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HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO
(1-9)
1.
- BENDITO EL HOMBRE.
¿Existe alguien que no busque la felicidad? Las bienaventuranzas de Lucas -precedidas de la bendición de Jeremías (1a. lectura)- nos abren el camino de la felicidad para el discípulo de Jesús, que coinciden con la bendición -el bien que Dios nos da- que tan poéticamente nos describe el profeta del AT. y el salmo 1.
Parece que en Lucas las cuatro bienaventuranzas se presentan en su forma más primitiva y directa: están dirigidas a "vosotros", a los seguidores de Jesús. Fijémonos en el "ahora" y en "el día de mañana".
Ahora son felices los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos. El día de mañana, el día de la plenitud poseerán el Reino, serán saciados, recompensados, estarán sonrientes.
La redacción tan primitiva -Mateo ya desarrolla más la idea- queda muy abierta. En la homilía deberá explicarse quién es pobre, en qué consiste tener hambre, llorar, por qué al discípulo de Jesús le sobrevienen odios, ofensas, denigraciones.
La referencia al día de mañana nunca puede hacerse solamente en un sentido "celestial", alienador. Ya ahora son verdaderamente felices los que en el día venidero van a poseer el Reino: porque el Reino de Dios está ya ahora en nosotros: si somos pobres, si tenemos hambre, si lloramos, si somos perseguidos por causa del Hijo del hombre.
- MALDITO EL HOMBRE.
Nadie busca la infelicidad, la maldición, el ay. Es altamente aleccionador que el nuevo leccionario nos presente las cuatro maldiciones, los cuatro "ayes" de Lucas, de modo paralelo a las cuatro felicidades.
En la homilía debe fijarse la atención de la gente en esto: el Evangelio da la vuelta a los valores del mundo, de nuestra sociedad. Según el pensamiento común del mundo tienen la felicidad aquellos que el Evangelio maldice. Lucas es un evangelista muy "radical", va a las raíces -sin compromisos- del seguimiento del Señor. Debemos darnos cuenta de ello, porque el cristiano debe saber, debe vivir que ni la riqueza, ni la saciedad, ni el placer, ni la buena estampa publicitaria dan la verdadera felicidad aquí y en el más allá.
- NUESTRA ESPERANZA VA MAS ALLÁ.
He dicho ya que la homilía de hoy no puede ser alienadora: sería traicionar el sentido profundo de las bienaventuranzas y de todo el Evangelio. Pero "nuestra esperanza en Cristo no acaba con esta vida".
Nos lo predica san Pablo en la segunda lectura. No estamos sumergidos en el pecado, en la maldición; de todo esto nos ha liberado Cristo con su resurrección. El es el primer resucitado: después de él, también nosotros vamos a resucitar. Así, en Cristo resucitado poseemos ya desde ahora la felicidad: lo celebramos en la Eucaristía. En ella proclamamos nuestra fe, que tiene un objeto: afirmar que Cristo ha resucitado, que vive entre nosotros, que nosotros somos felices ahora y en el más allá porque en Cristo hemos resucitado ya.
PERE
LLABRÉS
MISA DOMINICAL 1980, 4
2.
-Dos actitudes opuestas: Las bienaventuranzas y las imprecaciones (ojo: no caigamos en la tentación de escoger las bienaventuranzas y olvidar las imprecaciones o -viceversa- escoger las imprecaciones y olvidar las bienaventuranzas) son la presentación de dos actitudes opuestas que muy posible- mente luchen en el corazón de cada hombre (favorecidas en bien o en mal por la situación real -pobre o rico- de cada uno): la actitud del hombre que abre su corazón al Reino, a la verdad, el amor, la justicia. Sin condiciones, cueste lo que cueste. Y la opuesta actitud del hombre que busca la felicidad en sí mismo, pisoteando a los demás, menospreciando la verdad y la justicia. Este (quizá aparentemente triunfador) es para JC el desgraciado y miserable.
Aquel (aunque sea pobre, hambriento, visitado por el dolor, perseguido) es para JC el que es feliz. Lo es ya ahora, en el fondo del corazón humano, y lo será plenamente en la victoria del Reino. Un Reino que será para él, no para los otros. Las cosas son como son. -Constatación y denuncia: Pero no lo entendamos mal. JC no dice que los pobres, etc., se queden en su situación. Lo que afirma es una realidad de fe: afirma la venida del Reino, la vida que Dios quiere para el hombre. Y constata un hecho: este Reino es rechazado por los ricos, satisfechos, triunfadores. Y en cambio es acogido por los pobres, hambrientos, oprimidos. Por eso proclama: el Reino es de éstos, porque anhelan (y por ello luchan por conseguirlo, para que sea realidad, no sólo para ello sino para todos). ¿No lo confirma la experiencia de nuestro mundo? ¿Quiénes sino las clases populares luchan por una sociedad mejor? En la situación actual de España puede constatarse que los partidos de los ricos intentan conservar sus privilegios. Quienes piden un cambio hacia y una sociedad más justa, igualitaria, son los otros.
-Un programa para todos: Las bienaventuranzas, por tanto -y las imprecaciones no permiten tergiversar las cosa-, no son una bendición de la situación presente, un dejar la sociedad como está, sino una llamada a trabajar y luchar para que venga ya ahora el día en que lo que significa el Reino sea más realidad.
El anuncio de felicidad que proclama JC es una anuncio de plenitud en el futuro, pero creérselo de verdad implica comenzar a realizarlo ahora. Lo contrario sería hacer trampa, burlarse de la Palabra de Dios. Decir "resignaos ahora que ya seréis felices después' sería pecar contra el Espíritu. La voluntad de Dios -"así en la tierra como en el cielo", rezamos- debe realizarse ya ahora. Es el programa cristiano. El que no lo podamos conseguir plenamente, no es excusa para no intentarlo decididamente. A ello nos compromete la celebración de la Eucaristía.
