de invitar a las gentes a seguir a Cristo no deberíamos olvidar nunca que, si la decisión se ha de tomar con autenticidad, es preciso que se disponga de una buena dosis de libertad personal y deseos de comprometerla o de capacidad de cambio. Para ello el hombre ha de sentirse acogido y aceptado, respetado, ha de sentirse feliz.

Los hombres necesitan de la acogida como el pájaro necesita el aire o el pez el agua. La acogida es un medio natural de movimiento y crecimiento, es la atmósfera de la humanidad. Allí donde falta la acogida, el respeto, el aire se enrarece, la respiración se paraliza y surge la atrofia desencadenada por el juicio y la condena.

La comunicación, fruto de la acogida y el respeto, es siempre punto de partida para una relación y fundamento de toda comunidad.

Y estando a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos.

Los judíos, al verlo, preguntaron a sus discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?»

Los fariseos son ese tipo de personas tan actuales que quieren sentirse orgullosos de sí mismos aunque sea al precio de que los otros se sientan avergonzados. Prefieren sus ideas a los hombres y son capaces de escandalizarse y de condenar con facilidad.

No será así entre nosotros, los cristianos, porque al tener fe en Dios hemos de tener fe en el hombre. Dios vive en cada hombre.

No hay un solo hombre que no lleve en sí enterrada una semilla de divinidad, que no haya sido afectado por la Encarnación. Para nosotros Dios y Jesús son una misma realidad y Jesús y los hombres también. Cristo ilumina a todo hombre que viene a este mundo; no podemos escandalizarnos de nadie, ni tachar a nadie de la lista de la esperanza: ya cambiarán y serán como Dios manda. Quien rompe con el hombre rompe con Dios su creador. Dios vive en cada hombre incluso en el pecador; no podemos buscarlo en las nubes.

Los fariseos son ese tipo de personas, tan de moda, que han descubierto una verdad elemental, a saber: que el hombre es débil e imperfecto; pero no descubrieron, u olvidaron, otra: que Dios lo puede salvar arrancándolo de su condición de caído y sacarlo de las tinieblas a la luz.

Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa "Misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».

Mi amor por el hombre no me puede dejar indiferente ante su situación. Amar a alguien significa ofrecerle toda mi personalidad para ayudarle a crecer. Esto es para mí la misericordia.

La misericordia no me permite hacer acepción de personas; no puedo devaluar a una persona ni por un acto ni por mil; eso es pasado y el valor está en el futuro. Los hombres juzgan y valoran el pasado; Dios valora el futuro, lo que puede alcanzar y ser el hombre. Por eso concede el perdón y deja que el pasado se aleje, que venga el futuro y que se cumpla el presente.

Jesús nos muestra cómo la esperanza en el hombre se vive y vitaliza; saliendo de sí mismo va al encuentro del hermano con disposición de invitarle a participar de su propia existencia vivida con gozo y, llegado el caso, con dolor.

Participar, tomar parte, significa comer, beber y vivir en comunidad. La comunión comienza en el estómago y en la cartera, nunca en la cabeza ni en las ideas. Pues sólo hay comunión auténtica cuando el conocimiento mutuo ha sido fruto del trato al que me ha llevado el afecto.

La vivencia del amor, como la de Dios, no surge desde las alturas, desde las estructuras o ideologías, sino desde la projimidad o proximidad, desde la cercanía, desde la comunicación. Mateo, por su parte, nos enseña que no hay que esperar a ser santo para empezar a ir con Cristo, para acogerle en nuestra casa y vida. Si esperamos a ser santos nunca llegaremos a amarle.

Para acabar, diré que unos predican a un Dios sin vida, (fariseos), otros una vida sin Dios (el cobrador de impuestos, el pecador y el publicano) y Jesús es un Dios/vivo que predica una vida divina al alcance del que quiera seguirle.

