Viernes Santo
P. Cipriano Sánchez
Mt. 27, 27-50
Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros
acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo
que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el
testimonio de la fuerza del mal contra el mismo
Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno.
Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de
presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la
muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.
La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los
hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara
manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que
Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave
en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.
Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado,
incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace,
al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la
muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado
sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz
del Salvador.
Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría
el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse
reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley!
“Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de Moisés.
¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser
capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús
crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz:
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los esbirros se
acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen
que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de
beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: “Deja, vamos a ver
si viene Elías a salvarlo”.
“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el
velo del Santuario se rasgó en dos”. Acababa de cumplirse en Cristo
hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía
que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no
tenía ningún porqué, y se rasga en dos.
¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en
Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta
última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo
tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última
oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial
encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos
sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra
parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana,
en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da
cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más
tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando
Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un
misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos
caer de rodillas y decir: “Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque
todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí.”
Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos
simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón,
porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto
de su Padre.
Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor
tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las
injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser
humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro
es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo,
sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de
la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón
es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de
los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.
Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de
tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la
historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con
su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente
de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre
las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la
experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte
que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad
de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.
Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón
recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado y deshecho de
hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el
rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que
Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos,
nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido
herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el
castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.
En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que
abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias
las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son
nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen
su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.
Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad.
Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida
y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos
a decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de
esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en
tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su
camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos,
entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías
que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante
los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor
redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado,
por el silencio...
“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se
preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su
pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es
un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga
algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó
sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita,
alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad
proviene precisamente de su don.
Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con
Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el
misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que
tiene nuestra vida cristiana.
¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico
cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo
corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y,
cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo,
crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra
cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de
Dios.
“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que
doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del
sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el
polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados
por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un
instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que,
por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.
Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo.
Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe
conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y
ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.
La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si
es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento
de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse
hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol,
consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a
partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi
corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer
almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza
mi vocación.
Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de
nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre
todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza
a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón
dispuesto a servir a los hombres.