J.
GOMIS
MISA DOMINICAL 1977, 4
3.
-Desde hace algunas semanas, el evangelio de Lucas nos ha permitido contemplar de cerca la persona de Jesús: quién es y qué hace. Y nos hemos dado cuenta de la grandeza de su humanidad y de la total manifestación de Dios a través de El. Este descubrimiento, en realidad -ya lo advertíamos hace dos semanas- es desconcertante: Jesús -como Dios- es más grande que nosotros y no siempre comprendemos su actuación. Esta grandeza hace que Jesús, tanto para la gente de su tiempo como para nosotros, sea el gran entendido, el gran "experto" en las cosas de Dios y en las cosas de los hombres. Fijémonos, pues, en el evangelio de hoy.
-Jesús muestra lo que verdaderamente tiene valor.
-La gente sigue a Jesús y le escucha. Espera una aportación de Jesús que ilumine su vida. Y JESÚS HACE ESA APORTACIÓN. Pero no se trata de una aportación prefabricada, como si él trajese soluciones en el bolsillo. La aportación de Jesús consiste en mostrar a las personas cuáles son las cosas de este mundo que realmente merecen la pena, para que, luego, cada uno encamine su vida hacia estos valores. Jesús quiere que tengamos claro lo que necesitamos, el lugar hacia donde vamos; para que LOS CONDICIONAMIENTOS que ahogan nuestra vida, SE CONVIERTAN EN CONDICIONES. El cree que este es el modo de dar respuesta a la vida y de hacer camino hacia Dios y su Reino.
-Son bienaventurados los que buscan lo importante.
-Según Jesús, los dichosos -bienaventurados- son los pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los perseguidos. Los que, no teniendo donde agarrarse, confían sólo en el Señor. Esos son los dichosos. Esos son el árbol que sobrevive a los desastres porque -como dice Jeremías- está arraigado en el Señor. Todos esos, EN SU POBREZA, SON DICHOSOS. Porque conociendo sus limitaciones, pueden luchar para superarlas.
Por el contrario, LOS RICOS, los hartos, los que siempre reciben alabanzas, SON, en realidad, UNOS DESGRACIADOS, porque creen que ya lo tienen todo. Confiando en sí mismo son como el árbol en el desierto, al que -a pesar de tener mucho espacio- le falta lo importante: el agua, el Señor.
-Nosotros queremos seguridades.
-Muchos de nosotros -debemos confesarlo- estamos lejos de ese estilo de Jesús. NOS CUESTA mucho reflexionar, VER LA VIDA EN PROFUNDIDAD, saber captar donde se encuentran los verdaderos valores. A nosotros nos gusta más -porque es más fácil- que nos lo ofrezcan todo muy delimitado.
Nosotros PREFERIMOS LOS MANDAMIENTOS A LAS BIENAVENTURANZAS. Hoy, con sinceridad, preguntémonos ante el Señor HASTA QUE PUNTO NOSOTROS VIVIMOS COMO LOS RICOS, creyendo que ya lo tenemos y lo sabemos todo: sin leer ni pensar demasiado, criticando a todo el mundo y no haciendo nada, hablando con frecuencia sin escuchar, repartiendo culpas indiscriminadamente, etc.
Y preguntémonos ante el Señor HASTA QUE PUNTO VIVIMOS LAS BIENAVENTURANZAS: confiando sólo en el Señor, haciendo oración de cuanto nos ocurre, reconociendo el bien que hacen los demás, colaborando con los que trabajan por el progreso de la sociedad, estando junto a los que están enfermos o pasan necesidad, etc. AL CELEBRAR AHORA nuestra fe en JESUCRISTO RESUCITADO, convirtamos esta reflexión en sencilla plegaria que pida al Señor que nos ayude a avanzar por el Camino que lleva a la Vida, QUE NOS HAGA DESCUBRIR LO QUE MAS NECESITAMOS, que nos mantenga los ojos y el corazón abiertos para amar a todo el mundo.
JAUME
GRANE
MISA DOMINICAL 1977, 4
4.
No estamos frente a una especie de consagración de la pobreza, como si fuese una condición ideal para acoger el reino de Dios. Sería entonces una legitimación de la injusticia y de la avidez humanas que, por el contrario, son desenmascaradas por Cristo y condenadas en los cuatro "ay de vosotros" sucesivos.
Y tampoco se puede creer que dependa del hecho de que los pobres sean moralmente mejores que los ricos.
No existe condición social alguna, y ningún mérito por parte de los hombres que haga idóneos para el Reino. Esto es un don gratuito de Dios, no una conquista del hombre. Dios no es un contable.
En realidad, lo que está en juego, en las bienaventuranzas, es la idea misma que nos hacemos de Dios.
Lo dice muy bien uno de los mayores "expertos" en esta materia: "Jesús proclama que Dios ha decidido establecer su Reino y manifestar su poder real. ¿Quién sacará provecho de este nuevo estado de cosas? Los pobres, los oprimidos, los pisoteados. Si Dios es verdaderamente un rey digno de tal nombre, ejercitará su propio poder a favor de los pobres, de los pequeños, y para los pobres será un bien que Dios mismo se haga su protector. Entonces serán bienaventurados. Para los pobres se abre una esperanza maravillosa" (J. Dupont).
Por eso, ese mismo estudioso dice que la bienaventuranza se podía traducir así:"Bienaventurados los pobres, porque Dios está cansado de veros sufrir, porque Dios ha decidido mostraros que os ama".