La impresión que deja Jesús, en este relato, es la de no ser absorbente, deja al hombre libre de abrirse a Dios o no. Nada en este mundo ni nada del pasado puede exigir un sí o un no; ni impedir un sí o un no. En esto todo está en nuestras manos.

BENJAMIN OLTRA COLOMER
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995. Págs. 56-58


11.

Nexo entre las lecturas

La Palabra que centra nuestra atención en este décimo domingo del tiempo ordinario es la "misericordia de Dios" hessed. Esta misericordia, se expresa de modo elevadísimo en el texto evangélico de la vocación de Mateo y del banquete de Jesús con los publicanos (EV). El Señor muestra con su palabra y con su testimonio que la misericordia de Dios es inmensa y desea la conversión de los pecadores, la salud de los enfermos. Sin embargo esta conversión hacia el Padre de las misericordias no es superficial sino afecta las fibras más íntimas de la personalidad. Por eso, el profeta Oseas amonesta al pueblo a no detenerse en una conversión superficial como "una nube mañanera o rocío de la mañana que se evapora"(1L). La conversión no es un proceso ritual, sino moral y religioso: Dios desea de nosotros amor y misericordia.


Mensaje doctrinal

1. La misericordia de Dios. La vocación de Mateo, un publicano y por tanto considerado pecador público, nos coloca de frente al inconmensurable amor de Dios que envía a su Hijo a salvar a los pecadores. No son los sanos los que tienen necesidad de médico sino los pecadores. Aquí se nos muestra que la enfermedad no es sólo física, sino también ,y sobre todo, moral. El pecador es alguien que tiene necesidad del médico divino, de la misericordia de Dios. Toda la historia de la salvación, desde la creación del mundo y del hombre, pasando por la llamada a Abraham, la misión de Moisés y la palabra de los profetas, hasta la Encarnación del Verbo, muestra un camino ininterrumpido de Dios que viene hacia el hombre para destruir el pecado y la muerte, elevarlo a la participación de la naturaleza divina y concederle la vida eterna. Nada ha podido disuadir a Dios de su infinito amor por los hombres. "La divinidad viene a la humanidad, para que la humanidad llegue a la divinidad" comenta san Pedro Crisólogo (sermo 3º, 3).

Podemos decir que el camino de Dios al hombre está asegurado con un amor fiel e indefectible. "Dios es fiel a su amor". Sin embargo, el camino del hombre hacia Dios está asechado por grandes peligros y es incierto. Por eso, la vida del hombre hacia Dios es dramática: es un "ya, pero aún no". Es una posesión pero no plena ni definitiva. Es un caminar en la fe, en la esperanza y en el amor.

2. La esperanza contra toda esperanza. La segunda lectura nos presenta a Abraham, el padre de los creyentes. El hombre de la obediencia en la fe que salió de su tierra sin saber a dónde iba. Abraham es modelo de la fe. Él cree y espera aunque la evidencia inmediata sea contraria. Él vive, sirve y ama en la fe. Es decir, ama, aunque no sienta que ama. Sirve y obra aunque no vea la compensación divina de sus obras. Para él era suficiente la promesa del Señor y eso bastaba. Así, no obstante una vida entrada en años y la esterilidad de Sara, su esposa, no duda de la promesa de Dios y "espera contra toda esperanza". Su indignidad y pobreza humanas para llevar a cabo su misión son ampliamente suplidas por el poder de Dios y por su misericordia.

A Abraham se le acreditó a su favor este acto de fe. Pablo, partiendo del ejemplo del patriarca, muestra una realidad extraordinaria: también a nosotros nos será acreditada igualmente la fe en Cristo Nuestro Señor a quien Dios resucitó de entre los muertos. Así como Abraham se hizo fuerte en la fe al creer que Dios es capaz de cumplir lo que promete, de igual modo nosotros nos hacemos fuertes en la fe si confiamos sin dudar en la promesa del Señor. "Ten ánimo, sé valiente, espera en el Señor". En la fe en Cristo resucitado, encuentra el cristiano la razón de su vivir y el significado de su misión en la existencia. Sólo por esta fe puede esperar contra toda esperanza y ninguna adversidad de esta vida lo hará sucumbir.


