TEXTOS DE SAN AGUSTIN

 

¿Por qué nos mantenemos en vela?

Nuestra Pascua

Para la vida nos engendraron Cristo y la Iglesia

La alegría pascual


 

¿Por qué nos mantenemos en vela?

Con su resurrección, nuestro Señor Jesucristo convirtió en glorioso el día que su muerte había hecho luctuoso. Por eso, trayendo a la memoria ambos momentos, permanezcamos en vela recordando su muerte y alegrémonos acogiendo su resurrección. Ésta es nuestra fiesta y nuestra pascua anual; no ya en figura como lo fue para el pueblo antiguo la muerte del cordero, sino hecha realidad como a pueblo nuevo, por la víctima que fue el Salvador, pues ha sido inmolado Cristo nuestra Pascua (1 Cor 5,7) y lo antiguo ha pasado, y he aquí que todo ha sido renovado (2 Cor 5,15). Lloramos porque nos oprime el peso de nuestros pecados y nos alegramos porque nos ha justificado su gracia, pues fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (Rom 4,25). Tanto llorando lo primero como gozándonos en lo segundo, estamos llenos de alegría. No dejamos que pase inadvertido con olvido ingrato, sino que celebramos con agradecido recuerdo lo que por nuestra causa y en beneficio nuestro tuvo lugar: tanto el acontecimiento triste como el anticipo gozoso. Permanezcamos en vela, pues, amadísimos, puesto que la sepultura de Cristo se prolongó hasta esta noche, para que en esta misma noche tuviera lugar la resurrección de la carne que entonces fue objeto de burlas en el mundo y ahora es adorada en cielo y tierra.

Esta noche, en efecto, corresponde, como es sabido, al día siguiente, que consideramos como día del Señor. Ciertamente debía resucitar en las horas de la noche, porque con su resurrección iluminó también nuestras tinieblas. No en vano se le había cantado con tanta antelación: iluminarás mi lámpara, Señor, Dios mío, tú iluminarás mis tinieblas (Sal 17,29).

Nuestra devoción hace honor a tan gran misterio, para que como nuestra fe, corroborada por su resurrección, está ya despierta, así también esta noche, iluminada por nuestra vigilia, destaque por su resplandor para que podamos pensar, con dignidad, junto con la Iglesia extendida por todo el orbe de la tierra, en no ser hallados en la noche. Para tantos y tantos pueblos que bajo el nombre de Cristo congrega por doquier esta célebre solemnidad, se puso el sol, pero sin dejar de ser día, pues la luz de la tierra tomó el relevo de la luz del cielo.

No obstante, si alguien busca el porqué de la importancia de esta nuestra vigilia, puede hallar las causas adecuadas y responder confiadamente: el mismo que nos otorgó la gloria de su nombre, el mismo que ilumina esta noche y a quien decimos iluminarás mis tinieblas, concede la luz a nuestros corazones, para que del mismo modo que vemos, con deleite para los ojos, el esplendor de esta luz, así veamos también, iluminada la mente, el motivo del resplandor de esta noche.

¿Por qué, pues, se mantienen en vela los cristianos en esta fiesta anual? Ésta es nuestra vigilia por excelencia, y nuestro pensamiento no suele volar a ninguna otra solemnidad distinta de ésta cuando, movidos por el deseo, preguntamos o decimos -«¿Cuándo será la vigilia?» -«Dentro de tantos días», se responde; como si, en comparación de ella, las demás no fueran vigilias. El Apóstol exhortó a la Iglesia a ser asidua no sólo en los ayunos; sino también en las vigilias. Hablando de sí mismo dice: con frecuencia en ayunos, con frecuencia en vigilias (2 Cor 11,27). Pero la vigilia de esta noche destaca tanto que puede reivindicar como propio el nombre que es común a todas las demás. Así, pues, diré algo, lo que el Señor me conceda, primero sobre la vigilia en general y luego sobre la particular de hoy.