Por tanto, en la bienaventuranza, aparece con transparencia la imagen exacta de Dios, misericordioso, que pone su poder al servicio de los débiles.
BITS/RESIGNACION: Así, es necesario evitar utilizar las bienaventuranzas en clave de resignación o, peor, como pretexto "religioso" para mantener un orden social injusto.
Las bienaventuranzas no deben servir para aplastar a los pobres, sino para liberarlos. La pobreza sigue siendo un mal contra el que hay que luchar sin tregua. El mensaje de Cristo no se compendia en el amor a la pobreza sino en el amor a los pobres. El ideal no es la pobreza sino el amor que se expresa con el gesto de compartir, con el de transformar los bienes en sacramento de fraternidad.
Por otra parte, seremos juzgados precisamente por la postura que adoptemos en relación a aquellos que tienen hambre, sed, están desnudos, sin casa, enfermos, prisioneros (Mt 25). "Lo que hicisteis a uno de éstos, a mí me los hicisteis", afirma Jesús.
RIQUEZA/PELIGROS:Los cuatro "ay de vosotros" que hacen de contraste a las cuatro bienaventuranzas, se llaman habitualmente "maldiciones". Pero la definición es impropia.
Se trata, más bien, de una constatación amarga de un dato de hecho. Es casi como decir: ¡cuán desdichados sois a pesar de las apariencias!. Y este lamento se puede entender también como una invitación a la conversión. De todos modos, estas duras palabras constituyen para toda la comunidad cristiana una severa advertencia contra el peligro de las riquezas.
¿Por qué se llama a los ricos "desdichados" (y las cuatro categorías de personas, con alguna matización, se pueden catalogar en la categoría de los "ricos")?. Del conjunto del discurso se puede afirmar que los ricos se encuentran en una situación peligrosa:
- Peligro de no ver más allá del horizonte del presente y de los bienes materiales. Los ricos se preocupan de sus propios intereses, pero no saben cuáles son sus verdaderos intereses. Son "hombres sin futuro" (R. Fabris).
- Peligro de encerrarse en sí mismos y no preocuparse de los demás, especialmente de los que están privados de los necesario. El rico está aprisionado, casi congelado en la propia soledad.
- Peligro de dejarse secuestrar el corazón por las riquezas, que terminan por monopolizar el puesto que correspondería a Dios. Los bienes materiales se convierten así en ideales a los que se sacrifica todo.
El rico, finalmente, es desafortunado porque es corto de vista, es un hombre solo, y es esclavo de las cosas. El rico está satisfecho de lo que tiene, del prestigio y del éxito que alcanza, y no cae en la cuenta de que esta satisfacción lo cierra en relación a Dios. Ese Dios que, sobre todo, lo podía enriquecer en la línea del ser.
...Solamente que el mismo Dios no tiene nada que dar a quien sostiene que ya posee todo. El pobre es bienaventurado porque tiene las manos abiertas a la espera. El rico es desgraciado porque tiene las manos cerradas y no espera nada. Bienaventurado el que espera (literalmente: tiende hacia...) y consiguientemente tiene la puerta abierta de par en par.
Desdichado quien, creyendo que ya lo tiene todo, se cierra en casa, baja las persianas y contempla el dinero. No oye la música que llega de lejos, no ve la luz que cae sobre las ventanas. No se da cuenta de que la vida está en otra parte. Se cree en lugar seguro. Y no sabe que aquella "clausura" representa una muerte anticipada. Cierto. Uno muere en el mismo momento en que ya no espera nada, en que no espera a nadie.
ALESSANDRO
PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO C
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1985.Pág.
111
5.
-Dichosos los pobres; ¡ay de los ricos! (Lc 6, 17...26)
Al sermón de las bienaventuranzas se le denomina ordinariamente "sermón de la montaña" (Mt 5-7; 4º domingo, Ciclo A). Aquí, san Lucas sitúa el sermón en un llano en el que se reunieron numerosos oyentes. Al comparar los evangelios de Mateo y de Marcos, encontramos en ellos numerosos puntos comunes pero también divergencias. De las coincidencias deberían concluir normalmente los exegetas la existencia de una fuente común desconocida de la que dependen ambos relatos. Reparemos en el estilo de Lucas: enuncia las cuatro bienaventuranzas con un estilo rítmico, y con ellas se corresponden cuatro maldiciones.
Impresiona, en la celebración de hoy, oir al mismo Cristo dirigirse a la asamblea y a cada uno de nosotros para decirnos: "Dichosos vosotros". Puesto que procuramos servirle a pesar de nuestras flaquezas; no parece que las maldiciones que siguen vayan dirigidas a nosotros, sino más bien, a quienes no le buscan. "Dichosos vosotros los pobres". Aquellos de nosotros que se preocupan por los problemas sociales, cuando oyen al Señor honrar así a los desheredados sienten vibrar dentro de sí su pasión por el bien. No se equivocan. Hemos espiritualizado quizás demasiado aprisa esta pobreza. Recientes estudios han demostrado que se trata, con toda certeza, de la pobreza material, lo mismo que en la maldición se trata de verdaderas riquezas. A los pobres se les promete la dicha en el Reino futuro. Para Lucas, la pobreza material asegura una incondicionalidad más verdadera. No tiene otro origen la búsqueda de la pobreza practicada por los Padres del desierto y por las órdenes religiosas: ni la ascesis ni la pobreza en sí mismas, sino la incondicionalidad material que desliga y permite acceder más fácilmente a los verdaderos valores.