Sugerencias pastorales

1. La fortaleza del cristiano. La fortaleza cristiana se funda en su debilidad porque cuando es débil entonces es fuerte. Cristo, al acudir a Mateo, parece llamar al apostolado a un hombre que en apariencia no es apto. Es un pecador público, un hombre que no es digno de confianza, un hombre alejado de la sociedad judía. Sin embargo, el Señor es el médico que sana las heridas, que levanta al caído, que da vida a quien ha perecido y, así, con plena autoridad, se dirige a Mateo y le dice: Sígueme. Esta es una actitud que la pedagogía de Dios usa cuando nos sentimos desvalidos y sin fuerzas para seguir el camino: Él se hace presente, sale a nuestro encuentro y nos descubre un panorama de donación y de entrega que ni siquiera podíamos soñar. Cuando nos sentíamos indignos de su confianza y desalentados, él manifiesta que sigue confiando en nosotros y que cuenta con nuestra ayuda. Es decir, se olvida de nuestro pecado y nos llena de responsabilidad en la tarea evangelizadora. El cristiano que de verdad se convierte y escucha la voz del Señor, experimenta la gravedad y responsabilidad de este: "Sígueme". La conversión pasa por tanto por un fuerte sentido de la misionalidad, el sentido de la misión en la propia existencia.

2. La conversión del alma. Jamás debemos desesperar de la conversión de un alma. El Espíritu actúa por doquier y lo vemos en la acción de las almas en la predicación, en la acción litúrgica, en la vida familiar y en los movimientos eclesiales que se suscitan en el seno de la Iglesia. El pastor debe ser siempre el instrumento de la misericordia divina.

P. Octavio Ortiz


12. COMENTARIO 1

LAS MALAS COMPAÑIAS

Desde pequeños nos inculcaron la idea de que había que tener mucho cuidado con las malas compañías: una sola man­zana podrida corrompe todo un cesto de manzanas sanas. Jesús no piensa así. Y la prueba es que siempre estuvo rodeado de «malas compañías».


SIEMPRE HUBO CLASES

Siempre. A pesar de que en público o ante gente de otra clase no se reconozca. Nada más cierto: siempre hubo clases; y todavía las hay. Las de arriba siempre se han preocupado por que la situación no cambie; ellos han sido los que, desde siempre, han practicado la lucha de clases. Los de abajo, tam­bién desde siempre, han sufrido a los de arriba y la guerra que hacían contra ellos. Sólo cuando, después de aguantar durante siglos, los de abajo se han dado cuenta de que son más y de que tienen más derecho y han empezado a defenderse de la lucha de clases de los de arriba, sólo entonces se han alzado algunas autorizadas voces condenando la lucha de clases y ha­ciendo solemnes proclamas de paz social. Siempre con una finalidad: que todo siga igual, que siga siendo verdad eso de que siempre habrá clases.

Por otro lado, algunos de los que desde abajo han inten­tado luchar contra una situación tan injusta han cometido un grave error, pues al presentar sus objetivos han dado la im­presión de que éstos consistían en que la estructura de la so­ciedad siguiera siendo la misma, sólo que con los de arriba abajo y los de abajo arriba.


SANOS Y ENFERMOS

Esta situación se ha dado no sólo en el plano económico, sino también en el religioso o en el moral: los buenos y los malos, la gente respetable y la gentuza, los piadosos y los des­creídos... han sido categorías en las que se ha clasificado a las personas, dando a unos -los buenos, respetables, piadosos- ciertos privilegios -honores, estimación, fama-, mientras que a los otros -los malos, la gentuza, los descreídos- les acarreaba determinadas incomodidades -marginación, despre­cio, descrédito.