En aquella vida, por la consecución de cuyo descanso todos trabajamos, vida que nos promete la Verdad para después de la muerte de este cuerpo o también para el final de este mundo, en la resurrección, nunca hemos de dormir, como tampoco nunca moriremos. ¿Qué es el sueño, sino una muerte cotidiana que ni del todo saca al hombre de aquí ni le retiene por largo tiempo? ¿Y qué es la muerte, sino un sueño largo y muy profundo, del que despierta Dios? Por tanto, donde no llega muerte ninguna, tampoco llega el sueño, su imagen. Sólo los mortales experimentan el sueño. No es de este tipo el descanso de los ángeles; ellos, dado que viven perpetuamente, nunca reparan su salud con el sueño. Como allí está la vida misma, allí existe la vigilia sin fin. Allí la vida no es otra cosa que el estar en vela, y estar en vela no es otra cosa que vivir.

Nosotros, en cambio, mientras estamos en este cuerpo que se corrompe y apesga al alma (Sab 9,15), puesto que no podemos vivir, si no reparamos nuestras fuerzas con el sueño, interrumpimos la vida con la imagen de la muerte para poder vivir, al menos, a intervalos. Por tanto, quien asiste asiduamente a las vigilias con corazón casto y puro, sin duda alguna practica la vida de los ángeles -en la medida en que la debilidad de esta carne está sujeta al peso terreno, los deseos celestiales se encuentran ahogados-, ejercitando la carne mediante una vigilia más larga, contra la mole causante de la muerte para adquirirle méritos para la vida eterna. No está de acuerdo consigo mismo quien desea vivir por siempre y no quiere aumentar sus vigilias; quiere que desaparezca totalmente la muerte, y no quiere que disminuya su imagen. Ésta es la causa, éste el motivo por el que el cristiano tiene que ejercitar su mente en las vigilias con mayor frecuencia.

Ahora ya, hermanos, mientras recordamos otras pocas cosas, poned vuestra atención en la vigilia especial de esta noche. He dicho por qué debemos restar tiempo al sueño y añadirlo a las vigilias con mayor frecuencia; ahora voy a explicar por qué permanecemos esta noche en vela con tanta solemnidad.

Ningún cristiano duda de que Cristo el Señor resucitó de entre los muertos al tercer día. El santo evangelio atestigua que el acontecimiento tuvo lugar esta noche. No hay duda de que los días comienzan a contarse desde la noche precedente, aunque no se ajuste al orden mencionado en el Génesis, no obstante que también allí las tinieblas han precedido al día, pues las tinieblas se cernían sobre el abismo cuando dijo Dios: «Hágase la luz y la luz fue hecha» (Gn 1,2-4). Pero como aquellas tinieblas aún no eran la noche, tampoco habla de días. En efecto, hizo Dios la división entre la luz y las tinieblas, y primeramente llamó día a la luz, y luego noche a las tinieblas, y fue mencionado como un solo día el espacio desde que se hizo la luz hasta la mañana siguiente. Está claro que aquellos días comenzaron con la luz, y, pasada la noche, duraban cada uno hasta la mañana siguiente. Poco después que el hombre creado por la luz de la justicia cayó en las tinieblas del pecado, de las que lo libertó la gracia de Cristo, ha acontecido que contamos los días a partir de las noches, porque nuestro esfuerzo no se dirige a pasar de la luz a las tinieblas, sino de las tinieblas a la luz, cosa que esperamos conseguir con la ayuda del Señor: La noche ha pasado, se ha acercado el día, despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rom 13,12).

Por tanto, el día de la pasión del Señor, día en que fue crucificado, seguía a la propia noche ya pasada, y por eso se cerró y concluyó en la preparación de la pascua, que los judíos llaman también «cena pura», y la observancia del sábado comenzaba al inicio de esta noche. En consecuencia, el sábado que comenzó con su propia noche concluyó en la tarde de la noche siguiente, que es ya el comienzo del día del Señor, porque el Señor lo hizo sagrado con la gloria de su resurrección. Así, pues, en esta solemnidad celebramos ahora el recuerdo de aquella noche que daba comienzo al día del Señor y pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó. La vida de que poco antes hablaba, en la que no habrá ni muerte, ni sueño, la incoó él para nosotros en su carne, que resucitó de entre los muertos, de forma tal que ya no muere ni la muerte tiene dominio sobre ella.

Sermón 221