Con todo, es útil ver lo que piensa san Lucas de la pobreza en otros lugares de su evangelio. En san Lucas, se trata de una liberación que permite seguir a Cristo, libres de otros compromisos. En el mismo capítulo 6 leemos: "A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames" (v. 3O); y también: "Prestad sin esperar nada" (v. 35). Más adelante, en el capítulo 11, se presenta este desprendimiento como un medio de adquirir una visión pura de todas las cosas: "Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo" (11, 41). En 14, 14, repitiendo lo que ya refirió de las palabras de Cristo, en 11, 35, escribe: "Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos". La conversión de Zaqueo, relacionada con los bienes terrenos, se formula en estos términos realistas: "Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más" (19, 8). Al rico, Cristo le expresa categóricamente su pensamiento: "Una cosa te falta: Vende cuanto tienes, repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme" (18, 22).
Las parábolas que Lucas pone en boca de Cristo se refieren a la pobreza material: tal es el caso del pobre Lázaro (16, 2O), el de la viuda en la que Jesús se fija (21, 2). La actitud que recomienda va referida a los verdaderamente pobres: "Cuando des un banquete invita a los pobres" (14, 13), o también, en la parábola del banquete: "Traete a los pobres" (14, 21). A ellos se les anuncia la Buena Noticia (4, 18), en consonancia con Isaías 61, 1-2. No basta, sin embargo, la pobreza material, es preciso tener un corazón de pobre, como escribe san Mateo (5, 3). Cuando Jesús habla de humildad en el servicio, nos sugiere esta actitud: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer" (17, lO). La pobreza no es un bien en sí misma. Tampoco se la busca por sí misma, sino que se la utiliza como un medio de eliminar condicionamientos, para seguir a Cristo. San Lucas tiene verdadero miedo a la riqueza; la llama riqueza "injusta" (16, 9). A los fariseos amigos del dinero les dice el Señor: "Lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios" (16, 15). Conocido es el lujo de detalles con que san Lucas refiere la parábola del rico y del pobre Lázaro, y cómo describe la situación inversa después de la muerte del rico, encontrándose este entre tormentos, y Lázaro sentado en el Banquete del Reino (13, 28). "A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos", cantamos en el himno del Magnificat (1, 53); y en el capítulo 6: "¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya teméis vuestro consuelo!" (v. 24). Y también: "Donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón" (12, 34).
Cristo da además una serie de consejos que san Lucas transmite con visible interés: "No llevéis nada para el camino" (9, 13); "no llevéis talega, ni alforja, ni sandalias" (10, 4); "vended vuestros bienes y dad limosna" (12, 33-34). Los discípulos dicen a Jesús: "Nosotros hemos dejado nuestras cosas para seguirte" (18, 28, 29). Al describir san Lucas, en los Hechos, la vida de la primera comunidad, en dos ocasiones insiste sobre su modo de vivir: "lo tenían todo en común" (Hch 2, 44; 4, 32).
Esta pobreza ha de llegar hasta la indiferencia en lo relativo a la estimación de los hombres. No habrá que querer los puestos de honor en las asambleas (Lc 11, 45); hay que colocarse en el último puesto (14, 10); seremos dichosos cuando nos desprecien por causa del Hijo del hombre.
La pobreza es ascesis para la vida del Reino.
-La verdadera riqueza y la verdadera seguridad (Jn 17, 5-8)
La primera lectura nos sitúa frente a una antítesis muy sencilla pero decisiva. Al revés del procedimiento literario de Lucas, la contraposición empieza aquí por los que son desdichados por confiar en la debilidad de los hombres, mientras que son dichosos los que confían en el Señor. Advirtamos en este pasaje la serenidad en la incondicionalidad, predicha ya por el profeta: el que confía en Dios, nada tiene que temer.
Muchos salmos cantan esta confianza en el Señor necesaria para poder encontrar la alegría y la paz. El que se ha elegido como responsorio a la lectura, lo expresa poéticamente:
Dichoso
el hombre
que no sigue el consejo de los impíos...
sino que su gozo es la ley del Señor...
Será como un árbol plantado al borde de la acequia:
da fruto en su corazón,
y no se marchitan sus hojas (Sal 1).
ADRIEN
NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág.
140-143
6.
1. Felicidad y desarrollo
Concluimos hoy el tiempo de Epifanía, o manifestación de Dios al hombre, con el discurso más importante de Jesús, pronunciado junto al lago de Genesaret ante una multitud de gentes llegadas de todas partes.
Tal como sugiere la primera lectura de hoy, el discurso de Jesús gira en torno al problema de la felicidad humana o, para ser más exactos, de la felicidad del hombre que deposita su confianza en Dios. Se trata de un viejo tema sapiencial ya que, al fin y al cabo, la felicidad está en el fondo de todo deseo, de todo pensamiento y de todo acto del hombre. Ser felices es nuestra constante aspiración. Pero el problema se nos complica cuando nos preguntamos qué hacer para ser felices.
Tradicionalmente este discurso de Jesús ha sido llamado «del monte» porque fue pronunciado en una colina, o bien discurso de las «bienaventuranzas», usando una palabra traducida muy literalmente del latín, pero que para nosotros tiene escaso valor cultural. En la Biblia la bienaventuranza o felicidad del hombre que vive de la fe es expresada por un sinnúmero de palabras, tales como: vida, gozo, paz, descanso, bendición, salvación, luz, etc.