En tiempos de Jesús la situación era extrema, tanto desde el punto de vista económico como desde el moral o religioso: una gran masa de pobres, marginados y enfermos -enfermos físicos, como los leprosos, por ejemplo- sufría la injusticia y el menosprecio de unos pocos ricos y -quizá algunos más- piadosos y observantes de la Ley.

Los primeros se consideraban sanos, fuertes, y considera­ban enfermos al resto. Y, para no contaminarse, establecían una barrera infranqueable entre unos y otros que nadie quería o podía, en una dirección o en otra, atravesar.


A LA MESA CON LOS DE ABAJO

Jesús ya había mostrado su predilección por los pobres. En el evangelio de hoy la muestra por los que, desde un punto de vista moral y religioso, habían sido colocados abajo o al margen de la vida social.

Yendo de camino, «vio al pasar a un hombre llamado Ma­teo, sentado en el mostrador de los impuestos, y le dijo: Sí­gueme. Se levantó y lo siguió».

Los recaudadores formaban parte de «los malos», y generalmente no sin motivos: colaboraban con la opresión extran­jera cobrando el impuesto para los romanos, y además, siem­pre que podían, exigían más de lo que legalmente estaba establecido. La gente los odiaba por eso y los fariseos los des­preciaban como a toda la gente que no observaba su Ley.

Por eso, cuando se dan cuenta de que «estando él [Jesús] reclinado a la mesa en la casa, acudió un buen grupo de recau­dadores y descreídos y se reclinaron con él y sus discípulos», sin que Jesús hiciera nada por evitarlo, los fariseos preguntan, escandalizados, a los discípulos: «¿Por qué razón come vues­tro maestro con los recaudadores y descreídos?» No podían entender que Jesús derrumbara aquella barrera y llamara a unirse a él a gente de tan mala catadura como los recaudado­res, compartiendo la mesa con éstos y con otra gente sin religión.


MISERICORDIA QUIERO

La misión de Jesús tiene un objetivo muy concreto: que los hombres, aceptando a Dios como Padre, vivamos como hermanos, y practicando el amor fraterno, vayamos conquis­tando la felicidad para siempre.

Para que eso sea posible todos tenemos que cambiar de manera de pensar y de manera de vivir; todos tenemos que dejar que él nos cure lo mucho o poco -¿quién será juez?- de enfermizo que hay en nuestra manera de entender las rela­ciones con los demás. Jesús invita a un ladrón a que se una a él; y éste, al aceptar, abandona el mostrador de impuestos, que era donde robaba. Su invitación está también abierta a los fari­seos; sólo que ellos también deben cambiar, y no están dis­puestos. Y no lo están por dos razones: la primera porque creen que no necesitan cambiar. Ellos no están enfermos para que nadie tenga que venir a curarlos: se sienten fuertes. Esta es la razón de que Jesús les conteste: «No sienten necesidad de médico los que son fuertes, sino los que se encuentran mal».

Y, en segundo lugar, porque piensan que todo se solucio­na rezando, celebrando ceremonias religiosas, holocaustos, sa­crificios de animales en el templo. Y Dios -ya lo habían dicho los profetas mucho tiempo antes, como muestra la primera lectura de este domingo, que Jesús recuerda a los fariseos- no quiere ceremonias, sino amor: «Id mejor a aprender lo que significa misericordia quiero y no sacrificios': porque no he venido a invitar justos, sino pecadores».

La solución no está en rezar juntos, sino en quererse mu­cho, dice Jesús. La solución no está en que unos nos conside­remos justos y despreciemos a los otros tildándoles de peca­dores, sino en reconocer todos nuestras propias enfermedades y dejar que Jesús, su persona y su palabra, nos curen de ellas. Sólo así será posible un mundo en el que Dios sea Padre y los hombres hermanos; sólo así será posible un mundo en el que Dios sea el Rey y se empiece a cumplir su promesa: «seréis di­chosos» (Mt 5,1-12).


13. COMENTARIO 2

v. 9: Cuando se marchó Jesús de allí, vio al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:

-Sígueme.