El hombre que cumple la Palabra de Dios, verdadera sabiduría de la vida, consigue la auténtica felicidad, tal como lo expresan Jeremías -primera lectura- y el salmo primero, salmo responsorial de hoy: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos..., sino que su gozo es la Palabra del Señor y medita su ley día y noche...» Los hebreos, que entendían al hombre como una unidad psico-física, tenían una concepción amplia de la felicidad humana, sin hacer una tajante distinción entre la felicidad humana y la felicidad celestial. Ser feliz era, simplemente, vivir lo más intensamente posible. Rastreando diversos pasajes bíblicos, descubrimos que en la mentalidad hebrea es feliz el hombre que tiene un buen físico, hijos guapos, graneros llenos, numerosos rebaños, una esposa sensata, un buen rey y, sobre todo, que puede vivir en la paz. (Cf Sal 144; Eclo 10,16; 25,8; 31,8; 25,9; Prov 14,21, etc.) Los libros sapienciales acentúan el valor de la Palabra de Dios como fuente de felicidad humana. La pobreza interior, la humildad y la confianza en el Señor son el fundamento de una vida auténticamente feliz.
Jesús recoge la vieja temática del hombre bíblico y prácticamente inaugura su predicación con un discurso cuyo eje central es la felicidad humana. Desde entonces él mismo se presenta como fuente de felicidad para quien escuche su palabra, para quien crea en él, lo siga y espere su día.
Sin embargo, el mensaje de Jesús rompe decididamente con los esquemas de felicidad del «mundo»: la felicidad no se cifra en el poder, ni en la riqueza o el dinero, sino en una conducta cuya esencia es el servicio a la comunidad.
Su código de felicidad es tremendamente paradójico y él mismo en persona será el exponente de esa paradójica felicidad: en la muerte de cruz encontrará su vida plena de resucitado.
Desde entonces, Jesucristo determina un punto de vista nuevo y original que no solamente consigue que el hombre pueda tener momentos de felicidad, sino que pueda dar sentido a su vida. Y sin dar sentido a la vida, no puede hablarse de felicidad.
La tradición cristiana ha sido, en cambio, bastante reacia a enfrentarse con el problema de la felicidad, y cuando lo ha hecho, por lo general, no pudo evadirse de una honda dicotomía que la llevó a postular la felicidad celestial casi en contradicción con la felicidad terrena.
Toda la mística y la espiritualidad cristianas están teñidas de pesimismo, cuando no de maniqueísmo, con aquellas consecuencias que son por todos conocidas. La represión del cuerpo y de los sentimientos, cierto desprecio por el matrimonio, la ausencia de toda forma de goce humano y una ascética dura y severa han sido algunas de esas consecuencias. Sin embargo, la corriente humanista desarrollada en los ambientes cristianos de estas últimas décadas recogió el tema con un criterio más amplio, acercándose de esta forma a la antigua mentalidad hebrea.
Si hoy quisiéramos traducir con una palabra moderna el concepto de bienaventuranza, quizá podríamos aludir a la realización plena del hombre. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, y acabar esa semejanza según el modelo-Cristo, imagen perfecta del Padre, significaría conseguir la felicidad humana.
La felicidad radica en un constante crecimiento, en el desarrollo de la libertad, de la justicia, del amor, pero en un proceso de lucha, de muerte al egoísmo, de perpetuo cambio interior, de revisión constante de uno mismo.
A este respecto la importante encíclica Populorum progressio dice expresamente: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a desarrollarse, porque toda vida es una vocación. Desde su nacimiento ha sido dado a todos, como en germen, un conjunto de aptitudes y de cualidades para hacerlas fructificar: su madurez, fruto de la educación recibida en el propio ambiente y del esfuerzo personal, permitirá a cada uno orientarse hacia el destino que le ha sido propuesto por el Creador.
Dotado de inteligencia y de voluntad, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación...
Resulta así que el crecimiento humano constituye como un resumen de sus deberes. Más aún, esta armonía de la naturaleza, enriquecida por el esfuerzo personal y responsable, está llamada a superarse a sí misma.
Por su inserción en el Cristo vivo, el hombre tiene el camino abierto hacia un progreso nuevo, hacia un humanismo trascendental, que le da su mayor plenitud; tal es la finalidad suprema del desarrollo personal.» Más adelante la misma encíclica define este progreso humano como "el paso para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas hacia condiciones más humanas".
Entre las condiciones menos humanas se señalan «las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo; las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de los negociados". Las condiciones más humanas de vida van desde "el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos", hasta «el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación con el bien común, la voluntad de paz, el reconocimiento por parte del hombre de los valores supremos y de Dios, que es su fuente y su fin; la fe, donde Dios es acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres» (nn. 15, 16 y 21).
Si ahora releemos el evangelio de hoy, podremos observar que estos conceptos son como una retraducción del espíritu de las bienaventuranzas, desde una perspectiva fuertemente antropológica y social.
Podríamos, entonces, decir que las bienaventuranzas de Jesús serían como las leyes fundamentales del crecimiento o desarrollo del hombre, tanto a nivel personal como social. Este desarrollo se logra por la armónica dimensión de tres planos fundamentales:
--el plano de la subjetividad o del ser-persona;
--el plano de la objetividad o del tener;
--el plano de la intersubjetividad o del ser-con-el otro.
El desnivel entre estos planos produce a nivel interno el conflicto, la neurosis, la ansiedad, la depresión, el stress; a nivel externo, el conflicto social, las rivalidades, las guerras, la opresión, etc.
Desde la perspectiva de Lucas, el discurso de Jesús es una importante toma de posición ante un problema que hoy seguimos viviendo agudamente, si bien en circunstancias muy particulares.
2. Felicidad y Reino de Dios FELICIDAD/RD:
El texto de las bienaventuranzas nos ha llegado en dos redacciones: la de Lucas y la de Mateo. Mientras que Mateo matiza el énfasis social del contenido de cada una de sus ocho bienaventuranzas y omite las maldiciones a los ricos y poderosos, Lucas radicaliza el mensaje de Jesús en un discurso dirigido directamente a sus oyentes, subrayando el «ahora» de la felicidad y contraponiendo a las cuatro bienaventuranzas cuatro maldiciones correspondientes.
Es evidente que el número de las bienaventuranzas no tiene tanta importancia, pues todas ellas anuncian el mensaje de salvación del Reino a aquella parte de la humanidad que se siente en condición de inferioridad con respecto a la minoría opresora. El evangelio del Reino es anunciado a los pobres, a los que tienen hambre, a los que sufren y a los que son perseguidos por causa del Hijo del Hombre. En cambio, los ricos, que ya tienen consuelo en sus riquezas, los hartos y los que ahora gozan y reciben premio de sus necias ambiciones, quedan excluidos del Reino de Dios.
Como queda explícitamente consignado en la primera bienaventuranza, es la perspectiva del Reino de Dios la que nos permite adentrarnos en su significado. Ciertamente que Jesús no predica la felicidad de los pobres y marginados por el hecho de ser tales. Esto estaría en contradicción con toda su obra, precisamente en favor de los enfermos, pobres, endemoniados, hambrientos, etc.
La felicidad de los pobres estriba en que es a ellos, en primer lugar, a quienes se dirige Dios por medio de Jesucristo. Los ricos ya tienen su dios que los protege; en cambio la humanidad que se siente abandonada y sin fuerzas para superarse como personas, esa humanidad que suspira por su liberación, encuentra en Dios el brazo fuerte que la apoya, como dice Jeremías: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces...» La felicidad proviene de la aceptación de Jesucristo, el Hijo del Hombre, que será causa de división entre las naciones. Ante el panorama de una humanidad injustamente dividida entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco, Jesús opta clara y decididamente por los segundos.
"Los pobres de Yavé" son los depositarios de sus bendiciones. A ellos pertenece el Reino de Dios, estén donde estén, sufran donde sufran. Para los que aquí y ahora viven en condiciones infrahumanas de vida ha venido Jesucristo con un evangelio liberador que a él mismo lo llevó a sucumbir «bajo el poder de Poncio Pilato».
Es posible que a nosotros todo esto pueda resultarnos un tanto extraño, acostumbrados como estamos a vivir un cristianismo que en gran medida ha estado y está de parte de los poderosos y de los que asientan su felicidad en la economía materialista. Por desgracia, los cristianos hemos debido despertar a la conciencia social del Evangelio y a una valoración de la justicia por encima de la limosna quizá un poco tarde, después que la religión fuera declarada "opio del pueblo", no sin cierta razón.
El espíritu de Dios no deja de soplar en la historia humana, invitando constantemente a los marginados a emprender el camino hacia las puertas del Reino de Dios. Hoy se nos invita a un serio examen de conciencia ante unas palabras de Jesús que, no por duras, son menos auténticas.
La voz de los últimos Papas ha sido una toma de posición también clara y decidida para que este Evangelio no se vuelva contra la misma Iglesia. Duras son las maldiciones de Jesús para quienes se encierran en sí mismos, vaciando su corazón del amor para transformarse en agentes directos o indirectos de la injusticia y de la explotación de muchos.
Si buscamos nuestra felicidad, no podemos hacerlo a costa de la felicidad de los otros. No estamos solos ni podemos vivir de espaldas a la comunidad. Buscar nuestro desarrollo integral y el desarrollo integral de todos los hombres y pueblos es el mensaje que hoy nos llega por medio de Jesucristo. El Reino de Dios comienza allí donde el corazón del hombre sabe vaciarse de sí mismo para llenarse de un amor total, sincero, y siempre traducido en estructuras sociales y políticas que constituyan un acontecimiento de esperanza y de paz para toda la comunidad.
SANTOS
BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C, 1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 218 ss.
7. PACIENCIA/MAL:
Hoy escuchamos de nuevo las palabras desconcertantes de Jesús: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre.»
Estas bienaventuranzas no son una invitación al optimismo ingenuo o a la felicidad fácil, sino una llamada a vivir el sufrimiento, el mal o la persecución en la paciencia y el gozo de la esperanza.
Esa paciencia no es fruto de un ejercicio ascético que nos enseña a vivir las pruebas sin derrumbarnos. Es una paciencia que descansa en la paciencia misma de Dios que nos acompaña en el dolor o la impotencia de manera silenciosa y discreta, pero buscando siempre nuestro bien.
Dios no se impacienta ante los brotes del mal o de la injusticia, porque para él no hay prisa ni miedo al fracaso final. Dios sabe esperar. Y es esa mirada paciente de Dios, cargada de ternura infinita hacia todos los hombres, los que sufren y los que hacen sufrir, la que pone consuelo y estímulo en el creyente enfrentado a la realidad del mal.
Lo mismo que en la paciencia de Dios, también en la paciencia del creyente hay siempre amor. Un amor al ser humano, que es más fuerte que cualquier presencia del mal o de las tinieblas. En realidad, ningún mal por cruel y poderoso que sea, puede impedirnos seguir abiertos al amor. Y el amor -no lo olvidemos- es la única promesa y garantía de felicidad final.
Esta paciencia cristiana no es una actitud pasiva o resignada. Es fuerza para no dejarnos vencer por la desesperanza, y estímulo para cumplir nuestra misión con entereza y fidelidad.
Esa es la recomendación bíblica: "Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido" (Hb 10, 36).
Esa paciencia del creyente se alimenta de la confianza en Dios y del abandono en sus manos. Dios, deseado y amado por encima de todo, es el que renueva las fuerzas del hombre aplastado y pone en su corazón una paz que el mundo entero no puede dar.