Se levantó y lo siguió.

El episodio simbólico del paralítico, en el que se ofrece la salvación a todo hombre sin distinción, se concreta en la llamada de Mateo, el recaudador. Su profesión, por su reconocida codicia y el abuso que hacían de la gente, lo asimilaba a «los pecadores» o «descreídos» y lo excluía de la comunidad de Israel. Mateo está «senta­do», instalado en su oficio (el mostrador de los impuestos). Jesús lo invita con una palabra: «Sígueme». Mateo «se levanta», y sigue a Jesús. El seguimiento es la expresión práctica de la fe/adhesión. Según lo dicho por Jesús al paralítico (9,2), su pasado pecador queda borrado. De hecho, Mateo abandona su profesión (se levan­tó); como el paralítico, comienza una vida nueva.


v. 10: Sucedió que estando él reclinado a la mesa en la casa acudió un buen grupo de recaudadores y descreídos y se reclinaron con él y sus discípulos.

La solemnidad de la fórmula inicial (lit. «y sucedió que estando él reclinado a la mesa en la casa») aconseja referir la frase a Jesús mejor que a Mateo. Por otra parte, esta casa (gr. oikía) designa varias veces la de Jesús y sus discípulos (9,28; 13,1.36; 17,25). Puede ser, como en Mc, símbolo de la comunidad de Jesús. En la casa se encuentran reclinados a la mesa -postura propia de los hombres libres- Jesús y sus discípulos, pero llegan muchos recaudadores y pecadores y se reclinan con ellos. La comida-banquete es figura del reino de Dios (cf. 8,11). La escena significa, por tanto, que también los excluidos de Israel van a participar de él. La lla­mada de Mateo ha abierto a «los pecadores» o impíos la puerta del reino de Dios, actualizado en el banquete mesiánico. La «llegada» de los «recaudadores y pecadores» para estar a la mesa con Jesús y los discípulos en el acto de perfecta amistad y comunión, indica que también ellos han dado su adhesión a Jesús y consti­tuyen un nuevo grupo de discípulos. Su fe/adhesión ha cancelado su pasado, son hombres que van a comenzar una nueva vida. No es condición para el reino la buena conducta en el pasado ni la observancia de la Ley judía. Basta la adhesión a Jesús. Nótese que el término «pecadores/descreídos» no designaba sólo a los judíos irreligiosos, que hacían caso omiso de las prescripciones de la Ley, sino también a los paganos. La escena abre, pues, el futuro hori­zonte misionero de la comunidad.


vv. 11-13: Al ver aquello preguntaron los fariseos a los discípulos:

-¿Por qué razón come vuestro maestro con los recaudadores y descreídos? 12Jesús lo oyó y dijo: -No sienten necesidad de médico los que son fuertes, sino los que se encuentran mal. 13Id mejor a aprender lo que significa «misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6): porque no he venido a invitar justos, sino pecadores.

Oposición de los fariseos; los que profesaban la obser­vancia estricta de la Ley se guardaban escrupulosamente del trato y del contacto con las personas impuras (pecadores). Se dirigen a los discípulos y les piden explicaciones sobre la conducta de su maestro. Responde Jesús mismo con una frase proverbial sobre los que necesitan de médico. Denuncia la falta de conocimiento de la Escritura que muestran los fariseos, que no comprenden el texto de Os 6,6 (cf. Mt 12,7). Dios requiere el amor al hombre antes que su propio culto (cf. 5,23-24). Esto invierte las categorías de los fariseos, que cifraban su fidelidad a Dios en el cumplimiento exacto de todas las prescripciones de la Ley, pero condenaban se­veramente a los que no las cumplían (cf. 7,lss). La frase final de Jesús tiene un sentido irónico. «Los justos», que no van a ser llamados por él, son los que creen que no necesitan salvación. El verbo «llamar/invitar» ha sido usado por Mt para designar el llamamiento de Santiago y Juan, que no pertenecían a la categoría de «los pecadores/descreídos». «Pecadores», por tanto, tiene un sen­tido amplio. Son aquellos que no están conformes con la situación en que viven, que desean una salvación. «Los justos», por oposición, son los que están satisfechos de sí mismos y no quieren salir del estado en que viven.