La Carta de Santiago proclama «felices» a «los que sufrieron con paciencia» (St 5, 11). Su felicidad no proviene del bienestar o del éxito, sino de la fe en el Crucificado que desde la resurrección dice así a todo creyente probado por el mal: "He abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar, porque, aunque tienes poco poder, has guardado mi Palabra" (Ap 3, 8).
JOSE ANTONIO
PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo
C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág.
69 s.
8.
FELICIDAD AMENAZADA
Ay de vosotros los ricos...
Occidente no ha querido creer en el amor como fuente de vida y felicidad para el hombre y la sociedad. Y las bienaventuranzas de Jesús siguen siendo un lenguaje ininteligible e increíble, incluso para los que se llaman cristianos.
Nosotros hemos puesto la felicidad en otras cosas. Hemos llegado, incluso, a confundir la felicidad con el bienestar. Y, aunque son pocos los que se atreven a confesarlo abiertamente, para muchos lo decisivo para ser feliz es «tener dinero».
Apenas tienen otro proyecto de vida. Trabajar para tener dinero. Tener dinero para comprar cosas. Poseer cosas para adquirir una posición y ser algo en la sociedad. Esta es la felicidad en la que creemos. El único camino que se nos ocurre recorrer para buscar la felicidad. Casi la única manera de llegar a «vivir mejor».
A veces, tiene uno la sensación de vivir en un mundo que, en el fondo, sabe que algo absurdo se encierra en todo esto, pero no es capaz de buscar una felicidad más verdadera. De alguna manera, nos gusta nuestra manera de vivir aunque sintamos que no nos hace felices.
Los creyentes deberíamos recordar que Jesús no ha hablado sólo de bienaventuranzas. Ha lanzado también amenazadoras maldiciones para cuantos, olvidando la llamada del amor y la fraternidad, ríen seguros en su propio bienestar.
Esta es la amenaza de Jesús. Quienes poseen y disfrutan de todo cuanto su corazón egoísta ha anhelado, un día descubrirán que no hay para ellos más felicidad que la que ya han saboreado.
Quizás estamos viviendo momentos críticos en los que podemos empezar a intuir mejor la verdad última que se encierra en las amenazas de Jesús: «¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque lloraréis!».
Empezamos a experimentar que la felicidad no está en el puro bienestar. La civilización de la abundancia nos ha ofrecido medios de vida pero no razones para vivir. La insatisfacción actual de muchos no se debe sólo ni principalmente a la crisis económica, sino, ante todo, al vacío de humanidad y a la crisis de auténticos motivos para trabajar, luchar, gozar, sufrir y esperar.
Hay poca gente feliz. Hemos aprendido muchas cosas, pero no sabemos ser felices. Necesitamos de tantas cosas que somos unos pobres necesitados. Para lograr nuestro bienestar somos capaces de mentir, defraudar, traicionarnos a nosotros mismos y destrozarnos unos a otros. Y así, no se puede ser feliz.
Y, ¿si Jesús tuviera razón? ¿No está nuestra «felicidad» demasiado amenazada? ¿No tenemos que imaginar una sociedad diferente cuyo ideal no sea el desarrollo material sin fin, sino la satisfacción de las necesidades vitales de todos? ¿No seremos más felices cuando aprendamos a necesitar menos y a compartir más?
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 309 s.
9.
Las bienaventuranzas de Lucas
El pasado lunes falleció en Alcalá de Henares el que puede ser calificado como el jesuita español más polémico de los últimos cuarenta años, José Mª de Llanos. Se ha hablado y escrito muchísimo sobre él a lo largo de estos días -ayer le dedicaban dos programas distintos de televisión- y se le ha aplicado con toda razón la expresión de «signo de contradicción». En torno suyo se han suscitado entusiasmos incondicionales y durísimas críticas. Hay quienes no le perdonan que haya levantado el puño izquierdo en alto, aunque esos mismos son indulgentes con que antes hubiese levantado también la otra mano, la derecha, en un saludo fascista. Fue amigo de la Pasionaria y se le ha llamado el padre espiritual de la izquierda española, aunque era un sacerdote que celebraba diariamente la misa y rezaba todos los días los quince misterios del rosario. La misma contradicción le acompañó hasta su sepultura, en la que se alternó el rezo del rosario con el canto de la Internacional.
Y, sin embargo, hay un gesto del P. Llanos que nadie le puede ni debe discutir: esa decisión suya, durante la década de los años cincuenta, de abandonar su brillante labor sacerdotal entre los universitarios de Madrid, para irse a compartir el duro destino de aquellos emigrantes, especialmente andaluces, que venían a Madrid buscando trabajo y que recalaban en un Pozo del Tío Raimundo formado por chabolas, construidas precipitadamente por la noche, sin los más elementales servicios sanitarios, con unas calles convertidas en fangales cuando llovía... No recuerdo cuántos años vivió en una chabola llena de humedades, pero desde ella inició un movimiento de reivindicación de los derechos humanos de aquellos desheredados. Muchas veces, cuando he oído críticas sobre la militancia política del P. Llanos, he respondido dos cosas para mí totalmente indiscutibles: que no podemos juzgar, desde nuestra instalación y bienestar, al que ha vivido codo con codo las situaciones de pobreza y desarraigamiento de aquel viejo Pozo y, en segundo lugar, que no se puede discutir el carácter de gesto profético que tuvo aquella opción suya de los años cincuenta y que ha servido para que la Iglesia española sea más sensible hacia los problemas de los pobres.