14. COMENTARIO 3

La determinación del sentido de la Ley es el punto central que se debate en estas controversias transmitidas por los relatos evangélicos. Dichas controversias reflejan el enfrentamiento de Jesús con los jefes religiosos de su época y adquieren mayor relieve en la comunidad de Mateo ante las medidas adoptadas por unos dirigentes fariseos que buscaba canonizar su interpretación de la Escritura como único medio de asegurar la supervivencia de Israel, vista la ruina de Jerusalén y de su Templo.

Las acciones de Jesús en Cafarnaún deben entenderse, así, como una auténtica forma de la concreción de la Ley proclamada en el sermón de la montaña y como la clave de su interpretación. Luego de la curación de un paralítico (vv.2-8), la vocación de Mateo señala la superación de las exclusiones causadas por la forma de entender la religiosidad por parte de los dirigentes israelitas.

El fariseísmo hacía un esfuerzo gigantesco buscando hacer posible el cumplimiento de la Ley en circunstancias muy diferentes del medio en que ésta tuvo origen. Surgía así una complicada casuística que buscaba hacer practicables los preceptos contenidos en la Ley escrita del Antiguo Testamento y en la que ocupaba un lugar importante el principio de la pureza ritual como criterio interpretativo de la voluntad divina.

El tema de lo puro y de lo impuro y su determinación en acciones y personas dominaba la vida religiosa de la época, según esta perspectiva. Categorías enteras de personas son consideradas como fuera de la realidad salvífica; de entre ellas debe mencionarse la de los cobradores de impuestos que aparecen en este relato.

Esta profesión estaba marcada por la codicia, que frecuentemente les llevaba a actuaciones abusivas frente a la gente y, por tanto, colocaba a este tipo de personas al margen de la vida de su pueblo. De allí su ubicación con los “pecadores”, etiqueta que se atribuía a los israelitas infieles o despreocupados de la Ley y a los paganos.

La actuación de Jesús, por el contrario, entiende toda la Ley desde otro principio, el que surge de la predicación profética de Oseas (6, 6), en la primera lectura, y que es retomado en el Evangelio para señalar el sentido de la actuación de Jesús. Dicho principio reside en la actuación de la misericordia divina, en que la Ley se considera como fruto de las entrañas compasivas de Dios frente a toda miseria.

De esa forma Jesús se remite a un principio profético establecido en los últimos años de existencia del Reino del Norte. Oseas, después de criticar una conversión reducida al ámbito del culto, señala este principio de la misericordia como única forma de realizar una religiosidad auténtica.

Jesús aplica este principio en la llamada de un publicano. El mismo esquema de la vocación de Eliseo (1 Re 19, 19-21) que sirvió para el llamado de israelitas fieles en Mt 4, 18-22 se utiliza aquí para un recaudador de impuestos. El pasado pecador del ser humano, como en el episodio anterior de la curación de un paralítico (9, 1-8), no impide la posibilidad de una “resurrección” y de una vida de seguimiento que se abre ante el llamado de Jesús como aparece en el “se levantó y lo siguió” del v. 9.

Esta nueva vida da la posibilidad de entrar en el ámbito de Jesús como aparece en el acontecimiento sucesivo de la participación de los publicanos y pecadores en el mismo banquete de Jesús y sus discípulos. La comensalidad, así realizada, es signo de la presencia del Reino de Dios en donde las exclusiones son superadas, donde deben desaparecer los esquemas de pureza e impureza de la mentalidad farisea.