Precisamente el evangelio de hoy nos pone delante de los ojos uno de los textos que, sin duda, más interpeló al P. José Mª de Llanos, el pasaje de las bienaventuranzas. Lucas nos presentaba el domingo pasado la llamada que Jesús dirige a Pedro y a los hijos del Zebedeo. A continuación sigue la vocación de Leví, varios milagros de Jesús y una creciente tensión con los fariseos sobre el descanso sabático. Después Jesús sube a la montaña, como un nuevo Moisés, y pasó allí la noche en oración -precisamente Lucas presenta a Jesús orando con frecuencia y en los momentos culminantes de su vida- y elige a los doce, cuyos nombres vienen recogidos.
Ahí arranca el fragmento del evangelio de hoy: Jesús baja de la montaña a un llano y aparece rodeado no sólo por los doce, sino también por «un buen grupo de discípulos y una muchedumbre del pueblo», que no sólo es judía, sino que también procede del mundo pagano, de Tiro y Sidón. Y allí, dice el texto, comienza a hablar "dirigiendo la mirada a sus discípulos", quizá porque el evangelista quería expresar que son sus seguidores los responsables de transmitir el mensaje de Jesús a otros hombres.
El domingo pasado subrayábamos que Jesús llama a su seguimiento y no tanto a su imitación; que Jesús, al llamar a los discípulos, no presenta un programa elaborado de su misión, sino que pide ponerse en camino, seguir tras sus huellas, ser solidario con su misión y su destino. Sin negar todo esto, podemos decir que el discurso de Jesús, cuyo comienzo hemos escuchado hoy, marca las líneas fundamentales de las actitudes que debe tener el que se compromete en el seguimiento de Jesús. Jesús desciende del monte y no lo hace, como Moisés con las tablas de la ley del decálogo, sino con un mensaje que viene encabezado precisamente con las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas de Lucas son sólo cuatro, y vienen precedidas con ese cuádruple «dichosos». Tienen un sentido muy material, muy fáctico: Jesús llama dichosos a los pobres -sin más-, a los que ahora pasan hambre, a los que ahora lloran, a los que son odiados e insultados por causa de Jesús. Y añade enseguida cuatro malaventuranzas que se dirigen a los que están en la situación contraria: los ricos, los que ahora están saciados, los que ahora se alegran, los que sienten que se habla bien de ellos.
Nos sentimos menos interpelados por las ocho bienaventuranzas de Mateo, las de nuestro viejo catecismo, que por lo pronto omiten las cuatro malaventuranzas, dan a dos de las bienaventuranzas de Lucas un tono más espiritual -son dichosos los pobres «de espíritu» y los que tienen hambre «y sed de justicia»- y añaden otras cuatro bienaventuranzas menos materiales: las dirigidas a los mansos, los misericordiosos, los pacíficos y los limpios de corazón.
La liturgia de la Iglesia, al escoger el texto de Jeremías de la primera lectura, parece estar dando una clave de interpretación de las bienaventuranzas. Los pobres, los que lloran, los que tienen hambre.... son los que, desde su desamparo, desde su horizonte cerrado, tienen que poner su confianza en Dios y no en los hombres. De ellos se puede decir también: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza». Por el contrario, el rico, el que está saciado, el que ríe, el que experimenta que todo le va bien, ya no necesita a Dios porque pone su confianza en el hombre. De este dice Jeremías: «Maldito quien confía en el hombre y en la carne busca su fuerza». Es lo que refleja san Ignacio en su «meditación de las dos banderas»: la riqueza, los honores mundanos son camino para la «crescida soberbia», mientras que el camino de la verdadera humildad del seguidor de Jesús pasa por la pobreza -espiritual y si Dios lo quiere actual- y por las humillaciones. Hay además una segunda e importante clave de interpretación de las bienaventuranzas de Lucas, Generalmente no se ponen en relación a los «dichosos» con los «malditos», como si se tratase de situaciones que tienen poco o nada que ver. ¿No sería más justo ponerlas en estrecha relación? ¿No habría que decir que son malditos los ricos que son responsables de la pobreza de los otros; que son malditos los saciados que tienen responsabilidad del hambre de los pobres; que son igualmente malditos los que ahora ríen, pero son responsables de las lágrimas ajenas, y los que sienten que se habla bien de ellos al precio de que otros se sientan odiados y proscritos? ¿No tendríamos que pensar mucho más en las contrapartidas de nuestra riqueza, de nuestra saciedad, de nuestras risas, de nuestra buena fama?
Y queda lo más difícil de entender: esas cuatro bienaventuranzas tan contundentemente materiales de Lucas. Esa gran paradoja de que se puede llamar felices a los pobres -sin más-, a los que ahora tienen hambre o lloran, a los que se sienten odiados... Y uno recuerda lo que nos decía hace poco un misionero de ese país muy pobre de África, Burkina Faso: allí donde la renta per cápita es de 20.000 ptas. anuales, donde tantas madres lloran la muerte de sus hijos por una mortalidad infantil del 15%, en ese país desconocido e ignorado, allí la gente parece más feliz que en nuestra saciada y supernutrida Europa... Entre sus compañeros jesuitas, aludiendo a su marcado pesimismo, se decía que el P. Llanos era la «vesícula biliar del cuerpo místico». Ese pesimismo, esa insatisfacción vital siempre le acompañó en su vida. Consideró que su vida fue un fracaso, que nunca dejó de ser burgués... Pero cuando se le oía hablar con naturalidad de su muerte próxima, como un encuentro en la casa del buen Dios, uno sentía que en su corazón se había metido algo de la dicha que Jesús había prometido a los que vivían con los pobres. Que su testimonio, que su signo de contradicción, nos ayude para entender hoy el mensaje de Jesús.
JAVIER
GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 217 ss.