Esta significación reviste la realización del banquete que tiene lugar en la casa de Jesús o de Mateo (el texto original es ambiguo en este punto). Todos pueden ingresar en ella a pesar de las críticas que los fariseos hacen llegar a los discípulos. La posibilidad de una salvación universal tiene su origen en la compasión de Jesús. La radical misericordia de éste supera todas las exclusiones derivadas de la mentalidad particularista de sus adversarios.

La acción del médico al que Jesús se compara se dirige a todo aquel que lleva las señales de la enfermedad y produce un acercamiento a toda dolencia y enfermedad dondequiera se hallen presentes como ya había sido mencionado por el evangelista en 4, 24b-25: “le traían todos los enfermos... lo seguía un gentío inmenso de Galilea, Decápolis, Jerusalén...”

El único límite que se marca, por consiguiente, es la aceptación de Jesús por la fe. Este es el principio que lleva a la superación de toda marginación por parte de Jesús y por parte de las comunidades paulinas, como aparece en la lectura de la carta a los Romanos. En ella el particularismo de la Ley no ha podido remediar la existencia del pecado, principio de muerte en todo ser humano. Sólo la adhesión al resucitado de entre los muertos puede crear una existencia capaz de superar la condición pecadora del ser humano y de romper las exclusiones que criterios culturales, étnicos o de cualquier otro tipo causan en medio de la humanidad


Para la revisión de vida

El evangelio de hoy es una llamada a examinar nuestra religiosidad, y mi religiosidad. ¿«Misericordia o sacrificios»? La dimensión religiosa de mi vida, ¿en qué se centra más, en los «sacrificios» (culto, ritos, oficios religiosos) o en la «misericordia» (com-pasión para con los otros, amor, justicia, construcción del Reino en este mundo…). Para los profetas y para Jesús, está claro: «Misericordia quiero, no sacrificios». ¿Y yo?


Para la reunión de grupo

La sentencia lapidaria de Oseas «Misericordia quiero y no sacrificios» (con una cita numérica muy fácil de recordar y de aprender: 6,6) es retomada por Jesús, que cita literalmente y de memoria a Oseas en público. Estamos ante un texto capital del evangelio, que incorpora a la predicación de Jesús un elemento central y característico de los profetas.

a) encontrar otros pasajes bíblicos, proféticos principalmente, que expresan el mismo mensaje;

b) encontrar en el evangelio hechos y palabras de Jesús con el mismo mensaje;

c) cotejar diversas traducciones de la frase; ¿todas traducen esa contraposición entre los dos elementos de misericordia y sacrificios? ¿Con qué conjunción lo hacen? (“si no”, “más bien”, “y no”…). ¿Será que lo mejor sería una postura “adicional” y no “dialéctica”, como “quiero misericordia y sacrificios”? ¿Qué decir de lo que se suele llamar la “postura anti-culto” de los profetas? ¿Y la de Jesús?


Para la oración de los fieles

Para que la Iglesia haga de sus sacramentos signos que siempre nos lleven al compromiso con la misericordia y con la vida, con la coherencia y la sinceridad, roguemos al Señor…

Para que los cristianos tengamos siempre clara la jerarquía de valores, que ponga por encima siempre la «misericordia», es decir, el amor, la compasión, la benevolencia, la opción por la justicia y por los pobres, sobre cualquier práctica religiosa cultual o ritual, roguemos al Señor.

Por todos los que practican la justicia y la misericordia y no encuentran sentido al culto, a la fe, a la religiosidad… para que un día escuchen la palabra de Jesús que les dice: «no estás lejos del Reino de Dios», roguemos al Señor.

Para que en este mundo moderno en el que el cristianismo es percibido como la religión de los responsables del estado actual del mundo, como la religión que justifica la actual opresión de los pobres y la marginación de las culturas y religiones no occidentales, para que nos desmarquemos de esa posición y mostremos que el Evangelio no es la justificación de Occidente, roguemos al Señor.

Porque sean muchos los cristianos y cristianas que como Mateo sientan el llamado de Jesús y cambien de vida, roguemos al Señor.

HOMILÍAS 7-12